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Henri Thomas

John Perkins seguido de Un escrúpulo

Literatura_novela

Título original: John Perkins suivi de Un scrupule

Traducción: Maya González Roux

Editor: Mariano García

Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Cecilia Szalkowicz

Retrato del autor: Gabriel Altamirano

Primera edición en España, 2022

© Éditions Gallimard, Paris, 1960.

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2022

www.adrianahidalgo.es

ISBN España: 978-84-19208-24-8

ISBN Argentina: 978-987-8969-16-9

Impreso en España

Depósito legal: M-21085-2022

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Los pájaros, al sacudirse, dejaban caer las semillas de mijo que se esparcían sobre el tapiz debajo de las jaulas. Todas las mañanas, antes de ir a trabajar, Paddy les daba de comer (no olvidaba a los seis gatos), pero no muy a menudo pasaba el cepillo o la aspiradora en la casa: cuando regresaba, a las seis, comía rápidamente algunos sándwiches y tomaba dos botellas de coke, volvía a tomar su automóvil y solo regresaba a su casa hacia la medianoche, molida, pues no robaba los diez dólares que ganaba en el autódromo de New Hampshire, donde iba todas las noches a dar la señal de largada, a calcular el tiempo, o incluso a correr ella misma con su Jaguar.

–¡Por diez dólares! –gritaba John–. ¡Y ni siquiera! Hay que descontar un dólar de gasolina cada vez, ¡por lo menos!

Él esperaba, junto con sus animales. En la habitación muy iluminada, los pájaros entraban en pánico y hacían temblar las enormes jaulas suspendidas no muy lejos de la lámpara. Volcaban el recipiente con agua. John lo llenaba, lo colgaba en el ángulo de la jaula, tres, cuatro veces antes de que los pájaros se durmieran, aturdidos, con sus plumas poco sanas. El perro también dormía en el diván que ocupaba todo a lo largo. Era el perro de Paddy, que llevaba a todos lados, salvo a las carreras de New Hampshire: había intentado llevarlo, pero como el ruido de los motores y

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la vista de los coches al largar lo afectaban de una forma extraña, comenzaba a aullar cada vez que un coche pasaba frente a la casa. Los pájaros estaban en silencio, John se adormecía recostado en el piso, la cabeza sobre un almohadón; después se levantaba: el perro apestaba demasiado. En quince minutos, la atmósfera de la habitación se volvía insoportable para John. También debía mezclarse el guano de las cotorras, y la suciedad de siempre, el polvo, las plantas verdes que crecían disimuladamente en las macetas. El perro y los pájaros dormían, pero las plantas, cerca de la ventana, siempre se movían, incluso hacían ruido con la corriente de aire de la puerta que permanecía siempre abierta. Sin embargo, jamás John abandonaba esa habitación porque era desde ahí que podía ver la curva de la carretera por donde Paddy debía llegar. Había una farola que iluminaba tan bien la calzada que John, desde la ventana, podía divisar por un instante el rostro de Paddy al volante del Jaguar conduciendo recto hacia la casa. No era preocupación, no era amor lo que hacía esperar ese regreso. Si había algo más, fuera de una invencible e intolerable costumbre, que lo obligaba a permanecer debajo de los tontos pájaros, cerca del perro apestoso, mirando a través de las horribles plantas verdes, era la ira: esta aguardaba dentro suyo a que ese rostro apareciera a la luz de la calzada. El rostro que siete años antes le había parecido hermoso, ese rostro tras el cual ahora se precipitaba su ira como una bestia, sin poder atemorizarlo, sin que se mostrara siquiera perturbado con un gesto de alarma; ese rostro inmutable, cansado de conducir a gran velocidad, siempre con una suerte de sonrisa, y triste, siempre triste, sin decir una

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palabra. En el instante mismo en que volvía a ver ese rostro, en el camino o en la casa, John ya estaba harto; una mirada rápida era suficiente; jamás iba al encuentro de su mujer cuando, después de guardar su Jaguar, subía la pequeña escalera que iba desde la calzada hasta la casa. Esperaba todas las noches, vigilaba su regreso, pero solo para dejar la casa tan pronto como ella regresaba. Era su turno para salir, luego de la medianoche, y cuando regresara, alrededor de las dos de la mañana, temblando de cansancio y de furia, sucedería lo mismo: una vez más, tan pronto como distinguiera el rostro, esta vez sobre la almohada, dormido o despierto, poco importaba, tendría ganas de huir: sabría muy bien despertarla. A las dos de la mañana, una vez más, tendría ganas de huir –como cada vez, pero ya no tenía fuerzas–, huir era dominarse, evitar lo peor; a las dos de la mañana estaba agotado, entregado al cansancio, a la ira… El sueño llegaría, sí, pero no antes de gritar, llorar, golpear.

¿Estaba solo despierta, con los ojos abiertos?

Estaban los pájaros, estaba el perro, estaban los gatos. Era Paddy quien se ocupaba de ellos, él los habría dejado morir, ella se lo hacía notar cada día con delicadeza. Él le respondía que los gatos son animales que propagan una onda de cierta longitud y que cada humano era un receptor que estaba regulado de una manera particular y que algunos no sintonizaban con las ondas del gato, y que a él le hacían mal. No podía entrar en la cocina sin sentir náuseas y una suerte de vértigo. Simplemente, la onda de los seis gatos lo destruía, a tal punto que él se las arreglaba para no tener que entrar más en la cocina. Cada noche, se llevaba un sándwich y una lata de cerveza y se contentaba con eso,

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además el olor del perro y las disputas de los pájaros le cortaban el apetito. Esta teoría de las ondas de los gatos la había leído en un número de la revista Reader’s Digest, y primero le había hecho reír; ahora, casi creía en ella; incluso se preguntaba si los gatos no ejercían una fuerza sobre él a través de las paredes. ¿Pero cómo entender lo que venía del perro, de los pájaros, de las plantas verdes, de los gatos? ¿Y para qué? Era todo eso lo que lo enfermaba física y moralmente, junto con la casa, la acumulación de los días y de las noches desde hacía siete años en esa casona.

Los seis gatos permanecían siempre encerrados en la cocina; se habían acostumbrado; si por un descuido la puerta quedaba entreabierta, no aprovechaban para escapar. Era raro que maullaran, no se peleaban entre ellos. Preferían quedarse en el borde de la ventana, mirando los árboles y el césped, o bien dormitando. Seguramente ellos también estaban enfermos, a pesar de los pescados frescos que Paddy les llevaba. Pero ninguno había muerto pese a los años que llevaban encerrados. En esa casa ya no se moría. La muerte había venido de una vez por todas y, desde entonces, ya nada sucedía. El tiempo no transcurría más. Desde hacía cinco años estaban ahí, los animales y las personas, siempre vivas, pero al margen de todo el resto; del otro lado de la vida, sofocándose en un ambiente que hacía que el tiempo no transcurriera más... Cada noche pensaba que eso no podía durar. De un momento a otro, el peso se iba a volver intolerable. Vigilaba su respiración, en el ambiente envenenado. Cuando se despertaba de una breve somnolencia con el chirrido de las jaulas, primero no podía respirar; se decía que una noche huiría para no

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asfixiarse, y no solo de esa casa, sino del país... Después la respiración regresaba, todas las noches, y el cansancio. Él sabía que jamás huiría, y esta certeza le daba una suerte de tranquilidad que a menudo coincidía con el sueño de los pájaros y de los gatos. Jamás abandonaría esa casa, aguardaría todas las noches a que Paddy regresara, hasta que sucediera una cosa que él no imaginaba, en la que ni siquiera pensaba muy a menudo, pero que terminaría por llegar, siempre tenía la sensación, así como un hombre a punto de despertarse debe tener la sensación de que la vida se acerca. En los peores momentos, intentaba no tanto reaccionar para acabar con eso, sino encontrar al menos una palabra para que el alivio llegara más rápido; en ocasiones murmuraba insultos a los pájaros, al perro, a los gatos. Después encogía los hombros. El perro lo miraba con una curiosidad lúgubre, como Paddy después de los gritos y el estruendo al golpear los muebles. Las palabras no podían nada, y además John hacía mal uso de ellas. Su profesión de dibujante industrial exigía una mirada rápida, conocimientos precisos y, justamente, bastante silencio. Cuando hablaba mucho –enseguida gritaba, era más fuerte que él–, John sabía que sus manos quedaban por un momento temblando, incapaces de realizar un trabajo delicado. Esta comprobación lo había atemorizado lo suficiente como para lograr contenerse cuando no estaba demasiado cansado. Las mañanas de domingo transcurrían casi siempre sin violencia. ¡Si todos los días y todas las noches hubieran podido ser así! En su oficina de Equipamiento electrónico, con su trabajo, intentaba prepararse: cómo regresar a su casa sin sentir aquela conmoción después de la que todo

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comenzaba a ir mal... Imaginaba eso y enseguida era como si hubiera hablado, la mano ya no estaba tan segura, sus pensamientos tampoco. Se encogía de hombros. No había nada que hacer. Matarse en el trabajo, embriagarse de vez en cuando, estar tan casando que todo le fuera indiferente, equivocarse, de una vez por todas.

¿Nada que reprocharle a Paddy, realmente nada? ¿O lo peor? Algo que no podía decir, que tenía que gritar o callar y asfixiarse. Gritar, y ella no escucha, ¡siempre con su sonrisa de muerta y de santa patética! Para ir a su trabajo, a la Secretaría del hospital y al autódromo por la noche, había comprado un bolso refrigerante donde cabían tres botellas de coca-cola. ¿Cuántas veces, a lo largo del día, volvía a llenarlo con botellas? Calculó: cinco o seis veces. Quince botellas al menos por día: ¿era eso, tal vez, lo que debía reprocharle? Una vez, él había hablado de lento envenenamiento, de suciedad: las botellas estaban tiradas por toda la casa, hasta debajo de la cama... Ella había respondido muy tranquilamente: “Soy secretaria en el hospital, si temes que me envenene... Todos los meses se recogen las botellas...”

Añadía con su voz más imperturbable, y más distante: “Además, las botellas te son útiles, y ni siquiera barres los restos. Lo haré yo, quédate tranquilo”. La noche anterior, John había arrojado varias botellas vacías a la televisión y el vidrio había quedado esparcido sobre la alfombra del dormitorio, junto con los trocitos de vidrio de las botellas; no era la primera vez que las utilizaba como proyectiles... Por supuesto, ella no debía beber tanta coca-cola, pero él tampoco tenía que enojarse así por eso. Cuanto más gritara, más coca-cola bebería ella para soportar lo que llamaba

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sus sufrimientos. Ella no le echaba en cara nada; no era él el sufrimiento; por más que gritara, ella no lo veía. Antes de enojarse, él le suplicaba: “Pero haz algo, intentémoslo, no te quedes así...” Sonreía de forma extraña como si fuera a llorar, ¡pero jamás unas lágrimas! Un rostro que ya no cambia, ni divertido ni triste, y los dientes amarillos por la coke y el tabaco: tampoco ella quería darse cuenta de eso. El perro lo observaba, bostezaba, alargaba su hocico sobre sus patas, y volvía a cerrar los ojos. En ese momento de la noche, siempre algunos aviones pasaban y lo distraían a John por un momento. El rugido disminuía, él aún creía escucharlos, pero era un coche en una calle alejada. Al menos en ese momento no pensaba en nada, se debería poder permanecer así, durmiendo, ya que tanto las palabras como los gestos no hacían más que agravar la desdicha. Pero a la mínima inquietud, todo regresaba; el engranaje siempre atacaba. Ese medallón que ella llevaba en su muñeca, y que conservaba día y noche. Jamás se lo reprochó; incluso desde los primeros días hizo como si no lo notara, ¿y cómo podría decirle ahora, después de cinco años, que todos los días pensó en ese medallón, que lo miraba con mucha atención cuando ella dormía, con su brazo por fuera de las sábanas, y que hoy él lo conocía mejor que ella? Tal vez ya no le prestaba atención, y si el medallón se desenganchara, ¿se daría cuenta enseguida que no estaba más? Algunas veces imaginó que cortaba delicadamente la cadenita, mientras ella dormía... Entonces se encogió de hombros, como siempre. No estaba tan seguro de que Paddy no fuera consciente de que llevaba ese medallón en su muñeca. Recordaba que alguna vez, cuando entraba durante la noche sin hacer

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ruido, la había encontrado dormida con la muñeca sobre sus labios. Y, entre gritos y estruendos, cuando inclinaba la cabeza, silenciosa, resignada, como una santa, ¿qué miraba con las manos alrededor de sus rodillas?

Fue él quien tomó la foto que estaba en el medallón, tres meses antes de la muerte de Jim. ¡Vaya si la conocía! Antes de dejar la playa donde habían pasado la tarde, tomó esa foto así, como cualquier otra, porque quedaba un carrete y él quería dejar el rollo para revelar ese mismo día, en el camino de regreso. Tenían más de treinta fotos de Jim, lo habían fotografiado, unas veces él, otras Paddy, e incluso en su cama dos horas antes de su muerte. El magnesio le había hecho abrir los ojos, por un segundo, ¿pero sabía todavía lo que veía? Paddy tampoco sabía lo que hacía en ese momento; ¿hacía cuántos días que no dormía? Él tampoco; se quedaba con ella en el cuarto, pero no era para estar junto a la cama de Jim. Jamás pensó que Jim iba a morir; incluso cuando Jim se lo dijo, después de la última crisis: “Estoy en las últimas, ¡no hay nada que hacer!”, él se encogió de hombros. Tal vez era eso lo que Paddy jamás le perdonaría. Ya estaba furioso, quería que ella se fuera de la habitación, y mientras Jim dormitaba intentó llevarla a la fuerza hacia la cama. Le torció la muñeca. Ella no dijo una palabra, permaneció sentada en la cabecera de la cama de Jim, y él volvió a su lugar, en la otra silla. Jim murió tres días después. Ella no lloró, pero su rostro cambió mientras permanecía junto a la cama de Jim y así quedó, tal como estaba la noche de la muerte. No todo comenzó con la muerte de Jim, sino que todo quedó fijo, todo se detuvo en ese momento. Desde que Jim enfermó

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Paddy no paró de beber coca-cola; antes bebía, como todo el mundo. Mientras permanecía junto a su cama, bebía una botella tras otra, siempre del pico y desde ese entonces ya no usaba vaso. Antes no le gustaba esa bebida repulsiva, prefería la leche; Jim no soportaba la leche: ahora solo los gatos bebían leche en la casa. Incluso John, en el comedor de su empresa bebía cada vez menos...

Si la ira no llegara junto con el cansancio, si no existieran esos recuerdos... El cansancio despertaba los recuerdos; el cuerpo quería dormir, pero no podía, y los recuerdos se disparaban, desordenaban todo... ¡Hacía cinco años y tres meses, en el coche y ahí en el dormitorio...!

¡Fue la última vez! Desde aquel momento, cinco años y tres meses, no volvió a tocarla. En la casa, todavía se vestía con ese short negro con galones rojos que tenía antes, tan corto que cuando se agachaba... Ella no sabía que era infame vestirse así, lo había olvidado, ¿tal vez jamás tuvo conciencia de esa provocación? ¿Cómo echárselo en cara?

La única manera de expresarse sería golpeando a Paddy cuando estaba encorvada, o cuando juntaba las semillas de los pájaros. Un golpe que significaría: ¡Basura! Otro: ¡Despiértate, vístete, desvístete, haz algo!

La sola idea de golpearla hacía temblar un poco sus manos, pero jamás la golpeó; su ira la descargaba con el mobiliario, ni siquiera con los animales. Los muebles hacían más ruido, ¡en definitiva, respondían mejor! A pesar del jardín que rodeaba la casa, más de una vez los vecinos se despertaban por el estruendo. Aún no habían llamado a la policía; sin duda eso sucedería. John conocía sus miradas, esa expresión de la gente cuando observan a un loco,

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con prudencia y curiosidad, sobre todo con prudencia. Incluso su ansiedad los volvía cómicos, sobre todo al profesor que vivía enfrente, al otro lado de la calle. Él entraba a su casa cuando John salía de la suya; si no, no habrían evitado encontrarse. Todo lo que John sentía hacia ellos, sin embargo, era un poco de impaciencia y de cansancio. Sin duda, creían que sufría arrebatos de locura, y él no los contradecía totalmente: pero ignoraban las causas, y explicarles ¡ni hablar! Ah, una vez, ¡y después de qué noche! John le habría contado todo al profesor; faltó poco para eso. El profesor Godwin, en lugar de irse hacia su garaje como siempre, había permanecido un momento en el medio del camino de cemento, mirando a John que bajaba la escalera de la calle. El profesor parecía distraído, un poco triste, no asustado. Pero justo cuando John fue a saludarlo, el profesor volteó hacia su garaje.

En las oficinas de equipamiento electrónico nadie se daba cuenta realmente; y, sin embargo, al menos dos o tres compañeros conocían su situación, ¡cuántas veces les había contado durante el almuerzo! Solo que jamás oyeron los muebles rotos, los gritos; jamás sintieron el olor de los gatos... Algunos vieron a Paddy en el Jaguar, pero al pasar, el pañuelo rojo alrededor de la cabeza, con las gafas oscuras. Una mujer como cualquier otra en Estados Unidos. Los compañeros sabían que algo no funcionaba bien en la pareja. Todos tenían problemas familiares y, al cabo de cierto tiempo, se solucionaban y después aparecían otros problemas. Le dieron algunos consejos: “Llévala de viaje... múdense...”, pero, sobre todo: “Olvídalo, ya va a solucionarse... Siempre se soluciona...”. Los católicos le

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pedían consejo a un cura; en cuanto a él, a veces abría una Biblia que formaba parte de los distintos objetos de la sala, pero eso no hacía más que recordarle su infancia en los suburbios de Boston, la primera vez que tomó el volante del coche de su padre, a los trece años... Eso no tenía nada que ver con su vida actual; la Biblia, las conversaciones con los amigos, eran todas cosas que hacía tiempo había dejado atrás. En ocasiones, todavía alguien pasaba a verlo por la noche; un compañero del ejército, alguno que había estado con él en Dijon o en los Vosgos. John siempre tenía preparada una botella de Beaujolais para ellos; era una costumbre, como también esa manera de brindar y decir unas palabras en francés: ¡À ta santé! o ¡Vive les Dijonnaises!; el otro siempre estaba un poco asombrado; le parecía que la sala estaba sucia, sentía el olor de los gatos, veía todas las semillas de los pájaros y, por supuesto, no se animaba a decir nada. No preguntaba: ¿dónde está tu mujer? Con ese desorden y esa suciedad, ella debía estar lejos... En ese momento, hacía más de cinco meses que ningún amigo había pasado a verle; ya no esperaba a nadie. Bebió solo la última botella de Beaujolais, y no compró otra. En cierto sentido, hacían bien en olvidarse de él: había cambiado demasiado desde Dijon, había perdido su alegría y honestidad... “No quieres decirme nada, entonces me voy”, eso era lo que sus miradas daban a entender. Y era cierto. Debería haber mostrado el dormitorio a los amigos, a los vecinos, pero ¿qué hubieran comprendido? Debería haberles explicado que nada había cambiado desde hacía cinco años, que la guitarra estaba en el medio de la cama porque... John se encogió de hombros; sabía muy bien que

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no le faltaba voluntad ni coraje para contar lo sucedido. Hay cosas que ninguna fuerza de voluntad puede lograr, eso es lo que había aprendido en los últimos cinco años. Pero lo que no entendía, lo que le hacía temblar si pensaba largo tiempo en eso (y cómo protegerse), era que lo imposible fuera esto: sacar esa guitarra, apagar esa lámpara, abrir la ventana –lo que todo el mundo podía hacer.

La puerta del dormitorio estaba entreabierta como del ancho de una mano –así la habían encontrado, al regresar del tanatorio donde habían acompañado el cuerpo de Jim. No se pusieron de acuerdo, jamás pronunciaron una palabra entre ellos sobre esas cosas, pero sucedió así: la puerta y el dormitorio permanecerían como estaban cuando Jim se fue. La cama sin hacer, tal como estaba cuando los dos hombres bajaron a Jim en el féretro. La guitarra que había intentado tocar un poco a comienzos de la noche, y que estaba sobre el cubrecama cuando murió, permanecería ahí. Una o dos veces por mes, Paddy la afinaba, y ella, que no tenía la más mínima idea de guitarras antes de la muerte de Jim, ahora tenía oído musical: la primera navidad después de la muerte, John le regaló una guitarra (ella le regaló un neceser; todavía se daban regalos para Navidad; era una de las cosas imposible de romper). Paddy tomó clases de guitarra en Boston, y pronto pudo tocar casi todas las melodías que Jim tocaba –sus partituras habían quedado en el dormitorio; jamás las utilizó, pero compró las mismas, y ninguna otra. Jamás tocó otra cosa que no fuera lo que Jim tocaba. Esa guitarra que John le regaló para Navidad cuatros años antes, la rompió en mil pedazos dos meses más tarde. La reemplazó al día siguiente, sin

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ninguna explicación, disculpas ni perdón mutuos. La segunda guitarra estaba siempre en la casa, pero Paddy la escondía, y John no se esforzaba en buscarla. Cuando él estaba, Paddy jamás la tocaba. Solo cuando él regresaba, al final de esas noches horribles, y se encontraba bajo de las ventanas de su casa, a menudo oía la guitarra. Reconocía cierta melodía, esperaba que terminara para subir la escalera, y le daba unos segundos para esconder la guitarra. Incluso aunque ella no estuviera tocando, en el momento en que veía la ventana iluminada a través de los árboles, algo siempre lo retenía un poco en la calle. Tal vez solo fuera el cansancio de subir las escaleras... Era fácil irse de la casa, rodar hasta la calzada, la pendiente del garaje era tan pronunciada que un día habría que reducirla. Tan a menudo se lo dijo que, sin darse cuenta, volvía a pensar en ello. Durante el verano, muchas veces se sentaba en el primer escalón a esperar. De espaldas a su casa, veía los reflejos borrosos que la ventana proyectaba sobre los árboles de enfrente, y sobre el techo de la casa del profesor. Tan rígidos, toda la noche, esos enormes arces, abedules, robles, y él solo, luchando contra lo imposible... Esa casa era suya, él la había construido casi en su totalidad. La amuebló, la equipó y, sin embargo, necesitaba tomar coraje para entrar, tener una audacia de ladrón. Si ahora, delante de la casa, alguien le preguntara, como en los tiempos de Jim: “Disculpe, ¿aquí vive Jim...?”, no respondería nada, las palabras no le llegarían. Entonces se echó a reír: ¡qué alegría, qué felicidad!

Dijo: “Creo, me parece, me lo han afirmado...”, y dejó que el tipo pasara delante de él en la escalera. Cinco o seis compañeros de Jim venían a verlo y, tal vez, jamás supieron

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que esa no era su casa. Debían pensar que John era otro amigo de Jim, ¿y qué pensaban de Paddy? Nada malo, en todo caso. Todos eran inocentes, como Jim y Paddy, y él mismo. Jamás dudó un instante de la honestidad en la relación entre su mujer y Jim. Jim el huérfano, el guitarrista, el corredor de coches y motos –la inocencia en persona. Una vez se lo dijo a John: “Yo nunca he...” Vaya, un niño, veinte años, y desde hacía tiempo enfermo: los otros no eran mucho más grandes, los futbolistas saludables que venían de New Hampshire, de esas pequeñas ciudades en los bosques que jamás se transformaban. Algunas veces, algún que otro amigo se quedaba a dormir en el diván donde el perro dormía ahora. Paddy les preparaba unos sándwiches y café. Vestía su short negro con galones rojos, y la miraban, sí, esos niños se ponían un poco colorados por la emoción. A John le parecían solo perezosos; trabajaban en los talleres de las carreteras, en el sector de la construcción, de cualquier cosa no calificada. Les interesaban las carreras de coches o el soccer, nada más; les tenían miedo a las mujeres. Sin embargo, si Paddy no hubiera estado ahí, tal vez no habrían venido a ver a Jim tan seguido. El hecho es que, después de la muerte de Jim, no regresaron. Paddy debía ver a alguno de vez en cuando en el autódromo o en una gasolinera. No decía nada, pero ella misma era un poco de allá, a pesar de trabajar en Boston desde los veinte años. Casi todas las noches regresaba allá. Estaba el autódromo, estaban los padres. Si regresara allá, y se quedara, sería un alivio, pero de ningún modo, esa idea solo tornaba más tedioso lo imposible. Todo estaba ordenado desde hacía mucho tiempo, como jamás la vida lo había estado antes

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de la muerte de Jim. Una noche por semana, Paddy prescindía del autódromo, y esa noche, el viernes, no regresaba del hospital. Recién el sábado al mediodía pasaba por la casa para prepararse un sándwich antes de retomar rápidamente la carretera. La noche del viernes era para los muertos y los que agonizaban; esa noche, suplantaba gratuitamente a una enfermera en el pabellón de los casos graves. Poco importaba si había un cardíaco, ella regresaba el sábado por la mañana con un rostro más parecido al de cinco años atrás, el día siguiente al de la muerte –rejuvenecido, por así decirlo. Poco importaba, además. John no veía mucho ese rostro del sábado por la mañana porque tampoco para él la noche del viernes y la mañana del sábado eran como las otras. Él no se quedaba en la casa pues Paddy no regresaba. Era la noche en que se emborrachaba, y cuando regresaba a su casa, el sábado hacia el mediodía, la mayoría de las veces Paddy ya se había ido nuevamente. Algunas veces, sin embargo, se veían, ella al bajar la escalera de entrada, después de dar de comer a los gatos y a los pájaros, y él que, después de vomitar en el jardín, se sentía muy liviano, muy tranquilo, vertiginosamente asqueado. Sin fuerzas para hablar, para ofender, el deseo persistía junto con el cansancio de una noche sin dormir; él se detenía, se apoyaba sobre el muro de la escalera ,mientras ella bajaba y desaparecía. Se dormía de pie, con los ojos abiertos, por unos segundos; ¿se ha ido?, ¿eran sus pasos los que todavía escuchaba? No podía girar la cabeza; seguramente se había ido, pero todavía estaba en lo alto de la escalera y pasaba cerca de él con su short negro con los galones rojos que la dejaba desnuda. Si pudiera tocarla, extender una

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mano hasta sus muslos que se movían... En esa escalera de su casa, el sábado por la mañana, ¿qué sucedía exactamente? O más bien, ¿qué fue lo que había sucedido? Porque ahora John regresaba solo después de que Paddy se hubiera ido. Sin hacerlo realmente a propósito, deambulaba un poco por las calles vecinas: era una prudencia animal, después se dio cuenta, como la que tienen los borrachos. En definitiva, ya no sucedía gran cosa entre él y su mujer. ¿Cuánto tiempo durarían los gritos y el estruendo en el medio de la noche? ¿Veinte minutos, media hora? Eso no debía variar mucho. Él quería saberlo, incluso era su último pensamiento antes de volverse loco. Si no hubiera roto todos los despertadores del dormitorio, le alcanzaría con echar un vistazo y, como buen ingeniero que era, tal vez podría disminuir el tiempo, reducir esa miseria a algunos minutos. ¿Qué hizo la noche anterior? Todo lo que un hombre con gestos poco seguros puede romper en la habitación, John lo rompió. Y él, que hasta hace unos meses arreglaba los muebles, ahora ya no levantaba más los pedazos rotos; era Paddy, lenta y distraídamente, que mantenía una suerte de limpieza. Pero debajo de la cama quedaban pedazos de la estantería y astillas de vidrio. John sabía que había golpeado la piedra de la pared, el hierro de la cama, tal vez el espejo roto del armario: sus manos tenían magulladuras que lo molestaban un poco para trabajar. Pero su memoria no conservaba ningún rastro de aquello que podía observar en sus manos. Ese momento de la noche, a partir del instante en que dejaba de controlar sus gestos, era un vacío para su mente. El recuerdo más claro, cada vez, era el último sobresalto para escapar del vacío. ¿Qué había

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dicho la noche anterior? “Si hubiese un niño, la casa estaría limpia.” ¿Ella sonrió o giró la cabeza? Eso no podía decirlo: era como si, a partir de ese momento, hubiese cerrado los ojos. Se preguntó si realmente no cerraba los ojos, pero era absurdo: no estaba en la oscuridad, más bien en una ceguera eléctrica, y no solo no veía nada, sino que no oía nada. Sabía que había gritado, la garganta debía conservar algún rastro después, como las manos. Sabía también que debía llorar, incluso sollozar con tanta violencia que tal vez era eso lo que ponía un término a los gritos; cuando su rostro estaba empapado, su mente se despertaba, por un instante: tal vez solo unos segundos, el tiempo que se tarda en flexionar las rodillas contra la cama. Se acabó, para siempre. No tenía más fuerzas. Señor, piedad, perdón. Tenía una mano sobre su frente.

Se dormía así, deslizándose a un costado de la cama. Levantarlo, acostarlo en la cama, desvestirlo, era la última tarea de Paddy, casi todas las noches, después de la enorme jornada en el hospital, en la carretera, en los bares del bosque. Sus ojos no estaban totalmente cerrados: la parte blanca aparecía entre los párpados. Una vez acostado y después de taparlo con las sábanas, Paddy cerraba sus ojos con una caricia del dedo índice. Después debía apagar las luces de la casa que John encendía por todas partes cuando regresaba; bebía una botella de coca-cola y luego se acostaba cerca de él. Una sola luz, tenue, aún iluminaba la casa. Era la lámpara de noche, siempre encendida, en la cabecera de la cama deshecha de Jim. Paddy estaba tan cansada que ya no pensaba realmente en nada serio al momento de dormirse. Se deslizaba en la delicadeza del silencio, cerca

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