La vida instrucciones de uso

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Georges Perec

La vida instrucciones de uso

Si, agregaba por último Gilet–Burnachs en una postdata, el monograma estaba hecho con dos R enlazadas, querría decir que el planisferio era obra de Renaud Régnier, uno de los primeros cartógrafos de la escuela, que tenía fama de haber acompañado efectivamente a Jean Cousin en uno de sus viajes. Este mismo Renaud Régnier había levantado, unos años más tarde, hacia 1520, un mapa de la costa norteamericana, y, por una extraordinaria coincidencia, había bautizado TERRA MARIA la tierra que, un siglo más tarde, a causa de Enriqueta María de Francia, hija de Enrique IV y esposa de Carlos I de Inglaterra, se iba a llamar MARYLAND. Zaccaria era un geógrafo honesto. Habría podido no tener en cuenta la carta de Gilet–Burnachs, o aprovechar el mal estado general del planisferio para destruir toda posibilidad de identificar sus orígenes y asegurarle luego al conservador de Dieppe que se trataba de un mapa español y que sus críticas eran insostenibles. Pero comprobó concienzudamente que se trataba en efecto de un mapa de Renaud Régnier, informó de ello a su corresponsal y le propuso una puntualización redactada en común y firmada con los nombres de ambos, que pondría fin a aquel espinoso problema de toponimia. El artículo se publicó en 1888 en la revista Onomastica pero tuvo mucha menos resonancia que la comunicación al tercer congreso. No por ello era menos cierto que el planisferio de 1503 era el único mapa en el que el continente conocido hoy día con el nombre de América se llamaba la Consobrinia. Esta singularidad llegó a oídos de James Sherwood, que, un año más tarde, logró comprarlo, no se sabe por qué cantidad, al rector de la Universidad de la Habana. Y así se halla actualmente en una de las paredes de la habitación de Bartlebooth. Bartlebooth se aficionó a aquel mapa que, desde muy pequeño, había visto siempre en el gran zaguán de la casona en que se crió, no por su unicidad, sino porque posee otra característica: el norte no está arriba del mapa sino abajo. Este cambio de orientación, más frecuente en la época de lo que se suele creer, fascinó siempre en grado sumo a Bartlebooth; aquella representación invertida, no siempre en ciento ochenta grados, a veces en noventa o en cuarenta y cinco, destruía cada vez por entero la percepción habitual del espacio y hacía, por ejemplo, que la silueta de Europa, familiar para quien había ido aunque sólo fuera a la escuela primaria, empezara a parecerse, cuando se la hacía girar noventa grados hacia la derecha, pasando el oeste a arriba, a una especie de Dinamarca. Y en aquella inclinación minúscula se disimulaba la imagen misma de su actividad de solucionador de puzzles. Bartlebooth no fue nunca un coleccionista en el sentido tradicional del término, y no obstante, al principio de los años treinta, buscó o mandó buscar mapas como aquél. Tiene otros dos en su cuarto. Uno, que encontró en el Hôtel Drouot, es una bella copia del Imperium japonicum… descriptum ab Hadriano Relando, que formaba parte del Atlas de Reinier Otten de Ámsterdam; los especialistas dan mucha importancia a este mapa, no porque el norte está a la derecha, sino porque los nombres de las setenta provincias imperiales vienen dados, por primera vez, en ideogramas japoneses y transcritos en caracteres latinos. El otro es más curioso aún: es un mapa del Pacífico como los usaban las tribus costeras del golfo de Papuasia: una red extraordinariamente fina de tallos de bambú indica las corrientes marítimas y los vientos dominantes; acá y allá están dispuestas, aparentemente al azar, unas pechinas (cauríes) que representan las islas y los escollos. Si se atiende a las normas adoptadas actualmente por todos los cartógrafos, este «mapa» parece una aberración: no ofrece a primera vista ni orientación, ni escala, ni distancia, ni representación de los contornos; de hecho, parece que su uso resulta de una eficacia

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