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ree usted que la escuela moderna, al menos en América Latina, contribuye a formar lectores competentes? Puedo hablar, con cierto conocimiento, de la escuela en el caso de México, y tengo algunas referencias directas e indirectas de Argentina, Colombia, Chile, Guatemala y Perú. Ese conocimiento y esas referencias me indican que la escuela moderna en América Latina contribuye escasamente a la formación de lectores autónomos, es decir de lectores que tengan al libro como una necesidad sin que en ello esté de por medio la obligación o la coerción. Sin embargo, creo que hay que distinguir entre los que utilizan el libro como una herramienta para aprobar un curso o un grado escolar, y los que leen libros porque encuentran en ellos ciertos satisfactores de placer y conocimiento no obligado. Pienso también que este segundo tipo de lector es incluso más “competente” que aquel que utiliza los libros con un exclusivo fin práctico. Por lo general, quien usa los libros con un propósito exclusivamente utilitario no es precisamente un lector autónomo. Su objetivo no es leer un libro por el placer que promete, sino utilizarlo para cubrir un requisito, sea éste escolar o laboral. Por lo que respecta a la escuela, está probado que la mayoría de los alumnos, incluso en las universidades, abandonan los libros cuando han logrado su objetivo de aprobar la materia, el curso o la

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carrera. Hay cientos de miles de universitarios que no se hicieron lectores autónomos aunque se hayan graduado y posgraduado. En este sentido, la escuela está muy lejos de formar lectores. Da la impresión incluso de que este objetivo no le interesa. Los que han formado lectores en las escuelas son algunos profesores, de manera individual y por su propia pasión lectora. En cambio, la escuela como institución sigue interesada más en los grados, la meritocracia y el currículum que en desarrollar las capacidades y potencialidades de la duda, la ref lexión, el placer de descubrir y todo lo que se ha dado en llamar la inteligencia emocional que no es otra cosa que el gusto de aprender, poner en práctica y compartir lo aprendido sin ningún tipo de coacción. Lo que la escuela hace, en realidad, es vender una mercancía que denomina educación pero que, estrictamente, se reduce a escolarización certificada por medio de títulos y diplomas. Y, a lo largo de este proceso, la lectura autónoma no tiene la menor importancia. Lo que es más, incluso parece que estorba, pues en los procesos disciplinarios la libertad de leer choca con la obligación de aprobar. El psicólogo y filósofo Erik H. Erikson advirtió que, en la escuela, “con una brusquedad variante, el juego es transformado en trabajo, el jugar en cooperación y la libertad de imaginación en el deber de prestar completa atención a los detalles que integran una ejecución satisfactoria”. Dicho de otro modo, la escuela funciona a través de rituales disciplinarios que nada o poco tienen que ver con el placer gratuito o con la entera satisfacción. En la escuela todo se vuelve formal y prescrito, lo cual, piensa Erikson, contiene el peligro de la sobreformalización y del ceremonialismo vacuo. En un ambiente así, de tal tensión, incluso la lectura pierde su fin recreativo y liberador: se vuelve tarea, se torna obligación; y ya sabemos que toda obligación insatisfactoria produce rencor y resentimiento, no felicidad. ¿Cómo podríamos hablar, entonces, de la felicidad de leer en la escuela? 52

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Haciendo eco del peligro de la sobreformalización y el ceremonialismo vacuo de los que habla Erikson, respecto de la educación formal, podríamos decir que la escuela, como instrumento de un Estado paternalista y autoritario por excelencia, le tiene pavor al placer, y por ello lo excluye sistemáticamente. Ir a la escuela no es, por definición, un placer, sino un rito de paso que puede llegar a ser muy insatisfactorio. Todo se vuelve obligación, en una experiencia que tiene mucho de frustrante. Esta experiencia frustrante de la lectura obligatoria en la escuela no es para nada nueva. Ya la describía William Shakespeare en Romeo y Julieta, lo cual es más que desalentador si pensamos que las cosas no han cambiado mucho en más de cuatro siglos. En la segunda escena del segundo acto, Julieta se despide de Romeo y le dice: “¡Mil veces buenas noches!”, a lo que el enamorado responde, con dolor y desesperación: “¡Malditas mil veces, faltando la luz tuya!... El amor va hacia el amor, como los escolares huyen de los libros; mas el amor abandona al amor, triste, como quien va a la escuela”. A mi juicio, Aldous Huxley no se equivocaba cuando en el prólogo de Un mundo feliz escribió que nadie puede amar la servidumbre y que, sin embargo, más allá de ficciones de anticipación y fantasías, los medios y mecanismos de los políticos, los gobiernos y aun los proyectos científicos coinciden —sin declararlo, por supuesto— en que resolver “el problema de la felicidad” no es otra cosa que “lograr que la gente ame su servidumbre”. Esta crítica parecería excesivamente injusta e incluso violenta si la trasladamos al ámbito de la escuela. Pero en su Aviso a escolares y estudiantes, Raoul Vaneigem es todavía más enfático cuando advierte que aprender sin deseo es desaprender a desear y, por lo tanto, concluye: Si la enseñanza es recibida con reticencias, o con repugnancia, es que el saber filtrado por los programas escola53

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res lleva la marca de una antigua herida: ha sido castrado de su sensualidad original. El conocimiento del mundo sin la conciencia de los deseos de vida es un conocimiento muerto [...] Después de haber arrancado al escolar de sus pulsiones de vida, el sistema educativo intenta cebarlo artificialmente para llevarlo al mercado de trabajo, donde seguirá balbuceando hasta la repugnancia el leitmotiv de su juventud: ¡Que gane el mejor! ¿Que gane qué? ¿Más inteligencia sensible, más afecto, más serenidad, más lucidez sobre sí y sobre las circunstancias, más medios para actuar sobre su propia existencia, más creatividad? No; más dinero y más poder, en un universo que ha consumido el dinero y el poder de tanto ser consumido por ellos. Vistas las cosas así, hasta la crítica de Huxley al aparato estatal, en la primera mitad del siglo XX, era, por así decirlo, un ejercicio serenamente moderado. Usted ha planteado que el contagio es la mejor forma de transmitir la pasión de la lectura. ¿A su juicio, existe algún otro mecanismo que sea también eficaz? No conozco otro mecanismo que consiga los mismos resultados. El contagio de la lectura se produce cuando hay sensibilidad y disposición tanto del que desea compartir su pasión como del receptor. Las técnicas de lectura, promoción, fomento y animación son eso: técnicas, pero no pueden garantizar el nacimiento de una pasión. Sirven, por supuesto; ayudan sin duda a entender mejor las cosas, pero el problema es que la lectura no es una ciencia exacta: nadie sabe dónde y cómo surgirá un lector, y hay lectores que surgen en las condiciones más adversas para leer, mientras que no necesariamente se producen en las condiciones más óptimas. Sigo pensando, con Alberto Manguel, que la proporción de lectores con respecto al resto de la sociedad será siempre muy pequeña. Esto no ha variado significativamente con el paso de 54

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los siglos: cada día aumenta el número de lectores, pero proporcionalmente se incrementa también la población mundial. Los lectores fueron minoría en los siglos XIX y XX, y siguen siendo minoría hoy. Manguel tiene una frase espléndida cuyo propósito es liberarnos de la angustia que puede producirnos esta realidad: “Los lectores son una élite, pero una élite a la cual todo el mundo puede pertenecer”. Es de una sabiduría extraordinaria. ¿Cree que tantos planes para fomentar la lectura terminan teniendo el efecto contrario? El problema de la lectura es que se ha vuelto un tema político. En todo el mundo se habla de la lectura como de un punto de la agenda política. Hay demasiado ruido en torno a ello, y el ruido no es el mejor ambiente para leer, por más que busquemos abstraernos. En efecto, se habla demasiado del tema y no siempre se consiguen los mejores resultados. El gran escritor portugués José Saramago ha sido uno de los primeros que han llamado la atención al respecto. Ha dicho que “mal andan las cosas si resulta necesario estimular la lectura, porque nadie necesita estimular el futbol”. Su declaración suscitó escándalo en las esferas oficiales de la cultura de Portugal, más aún cuando agregó que de pronto parece inútil tanto voluntarismo ante la evidencia de que “leer libros siempre ha sido y siempre será cosa de una minoría y no vamos a exigir a todo el mundo la pasión por la lectura”. Coincido del todo con Saramago, y sin embargo no creo (ni creo que él lo crea) que no debamos hacer nada para que haya más lectores. De lo que sí estoy seguro es que todo aquello que se haga (me refiero a los planes y programas sean de gobierno o ciudadanos) debe abandonar la insistencia demagógica y la moralización del acto de leer. Los planes y programas de lectura suelen centrarse en un tipo de lectura “competitiva” y “productiva” que se vincula más con las esferas laborales que con el bienestar emocional: las personas son algo más que indicadores y cifras, y la lectura de 55

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libros cuando es una pasión, muy poco tiene que ver con todos los aparentes beneficios prácticos que se esgrimen para invitar a leer. El principal objetivo de la lectura no es el éxito, sino una satisfacción que ni siquiera es la misma en todos los lectores. Cuando estemos tentados a creer que el fin de la lectura es ser exitosos, preguntémonos por un momento si Kaf ka alcanzó el éxito o si vivió, gracias a los libros, algo parecido al éxtasis de la victoria al que suelen hacer referencia los triunfadores. Preguntémonoslo. ¿Qué opinión le merecen los movimientos llamados bookcrossing para liberar los libros y hacerlos circular? Un libro olvidado, perdido, “abandonado” o “liberado” en el sitio que sea (en un parque, en una iglesia, en un cine, en una parada de autobús, en el asiento del Metro, en un retrete, etcétera), siempre puede caer en buenas manos. Tal es el principio del bookcrossing desde que el estadounidense Ron Hornbaker lo inició en 2001. Es una idea muy buena para compartir la alegría de leer que en no pocas ocasiones surge por el mero azar. Todo lo que se haga por el libro movidos por la pasión de compartir del modo más libre y cordial los objetos de nuestro deseo es bueno, y puede conseguir prosélitos, sin los molestos discursos y las beatas amonestaciones y reprimendas de quienes se sienten superiores como seres humanos ante los que no leen libros. Las estrategias del bookcrossing son exactamente eso: formas de compartir aquello que nos seduce. El lector, en este sentido, es lo más parecido a un libertino: ama tanto los libros que desea compartir con otros (que aún no los han gozado) los objetos de su deseo. En todo caso, creo que estas estrategias tienen más probabilidad de conseguir su propósito que muchos discursos y programas bienintencionados pero erróneos cuyo defecto es que no parten de la pasión, sino de la angustia y el ruido de las estadísticas apocalípticas y de las políticas asépticas, desapasionadas y burocratizadas. 56

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or qué cree que a los medios les provoca tanto interés publicar notas sobre rating cultural? En general, los medios (incluidos lamentablemente los culturales) lo que venden mejor es el escándalo. Han acostumbrado al público a exigir lo más ruidoso. El rating cultural hace de las suyas en todo el mundo. Por lo demás, una buena parte de la gente está convencida de que la información es lo más importante, y que algo le están escondiendo si esa información no es escandalosa o no se sitúa en el más alto rango de la popularidad y la notoriedad. En el tema de la lectura, por ejemplo, las notas sobre los índices de lectura en América Latina suenan apocalípticas, pero muy rara vez sitúan el problema de los bajos índices lectores en su justa dimensión y su verdadera circunstancia. Periodistas (algunos de los cuales no se caracterizan por ser precisamente grandes lectores), alientan y calientan la polémica sobre la pobreza de lectura en América Latina, y, aparentemente escandalizados, comparan los índices de nuestros países con los de Finlandia, Dinamarca, Japón, Canadá, Francia y Estados Unidos, por ejemplo. Pero en ningún lugar de sus notas dicen o siquiera sugieren que México no es como Finlandia, que Colombia no es como Dinamarca, que Argentina no es como Japón, que Guatemala no es como Francia. Hay tantos problemas económicos, sociales, políticos, edu-

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cativos y culturales que se obvian en esas informaciones amarillistas que dichas notas parecen escritas por marcianos que no tuviesen ni la más remota noción de la realidad terrestre. No creo que haya mundos perfectos, pero es claro que ni Finlandia ni Dinamarca tienen los problemas que padecen nuestros países. ¿Por qué pensar que la lectura tiene que escapar a los asuntos estructurales de nuestros países donde los problemas económicos y sociales son algo más apremiantes que el de la lectura? Cuando algunos medios aprendan a leer en la realidad y en los libros, entenderán por qué nuestros índices de lectura no se parecen a los que existen en Finlandia. Una experta en nuevas tecnologías aplicadas a la educación en Argentina, Beatriz Fainholc, me dijo en una oportunidad que, a raíz de la competencia entre los medios audiovisuales y los libros, se ha creado una falsa idea de que los niños y jóvenes leen menos. Ella asegura que lo que ha cambiado es el formato pero que de todos modos se lee… ¿Qué opinión le merece esta aseveración? Estoy absolutamente de acuerdo con Beatriz Fainholc. No es que se lea menos, es que las formas de leer se han modificado. Los weblogs están llenos de personas que comparten ref lexiones sobre lo que están leyendo. Estas personas leen libros, revistas, diarios y la diversa variedad de impresos, pero también leen la producción generada en la red misma. Creo, con toda evidencia, que ahora existen mayores posibilidades de lectura, y que la que ofrece la red no es desdeñable. El libro se ha visto beneficiado con todo esto. Los que piensan que internet acabará con la lectura de libros o son muy ingenuos o no son muy lectores de libros. Yo no leería el Quijote en la pantalla porque soy un lector que proviene de la tradición de la letra impresa, pero no dudo que haya personas dispuestas a leer las obras de Cervantes en este medio, y también sé que no son escasos los lectores que comparten juicios y opiniones en la 58

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red acerca de libros que leyeron en su soporte tradicional, en papel. Además, por cierto, en la red circula una enorme cantidad de textos que la gente intercambia y, por supuesto, lee. Eso también es lectura. ¿De cuando acá la única lectura legítima es la que se hace en libros de papel? ¿Considera que el libro como objeto fetiche de nivel cultural sigue teniendo el mismo valor que antes? El libro es, ciertamente, un fetiche cultural que ha conservado más o menos su valor dentro de una sociedad que lo aprecia enormemente incluso cuando no lo frecuenta. Basta con ir a un libro de citas citables y elevados pensamientos para darnos cuenta de que el libro es un objeto en sí mismo noble, cuya trascendencia nadie pone en duda. Esto seguirá siendo así a pesar de su gran popularización. Hoy hasta los gurús más emblemáticos de las tecnologías informativas (por ejemplo Nicholas Negroponte) publican libros impresos, aunque anuncien ya la desaparición inminente de este artilugio ¿Por qué no se conforman con el formato electrónico? Porque este último no tiene la connotación cultural del impreso, y les queda el sentimiento de que, en tanto no esté en papel, carecen de bibliografía. A decir de Negroponte, el cambio de los átomos por los bits es irrevocable e imparable, y cuando él mismo se hace la pregunta de “¿por qué escribe una cosa tan anticuada como un libro y por qué la editorial distribuye Ser digital en forma de átomos en lugar de hacerlo en bits?”, aduce que todavía no hay suficientes medios digitales en manos de ejecutivos, políticos, padres y de todos aquellos “que más necesitan comprender esta cultura, tan radicalmente novedosa”. Pero es, sobre todo, otra la razón de mayor peso. Escribe: “Aun en aquellos lugares en los que la computadora es una presencia constante, la interfaz corriente es primitiva, un tanto tosca y 59

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no tiene nada que ver con algo que uno quisiera llevarse a la cama (cosa que sí sucede con un libro)”. Claro, esto lo decía el autor de Ser digital en 1995. Hoy, cualquiera se lleva su laptop a la cama, tan fácilmente como se podría llevar un libro, pero la laptop todavía no alcanza el grado de fetiche que sí posee el libro impreso luego de más de cinco siglos de inf luencia y veneración. Otro ejemplo que ilustra la importancia del libro como fetiche es que la gente sabe que debe tener libros en su casa (algunos, aunque sea), independientemente de que los lea o no. Los libros de ornato son frecuentes: les dicen al visitante que esa casa no está habitada por incultos. Todo esto conduce muchas veces a una cruel paradoja que ilustra Gabriel Zaid: la gente cree que sabe porque tiene libros.

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