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Crónica del Valle Encantado MICHAEL SLEDGE

TRADUCCIÓN DE ISABEL ZAPATA

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En recuerdo de Elena Cusi Wortham, que abrió la puerta

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ÍNDICE

Prólogo La limpia Primera lección: ¿de quién es la tierra? Panamá La limpia, segundo intento Señor Raúl ¡Qué milagro! La burra y el murciélago Migrantes Mi guerra contra la basura El sueño de Pedro Texas, el estado amistoso El comandante Una visita a doña Nazaria Moody Park La burra y su cita de juegos La verdad sobre doña Nazaria Purgatorio La Niña El burro y el llamado a la puerta Segunda lección: ¿de quién es la tierra? Lunes del Cerro Green Go Home

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La lechuza El Galán Tercera lección: ¿de quién es la tierra? Plutarco (y el Enano) y yo Mal de ojo o la bruja oscura y la luz brillante El texano y la guerrera zapoteca La limpia, un ajuste Epílogo: el maíz del güero Agradecimientos

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PRÓLOGO

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engo una granja en México, al pie de la Sierra de Juárez. O más bien, tengo lo que alguna vez fue una granja muy grande. Durante varios siglos, la Hacienda Guadalupe se extendió en la zona este del Valle de Oaxaca, pero cuando la vi por primera vez no quedaba más que una casa de piedra en ruinas abandonada entre sembradíos de maíz, inhabitable, salvo para las ratas y una familia de lechuzas. Si bien la propiedad solo conserva cuatro de las miles de hectáreas que solía tener, mi compañero Raúl y yo quedamos hechizados al atravesar sus puertas. Nunca había sentido una certeza tan inmediata de estar exactamente en el lugar indicado como al contemplar el patio lleno de maleza y maquinaria oxidada, el viento silbando lastimeramente entre las ramas de un único árbol torcido. Fue mi hogar a primera vista y, como el amor a primera vista, era química y proyección en partes iguales. Un año después, por perseverancia, por suerte o por una bofetada no tan suave del destino, la hacienda pasó a nuestras manos. La casa en sí es formidable. Construida en piedra, con muros de noventa centímetros de grosor y casi seis metros de altura, tiene pocas ventanas y casi ningún acceso directo al exterior. Las habitaciones se abren a un patio interior donde el cielo se presenta como una gran pintura cuadrada, a veces de un azul traslúcido y a veces lleno de nubes vivas ante la luz cambiante. Asumo que la 9

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semejanza de la hacienda con una fortaleza es un signo de los peligrosos tiempos en los que fue construida, una protección contra maleantes y bandidos, y los rebeldes grupos revolucionarios. Así como una catedral empequeñece la forma humana, la escala de las habitaciones es tan exagerada que los espacios físicos pueden resultar abrumadores. Pero la casa no es para nada opulenta, no fue concebida para el lujo o el ocio. Se hizo para trabajar. Al inicio de la temporada de lluvias los hombres conducen las yuntas de bueyes de un lado a otro en los campos que rodean a la hacienda, dejando caer los granos de maíz y pisándolos. Pronto los tallos que brotan pintan los campos de un verde brillante. Cuando llega la temporada de secas, cosechan el maíz para alimentar a sus animales de trabajo, luego el fuego quema los campos tiñéndolos de negro. Una temporada, una cosecha, da paso a la siguiente: ajo, frijoles, chile de agua, flores para Día de Muertos. El entorno de la hacienda, enclavada entre estos campos y las tierras sin cultivar que se extienden en todas direcciones, es absolutamente espectacular. Al otro lado del amplio valle hay una cadena montañosa hacia la cual, según se dice, tu alma vuela después de morir para descansar en el pico más alto antes de continuar su viaje. La única construcción visible desde la puerta de la hacienda hasta las faldas de estas montañas es la torre de la iglesia del pueblo vecino. Detrás de la casa hay otra serie de colinas, cada una con su propia leyenda que ha pasado de boca en boca desde tiempos remotos. Una vaca con ojos de fuego protege a una de ellas y de otra surgen niños fantasma cuando oscurece, atrayendo al viajero desprevenido a los recovecos de una montaña de la que no es posible escapar. Se cree que la Matlazihua, un demonio con forma de mujer seductora, vaga por la zona acechando a hombres ansiosos o ebrios. En luna llena, las brujas surcan el cielo nocturno dejando un flamígero rastro. 10

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PRÓLOGO

Como si la hacienda hubiera absorbido la mitología del paisaje, la casa también tiene sus historias. La gente del pueblo habla de un tesoro escondido, de una puerta que conduce a un mundo secreto y de un contrato que los dueños están obligados a hacer con el mismísimo diablo. También hay alguno que otro fantasma, por supuesto. Estas historias hacen eco de las leyendas de los cerros y se han entrelazado tanto con nuestra vida cotidiana que hoy en día llamamos a los fantasmas por su nombre.

Sabemos poco sobre las personas que nos precedieron. Al igual que sus tierras, el pasado de la hacienda se ha perdido. No hay archivos ni fotografías que documenten más allá de la historia fragmentaria de quién construyó la casa de piedra o cuándo lo hizo. La escasa información que tengo viene de los rumores, las habladurías, las anécdotas, el folclore y la superstición: una historia oral a muchas voces a la que ahora añado mi propio y breve capítulo. Breve porque siempre soy consciente de que en un futuro no muy lejano otras voces y otros pasos resonarán por los pasillos de esta casa donde el tiempo transcurre tan agudamente. Esta parte del valle ha permanecido en un estado tan prístino que no es difícil imaginar las convulsiones de la historia que han tenido lugar aquí: las ciudades-estado guerreras de los zapotecas, cuyas reliquias aún afloran en los campos durante la temporada de siembra; la llegada y larga dominación de los españoles; la violencia y la confusión de la Revolución. Ya en el siglo XVI, las tierras que se convirtieron en la Hacienda Guadalupe, o como se haya llamado antes, fueron concedidas a un soldado o a un noble español que estableció en ella un rancho ganadero. Después, durante los siglos siguientes, pasaron a manos de la Iglesia católica y puede ser que la casa haya sido construida entonces para servir como convento o monasterio. Para 11

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finales del siglo XIX, la hacienda tuvo una serie de propietarios privados, haciendo eco de aquellos tumultuosos tiempos en los que México luchaba por forjar su identidad como nación. Luego, en algún punto del camino, la mayor parte de la propiedad fue dividida, regalada o vendida, entrando a la mira de la Reforma Agraria. La casa, con sus pocos acres de tierra restantes, fue abandonada a su suerte y terminó por ser útil solo para los animales que se refugiaron en ella. Cuando veo a los campesinos trabajar la tierra sé que estoy frente a una forma de vida pasajera. Los bueyes serán sustituidos por tractores. Las carretas tiradas por burros desaparecerán de los caminos de terracería. La autopista que, según rumores, se está proyectando a través de este magnífico valle, se hará realidad. Los campos de cactus y los cultivos de temporada se perderán, probablemente, ante el desarrollo implacable que se ve en otros lugares de México y del mundo. Mi amor por este lugar está matizado por la dolorosa certeza de que todo esto –la profusión de la naturaleza y los ritmos de vida que se han mantenido intactos durante miles de años– no durará mucho más.

Cuando llegué por primera vez a México, hace más de quince años, no sabía que había venido a quedarme. Pensé que estaba de visita. Pero este país me sujetó con una fuerza a veces encantadora y otras veces violenta. Además de su alucinante belleza, me quedé porque anhelaba una vida ajena a todo lo que había conocido. Quería ser desafiado por un mundo diferente al mío, un mundo confuso, oscuro y hechizante. Más allá del ansia por lo desconocido o de mi instinto aventurero, me motivaba el deseo de ser despertado, sacudido y desafiado. Casi más que en sus placeres, fue en la incomodidad de ese encuentro que cada experiencia nueva me hizo sentir vivo, aunque a menudo me 12

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empujara hasta los límites de mi comprensión y en ocasiones hasta la rabia. Y tenía razón. Después de todos estos años, el lugar que habito sigue siendo un misterio magnífico y enloquecedor. Así es mi pedregosa pasión por México. Es pasión o es un combate a muerte. Ya no estoy tan seguro de saber la diferencia.

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LA LIMPIA

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n mi pueblo, y tal vez en todo México, existe la creencia de que una casa que ya no está habitada por los vivos es una invitación abierta a los muertos, incluyendo cualquier número de fantasmas errantes, duendes, demonios y otros seres del plano espectral. Abandonada durante los cuarenta años previos a nuestra llegada, la hacienda no solo estaba en mal estado, sino que muchos creían que estaba embrujada. Las personas a las que invitamos a ver la casa, al menos las de México, creían que los rumores eran ciertos. Las historias provenían de varios lugareños: los anteriores propietarios, los habitantes del pueblo, los campesinos. Todos contaban que habían visto a un anciano vestido de blanco y a una niña triste, figuras que no se distinguían de los vivos hasta que empezaban a levitar o se desvanecían frente a sus ojos. Se oían ruidos de mujeres que lavaban la ropa, de bebés que lloraban y de una carreta invisible que daba vueltas y vueltas por el patio. Durante el despiadado siglo XIX, un cargamento de oro había sido enterrado por el ejército bajo una de las habitaciones de la hacienda; al terminar, los soldados fueron ejecutados para mantener en secreto la ubicación del tesoro. Sus almas aún vagaban por ahí, inquietas y enfurecidas. Se decía que, de vez en cuando, el diablo mismo exigía a los propietarios de la hacienda una ofrenda de inocentes a cambio de permitirles vivir en paz. El fantasma 15

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más espectacular era uno que atormentaba a cualquiera que fuera lo suficientemente tonto como para pasar una noche allí; cuando el visitante se despertaba, se encontraba con que había cambiado de hombre a mujer o de mujer a hombre. Todos parecían estar de acuerdo en algo: nadie duraba demasiado en la Hacienda Guadalupe. “Viendo el lado positivo”, dijo Raúl, “el fantasma capaz de cambiar el sexo podría convertirse en una oportunidad de negocio si lo anunciábamos en los mercados indicados”. Nuestros asesores estaban divididos en dos grupos. Según el agente inmobiliario que nos había ayudado a encontrar la casa, un fantasma era mejor que una cocina nueva para aumentar el valor de una propiedad histórica como la nuestra. El otro grupo se mantuvo firme en su opinión: bajo ninguna circunstancia se debe vivir en una casa maldita. Muchos nos dijeron que la hacienda que acabábamos de pasar un año luchando por comprar estaba embrujada y era un refugio para espíritus de todo tipo: los tristes, los pícaros y los verdaderamente maliciosos. Me gustaban las historias de fantasmas aunque no creyera del todo en ellas. Cuando llegué a México, para mí era más un entretenimiento que una costumbre o una necesidad, disfrutaba entregarme a una cultura que sí creía. Sentía que si íbamos a comprar una casa embrujada, tenía sentido aceptar también las prácticas locales. Un ingeniero hidráulico vino a evaluar la capacidad del pozo de la hacienda; contratamos a un electricista, un topógrafo, un plomero, un arquitecto. A esta lista de profesionales e inspectores añadimos uno más; dado que se creía que la hacienda estaba habitada por espíritus que no podían renunciar a su apego terrenal, una limpia era esencial. Para diversión de mis amigos mexicanos, yo no entendía lo que implicaba una limpia, así que me explicaron que cuando el cuerpo o la casa de una persona se han convertido en anfitrión 16

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LA LIMPIA

de una variedad de males, siendo la infestación espiritual solo una de ellas, una limpia es el ritual que pone las cosas en orden. Los profesionales que se encargan de esto –chamanes, brujas y curanderos– no se anuncian en internet ni dejan un papel con su teléfono en un poste de luz, como los payasos. Para encontrarlos, hay que preguntar por ahí… Cuando consultamos entre nuestros amigos para ver si alguno tenía una bruja de confianza, resultó que ya conocíamos una. Una de las mujeres con las que habíamos trabajado en el proyecto académico que nos trajo a Oaxaca trataba enfermedades y dolencias físicas con remedios de hierbas, lo cual nos hizo pensar que debía poseer también percepciones refinadas del mundo invisible. Le preguntamos a Clara si podía visitar la hacienda para ver si percibía energía perturbada o vibraciones espirituales de naturaleza siniestra. Aceptó sin dudarlo, como si este tipo de consulta fuera algo habitual de su jornada laboral. Clara es de baja estatura, como muchas mujeres zapotecas, pero su solemnidad es intimidante. En aquella época una larga melena oscura enmarcaba su rostro, hermoso y curtido por una vida de trabajo físico no solo como curandera, sino como campesina, propietaria de una tienda y fabricante de sandalias de cuero en un negocio familiar. Hicimos planes para encontrarnos una tarde en el cruce de caminos cerca de nuestro pueblo, donde lo primero que hizo fue darnos la mano disculpándose por sus palmas ásperas y sucias. Llevaba todo el día trabajando, explicó. Mientras recorríamos los varios kilómetros que nos separaban de la hacienda, Clara nos contó que la mayoría de los episodios de lo que comúnmente se consideraban apariciones, en realidad eran fruto de la activa imaginación humana. Por ejemplo, un hombre de su pueblo estaba convencido de que los pasos que oía regularmente en su tejado a medianoche eran espíritus, 17

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cuando en realidad habían resultado ser gatos que gustaban de los paseos nocturnos. Una vez en la casa, seguimos a Clara por todas las habitaciones vacías, observándola atentamente y evaluando su expresión, preguntándonos si estaba percibiendo algo que éramos incapaces de comprender. Luego nos dirigimos al exterior, donde rozó con sus manos la punta de algunas hierbas. Al terminar dijo que no sentía nada siniestro y que sería una casa preciosa cuando termináramos de restaurarla. “Pero yo no creo en todo eso”, señaló. “En fantasmas”. “¿Ah, no?”, le preguntamos, Raúl y yo, sorprendidos. “No soy bruja”, dijo ofendida. “Soy hierbera”. Noté que en las manos traía plantas que había recolectado durante el recorrido. “¿Les importa si me las llevo? Esta es buenísima para el estómago”.

El vecino más cercano de la hacienda está a poco menos de un kilómetro de distancia, una escuela bilingüe para educadores que vienen de pueblos de todo el estado para aprender a enseñar, tanto en español como en sus propias lenguas indígenas (en Oaxaca hay más de treinta etnias distintas con treinta tradiciones lingüísticas no relacionadas). En las montañas y valles que rodean la ciudad, mucha gente sigue hablando zapoteco en casa y solo aprenden español en la escuela. Algunos ancianos no lo hablan en absoluto. Una tarde, Raúl y yo fuimos a presentarnos ante el director de la escuela. Nuestra visita era de índole vecinal, pero también tenía un propósito encubierto. Se rumoraba que, al igual que la hacienda, la escuela había experimentado algunos sucesos inexplicables, posiblemente originados en el más allá. El director nos recibió en su despacho, con esa impasibilidad y aspecto casi enfadado del zapoteco que puede resultar desconcertante e incómodo para un estadounidense, aunque rara 18

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vez signifique alguna mala voluntad. Hablamos de nuestro traslado a la hacienda y del proyecto con los artesanos, la razón por la que Raúl y yo habíamos venido a México en primer lugar, sugiriendo la posibilidad de una colaboración con la Escuela Normal, si el director estaba interesado. Se nos quedó viendo fijamente e inclinó la cabeza, asintiendo con suavidad. Luego, apenado por sacar el tema, Raúl mencionó los rumores y le preguntamos al director si tendría algo que decir al respecto: “¿Qué tipo de rumores?”. “Bueno, de fantasmas”. “Quieren decir las referencias”, respondió. Cuando llegué a México, mi español era muy elemental. A veces escuchaba mal una palabra, de modo que esta parecía sugerir un significado abstracto y poderosamente metafórico. Pero estaba seguro de que en este caso no había escuchado mal: el director había dicho las referencias. Durante sus años escolares, explicó, tanto alumnos como profesores se habían visto implicados en accidentes, enfermedades graves, choques automovilísticos y otros incidentes, en números mucho mayores, según sus investigaciones, que los de otras instituciones similares. También había descubierto que la colina situada justo detrás de la escuela, que formaba parte de la misma cordillera que se extendía hasta la hacienda y más allá, la que acogía a las vacas de ojos de fuego y a los niños fantasma, había sido sagrada en tiempos de Dainzu, la antigua ciudad zapoteca que dominaba esta zona dos mil años atrás. Sin embargo, le causó gracia que le preguntáramos si habían recibido visitas de espíritus o ruidos de mujeres lavando ropa o bebés llorando. “Lo que estoy describiendo es un fenómeno totalmente diferente. El terreno donde está construida la escuela, 19

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y también la hacienda, no es un terreno privado. No es propiedad del pueblo. Ni siquiera era propiedad de los antiguos zapotecas. Pertenece a la tierra, y ningún ser humano puede ser su dueño. Hay que pedir permiso para usarla. Nadie pidió permiso de construir esta escuela”. No hacerlo –continuó– había provocado un desgarre en el cosmos, rompiendo la conexión entre el pasado y el presente, el cielo y la tierra. Raúl y yo habíamos empezado a evitar la mirada del otro cuando las cosas tomaron un giro inesperado. El director nos contó que se había puesto en contacto con un chamán que había confirmado sus sospechas y llevado a cabo un ritual para pedir permiso para la presencia de la escuela, seguro de que sería efectivo con carácter retroactivo. Hasta ahora, parecía haber funcionado. Aunque por supuesto, añadió misteriosamente, después de algo así las reverberaciones siempre se extendían en el tiempo. Anotó el número del chamán y deslizó el papel encima del escritorio hasta nosotros. De cualquier forma, añadió con una sonrisa, este valle ha estado empapado de sangre durante miles de años. Siempre ha sido un lugar de batallas. No es raro que su hacienda también tenga fantasmas. Me pregunté en voz alta si esos espíritus estarían más inquietos que de costumbre debido a la ruptura cosmológica. “El chamán ayudará”, dijo. Pero puede que la ruptura del cosmos afectara la recepción de su celular, porque el chamán no devolvió nuestras llamadas. Mientras tanto, habíamos empezado a trabajar en la hacienda formalmente. Pedro, el capataz de la obra, era un tipo alegre que había renovado numerosos conventos del siglo XVII. La reputación de la propiedad le tenía sin cuidado. Había desenterrado más cráneos de los que podía contar, dijo, sin toparse con un solo fantasma. Su equipo de quince hombres se instaló en una de las 20

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cavernosas habitaciones de la hacienda. Trabajaban durante el día y por la noche bebían cerveza y jugaban cartas. Junto con los sonidos de la construcción, su música, sus risas, sus burlas y palabrotas transformaron inmediatamente el ambiente. Me di cuenta de que lo único que necesitaba este lugar casi en ruinas para disipar cualquier sensación de una ocupación oscura era que la vida entrara por las puertas. Nos olvidamos de los fantasmas durante un tiempo.

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edicarte a la renovación de una casa antigua –o a su resurrección, siendo más fieles a los intensos sentimientos que se experimentan–, decidirte a devolverle la vida a un lugar olvidado como si eso fuera a vigorizar tu propia existencia e imaginarte ocupando un lugar en el flujo de su historia es un delirio extremadamente romántico. Yo no era inmune a él. Pero cuando miro ahora las fotografías del día en que Raúl y yo atravesamos por primera vez las puertas de la hacienda, no puedo evitar preguntarme en qué demonios estábamos pensando. Es difícil creer que lo que veo en las fotos me afectó al punto de estar dispuesto a cambiar mi vida por completo. El patio ahogado por la maleza, los adoquines rotos, los montones de basura y los trozos de metal, la fuente reducida a pedazos, las tejas astilladas, la desolación absoluta de una casa abandonada y sin amor. ¿Cómo es posible que desde el principio haya imaginado estas ruinas como el lugar donde pasaría el resto de mis días? Pero la certeza fue inmediata, y lo suficientemente fuerte como para sobrevivir a ese año de crecientes dificultades: las estimaciones financieras para la renovación se salieron de control y los títulos de propiedad del terreno revelaron un sospechoso lío de contradicciones. Lo más sorprendente es que mi certeza era compartida. Tras haber dado solo unos pasos por la entrada, Raúl y yo contemplamos aquel desolador paisaje antes 23

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de voltear a vernos en un silencioso y aterrorizado acuerdo. Cualquier discusión sobre si seguir o no adelante fue mera palabrería, más en aras de la discusión y de la incredulidad de que la vida pudiera dar un giro tan repentino que de cualquier convicción real. La decisión fue mutua y la tomamos al momento de cruzar la puerta. Un lugar puede tener esa clase de poder sobre ti. Poseerte.

Llevábamos varios veranos impartiendo un taller en Oaxaca por mediación de la escuela de arte de California, de la cual Raúl era profesor. O mejor dicho, él enseñaba y yo me encargaba de que hubiera agua caliente en las regaderas y suficientes lámparas de escritorio y de que los alumnos recibieran atención médica al primer síntoma de malestar gástrico. En español hay una palabra que me encanta para referirse al personal de mantenimiento: milusos. Eso era yo. Nuestros estudiantes venían de Estados Unidos durante un mes para colaborar intensamente con los artesanos de Oaxaca y, en nuestro idealismo e ingenuidad, esperábamos que eso pudiera dejar algún tipo de beneficio material. La clase iba bien y parecía apuntar hacia un proyecto más sostenido y de largo plazo, de modo que habíamos empezado a pensar en tener una base permanente en México. Sin embargo, vimos la hacienda por primera vez en 2006, un año que se ha vuelto legendario en Oaxaca por una huelga de maestros que estalló con una gran protesta social. Las constantes marchas, los bloqueos con autobuses quemados, las detenciones y desapariciones indiscriminadas, los helicópteros que sobrevolaban y disparaban botes de gas lacrimógeno hacia la multitud crearon disturbios que rayaban en la violencia incendiaria. Como ocurre a menudo en Oaxaca, era muy difícil para un extranjero distinguir las causas justas de las oportunistas o corruptas. Las 24

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autoridades locales y nacionales se apartaron del conflicto y el gobierno federal actuó hasta que un estadounidense fue asesinado por un tirador anónimo durante una marcha, enviando a la policía desde la Ciudad de México. Durante meses, Oaxaca permaneció bloqueada con granaderos en cada cruce, aburridos y escribiendo mensajes de texto en sus teléfonos detrás de escudos, mientras las calles finalmente se calmaban. La búsqueda de una casa no parecería una prioridad en ese ambiente. De hecho, estábamos haciendo las maletas para volver a California cuando una vecina mencionó una hacienda abandonada a media hora de la ciudad y nos dijo que teníamos que verla. Antes de que pudiéramos responder, ella ya había llamado a los propietarios y concertado una cita. Por curiosidad, fuimos a ver el lugar con nuestros propios ojos. Los propietarios nos esperaban en las escaleras de la iglesia del pueblo, una de las más bellas del Valle de Oaxaca, una maravilla del siglo XVI. Un joven, que dijo llamarse Memo, nos presentó primero a su esposa Julieta y luego a una corpulenta mujer de aspecto extremadamente infeliz, de cabello corto y canoso. No mencionó su nombre, pero al estrechar su mano Julieta nos aclaró que la mujer era su suegra. Los seguimos en el coche a través de los campos de maíz hasta las afueras de la ciudad. De vez en cuando, un muro de piedra largo y alto alcanzaba a verse entre los verdes cultivos. “¿Crees que sea ahí?”, le pregunté a Raúl. “Supongo que sí”, respondió. La casa desapareció detrás del carrizo. Giramos bruscamente a la izquierda y apareció de nuevo, justo delante de nosotros, masiva, majestuosa y en un estado de terrible decadencia. Memo se detuvo y salimos de nuestros autos. Cuando abrió las puertas, Raúl y yo entramos a tropezones para enfrentarnos a nuestro destino. Absorbimos aquella primera vista del interior de la hacienda, experimentamos un gran shock mutuo y nos 25

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miramos el uno al otro, acordando en silencio que haríamos lo necesario para convertir este lugar en nuestro hogar. Memo nos dio un recorrido. Hurgando con sus llaves en cerraduras oxidadas, abrió puertas chirriantes revelando una serie de habitaciones oscuras como cuevas, con olor a moho y al paso del tiempo, y a lo que quizá fuera un acto de amor animal. Nos daba igual: ni una habitación llena de esqueletos nos habría hecho cambiar de opinión. Nuestro anfitrión parecía apresurado, como si la casa le pareciera tan aburrida que no podía imaginar que nadie se interesara por ella. Sin embargo, su madre no dejaba de quejarse. La campana de la capilla había sido robada, dijo con amargura, y también había desaparecido un cuadro de la virgen que durante años había atraído a devotos desde kilómetros a la redonda. Seguramente se lo habían llevado los mismos empleados que habían roto la fuente de piedra a martillazos y tirado la bomba al pozo. No me importó ahondar demasiado en las razones que causaron este arranque de ira contra los antiguos trabajadores, ni por qué esta pobre mujer mostraba tan poco cariño o nostalgia por la que había sido su casa durante mucho tiempo. Más tarde, al enterarme del rumor de que su marido la había apostado una vez en una partida de póquer con el presidente municipal del pueblo, y que había perdido, pensaría en ella con más empatía. Su hijo nos condujo por unas escaleras metálicas hasta la cima de la azotea, que ofrecía una vista panorámica de las tierras circundantes, los campos y las colinas, los campanarios de la iglesia de un pueblo situado a un kilómetro y medio de distancia, un cordón verde de sauces a lo largo del río. Desde allí, Memo señaló los límites de la hacienda, marcados por la naturaleza: una línea de árboles a un lado, cactus al otro, un campo de maíz al frente. Aunque su extensión original había sido mucho mayor, a mi parecer la propiedad seguía siendo generosa. 26

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Visualmente hablando, las fronteras significaban poco, pues gran parte de la belleza del lugar radicaba en el hecho de que sus tierras se mezclaban con lo que las rodeaba; no había cercas ni divisiones artificiales, simplemente un vasto campo de tonos y texturas verdes, una abundancia de maíz, flores, agaves y tierras silvestres, un frondoso mosaico que se extendía hasta donde la vista llegaba. Un paisaje como este era para mí una rareza casi imposible. “Soy especialista en abejas”, dijo Memo con una tranquila tristeza, mientras contemplaba su herencia. “Soy veterinario del gobierno, me aseguro de que todas las poblaciones de abejas del estado estén sanas”. Señaló algunas colmenas en la ladera de arriba que parecían estar al borde del colapso, como la propia hacienda. “Tal vez podrían criar abejas”. Su abuelo, continuó Memo, había trabajado ahí como capataz en la década de 1930, cuando el anterior propietario de la hacienda le ofreció vendérsela a cambio de una canción. La mayoría de las propiedades habían sido afectadas por la Reforma Agraria y el lugar valía poco sin sus miles de hectáreas. Dos generaciones habían vivido allí felizmente, pero cuando el padre de Memo murió, él y sus hermanos dejaron la agricultura y se marcharon a la ciudad, dejando a cargo a una serie de cuidadores. Pero, dijo entre bromeando y apenado, uno a uno fueron ahuyentados por, quién sabe, fantasmas o por la Matlazihua, y bueno, el lugar llevaba treinta o cuarenta años deshabitado. Nos encantaría conservarla, dijo, pero es momento de vender. Memo señaló a su madre, que estaba abajo en el patio, y dijo en voz baja, como si ella pudiera escucharlo: “Tiene cáncer”. Siguiéndolo por las escaleras, por supuesto que sentí simpatía por Memo y su madre, y ciertamente no deseaba beneficiarme de su tragedia. Al mismo tiempo, había algo poco sincero en su relato, no sobre la enfermedad de su madre, sino sobre su 27

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apego a la casa. La prueba de sus verdaderos sentimientos estaba a nuestro alrededor. La hacienda no solo había caído en el abandono, sino que había perdido toda esperanza (si es que eso es posible para un montón de piedras). Memo y su familia la habían despreciado. Tal vez de forma autocomplaciente, yo creía que merecía la oportunidad de ser amada de nuevo. De vuelta en el patio, el tema de la conversación giró en torno a lo sobrenatural, lo cual pareció restablecer el buen humor de su madre. “La colina que viste allá arriba”, dijo, “la que está detrás de la casa, está encantada. Una vez, una mujer del pueblo subió a recoger azucenas y desapareció. Al volver, dijo que solo había estado fuera unas horas, cuando en realidad llevaba dos semanas ahí. ¡Pero lo más sorprendente era que ahora era rica!”. Se rio como compartiendo indirectamente la buena suerte de la mujer. “Además”, continuó, “no quiero alarmarlos, pero hay una niña fantasma. Siempre que vengo aquí con mi nieto, ella juega con él durante horas y lo mantiene entretenido, lo cual es un gran alivio porque el niño no es muy agradable que digamos”. Al despedirnos, la familia dejó que permaneciéramos en la casa explorando un rato por nuestra cuenta. No nos topamos con ningún fantasma, pero otro tipo de espíritu parecía haberse apoderado de Raúl. Su rostro parecía casi torturado. Es difícil de comprender que un sueño que ni siquiera sabías que tenías pueda tomar forma sin avisar. Más difícil aún es intentar cumplirlo. Pero lo hicimos. No tenía sentido –la ciudad era un caos, no teníamos dinero, nuestras vidas estaban firmemente arraigadas en Estados Unidos– y, sin embargo, dos semanas después nos encontrábamos con Memo y su familia en una notaría del centro de Oaxaca. Las consignas de la protesta de los maestros llegaban desde la plaza principal, mientras firmábamos un 28

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PRIMERA LECCIÓN: ¿DE QUIÉN ES LA TIERRA?

documento llamado contrato de promesa de compraventa. En un mapa pequeño y tosco, Memo nos mostró los límites de la hacienda. Para ser honesto, a pesar de los disturbios políticos, seguía en esa embriaguez onírica por la que Oaxaca ha embelesado a tantos extranjeros y no tenía más que una comprensión superficial del asunto en que me estaba metiendo, pero tenía fe en que aprendería con el tiempo. No sospechaba que las líneas que el dedo del melancólico apicultor esbozaba ligeramente en el mapa nos perseguirían durante los próximos diez años. Jamás había poseído nada de valor material ni había firmado ningún contrato. Había vivido aquí y allá, en diferentes ciudades y departamentos que apenas dejaron su huella en mí. Jamás me había atado en cuerpo y alma a ningún lugar. Cuando llegó mi turno de firmar, tomé la pluma y escribí mi nombre con una letra atropellada, en un estado de gran emoción aun a sabiendas de mi propia ignorancia. Sin dudarlo, lancé mi destino a los vientos mexicanos. Y así fue que nos convertimos, en el papel, o al menos en estos papeles en particular, en los próximos propietarios de la hacienda. Salvo por un detalle, por supuesto. Siempre hay un detalle. La tierra no le pertenecía a nadie. Y no habíamos pedido permiso.

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