La vida instrucciones de uso

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Georges Perec

La vida instrucciones de uso

de modo aparentemente imprevisible cegadores rayos. Debajo de él estaba sentada Ingeborg, en un sillón alto pintado de rojo oscuro. Aproximadamente a un metro, un poco a su derecha, encima de unas piedras planas colocadas en el mismo suelo, ardía un fuego que despedía un humo copioso y acre. Siguiendo la costumbre, había traído el hombre dentro de un saco de tela gris una gallina negra a la que vendó los ojos y degolló encima del fuego, con la mirada dirigida al este. La sangre de la gallina no apagó la lumbre; antes al contrario, pareció avivarla: bailaron unas altas llamaradas azules y la joven, sin hacer caso de la presencia de su cliente, las estuvo observando con atención varios minutos. Luego se levantó, cogió ceniza con una pala pequeña y la arrojó al suelo, delante de su sillón, donde instantáneamente se dibujó un pentáculo. Entonces cogió al hombre del brazo, lo hizo sentar en el sillón, obligándolo a permanecer muy erguido, inmóvil, con las manos bien apoyadas en sus brazos. Mientras, se arrodilló ella en el centro del pentáculo y comenzó a declamar con voz agudísima un ensalmo tan largo como incomprensible: «Al barildim gotfano dech min brin alabo dordin falbroth ringuam albaras. Nin porth zadikim almucathin milko prin al elmin enthoth dal beben ensouim: kuthim al dum alkatim nim broth dechoth porth min michais im endoth, pruch dal maisoulum hol moth dansrilim lupaldas im voldemoth. Nin hur diavosth mnarbotim dal goush palfrapin duch im scoth pruch galeth dal chinon min foulchrich al conin butathen doth dal prim.» A medida que se desarrollaba el ensalmo, se iba haciendo más opaco el humo. Pronto hubo unas llamitas rojizas acompañadas de chisporroteos y chispas. De pronto crecieron desmesuradamente las llamas azuladas, volviéndose a acortar casi al instante: detrás mismo del fuego, de pie, cruzado de brazos, Mefistófeles sonreía con todos sus dientes. Era un Mefistófeles más bien tradicional, hasta casi convencional. No tenía cuernos, ni un largo rabo bífido, ni patas de macho cabrío, sino una cara verdosa, ojos oscuros muy hundidos en sus órbitas, cejas espesas y muy negras, bigote afilado y una perilla a lo Napoleón III. Vestía un traje bastante impreciso, en el que eran sobre todo visibles una pechera inmaculada de encaje y un chaleco rojo oscuro, quedando todo lo demás tapado por una gran capa negra cuyas vueltas de seda color rojo fuego brillaban en la semioscuridad. Mefistófeles no dijo palabra. Se contentó con inclinar muy lentamente la cabeza, llevándose la mano derecha al hombro izquierdo. Luego extendió el brazo por encima del fuego, cuyas llamas parecían ahora casi inmateriales y desprendían un humo muy perfumado, y le hizo señal de acercarse al candidato. Se levantó el hombre y fue a colocarse delante de Mefistófeles, al otro lado de la lumbre. El Diablo le alargó un pergamino doblado en el que estaban trazados unos diez signos incomprensibles; luego le asió la mano izquierda y le pinchó el pulgar con una aguja de acero, haciendo brotar una gota de sangre, que estampó en el pacto; en el ángulo opuesto trazó rápidamente con su índice izquierdo visiblemente cubierto de un sebo graso y espeso su propia firma, parecida a una gran mano que sólo tuviera tres dedos. A continuación, partió la hoja en dos, se metió una mitad en el bolsillo del chaleco y tendió la otra al hombre, mientras se inclinaba profundamente. Ingeborg lanzó un grito estridente. Hubo un ruido como de papel estrujado y relumbró en la estancia el brillo cegador de un rayo, acompañado de un trueno y de un

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