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TODAS LAS FIESTAS DE MAÑANA MIGUEL CANE DHARMA BOOKS

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Publicado por Dharma Books + Publishing Colección: El vuelacercas Todas las fiestas de mañana Miguel Cane Segunda edición, 2019 isbn: 978-607-29-1430-8 © 2019, Dharma Books Dharma Books + Publishing Atlixco 104, int. 4, Hipódromo Condesa, 06170 Cuauhtémoc, cdmx. www.dharmabooks.com.mx d.r.

Diseño editorial y de portada Raúl Aguayo Impreso en México Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, incluido el diseño tipográfico y de portada, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de la editorial.

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A mis padres, María y Ernesto, Miguel y María para los que acudieron, ofrecieron, amaron, odiaron, lloraron, rieron, olvidaron, recordaron y sobrevivieron a todas las fiestas de ayer.

(hay una luz que nunca se apaga)

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prólogo: todas las fiestas de ayer

Había una vez. Así comienzan todas las historias que oímos por primera vez, cuando nos las cuentan nuestros padres; así es como, también, empieza esta. En la primavera de 2004 yo tenía 29 años, casi 30, y llevaba buena parte de una década tratando de contar una historia. Antes de siquiera concebir Las Fiestas (de eso hablaremos un poco más adelante), había escrito en distintos talleres – así afiné el oficio y siempre me deberé a mis talleristas: María Luisa Puga, Rafael Ramírez Heredia y Gilda Salinas – una novelita (más bien una pieza de juvenilia, ahora a buen resguardo) llamada Los jóvenes dioses. Partiendo de una frase atribuida a Juan Villoro (él mismo no recuerda haberla escrito, pero no disputa su autoría: “Ciudad Satélite es como el purgatorio, pero con discotecas”), dicha novelita relataba el impacto del año 1994 en un grupito de post-adolescentes de clase media alta (y algunos ricos y ociosos), criados en ese suburbio residencial de la Ciudad de México. En la historia de esos personajes, marcada por el coqueteo con las drogas, la bisexualidad y la violencia, vertí mis primeras inquietudes como narrador. Había, por supuesto, un personaje que era un alter ego del joven e inexperto autor (el antifaz respondía al nombre de Héctor Hanslet, chico solitario que era capaz de tolerar la compañía de monstruos por migas de

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ternura; una criatura herida que reflejaba mi propia adolescencia difícil y hoy, lejana), y otros que eran composites de las amistades que tuve en aquellos años. Había pasado el tiempo desde aquella aventura en el terreno de la narrativa de largo aliento, y aunque había intentado volver al lenguaje de la novela, esto no había ocurrido. Años después, yo era un escritor diferente –si es que era en efecto escritor, como me había imaginado en la niñez, cuando empecé dictándole a mi madre, María, relatos breves que ella a su vez tecleaba en una máquina de escribir –al que había pasado por esos talleres. Al borde de los 30, ya llevaba tiempo dedicándome al periodismo cinematográfico (del que he vivido, intermitentemente, ahora por décadas), donde mi mentor fue Paco Ignacio Taibo Lavilla (“El jefe”, al que tanto se extraña desde su fallecimiento en 2008) y seguía sintiendo el deseo de volver a la novela, aunque mis intentos se quedaban en capítulos sueltos, o notas, o ideas (Una mujer que lleva más de 30 años casada de repente queda viuda, solo para encontrarse con que su esposo durante años tuvo una relación oculta con una mujer idéntica a ella; una historia de detectives tradicional ambientada en el espacio exterior; la historia (real) de un matrimonio que evitó morir en un accidente aéreo, solo para morir en un accidente de automóvil el mismo día, etcétera) a las que tal vez vuelva. O no. Paco y su esposa, Mari (a quien perdimos en 2017), fueron siempre grandes apoyos cuando sentía yo estos brotes de desesperanza, de desencanto. “¡Nunca voy a poder escribir una novela!” me lamentaba en su comedor, donde fui invitado habitual todos los martes durante 11 años; Paco decía, no sin socarronería que él escribió su primera novela después de los 10

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cuarenta, y Mari, afectísima, decía que la historia que yo quisiera contar, la encontraría. “Todas las vidas son una novela, cuando llega el escritor que sepa escribirlas”. Ese mantra de mi amiga sabia se quedó conmigo largo tiempo. Y fue en marzo de 2004 cuando todas las piezas del puzzle embonaron, sin que me diera cuenta. O casi. Las Fiestas está escrita en lo que la Puga (mentora milagrosa, con la que seguí en contacto hasta su muerte, en diciembre de 2004, y que leyó mis primeros borradores) llamaba “tiempo roto”: los hilos narrativos van y vienen, se encuentran y se separan. Este método lo encontré de su mano, al darme a leer Mrs. Dalloway, de Virginia Woolf y Women in Love, de D.H. Lawrence. No pretendo decir que hay mímica de estos libros o autores en mi propia narrativa, pero creo que sí hay un aprendizaje, aunque modesto, del estilo en esas dos novelas que me marcaron y que me mostraron una pauta para narrar que no se me habría ocurrido sin conocerlas. En este tiempo roto seguimos una línea principal – las veinticuatro horas de un 8 de marzo, la misma fecha en la que empecé a escribir la primera versión–; el día de la formidable boda de los afortunados Andrea Alcocer-Arcos y Diego Castañeda, en una hacienda apartada de la ciudad. Todo lo que sucede antes, durante y después de la recepción, es el caleidoscopio que enmarca los otros hilos; las famosas fiestas que componen el cuerpo de la novela. ¿Y por qué una novela ambientada casi exclusivamente en fiestas? La razón no podría explicarla, ni aun ahora. La anécdota secreta que se va desarrollando (sin spoilers) en la trama, se originó una noche en una fiesta, y ya que la influencia de 11

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Andy Warhol y Lou Reed es evidente (al punto que algunos la han llamado una “Novela pop”, de algún modo conectada a las vacas, latas de sopa Campbell’s, Lizes o Marilyns que componen el acervo del pilar del “Pop art”), lo más lógico era contarlo en esa sucesión de eventos. Así describía Lou Reed a Andy, cuya canción favorita del célebre álbum que ayudó a producir y promover – The Velvet Underground & Nico, de 1967– era la ominosa y exquista “All Tomorrow’s Parties” (en la que la supermodelo primigenia Nico, 1.85 de belleza germánica y voz monocorde, como una computadora haciendo una imitación de Greta Garbo, recita las sublimes y demoledoras frases de Reed, mientras la acompaña el soundtrack ideal para un Fashion Show en los infiernos, cortesía de John Cale); Andy era como una reina de las nieves, su melenita polar y anteojos oscuros como protección mientras permanecía sentado, escuchándolo todo, en el ojo del huracán de las fiestas a las que asistía de modo consuetudinario ya fuera en su taller recubierto de papel aluminio – The Factory–, o en suntuosos salones de la más selecta high society de Manhattan. Obviamente, no es coincidencia que nuestro narrador/Virgilio se llame Luciano Reed. No es difícil imaginarlo como parte de la fauna surgida de las composiciones de su semi-tocayo, al que escuchaba mientras hacía la composición del borrador #1, a través de los oscuros meses de abril y mayo, en secuencia (lo que hoy llamamos “playlists”) con The Smiths y su neurótico príncipe, Morrissey, David Bowie, This Mortal Coil, Tori Amos, Portishead, Throwing Muses, Kristin Hersh y otros exponentes de lo que muchos amigos llaman aun hoy “música deprimente”. Pero esa música servía exactamente para visionar esas fiestas. 12

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No importa que no fuera lo que se tocara en ellas: esa era la música que Luciano oía en su cabeza. El 8 de marzo de 2004 me escapé de una boda a la que fui invitado. Por motivos que no necesito contar, tuve un ataque de ansiedad. Primero me refugié en un supermercado (en el pasillo más recóndito y desierto para que nadie me viera) y luego volví a casa y escribí, de un tajo, 15 cuartillas que eventualmente fueron tomando forma en una narración que hacía sentido. Maricarmen Taibo había sido profeta, después de todo: ahí había una historia qué contar. Han pasado muchos años desde que se publicó por primera vez esta historia. Más allá de las alusiones a tantas canciones del Velvet Underground, a películas (mi pasión compartida con Luciano, Lucianito, Lux, Lucifer, y no la única), o hasta a Beverly Hills, 90210 (en su pálida y temblorosa juventud, cada quien tiene derecho a tener las obsesiones que le plazcan), lo que encontré en ella al volver a adentrarme en sus senderos salpicados de confeti y luces de color, fue que los personajes son más sólidos y fuertes de lo que recordaba. Luciano no está solo. Su cómplice es Estefanía Larios, una creación que debe su existencia a fragmentos de algunas colosales amigas que tuve el privilegio de conocer desde mi adolescencia hasta mi temprana adultez. Una de ellas me conoció leyendo Drácula en una sala de espera. Otra más, se convirtió en musa (mía y de muchos otros); otra es la sister que me llevó a encontrar otros caminos creativos en los escenarios, otra recibió una propuesta nupcial vía carta en los 90, que respondió con un tierno y sabio “no”.

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Hay personajes inolvidables en la vida que nos van dejando un fragmento, un recuerdo, una frase, una circunstancia, un beso robado. Personajes que vienen a uno con una angustia, y lo dejan con una adicción, pero al final y sobre el papel, todos imaginarios. Con raíces en el alma, no en la tierra. Esta versión de Las Fiestas es la misma de esa primavera extraña, pero también es muy diferente. Es lo que, siguiendo el ejemplo de mi colega Antonio Ortuño, llamo una versión “definitiva”. Reescrita, reimaginada, vuelta a narrar con un trazo más firme. Con el autor quizá más viejo (acabo de cumplir los 45 años en junio) , pero más curtido. Con los amores más claros, quizá. O con la voz más tersa. El universo es el mismo (la gente sola busca una fiesta), el estilo también. Pero los personajes tienen un nuevo matiz. Algunos tienen nuevos nombres. O hábitos. O secretos. Es como ir a la misma fiesta (la boda de Andrea y Diego, por ejemplo), pero más amplia y detallada: en alta definición, si se quiere usar un término cinematográfico, visual, algo que siempre ha caracterizado a esta novelita en particular. Nicolás Cuéllar Camarena, al crear Dharma Books, tuvo a bien pedirme un libro. En ese momento, yo llevaba tiempo dedicándome a la dramaturgia – ya había estrenado Somos eternos, una fabulita apocalíptica en un acto, muy hogareña y tierna, escrita para dos voces- y no era invitado a encuentros de escritores porque, según dijo uno de mis colegas – de esas bright young things que a base de esfuerzo llegarán a ser “el/la mejor escritor/a de su generación” porque eso es su mayor deseo, bien ahí- “si no publicas novelas ya no eres escritor” (me supongo que Eurípides, Calderón de la Barca, Tennessee 14

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Williams y Héctor Mendoza vendrán a jalarle los pies en la noche mientras duerme); le dije a Nick (un editor tenaz e intrépido donde los hay, chapeau) que estaba batallando con lo que sería mi primera novela en una década y que solo tenía, en narrativa de largo aliento esta, cuyos derechos me habían devuelto después de agotar una primera edición lanzada en 2007 y que no había sido reimpresa, perdiéndose en la debacle de la casa editorial que originalmente la publicó. Nicolás, convertido en mi editor de facto, dijo que tomaría encantado Las Fiestas, y junto con Jorge Othón Gómez-Martínez (que es un príncipe) y la infatigable y sagaz María Fernanda Toral, nos dimos a la tarea de revisar toda la novela, reescribir escenas completas y agregar otras. Como cuando Ridley Scott agregó las escenas suprimidas a Alien, cuidando estos jóvenes que no se notaran las costuras. Así es como hemos llegado –con un hermoso diseño de Raúl Aguayo, que tomó el concepto de “Novela Pop” con gusto, e hizo una cubierta y un interior acordes, inspirándose no solo en Warhol, sino también en la fiesta “para acabar con todas las fiestas”, el histórico baile Blanco y Negro ofrecido por Truman Capote para 280 de sus amigos más cercanos en el célebre ballroom del Hotel Plaza en Nueva York, noviembre de 1966 –quince años más tarde a este reencuentro de personajes. Las Fiestas, en sí, no tiene un género que la encasille (algo que puede resultar en la sorpresa del lector): es un melodrama, sí, pero también es un thriller psicológico, una (o varias) historia(s) de amor dulce y sensible, o una historia de rencor; puede ser una sátira social, una parodia mordaz, un cuento de terror o una novela costumbrista. Es claramente, 15

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un producto de su tiempo (los primeros 2000) y esa es la esencia que quisimos preservar. Ahora podemos seguir a Luciano y Estefanía y todos sus allegados, a la pista de baile, entre la ropa de gala, los globos plateados, las luces estroboscópicas y las copas de champaña, con un aura de nostalgia por todas las fiestas de ayer, pero también con la esperanza de que quizá, como cuando entregamos nuestro amor por primera vez (alegre, ciega e irresponsablemente), en nuestra juventud, habrá más para dar. Todos tus mañanas comienzan aquí.

Miguel Cane cdmx, Octubre de 2019

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