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DE

J. M. Barrie CON ILUSTRACIONES DE

MinaLima


J. M. Barrie

© por la traducción: Ana Belén Ramos Guerrero y Javier Fernández Sánchez, 2011 © por las ilustraciones: MinaLima Ltd. 2015 Publicado originalmente en 2015 por Harper Design. Publicado en español por Folioscopio según acuerdo con Harper Design, un sello de HarperCollins Publishers. © Folioscopio, S. L., 2023 c/ Rosselló, 186 5º-4ª 08008 Barcelona (España) www.folioscopio.com Primera edición: octubre de 2023 ISBN: 978-84-127122-1-6 Depósito legal: B 11715-2023 Diseño del libro: MinaLima Design Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. IMPRESO EN CHINA / PRINTED IN CHINA



ÍNDICE CAPÍTU L O 1 Peter irrumpe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11

CAPÍTU L O 2 La sombra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

CAPÍTUL O 3 ¡Vamos, vamos! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43

CAPÍTUL O 4 El vuelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63


CAPÍTUL O 5 La isla hecha realidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77

CAPÍTUL O 6 La pequeña casita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95

CAPÍTU L O 7 La casa subterránea . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109

CAPÍTUL O 8 Las lagunas de las sirenas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 121

CAPÍTUL O 9 El ave de Nunca Jamás . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 141


CAPÍTUL O 10 El hogar feliz . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147

CAPÍTUL O 11 El cuento de Wendy . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159

CAPÍTUL O 12 El rapto de los niños . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 173

CAPÍTUL O 13 ¿Creéis en las hadas? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181

CAPÍTUL O 14 El barco pirata . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 195


CAPÍTULO 15 «Esta vez, Garfio o yo» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207

CAPÍTULO 16 El regreso a casa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223

CAPÍTUL O 17 Cuando Wendy creció . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237



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CAPÍTULO . . .

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PETER IRRUMPE «Aunque, por otro lado, allí estaban las hojas. La señora Darling las examinó cuidadosamente; eran esqueletos de hojas, pero estaba segura de que no provenían de ningún árbol que creciera en Inglaterra».


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odos los niños, excepto uno, crecen. Muy pronto descubren que se harán mayores, y el modo en que lo descubrió Wendy fue el siguiente: cuando tenía dos años, un día que estaba jugando en el jardín, arrancó una flor y corrió con ella hacia su madre. Me imagino que la niña tendría un aspecto encantador, porque la señora Darling se llevó la mano al corazón y gritó: «¡Ay, por qué no podrás quedarte siempre así!». Esto fue todo lo que se dijo al respecto, pero desde ese preciso instante Wendy supo que tendría que hacerse mayor. Uno siempre se entera a los dos años. Los dos años son el principio del fin. Por supuesto, vivían en el 14, y hasta que llegó Wendy su madre era la dueña y señora de la casa. Era una dama encantadora, qué mentalidad tan romántica y qué boquita tan burlona la suya. Su mentalidad romántica era como esas cajas diminutas que vienen del enigmático Este, unas dentro de otras: por muchas que abras siempre hay otra más; y su boquita burlona contenía un beso que Wendy no pudo nunca conseguir, si bien estaba allí, perfectamente visible, en la comisura izquierda de su boca. El modo en que el señor Darling la conquistó fue el siguiente: los numerosos caballeros que habían sido niños siendo ella niña descubrieron simultáneamente que la amaban, y todos se lanzaron corriendo a su casa para proponerle matrimonio, todos menos el señor Darling, que cogió un taxi y se coló el primero. De ella lo obtuvo todo, todo menos la cajita más recóndita y el beso. Nunca supo lo de la caja, y con el tiempo desistió de conseguir el beso. Wendy opinaba que Napoleón sí que lo habría obtenido, pero yo me lo imagino intentándolo y marchándose después enojado, dando un gran portazo tras de sí.

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El señor Darling se jactaba ante Wendy de que la madre de ésta no sólo lo amaba, sino que también lo respetaba. Él era uno de esos hombres serios que saben de acciones y de valores. Claro está que nadie sabe realmente de esas cosas, pero él aparentaba muy bien lo contrario y a menudo decía que las acciones habían subido y que los valores habían bajado con un tono tal que cualquier mujer del mundo lo habría respetado. La señora Darling se casó de blanco, y al principio llevaba los libros escrupulosamente al día, con júbilo casi, como si se tratase de un juego, y no se le escapaba ni una col de Bruselas; pero poco a poco se le fueron escapando las coliflores y en su lugar aparecieron dibujos de bebés sin rostro. Los dibujaba cuando debía haber estado llevando las cuentas. Eran las quisicosas de la señora Darling. Primero llegó Wendy, luego John, luego Michael. Tras la llegada de Wendy, durante una o dos semanas dudaron de si podrían quedarse con ella o no, pues era otra boca que alimentar. El señor Darling se sentía tremendamente orgulloso de haberla tenido, pero era un hombre muy honrado y se sentaba en el filo de la cama de la señora Darling, sosteniéndole la mano y calculando los gastos mientras ella lo miraba implorante. Ella quería, a toda costa, correr el riesgo, pero él no era de los que hacían las cosas a la ligera. Las hacía con un lápiz y un trozo de papel, y si las sugerencias de su mujer lo interrumpían, tenía que volver a comenzar desde el principio. —No interrumpas ahora —le rogaba—. Tengo aquí una libra con diecisiete, y dos con seis en la oficina; puedo dejar de tomar

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el café de la oficina, digamos diez chelines, lo que hace dos libras, nueve chelines y seis peniques, más tus dieciocho con tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques, más cinco, cero y cero de mi chequera son ocho, nueve y siete... ¿Quién se ha movido...? Ocho, nueve y siete, punto y me llevo siete... No hables, mi bien... Y la libra que le prestaste al hombre aquel que llamó a la puerta... Silencio, niña... Punto y me llevo una niña... ¡Ea, buena la has hecho...! ¿Dije nueve, nueve y siete? Sí, dije nueve, nueve y siete; la pregunta es... ¿Podremos pasar el año con nueve, nueve y siete? —Claro que podemos, George —gritaba la señora Darling. Pero obviamente ella era muy poco imparcial en lo que a Wendy respecta, y su marido era el que tenía más carácter de los dos. —Acuérdate de las paperas —advirtió él casi como si fuera una amenaza, y otra vez vuelta a lo mismo—. Paperas, una libra, eso es lo que he puesto, pero yo diría que serán más bien treinta chelines... No hables... Sarampión, una con cinco; varicela, media guinea, eso hace un total de dos, quince y seis... No levantes el dedo... Tos ferina, digamos quince chelines... —Y así siguió, y cada vez salía una suma diferente, y al final Wendy lo logró por poco, al rebajarse las paperas a doce con seis y considerarse sarampión y varicela como una sola enfermedad. Hubo el mismo alboroto con John, y lo de Michael fue por los pelos; pero se quedaron con ambos y pronto se les podía ver a los tres en fila, en compañía de su niñera, yendo al jardín de infancia de la señorita Fulsom. A la señora Darling le gustaba que las cosas fueran como es debido, y al señor Darling le apasionaba ser exactamente como sus vecinos; así que, por supuesto, tenían una niñera. Y puesto que eran pobres debido a la cantidad de leche que bebían

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«Los dibujaba cuando debía haber estado llevando las cuentas».


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los niños, la niñera era una perra Terranova muy remilgada, llamada Nana, que no había pertenecido a nadie en particular hasta que los Darling la contrataron. Con todo, Nana siempre había considerado que los niños eran algo muy importante, y los Darling la habían conocido en los jardines de Kensington, donde pasaba la mayor parte de su tiempo libre asomándose a los cochecitos de los bebés. Y era muy odiada por las niñeras descuidadas, pues las seguía hasta casa para quejarse de ellas a sus amas. Resultó ser un tesoro de niñera. Qué concienzuda era a la hora del baño, y se levantaba a cualquier hora de la noche si alguno de sus pupilos lloraba lo más mínimo. Evidentemente, su caseta estaba en la habitación de los niños. Tenía un don especial para saber cuándo no merece la pena prestarle atención a una tos y cuándo es necesario ponerle a uno un calcetín alrededor de la garganta. Hasta el final de sus días, creyó en remedios anticuados como las hojas de ruibarbo y se burlaba con desprecio de esas charlas tan de moda sobre gérmenes y cosas similares. Era de lo más instructivo verla acompañar a los niños al colegio, caminando serenamente al lado de ellos cuando se comportaban bien o empujándolos de vuelta a la fila con la cabeza cuando se desmandaban. Ni un solo día de los que John tenía partido, olvidó su jersey, y, por lo general, llevaba un paraguas en el hocico por si llovía. Las niñeras esperaban en una habitación que había en el sótano del colegio de la señorita Fulsom. Se sentaban en los bancos, en tanto que Nana se sentaba en el suelo, y ésa era la única diferencia. Las otras fingían ignorarla como si perteneciese a una clase inferior y ella despreciaba su charla banal. Le molestaban las visitas de las amistades de la señora Darling a la habitación de los niños, pero si alguien llegaba le quitaba a Michael la batita y le ponía la de ribetes azules y le alisaba la ropa a Wendy y le arreglaba el pelo a John.

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Ninguna otra niñera podría haber llevado a cabo su labor con más pulcritud, y el señor Darling lo sabía, aunque a veces se preguntaba inquieto si los vecinos murmurarían a sus espaldas. Tenía un estatus que mantener. Nana también le preocupaba por otro asunto. En ocasiones tenía la sensación de que ella no lo estimaba lo suficiente. «Sé que te tiene en alta consideración, George», aseguraba la señora Darling, y acto seguido hacía una señal a los niños para que fuesen especialmente amables con su padre. A esto seguían unos deliciosos bailes a los que a veces le estaba permitido asistir a la otra sirvienta que tenían, Liza. Con su falda larga y su cofia, parecía una enana, y eso que cuando la contrataron juró que ya hacía mucho que había cumplido los diez años. ¡Qué alegres retozos aquellos! Y la alegría más grande era la de la señora Darling, que giraba tan deprisa que lo único que se veía de ella era el beso, y si uno se hubiese abalanzado hacia ella en ese momento lo habría obtenido. No hubo nunca una familia más sencilla y más feliz hasta la llegada de Peter Pan. La señora Darling escuchó hablar de Peter por primera vez cuando estaba limpiando las mentes de sus hijos. Toda madre que se precie de serlo tiene la costumbre nocturna de hurgar en la mente de sus hijos cuando éstos se quedan dormidos, volviendo a colocar en su sitio los diversos artículos que se han ido removiendo durante el día. Si pudierais permanecer despiertos (pero, por supuesto, no podéis) veríais a vuestra propia madre hacerlo, y os resultaría muy interesante mirarla. Se parece bastante a limpiar los cajones. Seguramente la veríais de rodillas, demorándose divertida con alguno de vuestros contenidos, preguntándose de dónde diantres habréis sacado tal cosa, haciendo descubrimientos agradables y no tan agradables, apretando esto contra su mejilla como si fuera suave como un

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gatito y quitando rápidamente de la vista aquello otro. Cuando os despertáis por la mañana, las travesuras y maldades con las que os fuisteis a la cama han sido dobladas y colocadas en el fondo de vuestra mente, y en lo alto, maravillosamente estirados y aireados están vuestros pensamientos más hermosos, preparados para que os los pongáis. No sé si habréis visto alguna vez el mapa de la mente de una persona. Los doctores dibujan a veces mapas de otras partes de vuestro cuerpo, y vuestro propio mapa puede llegar a ser tremendamente interesante, pero a ver si alguna vez los cazáis tratando de dibujar el mapa de la mente de un niño, que no sólo es confuso sino que además no deja de dar vueltas. Tiene también líneas en zigzag, como la gráfica de vuestra temperatura, y estas líneas son probablemente caminos en la isla, pues el país de Nunca Jamás es siempre algo parecido a una isla, con sorprendentes pinceladas de color aquí y allá, y arrecifes de coral y veloces embarcaciones en lontananza, y salvajes, y guaridas solitarias y gnomos, casi todos sastres, y cuevas por las que corre un río, y príncipes con seis hermanos mayores, y una choza a punto de venirse abajo, y una mujer pequeña y vieja con nariz aguileña. Hasta aquí sería un mapa sencillo, pero también está el primer día de colegio, la religión, los padres, la laguna redonda, la costura, asesinatos, colgados, verbos que rigen dativo, el día del pudin de chocolate, ponerse los tirantes, diga treinta y tres, unos peniques por sacarte tú mismo un diente y etcétera, y quién sabe si estas cosas forman parte de la isla o si pertenecen a otro mapa que se transparenta a través del papel, y es todo bastante confuso, especialmente porque nada se está quieto. Claro está que los países de Nunca Jamás varían mucho entre sí. El de John, por ejemplo, tenía una laguna con flamencos que volaban sobre ella, y John pasaba el tiempo disparándoles,

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