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INTRODUCCIÓN: LA REVOLUCIÓN RECORDADA, INVENTADA, RESCATADA

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esde su estallido en 1910 y desde que los hechos iniciados por Francisco I. Madero se fueron identificando con el nombre de Revolución mexicana, este movimiento ha sido objeto de debates. Una historia de ellos ilustraría de manera muy elocuente cómo se ha entendido o, mejor dicho, cómo se ha querido entenderla. En esa historia, que no intentaré hacer en el brevísimo espacio que ocupa este ensayo, encuentro tres tiempos cuyo enunciado me remite al hermoso libro de Bernard Lewis,1 sólo que invierto el orden de los adjetivos dándole uno cronológico, de acuerdo con la índole de los protagonistas del debate sobre este tema. Si se pregunta cuál es el debate actual sobre la Revolución o quiénes lo llevan a cabo, se encuentra que se trata de una discusión académica entre historiadores. Éstos son, al cumplir 80 años de su inicio, quienes polemizan sobre ella. En contraste, al revisar otros debates actuales, resulta que los disputantes eran sus protagonistas o políticos e intelectuales que criticaban o defendían la asociación o la falta de ella entre el Estado y la Revolución. Estos tres tipos de disputantes se encuadran en las correspondientes tres categorías de historia que ha señalado Bernard Lewis. De ellos, los primeros fueron los que hicieron la Revolución, recordada por evi dentes razones de generación; el primer acercamiento historiográfico a tal acontecimiento fue la mnemotecnia de quienes participaron en él. Pero, después de ochenta años, puede afirmarse que ya no quedan participantes vivos, salvo esas raras posibles excepciones confirmatorias de la regla. De cualquier modo los protagonistas de alto nivel ya desaparecieron. La primera historiografía de la Revolución está basada en el recuerdo. La controversia que caracterizó este periodo fue una prolongación de la que se desarrolló en la Revolución misma, es decir, la disputa de uno de los grupos o facciones contra otros. Los civiles y militares que escribieron

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memorias, relatos o historias de la Revolución, lo hicieron animados por el prurito de establecer una verdad, que era la verdad de su líder, corregir el error reconstructivo que estableció el antiguo enemigo, señalar que la verdadera Revolución era la suya y no la del otro: seguir haciendo la guerra en tiempo de paz. La primera historiografía es polémica. No puede haber actitudes condescendientes con los demás. Se es porfirista, reyista, científico, maderista, antirreeleccionista, etcétera. El debate, en suma, seguía siendo el de unos contra otros como en la Revolución. La verdad no podía pertenecer al contrario. Sólo había una y era indivisible. Es posible que el debate llevado a cabo en esta etapa sea el más enconado. A fin de cuentas, los protagonistas eran o se sentían los dueños de la Revolución mexicana. Nadie, excepto ellos, podía expresar opiniones con respecto a ella. El ajeno no tenía autoridad. Los que no estuvieron en la Revolución carecían no digamos de autoridad, sino del derecho de hablar sobre ésta. Era un recuerdo patrimonial. Ante esta situación, la dispersión de la verdad revolucionaria se podía entender como algo peligroso para el Estado, en virtud de que los miembros del grupo gobernante eran, a su vez, elementos emanados de uno de los grupos revolucionarios o de alianzas que se fueron dando entre unos y otros, pero que necesariamente excluían a algunos de los antiguos enemigos que podían convertirse en impugnadores. El Estado comenzó a necesitar ser la Revolución, encabezarla, realizarla, interpretarla, anatematizar a sus enemigos como contrarrevolucionarios. Fue ahí cuando se inició el proceso de la Revolución inventada. ¿Fue en 1925 cuando comenzó el proceso de invención de la Revo lución mexicana? Todo parece indicar que sí, aunque es difícil establecer una fecha de manera tajante. A favor está el siguiente argumento. El presidente Obregón no necesitaba legitimar al Estado con la Revolución porque, a la manera de Luis XIV, Obregón era la Revolución y, además, fungía como jefe de Estado. Al subir Calles a la presidencia se inicia la sustitución del caudillo como gobernante, por un presidente que no tenía las mismas características de su predecesor, aunque podía participar de algunas. En otro orden, las investigaciones de Guillermo Palacios y las recientes de Víctor Díaz Arciniega han puesto de manifiesto que en el cuatrienio de Calles, y parti cularmente en su primer año de gobierno, tiene inicio el proceso de invención de la Revolución mexicana.2 Por invención debe entenderse, en el sentido que da Edmundo O’Gorman al término, dotar de sentido a un hecho

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o conjunto de hechos, con lo cual el historiador hace significativo el acontecer, dándole unidad y sentido a la pluralidad o dispersión. En el caso de la Revolución, no es el historiador quien lo hace por primera vez, sino el Estado por medio de sus ideólogos oficiales y oficiosos y, paradójicamente, sus críticos e impugnadores. Con la invención del proceso revolucionario o, mejor dicho, con el establecimiento de la Revolución como un proceso, el Estado se identifica a sí mismo como el supremo sacerdote de la Revolución o, para precisar, como la Iglesia revolucionaria, con el presidente de la República como sumo sacerdote. A partir del proceso se decide qué es y qué no es revolucionario, hasta llegar incluso a planteamientos jurídicos o crítica literaria.3 Sin embargo, en 1930 se inicia la crítica del binomio Estado-Revolución. Luis Cabrera tiene el honor de ser el primer gran crítico, al celebrarse el vigésimo aniversario de la insurrección maderista. Se inicia el balance de una Revolución que, al ser juzgada veinte años después de 1910, 1913 y 1917, ya no es la misma.4 El proceso de invención de la Revolución es, pese a todo, un paso adelante con respecto a la posibilidad de contribuir al conocimiento de lo que fue la Revolución. Llamar la atención acerca de la relación del pasado y el presente da un sentido a los hechos que va más adelante del protagonismo de los autores de testimonios revolucionarios que se detenían en la narración de lo que “verdaderamente sucedió”. Puede resultar reiterativo recordar que entre los sepultureros más connotados de la Revolución se encuentran, además de don Luis Cabrera, don Jesús Silva Herzog y don Daniel Cosío Villegas. También puede ser una reiteración señalar que la crítica al abandono revolucionario trajo consigo numerosas y airadas respuestas. Me interesa destacar, entre todas, la de Alberto Morales Jiménez, quien utilizando como título de su artículo el de un libro de Trotsky, La revolución permanente,5 trató de defender el derecho del Estado de llevar la Revolución a donde se lo dictaba su omnisciencia. Los críticos fueron criticados. Ellos congelaban la Revolución al insistir en su ortodoxia. La Revolución no era lo que pasó entre 1910 y 1920, sino todo un gran proceso abierto, prácticamente sin fin. Sin embargo, hubo quienes advirtieron que la realidad superaba las tradiciones. En 1955 un hombre ligado al sistema, Manuel Moreno Sán chez, dictó un cursillo en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México, con el significativo título de Más allá de la Revolución Mexicana,6 en el que establecía que la realidad había rebasado a

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la Revolución y que las nuevas soluciones o, como se dice ahora, el nuevo proyecto nacional, debía ser otro y no necesariamente el programa de la Revolución. También otro hombre del sistema, Edmundo Flores, planteó algo semejante hacia 1970 en Vieja Revolución, nuevos problemas. El caso es que, a pesar de declaraciones tan fundamentadas como las aducidas por Moreno Sánchez, el debate no prosperó y el Estado siguió asumiendo la herencia revolucionaria como si fuera su patrimonio. En 1960, al cumplirse el cincuentenario, el discurso oficial insistió en la permanencia revolucionaria, y en la asunción del Estado como instrumento de la Revolución. Si se examinan los textos incluidos en el volumen colectivo, con prólogo del presidente Adolfo López Mateos, México, 50 años de la Revolución, se encuentra con facilidad dicha asunción. Todo es producto de la Revolución, desde la electrificación hasta la cinematografía, desde la producción agrícola hasta la poesía. Nada que sea auténticamente mexicano deja de ser obra de la Revolución. Resulta curioso que no hubiera debate a ese respecto; no obstante, tenía que venir del exterior algún elemento aguafiestas. Ése fue la Revolución cubana, cuya radicalidad y efectividad iniciales volcaron hacia ella la solidaridad y simpatía de intelectuales y estudiantes, entre otros sectores, y se comenzó a debatir el carácter de la Revolución mexicana. A principios de la década de los sesenta, se discutió si la mexicana era la última Revolución democrático-burguesa o la primera social. Nótese que nadie se atrevió a agregar el sufijo “ista” después de la raíz “social”, porque nadie lo hubiera creído. O si alguien lo hubiera dicho, no faltaría agregar algún adjetivo a la Revolución, tal como desvirtuada, traicionada, superada, etcétera. Cabe señalar la incursión, por entonces, de un académico que con rigor mannheimiano presentó una breve y sólida ponencia en el Seminario de Problemas Filosóficos y Científicos de la UNAM, sobre la ideología de la Revolución mexicana. Se trata de Moisés González Navarro,7 quien obtuvo una acre respuesta del filósofo Emilio Uranga, desde entonces intelectual al servicio del Estado. No se trata de detallar el debate, sino sólo de consignar su existencia. Es preciso hacer notar que frente al rigor con que González Navarro despejaba incógnitas, Uranga defendía la idea oficial de la Revolución. Parecería que el historiador no tenía derecho a hablar de la Revolución puesto que no pertenecía al grupo de sus actores, sino al de sus intérpretes o continuadores. Durante los años sesenta, ya sea por Cuba, ya por el ejercicio presidencial de Gustavo Díaz Ordaz o por el estallido del movimiento estudiantil de 1968, la ideologización de la Revolución llegó a

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su crisis. Las nuevas generaciones necesitaban una interpretación de aquéllos que no podían explicarla más que como un proceso abierto y permanente. En ese tiempo, Ross publicó su libro y con éste el debate continuaba. Sin embargo, era necesario saber qué fue lo que en realidad sucedió sin el protagonismo de sus primeros narradores ni el ideologismo de sus inventores. Era menester rescatar la Revolución, liberarla de la generación en proceso de extinción y de los ideólogos oficiales que la habían llevado a un callejón sin salida. La Revolución rescatada es la que propone la historiografía producida desde finales de los sesenta y que durante los últimos veinte años ha animado un debate permanente en torno a ella, surgido de las aportaciones que han hecho académicos nacionales y extranjeros dotados de finas armas metodológicas y de documentaciones que se han puesto a su servicio, para permitir saber más sobre los acontecimientos. El rescate ha implicado una expropiación de parte de los historiadores que han comenzado a ver a la Revolución como algo sucedido en el tiempo, a lo que es menester despejar de los agregados mitológicos que lo habían ocultado o distorsionado. Si se atiende a los primeros productos, todavía se conservaba algo de la inercia del pasado, en el sentido de que había polémica contra lo que el Estado había hecho de la Revolución. Adolfo Gilly la llama “interrumpida”; Arnaldo Córdova la vincula con el surgimiento de la ideología y la formación del Estado. En suma, retoman la vieja argumentación y la cancelan con sus aportaciones. De modo paralelo, se da el rescate de los actores sociales en las obras de John Womack y Jean Meyer.8 Los historiadores, como nuevos representantes de la sociedad, llevan a cabo la labor de rescate para intentar devolvérsela. Es cierto que el Estado ha tenido su parte al fungir muchas veces como “ogro filantrópico”, pero puede decirse que no solamente la historiografía producida en los medios académicos externos es marginal al Estado, sino que mucha de la mexicana, no obstante producto de universidades e institutos superiores financiados por el Estado, ha sido crítica e independiente. La Revolución rescatada se ha preocupado por tratar de recrear los acontecimientos. Para hacerlo se ha valido de metodologías diversas y/o de recursos narrativos sólidos. Desde luego que no está exenta de debates, es más, es proclive a ellos y los propicia. Acaso el más connotado haya sido el que tuvo lugar entre los investigadores Alan Knight y François-Xavier Gue rra en las páginas de Annales. Por lo menos eso representa lo que para mí es el debate actual de la Revolución mexicana, es decir, los elementos que proponen las tendencias llamadas revisionistas y la defensa del tratamiento

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tradicional o tannenbaumiano que hace Knight. La obra crítica de este historiador está llena de elementos polémicos sobre los enfoques recientes en torno a la Revolución, y ciertamente se trata de cuestiones de interpretación historiográfica más ricas que aquéllas que debatían si la Revolu ción era social o democrático-burguesa, o si era permanente o un hecho histórico. El problema de este debate es que, a diferencia de los anteriores, que se castigaban incluso con el destierro de los críticos, como lo hizo Ortiz Rubio con Cabrera, su trascendencia no va más allá de la academia. Mientras que el Estado ha dejado de necesitar a la Revolución como sustento legitimador, el rescate más pleno y libre que se hace de ella no cuenta con una difusión masiva deseable. Los productos del historiador no llegan demasiado lejos sino muy lentamente, acaso cuando debatirlos pierda actualidad.

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1. Aquiles Serdán. 2. Máximo Serdán. 3. Don Francisco I. Madero. 4. La sucesión presidencial en 1910, de Francisco I. Madero. 5. Francisco Villa, jefe de la División del Norte, traslada los restos del que fuera gobernador de Chihuahua, don Abraham González, al cementerio.

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6. De izquierda a derecha: Francisco Serrano, Álvaro Obregón, Julio Madero, Francisco Villa, Luis Aguirre y John Pershing. 7. Francisco Villa al lanzarse a la Revolución en Sierra Azul, Chihuahua, noviembre de 1910. 8. Eufemio y Emiliano Zapata con Abraham Martínez. 9. El presidente, general Eulalio Gutiérrez, acompañado de los generales Francisco Villa y Emiliano Zapata.

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