23837c

Page 1

Primera edición: junio de 2022

Título original: The Lion Above the Door

Este libro fue publicado por primera vez en Reino Unido por Hodder and Stoughton.

Adaptación de cubierta y maquetación: Endoradisseny

© 2021, Onjali Q. Raúf, por el texto

© 2021, Pippa Curnick, por el mapa

© 2022, Marcelo E. Mazzanti, por la traducción

© 2022, la Galera, SAU Editorial, por esta edición

Todos los derechos reservados.

Dirección editorial: Pema Maymó

La Galera es un sello de Grup Enciclopèdia

Josep Pla, 95 08019 Barcelona

www.lagaleraeditorial.com

Impreso en Egedsa

Depósito legal: B-3.803-2022

ISBN: 978-84-246-7277-5

Impreso en la UE

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra queda rigurosamente prohibida y estará sometida a las sanciones establecidas por la ley. El editor faculta a CEDRO (Centro Español de Derecho Reprográficos, www. cedro.org) para que pueda autorizar la fotocopia o el escaneado de algún fragmento a las personas que estén interesadas en ello.

Traducción de Marcelo E. Mazzanti

Dedicado a la valentía de:

Tan Kay Hai

Elizabeth Choy

Birendra Nath Mazumdar

Noor Inayat Khan

Manta y Assa Singh

Jaston Khosa

John Henry Clavell Smythe

Adelaide Hall

y a los millones de hombres y mujeres cuyos nombres e historias merecen ser conocidos y celebrados por aquellos por quienes lucharon, a quienes salvaron y por quienes murieron.

Y a mamá, a Zak y a nuestras antepasadas y antepasados.

Siempre.

Cuando la guerra atroz derrumbe estatuas y las turbas destruyan las murallas, ni la espada de Marte ni hostil llama abatirán esta memoria viva.

—William Shakespeare

El hoy está a tus pies, ha encontrado su morada en ti el amor de todos los días del hombre, del pasado y de siempre…

—Rabindranath Tagore

índice 1 La excursión 9 2 El moratón invisible 22 3 El león que rugió 33 4 La promesa 45 5 La pizarra del honor 56 6 La campaña del almuerzo 69 7 Una doble vida 81 8 Páginas desaparecidas 93 9 Callejones sin salida 103 10 ¡A las armas! 119 11 Una nueva recluta 128 12 Información clasificada 137 13 Misión 1: La gran imitación 147 14 Misión 2: Operación Cuarto Trastero 166 15 Fuego no muy amigo 177 16 Despertar a los muertos 186 17 Cadenas de papel 200
18 Llaman a la puerta 212 19 ¡A la orden! 222 20 La rama rota 232 21 Aterrizajes de emergencia 246 22 Tropas al ataque 260 23 El último rugido 275

—¡Síííííí! ¡Mañana vamos de excursión! ¿Te han firmado el permiso? Espero que haya una tienda de regalos con cosas para comprar. Qué rollo cuando solo tienen un par de gomas de borrar y reglas y todo lo demás son cosas supertristes de adultos como mantelitos y pastas de té. Se ve que hay gente que colecciona mantelitos, a saber por qué; quizá los cuelguen en la pared como los cuadros en un museo. Hay gente muy rara…

Sangetta me miró para asegurarse de que aún la escuchaba y siguió hablando. Si yo decidiera no decir nada nunca más, seguro que ella hablaría por los dos durante el resto de nuestras vidas. Mi padre dice que con solo hablar y hablar Sangeeta podría hacer que se le cayeran las patas traseras a un burro o a cualquier otro animal de cuatro patas. Quizá sea por eso

9 V U E L O
LA EXCURSIÓN

por lo que lo único vivo que le han regalado sus padres son unos peces, aunque ella siempre ha querido un gato.

—¿Conoces a Katie? ¿Y a Sarah? ¿Y a Tom, ese de la clase de la señora Thompson, el que no tiene dientes? Pues se ve que estuvieron en la catedral para un concierto o algo así. Dicen que en una de las baldosas del suelo, en plena iglesia, hay escrita una palabrota. No sé cuál. Me pregunto si el cura lo sabrá. Supongo que sí, si está tan a la vista. Espero que mañana podamos verla. ¡Oooh, el timbre! ¡Vamos, a ver quién llega antes!

Y echó a correr hacia las puertas del cole. Las botas de agua de color amarillo brillante le relucían como rayos cubiertos de barro, y sus dos largas trenzas de pelo negro hacían zigzags en el aire.

A Sangeeta le encantan las carreras, aún más que hablar. Y no corre solo con las piernas sino también con el cerebro. Por ejemplo, cuando leemos en clase siempre tiene que ser la primera en acabarse el libro, y cuando la profe nos hace una pregunta ella tiene que ser la primera en contestar. Creo que cuando no la ven corre contra sí misma. A veces pienso que es raro que seamos amigos, ya que somos tan diferentes. Pero somos los únicos de todo el cole con un aspecto como el nuestro, y de alguna forma eso hace que las diferencias no importen.

Salí corriendo tras ella a toda velocidad, pero entonces al-

10

guien me puso la zancadilla. Por suerte yo estaba acostumbrado, así que en vez de caerme de morros conseguí apoyarme en una pared.

—¡Cuidado, cabeza de palillo chino! —murmuró Toby con mala leche pero lo bastante bajo como para que nadie más lo oyera. Comprobó que tampoco nadie estuviese mirando, me dio un empujón y se fue a toda mecha. Justo detrás estaba Harry, que hacía como si yo no existiera y nunca me dirigía la mirada, y también Catherine, que siempre soltaba risitas tontas como si todo lo que hacía Toby fuera divertido. Los ignoré, como hago siempre, y fui hasta el aula.

—¡Muy bien! ¡Los culos en los asientos! Acomodaos, por favor. ¡YA! —gritó el señor Scott, dando golpes en su mesa para que todos nos calláramos. Le encanta dar golpes en su mesa. Por eso tiene siempre las manos del color de las moras aplastadas.

Mientras se hacía el silencio y todos dejaban de moverse y de susurrar, Scott se apoyó en su escritorio y cogió un portapapeles. Era el momento de averiguar la respuesta a la pregunta más importante que llevábamos haciéndonos todo el día: quiénes iban a ir a la excursión del día siguiente y quiénes no porque sus padres los odiaban y querían arruinarles la vida a base de no firmar los formularios.

11

—Muy bien —repitió Scott, con el portapapeles en la mano. Había una lista de nombres. Todos entornamos los ojos e intentamos distinguirlos, como si estuviéramos haciendo juntos una revisión en el oculista, pero la letra era demasiado pequeña.

Scott dio la vuelta al portapapeles, de forma que ahora solo él podía ver la hoja. Crucé los dedos superfuerte bajo la mesa. Mamá y papá me habían dicho que podía ir y que ya habían enviado todos los formularios, pero con los padres nunca se sabe, sobre todo si son de los que se olvidan de a quién le toca pasar a recogerte al cole y siempre llegan tarde.

—David, Catherine y Toby —leyó Scott—, vuestros padres no han mandado los papeles, y esta mañana acababa el plazo. Me temo que no podréis venir.

Toda la clase miró a aquellas tristes víctimas de la crueldad paterna que iban a tener que enfrentarse a la peor forma de tortura que tenía el cole: el señor Denby, el único profe del mundo que cree que leer a Shakespeare todo el día es mejor incluso que ir a Disneyland. Sabemos que es así porque siempre lleva una camiseta que dice: «¡No a Disneyland, sí a leer a Shakespeare todo el día!»

—¿Cómo es que Leo y Sangeeta pueden ir y yo no? —exclamó Toby—. ¡Seguro que no les dejan ni entrar en la iglesia!

12

Y mis bisabuelos pasaron la guerra y vivieron cosas que los suyos no. ¡Yo tengo más derecho a ir que ellos!

—¡Sí! —añadió Catherine con los ojos húmedos y enrojecidos.

Todos nos miraron a mí y a Sangeeta. Nosotros no apartamos la vista de Scott, como siempre que nos hacen eso. Es el problema de ser los únicos que tenemos un aspecto distinto a los demás: siempre hay algunos a los que les caes mal, y es aún peor cuando no pueden hacer algo que tú sí.

—Porque sus padres han dicho que pueden ir, y los vuestros no —contestó Scott, dejando el portapapeles sobre la mesa con un golpe—. ¿Algo más?

Toby nos dedicó una mirada a mí y a Sangeeta que venía a decir que su vida no era justa y que de alguna forma eso era culpa nuestra. Después negó con la cabeza y gruñó, mirándose las manos. David hizo un ruidito de disgusto y Catherine cruzó los brazos, contemplando con rabia a todos y a todo, incluido el techo.

—Muy bien. Ahora que eso ha quedado claro, las reglas para mañana.

Fue hacia la pizarra, cogió un rotulador rojo y empezó a escribir palabras que parecían tan fuertes y cabreadas como las que empezó a dirigirnos a grito pelado.

13

—Nada de empujones ni peleas. Nada de haceros los listos con nadie del museo de la RAF o de la catedral. Nada de separaros de vuestro compañero a propósito o de hacer como si hubieseis olvidado quién es. Adam y Evelyn, eso va por vosotros. Nada de escaparos e intentar mezclaros con otro grupo. Kerry y Christina, os voy a estar vigilando. Nada de llevar dinero extra. Y nada de preguntas impertinentes. ¡A ver, que alguien me diga qué quiere decir «impertinente»!

Tres brazos, los de siempre, se levantaron como catapultas.

—¿Sí, Gary? —preguntó Scott.

Él bajó la mano, se puso de color rojo subido y contestó:

—¿Es cuando alguien… no se enfada nunca?

—No. Estás pensado en «imperturbable». ¿Sangeeta?

—Ser poco respetuoso con alguien mayor que tú —respondió ella. Me sonrió porque los dos sabíamos por qué conocía tan bien el significado de la palabra: sus padres y tíos y tías siempre le estaban pidiendo que no lo fuera.

—Exacto. Si nadie es impertinente y todos seguís las reglas, quizá podamos pasar un día al año sin que tenga que gritaros. Y entonces quizá la señora Fitzgerald confiará en nosotros y pronto podamos hacer otra excursión.

—¡Sí! —exclamó Toby—. ¡Seguro que iremos otra vez a ese palo de granja de frutas!

14

Todos soltaron risitas, y es que ahí es donde hacemos la mayoría de las salidas escolares. Ir al cole en un pueblo en mitad de la nada hace que visitar a los granjeros de la zona se considere como «una emocionante experiencia educativa». Eso es lo que siempre nos prometen todos los profes, pero después no tiene nada de emocionante y lo único que aprendemos es que las granjas huelen a caca.

Por eso todo el mundo estaba interesado en la excursión del día siguiente. Era la primera vez que íbamos a subirnos a un autocar de verdad para viajar a un pueblo de verdad con un museo de verdad y, con suerte, tiendas guapas de verdad, de esas en las que no venden verduras ni hacen a la vez de oficina de correos.

—Chicos, ya sé que Whot no es Londres precisamente, pero tenemos que estar orgullosos de nuestras granjas y negocios

—siguió Scott, muy serio—. La mayoría de vuestros padres viven de eso, ¿recordáis? Ahora abrid los libros y repasemos brevemente la razón de nuestro viaje de mañana.

Empezó a hablarnos de algunas de las historias de la Segunda Guerra Mundial que íbamos a conocer en el museo. Ya sabíamos que había empezado cuando Alemania invadió Polonia y que Hitler había bombardeado Francia y muchos otros países de Europa. Ahora le tocaba a la «batalla de Inglaterra».

15

Abrí mi libro y miré las fotos en blanco y negro, que a su vez parecían mirarme a mí. Todas mostraban a pilotos de la RAF, la aviación británica, sonrientes y llevando bufandas y chaquetas de cuero o abrigos con medallas hechas con monedas supergrandes. Los aviadores parecían actores de una peli de acción y tenían nombres como «Arthur», «William» y «George», sin apellidos, igual que los miembros de la familia real. Quizá tenías que parecer un actor y tener un nombre que sonara a familia real para combatir en guerras y ganar medallas y salir en los libros de Historia.

Miré a Sangetta, que leía a toda velocidad la hoja que nos había dado Scott y en la que decía todo lo que íbamos a hacer. Lo de la velocidad lo supe porque tenía la cara a menos de un centímetro del papel y movía los labios sin decir nada. Parecía un pez hablando consigo mismo.

Cuando acabó me miró y frunció el ceño.

—¿Qué pasa? —me preguntó. Yo me encogí de hombros.

—¿Sabes cómo se llamaba tu bisabuelo? —le pregunté. Ella frunció el ceño aún más.

—¿Mi bisabuelo? Hum… no. Seguramente sería Algo Singh. En mi familia todos se llaman Singh. Es de lo más aburrido.

Me pasé el resto del día preguntándome cómo se habría

16

llamado mi bisabuelo. Seguro que no era un «Arthur» o un «William» o un «George», como los combatientes del libro.

—¡Muy bien! A las ocho treinta en punto frente a la entrada del colegio —anunció Scott al acabar la última clase—. ¡No a las ocho treinta y uno! ¡No a las ocho treinta y uno y treinta segundos! ¡A las ocho treinta! ¡Y acordaos de decirles a vuestros padres que TODO el dinero que llevéis tiene que estar en un sobre con vuestro nombre y con la cantidad escrita fuera, y tenéis que dármelo a mí! Podéis traer cinco libras como máximo. ¡Si veo que alguno lleva más, no podrá gastarse ni un penique!

—Vaya bobada —susurró Sangeeta mientras metía rápidamente el libro en la mochila, esperando ganar otra vez a todos los demás—. ¿Qué vamos a poder comprar con cinco libras? ¡A veces un solo lápiz ya vale dos y media! Este cole no sabe nada del índice de inflación en las tiendas de regalos de los museos.

Vi que todos los demás refunfuñaban por la misma razón, y estaba claro que la mayoría —incluidos Sangeeta y yo— íbamos a intentar llevar al menos unas cuantas monedas más.

Había oído decir a Kerry que iba a pegarse a la barriga todo lo que tenía, y estaba seguro de que Adam iba a volver a cojear; siempre lo hacía cuando escondía algo dentro de un cal-

17

cetín. Una vez Scott le encontró tres canicas y un paquete de chicles… porque las canicas no paraban de sonar al chocar entre ellas y a Adam los pies empezaron a olerle a fruta. Yo no quería complicarme la vida; iba a meter todo el dinero que había ahorrado de mi regalo de cumpleaños dentro del estuche de los lápices. Así, si Scott me veía abrirlo, pensaría que estaba trabajando.

—Yo voy a esconder lo mío en la manga —me dijo Sangeeta mientras íbamos hacia el patio, donde la esperaban sus padres. Ellos siempre llegaban temprano y sabían que los míos siempre llegaban tarde, así que me dejaban sentarme en el asiento de atrás de su coche y me daban algo de comer hasta que aparecían; normalmente era una samosa enorme, más grande que mi cara, o un crujiente bhaji de cebolla que parecía un ovni de color naranja con tentáculos aplastados, aunque a veces tenía suerte y también me daban una gran tableta de chocolate.

—¿Cómo vas a hacerlo? —le pregunté a Sangeeta, mientras su madre daba un bocinazo suave desde el coche.

—Chiiist —susurró mi amiga. Se dio la vuelta para que la mujer no nos viera y se levantó la manga de la sudadera del cole. Tenía un billete nuevecito de cinco libras atado con un clip enorme a la manga de la camisa—. Lo he estado proban-

18

do hoy y ha funcionado. Nadie se ha dado cuenta, ni siquiera cuando tuve que lavarme las manos justo delante de Scott.

—Qué inteligente. —Sonreí y pensé en hacer lo mismo.

—Tú también tendrías que hacerlo —me sugirió Sangeeta. Se dio la vuelta de nuevo y corrió hacia el brillante coche negro—. ¡Vamos, a ver quién llega antes!

Fui tras ella, y casi la gané. Sonrió y me sacó la lengua al ser la primera en alcanzar la puerta y abrirla para que entráramos en tromba.

—¡Hola, Leo! ¿Te apetece? —me preguntó la señora Singh con su voz musical—. Es vegetariana, como siempre. —Y nos plantó una bolsa de plástico forrada con papel por dentro y con dos samosas triangulares gigantescas.

—Gracias —dije. Cogí una y Sangeeta la otra. Hundimos las caras en ellas a la vez.

—¿Os hace ilusión la excursión de mañana? —me preguntó la mujer mientras nos daba un clínex a cada uno.

Las dos asentimos. No podíamos decir nada porque teníamos las bocas llenas de grandes trozos de patata amarilla y guisantes blanditos.

—Qué bien. El señor Singh y yo nunca hemos estado en el museo al que vais a ir, así que ya tengo ganas de oír lo que me contéis mañana cuando volváis.

19

Mientras tragaba un gran mordisco de patata picante, se me ocurrió una pregunta que no tardó en salirme por la boca.

—Señora Singh, ¿conoce usted a alguien que participara en la Segunda Guerra Mundial?

Ella se volvió hacia mí en su asiento y frunció el ceño.

—Mmm… —murmuró—. Pues la verdad es que sí. Antes de que naciera Sangeeta conocí a un hombre…

—¡Puaaaj! ¡Mamá!

La mujer miró al infinito.

—No seas impertinente, hija. —Negó con la cabeza antes de seguir—. Como decía, antes de que nacieras tenía por vecino a un hombre muy, muy mayor que había combatido en Italia y después en India y en Burma. Tuvimos un montón de conversaciones muy interesantes. Por desgracia, murió hace tiempo.

—¿Cómo se llamaba? —preguntó Sangeeta.

—George. George algo… ¿Marshwall?

Otro George. ¡Lo sabía!

—¿Cree que puede haber tenido algo que ver con la familia real? —pregunté por si mi sospecha secreta fuese cierta.

Mi amiga frunció el ceño. Su madre rio y dijo:

—No. No creo que hubiera muchos miembros de la fami-

20

lia real en los pisos de protección oficial de Birmingham. ¡Ah, mira! ¡Por ahí viene tu padre!

Dio otro bocinazo corto, bajó la ventanilla y saludó con la mano a papá.

—¡Nos vemos mañana… a las ocho treinta en punto! —dijo Sangeeta mientras yo me metía el resto de la samosa en la boca y saltaba del coche—. Y no te olvides del clip —añadió en un susurro.

Sonreí y cerré la puerta. Corrí con papá y lo cogí de la mano.

—Perdona que haya llegado tarde, hijo. —Tenía la cara roja y sudorosa como si acabara de correr una maratón—. Tenía mucho lío en el trabajo, y tu madre está en alguna parte de Bristol.

—No pasa nada, papá. —Nos dirigimos hacia casa, aún de la mano. Mientras caminábamos por el pueblo vi cómo la gente me miraba de reojo y bajaba la voz cuando pasábamos. Ya estaba acostumbrado, así que intenté no molestarme mucho. Además, tenía cosas más importantes en que pensar, como dónde cambiar las monedas que me habían dado por mi cumpleaños por un billete de cinco libras… y dónde encontrar un clip gigante.

21
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.