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Llegada la hora Karla Zárate Primera edición, 2019 isbn 978-607-29-1624-1

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Publicado por Dharma Books + Publishing Colección: El vuelacercas

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d.r. © 2019, Dharma Books + Publishing Atlixco 104, int. 4, Hipódromo Condesa, 06170. Cuauhtémoc, cdmx. www.dharmabooks.com.mx

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Diseño editorial y de portada Raúl Aguayo Impreso en México Se prohibe la reproducción total o parcial de esta obra, incluido el diseño tipográfico y de portada, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito de la editorial.


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Las manchas de sangre en los manteles (que pueden provenir de un accidente con el cuchillo de tallar o de algún asesinato) ya no representan problema alguno, ni se debe quitar el mantel para limpiarlas. Se debe frotar con fuerza la zona manchada con agua de nabos tibia.

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Leonardo da Vinci, Los apuntes de cocina


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Siendo el jueves 29 de noviembre de 2018, el comité editorial de esta casa seleccionó Llegada la hora, de Karla Zárate, como una de las tres obras ganadoras de la Convocatoria 2018 para Narradoras de Habla Hispana.


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He comprendido que la muerte es el verdadero oficio de los hombres, ya sea alimentando los cuerpos que habrán de morir o envenenando sus borracheras. Nacemos para vivir, matar, unas veces lentamente, como cuando abusamos, hacemos sufrir o torturamos a nuestros semejantes; otras veces disparando una pistola, partiendo un cráneo, degollando algún pescuezo de gallina. La muerte es la materia de la vida, el sabor picante de la salsa de los tacos, la risa de la pelona, la burla a los soberbios y pomposos, la trompetilla al final del homo sapiens. Se cocina a fuego lento hasta que hierve. La muerte es gula porque se traga, a veces, sin hambre.

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Así es, así será.

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Hay algo siniestro en cocinar para los condenados a muerte. Es excitante. Cuando preparo el alimento, me deleito al saber que los presos no podrán quejarse o felicitarme por el platillo que les ofrecí. No tendrán oportunidad. Devorarán lo que luego se pudrirá junto con ellos –banquete para los gusanos–, porque mi comida ya no se digiere o sale como sucede normalmente; eso si no se mean, cagan o vomitan al sentir el frío líquido de la inyección letal. Pero hay algo que quizá sea aún más sádico: matar a quien se encarga de matar.

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Me llamo John Guadalupe Ontuno, soy el jefe de la cocina de Polunsky y acabo de chingarme al alcaide de la prisión. Había imaginado una reacción violenta, la cabeza girando sobre su eje, espuma brotando por la boca, el cuerpo retorciéndose, temblando y sudando sangre por los poros de la piel. Yo, agasajado frente a la escena, viendo al tipo ebrio de whiskey, a punto de morir.

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Esa noche me esforcé en prepararle su comida favorita. El Chief Brown decía tener una predilección por la carne kobe, producto de bueyes que escuchan música clásica, borrachos de cerveza y masajeados, pero en realidad era falsa porque el pobre idiota no se daba cuenta de que la mayoría de las veces le daba carne común y corriente con ablandador. ¿Cómo iba a conseguir kobe con el presupuesto jodido que nos asignan para la cocina? Freí la carne de la hamburguesa, la acompañé con cebolla, lechuga y jitomate. Coloqué los envases de cátsup, mayonesa y mostaza a un lado; las papas a la francesa en un plato aparte. La cocina olía a la masa de los bollos que yo mismo horneé; imaginé cómo el aroma se cuela por los pasillos hasta llegar a las celdas y a las narices de los condenados. Y sonreí. Puse los platos en la bandeja, sobre el carrito cubierto con un mantel blanco y una servilleta de tela que doblé de forma clásica, además de una botella de Jack Daniel´s, el whiskey favorito de Brown, dos vasos, uno de ellos ya servido, otro vacío del que él había bebido días antes y que yo guardé sin lavar, y una hielera. El recorrido no fue muy distinto del que hago cuando entrego las últimas cenas. Caminé despacio, silbando la melodía de El golpe; se me había quedado pegada porque el Chief tenía la maldita costumbre de llamarme por teléfono para pedirme su comida y a media plática me ponía en espera mientras en el conmutador sonaba esa pinche rola. Puse atención en el muro con la mancha negra que parece un Cristo crucificado, en el escalón con el borde roto, en la puerta que rechina como gata en celo, pero en vez de dirigirme a las celdas, giré a la derecha hacia el área donde estaba la oficina del director. 12


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En cada punto de control saludé a los guardias como si nada, y me respondieron con un gesto vago, hartos por la tediosa labor de pasar sus días encerrados, aburridos, custodiando a los vivos-muertos de la unidad Polunsky. Los demás empleados y asistentes ya se habían retirado. La puerta estaba cerrada. Era probable que Tiwa, mi ayudante nativa americana y compañera de guardia esa noche, estuviera ahí dentro chupándosela. Sabía que se lo exigía bajo la amenaza de mandar capturar al padre de ella por un homicidio que cometió y del que Brown se enteró. Ella en cuclillas, ensalivando, frotando, esforzándose para que él terminara rápido. Brown de pie, con las manos sobre la cabeza de Tiwa, jalándole el pelo, no muy fuerte, con ganas de metérsela pero consciente de que el semen dentro de su pussy podría ser usado en su contra. O tal vez estaría con Bosco. Pero lo encontré solo, sentado en una butaca. –¿Me trajiste lo que te pedí? –dijo apenas abrí. Tus pelotas al mojo de ajo, fuckin´ gabacho, le hubiera querido responder. Brown le dio una mordida la hamburguesa; masticaba con la boca abierta y se lamía los dedos embarrados de salsa de tomate. Le serví un whiskey en el otro vaso. Lo bebió de un trago. Mientras lo rellenaba dio otra mordida. –¡Exquisito! –mugió. Soltó un eructo y siguió comiendo. Dio inicio al monólogo de sus hazañas heroicas, poco interesantes y exageradas, que ya me sabía de memoria y que esta vez no tenía tiempo de escuchar. –Mira, cocinero, me jugué la vida. He participado en varias maniobras para destapar organizaciones, pero desmantelar a ese grupo de mafiosos fue mi mayor reto. 13


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Y me dieron mi recompensa, tú sabes –señaló una medalla dorada con listones azules, rojos y blancos que colgaba de uno de los muros. –También Dios lo premiará allá arriba, Chief –volví a llenar el vaso hasta el tope. Siguió hablando. Los extremos puntiagudos de sus bigotes se movían de arriba hacia abajo y alzaba la ceja izquierda. Trataba de no interrumpirlo, y si llegaba a hacerlo, le decía las palabras o frases indicadas que lo engrandecían, incluso fingía tartamudear, como un súbdito temeroso y servicial que creía que la labor justiciera del patrón era digna de reconocimiento y aplauso. Se levantó y salió de la oficina. Escuché cómo un chorro de orina caía con fuerza sobre el agua del inodoro. Regresó con el pelo húmedo, las mejillas enrojecidas y tambaleándose un poco. Tomó asiento; frente a él lo esperaba el vaso que ya había servido en la cocina y que otra vez terminó de un trago. Me dieron ganas de beber con él, brindar por nosotros, por mi vida y por su muerte, de decirle salud, hijo de la chingada, buen provecho, nos vemos en el infierno, pronto vas a recibir tu merecido viaje al inframundo por mi propia mano. También me hubiera gustado verlo arrastrarse por el suelo, tosiendo sangre, rogándome que le ayudara, pero no fue así. Me invadieron el temor y las dudas: sabía que me estaba arriesgando. Se reclinó hacia atrás, roncó un poco. Se quedó dormido con la boca abierta. 14


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Me mantuve a un par de metros para observar su embotamiento. El ambiente se sentía pesado, espeso, y sudé frío. Brown siguió roncando. Miré el reloj. Me acerqué a él y percibí un tufo desagradable, a cigarro, alcohol y comida. Dos papas fritas reposaban sobre su camisa, dejando manchones de grasa alrededor. La cabeza pendía hacia un lado. Los ojos estaban entreabiertos, casi en blanco, y del oído salían pelos oscuros y gruesos. Descansaba sobre el sillón como un animal recién cazado, con los miembros inmóviles pero con el pecho subiendo y bajando al ritmo de su lenta respiración. Coloqué el vaso que se había bebido sobre mi carrito. Puse hielo y más whiskey en el otro, que coloqué cerca de su mano entreabierta. Salí.

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No sé si la imagen del Chief Brown me va a perseguir todas las noches, si su rostro aparecerá en cada niño que vea en la calle, en la persona que me atienda detrás de un mostrador, en la mujer que se detenga para preguntarme la hora. En Don Pascual, mi padre.

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Uno aprende a vivir con sus muertos.

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