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HANS ULRICH GUMBRECHT Multitudes El estadio como ritual de intensidad

Traducción de Nicolás Gelormini


Interferencias Título original: Crowds. Das Stadion als Ritual von Intensität Autor: Hans Ulrich Gumbrecht Traducción: Nicolás Gelormini Concepto: Tomás Borovinsky y Carlos Huffmann Editor: Tomás Borovinsky Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe Diseño de identidad y editorial: Vanina Scolavino Arte de tapa: Carlos Huffmann Primera edición en España, 2023 © Vittorio Klostermann GmbH, Frankfurt am Main, 2020 © Adriana Hidalgo editora S.A., 2023 www.adrianahidalgo.es “You’ll Never Walk Alone” from CAROUSEL Lyrics by Oscar Hammerstein II Music by Richard Rodgers Copyright © 1945 Williamson Music Company c/o Concord Music Publishing Copyright Renewed All Rights Reserved Used by Permission Reprinted by Permission of Hal Leonard LLC

La traducción de esta obra contó con el apoyo de una subvención del Goethe-Institut. ISBN España: 978-84-19208-52-1 ISBN Argentina: 978-987-8969-52-7

Notas

Impreso en España Depósito legal: M-31134-2022 Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados. Los libros de Interferencias están compuestos por las familias tipográficas Genath, Synth y Prophet Esta edición se terminó de imprimir en -----------------------------------------


Multitudes: el estadio como ritual de intensidad

para Ricky, agradeciéndole de corazón los treinta silenciosos años de fútbol americano en Stanford, juntos, y treinta y tres años llenos de vida

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Multitudes: el estadio como ritual de intensidad

PRESENTACIÓN

por Tomás Borovinsky Hans Ulrich Gumbrecht es un verdadero hombre de las humanidades contemporáneas. Profesor de literatura en la Universidad de Stanford en California, escribe sobre temas que van de la percepción del tiempo histórico a las nuevas tecnologías y el deporte. Conectado con la tradición cultural occidental y con su entorno futurista en Silicon Valley, Gumbrecht tiene, por tanto, una percepción del mundo de 360 grados entre el pasado y el futuro. En este marco es que en Multitudes pone el foco en una obsesión múltiple en la que entran por la ventana intereses diversos que se cruzan. El fútbol y sus historias condensadas en esos testigos de cemento que son las paredes de los estadios y sus tribunas. El carácter heroico y genial de los grandes atletas del deporte en general y del fútbol en particular (basta recordar las palabras en este sentido de Martin Heidegger hacia Franz Beckenbauer en su tiempo). La violencia y la limitación de la misma. El rol de las masas en la vida moderna. Todo esto condensado en un libro marcado por la pandemia y escrito al ritmo del distanciamiento social y las cuarentenas. Gumbrecht es un autor conocido en lengua castellana. Además de ya estar traducido tanto en España (Planeta, Trotta, Escolar y Mayo) como en América Latina (Katz, Universidad Iberoamericana de México), ha sido profesor visitante en universidades como las de Río de Janeiro, Buenos Aires y Barcelona (también en las de Berkeley, Princeton y en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París). Recientemente, le fue otorgado el doctorado honoris causa por la Universidad Complutense de Madrid. Un pensador conectado con la cultura española y latinoamericana. Con sus escritores y con sus grandes producciones culturales, en las que hay que incluir al fútbol. De ahí la presencia en este libro ( 6,7

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de estrellas como Pelé y Maradona y de templos del fútbol como el Maracaná de Río de Janeiro o el Santiago Bernabéu de Madrid. El deporte ocupa un lugar civilizatorio fundamental en Occidente. De los juegos olímpicos antiguos, y el rol del cuerpo atlético, al presente signado por los deportes modernos televisados en el siglo XX y reproducidos al infinito vía redes sociales hoy. Pero de entre todos los deportes que tienen seguidores en determinadas zonas del mundo más que en otras, ninguno iguala al fútbol como fenómeno global. El Super Bowl es un evento importantísimo tanto por audiencia como por el precio del minuto de publicidad (también por el show del entretiempo por el que pasan algunas de las máximas estrellas de la música). El básquet, de primerísimo orden en Estados Unidos y algunos países europeos, tuvo su momento cumbre de difusión global en la década de los noventa en la era Michael Jordan (la camiseta 23 de los Bulls sigue siendo la más icónica). El rugby también es muy relevante en ciertos países de la esfera inglesa (Gales, Escocia, Irlanda), en europeos (Italia, Francia, Georgia), junto con algunos sudamericanos (Argentina y Uruguay), del Pacífico (Australia, Nueva Zelanda, Fiji, Samoa) y hasta asiáticos ( Japón). El criquet, también es importante: el segundo deporte con más audiencia, con mucha fuerza en la ex colonias británicas como Australia y la populosa India. Pero es el fútbol, también nacido como tal en Inglaterra, difundido a distinta velocidad por el mundo, el que tiene una vigencia suprema en Europa, América Latina, África y en crecimiento en Asia. El deporte más globalizado y popular de la Tierra. Por eso el siglo XXI arrancó con el mundial del 2002 en Asia, en Corea/Japón, donde el Brasil de Ronaldo Nazário le ganó la final a la Alemania de Oliver Kahn. Le siguió el de Alemania en 2006, donde Italia derrotó en la final a Francia, que terminó con su estrella, Presentación


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Zinedine Zidane, expulsada. En 2010 el fútbol tuvo su primer mundial en territorio africano, en una Sudáfrica que coronó a España con su primer mundial, con un equipo memorable, en una final contra Holanda. En 2014 el mundial volvió a América y a Brasil para coronar a una Alemania mecánica y letal contra la Argentina de Messi. Después el mundial se fue a la Rusia de Putin, en la que Francia se coronó con su segunda copa del mundo. Y en 2022 asistimos al primer mundial en Medio Oriente en Qatar, donde Messi finalmente tuvo revancha y obtuvo la tercera estrella para Argentina. Esta hoja de ruta de los mundiales, además de ser un ayudamemoria de las potencias futbolísticas del siglo XXI, pone sobre la mesa el lugar de la geopolítica y el negocio del fútbol en el nuevo siglo. También da testimonio de la expansión global del deporte más popular de la Tierra. Corea/Japón, Alemania, Sudáfrica, Brasil, Rusia, Qatar. Asia, Europa, Sudamérica, Eurasia y Medio Oriente. Pero más allá de los negocios –a veces oscuros– del fútbol está el verdadero motor. La pasión internacional y popular por un juego que es mucho más que un juego, en el que las multitudes se apasionan y emocionan con un balón disputado por once contra once en un rectángulo de césped o de tierra, con dos arcos uno de cada lado. Del glamour de los grandes estadios en los mundiales y en las grandes ligas del fútbol europeo a las ligas nacionales del tercer mundo y las canchas precarias de los barrios periféricos. Gumbrecht pone en papel en este libro su “adicción” por visitar estadios vacíos para experimentar la ausencia de las multitudes que pueblan y habitaron en otros tiempos esos estadios. Una verdadera historia cultural reflexiva que arranca con la memoria de la visita al estadio La Bombonera de Boca Juniors en la Argentina de 1990, que dispara los recuerdos de Diego Maradona en los ochenta. Y esto a su vez dispara el recuerdo mucho más atrás hacia ( 8,9

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el peronismo populista de Juan Perón y Eva Perón, los tiempos de Alfredo Di Stéfano como señala Gumbrecht, cuyo régimen se caracterizaba por la participación de las masas en la vida pública, a fines de los años cuarenta. Es a partir de su visita al Estadio Centenario de Montevideo, donde Uruguay se coronó como primer campeón mundial contra Argentina, en que expresa su sentimiento general al visitar estadios vacíos: “sentí que me volvía parte de una historia apenas conocida, una historia escondida en los muros y que me adoptaba”. Pero las multitudes y sus espectros en los estadios de fútbol despiertan el interés general por lo que implican más allá del deporte. Las masas ocupan un lugar fundamental en la historia política general. Por eso Gumbrecht entrelaza otras referencias históricas, como la toma de la Bastilla, el Boston Tea Party, Adolf Hitler y la marcha por Berlín. También revisita algunos de los grandes hitos de la historia del pensamiento sobre las multitudes. Gustave Le Bon y su Psicología de las masas de 1895, que dejó una impronta perdurable sobre la materia hasta hoy. Friedrich Nietzsche y su sorprendente mirada positiva de las masas en El origen de la tragedia. Sigmund Freud, quien continúa con lo trazado por Le Bon, consideraba que en la masa el individuo se transformaba “de raíz”, llevando estos desarrollos hacia sus propios parámetros pulsionales y de contagio. José Ortega y Gasset, el pensador que mayor fama internacional alcanzó sobre la temática con su fundamental La rebelión de las masas. Elias Canetti con su Masa y poder, en el que se explaya sobre la pérdida del miedo al contacto del individuo en la masa junto a una tipología de masas posibles en diferentes situaciones y culturas. Y más recientemente Judith Butler, con su teoría de la asamblea y la performatividad, así como Peter Sloterdijk, que emprende el camino de vuelta a Canetti, de cuyo El desprecio de las masas Gumbrecht toma prestado el título para uno de los capítulos de este libro. Presentación


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Podemos debatir si la pandemia implicó el advenimiento de una “nueva normalidad”, pero de mínima esta implicó, de la mano de las cuarentenas y otras medidas “excepcionales”, la suspensión de la normalidad. Y si la pandemia sirvió de recordatorio de la potencia de lo no-humano (un virus) en la vida de lo humano, entonces las cuarentenas, el contexto en que fue escrito este libro, pusieron en escena una vida social sin grandes aglomeraciones. Ciudades sin gente. En este contexto jugar al fútbol profesional en cuarentena implicó ver a los jugadores metiendo goles y festejando hacia la nada misma. Por eso la pandemia sirvió para llevar al extremo la pasión de Gumbrecht por los estadios vacíos y lo obligó a escribir este libro sobre las multitudes del fútbol en particular y de la vida social en general. Las gentes que pueblan las gradas y tribunas de los estadios son parte del juego y desde y a través de ellas se da una descarga de energía que también es parte de la vida política y social general. Porque el mundo moderno de multitudes volcadas a la esfera pública es un mundo de ciudades y las ciudades, aunque a veces nos cansen, están llenas de gente. Y en esas ciudades se juega al fútbol. Gumbrecht nos muestra en este pequeño pero intenso libro el lugar que ocupan las multitudes en el fútbol y en la filosofía, en la política y en su vida. Y también en la nuestra.

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Presentación


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CAPÍTULO I

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ESTADIOS VACÍOS

Estadios vacíos


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Lo admito, es una adicción, supongo, y no “algo parecido a una” adicción. En el mejor de los casos, una “adicción secundaria”. Pasar por estadios que no conozco y no detenerme y preguntar si hay visitas guiadas o alguna otra posibilidad de visitar su interior es algo que me produce dolor en sentido físico, sobre todo cuando se trata de estadios donde juegan equipos famosos. Cuando llegamos por primera vez a una ciudad, mi esposa, nuestras dos hijas, y hasta nuestros dos hijos varones, entusiastas del deporte, están dispuestos a invertir considerables cantidades de tiempo en evitar estadios de fútbol. Es una actitud generosa conmigo, pero a la vez se protegen así de las eufóricas lecciones especializadas que simplemente no puedo reprimir aunque sepa que nadie quiere oírlas. Es una dicha para todos los involucrados, pues, que yo me tope con los estadios cuando no estoy con mi familia o que pueda hacerme de tiempo para visitarlos solo. Así ocurrió a fines de 1990, cuando fui a Buenos Aires a dar algunas conferencias (hasta ahora el motivo principal de mis viajes) y me reservé una larga tarde para la atracción turística del antiguo barrio portuario de La Boca. La Boca jugó un papel importante en la historia del tango; con sus fachadas de chapa ondulada, algunas pintadas de colores, otras ya vencidas por el tiempo, nos hace sentir la atmósfera de finales del siglo XIX, cuando, gracias a la sucesión de diversas olas migratorias, la ciudad se volvió una metrópolis internacional. Muchos europeos decían ver entonces en Sudamérica y en Argentina el continente y el país del futuro. Pero lo más importante era que en ese barrio de Buenos Aires está La Bombonera, el estadio, inaugurado en 1940, de Boca Juniors, sin dudas el club más famoso del fútbol argentino y junto con River Plate uno de los más exitosos. En los Juegos Olímpicos de Ámsterdam, en 1928, fue Argentina –sin contar a Uruguay, defensor del título y ganador de la medalla de oro–, el equipo cuyo estilo ( 14 , 15

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de juego logró ejercer mayor fascinación en el público internacional. El nombre del estadio (por supuesto, no oficial), puede traducirse al alemán como Pralinenschachtel [caja de bombones] y remite a las tres tribunas particularmente empinadas (sobre todo las dos que están detrás de los arcos) que rodean un campo de juego relativamente estrecho (sus dimensiones corresponden apenas al mínimo exigido por la FIFA) y producen un curioso efecto visual de profundidad, que queda resaltado a su vez por el cuarto lado, originalmente sin utilizar y hoy ocupado por palcos de lujo. Esta arquitectura, que en realidad nunca fue planeada y fue surgiendo a lo largo de las décadas, explica la acústica que ha vuelto famosa a La Bombonera y la hace temible para los equipos visitantes. Y es La Bombonera la que condensa los momentos más vivos de la historia del fútbol nacional, y no el Monumental, el estadio inaugurado en 1938, que es más grande y más convencional en su diseño y pertenece a River Plate, club de las clases altas y rival de Boca Juniors. Es verdad, en 1978, durante el apogeo de la impiadosa dictadura militar, Argentina ganó su primer campeonato mundial contra Holanda en el Monumental, pero fue en La Bombonera donde se hizo famoso Diego Maradona, que hasta el día de hoy tiene un palco allí. Más allá de toda comparación con Lionel Messi, Maradona es quizás el argentino más conocido en el mundo y, para mí, junto con Mané Garrincha de la generación brasilera de 1958 y 1962, la encarnación suprema del carisma futbolístico. Por más fascinante que fuera el tango, yo había ido a La Boca por el estadio así que me reservé las últimas horas de la tarde para el punto cúlmine de la visita. Obediente, compré una entrada para el Museo de Boca Juniors, y digo “obediente” porque tenía la convicción, que no es ningún secreto, de que los movimientos de un deporte y la intensidad de los eventos de un estadio apenas pueden transimitirse por medio de pelotas color cuero C.I. Estadios vacíos


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o camisetas desgastadas y tampoco, aunque a veces sean muy interesantes, por las escenas documentales en blanco y negro que pasan por las numerosas pantallas (les falta el final abierto de un partido en desarrollo). Oír que la última visita guiada ya había comenzado no me inquietó. Al contrario, sabía que una propina más bien moderada pero bien colocada alcanzaría para procurarme a tiempo un acceso en soledad a las tres tribunas. Y así fue. No recuerdo la cantidad exacta de australes (la moneda argentina de entonces), pero el joven de overol azul y amarillo (los colores del club) a quien se los dí, se apresuró a llamarme “caballero” y reaccionó con toda clase de fórmulas de cortesía que, por lo visto, no estaba acostumbrado a usar. La Bombonera me impresionó. Desde abajo, las tribunas se alzaban tan empinadas que cualquier paso hacia arriba provocaba el excitante temor de tropezarse, resbalarse, caer. Desde la última fila de la tribuna ubicada detrás del arco más alejado de la entrada se extendía una vista semejante, pero en dirección contraria. Aquí, sí, de verdad aquí había jugado el joven Maradona (que unos años después volvería a jugar en España). Sobre el estadio flotaba una larga historia futbolística y se sentía su peso nacional, aunque yo conociera pocos de sus nombres y fechas. En mi imaginación, los asientos vacíos se llenaron con cincuenta mil hinchas y con sus cantos, que nunca había escuchado antes. De pronto, las luces se apagaron en el estadio vespertino. Nunca quedó claro si se trató de uno de los apagones, entonces usuales en Buenos Aires, o si los empleados de Boca sencillamente se habían olvidado de mí. No me atreví a trepar por la alta puerta de rejas metálicas, ahora cerrada, que separaba el campo de juego y las tribunas de las cajas, las tiendas y el museo. Y además, ¿qué necesidad tenía? Dada la estación del año, no haría frío durante la noche. Y en esa época ni se me ocurría pensar en peligros que no pudiera percibir con los ojos o que no ( 16 , 17

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hubiera experimentado antes. De modo que me acomodé, dispuesto a estar sentado o estrechamente tendido, en la mitad de la tribuna, detrás del arco más alejado de la entrada, y dejé que desfilaran por mi mente los deseos y las imágenes más infantiles; un pase en profundidad para Diego Maradona; cantar con miles de hinchas de Boca a fines de la década del cuarenta, la época de Juan Domingo y Eva Perón, también la era del gran Alfredo Di Stéfano, quien, sin embargo, jugaba para River. No me aburrí ni un segundo esa noche, y supongo que me despertó la luz de la mañana, junto con el graznido de grandes aves negras (sugiere mi recuerdo). Esas diez horas que pasé solo en el estadio, más que una pesadilla, fueron un sueño cumplido: sentí que me había vuelto parte de una historia, que la noche era mi bautismo y, así, mi ingreso a una comunidad. Enseguida vi de lejos al mismo hombre de overol azul y amarillo, que abría la puerta. No se lo veía ni sorprendido ni asustado y le volví a dar algunos australes. “Gracias, caballero”. No fue difícil conseguir un taxi que me llevara al hotel del centro, donde todavía se estaba sirviendo el desayuno. Ahora sé que no estoy solo en mi adicción a los estadios vacíos. Con tanta frecuencia como es posible para alguien que vive en California (es decir, casi siempre una vez por año) trato de ver jugar al Borussia Dortmund, el equipo de fútbol de mis amores, en su famoso estadio, y las últimas veces que fui lo hice con mi amigo Jochen, justamente con Jochen, que observa el juego de modo muy distinto de mí, con mucha mayor competencia analítica, y que, por otra parte, no es hincha del Dortmund. Después de terminado cada partido, dado que poseemos la necesaria “entrada de categoría superior”, vamos al VIP, donde bebo la (en mi caso) segunda cerveza del día (y del año), y después Jochen siempre quiere volver a la tribuna, lo que es factible e incluso está permitido. Encendemos entonces otro cigarrillo (lo que, sorprendentemente, C.I. Estadios vacíos


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también está permitido) y nos quedamos mirando el césped tan agotados como fascinados. Alrededor del campo, allí donde media hora antes había paradas y sentadas ochenta mil personas que llenaban el lugar sin dejar espacio libre, como un único cuerpo místico, alrededor del campo hay ahora un vacío casi ostentoso. Las luces todavía brillan con una tibieza opaca; en lugar de los jugadores con su bello movimiento, hay al borde del campo de juego tres o cuatro empleados que arreglan el césped. Ningún estadio genera en mí (y en muchos otros) una sensación tan intensa como el estadio del Dortmund, tal vez porque ninguno llega a estar tan “negro” de gente cuando uno llega media hora antes de que comience el partido. Nunca vi espacios vacíos en la Sur, la mayor tribuna de pie de Europa, que está detrás de uno de los arcos. Ahora bien, en la segunda mitad de mi vida debo confesar (y lo vivo como una “confesión” difícil), en la segunda mitad de mi vida le he tomado más cariño al equipo de fútbol americano de la Universidad de Standford, donde enseñé veintinueve años. De vez en cuando he tenido en mi seminario a algún jugador y he ayudado a convencer a jugadores para que estudien en Standford y jueguen para nosotros. Pero aunque el bello y compacto estadio de Standford agota sus entradas en todos los juegos del equipo local, algunas filas quedan vacías (para muchos ex alumnos los abonos funcionan, sobre todo, como una donación), los hinchas nunca somos lo suficientemente ruidosos, y los de los otros equipos llaman a nuestro estadio la “biblioteca”, lo que me hace sentir vergüenza. Sufrí una decepción cuando visité el estadio Santiago Bernabéu, del Real Madrid, a mitad de los años setenta, cuando en el medio campo jugaban, por ejemplo, Günter Netzer y Vicente del Bosque y yo iba con frecuencia a España... decepción porque los comentarios del guía, en realidad interesantes, y hasta la visita a los vestuarios, me distrajeron y no me dejaron imaginar el estadio lleno. Por ( 18 , 19

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el contrario, el estadio Centenario de Montevideo se conserva en mi memoria tan excitante como el de Dortmund y La Bombonera. Se inauguró en 1930, con ocasión del centenario del nacimiento de la nación, y apenas cinco días antes de la final del primer campeonato mundial de fútbol, que Uruguay ganó contra Argentina por 4 a 2 el 30 de julio de aquel año ante noventa y tres mil espectadores. También en el Centenario sentí que me volvía parte de una historia apenas conocida, una historia escondida en los muros y que me adoptaba. Pero ¿cómo puede explicarse, y no meramente evocarse, la fascinación por los estadios vacíos? Es notable que los estadios más famosos casi nunca están en la periferia de las grandes ciudades, aunque por motivos prácticos sería esperable lo contrario. En muchos casos, lo que ocurrió es que los estadios fueron literalmente alcanzados por la expansión de las ciudades y además, desde hace algunas décadas, existe la tendencia a llevarlos hacia los centros urbanos, a pesar de los altos precios inmobiliarios. Allí, en su calidad de espacios detenidos los días que no hay partido, quedan rodeados por la indetenible viveza del quehacer cotidiano. Son una variante secular del espacio sacro, restringido (exactamente eso significa la palabra latina sacer) y reservado para breves momentos de cumplimiento de rituales, como, por ejemplo –sobre todo en el caso de las catedrales medievales y en las iglesias católicas de la actualidad– la producción de la presencia concreta de Dios con la celebración del sacramento de la eucaristía. Ahora bien, a pesar de la afinidad de estadios e iglesias, aquí no se tratará de una renovación de la tesis en exceso ocurrente (y, además, vaya si poco acertada) de que el deporte de espectadores ha llegado a cumplir hoy una función equivalente a la de la religión. Al igual que el vacío y silencio de las catedrales, también el vacío del estadio durante la semana se relaciona con la intensidad de C.I. Estadios vacíos


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un espacio temporal ritual que retorna con regularidad, y ese espacio temporal específico es el de la duración del juego. El estadio marca de diversas maneras y con mayor claridad que los espacios religiosos sagrados los límites entre su interior como sede de un acontecimiento ritual y las diferentes dimensiones del mundo exterior: para entrar al estadio y encontrar el lugar que se nos ha asignado tenemos que atravesar molinetes; los equipos salen al campo vacío para hacer el precalentamiento, otro umbral atravesado, y lo abandonan para terminar de prepararse en el vestuario; después vuelven juntos al campo de juego; enfatizan la inminencia del comienzo del juego (sobre todo en los Estados Unidos) cantando un himno; y repiten el doble cruce de fronteras, de ida y de vuelta, al comienzo y al final del entretiempo, antes de abandonar definitivamente el campo una vez terminado el partido. Ahora bien, durante el transcurso del juego –y en eso reside el contraste con las iglesias y las religiones– el interior del estadio se torna compacto escenario de una forma condensada de la vida terrena; nada podría ser menos celestial. Después del inicio del juego, que a pesar de estar programado por anticipado no deja de ser un acontecimiento radical (puntapié inicial, kick-off, bully), tienen lugar en un movimiento de aproximación a y distanciamiento de nosotros, la apertura, la decisión, la estrategia, el destino, la resonancia. En el estadio se reúne todo, la vida entera, nosotros incluidos, y ese lapso limitado de plenitud de vida está en insoluble contraste con el vacío del estadio durante la semana. En su duplicidad, justamente, el estadio vuelve presente lo que Martin Heidegger llamó la “auténtica” pregunta filosófica (que los hombres no pueden responder), a saber, por qué hay algo y no la nada. “Volver presente” esa pregunta no significa, por cierto, “describirla” o “simbolizarla”. Los partidos en el estadio no son ni metáforas ni alegorías de circunstancias o problemas filosóficos. Nada sería más perjudicial ( 20 , 21

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para la intensidad de la vivencia del estadio que esa otra intensidad, la de la reflexión filosófica. Ahora bien, así como La Bombonera me hizo ser parte de una historia cuyos nombres y fechas no conocía, del mismo modo la concentración en el partido implica una sensación de importancia incondicional en la que seguramente se condensa la relevancia de la auténtica pregunta filosófica. En consecuencia, no puede haber un acontecimiento de estadio sin espectadores, ya que, como ritual de plenitud de vida, ese acontecimiento depende del contraste con el estadio vacío, cuyo estatus especial está constituido a su vez por la posibilidad de imaginarse una multitud de espectadores. En comparación con esto, el apoyo “ruidoso” de los hinchas al equipo se vuelve algo secundario (y las estadísticas muestran que la llamada “ventaja de la localía” está disminuyendo). Por supuesto, un partido sin espectadores puede seguirse y analizarse en los medios (e incluso en la pantalla del estadio), pero en su realidad y en su efecto sobre quienes miran la pantalla no será (“ontológica” y “existencialmente”) lo que puede y debe ser como ritual. Y en consonancia con esa premisa de un potencial específico del acontecimiento estadio, la masa, los miles de personas en el estadio, no se comporta como un conjunto de individuos cuya conducta resultaría de un “promedio” de los numerosos comportamientos individuales. En la masa de espectadores se muestra otro fenómeno que no ha de confundirse con lo que podría llamarse un “individuo de formato mayor” ni con la mentalidad de un supuesto hombre masificado. El estadio aporta a nuestra vivencia ese estatus especial de la masa sin por eso hacerlo aprehensible. De ese estatus especial tratarán mis reflexiones, o más precisamente: de conceptos, tesis y argumentos que describen los contornos de esa conducta humana diferente –la de la masa– y pueden ayudar a comprenderla en sus principios. El asunto me C.I. Estadios vacíos


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interesa desde hace tiempo, no solo porque soy adicto a los estadios vacíos, sino porque algunos de los mejores momentos de mi vida los pasé como parte de una masa, por ejemplo, como parte de la tribuna Sur de Dortmund. Nunca me he sentido amenazado allí, a pesar de que los empleados del estadio y también amigos me recuerdan que, dada mi edad avanzada, esa tribuna ya no es un lugar adecuado para mí. Por otro lado, no es mi intención romantizar la masa observándola, por así decirlo, con ojos humedecidos. Es imposible negar su afinidad con actos de violencia colectiva y posiblemente esa sea la única de las conductas de la masa de la que podemos tener certeza empírica. Sin embargo, me aferro a la hipótesis de que una descripción de la conducta de las masas no se agota en su afinidad con la violencia. Como ya se dijo, el tema me es muy caro desde hace mucho tiempo, pero en las semanas en las que escribí este libro alcanzó –por lo menos en Alemania– una doble actualidad y relevancia. Con la temprana conciencia de la amenaza del Coronavirus, en todo el mundo se llegó a una breve fase de transición en la que los acontecimientos de estadio, sobre todo por motivos económicos (es decir, para conservar los ingresos percibidos por la transmisión en diferentes medios), se reemplazaron con “partidos a puertas cerradas”, esto es, competencias de estadio que excluyen a la multitud de los espectadores. Entretanto (estoy escribiendo estas líneas a finales de abril de 2020) los acontecimientos de estadio con presencia masiva de espectadores están suspendidos en todo el mundo. Esto, en primer lugar, parece darles la razón a los pocos detractores que sobreviven en los medios, cuando dicen que los acontecimientos de estadio siempre fueron un aspecto “secundario” de la vida y, en segundo lugar, ha alimentado la demanda de, una vez finalizada la pandemia, recluir por tiempo indeterminado el deporte de espectadores en estadios vacíos. Esa puede ( 22 , 23

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ser una consecuencia inaplazable de las experiencias a las que nos estamos enfrentando y, si realmente se produce, transformará la relación con el deporte de espectadores de modo más radical de lo que podemos imaginar. Sobre todo en Alemania se sucedieron una tras otra las primeras expresiones a favor de introducir los partidos a puertas cerradas debido al peligro de contagio, pero también por el recrudecimiento de una ardiente confrontación entre los clubes de la Bundesliga en su calidad de empresas con auspiciantes y la federación de fútbol alemana (por su nombre, Bundesliga) de un lado y esos grupos de hinchas, con tendencias violentas, y fieles de modo incondicional a sus equipos, que suelen llamarse a sí mismos “ultras”1, de otro. En efecto, por medio de diferentes acciones, los ultras de varios equipos habían puesto la mira casi de modo literal en el multimillonario Dietmar Hopp, auspiciante del 1889 Hoffenheim y fundador de la empresa informática SAP. Digo “casi literalmente”, porque los grupos de fanáticos habían mostrado en varios estadios carteles en los que el rostro de Hopp podía verse enfocado con una mira telescópica. Altos funcionarios de la federación de fútbol, directivos de los clubes y muchos de los jugadores reaccionaron como si efectivamente se hubiera disparado contra Hopp y exigieron una finalización inmediata de la campaña, y también un pedido de disculpas. Este último llegó como un búmeran de parte de, entre otros, los ultras del Schalke 04, que pidieron formalmente disculpas a todas las prostitutas por haber llamado a Hopp un “hijo de puta”. Como fuera, desde hacía mucho tiempo que Dietmar Hopp ya no era lo importante, pero sí continuaba funcionando como símbolo preciso, un blanco simbólico de 1_El autor utiliza en alemán el concepto de “ultras” para referirse a las bandas de aficionados violentos organizados. Este término se utiliza también en España pero en hispanoamérica se utiliza mayormente “barras bravas” [N. del E.]. Introducción C.I. Estadios vacíos


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la antipatía, no su objeto real. Más bien, lo que sucedía era que los ultras, más allá de las rivalidades entre los clubes, manifestaban su impresión, vaga pero intensa, de que su presencia y el estilo de conducta que llevaban a los estadios ya no eran bienvenidos. Nadie fue capaz de describir esa presencia y esa conducta con la suficiente precisión para que se produjera un debate real (en lugar de los reproches mutuos) o incluso negociaciones productivas. No fueron capaces los mánagers ni los administradores, porque estaban obsesionados con el aspecto de la violencia; tampoco las masas, porque se expresan de un modo no conceptual. Mi propósito también es explorar esa instancia de descripción y comprensión.

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