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Bilqis y Salomón

Se cuenta que en tiempos pasados en la península arábiga existió un reino extraordinario, rico en oro, piedras preciosas, especias y perfumes. Era tan exuberante que los romanos lo llamaron felix, es decir, «feliz, fértil». Estaba habitado por los sabeos y al frente del mismo se encontraba una reina muy poderosa. Su nombre era Bilqis, pero todos la conocían como «la reina de Saba».

Bilqis gobernaba con justicia e inteligencia, veneraba al dios Sol, vivía en un magnífico palacio erigido más o menos donde hoy se encuentra la capital de Yemen y se sentaba en un trono del que se contaban maravillas.

Un día, mientras estaba en el jardín revisando su plantación de pistachos, que tanto le gustaban, una abubilla se posó sobre su hombro.

—Buenos días, señorita, ¿qué buen viento te trae hasta aquí? —preguntó.

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Cleopatra no quería en absoluto caer en manos del nuevo emperador, Augusto. Tenaz y decidida, se aproximó a uno de sus enemigos, Marco Antonio, que a la vez había sido un hombre muy leal a César. Cerca de él y manteniendo siempre su obstinación y voluntad, la reina logró conservar su mando sobre Egipto.

Quizá sea la razón por la que siempre recordamos a esta legendaria soberana. La historia parecía que iba a borrar a la civilización que construyó las pirámides, pero ella nunca se dio por vencida.

Solamente después de veinte años de reinado, las tropas de Augusto derrotaran de forma contundente a las egipcias.

Cleopatra entonces se suicidó con el veneno de un áspid, una culebra que según se dice estaba escondida en una cesta de higos. Egipto nunca volvió a tener otra reina.

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—¿No tienes miedo, Agripina? —le preguntaron sus hermanas—. Cuando nació Nerón, ¡un sacerdote predijo que te mataría!

—Me da igual —respondió ella, encogiéndose de hombros—. Que me mate, ¡lo importante es que suba al trono!

Nunca se dio cuenta de hasta qué punto Nerón se estaba volviendo peligroso y de poco fiar. Parecía un hijo que adoraba a su madre, pero en realidad la temía, no soportaba sus reproches y conspiraba en la sombra, esperando el momento justo para librarse de ella.

Cuando Claudio murió envenenado, todos pensaron que era una conspiración de su esposa, pues pronto Nerón ascendió al trono. Este también se había casado con Popea, una mujer que odiaba a Agripina y que logró privarla de todos los honores, acusándola de crímenes que nunca había cometido. Con sus dotes estrategas, ella, sin embargo, siempre supo esquivar los golpes. Nerón intentó envenenarla tres veces, hasta que un día simuló un falso naufragio.

—Querida madre, me gustaría mucho celebrar contigo las fiestas en honor de Minerva —le escribió, invitándola a su villa de Bayas, una ciudad balnearia.

Confiada, Agripina se reunió con su hijo. Al final de la velada, subió al barco que debía llevarla a casa.

Poco después, la embarcación, convenientemente manipulada, se rompió y se hundió. A nado, la emperatriz logró salvarse, pero su suerte no duró demasiado: Nerón la localizó y envió a un sicario a matarla.

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Boudica la rebelde

Una luz anaranjada iluminaba Britania. Todavía no había salido el sol por completo, pero una figura femenina rondaba ya entre las casas de los icenos. La mujer tenía un aire severo. La melena, roja como el fuego, le llegaba hasta las caderas. Vestía ropas coloridas y sobre los hombros llevaba una capa, cerrada con un broche dorado. Su nombre era Boudica.

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Para mantenerse, Teodora empezó a trabajar haciendo mimo y cantando en el hipódromo. En los años que había pasado en ese entorno, había aprendido a hacerlo. Pero en aquella época las actrices no gozaban de buena reputación y la muchacha pronto quiso retirarse de los escenarios.

Se dedicó a estudiar, a la vez que trabajaba la lana en un telar para ganar dinero con que vivir. Sin embargo, el destino le tenía preparada una sorpresa.

Cuando tenía veinte años, por la calle se encontró con un noble macedonio, apuesto e intrépido, heroico y audaz. Era Justiniano, el sobrino del emperador. Ambos sintieron un flechazo y su amor nació de inmediato. Se habrían casado enseguida, pero nada era tan fácil.

Eufemia, la emperatriz, se opuso rotundamente al matrimonio:

—Esta chica no solo no es noble sino que acarrea una dudosa reputación. ¡Nunca jamás podrá ser la esposa de nuestro sobrino! —exclamó, convencida.

Desde luego, el futuro emperador no podía desposarse con una simple plebeya que, además, había sido actriz.

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