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GRACIAS, PAPA 101 historias de gratitud, amor y buenos tiempos

Jack Canfield Mark Victor Hansen Wendy Walker

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CALDO DE POLLO PARA EL ALMA. GRACIAS, PAPÁ 101 historias de gratitud, amor y buenos tiempos

Título original: ChiCken Soup for the Soul: thankS DaD; 101 StorieS of gratituDe, love, anD gooD timeS Diseño de portada: Departamento de Arte de Océano Imagen de portada: Shutterstock / Dubova Traducción: Pilar Carril © 2010, Chicken Soup for the Soul Publishing, LLC Todos los derechos reservados CSS, Caldo de Pollo Para el Alma, su logo y sellos son marcas registradas de Chicken Soup for the Soul Publishing, llC www.chickensoup.com El editor agradece a todas las editoriales y personas que autorizaron a ChiCken Soup for the Soul/CalDo De pollo para el alma la reproducción de los textos citados.

D. R. © 2022, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Guillermo Barroso 17-5, Col. Industrial Las Armas, Tlalnepantla de Baz, 54080, Estado de México info@oceano.com.mx Tercera edición: 2022 ISBN: 978-607-557-530-8

Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratmiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Hecho en México / Printed in Mexico

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Índice Prólogo, 13 1

Cómo dice “te amo”un padre

1. La aprobación de mi padre, 19 2. Del único, 23 3. Documentos muy importantes, 26 4. Lo sabía, 30 5. La flauta plateada, 33 6. Herramientas para la vida, 36 7. El corte de cabello de veinte mil dólares, 39 8. El sacrificio de un padre, 42 9. Morey, 45 10. Fue mi padre, 49 11. El silencio es oro, 51 12. El caballero de la brillante armadura, 54 2

Lecciones de vida

13. Así practicamos no darnos por vencidos, 59 14. Bueno, sí, mi padre tenía razón, 62 15. Vivir en mi corazón, 66 16. Su última lección, 69 17. El automóvil, 72 18. Volviendo a la anormalidad, 76 19. Determinación ciega, 79 20. Entrenador de la vida, 82 21. El poder del aliento, 85 22. Cómo construir un velero, 88 23. Gracias por dejarme fallar, 91 24. La hija del predicador, 93 3

Papá al rescate

25. La persistencia de un padre, 99 26. Siempre cuidándome las espaldas, 102

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27. Palabras de sabiduría, 105 28. Simplemente espera, 108 29. La niña consentida de papá, 111 30. El Cabo de Buena Esperanza, 114 31. Historia de unos shorts, 116 32. El héroe que rompió las reglas, 118 33. Negarse a decir no, 120 34. Infortunio a la luz de la luna, 123 35. Velando por mí, 126 36. Papá al rescate, 128 4

Peinar canas: padres de adolescentes

37. Lado incorrecto, Reuscher, 135 38. Johnny, 139 39. Dud y el guante de receptor, 142 40. Estar presente, 145 41. Un papá genial, 147 42. En circulación, 150 43. Melodía del corazón, 153 44. Mi padre injusto, 157 45. Colonia Ambush para el día de San Valentín, 160 46. Carta a una fugitiva, 163 5

En las buenas y en las malas

47. Cortinas locas, 169 48. La carrera de atletismo, 171 49. Papá, 173 50. Flores que nunca mueren, 175 51. El ritual secreto de papá, 178 52. Papá, el entrenador, 181 53. La constante, 185 54. La hija de un huérfano, 188 55. Siempre un ganador, 192 56. El último regalo, 195 57. Parado de manos, 199 58. Introducción a la virilidad: cómo conservar tu masculinidad y también tu matrimonio, 201

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Padres sustitutos

59. Encontrar un amigo, 207 60. Un papá de verdad, 211 61. El regalo de Navidad, 214 62. Mi primera bicicleta, 217 63. Encontrar el hogar, 221 64. Primer lugar, 224 65. Un verdadero padre, 226 66. El padrastro, 228 67. Al pasar el tiempo, 231 7

Lazos que unen

68. La carrera del río Cherslatta, 237 69. El hombre que aprendió a deshacer el tejido, 241 70. Amor en una regla T, 244 71. El mejor regalo de todos, 247 72. Desayuno, 250 73. Entrenador, 253 74. El garaje, 257 75. Los tomates de papá, 259 76. Aventura en Alaska, 262 77. La falla de los Dodgers, 265 78. Curso básico de construcción, 269 79. Practicar esquí acuático con papá está bien, 273 80. El premio de los sábados, 276 8

Héroes de todos los días

81. Héroe para muchos, padre para mí, 281 82. Un héroe callado, 283 83. Mi papá es tan lindo como un pez, 286 84. La salida de compras, 289 85. Risa, 291 86. Reglas de la vida, 295 87. Vivir el sueño de mi padre, 299 88. La más grande lección nunca hablada, 302 89. Sin miedo, 305 90. Un padre devoto, 306

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Momentos que duran para siempre

91. La cuna, 311 92. Padres, hijos y el ángel en el estadio, 315 93. Siete minutos, 318 94. La cinta grabada, 322 95. Cuando papá me tomaba de la mano, 325 96. Martes con papá, 328 97. Un último recordatorio, 332 98. Cuerdas del corazón, 336 99. Sólo una llamadita, 339 100. La masacre de los arbustos, 342 101. ¿Está mamá por ahí?, 344 Abuelos fabulosos

102. El bateador emergente, 349 103. Lecciones para toda la vida, 353 104. Padre amoroso, 356 105. Aguantar el acoso, 359 106. Lo llamo papá Jim, 362 107. Mi padre, mi hijo, 365 Conoce a nuestros colaboradores, 369 Conoce a nuestros autores, 391 Acerca de Scott Hamilton, 395 ¡Gracias!, 397

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Prólogo

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engo una teoría que va más o menos así: en el instante en el que uno oye el llanto de su primogénito por primera vez, se libera una sustancia química en el cerebro que lo deja a uno un poco psicótico para toda la vida. El mundo cambia para siempre a partir de entonces. Uno se transforma, cambia, y probablemente se vuelve mejor de lo que nunca ha sido. Estoy seguro de que es más que una teoría. Siempre que me encuentro cerca de otros padres en diferentes ocasiones con mis hijos, veo el tierno resplandor que sólo puede emanar del amor absoluto e incondicional. No es el amor que sentimos por la esposa, los hermanos o los padres. Es un amor que sólo podemos sentir por los hijos, que nos fortalece, nos debilita, nos vuelve más valientes y nos llena de más temor de lo que alguna vez pensamos posible. Si tienes un hijo, lo más seguro es que hayas perdido la cuenta de cuántas veces le salvaste la vida en los primeros años. Si tienes una hija, tus instintos crean un radar que siempre está alerta para protegerla de todo. Harías lo que fuera por tus hijos y eso es algo extraordinario y difícil de explicar. En este momento, si estás leyendo esto y no tienes hijos, tal vez no lo comprendas. Nadie puede prepararnos para eso. Nadie puede describir con precisión de qué se trata. Lo gracioso es que cuando uno toma la decisión de iniciar el proceso de engendrar un hijo, nadie puede convencerlo de lo contrario. Es la naturaleza que obra su mejor magia, la más asombrosa, bella y complicada. gracias, papç

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Soy hijo adoptado. Me explicaron lo que eso significaba en cuanto tuve edad suficiente para comprender. Mi hermana fue fruto del único embarazo de mi madre que no terminó en desconsuelo. Simplemente no podría soportar pasar por otro intento fallido y decidió que la adopción era la alternativa mejor. Mis padres me querían. Me eligieron. Los amé y los respeté. Ambos han pasado a mejor vida y los echo mucho de menos. Sus sacrificios fueron más allá de la razón o la lógica. Fui muy enfermizo de niño y ellos hicieron hasta lo imposible para encontrar respuestas y devolverme la salud. Cuando descubrimos el patinaje, empecé a recuperarme en forma milagrosa. Sin embargo, cuando llegué a niveles superiores de competencia, el gasto fue insostenible. Mi padre era profesor de la Bowling Green State University e hizo todo lo que pudo, incluso en los momentos en que el cáncer lo obligó a perder el amor por la vida. Todos nos dábamos cuenta de que sufría, tanto en el aspecto emocional como en el financiero. Mi padre y mi madre tuvieron que hacer sacrificios personales increíbles para evitar que la familia se quedara en la ruina. Mi hermano y mi hermana también lo sufrieron. Yo me sentí muy culpable por los sacrificios que mis padres hicieron por mí hasta que tuve hijos. En ese momento comprendí que no hay ningún sacrificio que sea demasiado grande por los hijos. Cuando Tracie y yo nos comprometimos, nuestros amigos Sterling y Stacy Ball ofrecieron una fiesta en nuestro honor. Menciono a Sterling y a Stacy por nombre porque cuando su hijo Casey tenía cinco años, sus riñones dejaron de funcionar. Sterling, sin dudarlo un instante, le donó un riñón a su hijo. Casey vive y prospera gracias al sacrificio que su padre hizo por él, sin titubear en absoluto. Hacia el final de la fiesta de Sterling, me acerqué a algunos amigos que tenían hijos y les pregunté por qué habían decidido iniciar una familia. Tracie y yo queríamos hijos, por lo que mi pregunta tenía más bien el fin de adquirir cierta perspectiva. Cada uno de ellos me dio una respuesta distinta. Uno apuntó: “Porque tenemos la responsabilidad de continuar nuestra familia”. Otro respondió: “Para eso estamos aquí: para ser padres”. Luego algunos dijeron: “Todos tenemos la necesidad emocional de asumir esa responsabilidad” y “Quise sentir el amor incondicional que sólo se recibe de un hijo”. Otro más repuso: “Sabía que sería muy divertido vivir otra vez como niño”. Ya me entienden. Sin embargo, como sabía que era sobreviviente del cáncer testicular, creía que era poco probable que llegara a ser padre algún día. Se necesita14

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ba un milagro. Y este milagro se me concedió a poco más de nueve meses de que nos casamos. Cuando nació mi hijo Aidan, fue la primera vez que vi carne de mi carne. Como fui adoptado, eso era algo que nunca pude compartir con mis padres. Me refiero a las características físicas: ojos, nariz, tipo de cuerpo, etcétera. Nunca las añoré. En realidad creo que carecieron de importancia para mí hasta que miré los ojos de Aidan. ¡Eran los MÍOS! ¡Idénticos! Nunca olvidaré el momento en que me di cuenta de eso. Después de luchar con problemas de salud de manera intermitente a lo largo de la vida y preguntarme si podría tener hijos propios, de pronto comprendí mi razón para ser padre. Nadie me mirará jamás como mis hijos me ven: con amor absoluto, necesidad, miedo a lo desconocido y confianza, con mis propios ojos. Mi segundo hijo, Maxx, fue otro milagro. Era muy improbable que este segundo milagro ocurriera después de que padecí de un tumor cerebral en la glándula pituitaria en 2004 que cambió la química de mi cuerpo de tal modo que inhibía la fertilidad. Durante dos años tuve que ponerme yo mismo seis inyecciones a la semana, tres en la pierna y tres en el vientre. Al final del segundo año me di por vencido. Tracie comprendió y aceptamos el hecho de que un milagro era más que suficiente. Exactamente al mes siguiente descubrimos que esperábamos otro hijo. Otro niño, el milagroso Maxx. Tengo el magnífico deber y honor de ser el hombre más importante en la vida de mis hijos, y ellos son los hombres más importantes en la mía. Nunca volveré a ser el mismo. Ahora me encuentro mejor de lo que nunca había estado porque tengo que estar bien. Ellos lo merecen, y la misión de mi vida es cumplir con esta responsabilidad formidable. Este es el magnífico deber y honor que todos los padres compartimos. Amar y ser amados incondicionalmente. Que nos vean con admiración. Y en mi caso, con esos ojos idénticos. Scott Hamilton

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La aprobación de mi padre

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ra una noche fría de finales de noviembre. Una noche ideal para un partido de futbol en la preparatoria. La luna llena de otoño se alzaba por encima de las luces del estadio y eclipsaba las estrellas. Estaba en el último año de preparatoria y era capitán del equipo en mi posición de apoyador central. Éramos un buen equipo de futbol con un récord de 12 juegos ganados y uno perdido hasta el momento. Ese partido No cr’ as hŽ roes, cr’ as hijos. Y si los tratas en particular era la ronda semifinal de las como hijos, llegar‡ n a eliminatorias del Campeonato Estatal de ser hŽ roes, aunque sea Alabama, clase 5A. s— lo a tu parecer. Viajamos de Eufaula a Mobile por autobús de la línea Greyhound para enwalter m. schirra, sr. frentar a nuestra némesis al otro lado del estado. Si ganábamos ese partido, jugaríamos contra Etowah High School en el juego por el campeonato estatal en diciembre. JaMarcus Russell, un chico que en aquella época cursaba el primer año de preparatoria, era el mariscal de campo de nuestro adversario. Russell jugó después en el futbol colegial para Louisiana State University y luego fue la primera selección en el draft de la NFL de 2007 y lo contrataron los Oakland Raiders. Otro muchacho llamado Carnell Williams, también conocido como “Cadillac” Williams, jugó como corredor para Etowah. Posteriormente jugaría para Auburn

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University y después con los Tampa Bay Buccaneers. Era un equipo muy fuerte. Esa noche de noviembre el aire helado nos traspasaba las narices y parecía quemarnos los pulmones mientras corríamos durante los ejercicios de calentamiento previos al partido. El estadio engulló a los poco más de cien fanáticos fieles que nos habían seguido a la batalla. Las otras diez mil personas que componían la legión enemiga manifestaban su apoyo a voz en cuello. Mis padres estaban sentados en el mismísimo centro del campo, en la línea de la yarda cincuenta, unas filas arriba en la sección más cercana a la cancha. Nuestro equipo había llegado lo más cerca de ganar el campeonato estatal que cualquier otro equipo de Eufaula en casi veinte años. Pero primero teníamos que vencer a este Goliat en Mobile para avanzar a las finales en Birmingham. Mi papá jugó el partido de campeonato en Birmingham en su último año de preparatoria. Uno de mis sueños era llegar ahí. Quería hacer algo que mi padre había hecho, pero mejor. El partido comenzó y salimos corriendo por las rejas dispuestos a ganar. Fue una batalla campal hasta el final y los dos equipos dejamos todo lo que teníamos en el campo. Nosotros anotamos primero, 7-0. Luego ellos respondieron, 7-7. En seguida logramos anotar otro touchdown, 14-7. Ellos anotaron de nuevo, pero logramos bloquear el punto extra, 14-13. Tomaron la delantera por primera vez en la noche cuando quedaban poco más de siete minutos del cuarto cuarto. La conversión de dos puntos falló y el marcador quedó 14-19. Cuando quedaba menos de un minuto soltamos el balón. Se acabaron el reloj y luego aceptaron un safety cuando quedaban diecinueve segundos de juego. Estábamos 16-19. Con sólo tres segundos para anotar, peleamos, mordimos, arañamos, desgarramos, sujetamos y logramos llegar a la zona final una última vez, pero el tiempo se acabó. Pude taclear a muchos jugadores, pero también se me fueron varias tacleadas. Tomé algunas decisiones buenas y otras malas. Una jugada que me atormenta fue mi oportunidad de capturar a JaMarcus Russell. Me acerqué a él cuando llegábamos a la línea lateral. Hizo un corte a la izquierda; yo también. Tomó hacia la derecha; lo seguí. Estuve a punto de capturar al futuro mariscal de campo de la NFL, pero un instante antes de entrar con mi casco en las hombreras de él, me tropecé. Caí, alcancé a estirarme para sujetarlo por las piernas y ambos rodamos fuera del campo; sin embargo, no fue antes de que el balón saliera de sus manos abriéndose en una espiral y cayera en las manos del receptor para lograr la primera oportunidad. 20

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Me sentí humillado. Tuve mi oportunidad y la eché a perder. Me equivoqué por completo. La parte más vergonzosa fue cuando rodamos fuera del campo por la línea lateral de mi equipo. Sabía dónde estaban sentados mis padres y oculté el rostro para que no pudieran verme desde sus asientos. Alcancé a oír la desilusión en los suspiros de la multitud. No podía soportar la idea de lo que mi padre debía de estar pensando. El reloj marcó cero como señal de que nuestra oportunidad de llegar a las finales se nos había escapado. Estábamos como anestesiados. No hubo lágrimas, sólo decepción. No teníamos energía suficiente para llorar. El tiempo avanzaba muy despacio y los gritos y vivas de nuestros oponentes resonaban en nuestros cascos. Guardé silencio. Sentía que la cabeza me iba a estallar. No quería hablar con nadie. Ni con las animadoras, ni con los entrenadores, ni con mi compañero apoyador a cuyo lado había jugado en los últimos seis años, ni mucho menos con mi papá. Temía cómo sería nuestra conversación. No quería oír “buen partido”, porque sabía no era cierto. No quería oír “ya será la próxima”, porque no iba a haber una “próxima”. No quería tener que tragarme el comentario: “Deberías de haber hecho esta tacleada o esta otra”. No estaba preparado para enfrentar la realidad de no haber podido seguir los pasos de mi padre. Con el casco en una mano y las hombreras en la otra, crucé el campo yo solo para dirigirme a la casa club. Miré a las gradas donde mis padres se habían sentado. Estaban desiertas. Todos los lugares estaban vacíos. Supuse que habían decidido marcharse antes. ¿Acaso era por las tacleadas que fallé? ¿Había sido el marcador lo que los alejó? ¿O era algo peor, algo tan horrible como la vergüenza? No los culpé; yo también me sentía decepcionado. Es muy curioso cómo el aire puede estar frío, el cuerpo caliente y las emociones congeladas cuando los oídos perciben de pronto un sonido familiar. Era un silbido. Un silbido conocido. Entre miles de vivas, una banda militar, bocinas de aire, fuegos artificiales y sirenas, reconocí ese silbido. Venía de la línea lateral. Alcé con brusquedad la cabeza y me concentré en el punto de donde venía. Ahí estaba él en el atuendo que se ponía para los partidos: gorra roja, camisa roja con mi número bordado en el bolsillo izquierdo, pantalón caqui y un cojín rojo del estadio con una garra de tigre. Era el silbido de mi padre. ¿Por qué había bajado a la línea lateral? ¿Qué me diría? ¿Qué podía ser tan importante para que tratara de captar mi atención y hacerme olvidar la autocompasión? ¿Qué noticia era aquella que no podía esperar

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hasta que yo llegara a casa? ¿Por qué era tan importante recordarme la gran decepción que yo era para él? Nuestras miradas se cruzaron; ambos teníamos los ojos enrojecidos por el dolor. Lo miré a la espera de su veredicto. No dijo: “Buen partido”, ni “Deberías de haber jugado mejor”. Su rostro no tenía expresión. Luego dijo algo que no olvidaré en lo que me queda de vida. Extendió el brazo musculoso, levantó el pulgar en ademán de aprobación y dijo: “Te amo, hijo”. ¿Me amaba? ¿Aunque hubiera metido la pata? ¿Aunque hubiera echado todo a perder? ¿Aunque el peso del partido descansaba en mis hombros y me había equivocado? ¿Me amaba? Sí, claro que sí. ¡Me amaba! Todos los pensamientos negativos se esfumaron como por arte de magia. El amor de mi padre no dependía de mis éxitos o fracasos. Mi padre me amaba porque soy su hijo y él es mi padre. Mi papá me aprobaba porque soy su hijo, no porque hubiera conseguido o no un anillo del campeonato estatal. Gracias, papá. Gracias por mostrarme la imagen perfecta del amor celestial de mi padre. Bryan Gill

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