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KURT

Desde NYC/CDMXdeEnsayosentrañaslasautobiográficosdosciudades

HOLLANDER

ÍNDICE Del downtown al centro 7 Tierra de ensueños 19 El edificio 35 Portable 45 Retrato del artista como pepenador 57 Poliéster 73 Artes marciales en las ciudades 81 Rascando el cielo 105 Ruido 115 Piratas en la era de reproducción digital 121 Cine sobre ruedas 129 Cine de oro 135 Varias maneras de tomar en Ciudad de México 143 La comida mexicana no existe 153 Una relación enferma 161 Ciudades come-mierda 177 México mágico 185 Logos del poder 201 Narcos en el museo 219 Secuelas 229 Mi cama y yo 235 Últimos días 243 Agradecimientos 259

DEL DOWNTOWN AL CENTRO

C on frecuencia las ciudades se nos pintan como un in ferno terrenal. Y de todas, ninguna más que la ciudad de Nueva York. Al verse incapaz de pagar los salarios de la policía, los bomberos y los servicios de limpieza, a principios de los años setenta, el gobierno de Nueva York se declaró en bancarrota. Entonces la basura se amontonó en las banque tas; cientos de edifcios quedaron abandonados o fueron incendiados por sus propietarios para cobrar el seguro; los criminales invadieron las calles y a ojos del mundo Nueva York se convirtió en la capital mundial del crimen. Los blancos de las clases altas huyeron a las afueras y los turistas evitaron pisar ciertos barrios, lo que dejó la mayoría de Manhattan, sobre todo el downtown, a los que vivíamos allí. El downtown de la ciudad de Nueva York, la parte al sur de 14th Street, es la zona poblada más antigua de la isla de Manhattan y tiene el trazo urbano menos convencional. Durante mucho tiempo estuvo formada por pequeños barrios o guetos de clase trabajadora, adscritos a ciertas culturas o

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como sucedía con Chinatown o Little Italy. A fnales del siglo XIX e incluso ya entrado el siglo XX, el Lower East Side era el barrio judío ubicado en el área más densamen te poblada del mundo, un barrio donde se hablaba un enorme número de lenguas, cuya población contenía la mayor mezcla de razas gracias al gran número de inmigrantes provenientes de países

Desdelejanos.mediados

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del siglo XIX, el downtown también fue el epi centro del crimen, condensado en el área conocida como Five Points. Aquí, cada ola de inmigración aportó sus propias pan dillas callejeras, o gangs. Esta parte de la ciudad era también el centro del activismo político, con una gran gama de agitado res sociales: anarquistas, socialistas, comunistas y sindicalistas. Aquí los rusos Trotsky y Emma Goldman se sentían como en casa. Por mucho tiempo, el Lower East Side fue el centro de la cultura y las artes: de hecho, a principios del siglo XX con taba con más de una docena de teatros para producciones en yiddish, y en la segunda mitad del siglo hubo varios cines que mostraban películas de China y Hong Kong, así como otros programaban películas en español. En el Greenwich Village y el East Village nació y foreció desde los años cincuenta hasta los setenta un movimiento de contracultura, con sus beats, beatniks, bohemios y hippies. En los años setenta y ochenta, el Soho y Tribeca acogieron a los artistas y las galerías de arte y el East Village fue la cuna del punk y la no wave. Mi familia y yo nos habíamos mudado al Greenwich Village en 1971. Nuestro edifcio daba al río Hudson, cuya ribera ha bía sido antaño sede del mayor puerto estadounidense y ahora albergaba un cúmulo de gigantes almacenes, muelles, carreteras y vías de tren abandonadas. Pandillas de puertorriqueños, negros, italianos e irlandeses patrullaban las calles del barrio. A pesar de que muchos pandilleros son unos locos hijos de puta

DESDE LAS ENTRAÑAS nacionalidades,

A principios de la década de los ochenta ya era lo bastante grande como para independizarme y me mudé al Lower East Side (que los latinos de la zona denominaban “Loisada”). El Lower East Side era más pobre y más violento aún que el West Side del downtown y también más vibrante en lo cultural. Aún era un barrio de inmigrantes y trabajadores, de anarquistas, de judíos del Viejo Mundo, de chinos y de puertorriqueños, muy lejos en todos los sentidos del midtown de Manhattan y del resto de Estados Unidos.

La historia urbana de Nueva York es la historia de las pan dillas y la historia de las pandillas de Nueva York es la historia de sus inmigrantes. Forzados a sobrevivir gracias a la economía informal, al margen del sistema legal, los grupos de inmigran tes tienden a ser vulnerables y necesitan unirse para subsistir.

Todo esto hace que la expectativa de vida de los chicos de las pandillas locales fuera la menor de todo el país. Solían morir de forma violenta.

Las ciudades peligrosas son un refejo de la existencia de peligrosos sistemas de gobierno. Los barrios de inmigrantes y de clase trabajadora siempre están a merced de policías racistas y adolecen de insufcientes servicios sociales. Sus vecinos están abocados a habitar viviendas insalubres y a sobrevivir en un desolador panorama económico, lo que debilita a la comunidad.

9 DEL DOWNTOWN AL CENTRO y representan una amenaza para la sociedad en general, en sus respectivas comunidades las pandillas siempre han servido a un propósito social.

Las pandillas de los barrios constituyen muchas veces el úni co mecanismo de defensa de esa comunidad contra ataques externos, tanto físicos como económicos. Asimismo, al ahuyentar a los ricos y a los turistas, contribuyen a mantener las rentas bajas, posibilitando así que las comunidades de traba jadores e inmigrantes puedan seguir viviendo en la ciudad.

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Cuando empecé a escribir, escribí sobre el Lower East Side. Te Portable Lower East Side, la revista literaria que creé en 1984 y que duró diez años, estuvo dedicada al barrio. La revista ce lebraba la cultura de resistencia que existía en el barrio (y a lo largo y ancho de la ciudad) con números especiales sobre el crimen, el sexo, las drogas, la música y otros dedicados a escri tores, artistas y fotógrafos de América Latina, África y Asia en Nueva York. Hijo de inmigrantes judíos rusos, mi padre nació y se crio en Williamsburg, Brooklyn. De niño mi papá dividía su tiempo entre Williamsburg y Coney Island, el mítico parque de atrac ciones, donde ganaba dinero engatusando a la gente para entrar a ver el freak show, el espectáculo de rarezas humanas. Hija de judíos ucranianos, mi madre había crecido en Los Ángeles y se mudó a la ciudad de Nueva York cuando era joven y consiguió empleos en fábricas de Manhattan para dedicarse a organizar a los trabajadores en sindicatos. Se casaron y se mudaron a un minúsculo departamento rentado, sin agua caliente, en B Avenue con 2nd Street. Mi padre montó un taller de litografía y una galería en 10th Street y luego trasladó aquel taller al Bowery, que en aquella época estaba lleno de vagabundos, borrachos y yonquis. Cuando se divorciaron en los setenta, mi padre se mudó a un estudio de una sola habitación en Tompkins Square Park, en el East Village. En 1979, yo me mudé a un departamento en Avenue B con 2nd Street, prácticamente al lado de donde habían vivido. En aquella época, cada seis meses o cada año me mudaba a depar tamentos subarrendados ilegalmente en el Lower East Side (se llamaban sublets), en busca de rentas bajas en las zonas culturalmente más diversas y ricas de la ciudad. Viví en un sótano en un barrio de familias puertorriqueñas de Ridge Street, justo de bajo de Houston Street; en un edifcio industrial de East Canal

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El Lower East Side, que durante mucho tiempo había sido uno de los barrios más rudos y violentos de Nueva York, no tardó en convertirse en un destino turístico mundial y un distrito de rentas elevadas. Los judíos, los negros y los puertorrique ños de clase trabajadora, que ya no podían pagar las altas rentas

DEL DOWNTOWN AL CENTRO en Chinatown y sobre un restaurante en Little India, en 6th Street. A fnales de los ochenta, ocupé otro sublet ilegal —en 14th Street, entre 8th Avenue y 9th Avenue— de Little Spain, un barrio latino a una cuadra del meatmarket. Desde el sexto piso, con vistas a todo el downtown de Manhattan, dos recámaras y abundante luz natural, la renta que pagaba era tan barata que casi no tenía que trabajar y podía dedicarme a escribir y a pu blicar mi revista. Sin embargo, las rentas bajas en el Lower East Side se extinguirían en poco tiempo. Cuando se recuperaron los mercados f nancieros locales e internacionales y los inversionistas de bienes raíces compraron las sufcientes propiedades como para contro lar el mercado, los bancos retiraron los límites de crédito y comenzaron a prestar dinero a corporaciones interesadas en el ba rrio. Así que la construcción se disparó. A pesar de su tradición como entorno de clase trabajadora, de inmigrantes y de cultura de resistencia, muy pronto el Lower East Side se convirtió en un barrio de moda para los gringos pudientes que trabajaban en Wall Street o estudiaban en la New York University , así como para los Eurotrash —europeos ricos— y los niños de papá que podían permitirse rentas altas. El barrio se volvió irreconocible: las cadenas comerciales reemplazaron a los comercios locales; las galerías de arte sustituyeron a las bodegas puertorriqueñas; los condominios invadieron los antiguos edifcios de rentas con geladas y las corporaciones, con ayuda de la policía, se adueñaron del espacio público (como Tompkins Square Park, que durante generaciones había albergado a vagabundos).

12 DESDE LAS ENTRAÑAS ni los precios excesivos de los enseres básicos, tuvieron que irse a Queens, a Brooklyn o al Bronx, o salir fuera del estado. Yo me fui aún más lejos. En el verano de 1989 llegué a Ciudad de México, una urbe ubi cada en el seno de un valle montañoso a dos mil metros de al tura. Yo tenía treinta años y la intención de estudiar español durante un par de meses. En mis anteriores viajes a República Dominicana y a Puerto Rico, e incluso en mi propio barrio, mi español defciente me había avergonzado, haciéndome sentir como un gringo estúpido. Había llegado el momento de poder leer literatura latinoamericana en su lengua original. O al menos de poder hablar, a mi vuelta a Nueva York, con mis vecinos y ordenar comida en La Taza de Oro, mi diner puertorriqueño Antesfavorito.de aquel viaje no sabía prácticamente nada de Ciudad de México, aunque sí había tenido contacto previo con la cultura mexicana, o al menos con su versión chicana. Mis hermanos ma yores nacieron en Manhattan, pero mi hermana pequeña y yo habíamos nacido en San Diego, casi en la frontera entre Estados Unidos con México y allí viví durante cinco años. Mis padres nos llevaron varias veces a Tijuana y de niños tuvimos piñatas, frijoles saltarines y burritos en nuestras festas de cumpleaños. Además, mi padre había estudiado pintura en la escuela de arte La Esmeralda, en Ciudad de México, en la década de los cin cuenta y solía contarnos historias sobre cómo había ayudado a Diego Rivera a pintar el mural del Cárcamo del río Lerma y trabajado haciendo lámparas de hojalata en El Centro, para juntar el dinero necesario para comer en cocinas económicas o poder viajar a Acapulco.

México.Salídel

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A fnales de los setenta trabajé como ayudante de mesero en Los Panchos, un restaurante mexicano del Upper West Side que servía comida Tex-Mex, cuyos dueños y gerentes eran espa ñoles. A mediados de los ochenta, viajé a Los Ángeles, visité los barrios mexicanos del centro y el mercado principal que vendía productos mexicanos y una tarde crucé la frontera hacia Ense nada. Yo era fan de Los Tigres del Norte y de la revista Alarma! y había visto muchas películas mexicanas y leído novelas mexi canas, pero no tenía ni idea de cómo era de verdad Ciudad de aeropuerto Kennedy por la tarde. Abajo, Manhattan resplandecía bajo la luz del sol, una faca isla atravesada por un trazo perfectamente ordenada de calles y avenidas, fotando sobre dos ríos, como las agujas de una brújula que apuntan siempre Norte-Sur. Siendo un isleño de Manhattan, siempre desconfé de la falta de densidad de Queens, Brooklyn, el Bronx o Staten Island: prefería un entorno urbano cerrado y fnito. Por lo tanto, rara vez cruzaba los ríos hacia lo que para mí era territorio desconocido. Y ahora aquí estaba yo, sobrevolando de noche a Ciudad de México, una de la ciudades más pobladas y extensas del planeta. Mirando por la ventanilla del avión, me sorprendió cómo las tenues luces de la calle se extendían en todas direcciones en la oscura ciudad que se extendía ahí debajo: una expan sión urbana que superaba con mucho a todos los pedazos de Nueva York. Fue la primera megaciudad que vi y me abrumó. Todo lo que pude distinguir fue una mancha infnita de cemen to metida dentro de un pozo profundo rodeado por un anillo de montañas volcánicas. Una ciudad en forma de ameba, sin dirección, que desorientaba a cualquiera que para orientarse buscara una estructura defnida. Un lugar en el que alguien, es pecialmente un gringo que no hablaba sufciente español para

14 DESDE LAS ENTRAÑAS pedir y entender direcciones, podría perderse fácilmente y no volver a saber de él. Marco Tulio Lamoyi —un pintor mexicano que la noche an terior se había llegado sin invitación a mi festa de despedida— me había dado la dirección de Pat Badani, su novia canadiense, también pintora, en la colonia Roma. Ella no sabía quién era yo ni qué hacía tocando a su timbre en medio de la noche, pero fue tan amable como para dejarme dormir en un sofá de su departa mento durante algunos días. Aquella misma noche me llevó a la performance de Marcos Kurtycs, un artista polaco que se pren dió fuego al estómago, y luego al Covadonga, una cantina espa ñola que según me dijo era el lugar de los tragos después de las inauguraciones en galerías. En aquellos primeros días conocí a más gente de la que me habían presentado en los últimos años en Nueva DespuésYork.deunas

semanas abandoné mis clases de español. Levantarme muy temprano y tener que enfrentarme cada mañana a la masa de gente del metro para cruzar media ciudad — desde la colonia Escandón, donde encontré un estudio para dos meses, hasta Ciudad Universitaria— era demasiado para mí. Además, empecé a aprender de una forma más rápida y natural, directamente de la lengua de Rocío Mireles, una mujer que había conocido en un café argentino en la Condesa y que más tarde se convertiría en mi esposa y en la madre de mis tres hijos.

Fue por Rocío y por la vida social y cultural en la que me vi inmerso que regresé a Nueva York, renuncié a mi trabajo de profesor de Literatura Comparada en el City College, empaqué mis escasas pertenencias, me despedí de mi mamá con un beso y me mudé a Ciudad de México.

Era 1989, pero me sentía como si me hubieran transportado más atrás en el tiempo. Sin cadenas comerciales estadouniden ses ni restaurantes de comida rápida gringa, sin condominios

El Centro está organizado no por diferentes ra zas o culturas (con la excepción de un barrio chino) sino por los distintos ofcios y talleres. Hay zonas donde se reúnen las imprentas, las tiendas de instrumentos musicales, las de ilumi nación para casas y antros, las de productos belleza. En el Cen tro mismo están Tepito, el foco de la piratería, y La Merced, donde se encuentra el mayor mercado de la ciudad. El Centro también alberga la mayor cantidad de vecindades, enormes edifcios habitacionales en principio diseñados para gente adi nerada, pero que desde hace más de cien años han acogido sobre todo a migrantes de otros estados. El Centro también tiene la mayor concentración de cantinas, pulquerías, cines, teatros, salones de baile, museos, librerías, locales de lucha libre, gim nasios de boxeo y prostitución. Mis primeros años en Ciudad de México fueron los más felices y los más despreocupados de mi vida. Aquello me abrió a un mundo nuevo. Aunque nunca viví ahí, siempre me sentía en casa en el Centro y a la vez asombrado por la profundidad de la cultura e historia de sus barrios. Aprendí un nuevo idioma poco a poco y viajé tanto por todo el país que al fnal llegué a conocerlo mejor de lo que conocía Estados Unidos, y

15 DEL DOWNTOWN AL CENTRO ni boutiques, sin yuppies ni Eurotrash, Ciudad de México aún conservaba y producía su propia cultura, a diferencia de lo que sucedía en la ciudad de Nueva York.

Si hubiera un equivalente del downtown en Ciudad de Mé xico, ese sería su centro histórico. Y en mitad de ese centro histórico —el Centro, con mayúscula— está el Zócalo, donde se encuentran el Palacio Nacional, la catedral metropolitana, el antiguo ayuntamiento y el edifcio del Gobierno, que repre sentan los centros de poder político y religioso, esto desde muy antes de la primera llegada de los españoles, pues gran parte del centro histórico está literalmente encima de la ciudad de Tenochtitlán.

16 DESDE LAS ENTRAÑAS me casé y tuve tres hijos, algo inimaginable en mi vida anterior en Nueva York. Rocío, originaria de la costa de Chiapas, era descendiente de españoles, libaneses e indígenas. Tenía el cabello azabache, ojos negros y la piel morena, dorada. Inteligente, bella y sexy, se sentía cómoda hablándole a cualquiera sin importar la clase o la región del país y sabía cómo moverse por la ciudad mejor que la mayoría de los taxistas. Su cuerpo y su cara aparecían en las portadas de las revistas más trendy del momento, pero también era ella la que diseñaba las revistas. A diferencia de los millones de mexicanos que arriesgan la vida cruzando la fron tera norte, no tenía deseos de abandonar la ciudad en busca del sueño americano. Ella ya tenía una buena vida y muy generosamente estaba dispuesta a compartirla conmigo. No solo me enamoré de Rocío. También me estaba enamoran do de Ciudad de México y estableciendo relaciones duraderas con ella. En Nueva York me había afcionado al pool y ahora empecé a jugar carambola de tres bandas. Sobre todo, me fascinaba la cultura, la jerga que aún sobrevivía en aquellos billares viejos y decadentes. Me gustaban tanto que compré un billar de setenta años que había en mi barrio. Lo limpié y puse unos baños decentes, para que entraran las mujeres (antes, en to dos los billares había letreros que decían: “No se admiten perros, unifor mados ni mujeres”). También instalé un sistema de sonido para que sonara la música funk. Y lo llamé Billares Américo, en honor a mi primogénito recién nacido.

Unos cuantos años después compré un bar-restaurante espa ñol donde solíamos comer, tenía setenta años; lo limpié y le puse baños para que entraran mujeres solteras. Allí sonaba música cubana y funk en vivo y lo llamé Barracuda. Y tanto el billar como el Barracuda, los primeros negocios de este tipo en Ciudad de México, se pusieron de moda.

Al menos así me sentí hasta que me enfermé, perdí mis nego cios, me divorcié y… Vale, esa es otra historia. O más bien son muchas historias, historias autobiográfcas, escritas durante tres décadas, que aparecen en este libro.

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Estos textos nacen de mis experiencias personales en Nue va York y México, pero no solo tratan de mí. No son meras autobiografías, sino ensayos autobiográfcos sobre la cultura e historia de mis dos ciudades. Por tanto, el yo en estos textos es solo un pretexto para hablar del contexto, es decir, para hablar de las ciudades de Nueva York y México y de sus barrios po pulares, donde hubo culturas locales que han infuenciado la imaginación del mundo entero. Y también para abordar cómo estas mismas ciudades han ido perdiendo esa cultura.

Tenía una buena vida y estaba realmente feliz. Por fn sentía que había encontrado mi lugar en este planeta y que Ciudad de México se había convertido en mi casa para siempre. A decir verdad, mudarme a Ciudad de México parecía la mejor decisión que había tomado en la vida.

Durante años gané con aquellos negocios más dinero del que jamás había soñado, viajé por toda América Latina (sobre todo por Brasil y Cuba) y crie a mi familia: a mi hijo mayor, Améri co, y a los gemelos, Máximo y Primo. Y hasta produje y dirigí Carambola, un largometraje, que flmé en mi billar.

Vi dos de las mejores ciudades del mundo destruidas por la gentrifcación y la globalización. He visto cómo desaparecía gran parte de la cultura popular de los barrios bajos que más amaba en ambas ciudades. Al fnal terminé odiando esos mis mos barrios que tanto amaba: una situación triste, pero que su cede una y otra vez, porque si no odias tu propia ciudad es que no la has vivido durante el tiempo necesario y por tanto nunca fue del todo tuya.

En el cuento, mi viaje a Coney Island no tiene sentido: no sucede ninguna aventura ni existe una conexión real con el en torno. La historia termina con una nota deprimente, preguntándome cómo puedo hacer algo en un mundo donde ya se ha hecho todo y lamentando que mi padre hubiera aprovechado su vida mucho más que yo la mía.

A fnales de la década de los ochenta escribí mi último cuento, “Skinny Takes a Walk” [Flaco sale a pasear], que lo publiqué en mi revista Te Portable Lower East Side. En el relato tomo el metro hasta la última parada de Brooklyn, camino unas pocas cuadras hasta un edifcio multifamiliar, subo en ascensor hasta el duodécimo piso y me paro frente a una puerta detrás de la cual vive mi padre. Al fnal, sin embargo, no toco el timbre, sino que doy media vuelta, bajo en el ascensor y salgo del edifcio. Luego, camino por el paseo marítimo o boardwalk, la playa y el parque de atracciones de Coney Island. En lugar de evitar a mi padre, paso la jornada (fcticia) en recordar las historias que solía contarme de su vida de joven en Brooklyn.

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TIERRA DE ENSUEÑOS

A principios del siglo XX, más de un tercio de los residentes de Nueva York eran inmigrantes, la mayoría del sur de Europa y Rusia y, aunque la mayoría de los judíos rusos y de Europa del Este se establecieron en el Lower East Side, muchos se mudaron a barrios de Brooklyn como Williamsburg (donde nació mi pa dre) o Coney Island, adonde se mudó mi abuela después de que mi papá se fuera de casa con dieciséis años.

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Cuando murió mi abuela en la década de los setenta, mi padre se mudó a su departamento en Coney Island. Allí vivía cuando escribí aquel relato. En las poco frecuentes ocasiones en que lo visitaba allí, mi padre fumaba mota y me agobiaba con sus visiones mesiánicas del arte. Para sacarlo de sus delirios le pedía que me contara historias sobre su vida de niño en Brooklyn.

La historia que más me perturbó y fascinó fue cómo solía montar en el Cyclone con las chicas pinhead —chicas con microcefalia— que trabajaban en el freak show. Me contó que mien tras la montaña rusa giraba dando vueltas y las chicas gritaban

Cuando yo era niño, solían asustarme los grupos de judíos ancianos, sentados a las puertas de los edifcios multifamiliares, tomando el sol y chismeando mientras esperaban que los visita ra la muerte. También me espantaban las fundas de plástico de los muebles pequeños y el olor a alcanfor en el mínimo depar tamento de mi abuela.

Tal como menciono en el texto, Ida, mi abuela paterna, vivía en Coney Island, en una de las docenas de idénticas casitas multifamiliares construidas por el Sindicato Internacional de Trabajadoras de la Confección de Damas. Cuando la conocí, Ida era una viejita chiquita de pelo blanco, una inmigrante de Odesa que había venido de niña con su familia, huyendo de los pogromos y que durante la Gran Depresión trabajó duro en los sweatshops, talleres textiles de mala muerte donde se explota ba a los trabajadores en pleno Manhattan.

aterradas él les tocaba las tetas. El hecho de que de joven mi padre, junto con su amigo y futuro cineasta Mel Brooks, hubiera trabajado como pregonero en aquel freak show, para que la gen te entrara y viera el espectáculo, implicaba que había formado parte de la historia de la ciudad de Nueva York. Y aquello de tocarle las tetas a una pinhead era un detalle mucho mejor que cualquier cosa que yo pudiera inventar en mis relatos. Esa fue probablemente la razón por la que abandoné la fcción au tobiográfca para ponerme a escribir no fcción autobiográfca.

De una u otra manera, aquel lugar siempre ha sido un des tino para los cazadores de tesoros. En 1609, cuando el capitán inglés Henry Hudson llegó a la bahía de Nueva York a bordo de su barco, el Half Moon, se convirtió en el primer europeo en admirar el norte de lo que a la postre se denominaría Estados Unidos de América. La primera franja de tierra que avistó fue

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Si mi cuento “Skinny Takes a Walk” tiene algo de valor, más allá de lo que saqué directamente de la vida de mi padre, es por sus referencias a la historia de Coney Island. Cuanto más in dagaba en su pasado, más aprendía. De hecho, usar en mi producción literaria imágenes y lugares de Coney Island fue una práctica común. Porque Coney Island no solo me proporcionó abundante material, sino que su estética fantástica fue decisiva para muchos de los principales artistas, escritores y pensadores de la vanguardia del siglo XX. Coney Island, una pequeña franja de tierra en la costa atlántica de Brooklyn, fue primero una isla y siglos después se expandió (rellenando el antiguo caudal del río con basura) hasta quedar unida al continente. Los indios canarsie —que jamás la habita ron— la llamaron “el lugar sin sombras” y acudían a sus playas a recolectar valiosas conchas.

Las desiertas playas que brindaban una alternativa a la vida ajetreada de la ciudad pronto dieron paso a restaurantes, cantinas, hipódromos y casas de apuestas que atraían desde Man hattan y los barrios populosos de Brooklyn a mares de gente

hoteles junto al mar se construyeron en la dé cada de 1840 y atrajeron a la clase adinerada e ilustrada de la ciudad de Nueva York, que vino a Coney Island por su tranquilidad y aire fresco. Herman Melville, Washington Irving y Ed gar Allan Poe visitaron la isla en aquella época y Walt Whitman confesaba ser un devoto de la “costa larga y desierta [...] donde, después de nadar, amaba correr de arriba abajo en la arena dura y declamar durante horas a Homero o a Shakespeare ante las olas y las gaviotas”. A diferencia de Whitman, pocos visitantes se metían al mar, por miedo a ahogarse o a que, como temían, el mar los drenara de las sales esenciales. Solo décadas después y con el beneplácito de la clase médica, se convenció la gente de que podía nadar en el mar.

22 DESDE LAS ENTRAÑAS la isla que más tarde se llamaría Coney (“conejo”, en holandés, en honor a los únicos habitantes permanentes del lugar). Al día siguiente Henry Hudson descubrió una isla mayor, Manhattan. Y, así como sucedió con la famosa compra de Manhattan, los holandeses les acabaron comprando Coney Island a los indios locales a cambio de unas cuantas armas, pólvora y cuentas de cristal, en una de las más lucrativas transacciones inmobilia rias de la historia. En 1839, un grupo de piratas que había atacado un barco cargado de plata mexicana enterró en las dunas buena parte del tesoro. Una década después, durante una marea muy baja, alguien encontró mil monedas de oro. Desde entonces, Coney Island ha sido un destino obligado para los cazadores de tesoros de todo el mundo y en particular para los que trabajan con su Losimaginación.primeros

durante el fn de semana. Construido en madera y estaño, el Elephant Hotel de Coney Island, uno de los enormes hoteles que atendían las necesidades de esas masas, fue construido en 1885

El Elephant Hotel fue el primero de las muchas edifcaciones fantásticas que se construyeron allí. De aquellas que aún siguen en pie, las que mejor defnen el horizonte y los atractivos de la isla, como la Wonder Wheel, el Parachute Jump (también conocido como la torre Eifel de Brooklyn) y la Cyclone (de la que Charles Lindbergh afrmó que montarse en ella había resultado más emocionante que volar en solitario sobre el Atlántico), son también las más antiguas.

El amanecer del siglo XX vio la construcción de tres grandes parques de atracciones en Coney Island, cada uno más espectacular que el anterior. Luna Park, Steeplechase Park y Dreamland eran espacios cercados que albergaban cientos de atracciones y juegos, la mejor expresión de la arquitectura vernácula estadounidense, con una estética visionaria.

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Con la forma de un elefante de treinta y siete metros de altura, una de las patas era una tabaquería y otra un museo; las demás partes del cuerpo eran habitaciones (en ocasiones alqui ladas por las prostitutas que trabajaban en Coney Island) y la ca beza era un observatorio desde donde se podía admirar el mar.

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El Elephant Hotel fue construido un año antes que la Estatua de la Libertad, pero incluso cuando la Señora de la Libertad ya reinaba en la bahía de Nueva York para dar la bienvenida a los migrantes, el primer vistazo que al llegar al Nuevo Mundo estas “masas cansadas, hacinadas esperando ser libres” tenían de América era el de las luces y las construcciones quijotescas del orbe fantástico de Coney Island. Estados Unidos siempre ha representado más un mundo de ensueño que una tierra de liber tad y por mucho tiempo Coney Island fue lo que más contribuyó a dicho sueño.

Al igual que sucedía con la magia de Harry Houdini —quien realizó hasta veinte arriesgados espectáculos en Coney Island, con títulos como “El baúl” o “La metamorfosis”—, en aquellas ciudades fantásticas todo giraba en torno a la ilusión y la teatralidad. Dado que se construían con los materiales más baratos, los diseñadores de aquellas ciudades y parques temáticos tenían que exprimir su imaginación hasta el límite. Por tanto, las creaciones exóticas, eróticas y eléctricas de Coney Island estaban a la vanguardia del diseño y la tecnología mundial.

Creado en 1911, el “Dreamland Circus Side Show”, el primer espectáculo de fenómenos en Estados Unidos, estaba dentro de una gran carpa decorada con retratos pintados de las criaturas que se mostraban en su interior. En sus primeras versiones se exhibían albinos, enanos, un hombre tatuado al que se le anun ciaba como una auténtica “galería de arte”, una salamandra hu mana, un hombre sin piernas, la mujer más gorda del mundo y microcefálicas como las amigas de mi papá.

“Las Calles de El Cairo”, inaugurada en 1897, era una recrea ción de las construcciones caprichosas y las callejuelas angostas al estilo de una alcazaba, con camellos y hasta una bailarina turca apodada “Little Egypt”, que sería la primera y más fa mosa practicante del hootchy-kootchy y de la danza del vientre en Estados Unidos. Miles de nativos de tierras distantes fueron llevados a Coney Island: eso incluía a una tribu de doscientos indígenas flipinos hispanohablantes, que lanzaban dardos en venenados; a dieciocho argelinos, que realizaban acrobacias hí picas; a una tribu de ciento veinticinco guerreros somalíes, con el cuerpo lleno de cicatrices que se habían hecho ellos mismos y a un poblado hindú al completo.

24 DESDE LAS ENTRAÑAS Dentro de estos tres parques de atracciones se exhibían varias ciudades en miniatura con sus gentes y sus exóticas culturas.

Entre 1895 y 1905 se flmaron más de cincuenta películas en Coney Island. La mayoría se exhibieron en teatros baratos, al aire libre o incluso en puestos de comida (en una proyección sobre una sábana, en un puesto de hotdogs, mi padre y Mel Brooks vieron allí por primera vez a Buster Keaton).

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El escritor ruso Máximo Gorki visitó Coney Island en 1907. Maravillado por las luces eléctricas y aquellas asombrosas cons trucciones, escribió acerca de una “fantástica ciudad toda de fue go”. “Miles de chispas rojizas brillan en la oscuridad e iluminan, con una fna y delicada silueta sobre el fondo negro del cielo, las elegantes torres de castillos, palacios y templos milagrosos [...]. Fabuloso y fuera de toda comprensión, inefablemente bello es este fero resplandor”. (Más tarde, durante una visita diurna, Máximo se quejó de lo mal acabado que estaba todo.) Como se observa por sus comentarios, la tecnología que más asombraba en Coney Island era un nuevo invento: la electricidad. Tomas Edison no solo proveía a Coney Island con la elec tricidad que movía las atracciones mecánicas y lograba que los focos iluminaran la noche, también ofrecía un espectáculo aún mayor: el cine. Hacia 1906 había cerca de treinta salas de cine operando en Coney Island, la mayoría con proyectores y panta llas patentados por Edison.

Allí se veían las películas más recientes y era también un lugar ideal para rodar cine. Una de las primeras películas de Edi son, flmada con una de sus cámaras patentadas en 1897, nos muestra a “Little Egypt” bailando la danza del vientre; otra, titulada Coney Island at Night [Coney Island de noche, 1905] era pura propaganda de los parques de diversiones y, sobre todo, de la iluminación que él mismo suministraba. Edison flmó la ejecución pública de Topsy, la elefanta que había pisoteado a tres de sus cuidadores en Luna Park. Murió electrocutada.

SS George Washington se aproximaba a la bahía de Nueva York, Sigmund Freud y Carl Jung observaban Coney Island desde la cubierta. Cuando Jung comentó, emocio nado, que estaban trayendo al Nuevo Mundo la buena nueva (se refería al psicoanálisis), Freud le respondió que lo único que estaban trayendo era una plaga. Y afrmó: “Lo único que me interesa de Estados Unidos es Coney Island”. José Martí, un día antes de su muerte como mártir en la gue rra de independencia de Cuba, escribió de su experiencia de 1882 a 1895 en la ciudad de Nueva York: “Viví en el monstruo, y le conozco las entrañas”. Para Martí, el monstruo era el im perialismo yanqui, pero también la ciudad de Nueva York, so brepoblada y caótica. Después de una visita a Coney Island, Martí lo describió como “esa inmensa válvula de placer abierta a un pueblo inmenso” y, abrumado por la muchedumbre y las distracciones, este poeta de la cultura popular y los valores de mocráticos se quejó: “Aquellas gentes comen cantidad; nosotros clase”. Martí no se refería al hotdog, inventado y vendido por millones en Coney Island, sino a la experiencia de consumo de espectáculos, que le parecía el colmo de la vulgaridad y los ex cesos de la imaginación estadounidense. Federico García Lorca se sentía igual que Martí. Describió Coney Island como un lugar “dedicado exclusivamente a parques de juegos, títeres y extravagancias. Es, como todo lo de este país, monstruoso” y al mismo tiempo “estupendo, aunque excesivo”. Sin embargo, son justamente esos excesos tecnológicos y culturales estadounidenses, encarnados por Coney Island, los que dieron lugar a los surrealistas vuelos de la imaginación en la poesía de Lorca.

26 DESDE LAS ENTRAÑAS Gracias a esas primeras películas el fabuloso atractivo de Coney Island se extendió por Estados Unidos y más allá, es timulando el subconsciente europeo. En 1909, a medida que el trasatlántico

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En su “Paisaje de la multitud que vomita (anochecer en Coney Island)”, de Poeta en Nueva York (1929), una visita de tarde a los parques de diversiones inspira imágenes delirantes que refejan perfectamente los espectáculos. Con sus excesos y sus asombros tecnológicos, Coney Island, donde la cantidad pasaba a ser una nueva cualidad cultural, estuvo siempre en primera línea de la vida y la cultura modernas. Durante décadas, fue una fuente de inspiración para la estética vanguardista gringa y europea. Durante mucho tiempo, Coney Island proporcionó la materia prima para algunos de los mejores fotógrafos del siglo xx. La foto más conocida de Weegee de una multitud abarrotada de bañistas fue tomada en la playa de Coney Island el 4 de julio de 1938. Coney Island también les dio a Diane Arbus, a Walker Evans, a Robert Frank y a otros fotógrafos algunas de sus imá genes más icónicas de personajes raros, decadencia, cultura de masas y sueños fracasados. La mera inclusión de Coney Island en su obra ha brindado a muchos artistas y escritores un gran impulso tanto de crítica como comercial. En su relato “En los sueños empiezan las responsabilidades” (1935), Delmore Schwartz utiliza el boardwalk y los parques de atracciones de Coney Island como telón de fondo para una recreación fílmica del día en que su padre le propuso matrimonio a su madre. Escrito con apenas veintiún años y aclamado por los poetas Wallace Stevens y T. S. Eliot, por marcar el comienzo de una nueva forma narrativa, el relato alcanza en gran parte su estatus de vanguardia al introducir la cultura y la historia de la clase trabajadora de Coney Island en un medio literario de alto nivel (mi propio cuento, inspirado en parte por el trabajo de Schwartz, no generó tal entusiasmo literario).

A mediados de la década de los sesenta, aquellos parques de atracciones que habían inspirado a tantos cineastas, poetas, artistas y pensadores de todo el mundo ardieron, siendo víctimas los tres de sus propias fantasías eléctricas, marcando así el fnal de los años dorados de Coney Island. A pesar de que algunas atracciones sobrevivieron y a pesar de que el boardwalk y la playa todavía atraían a millones de visitantes cada verano, Coney Island dejó de ser el destino de ensueños favorito de Estados Unidos.Aligual que otros barrios con minorías e inmigrantes, durante la recesión económica de fnales de los sesenta y setenta, los servicios sociales se redujeron drásticamente y las clases me dias y altas blancas huyeron a los suburbios. Coney Island fue pasto de las pandillas y la delincuencia. Ahora, grandes projects multifamiliares de bajos ingresos, principalmente habitados por negros, reemplazaron gran parte del área que antes habían ocupado los parques de diversiones.

La mayoría de los turistas se mantenían alejados de Coney Island, excepto durante los fnes de semana o días festivos de verano, y los residentes judíos ancianos, como mi abuela, empe zaron a no salir de casa. Justo en esa época empecé a ir a Coney

28 DESDE LAS ENTRAÑAS Lou Reed, alumno de Delmore Schwartz y un gran fan de él, también encontró oro con su álbum Coney Island Baby de 1975, en el que la canción homónima, a pesar del título, en realidad trata sobre su equipo de fútbol en una escuela de Long Island y solo menciona Coney Island de paso al fnal de la canción.

En 1958, Lawrence Ferlinghetti, el poeta Beat de San Francis co, publicó una colección de poemas titulada Un Coney Island de la mente. A pesar de que apenas se menciona en el libro, la presencia de Coney Island en el título y una foto nocturna de uno de sus parques temáticos lo convirtió en el libro de poesía estadounidense más vendido de la historia.

Sindesgracia.embargo, justo cuando parecía que Coney Island había perdido la batalla frente a la pobreza, una nueva ola de migra ción de judíos rusos, que empezó a fnales de los años setenta y se robusteció durante los años ochenta y noventa, revitalizó la zona y sus alrededores. Antes de la caída del Muro de Berlín, los judíos eran de las pocas personas a las que se les permitía emigrar de la Unión Soviética. Odesa, en Ucrania, proveyó la mayor cantidad

La fantasía onírica de Coney Island que durante décadas había inspirado a poetas e intelectuales fue reemplazada por un mundo duro y plagado de violencia. Sin embargo, aun durante aquellos tiempos difíciles, Coney Island logró abrirse camino e inspirar algunas de las mejores obras del realismo urbano, incluida la no vela Te Warriors (de Sol Yurick, publicada en 1965 y adaptada al cine por Walter Hill en 1979), la historia de una pandilla de Nueva York que tiene que ir desde el Bronx hasta su propio terri torio en Coney Island antes de que acaben con ella las pandillas rivales. La novela Réquiem por un sueño (de Hubert Selby, publi cada en 1978 y adaptada a la gran pantalla en 2000 por Darren Aronofsky) cuenta la historia de la adicción a las anfetaminas de una anciana judía que vive en un edifcio multifamiliar y los crí menes que comete su hijo para alimentar su adicción a la heroína, con el sombrío telón de fondo de Coney Island. Entre 1880 y la Segunda Guerra Mundial, Coney Island era la mayor y más popular área de entretenimiento de Estados Unidos: año tras año atraía unos cuarenta millones de personas. A fnales de los años sesenta, cuando visité Coney Island por primera vez, la edad de oro había acabado y la zona había caído en

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Island con mi familia y luego por mi cuenta. Para mí, aquel lugar todavía tenía un gran atractivo.

30 DESDE LAS ENTRAÑAS de inmigrantes (muchos de ellos integrantes de la mafa del Mar Negro) que llegaron a asentarse en Brighton Beach, pegado a Coney Island, en una comunidad frente a la playa que se parecía a la ciudad que no hacía mucho habían abandonado.

A Brighton Beach se le comenzó a llamar Pequeña Odesa. A lo largo de la avenida Coney Island abrieron tiendas y res taurantes que empezaron a vender caviar, pescado ahumado, blinis, pierogis, pan georgiano y vodka. El ruso se convirtió en la lengua ofcial. Mi familia iba con frecuencia a Primorskys, el primer restaurante ruso que abrió en el barrio, con espejos en todas las paredes, candelabros de cristal y una bola disco, para celebrar las bodas y cumpleaños de la familia y así reconectar con nuestras raíces del Viejo Mundo.

Al inicio del siglo XX, en los parques de diversión de Coney Island se habían recreado pueblos de cosacos, de hindúes, de argelinos o de flipinos. Hoy, esas y muchas otras culturas ocu pan sus propios barrios alrededor de Coney Island y se puede ver a miles de migrantes de todas partes del mundo caminar por el boardwalk y nadar en el mar en el verano. Como afrmó uno de los creadores de los parques de diversiones originales, “Si París es Francia, entre junio y septiembre Coney Island es el mundo”.

En su libro Delirio de Nueva York, el arquitecto Rem Koolhaas le dedica un capítulo a Coney Island. Koolhaas describe Coney como el “feto” de lo que habría de ser la Manhattan moderna: un fantástico experimento de la actividad humana condensada en un solo lugar que después se convertiría, según él, en los rascacielos corporativos y en las monumentales plazas de Manhat tan. Sin embargo, a lo largo de las últimas décadas los brillantes edifcios que albergaban las ofcinas centrales de corporaciones planetarias y las plazas inmensas al estilo Disney (Times Square, sobre todo) han transformado radicalmente Manhat tan y han provocado la conversión de la ciudad en un centro de

Dos décadas atrás había abandonado Nueva York para vivir en Ciudad de México, pero regresé por un encargo —escribir so bre y fotografar Coney Island— de Ricardo Cayuela, por aquel entonces editor de Letras Libres, una revista cultural mexicana que costeó mi boleto de avión y mis gastos. Para la investigación del reportaje pasé el día fumando marihuana y fotografando a

Durante casi un siglo, gracias a sus excesos obscenos, a la teatralidad barata, a la innovación tecnológica, a esa fantasía prefabricada y a sus fcciones futuristas, Coney Island permaneció a la vanguardia de la vida y la cultura modernas. Más que cualquier otro lugar de este planeta, Coney Island inspiró el trabajo y la imaginación de algunos de los mayores pensadores y creadores de vanguardia, tanto americanos como europeos.

Sin embargo, esta posición cultural privilegiada se ha perdido y ni Coney Island ni Nueva York proporcionan ya material para las mayores fantasías de fcción de nuestra época.

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TIERRA DE ENSUEÑOS consumo y de turismo, cuando antes producía para el mundo la más avanzada tecnología y las artes de mayor impacto.

El tesoro que tantas personas habían buscado aquí no está escondido en la arena de las playas ni debajo de las tablas del boardwalk, ni en los fantásticos edifcios y atracciones, sino que es la misma playa y el mismo boardwalk y la masa de gente de clase baja y sus inmigrantes, esa cantidad que torna en cualidad: todo esto convirtió a Coney Island en uno de los espectáculos más asombrosos de la tierra, en una verdadera tierra del ensueño Veinticincoamericano.añosdespués

de escribir “Skinny Takes a Walk”, me bajé en la plataforma elevada del metro de Coney Island y ca miné entre la multitud, en el calor de un 4 de julio para acudir donde vivía mi padre.

Me habría encantado que mi padre me contara más aventuras locas de su juventud en aquella Nueva York aún fresca, en la Coney Island de hace casi un siglo. Pero ya no podía, había su frido un derrame cerebral que lo había dejado semiparalizado e incapaz de hablar. Empujé la silla de ruedas con mi papá sentado a través de la enorme puerta giratoria y luego aceleré, exagerando las curvas y maniobrando hacia un pequeño boardwalk de concreto frente al mar, como si estuviéramos escapando del asilo. Nos reímos, pero sabíamos muy bien que no había escapatoria. Estacioné la silla de ruedas y luego me senté en un banco, a su lado, mirando a las gaviotas volar sobre nuestras cabezas y las sucias olas chocando contra el muro de concreto. Tomé unas fotos de él, sonriendo frente al océano Atlántico. Te Wonder Wheel, Cyclone y el Parachute Jump, aquellas estructuras colosales que habían formado parte de la juventud de él, aparecían en miniatura al fondo del encuadre.

32 DESDE LAS ENTRAÑAS gente sentada en los bancos del boardwalk. Cuando empezaba a caer el sol, fui donde mi papá. Después de haber vivido y pintado durante un par de déca das al norte del estado de Nueva York, en una casa de veinte habitaciones con granero, frente a un río y unas vías de tren, mi padre estaba pasando sus últimos años en un asilo de ancianos con vistas a Coney Island. Dentro, judíos, rusos y habitantes de Brooklyn de edad avanzada recorrían los pasillos en sillas de ruedas, sin prisa por ir a ninguna parte.

Cuando ya no pude soportar más el calor me levanté y empu jé lentamente la silla de mi padre hasta el interior del edifcio. Se me pasó por la mente una imagen de aquellos ancianos chocando sus sillas de ruedas entre sí, como si fueran los autos de choque de Coney Island que de niño solía montar con mi papá,

33 TIERRA DE ENSUEÑOS pero rápidamente la imagen desvaneció cuando llegamos a su habitación.Envejecer era una realidad demasiado abrumadora como para echar a volar la imaginación. Dejé a mi papá frente al te levisor y le di un torpe beso de despedida en la frente. Salí del asilo avergonzado y triste, sin saber siquiera si volvería a verlo a él o a Coney Island.

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