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Juan Pablo Villalobos

Peluquería y letras

EDITORIAL ANAGRAMA BARCELONA

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Proyecto realizado con la Beca Leonardo a Investigadores y Creadores Culturales 2019 de la

Ilustración: © Judy Kaufmann

Primera edición: marzo 2022 Segunda edición (primera en México): marzo 2022

Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio A © Juan Pablo Villalobos, 2022

Publicado por acuerdo con Literary Agency Michael Gaeb

© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2022 Pau Claris, 172 08037 Barcelona D. R. por la presente coedición, 2022 Editorial Océano de México, S.A. de C.V. info@oceano.com.mx ISBN: 978-607-557-568-1 Impreso en México

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Éramos felices y comíamos tacos, butifarras y feijoada. Éramos tan felices que yo me podía permitir escribirlo desvergonzadamente al inicio de un libro, como si fuera el final. La brasileira y yo nos habíamos conocido hacía quince años en la universidad, en un seminario sobre literatura del Holocausto –no hay ironía ni dobles sentidos en este hecho, porque no lo estoy inventando, simplemente sucedió así–. Habíamos decidido vivir juntos aunque las circunstancias no eran para nada propicias: los dos nos habíamos separado hacía poco tiempo, la brasileira era brasileña y yo era mexicano, y ambos habíamos venido a Barcelona con la idea de estudiar un doctorado y volver a nuestros países. Por si fuera poco, la beca con la que los dos nos manteníamos apenas cubría las necesidades básicas y tenía fecha de caducidad. 11

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¿Qué íbamos a hacer luego, cuando los estudios y la beca se terminaran? Como no teníamos la más remota idea, decidimos tener un hijo. Sobrevinieron innumerables complicaciones –a la brasileira le gustaba llamar a lo nuestro matrimonio de inconveniencia–, obstáculos que hubo que salvar –la gran mayoría trámites–, pruebas a superar –vivir en Brasil tres años y acabar volviendo a Barcelona fue quizá la más complicada–, pero el caso era que no solo continuábamos juntos, sino que nos habíamos multiplicado y ya éramos cuatro: la brasileira, el adolescente, la niña y yo. Los llamaré de esta manera porque ninguno de los tres me autorizó a utilizar sus nombres en estas páginas. –¿Y por qué vas a escribir sobre nosotros? –me preguntó el adolescente, luego de pedirme que tampoco fuera a usar el apodo con el que lo llamaban sus amigos, anticipándose al bochorno de verse retratado. Eran las siete y media de la mañana y el adolescente desayunaba antes de irse a la secundaria. Yo estaba tomando el primer café del día, preparando el que iba a llevarle a la brasileira a la cama para despertarla, cuando me di cuenta de que aquí debía empezar el libro: en el inicio de un día cualquiera. 12

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–¿Ya se te acabaron las ideas? –insistió el adolescente. –Siempre he escrito sobre nosotros –le contesté–, en todos mis libros. –Ya, pero no explícitamente –replicó. A pesar de su edad, el adolescente tenía un vocabulario muy florido; perduraba de las lecturas infantiles –ahora casi no leía nada– y se estaba volviendo cada vez más barroco por su obsesión con las rimas multisilábicas de las batallas de rap. –Pues mira –le expliqué–, ahora es lo contrario: voy a escribir de nosotros porque en el fondo no voy a estar hablando de nosotros, sino de algo más, de algo que está más allá de nosotros. En la literatura siempre es así, escribes de una cosa aunque en realidad estás hablando de otra. –¿De qué? –me preguntó. –No sé –le contesté–, de una idea, de una forma, de la forma de una idea, de la idea de una forma, algo así. Miré la cuchara vacía que el adolescente sostenía y que se había quedado suspendida a medio camino entre su boca y el plato de cereales, como demostrando su recelo, su incomprensión o su perplejidad. La luz estridente de la lámpara de halógeno de la cocina se reflejaba en la superficie metálica de la cuchara. Había amanecido 13

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hacía un buen rato –era la semana previa al inicio del verano–, pero nuestro departamento estaba en el primer piso y solo recibía luz natural indirecta. –Pero ¿entonces de qué se va tratar el libro? –me preguntó el adolescente. –De la felicidad, de las condiciones de la felicidad, creo –le dije. –¿Crees?, ¿no lo sabes? –No exactamente. –¿Nosotros somos felices? –¿Tú qué piensas? –No sé, tú eres el que escribe el libro. –Pero te puedo citar. –Ni se te ocurra –sentenció. Tomó aire para añadir algo, pero se arrepintió y prefirió devolver la vista al plato de cereales. Se apresuraba a terminar porque en el bolsillo le quemaba el celular, exigiendo su atención. A las ocho cuarenta salí de casa, acompañé a la niña caminando hasta la puerta del colegio y, antes de encerrarme en el estudio a escribir, fui a la clínica de gastroenterología a pedir un justificante que la brasileira necesitaba. Si fuera verdad lo que yo le había dicho al adolescente, que la literatura siempre contaba otra cosa más allá de las apariencias, que por detrás o por debajo de toda historia había una se14

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