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La noche de la esvástica Colección Rayos globulares (43)


Primera edición, 1500 ejemplares: octubre 2023

Título original: Swastika Night © Katharine Burdekin 1937 © de la traducción del inglés, Xavier Caixal i Baldrich © de esta edición, Rayo Verde Editorial, 2023 © de la imagen de la cubierta: Alamy Diseño de la cubierta: Tono Cristòfol Maquetación: Noemí Giner Corrección: Gisela Baños y Cristina Anguita Producción editorial: Ivette Abulí Publicado por Rayo Verde Editorial Mallorca, 221, sobreático, 08008 Barcelona www.rayoverde.es @Rayo_Verde

RayoVerdeEditorial

Impresión: Estugraf Depósito legal: B 18130-2023 ISBN: 978-84-19206-51-0 THEMA: FL, FB, JPFQ, FDB Impreso en España - Printed in Spain La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE Traductores. Este libro está fabricado a partir de papel certificado de origen sostenible.

Una vez leído el libro, si no lo quieres conservar, lo puedes dejar al acceso de otras personas, pasárselo a alguien del trabajo o a una amistad a quien le pueda interesar. En el caso de querer tirarlo (algo impensable), hazlo siempre en el contenedor azul de reciclaje de papel. La editorial expresa el derecho del lector a la reproducción total o parcial de esta obra para su uso personal.




ÍndICE Capítulo primero...................... 9 Capítulo segundo..................... 27 Capítulo tercero...................... 49 Capítulo cuarto....................... 85 Capítulo quinto....................... 115 Capítulo sexto.......................... 151 Capítulo séptimo...................... 189 Capítulo octavo....................... 227 Capítulo noveno...................... 249 Capítulo décimo ...................... 275 Prólogo de Daphne Patai A la edición de 1985 ................. 289


Capítulo primero

El Caballero se giró hacia la capilla del Santísimo Hitler, que en esta iglesia se encontraba en el brazo oeste de la Esvástica, y, entonces, con el acompañamiento habitual de los impresionantes y ensordecedores acordes del órgano y un largo redoble de los tambores sagrados, empezó el canto del Credo. Hermann estaba sentado en la capilla de Goebbels, en el brazo norte, desde donde podía observar con toda comodidad a aquel chico rubio tan atractivo de cabello largo y sedoso que había cantado los solos. Cuando el Caballero se giró, se vio obligado a girarse también hacia el oeste. Ya no podía ver al chico más que de reojo porque, a pesar de que contemplar a jóvenes encantadores en la iglesia no era reprobable y ni siquiera estaba mal visto, no dirigir la mirada fijamente hacia delante durante el canto del Credo era sacrilegio. Hermann cantaba con los demás en medio de un estrepitoso rugido de voces graves masculinas, pero las palabras del Credo no le causaban ninguna impresión, ni en el oído ni en el cerebro. Las tenía demasiado oídas. No es que no fuera creyente; la gran ceremonia anual del Despertar de la Sangre, de la que todo el mundo estaba excluido excepto 9


los hitlerianos alemanes, le enloquecía. Pero este rutinario culto mensual era demasiado simple y aburrido para despertar ningún tipo de entusiasmo, sobre todo si uno tenía los pensamientos en otro lugar, como era su caso. Aún no había conseguido cruzar ni una sola vez su mirada con la del nuevo solista, en el que se combinaba un rostro de joven héroe angelical, inocente, de una complexión suave y rosada, con una voz de pureza y timbre sobrenaturales. Creo en Dios el Tronador —empezaron a cantar al unísono todos los hombres, los chicos y el Caballero—, creador de este mundo material sobre el que los hombres marchan envueltos en cuerpos mortales, y en su cielo, residencia de todos los héroes, y en su hijo nuestro Santísimo Adolf Hitler, el Hombre Único, quien no fue engendrado ni nacido de mujer, sino que… ¡Explotó! (Estruendo descomunal del órgano y los tambores, y todos los brazos derechos en alto, el Saludo para el extraordinario milagro.) Explotó de la cabeza de su padre, a Él, el incontaminado y perfecto Hijo Varón, nosotros, mortales y corruptos desde nuestro nacimiento, desde nuestra concepción, siempre debemos adorar y alabar. Heil Hitler. Quien, para satisfacer nuestra necesidad, la necesidad de Alemania, la necesidad del mundo, por nuestro bien, por el bien de Alemania, por el bien del mundo, bajó de la Montaña, la Montaña Sagrada, la Montaña Alemana, la indescriptible, para marchar ante nosotros como hombre que es Dios, para guiarnos, para liberarnos, entonces sumidos en la oscuridad, en el pecado y en el caos y en la impureza, rodeados y asediados por demonios, por Lenin, por Stalin, por Ernst Röhm, por Karl Barth, los cuatro archidemonios, cuyos cuellos Él trituró con su santo talón hasta convertirlos en polvo. (Todas las voces masculinas gruñían las palabras ancestrales con un salvajismo tan familiar que difícilmente podría llamarse salvajismo.) 10


Quien, cuando consiguió nuestra Salvación, fue al Bosque, el Bosque Sagrado, el Bosque Alemán, el indescriptible, y allí se reunió con su padre, Dios el Tronador, para que nosotros los hombres, los mortales, los corruptos de nacimiento, nunca más pudiéramos volver a ver su rostro. (La música se atenuó, las voces se suavizaron y armonizaron, todo con un efecto dulce y revelador después del largo unísono). Y creo que cuando todo se haya cumplido y el último hombre pagano se haya unido a su santo ejército, Adolf Hitler, nuestro Dios, volverá a venir con gloria marcial al sonido de cañones y aeroplanos, al sonido de trompetas y tambores. Y creo en los Archihéroes Gemelos, Göring y Goebbels, que fueron dignos de merecer ser sus íntimos amigos. Y creo en el orgullo, en el coraje, en la violencia, en la brutalidad, en el derramamiento de sangre, en la crueldad y en todas las demás virtudes heroicas y militares. Heil Hitler. El Caballero se giró de nuevo. Hermann también lo hizo y se sentó agradecido de poder retomar la contemplación del corista de cabello dorado. Todavía no le había cambiado la voz, a pesar de la edad que aparentaba. Probablemente tenía más de catorce años, pero en aquellas mejillas de piel de manzana todavía no había ningún rastro de pelusa dorada. Tenía una voz maravillosa. Buena para cantar en una iglesia de Múnich, sí, buena para cantar en una iglesia de la Ciudad Santa, donde se alojaba el Hangar Sagrado, y, en él, el Aeroplano Sagrado hacia donde todas las iglesias de la Esvástica del Hitlerianado estaban orientadas de forma que el brazo de Hitler estuviera alineado con él, aunque la Pequeña Réplica que había en las capillas de Hitler y el original estuvieran separados por miles de kilómetros. «¿Qué hace aquí, pues, este chico? Está de vacaciones, quizás», pensaba Hermann. «No es hijo de ningún caballero. Solo es un nazi. Puedo intentar conocerlo sin riesgo de 11


recibir ningún desaire. Aunque seguramente será popular y estará bastante consentido». El viejo Caballero, después de la tos preliminar —era propenso a la bronquitis—, recitaba ahora las inmutables leyes fundamentales de la Sociedad Hitleriana con su agradable alemán caballeresco. Hermann apenas escuchaba. Se las sabía de memoria desde que tenía nueve años. Así como una mujer está por encima de un gusano, un hombre está por encima de una mujer. Así como una mujer está por encima de un gusano, un gusano está por encima de un cristiano. Y ahora venía la advertencia aburrida de siempre sobre la corrupción de la raza. «Como si alguien tuviera alguna vez ganas de hacerlo», pensó Hermann, escuchando con una sola oreja. Así, camaradas míos, lo más bajo, lo más miserable y asqueroso que se arrastra sobre la faz de la tierra es una mujer cristiana. Tocarla es el mayor acto de corrupción para un hombre alemán. Solo dirigirle la palabra ya es una vergüenza. Todos son parias, el hombre, la mujer y el hijo. Hijos míos, ¡no lo olvidéis! Bajo pena de muerte o tortura o de ser proscritos de la Sangre. Heil Hitler. Después de esta advertencia tan solemne, la voz profunda y agradable del Caballero continuó con la retahíla de leyes.

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Así como un hombre está por encima de una mujer, un nazi está por encima de cualquier hitleriano extranjero. Así como un nazi está por encima de un hitleriano extranjero, un caballero está por encima de un nazi. Así como un caballero está por encima de un nazi, Der Führer (que Hitler lo bendiga) está por encima de todos los caballeros, incluso por encima del Círculo Interior de los Diez. Y así como Der Führer está por encima de todos los caballeros, Dios, Hitler Nuestro Señor, está por encima de Der Führer. Pero entre Dios el Tronador y Hitler Nuestro Señor ninguno es preeminente, ninguno se impone, ninguno se somete. Son iguales en este Santo Misterio. Son un solo Dios. Heil Hitler. El Caballero tosió, hizo el Saludo a la congregación, levantó la cadena de hierro sagrada que ningún hombre sin sangre caballeresca podía ni siquiera tocar y subió con ella por el brazo de Hitler hasta que giró bruscamente a la izquierda y desapareció en la capilla. El culto había terminado. Los hombres y los chicos salieron de la iglesia en perfecta formación. De repente, Hermann deseó que fuera costumbre salir con prisas, abriéndose camino a empujones entre la gente. Aquel joven estaría fuera mucho antes que él. Para entonces ya habría desaparecido o estaría rodeado de otros hombres. ¡Qué cabellera! Casi hasta la cintura. Hermann tenía ganas de introducir las manos en ella y pegarle un buen tirón hacia atrás. No con la intención de hacerle daño, no, solo para llamarle la atención. 13


Alguien cerca de la puerta berreó una orden: —¡Venga, hombres! ¡Espabilad! Se tiene que vaciar la iglesia para el Culto de las Mujeres. ¡Daros prisa! ¡No os distraigáis! Hermann estaba totalmente dispuesto a obedecer. Justo ahora no tenía el más mínimo interés en el Culto de las Mujeres, a las que se conducía una vez cada tres meses a la iglesia como si fueran ganado; niñas pequeñas, embarazadas, viejas arpías, todos los cuerpos de hembra que pudieran ponerse derechos y andar, excepto unos pocos que se quedaban en los Barrios de las Mujeres para cuidar de los bebés. Una vez dentro de la iglesia, no tenían permitido entrar más allá de los brazos de Göring y de Goebbels y, allí, ni siquiera podían entrar en las capillas de estos héroes a pesar de que eran santos menores; tenían que quedarse amontonadas en la nave central de la Esvástica y no se les permitía sentarse. Incluso, en ese momento, dos nazis estaban atareados retirando las sillas que habían utilizado los hombres. Las nalgas de las mujeres eran todavía más ofensivas para los lugares sagrados que sus pequeños pies, y por eso tenían que permanecer de pie mientras el Caballero las exhortaba a la humildad, a la obediencia ciega y a la sumisión a los hombres, recordándoles la suprema condescendencia de Hitler Nuestro Señor al permitirles parir los hijos de los hombres y, por lo tanto, que tuvieran un mínimo contacto con el Santo Misterio de la Masculinidad. A continuación, las amenazaba con las penas más horribles en caso de que tuvieran cualquier tipo de trato con los intocables masculinos, los hombres cristianos, y con castigos más suaves si, de palabra o llorando, o de cualquier otra manera, se oponían a cumplir con la costumbre que establece aquella ley tan fundamental para la Sociedad Hitleriana, la Sustracción del Hijo Varón. 14


Hermann, una vez, cuando era un joven despreocupado de trece años, se había escondido en la iglesia durante un Culto de las Mujeres, impulsado, en parte, por la curiosidad y, en parte, por un perverso resentimiento nada nazi por el hecho de estar excluido de actos como aquel, por muy indignos y despreciables que fueran. Si lo hubieran descubierto lo habrían castigado con severidad; lo habrían avergonzado en público y apaleado ante todo el mundo hasta dejarlo inconsciente. No lo descubrieron, pero aquel acto pecaminoso conllevaba su propio castigo. Quedó aterrorizado ante la simple visión de tantas mujeres en una manada estática —no andando en procesión desde los Barrios hasta la iglesia—, ¡tan cerca de él! Con sus cabezas afeitadas, pequeñas y desagradables, y sus cuerpos hinchados, repugnantes y flácidos, envueltos en pantalones ajustados y chaquetas femeninas. Oh, y las escalofriantes mujeres embarazadas, y las escuálidas viejas arpías, con cuellos como gallinas desplumadas, y las niñitas asquerosas con las narices llenas de mocos. ¡Y cómo lloraban todas! Gemían como cachorritos de perro, como gatitos; armando un guirigay de llantos estridentes y sollozos. Nada en ellas era humano. Por supuesto que las mujeres no tienen alma y, por lo tanto, no son humanas, pero, cuando su terror infantil dio paso a una rabia absurda también infantil, Hermann pensó que quizás estaban intentando parecerlo. Las niñas pequeñas lloraban porque estaban asustadas. No les gustaba ir a la iglesia. Era una agonía trimestral que olvidaban durante las largas semanas entre medias hasta que volvía a apoderarse de ellas. El Caballero las aterrorizaba, a pesar de que aquel en concreto era bastante moderado. Nunca les gritaba ni se enfurecía, como hacían otros caballeros en algunas iglesias, pero tenía mucho poder sobre ellas, más que los nazis, a los que debían prestar 15


obediencia ciega. Podía ordenar que las apalearan o que las mataran. Además, en este culto trimestral, sus madres casi siempre lloraban, y esto hacía que las hijas se sintieran aún peor. Quizás alguna había recibido recientemente la visita del padre de su niño de dieciocho meses y se lo había llevado con la ceremoniosidad habitual («Mujer, ¿dónde está mi hijo?» «Aquí, señor, aquí tenéis vuestro hijo que yo, indigna de mí, he parido».), y se estaba preguntando dónde podría estar ahora ese niño. Las extremidades frágiles del bebé se encontraban en aquel momento entre las ásperas manos de los hombres —hombres hábiles, hombres entrenados— que lo lavarían, lo alimentarían, lo cuidarían y lo educarían hasta la virilidad. Por supuesto que las mujeres no eran aptas para criar a hijos varones, por supuesto que era indecente que un hombre señalara a una mujer y dijera: «Aquella es mi madre»… por supuesto que ellas pensaban que «se les tiene que separar de nosotras para que no nos vuelvan a ver nunca más y nos olviden para siempre, es como debe ser, es la voluntad de nuestro Señor, es la voluntad de los hombres, es nuestra voluntad». Pero, aunque durante la ceremonia de la Sustracción una mujer fuera capaz de contener sus lágrimas y gemidos, e incluso pudiera pronunciar las respuestas convencionales con voz serena, y aunque posteriormente pudiera continuar absteniéndose de llorar, cuando entrara en la iglesia para el siguiente Culto de las Mujeres, a buen seguro que se derrumbaría. Cuando estaban todas juntas caían en una especie de dolor colectivo que iba pasando de unas a otras, de forma que una mujer que hiciera años que no sufría una Sustracción recordaba el dolor del pasado y empezaba a berrear su luto como un animal que acaba de perder una cría. Cuanto más les decía el Caballero que no lloraran, más lloraban ellas. Ni siquiera los caballeros más 16


vociferantes e implacables eran capaces de evitar que las mujeres lloraran en su culto. Nada las podía contener, a menos que las mataran a todas. El Caballero salió de la capilla de Hitler y se quedó mirando a las mujeres y las niñas que seguían al nazi que las porteaba. Ya empezaban los sollozos. Algunas de las más pequeñas, nada más verlo, antes de que ni siquiera abriera la boca, ya gritaban aterrorizadas. Con la visión nublada por un miedo ancestral, les era imposible ver que su rostro era apacible y más bien noble, con una frente ancha y serena y unos ojos tiernos y amables que contrarrestaban la sensación de crueldad que podía transmitir su nariz aguileña y desproporcionadamente grande. Les era imposible ver que, con esa cara y con el pelo de la barba y de la cabeza casi blanco, tenía una apariencia atractiva más que marcial, a pesar de la guerrera azul celeste con esvásticas plateadas en el cuello que vestía, los largos bombachos negros y la capa negra de caballero forrada de azul que le caía con gracia de los hombros. Cuando ya estuvieron todas dentro, el nazi que las porteaba se marchó dando un buen portazo al salir; una vez fuera, cerró con llave, como era costumbre. El estrépito de la puerta provocó más gritos. Una mujer estalló en sollozos descontrolados. El Caballero recordó unas palabras atribuidas a Hitler Nuestro Señor: «Alemanes, endureced vuestros corazones. Endureced vuestros corazones contra todo, pero, sobre todo, contra las lágrimas de las mujeres. Una mujer no tiene alma y, por lo tanto, no puede sentir pena. Sus lágrimas son una farsa y un engaño». El Caballero se pellizcó el labio bajo el bigote mientras miraba a su congregación y pensaba: «No me extrañaría que esto lo hubiera dicho otro en lugar de Hitler. Pobre ganado, tenéis muchos más motivos para llorar de los que os pensáis». 17


Porque el Caballero sabía algo que las mujeres no sabían: en toda Alemania, y en todo el Sacro Imperio Alemán, en ese año 720 de Nuestro Señor Hitler, cada vez nacían más y más varones. El equilibrio se había ido perdiendo de forma gradual, por descontado, pero ahora la situación ya era extremadamente angustiosa. La solución final de todas las cosas no se había consumado: aún había millones de paganos japoneses sin convertir y millones de razas sometidas a los japoneses que todavía no habían tenido prácticamente ninguna posibilidad de ver la luz. Aun así, si las mujeres dejaban de reproducirse, ¿cómo haría el Hitlerianado para continuar existiendo? Parecía como si, después de centenares de años de sometimiento incondicional, lógico bajo una religión totalmente masculina que rendía culto a un hombre que no tenía madre, el Hombre Único, las mujeres hubieran perdido, al fin, toda esperanza. Ya no querían nacer. Quizás había una razón fisiológica, pero nadie era capaz de averiguar cuál. Y ahora, este viejo caballero en particular, que sabía mucho más que los del Círculo Interior, más que el mismo der Führer…, este viejo alemán de cara amable y barba gris, sumergido en las profundidades de un cinismo irreligioso que, desde la muerte de sus tres hijos, ya no podía compartir con nadie, miraba a las feligresas de su congregación con un sentimiento de lástima poco masculino y poco alemán. «Esto no funciona», pensaba. «Hay cosas que los hombres no pueden hacer. Con el paso del tiempo, esta rigidez se hará insostenible; no puede durar quinientos años más sin ningún cambio ni alivio. Pobre ganado. Pobres cuerpos feos y demacrados. Nada más que chicos. La única razón de ser de las mujeres es tener hijos varones y criarlos hasta los dieciocho meses. Pero ¿y si las mujeres dejan de existir? El mundo se habrá librado de una fealdad intolerable». 18


Porque el caballero sabía algo que ningún otro hombre sabía, y que ninguna mujer nunca habría soñado, por mucho que hubiera forzado su corta y turbia imaginación: hubo un tiempo en que las mujeres eran tan bellas y deseables como los chicos, e incluso un tiempo en que fueron amadas. «Qué blasfemia», pensó, frunciendo un poco los labios. Amar a una mujer era, para la mentalidad alemana, lo mismo que amar a un gusano o a un cristiano. Mujeres como aquellas, sin pelo, con la testa afeitada, el desequilibrio patético de sus formas femeninas acentuado por su ropa ajustada que resaltaba la bifurcación de sus muslos; aquella horrible manera sumisa de andar y de estar de pie, con la cabeza gacha, el estómago fuera y las nalgas sobresaliendo… sin elegancia, sin belleza y sin dignidad, tres cualidades masculinas. Una mujer que osara estar de pie como un hombre sería apaleada. «Me sorprende», pensaba el viejo caballero, «que no las hagamos andar a cuatro patas a todas horas y no extirpemos el cerebro de las niñas a la edad de seis meses. Tanto da, nos están venciendo. Nos están destruyendo haciendo aquello que les dijimos que hicieran, y ahora, salvo que el Tronador no deje de pensar solo en los hombres alemanes, se nos acerca un final nada halagador». Y, con esta suprema blasfemia, el Caballero dio por finalizada su meditación. —Mujeres, silencio —empezó, frunciendo el ceño para guardar las formas—. No perturbéis el aire sagrado de este santo lugar masculino con vuestros chillidos y gemidos femeninos. ¿Qué motivo tenéis para llorar? ¿No sois las hembras más afortunadas del reino animal por poder ser las madres de los hombres? Hizo una pausa. A manera de tristes susurros dispersos, llegó la respuesta convencional: —Sí, Señor. Sí, Señor. Somos afortunadas. 19


Pero las mujeres continuaban preguntándose dónde estaban los varones que habían parido, y volvió a surgir un estallido de llantos. «Ahora tiene doce años… tiene veinticinco años y Rudi veintiuno… si todavía vive, Hans cumplirá setenta años este verano y, probablemente, tenga una barba blanca como la del Caballero». Pero este último pensamiento salía de la mente de una vieja bruja increíblemente repulsiva, muy vieja, demasiado vieja para llorar. El Caballero prosiguió con su homilía. Era más de lo mismo de siempre, no podía ser de otra manera. Había tan pocas cosas sobre las que se podía hablar a las mujeres... Apenas tenían más capacidad de comprensión que un perro realmente inteligente y, además, casi todo era demasiado sagrado para sus orejas. Todo lo que tuviera que ver con la vida de los hombres lo tenían vedado y, como es natural, era imposible leerles de la Biblia hitleriana las historias de las gestas heroicas del Señor y sus amigos. Estos asuntos eran demasiado sagrados para hablar de ellos a oídos impuros, aunque fuera de lejos y de segunda mano. Lo más importante era fijar con firmeza en la cabeza de las más jóvenes que no debía importarles que las violaran. Naturalmente, el Caballero no lo llamaba así, puesto que la violación no era ningún delito a menos que fuera a niñas menores de edad. Y esto, como sabía muy bien el Caballero, era más por el bien de la raza que por el bien de las niñas. Las chicas muy jóvenes, las que apenas acababan de entrar en la adolescencia, podían parir bebés raquíticos como resultado de la violación. A partir de los dieciséis años, sus cuerpos ya estaban bien desarrollados y eran totalmente femeninos, por lo tanto, este riesgo desaparecía, y como la violación tiene que ver con la voluntad y la libertad de elección e implica un espíritu de rechazo por parte de las mujeres, este delito había perdido su razón de ser. 20


—No os corresponde a vosotras decir: «Quiero a este o a aquel» —les decía—, o «No estoy preparada» o «No me parece adecuado», o poner algún caprichito femenino como excusa para no satisfacer el deseo de un hombre. Es a él a quien le corresponde decir si lo desea: «Esta es mi mujer hasta que me canse de ella». Y, si la quiere otro hombre, no debe oponerse, porque es un hombre; pero que una mujer se oponga de cualquier manera al deseo masculino (excepto si es un cristiano) es la más infame de las blasfemias. El Caballero tosió e hizo una pausa solemne para dejar que asimilaran lo que acababa de decir. —Puede hablar de lo que ha pasado al hombre que la posea temporalmente, pero ahí termina su responsabilidad. El resto son cosas de hombres, en ningún caso se entrometerá ninguna mujer. Y en cuanto a vosotras, chicas —levantó la mirada suavemente hacia las jóvenes de dieciséis y diecisiete años—, sed sumisas y humildes, y regocijaos por poder satisfacer la voluntad del hombre, porque, tanto da lo que pueda pensar a veces vuestro cerebro vacío, siempre es también vuestra voluntad. Sed productivas y parid hijas fuertes y sanas. Las mujeres dejaron de llorar al instante, excepto tres o cuatro, que ni siquiera escuchaban a medias. Todas lo miraron boquiabiertas. Su estupefacción al oír que aquel hombre les pedía que parieran hijas fuertes y sanas era como si las hubieran medio aturdido de un golpe en cada una de sus cabezas pequeñas, mal afeitadas y rasposas. No se podían creer lo que acababan de escuchar. El Caballero tampoco daba crédito. Hacía muchos años que estaba acostumbrado a pensar una cosa y decir otra; tenía tan asimilado el complicado patrón de secretos y engaños que había seguido toda la vida que no entendía cómo, a estas alturas, había podido cometer un error tan estrepitoso. Era cierto que era 21


de vital importancia que las mujeres parieran más hijas, y también que todos los alemanes de la clase culta caballeresca tenían pesadillas sobre la extinción de la raza sagrada, pero también era un hecho que no se podía hablar abiertamente de ello, y mucho menos con las propias mujeres. Todo lo que ellas sabían era que en su Barrio de las Mujeres en concreto nacía un remarcable número de varones, pero no que fuera un fenómeno general. Si alguna vez llegaran a saber que los caballeros, e incluso der Führer, ahora querían que nacieran niñas en grandes cantidades, que cada nuevo informe de estadística, con su cantidad de nacimientos masculinos terriblemente desproporcionada, provocaba quejas y ansiedad y una infinidad de reuniones secretas… si alguna vez las mujeres se dieran cuenta de todo esto, ¿qué podría impedir que naciera en ellas una pequeña brizna de autoestima? Si una mujer pudiera regocijarse en público del nacimiento de una niña, el Hitlerianado empezaría a desmoronarse. El Caballero era consciente de que algunas se regocijaban en secreto de que al menos no les podían arrebatar a las chicas, pero eran solo las más sumisas, las más cobardes, las que tenían un instinto más materno-animal. Porque, a pesar de que todas eran sumisas, cobardes y animales, había algunas que lo eran mucho más que otras, porque tenían tan asimilado uno de los pocos sentimientos humanos que se les inculcaba, sentirse apasionadamente orgullosas de haber parido un hijo varón, que ni el dolor por la pérdida de ese hijo lo sobrepasaba, por muy antinatural que ese sentimiento fuera para ellas. Pero, a pesar de todo lo que pudieran pensar y sentir en privado, en público no mostraban nunca ninguna alegría por el nacimiento de una hembra. Era un hecho vergonzoso, un accidente calamitoso que, por supuesto, podía pasarle a cualquiera de ellas, pero que las mejores enmendaban si les sucedía. Ahora bien, una mujer 22


que no tuviera nada más que hijas estaba a un solo paso de convertirse en aquella eterna carga inútil de la Sociedad Hitleriana, la mujer que no paría en absoluto. «Aun así, en realidad», continuaba pensando el Caballero, estirándose el bigote y acariciándose la barba casi blanca mientras miraba con discreción a su rebaño aturdido, «una mujer que tenga diez hijas y que no pierda el tiempo en tener hijos sería, en la actual coyuntura, un éxito clamoroso». Él, en cambio, había cometido un error clamoroso. «Es la edad», reflexionó, «estoy perdiendo el control. Uno puede andar por una cornisa sin ningún problema cuando tiene veinte años, y caer cuando tiene setenta». Pero no tenía ninguna prisa por enmendar su error con palabras. Sabía que el silencio era alarmante para las mujeres. Así que continuó mirándolas en silencio, mientras ellas continuaban boquiabiertas, hasta que, finalmente, empezaron a moverse incómodas. —¿Os preocupa algo? —les preguntó con tanta educación como si fueran hombres o incluso caballeros. Aquella cortesía las aterrorizó. Se alejaron de él como un campo de maíz empujado por el viento. —No, Señor, no —susurraron. Una un poco más atrevida, o posiblemente más histérica y aterrada que las demás, exclamó jadeante: —Señor, nos ha parecido que ha dicho… —¿Qué os ha parecido que he dicho? —preguntó el Caballero, todavía de manera muy educada. Todas menos una se dieron cuenta entonces de que lo habían oído mal. Por unos instantes habían creído, con una estupidez detestable pero típicamente femenina, que les había dicho que parieran hijas fuertes y sanas. Había sido un malentendido terrible y blasfemo. Había dicho «hijos», por supuesto. Söhnen. La palabra sonaba como el tañido profundo de una campana enorme. El Caballero se esforzó 23


para imaginárselo, con energía, como si él mismo fuera el hombre que tiraba de la cuerda de la campana. Las mujeres se sentían tan profundamente culpables que incluso se sonrojaron, todas menos una. Empezaron a llorar de nuevo. Todo volvió a ser como antes. El Caballero tosió y reanudó su sermón. Una vez hubo terminado, las despidió con gratitud y, con una campanilla, avisó al nazi que esperaba fuera para que abriera la puerta para dejarlas salir y las volviera a llevar a su jaula. Pero cuando estuvieron fuera empezó a escucharse un parloteo sorprendentemente animado. —Callaos —dijo el nazi con brusquedad. Aquella espera durante el Culto de las Mujeres era un deber tedioso y humillante. Dio un puntapié a una o dos de ellas como si fueran cachorros latosos, sin brutalidad, solo con irritación. Ellas se apartaron de su camino y se quedaron en silencio por un momento, pero enseguida empezaron de nuevo: —¿Cómo hemos podido pensar… vosotras también, verdad? —Yo sí, pero está claro que no… —Yo no, no sé de qué estás hablando. —Pero yo, es que he pensado que ha dicho… —Sí, bien, yo… —Venga, va, ¿cómo podéis pensar una cosa así? Pero la vieja Marta, cojeando muy despacio con la ayuda de dos bastones, dijo: —Os ha dicho que teníais que parir hijas fuertes y sanas. Quizás era tan vieja que ya no era ni mujer y, por lo tanto, se había alejado de todos los sentimientos femeninos de vergüenza y humildad. No era libre, pero, con la edad, quizás se había alejado del condicionamiento psicológico. No era un hombre, no, pero tampoco una mujer, era más bien algo parecido a un árbol viejo increíblemente feo. No 24


era humana, pero tampoco hembra. En cualquier caso, el hipnotismo del Caballero no había surtido ningún efecto sobre ella, pero todas las demás mujeres la despreciaban. Por muy feas que fueran todas ellas, podían ver que la anciana lo era todavía más. Era una vieja sucia y repugnante que hablaba en un alemán desdentado horrible; decía que cien años atrás había tenido hijos varones, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. —Eso no lo ha dicho en ningún momento… en ninguno. Solo nos lo ha parecido. Ha dicho que teníamos que tener hijos. Claro que sí. Hijos. Hijos. ¿Me oyes, Marta? —No soy sorda —dijo Marta. Y era verdad, tenía todos los atributos desagradables de la vejez excepto la sordera y la senilidad—. Ha dicho que teníais que parir hijas, hijas fuertes y sanas. —Mentira. ¿Por qué diría una cosa así? —No lo sé. Tanto da. Solo sé que eso es lo que ha dicho. Se burlaron de ella y la dejaron que cojeara a solas, absolutamente convencida y totalmente desinteresada: tan segura de las palabras del Caballero como de que la cosa dura que ocasionalmente sentía que le clavaban en la espalda era el bastón grueso del nazi que las porteaba, y tan desinteresada como también lo estaba en el bastón, en él o en cualquier cosa del mundo, excepto en la comida (de la cual tenía muy poca) y en el lejano recuerdo de Hans, su primer hijo. Si hubieran podido contactar mentalmente, el Caballero seguro que habría empatizado con ella, aunque fuera solo un poco. El cinismo de Marta era tan profundo como el suyo, no, era mucho más profundo, pero le había llegado de una manera completamente distinta.

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