La vida instrucciones de uso

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Georges Perec

La vida instrucciones de uso

se comía un bocado antes de dejarla ennegrecer en el frutero, o el correo, que sólo excepcionalmente abría ya, los puzzles le traían vaharadas de recuerdos, olores a varec, ruidos de olas rompiéndose a lo largo de los elevados malecones, nombres lejanos: Majunga, Diego Suárez, las Comores, las Seychelles, Socotra, Moka, Hodeida… Para Bartlebooth ya no eran más que los peones estrambóticos de un juego sin fin, cuyas reglas había acabado por olvidar, no sabiendo ya siquiera contra quién jugaba, cuál era la apuesta ni qué estaba en juego, trocitos de madera cuyo recortado caprichoso se convertía en objeto de pesadillas, tema único de un machacar solitario y cascarrabias, componentes inertes, ineptos e implacables de una búsqueda sin objeto. Majunga no era ni una ciudad, ni un puerto, no era un cielo pesado, una franja de laguna, un horizonte erizado de cobertizos y fábricas de cemento, era únicamente setecientas cincuenta imperceptibles variaciones sobre el gris, retazos incomprensibles de un enigma sin fondo, únicas imágenes de un vacío que ninguna memoria, ninguna espera colmaría jamás, únicos soportes de sus ilusiones repletas de trampas. Gaspard Winckler había muerto pocas semanas después de aquel encuentro y Bartlebooth había dejado prácticamente de salir de su piso. Smautf, de vez en cuando, le daba a Valène noticias de aquel viaje absurdo que, a veinte años de distancia, proseguía el inglés en el silencio de su despacho acolchado: «hemos dejado Creta» —Smautf se identificaba muy a menudo con Bartlebooth y hablaba de él en primera persona del plural, aunque era cierto que habían realizado todos aquellos viajes juntos— «estamos llegando a las Cícladas: Zaforas, Anafi, Milo, Paros, Naxos. ¡No será cosa fácil!». Valène tenía a veces la impresión de que se había detenido el tiempo, de que estaba como suspendido, como paralizado en torno de no sabía qué espera. La idea misma de aquel cuadro que proyectaba pintar y cuyas imágenes expuestas, disgregadas, habían empezado a dominar cada uno de sus instantes, amueblando sus sueños, forzando sus recuerdos, la idea misma de aquella casa despanzurrada mostrando al desnudo las fisuras de su pasado, el hundimiento de su presente, aquel amontonamiento inconexo de historias grandiosas o irrisorias, frívolas o lamentables, le daba la sensación de un mausoleo grotesco erigido a la memoria de unos comparsas petrificados en posturas últimas, tan insignificantes en su solemnidad como en su trivialidad, como si, al mismo tiempo, hubiera querido prevenir y retrasar aquellas muertes lentas o vivas que, planta por planta, parecían querer invadir la casa entera: el señor Marcia, la señora Moreau, la señora de Beaumont, Bartlebooth, Rorschash, la señorita Crespi, la señora Albin, Smautf. Y él, por descontado, él, Valène, el inquilino más antiguo de la casa. Entonces lo embargaba a veces un sentimiento de tristeza insoportable; pensaba en los demás, en todos aquellos que ya no estaban allí, en todos aquellos a los que ya se habían tragado la vida o la muerte: la señora Hourcade, en su casita cerca de Montargis, Morellet, en Verrières–le–Buisson, la señora Fresnel con su hijo en Nueva Caledonia y Winckler y Marguerite y los Danglars y los Claveau y Hélène Brodin con su sonrisita amedrentada y el señor Jérôme y la señora vieja del perrito, cuyo nombre ya no recordaba, el de la señora vieja, porque el perrito, que por cierto era una perrita, se acordaba muy bien de que se llamaba Dodéca, y, como a menudo hacía sus necesidades en el rellano, la portera —la señora Claveau— lo llamaba siempre Dodécaca. La señora vieja vivía en el cuarto izquierda, al lado los Grifalconi, y muchas veces se la veía pasear por la escalera vestida únicamente con un viso. Su hijo quería hacerse cura. Años más tarde, después de la guerra, Valène se lo había encontrado en la calle de Les Pyramides tratando de vender novelas pornográficas a unos turistas que se disponían a

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