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EL NACIMIENTO DEL RUIDO LEO FENDER, LES PAUL Y LA RIVALIDAD QUE DIO FORMA AL ROCK ’N’ ROLL

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Título original: The Birth of Loud Traducción: Ainhoa Segura Alcalde Diseño de cubierta: equipo Alfaomega Diseño original: James Iacobelli

©  2019, Ian S. Port Publicado por acuerdo con el editor original, Scribner, una división de Simon & Schuster, Inc. De la presente edición en castellano: ©  Neo Person, 2019 Alquimia, 6 - 28933 Móstoles (Madrid) - España Tels.: 91 614 53 46 - 91 614 58 49 www.alfaomega.es - E-mail: alfaomega@alfaomega.es Primera edición: marzo de 2020 Depósito legal: M. 1.316-2020 I.S.B.N.: 978-84-15887-52-2 Impreso en España por: Artes Gráficas COFÁS, S.A. - Móstoles (Madrid) Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

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A mis padres, que me concedieron los dones del amor, la escritura y la mĂşsica.

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ÍNDICE

PRÓLOGO ..................................................................................................... 15 1. «LA GUITARRA ELÉCTRICA DABA DINERO» ......................................... 21 2. «ÉL ES LA RAZÓN POR LA QUE NOS PUEDEN OÍR ESTA NOCHE» .......... 28 3. «ESE NO ES LES PAUL» ....................................................................... 35 4. «YA VA SIENDO HORA DE QUE HAGA ALGO AL RESPECTO» ................ 42 5. «DICES QUE PUEDES FABRICAR CUALQUIER COSA, ¿NO ES ASÍ?» ....................................................................................... 50 6. «LAS PUERTAS DEL INFIERNO SE ABRIERON DE PAR EN PAR» ........... 55 7. UNA «GUITARRA MODERNA» .............................................................. 60 8. «QUE APUNTE HACIA EL OMBLIGO PARA QUE PUEDA TOCAR» ................................................................................... 68 9. «ACTUAMOS COMO SI ESTUVIÉRAMOS CANTANDO EN LA DUCHA» ................................................................................................. 74 10. «SI LEO NO CUMPLE, NO SE LO PERDONARÉ JAMÁS» ....................... 78 11. «NO SÉ DECIRTE CUÁNDO ESTARÁ LISTA» ......................................... 87 12. «SUPONGO QUE NO DEBERÍA HABERME CERRADO EN BANDA DURANTE TANTO TIEMPO» .................................................................. 94 13. «SI NO HACÉIS ALGO AL RESPECTO, FENDER VA A DOMINAR EL MUNDO» ......................................................................................... 98

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14. «COMO UNA CORRIENTE ASCENDENTE» ............................................ 105 15. «LUCES TENUES, HUMO DENSO Y MÚSICA ENSORDECEDORA» .............................................................................. 113 16. «¡ES QUE LES DE VERDAD HA CREADO UN INSTRUMENTO NUEVO!» .............................................................................................. 122 17. «NO LE GUSTA INVOLUCRARSE EN TEMAS DESAGRADABLES» .......... 129 18. «¿Y NO QUIERES TAMBIÉN LA LUNA?» ................................................ 135 19. «PROBEMOS DE NUEVO» .................................................................... 142 20. «NO SABÍAMOS QUE EL CANTANTE DE “MAYBELLENE” ERA NEGRO» ........................................................................................ 147 21. «DOS BURROS, CADA UNO EN UN EXTREMO DE UNA CUERDA, TIRANDO EN SENTIDO CONTRARIO» ................................................... 152 22. «SI NO ME EQUIVOCO, NUESTRAS GUITARRAS SON MÁS LIGERAS QUE UNA PLUMA» ................................................................ 159 23. «ME DI CUENTA DE QUE TODO HABÍA TERMINADO PARA LOS MÚSICOS COMO YO» .................................................................. 163 24. «¿POR QUÉ TIENES QUE TOCAR TAN ALTO?» ...................................... 171 25. «TÚ TAMPOCO QUERRÁS SEPARARTE DE LA TUYA» ........................... 180 26. «SOY INCAPAZ DE ENTENDERLE» ....................................................... 187 27. «¿ADÓNDE VAS, LEO?» ....................................................................... 192 28. «PROPENSO A HABLAR A LA LIGERA» ................................................. 198 29. «TE HA DADO UN BUEN REPASO» ....................................................... 202 30. «NO ME PUEDO CREER QUE TENGA QUE TOCAR ESTA MIERDA» ..................................................................................... 206 31. «ES UNA RICKENBACKER» .................................................................. 211 32. «HABÍA TRAICIONADO MIS PRINCIPIOS» ............................................ 218 33. «ES EVIDENTE QUE SU MENTALIDAD NO ESTÁ ENFOCADA AL CRECIMIENTO» .............................................................................. 223 34. «¿QUÉ VALE MÁS?» ............................................................................. 230 35. «PENSABA QUE DYLAN NOS ESTABA ABANDONANDO» ...................... 234 36. «¡DEJAD QUE DIOS HAGA LO QUE QUIERA!» ....................................... 239 37. «SE TRATA DE UN GRAN AVANCE» ...................................................... 247 38. «PORQUE NO TENGO GUITARRA» ........................................................ 251 39. «DESDE UNA PERSPECTIVA COMPLETAMENTE DISTINTA» ................. 258 40. «ÉL ERA AUTÉNTICO» ......................................................................... 264

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41. «LAS GUITARRAS DE HOY EN DÍA SUENAN IGUAL DE BIEN» ............... 269 42. «POR FIN COMPRENDIMOS DE QUÉ IBA ESE TEMA» .......................... 275 EPÍLOGO ...................................................................................................... 280 AGRADECIMIENTOS ..................................................................................... 302 NOTAS Y FUENTES ....................................................................................... 308 ÍNDICE TEMÁTICO.................................................................................................

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«Y si te paras a escuchar, podrás oír un movimiento, un deslizarse, un roce y… una inquietud. Están sucediendo cosas de las que la gente que las provoca no tiene ni la menor idea… todavía. Algo va a salir de toda esta gente yendo al oeste, de dejar las granjas abandonadas. Algo va a surgir que cambiará todo el país». John Steinbeck, Las uvas de la ira, 1939*

*  John Steinbeck. Las uvas de la ira. Traducción de María Coy. Madrid: Ediciones Cátedra. Novena edición, 2007.

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PRÓLOGO

SANTA MÓNICA, 1964

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os gritos llegaban en oleadas histéricas y exultantes, salpicadas de aplausos. A continuación, la cámara los enfocó: cinco hombres con camisas de rayas a juego, aire vacilante y sonrisa infantil. The Beach Boys. Un golpe de caja le insufló vida a la canción y los miembros del grupo que se hallaban en la parte frontal del escenario comenzaron a marcar el ritmo con los pies. El pulso de la batería sustentaba una chispeante armonía de voces masculinas, pero había otro sonido que le disputaba el protagonismo: una corriente sonora ronca y explosiva. Unos peculiares instrumentos colgaban de los hombros de varios de los músicos. Dos de esos instrumentos estaban pintados de blanco y tenían un cuerpo muy fino, con unas curvas voluptuosas que recordaban a una nave espacial, a una ameba o a un torso humano. Detrás de los músicos había unos armarios de color crema del tamaño de una nevera, con unos altavoces gigantescos apenas visibles en su interior, que eran parte de un novedoso sistema de sonido. Aquellas sofisticadas guitarras transformaban las notas y los acordes en un caudal de electrones, mientras que los amplificadores convertían esos electrones en nuevos tonos salvajes, tonos que sonaban desgarradoramente humanos a pesar de su matiz eléctrico. Sobre el escenario no había piano ni saxofón ni trompeta; no había director de orquesta ni orquesta. Además de la batería y las voces, los Beach Boys solo contaban con esas guitarras amorfas, casi todas de la marca Fender, que dependían de la electricidad y producían un sonido

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estridente. Aquel estruendo amplificado parecía espolear a los fans, que se movían al ritmo resuelto de «Surfin’ USA» mientras emitían unos alaridos que hacían temblar el escenario. Cuando esta escena se proyectó en los cines de Norteamérica durante las fiestas navideñas de 1964, fue como mirar al futuro. Formaba parte de un concierto de rock ’n’ roll filmado —el primero—, en el que también participaron unos Rolling Stones enardecidos y arrogantes, y el cantante James Brown, que ejecutó unas coreografías épicas que no se parecían a nada que la mayoría del público estadounidense hubiera visto antes. The Teenage Awards Music International Show parecía una frívola película para adolescentes más, pero contaba con tantas novedades que causó una gran conmoción. Era una muestra multirracial de las estrellas del pop más famosas del momento, capturadas en celuloide junto a un puñado de bailarinas en bikini y unos jóvenes enfervorizados. Casi todos los críticos de cine reaccionaron con desdén. «Los adultos, incapaces de diferenciar un grupo de otro, perciben la música de estos chicos como un conjunto monótono», rezaba una de las reseñas más representativas. Pero un nuevo orden se estaba estableciendo por sí mismo. Uno de sus principios era la equidad racial o, cuando menos, tratar de alcanzarla. Aquella era una celebración dirigida y adeudada al adolescente norteamericano, en la que se favorecía la música interpretada con instrumentos eléctricos que ofrecían a los músicos una novedosa y amplia gama de sonidos —y de niveles de volumen— para expresarse. Apenas quince años antes, esta escena habría resultado incomprensible. La música popular había sido el feudo de artistas comprometidos, profesionales cualificados ataviados con esmoquin, que leían partituras y se sentaban en el escenario formando una unidad disciplinada, dirigida por una figura de renombre con pajarita. Cantantes melódicos como Bing Crosby interpretaban canciones compuestas para ellos y su música estaba dirigida al público adulto, no a los jóvenes. Prácticamente todos los artistas que los acompañaban en las listas de éxitos tenían la piel blanca. Pero en los años de prosperidad que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, los adolescentes se habían hecho con el control del mercado de la música pop y muchos de ellos carecían de los prejuicios raciales de sus padres. Cantantes como Chuck Berry y Bo Diddley, y más tarde Marvin Gaye y las Supremes, llegaron a lo más alto en las listas antaño dominadas por blancos. La revolución complementaria que se produjo en el

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terreno de la tecnología musical precipitó estos cambios culturales. Cuando The T. A. M. I. Show se filmó en 1964, cualquiera que dispusiera del equipo adecuado podía alcanzar unos niveles de volumen capaces de llegar a cientos o miles de personas. Los nuevos adalides de la música manipulaban guitarras eléctricas y amplificadores para producir todo un universo de sonidos nuevos, que podían resultar tan evocadores como extraños. Una empresa había hecho más que ninguna otra por la tecnología que estaba cambiando las experiencias sonoras de la gente. Una empresa que había logrado que la guitarra eléctrica pasara a ser un elemento de ocio al ofrecer instrumentos baratos y resistentes tanto a músicos aficionados como a profesionales. Esta empresa fue la primera de la industria musical en aliarse con los gustos de los jóvenes; una de las primeras en pintar las guitarras de un color rojo intenso y posteriormente de azul y morado metalizados; la primera en bautizar a sus modelos con nombres tan sugerentes como Stratocaster o Jaguar. La competencia llevaba tiempo imitando las creaciones de la Fender Electric Instrument Company, pero esta ambiciosa firma del sur de California contaba con un activo del que carecían las demás: un técnico autodidacta cuya modestia contrastaba con la actitud procaz de los artistas que utilizaban sus instrumentos. Con su anodina ropa de trabajo y siempre ocupado en el laboratorio, Clarence Leo Fender dedicaba todas sus energías a perfeccionar las herramientas que habían propiciado la revolución eléctrica en la música popular, a pesar de que él no sabía tocar ningún instrumento. Por ello les pedía a los músicos, por los que sentía debilidad, que le dijeran lo que querían. En las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, Leo Fender había comenzado a fabricar guitarras y amplificadores en el almacén de su tienda y taller de reparación de aparatos de radio. Ahora, en 1964, su empresa dominaba el floreciente mercado de los instrumentos musicales. Al menos por el momento. Con sus camisas de rayas de manga corta, los Beach Boys proyectaban una imagen aseada y respetable, la de unos jóvenes en apariencia (si no realmente) inocentes. Los encargados de cerrar The T. A. M. I. Show fueron cinco británicos que salieron a escena con unos modernos trajes oscuros y una expresión de indiferencia aturdida que rayaba en la hostilidad. El cantante, con su cabello moreno y ondulado, que le caía por la nuca, se paseó por el escenario con los gruesos labios presionados contra

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el micrófono, provocando a sus jóvenes presas. A su izquierda, un guitarrista de cara abrupta vapuleaba un instrumento singular. Aquella pequeña guitarra de cuerpo sólido respondía con rugidos y bramidos, con un sonido denso y progresivo que no podía diferir más de los finos rayos de luz que habían emanado de las Fender de los Beach Boys. El rock ’n’ roll de estos últimos presentaba la vida como una suerte de idilio juvenil, un viaje desenfadado en el que el sexo solo se mencionaba de manera eufemística y rara vez como motivo de conflicto. Unos minutos después, los Rolling Stones transformaron el rock en una fantasía carnal, una confusa mezcla de ego y lujuria, traición y satisfacción. Considerados ya los chicos malos del rock ’n’ roll, los cinco jóvenes británicos representaban ese papel tanto en el escenario como fuera de él, y veían a los Beach Boys —otro grupo de blancos que se servía de las guitarras eléctricas para interpretar una música creada por negros— como competidores de una liga totalmente distinta. Los Rolling Stones tenían un sonido nuevo y personal. Y parte de lo que alimentaba la diferencia era un instrumento hallado en una tienda de segunda mano londinense, un arma secreta que les permitía producir esos tonos sucios que tanto les gustaban. Se trataba de una guitarra, fabricada por la respetada compañía Gibson, que llevaba el nombre de Les Paul. Gracias a Keith Richards y otros roqueros británicos, este modelo Les Paul pronto se convertiría en el principal compañero y rival de los instrumentos Fender, igual que muchos años antes lo había sido la persona que le había prestado el nombre. El propio Les Paul era sumamente enérgico y excéntrico, tan bullicioso y extrovertido como tranquilo e introvertido era Leo Fender; un músico brillante y un técnico de gran talento, un embaucador y un comediante, un cuentista y un trabajador incansable que ansiaba llegar a lo más alto de las listas de éxitos. Partiendo de sus raíces como músico de country y jazz, Les Paul había inventado un estilo de tocar muy llamativo con el que no tardaría en ser identificado, un estilo que definiría el instrumento para numerosas generaciones de ambiciosos guitarristas. Pero a Les Paul las guitarras de la época le parecían deficientes. Sabía lo que quería, lo que creía que podría convertirlo en una estrella: un sonido fuerte, sostenido y puramente eléctrico, un sonido que ningún instrumento le proporcionaba. Su búsqueda de ese tono puro —y, por medio de él, de la fama— le llevó hasta California. Allí entabló una amistad un tanto recelosa con

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Leo Fender, un técnico autodidacta que estaba interesado en el mismo problema. Los dos comenzaron a experimentar juntos, impulsando así la música del futuro. Pero para cuando Les logró rescatar la guitarra de su papel secundario y colocarla en el epicentro de la cultura norteamericana —y un nuevo y radical diseño de guitarra eléctrica por fin se hizo realidad—, habían dejado de ser amigos y se habían convertido en rivales. El mayor competidor de las guitarras de Leo Fender sería un modelo Gibson con la firma de Les Paul en letras doradas. A partir de entonces, sería Fender contra Gibson, Leo Fender contra Les Paul, las guitarras eléctricas que llevaban sus nombres disputándose el afecto de una extensa generación de músicos inspirados por el nuevo sonido del rock ’n’ roll. Durante un breve periodo de tiempo el enfrentamiento pareció apaciguarse, pero después de que Keith Richards apareciera en The T. A. M. I. Show con la Gibson Les Paul, sus colegas de la escena musical británica vieron que aquel instrumento era capaz de producir tonos por entonces fuera del alcance de cualquier otra guitarra, incluida una Fender. La Gibson Les Paul tenía un carácter licuado, abrasador, pesado; engendraba sonidos para los que no había sido fabricada, pero que ahora resultaban extremadamente atractivos. La imagen y la sonoridad de esta guitarra acabarían definiendo un nuevo estilo de rock duro basado en el blues. Por lo tanto, prácticamente desde que los Beach Boys y los Rolling Stones compartieran escenario en The T. A. M. I. Show, la vieja rivalidad entre Fender y Gibson, la competición entre el modesto Leo Fender y el ambicioso Les Paul, se reavivó. A partir de entonces y hasta el día de hoy, esta confrontación —entre la luz y la oscuridad, lo delicado y lo denso, lo ligero y lo pesado, el oeste y el este, lo nuevo y lo viejo— obsesionaría a un número incalculable de músicos. Pero los instrumentos de estos dos hombres participarían en una lucha aún mayor. Ya fuera en las manos de Chuck Berry o Buddy Holly, Jimi Hendrix o la Velvet Underground, los Sly & the Family Stone o Led Zeppelin, Prince o The Runaways, Bad Brains o Sleater-Kinney, las guitarras eléctricas se utilizarían para hacer una música con una tolerancia manifiesta, salvo algunas excepciones, hacia las distintas identidades raciales y étnicas. La música alimentada por estos instrumentos buscaba una audiencia única o, en su defecto, un grupo de seguidores en constante expansión, que se vieran a sí mismos como jóvenes aun cuando no lo fueran. Quizá esta inclinación hacia la diversidad y la juventud explique algunas de las críticas hostiles publicadas con tanta displicencia en 1964.

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Y es que entre el público presente en el Santa Monica Civic Auditorium la noche en la que se grabó The T. A. M. I. Show había bastantes adultos. También había adultos sentados en las butacas de muchos de los cines en los que se proyectó la película. ¿De verdad James Brown y los Rolling Stones, Marvin Gaye y los Beach Boys les resultaron tan aburridos como decían los críticos? ¿O quizá esos periodistas presintieron que los jóvenes, armados con los nuevos y potentes instrumentos de Leo Fender y Les Paul, por fin serían capaces de consumar la revolución cultural con la que llevaban tanto tiempo amenazando?

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1 «LA GUITARRA ELÉCTRICA DABA DINERO»

NUEVA YORK, 1940-1941

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os domingos por la tarde, nada más despertarse, Les Paul salía de su piso de Queens y cruzaba a toda velocidad el East River camino de Manhattan. Estaba trabajando en una cosa, en algo que solo podía fabricar allí. Nunca iba por las mañanas porque Les Paul era alérgico a las mañanas. Debía ser por las tardes, cuando se hubiera recuperado de las intensas jam sessions de jazz de Harlem o la calle 52 y de los conciertos que a veces daba antes con una orquesta de swing. El domingo solía ser el único día de la semana en el que Les no tenía un ensayo, un concierto radiofónico o un bolo. Podría haberlo pasado con su familia, con la esposa a la que había arrastrado a Nueva York desde Chicago, la mujer que estaba a punto de darle su primer hijo, pero Les Paul tenía que extraer de su cabeza un sonido. Después de levantarse bien entrada la tarde, se vestía de cualquier manera, salía disparado de su diminuto piso y volvía a cruzar el puente de la calle 59 en dirección a la misma isla abarrotada y llena de humo de la que había regresado apenas unas horas antes. Recorría con su sedán las congestionadas vías de Manhattan hasta llegar a la calle 14, en la que, cerca de la esquina con la Séptima Avenida, se alzaba un orgulloso edificio de arquitectura neorrenacentista, cuyos pisos superiores estaban ocupados por la fábrica de instrumentos de cuerda Epiphone. La fábrica cerraba los domingos, pero Les había llegado a un acuerdo con el propietario. Este hombre larguirucho de veintiséis años se acercó a las majestuosas puertas y le dedicó una amplia sonrisa al guardia

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de seguridad, que le dejó entrar y le acompañó arriba. El vigilante encendió las luces, los tornos y las lijadoras del taller vacío y le mostró cómo funcionaban. Después dejó a Les Paul solo en aquel espacio cavernoso para que pudiera fabricar un instrumento capaz de producir el sonido que oía en su cabeza. Les llevaba oyendo ese sonido prácticamente la mitad de su vida, desde que era un chaval que tocaba canciones hillbilly y contaba chistes remilgados ante todo aquel que en Waukesha (Wisconsin) quisiera escucharle. Nacido como Lester Polsfuss el 9 de junio de 1915, Les, cuya madre sentía devoción por él y le consentía todo, había comenzado a tocar la armónica a los ocho años y había descubierto por casualidad que si la sumergía en agua hirviendo sonaba mejor. De niño había desmontado y vuelto a montar la pianola de su madre, Evelyn, el teléfono, el gramófono e incluso los interruptores de la luz. Les adoraba la radio; le encantaba escuchar el Grand Ole Opry con Evelyn, que era una enamorada de la música country. También le gustaba fabricar sencillos receptores de galena y hacer experimentos con un receptor más sofisticado que tenía a medias con un amigo. Pero a pesar de su pasión por los aparatos electrónicos y sus misterios, ningún objeto le parecía más fascinante que la guitarra. Después de haber visto una por primera vez entre bambalinas en un concierto de música hillbilly celebrado en Waukesha, comenzó a tocarla y se propuso dominarla lo antes posible, como si tuviera que cumplir con algún tipo de plazo del que solo él fuera consciente. Durante los primeros años de adolescencia y siendo ya el líder de un grupo, Les salía de casa a hurtadillas por las noches y se colaba en bares y tabernas para observar a los músicos y memorizar acordes y fraseos. Al poco tiempo, tuvo una revelación sobre la guitarra y la radio, sus dos cosas favoritas. La primera presentaba una debilidad frustrante, según había podido advertir, y la segunda parecía ofrecer una solución. A los catorce años solía cantar y tocar la guitarra al lado de un puesto de carne que había a las afueras de Waukesha, en un sucio aparcamiento en el que los clientes, que devoraban pringosos sándwiches de ternera en sus coches, constituían un público perfecto. En el cálido verano anterior a la Gran Depresión, Lester Polsfuss —o «Red Hot Red», como se hacía llamar por entonces— recibía unas propinas muy generosas. Se apostaba en uno de los lados del aparcamiento e interpretaba viejos temas hillbilly como «I’m a stern old bachelor» («Me cambio de

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calcetines tres veces al año y nadie se queja»), tocaba la armónica y contaba chistes mientras los conductores le escuchaban a medias en sus Model Ts. Para que se le oyera mejor en el ruidoso aparcamiento, Les, haciendo gala de un gran ingenio, había conectado un micrófono al circuito de la radio portátil de su madre y lo había transformado en un rudimentario altavoz. Una tarde, un empleado del puesto de carne le entregó una nota al jovencito Red Hot Red. No se trataba de una petición ni de un elogio, sino de una queja. Aunque los presentes podían oír la voz de Les y el sonido de la armónica, el de la guitarra no les llegaba. Aquel pequeño instrumento acústico, un modelo Troubadour que Les había comprado de un catálogo de Sears Roebuck por tres dólares y noventa y cinco centavos, dinero que había ganado repartiendo periódicos, se perdía entre las voces hambrientas y el rugido de los motores del aparcamiento. A Les se le ocurrió una idea. Una tarde se acercó en bicicleta a la gasolinera de su padre y tomó prestados la radio y el gramófono de George Polsfuss. Después se dirigió al puesto de carne y conectó el micrófono a la radio de su madre, como hacía habitualmente, pero esta vez introdujo la aguja del gramófono en la tapa de la guitarra (el panel de madera vibraba por la acción de las cuerdas). Seguidamente conectó el cable de la aguja del gramófono al aparato de radio de su padre pensando que podría transferir el sonido de la guitarra acústica al circuito electrónico y al altavoz de la radio y amplificarlo. Guitarra más radio: una combinación mágica. La voz de Les y el sonido de la armónica retumbaron a través de uno de los altavoces electrónicos, mientras la guitarra, tosca y turbia pero audible, resonaba por el otro. El público del aparcamiento ahora podía disfrutar de todos los elementos que componían el número de Red Hot Red: voz, armónica y una guitarra áspera. Al parecer, lo estaba deseando. Las propinas de aquella tarde se triplicaron (o eso contó el a menudo exagerado Les). El joven Lester Polsfuss había descubierto, como diría más adelante, que «la guitarra eléctrica daba dinero». Pero no solo dinero. Les se dio cuenta de que aumentar el pobre volumen de la guitarra podía impulsar su carrera, que la relevancia sonora de su instrumento podía, como así sería, determinar su propia relevancia como artista. Once años después, en esas atareadas tardes de domingo que pasaba en Nueva York, Les Paul seguía intentando amplificar la guitarra con un

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altavoz eléctrico. Ahora, tras haber persuadido a un conocido director para que le hiciera un hueco al Les Paul Trio en su orquesta de jazz de cuarenta y cinco miembros, era una estrella en alza. Los Pennsylvanians de Fred Waring tocaban dos pases en directo cada tarde en el Vanderbilt Theatre de la calle 48, que eran emitidos por la radio, de costa a costa, en horario de máxima audiencia. La revista DownBeat había destacado los astutos fraseos que Les había incorporado al programa de Waring y describió a su bullanguero grupo como un rayo de luz entre un regimiento de músicos de swing ataviados con esmoquin que se tomaban a sí mismos demasiado en serio. Desde sus inicios en el aparcamiento de un pueblo rural de Wisconsin, Les había progresado, gracias a su labia y a su brillante talento, hasta lograr uno de los trabajos más prestigiosos y mejor pagados de la escena musical estadounidense. Pero, a pesar de ello, no estaba satisfecho. Ni con el rígido horario ni con la música formal que tenía que tocar ni, desde luego, con el sonido de su herramienta de trabajo. La guitarra había evolucionado mucho en los once años que habían transcurrido desde que Les le acoplara a la suya el gramófono de su padre. Las guitarras eléctricas habían aparecido en el mercado en 1932, en plena batalla de los músicos contra el inconveniente más antiguo del instrumento: el volumen. De por sí, la guitarra era un artefacto maravilloso; el mismísimo Beethoven se había referido a ella como «una orquesta en miniatura», ya que cubría cuatro octavas y con ella se podían tocar tanto acordes exuberantes como alegres melodías. Pero a pesar de su versatilidad y su fácil transporte, su escaso volumen limitaba en gran medida su utilidad. Funcionaba mucho mejor alrededor de una hoguera o en un salón que en una gran sala, donde tenía que competir con otros instrumentos. Tras haber mejorado tantos aspectos de la vida diaria durante los primeros años del siglo xx, la electricidad también parecía adecuada para mejorar la guitarra. En 1940, muchas compañías vendían guitarras que la empleaban para aumentar el volumen. En Nueva York, Les tocaba un modelo Gibson, considerado de vanguardia, que había sido lanzado al mercado tan solo tres años antes. A pesar de lo mucho que prometía el uso de la electricidad para potenciar el volumen y el sonido de la guitarra, el resultado decepcionó profundamente a Les. Lo que en 1940 se consideraba una guitarra eléctrica era en realidad un instrumento acústico, salvo por un detalle. La Gibson ES-150 de Les

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