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J. P. SANSALONI

Un final

Epílogo de L. J. Salart

A Rosa, mi madre, y a Glòria

De las dieciocho pantallas de vigilancia, solo las dos del medio están encendidas: en una se ve la entrada principal del centro de investigación, con la puerta blindada llena de cortes y abolladuras; la otra mues tra una sala donde decenas de cuerpos, ordenados en cuatro filas, desnudos y tendidos en el suelo, son sacudidos por fuertes convulsiones. El transceptor de radio de la mesa de control, hoy sintonizado en la frecuencia 193.7, no capta ninguna señal. Los chirridos distorsionados y el murmullo de las on das electromagnéticas contrastan con el mutismo de las imágenes. El brillo que se desprende de estas flota en medio de la oscuridad y llega hasta la mujer de ojos Y, que está sentada en una silla acabando de ajustar se dentro de la oreja un dispositivo de memoria con forma de auricular. Lo sostiene con el índice hasta que se ilumina durante un segundo, y entonces se lo quita, se agacha para guardarlo en una bolsa con el resto de dispositivos vacíos, coge la bolsa y se dirige

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a la puerta que tiene a la derecha. Mientras empuja la plancha de acero, revisa una vez más las pantallas para asegurarse de que no ha habido cambios im portantes: dos cuerpos han dejado de moverse. Sale corriendo y se adentra en un pasillo largo y lóbrego, sus pasos repiquetean contra el suelo; a ambos lados van apareciendo las puertas de otros departamentos, cada una con un nombre grabado en una placa: Re cuperación y Reconstrucción Genética, Gestión del Espacio de Almacenamiento, Diseño y Creación Estocástica de Almas y Porciones de Alma. Se detiene ante esta última puerta y coloca la mano en el de tector. Los sensores táctiles comprueban su ritmo cardíaco, verifican su ADN y una cámara analiza su lenguaje facial. Después de este examen, la puerta se desliza y deja al descubierto una sala en penum bra, en medio de la cual sobresale una estructura rectangular y metálica de donde nacen ocho cintas transportadoras, todas inmóviles. Un rumor des vaído, procedente del disco duro que hay en el in terior de la estructura, colma las cuatro paredes. La mujer se apresura a bordear el conjunto de máqui nas y, cuando llega al fondo de la sala, entra en un cilindro transparente, que se cierra expulsando una ráfaga de aire tibio. La mujer pulsa un botón y el cilindro empieza a desplazarse hacia el piso inferior, el –3.

Está tan abstraída en cada una de las tareas que tendrá que completar en los próximos minutos, ho ras, días, en cada uno de los posibles imprevistos

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a los que tendrá que anticiparse, que ha perdido la percepción de su cuerpo. Experimenta, sin prestarle ninguna atención, esa ilusión óptica que le hace creer que es el suelo de la sala el que está ascendiendo, lle vándose la estructura hacia arriba.

Se le filtran, dentro del campo de visión, inputs externos, que siente distantes e ingrávidos: las poro sidades de la capa de cemento que hay debajo de las baldosas; los tubos de las salas de refrigeración, que suben en trayectorias paralelas, tangentes, perpendi culares…; las marcas de humedad sobre las paredes descoloridas; el tramo de escalera que la lluvia ácida volatilizó. Le falla la concentración. Culpabilidad. Autoodio. Suele pasarle cuando utiliza este cilin dro. Observa el tramo vacío, y también las aristas redondeadas y la superficie pulida y resbaladiza de los escalones que resistieron. Sabe que tendría que tomárselo como un simple recordatorio, tanto del riesgo de depender demasiado de la tecnología como de lo absurdo que es querer preverlo todo, pero no puede, todavía se lo toma como un reproche, como el descuido que le arrebató la opción más fácil, eficiente y segura, la que le habría permitido ahorrar la energía que costaba el ascensor y destinarla a tener encendi das seis pantallas más.

Solo había hecho falta un desajuste mínimo, una pieza que se desencajó unos centímetros en el cir cuito de ventilación, y una coincidencia, una jorna da entera que tuvo que dedicar a arreglar el código, y la lluvia, hilito a hilito, había formado una fina

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cascada encima de los escalones y había alterado el orden que la mujer había establecido en el centro.

El ascensor llega al –3.

Las cuatro filas de cuerpos ocupan toda la an chura y la longitud del suelo; las convulsiones, que antes eran movimientos inaudibles en una pantalla, ahora van acompañadas de jadeos y gritos agónicos; hay rastros de sangre por los pasillos que separan las filas. A medida que la puerta va abriéndose, la mujer de ojos Y roza con los dedos la pistola de descargas que lleva en el cinturón. Sale del cilindro y pasea la mirada por la marea furiosa de piernas, brazos, tron cos y cabezas inertes que, sacudidos por una fuerza interna descontrolada, se retuercen, se levantan, que dan unos instantes suspendidos y se desmayan para volver a repetir, con abruptas variaciones de rumbo y velocidad, el mismo ciclo. La mujer hace un esfuer zo por reprimir la angustia que se le está acumulan do en el estómago y avanza por uno de los pasillos, buscando los cuerpos que habían dejado de moverse. Los localiza a lo lejos y se aproxima al que tiene más cerca. A primera vista, parece que es una mujer: so bre la piel, que es de un blanco muy intenso, no se le paran de abrir pequeñas heridas que, al cabo de unos segundos, cicatrizan y desaparecen; las pestañas M-209 destacan al final de los párpados, demasia do fatigados para despegarse; dos pechos incipientes elevan los pezones, erectos y rugosos, un poco por encima del resto del tórax; la cintura estrecha con duce al pubis, donde una capa de vello esconde los

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labios de la vulva A5/2. La mujer de ojos Y se in clina, le introduce dos dedos en la oreja y le extrae un dispositivo igual que los que guarda en la bolsa. Con gestos rápidos y precisos, lo desliza dentro del bolsillo trasero, coge uno diferente y lo ajusta en el espacio del anterior. Al terminar, se incorpora y se va directa al siguiente cuerpo, de apariencia más mas culina y en mejores condiciones que el primero: solo tiene algunas heridas en la frente, en el abdomen y en los pies; minúsculas fibras de piel blanca se pro pagan sobre las aberturas sangrientas hasta taparlas del todo; los párpados, cerrados, todavía tiemblan ligeramente; algunas manchas de pelo cubren la mandíbula angulosa, el pecho CSP-1500 y el pu bis, equipado con el pene A5/1. La mujer le cambia el dispositivo y continúa circulando por los pasillos, repitiendo la misma operación con cada uno de los cuerpos que van quedándose inmóviles.

Pasados veinte minutos, las convulsiones han ce sado y la mujer vuelve a entrar en el cilindro, sube al piso 0 y se aproxima a la estructura rectangular. El rumor vibra en medio de las sombras, tenues on das de aire caliente la acarician y se le enredan en los cabellos. En el centro de la pared metálica, a la altura de su ombligo, se distingue la boca de un conducto que se interna hasta el disco duro. Nada más depositar en el hueco los dispositivos que lleva en los bolsillos de atrás, el rumor se transforma en un rugido, las paredes de la estructura se estreme cen y la pantalla de un ordenador se enciende ante

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la mujer, que queda sumergida en una luz espectral, observando cómo miles y miles de líneas de palabras, cifras y símbolos descienden, una a una, raudas, im petuosas, por el extremo superior de la pantalla, la atraviesan y desaparecen por el extremo inferior. La velocidad es tan vertiginosa y el proceso tan hipnóti co que, unos segundos después de haber acabado, en la pantalla todavía resplandecen los rastros palpitan tes y holográficos de las líneas. En cuanto se desvane ce este efecto, la mujer de ojos Y se pone a teclear a un ritmo frenético. El avance más reciente que logró en el Departamento de Gestión del Espacio le permitirá condensar toda la información del disco duro en una sola pastilla. La mujer teclea las últimas fórmulas y una de las ocho cintas comienza a girar poco a poco. El aire que sale a través de las paredes metálicas se calienta, y de la abertura de donde nace la cinta que se ha puesto en marcha aparece la primera pastilla, inanimada, roja, redonda, y con una incisión con for ma de ese mayúscula dividiéndola por la mitad. Más pastillas se van sucediendo una tras otra, quietas sobre la cinta, que las transporta hacia delante: una para cada uno de los cuerpos. La mujer las recoge, las guarda en la bolsa y se va al piso –3.

Las filas están más torcidas que antes. La mujer tiene que correr por los pasillos sinuosos y ensan grentados, agachándose ante cada cuerpo para admi nistrarle una pastilla. Cuando finaliza el recorrido, se detiene y escucha cómo los primeros gemidos quie bran el silencio que se había formado; contempla

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cómo empiezan a agitarse las primeras piernas y los primeros brazos y cómo aparecen las primeras heri das. El rostro de la mujer de ojos Y se vuelve inex presivo. La angustia se le acumula de nuevo en el estómago, pero ahora no es capaz de retenerla. Nota cómo la inunda, cómo la desborda. La piel la asfixia. Los pensamientos le queman. Necesita olvidarlos. Hacer algo, lo que sea.

Entra corriendo en el cilindro y pulsa el botón para subir. Da saltos pequeños con los pies. Se muerde los labios y las uñas. Pero la angustia no desaparece. Y la mujer de ojos Y ya no puede desviar la atención de los pensamientos que resuenan en su cabeza, y se queda rígida, atrapada en esa pared casi invisible, mirándose las palmas de las manos mientras el páni co y su propia voz la remueven por dentro:

—No haces más que huir, huir de lo que te da más miedo, es lo único que has hecho toda tu vida, huir; cada gesto que haces, incluso ahora, apretando los dedos de la mano izquierda, ahora los de la derecha, ahora haciendo temblar los brazos para relajarte; cada vez que te esfuerzas para no escuchar estos pen samientos, esta verdad; cada gesto que haces cuando te despiertas, o mientras comes, o cuando consigues vivir una experiencia nueva, o mientras sigues la ru tina diaria, o mientras te sientes feliz y realizada y te crees que has encontrado tu lugar en el mundo… todo esto no son más que maneras de no pensar en la muerte, en este segundo que dura para siempre, en desaparecer en la nada y dejar de sentir, de pensar,

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incluso de pensar, sí, incluso de pensar, no podrás ni escucharte a ti misma…

El cilindro se abre y la mujer de ojos Y cruza la sala con paso acelerado. El pulso le late fuerte. De pronto, algunos flashes del pasado le relampaguean en la memoria. El rencor y la rabia se suman a la angustia. La puerta se desliza y la mujer atraviesa todo el pasillo hasta la sala de control. El transcep tor continúa murmullando y chirriando. No ha ha bido alteraciones en ninguna de las dos pantallas. Se sienta en la silla, cierra los ojos y, a pesar de que una parte de sí misma sabe que solo funcionará durante un rato, o puede que ni eso, respira hondo e intenta calmarse. Hace un esfuerzo para calcular, a partir de las previsiones que recuerda del estudio oficial más actualizado y de los días que han transcurrido desde su fecha de publicación, el tiempo del que dispone; pero el esfuerzo es inútil, no es capaz. Desde que el cielo enrojeció, la temperatura comenzó a aumentar y las lluvias ácidas fueron haciéndose más largas, era absurdo tratar de distinguir entre noche y día, la di ferencia había dejado de existir, y ella, casi sin darse cuenta, obsesionada con su objetivo, había interrum pido algunos de sus hábitos más regulares. Comía poco y a deshora, dormía solo cuando el sueño era tan abrumador que tenía que buscar un sitio para tumbarse unos minutos, unos minutos breves que parecían eternidades y en los que no soñaba nada, y después se despertaba con la mente espesa y un dolor en las sienes mortecino y pertinaz, incómoda

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en medio de esas paredes, todas iguales, siempre las mismas, incómoda en medio de la masa uniforme y sofocante en la que se había convertido el tiempo.

Manteniendo los ojos cerrados, se imagina a sí misma justo antes de morir. Lucha por borrar esta imagen, tal como siempre había podido hacer hasta que se aisló del mundo externo, pero pierde la con centración y la imagen se hace más nítida. Se ve a sí misma tendida en el suelo, respirando por últi ma vez, notando los últimos cosquilleos de aire en la punta de la nariz, unos cosquilleos idénticos a los que siente ahora. ¿Qué pensará en ese momento? ¿Alguna estupidez? ¿Hará alguna reflexión valiosa? ¿Tendrá un ataque de ansiedad como el de hace unos instantes? Lo único que la ayuda a desviar el pensa miento es centrarse en el objetivo y en la esperanza de que todo salga bien. Se aferra a esta esperanza con tanta tenacidad que el miedo encoge, y solo le queda un sedimento de tristeza e impotencia en el fondo del pecho. Para olvidarlo, hace girar la rueda pequeña del transceptor, canal a canal, mientras confía, otra vez, en que brote de los circuitos electrónicos la señal acústica que lleva tantos días esperando. Al quinto intento, una voz femenina y aterciopelada surge de entre las interferencias:

—La lluvia no parará. El calor no disminuirá. Todo lo contrario. Me sorprende y me horroriza que tantas personas atribuyan este desastre medioam biental a las guerras frías entre algunas de las com pañías más ricas del planeta, o a las guerras secretas

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entre el Gobierno y la mafia, o a los grupos terroris tas que han proliferado en esta década. Todos estos posicionamientos son engaños difundidos por al gunos medios de comunicación aparentemente res petables, que tienen como clientes a empresarios y políticos a quienes no les interesa que el sistema cam bie. No. Tenemos que ser lo suficientemente fuertes para aceptar la verdad: nosotros somos los respon sables, nosotros, con cada una de las decisiones que hemos tomado y que seguimos tomando, nos hemos conducido a nosotros mismos a esta situación límite. Todo lo que estamos viviendo ahora es consecuen cia de una sociedad cuyo comportamiento se guiaba únicamente por la banalidad del mal. La banalidad del mal, sí, es lo que sucede cuando una persona que vive en un sistema social pernicioso, en lugar de ana lizarlo y cuestionarlo, lo hace funcionar mediante cada uno de los actos de los que se compone su ruti na. Ahora podemos ver las últimas consecuencias de este comportamiento: la destrucción de un planeta entero. Se me hace un nudo en el estómago cuando veo cómo la lluvia ácida lo borra todo. Es la desapa rición definitiva de todos los significados con los que habíamos llenado este mundo, todo quedará reduci do a una masa uniforme, y los únicos seres vivos que habrían podido atribuirle significado a esta masa también habrán desaparecido. Será el vacío más grande de la historia. Aunque puede que algunos, más optimistas que yo, vean este desastre como una liberación de la distopía que habíamos construido,

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como una liberación de este infierno en el que todo se podía consumir.

Desilusionada, la mujer arruga las cejas. La ra diofrecuencia cambia sola y una voz profunda emer ge de la mesa de control:

—Ya hace tiempo que las guerras de ejércitos multitudinarios, cuerpos colisionando y explosivos im pactando contra edificios han quedado obsoletas; ahora mismo existen formas mucho más efectivas y sutiles para derrotar a un enemigo. En la actualidad, un grupo de hackers bien preparado puede reducir el valor de la moneda de un país a cero, convertir to das las pastillas de experiencia, o porciones de alma, como nos han hecho creer algunos departamentos de marketing…, todas las pastillas de experiencia de una ciudad en pastillas de olvido, entrar en los siste mas de los centros de investigación y modificar las pastillas para que provoquen enfermedades que ni el sistema inmunológico más resistente pueda com batir, controlar radios, televisiones, ordenadores y móviles para que la información que se muestra en cada país sea la que a ellos les interesa, manipular las pastillas de actualidad, o los requisitos de selección de personas aptas para evacuar un planeta… La lis ta es interminable, y lo que he mencionado solo son las prácticas menos innovadoras. Y los estados y las empresas y los gobiernos no hace falta que estén in volucrados; los individuos, ahora mismo, tienen mu cho poder. La realidad que vemos no es más que una gran ficción. Esta lluvia no era más que una de las

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innumerables opciones que había disponibles. Sé que a muchos esto os sonará a ciencia ficción paranoica y barata, y sois libres de creer que es así, pero os pido que, como mínimo, lo consideréis; pensad en la tec nología de que disponemos actualmente y en todos los usos peligrosos que se le puede dar. Sé que mu chos pensaréis que es más lógico que esta lluvia la hayamos causado nosotros, con nuestros hábitos de consumo y contaminación, pero la verdad es que du rante los últimos años se habían hecho grandes pro gresos, no los suficientes todavía, es cierto, pero sí esperanzadores. Habíamos empezado a dejar de lado pensamientos demasiado enmarcados en nacionalis mos y banderas y diferencias, y habíamos empezado a pensar como especie. Ahora es muy fácil decir que vivíamos en una distopía, pero no era así: vivíamos en una sociedad muy compleja, sí; seguramente de masiado individualista, sí; una sociedad con caren cias y virtudes…

Ahora el malestar es aún más incómodo. Las in terferencias crecen y una voz robótica se impone por encima de la voz profunda:

—… este posicionamiento, tan de izquierdas y, por lo tanto, tan ingenuo e infantil, que se basa en culpar a los ricos y al sistema capitalista. El capita lismo es el menos malo de los sistemas que tenemos, asumámoslo. El capitalismo hace que la sociedad, que la cultura, se mueva siempre, se renueve, se rein vente, y esto es muy necesario. Además, ya no tiene sentido llamarlo capitalismo, tendría que llamarse

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innovación, creación de nuevas posibilidades… pero no capitalismo. La figura del rico explotador, a pesar de que vive en la imaginación colectiva de la socie dad, ya está obsoleta. A los ricos no les interesa ex plotar y hacer que se sientan mal sus empleados, ni nadie; ellos buscan un crecimiento continuo y, para conseguirlo, tienen que hacer que todos sus emplea dos y potenciales clientes se sientan lo mejor posible. Nuestro modelo actual de capitalismo está basado en el altruismo egoísta. ¿Por qué os pensáis que hay tantos filántropos multimillonarios dispuestos a pre servar el planeta y a erradicar el hambre en el mundo? No les interesa que haya un porcentaje enorme del mercado global que no tenga dinero para consumir: son ventas y beneficios que pierden. A ellos les in teresa aumentar el bienestar de todo el mundo para que todos puedan producir y consumir más. Y estos multimillonarios no son unos villanos que lo contro lan todo. Actualmente, nadie es capaz de controlar ni entender nada, ni los ricos ni los pobres ni los indi viduos ni los colectivos ni la clase media… Basta de infantilismo de izquierdas.

La mujer abre los ojos y, frustrada, niega con la cabeza. Suspira. Aunque ya sabe que no funcionará, descuelga el micrófono del transceptor y se lo acerca a la boca: briznas de electricidad le mordisquean los labios:

—If, ¿me escuchas? If, ¿me escuchas? ¿Estás bien? ¿Estás bien? ¿Has encontrado algo que nos sirva? ¿Has encontrado algo que nos sirva? Por

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