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Giorgio Agamben

Polichinela o divertimento para los muchachos

Traducción de Rodrigo Molina-Zavalía

Biografías y testimonios

Título original: Pulcinella ovvero Divertimento per li regazzi

Traducción: Rodrigo Molina-Zavalía

Traducción de términos en latín y transliteración de términos del griego: Antonio Tursi

Editor: Mariano García

Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Retrato del autor: Gabriel Altamirano

Primera edición en España, 2023

© 2015 nottetempo SRL

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2023 www.adrianahidalgo.es

La editorial agotó las posibilidades de búsqueda de los derechohabientes de las imágenes consignadas en el interior de este libro y está a disposición en caso de haber omisiones involuntarias.

ISBN España: 978-84-19208-71-2

ISBN Argentina: 978-987-4159-71-7

Impreso en España

Depósito legal: M-20262-2023

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Polichinela

o divertimento para los muchachos en cuatro escenas

La mayoría cree que la filosofía es sólo la que se hace hablando sentados en una cátedra o impartiendo lecciones sobre un libro e ignora la existencia de esa filosofía que continuamente se hace con las acciones y las obras y que tenemos ante nuestra mirada todos los días [...] Sócrates filosofaba como compañero de juegos y de las comidas, en la guerra y también en el mercado y al final de su vida hizo filosofía bebiendo el veneno. Y fue el primero en mostrar que nuestra vida, en todo tiempo y en cada una de sus partes, tanto en lo que intentamos como en lo que hacemos, está siempre y en todo abierta a la filosofía. Plutarco

Ubi fracassorium, ibi fuggitorium.

[Donde hay una catástrofe, allí hay una vía de fuga.]

Polichinela

Tendido sobre la hierba bajo el Janículo, observo las nubes que pasan sobre mí. Resisten, cambian de forma, se deshacen. La forma de mi vida no ha transcurrido así. De hecho, durante mucho tiempo he tenido ganas de buscar con todas mis fuerzas si hay en el cielo o en la tierra algo tal que, una vez encontrado, pueda gozar eternamente de una justa y continua felicidad. Y debo de haber permanecido de algún modo fiel a este deseo, si en ocasiones parecía que había echado una mirada a mi trocito de cielo (como lo llama Fabio), aun cuando ciertamente no lo he encontrado en los lugares donde a menudo se lo busca. Mi carácter era, en efecto, ajeno a toda ascesis e incapaz de rechazar los placeres y el especial júbilo a los que sus gustos lo inclinaban, como un átomo en su incesante caída no podría sustraerse al clinamen [giro] que de repente hace que se desvíe. Si bien estaba convencido de que es mejor guardar bajo la almohada los mimos de los cómicos que las tragedias, la oscuridad de los tiempos en los cuales me había sido dado vivir me había forzado a búsquedas que a algunos les pareció que delataban un ánimo no exento de tenebrosidad, lo que, como mis amigos saben, es evidentemente falso. Por ello, hoy, llegado casi al extremo esfuerzo, querría que este no fuese laborioso, sino alegre y juguetón y que lograse mostrar, más allá de toda duda, no sólo que la comedia es más antigua y profunda que la tragedia –hecho sobre el cual muchos ya concuerdan–, sino también que es más próxima que esta a la filosofía –de tal proximidad que, en conclusión, parece casi confundirse con ella–.

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“Se dice que Platón fue el primero en introducir en Atenas los libros del mimógrafo Sofrón, que hasta entonces habían sido ignorados, y de los cuales habría tomado el modo de describir a los personajes. Se dice también que estos libros fueron hallados debajo de su almohada” (Diog. Laer. III, I).

“Cuando Platón murió a la edad de ochenta y un años, tenía bajo la almohada los mimos de Sofrón” (Val. Max. VIII, 7).

Entre 1793 –año en que Francisco de Goya comienza a grabar los Caprichos– y 1797 –año de la caída de la República de Venecia– Giandomenico (o Domenico, como le gusta firmar) Tiepolo realiza en la Villa di Zianigo, que había heredado de su padre, Giambattista, y donde se había retirado a vivir abandonando su Venecia, el ciclo de los frescos de Polichinela. Cuando pinta los últimos dos frescos, Pulcinella innamorato [Polichinela enamorado] y La partenza di Pulcinella [La partida de Polichinela], tiene exactamente setenta años. La sala que contenía las historias de Polichinela no era espaciosa, podía ser su habitación o, tal vez, un lugar de meditación. En cualquier caso, habiendo llegado al final de su vida, quiere tener ante sus ojos sólo a Polichinela, hablar exclusivamente con él.1

Polichinela: “¿Qué quieres de mí? ¿Para qué me has llamado, para qué me fastidias y me escueces con mucha más obstinación que Fiorillo, Baldo o Fracanzano? ¿Quieres que consuele tu vejez con mis chanzas? ¿Quieres que te haga recordar el pasado u olvidarlo?”.

Giandomenico: “Ambas cosas”.

P.: “Tú querrías que gracias a mí tu ciudad –tu vida– que está muerta volviese a la vida. ¿No es esto lo que quieres de mí?”.

GD.: “Es más bien para separarme de ella, para serenamente dejarla ir que te necesito. La muerte puede incluso no ser trágica, pero toda supervivencia es involuntariamente cómica y no es esta la clase de comedia que me interesa. Y entonces quizá sólo cuando algo ha ocurrido y ha pasado de moda se vuelve de veras interesante”.

1 En los siguientes parlamentos y diálogos de Polichinela la edición original italiana presenta primero la versión napolitana (dialecto que hablaba este personaje) y luego su traducción al italiano. Hemos dejado únicamente la traducción de esta última [N. del T.].

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P.: “El pasado, el pasado... ¿para qué te sirve el pasado? Yo nunca lo he tenido –esto significa mi camisola blanca–, aun cuando me he muerto tres veces: fusilado, ahorcado y de vejez”.

GD.: “¿Qué quiero de mi pasado? La memoria es el arte de no hacer terminar el pasado y la memoria es la madre de las Musas... Sabes, yo no quería la vida, quería más que la vida, quería lo indestructible y por eso pintaba. Mas cuando la vida acaba o está por acabar es como si a lo indestructible le faltase su único punto de apoyo. Acaso tengas razón, ahora te quiero a ti, quiero esa sonrisa tuya que no se ve a causa de la máscara, lo indestructible quiero mirarlo con esos ojos tuyos que ven sólo ñoquis y macarrones”.

P.: “Comprendo. Quieres lo eterno y sabes que yo lo soy. Es por esto que una vez me representaste como Cristo”.

GD.: “Precisamente. Eres ese eterno que no llega antes de tiempo o después de él, sino en el tiempo, cuando todo es o parece finito. Por esto todo lo que está en el tiempo en ti se vuelve ligero, tan ligero”.

P.: “Ligero como un plato de macarrones antes de zampárselo”.

“Macarón”, “macarrón”, “maquerón”2 en el siglo XVII ya aparece en el sentido de tonto, simplón. El término deriva, según Dieterich, de Maccus, el personaje del simplón en las farsas atelanas. Macarrón o maquerón se llama también el alimento preferido de Macco, una especie de ñoquis amasados con harina, queso y mantequilla, que Teófilo Folengo nos describe como fundamento de su arte poética: Ars ista poetica nuncupatur ars macaronica a macaronibus derivata, qui macarones sunt quoddam pulmentum farina, caseo, botiro compaginatum, grossum, rude et rusticanum [Este arte poética es llamada arte macarrónica, derivada de los macarrones, que son una suerte de plato hecho con la mezcla de harina, queso, manteca, y son gruesos, bastos y rústicos] (Folengo, p. 284). Engulléndose los ñoquis, Polichinela devora su propia simplicidad.

El 12 de mayo de 1797 el Consejo Mayor de Venecia, siguiendo la sugerencia del dogo Ludovico Manin, votó de apuro, casi con

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2 En italiano macarone, maccarone, maccherone [N. del T.].

impaciencia, su propia extinción y entregó la República a Bonaparte. En ese mismo año, tal vez en los días que siguieron inmediatamente a la abdicación, Giandomenico decide dedicar su último esfuerzo al álbum de dibujo titulado Divertimento per li regazzi [Divertimento para los muchachos], al nacimiento, a la vida, a las aventuras y a la muerte de Polichinela. De esa infame sesión del Consejo Mayor, Nievo nos dejó una descripción inigualable, más digna de una farsa que de una tragedia: los patricios venecianos, semejantes a un “rebaño de ovejas abatido, temblante, avergonzado” que decreta, con sólo veinte votos en contra, su propio fin, el dogo “que corre a sus estancias despojándose por el camino de sus insignias”, los nobles que salen a la plaza de San Marcos “arrojando las pelucas y las togas” para no dejarse reconocer. Y la primera de las cartas de Jacopo Ortis, fechada el 11 de octubre de 1797 cuando ya Bonaparte estaba cediendo Venecia a Austria, muestra cuáles eran los sombríos sentimientos de quien había esperado la democracia: “El sacrificio de nuestra patria está consumado: todo está perdido; y la vida, aunque no se concederá, no nos quedará más que para llorar nuestras desgracias y nuestra infamia”.

No debe sorprender que Domenico haya comenzado su Divertimento para los muchachos el día siguiente de la caída de la República. Lo

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que estaba en cuestión no era, para él, como se ha sugerido, una fuga de la realidad, más bien, precisamente al contrario, una proximidad con lo real y la historia que pertenece desde el comienzo a la esfera de lo cómico. Es un hecho acerca del cual no deberíamos cansarnos de reflexionar que las comedias de Aristófanes fueron escritas en un momento decisivo, más aún, catastrófico de la historia de Atenas. Lisístrata se pone en escena cuando Atenas acababa de perder en Sicilia, además de su flota, también a la flor de sus ciudadanos, y el enemigo, con el cual se había conjurado Alcibíades, está a pocos kilómetros de la ciudad. Los acarnienses, esa comedia en apariencia tan socarrona, es escrita cuando Atenas se halla en guerra con Esparta, el territorio devastado, los campesinos asesinados en la ciudad donde en dos ocasiones la peste se ha ensañado. Precisamente porque lleva en sí algo metahistórico, la comedia tiene que ver íntimamente con la historia, implica en sí su crisis –el juicio– en todo sentido decisiva.

Recluyéndose en Zianigo, en compañía de Polichinela, Giandomenico no escoge ni la farsa ni la tragedia. Tampoco se trata, como repiten los intérpretes, de desencanto y de desilusión, más bien de una sobria meditación sobre el fin. Ya que para él Polichinela sin duda es, en el bien y en el mal, en la infamia como en la gloria, lo que sobrevive al final si no del mundo, al menos de un mundo –su mundo–, la figura que asume algo cuando su tiempo ya ha pasado. En la teología cristiana, esta figura es la recapitulación: “Para la economía de la plenitud de los tiempos, todas las cosas se recapitulan [anakephaláiosasthai] en Cristo” (Éfes. 1, 10). Sólo a través de una recapitulación algo –un cierto tiempo– puede ser “último”, puede decirse que se ha realizado. Así como se cuenta que ante los ojos del agonizante toda la vida se resume –se recapitula– en un instante. Antes de desaparecer, como el fantasma de Venecia en su sepulcro líquido.

¿De qué modo Venecia y la vida de Tiepolo se recapitulan en los ciento cuatro dibujos sobre papel que en Divertimento para los muchachos describen la vida de Polichinela? No se trata simplemente de memoria. En los tratados de la retórica clásica, la recapitulación se define como “una anamnesis compendiosa de lo que había sido dicho difusamente”. Sin embargo, bien mirado, la anamnesis polichinesca

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de Giandomenico se asemeja más a un olvido que a una memoria, tiene más que ver con la risa y con el llanto que con los archivos y los registros de la conciencia. El que en la economía del fin de los tiempos todas las cosas se recapitulen en Polichinela implica para él una nueva, distinta experiencia de la historia, de la vida y del tiempo, que vale la pena hacer el intento de comprender.

El hecho de que la filosofía tenga que ver tanto con la risa como con el llanto es testimoniado por una antigua tradición iconográfica, que representa a Demócrito riendo y a Heráclito llorando. La risa y el llanto son, en efecto, los dos modos por los cuales el hombre experimenta los límites del lenguaje: mientras que en el llanto la imposibilidad de decir lo que se quisiera expresar es dolorosa, en la risa esta se vuelve alegría. En definitiva, pese a la repentina disolución de los rasgos y al quiebre del lenguaje y de la voz en jadeos y sollozos, la risa y el llanto parecen confundirse.

Mas ¿por qué un filósofo ríe y el otro llora? Las fuentes antiguas refieren que Demócrito ríe por la locura de los hombres, quienes, semejantes a átomos que caen sin propósito, persiguen vanamente fines insensatos; Heráclito llora, en cambio, por la caducidad de las cosas que se pierden en el flujo del devenir. En el fresco de Bramante, entre los dos filósofos sentados uno junto al otro está suspendido un mapamundi. Ellos ríen y lloran por aquello que han visto y comprendido del mundo. No obstante, si en la risa y en el llanto está en cuestión una imposibilidad de decir, esta no puede concernir a lo que ellos han comprendido del mundo, sino al hecho mismo de que haya algo que comprender. Es decir, la imposibilidad se refiere no a cómo el mundo es, sino al hecho mismo de que el mundo sea, la experiencia no de algo que puede decirse en el lenguaje, sino del lenguaje mismo. Que el lenguaje sea, que el mundo sea, esto no puede decirse, sobre esto sólo se puede reír o llorar (no se trata, pues, de una experiencia mística, sino de un secreto de Polichinela). Por

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este motivo, los dos filósofos son representados juntos: no sólo la risa y no sólo el llanto, sino ambos al mismo tiempo. El espectador debería reír y llorar a la vez.

“Despertándose del sueño, vio que los demás dormían o se habían ido, excepto Agatón, Aristófanes y Sócrates que, todavía despiertos, bebían de una gran copa que se pasaban de izquierda a derecha [...] Les parecía a los otros dos que Sócrates los obligaba a reconocer que un mismo hombre debe saber componer tanto una comedia como una tragedia y que quien por arte es poeta trágico es también poeta cómico” (Symp. 223d).

Spinoza enunció sin tapujos la empresa bajo cuyo signo colocaba a su filosofía: non ridere, non lugere neque detestari, sed intelligere (“no reír, no llorar nunca indignarse, sino comprender”). Retomando este mote en un aforismo de La gaya ciencia (af. 333), Nietzsche procura demostrar que la inteligencia no es sino una cierta relación de estas pulsiones –la risa, el llanto, el desdén– entre ellas, semejante de algún modo al agotamiento que sigue a un largo cuerpo a cuerpo en un campo de batalla. El pensamiento consciente –argumenta– no es sino la parte surgida –y quizá también la más débil y consumida– de un proceso que se desarrolla sin que nosotros seamos conscientes de ello. Es contra este pensamiento consciente, con su seriedad y su “espíritu de gravedad”, que Nietzsche toma partido por la risa, por la potencia irracional, extravagante y privada de frenos que “juega con todo aquello que hasta hoy ha sido considerado serio, bueno, intangible y divino”. Es posible, sin embargo, que esta reivindicación de la risa haya sido realizada con demasiada seriedad, que la “gaya ciencia” que él buscaba se le haya aparecido en un determinado momento como –son sus palabras– el inicio de la “gran seriedad”, que planteaba “por primera vez el verdadero signo de interrogación con el cual el destino del alma conoce su viraje, avanza la manecilla del reloj, comienza la tragedia...” (af. 382). Es a causa de este invencible resto de seriedad que Nietzsche, aunque en Ecce Homo se definía como un “bufón”, finalmente tuvo que asumir la máscara –en definitiva severa– de Zaratustra y no la de Polichinela, en la que tal vez habría podido encontrar esa feliz superación de la oposición entre la risa

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y el llanto que para él era tan cara. En ocasiones me parece que si hubiese escogido a Polichinela en lugar de Zaratustra, Nápoles en vez de Turín, habría logrado –quizá– escapar –en ese largo invierno de 1888-1889– de la locura (siempre me ha impresionado como una señal de mal augurio el hecho de que precisamente en el mes de diciembre, inmediatamente antes de la caída, Nietzsche comparase a Zaratustra con la Mole Antonelliana).

La idea de que la tragedia y la comedia están destinadas a unirse es, en realidad, muy antigua. El término tragicomoedia aparece en el prólogo del Anfitrión de Plauto, pero ya a un poeta siracusano, Rintón (c. 300 a.C.) se le atribuía la composición de hilarotragodíai, “tragedias alegres”. Tanto en los restos sepulcrales cuanto en las pinturas pompeyanas, las máscaras trágicas y cómicas figuran juntas. Y Platón (que, en La república, parece desmentir la afirmación de El banquete cuando escribe “los mismos poetas no pueden realizar bien ni siquiera las dos imitaciones que parecen tan próximas entre sí, como la tragedia y la comedia” – Symp. 395a) sin duda no podía ignorar que los poetas trágicos componían esos dramas satíricos que Diomedes define como “tragedias jocosas” (De eloc. 169) y que eran representadas al final de la trilogía trágica.

Giandomenico: “¿El mundo te hace reír o llorar?”.

Polichinela: “Observa bien mi máscara: ¿no ves que nunca río ni lloro o, más bien, que tengo las dos cosas tan íntimamente juntas que ya no es posible discernirlas?”.

El problema de la comedia puede formularse de este modo: ¿cómo puede una imposibilidad de decir producir la risa, ser alegre? Por ello, el juego de palabras por paronomasia y el equívoco definen la relación de Polichinela con el lenguaje. Polichinela nunca entiende aquello que se le dice en el sentido en el que lo entiende quien lo profiere:

Lucilla: “¡Infame!”.

Polichinela: “En esto te doy razón, porque siempre estoy con hambre y apetito”.3

3 Lucilla dice: “Infame!” y Polichinela responde: “De chesto je ve do ragione, ca sempe

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Y al sacerdote que le pide que repita “eternos y sumos númenes”, Polichinela le responde: “Faroles con las luces”.4

De igual modo, las parrafadas de Totò nunca llegan a transmitir lo que intentaban comunicar. El lenguaje no sirve en absoluto para comunicar algo, sirve, precisamente por esto, sólo para hacer reír. La “debilidad del lenguaje”, contra la cual Platón advertía en la Carta séptima, aquí no tiene nada de trágico, es abiertamente cómica.

Mostrar, en el lenguaje, una imposibilidad de comunicar y que esto haga reír: he aquí la esencia de la comedia.

El “Polichinela de Tiepolo” –se ha dicho– no fue inventado por Giandomenico, sino por su padre. En efecto, Giambattista dedicó a Polichinela, además de un número indefinido de esbozos fragmentarios, alrededor de veintidós dibujos, dos grabados y dos pinturas al óleo. Como cada

songo ’n famme e ’n’ appetito”. Fame en italiano significa “hambre” [N. del T.].

4 El sacerdote dice: “Eterni e sommi numi” y Polichinela responde: “Lanterna co’ li lumi” [N. del T.].

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vez que Giandomenico retoma –y lo hace a menudo– los temas de su padre, también en este caso es difícil imaginar dos universos más distantes.

El Polichinela de Giambattista (salvo, tal vez, en los dos estupendos grabados) es extremo, oscuro, esencialmente “ñoquilar”,5 un cuerpo deforme y grotesco constantemente ocupado en cocinar ñoquis, en comerlos, en digerirlos y en defecarlos (Venerdí Gnoccolare era el nombre de la fiesta que se celebraba en Verona el último viernes de Carnaval y que, según los estudiosos, sería el origen de los dibujos de Giambattista). Si se piensa en el color al mismo tiempo ensoñador y triunfal de sus frescos, y en la altiva, escéptica delicadeza de sus figuras, la tinta negra que esboza a Polichinela, algunas veces apenas realzada por una pincelada de sepia, es violenta, implacable, casi desesperada. Giambattista lo representa por lo menos cuatro veces mientras defeca u orina (en uno de los cuadros al óleo, inmerso en una tétrica luz nocturna, seis Polichinelas lo observan mientras cumple con la necesidad, dirigiendo crudamente la mirada hacia el espectador). Los dos dibujos que lo muestran mientras hace la

5 Gnoccolare, neologismo formado de gnocco (ñoqui) y el sufijo adjetival lare [N. del T.].

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digestión echado sobre el suelo con la panza llena, una vez de espalda y la otra bocabajo, tienen algo de deshumano y funéreo. Incluso cuando Giambattista lo pinta en la postura del dios fluvial, apoyado en una especie de esfinge, la vasija que –en vez de verter agua– deja escurrir un chorro de ñoquis, acentúa el contraste con su ideal modelo mítico.

Nada de todo esto se ve en los dibujos sobre papel del Divertimento para los muchachos: la vida de Polichinela replica –y lo hace casi machaconamente– las simples experiencias de una existencia humana, el nacimiento, el noviazgo, el matrimonio, las distracciones, las aventuras, los oficios, la muerte. “Hoja tras hoja, él [Giandomenico] improvisa un relato fluido, variado como las horas de la vida y el diagrama de los humores: la evasión féerique se entrelaza con la aguda anotación de costumbres; personajes delineados como silhouettes, descoyuntadas apariencias se destacan sobre fondos borrosos” (Mariuz 1, p. 14). La corporeidad de Polichinela, que en Giambattista es sórdida, en Domenico se vuelve alegre y nítida, casi como si el hijo alcanzase a conjurar el encantamiento que había hechizado a la mano del padre. Por ello, respecto del trazo tajante y por momentos feroz con el cual Giambattista representa a su Polichinela, el de Giandomenico es “trémulo, insinuado, aproximativo”, sostenido aquí y allá por toques de albayalde y de sepia “que se dejan caer con mano danzante” (ibíd., p. 79). Y, contradiciendo intencionalmente al padre, Giandomenico instituye una estrecha, zafia correspondencia entre el mundo del mito y el de Polichinela.

Es comprensible que el arte y la fama del padre le hayan hecho una gran sombra al hijo. Todavía en 1972, cuando el redescubrimiento de Giandomenico ya se había producido (también gracias a la bella monografía de Adriano Mariuz) y Longhi, tal vez con exageración, en su Viatico lo había declarado como un “artista más genuino que el padre”, una monografía sobre Giambattista podía intitularse de forma genérica Disegni del Tiepolo [Dibujos de Tiepolo], dando evidentemente por descontada la inexistencia del hijo.

En los Capricci [Caprichos] de Giambattista –por ejemplo, en La scoperta della tomba di Pulcinella [El descubrimiento de la tumba de

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Polichinela]– aparece con frecuencia la figura de un viejo mago o de un filósofo, arropado con una capa de amplias mangas. Figuras similares –a veces definidas imprecisamente por los estudiosos como “orientales”– ya aparecen en Giandomenico en su exordio en las estaciones del Via crucis en la iglesia de San Polo. Como sabemos por el testimonio de una carta de Pietro Visconti, estas “figuras extranjeras vestidas a la española, esclavones y otras caricaturas” incomodaban a los contemporáneos por su incongruencia, ya que “en esa época no se hallaba esa suerte de gentes, pero él los ha hecho porque se acomodaban mejor a su carácter” (Mariuz 2, p. 20).

En Divertimento para los muchachos, a aquellos les responde puntualmente un viejo con turbante y una amplia capa a rayas, que aparece en otras ocasiones en primer plano y en una pose solemne, como en Alcuni Pulcinella accanto al muretto di una villa [Algunos Polichinelas junto al muro de una villa], en el cual, único humano entre cinco Polichinelas, parece observar, arrugado y con las manos metidas en el cinturón, a un Polichinela adormecido. Es precisamente el gesto de mantener las manos en el cinturón lo que brinda un indicio para identificar el origen del personaje. Se trata inequívocamente del mismo gesto de otra célebre figura con turbante, igualmente enigmática para sus contemporáneos como para los futuros espectadores: el hombre de pie en el centro de la tela de Giorgione, que ya Michiel titulaba en 1525 “tres filósofos en la aldea” (Michiel, p. 64). El grave, indolente, asiduo observador de Polichinela es, entonces, un “filósofo”. Se lo reconoce, esta vez de espaldas, también en Visita in prigione [Visita a la prisión] y, en compañía de otro filósofo, en Vendita del bestiame [La venta del ganado]. Y es asimismo él, inconfundiblemente, quien contempla, junto a una muchacha que llora, primero el fusilamiento y luego el ahorcamiento de Polichinela (así como, en el juvenil Via crucis, observaba silencioso el calvario de Cristo). Si, a veces, él no está presente, como en La cena di Pulcinella [La cena de Polichinela],

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