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CAPÍTULO I

ORÍGENES DEL PSIQUIATRA Y DE LA PSIQUIATRÍA

Hablar de los orígenes siempre es complicado. Imagínense el escándalo que provocó Charles Darwin (1809-1882) con su teoría del origen de las especies. Encaminado a la carrera eclesiástica tras su fiasco en medicina, un viaje —embarcó en el Beagle como naturalista recorriendo el continente sudamericano durante cinco años por la sugerencia de su profesor de botánica— cambió su vida. Tras la experiencia, decidió moldearse como científico, abandonando todo vestigio teológico. De la posibilidad de dedicar su vida a la gloria de Dios, a cuestionar su creación. Del «hombre hecho a imagen y semejanza de Dios», producto de creencias religiosas, llegaría a la conclusión, basada en evidencias científicas, de que el «hombre procede del mono». Para los cristianos devotos de la época Darwin era «el demonio en persona», un ateo maligno disfrazado de científico. De la misma manera, el enfermo mental no dejaba de ser, para una gran mayoría, un representante del demonio en la tierra. Hasta comienzos del siglo xx, la ignorancia acerca de la enfermedad mental, junto con las creencias mítico-religio23

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sas —todavía muy arraigadas en nuestra sociedad—, hacían del enfermo mental una persona a esconder. Se contaban con los dedos de la mano aquellos desafortunados que, empujados por un familiar, iban a confesar su locura a oídos de ese señor «que es un médico como otro cualquiera», como solía decirle el familiar al «hechizado». Era tal el rechazo y el miedo que provocaba la enfermedad mental, que pocos se atrevían a ejercer de psiquiatras. Este taumaturgo, figura de la que había que estar lo más lejos posible, está hoy en día bastante aceptado. Del temor y la reverencia que su figura nos provocaba hemos pasado a visitarlo con relativa facilidad. En este proceso de aceptación de la figura del psiquiatra apenas han transcurrido cincuenta años. En el inicio del siglo xx el número de psiquiatras era escaso, por la sencilla razón de que la psiquiatría, tal como la entendemos hoy en día, no tiene más de cien años de historia. No nos sorprendamos: muchas de las disciplinas que nos parecen «de toda la vida» son también de reciente creación. Pensemos por ejemplo en la química, que no tiene más de trescientos años, doscientos más de antigüedad que la psiquiatría, una diferencia escasa si pensamos en otras disciplinas con más de veinte siglos de tradición, como las matemáticas. Al igual que el químico de bata y laboratorio tiene sus orígenes en el alquimista, ese señor que buscaba el elixir de la vida entre probetas y tubos de ensayo, la figura del psiquiatra halla sus ancestros en el chamán, el cual también pretendía, aunque de otra manera, subsanar los efluvios malignos. El chamán, ataviado de forma especial para convocar mejor los espíritus, era el personaje que, en su época, un poco alejada de la nuestra, tenía como misión intermediar entre el más allá, el mundo de los dioses, y el más acá, el mundo de la cotidianei24

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dad. El chamán era capaz de volar al Olimpo de los dioses e interpretar sus designios para transmitírselos a sus congéneres de la tierra. Con semejantes poderes no es de extrañar que pudiera también exorcizar los malos espíritus y deshacer los entuertos que provocaban tantos acechantes demonios. Tal vez este relato les resulte fantasioso, pero estoy seguro de que si a nuestros hermanos de hace tres mil años —pocos, en comparación con los miles de años que tiene la especie humana— les hubiéramos hablado del avión supersónico que nos lleva como si nada de un lado para otro, les habría parecido igualmente extraño. «Fantasmas», hubieran dicho nuestros antepasados; «fantasías, que no fantasmas», diríamos de nuestros ancestros en su afán de comunicar con la morada de los dioses. ¿Mentes dislocadas, mentes de niño o mentes privilegiadas que ya atisbaban los vuelos intergalácticos? Mentalidades aparentemente tan lejanas a las nuestras y, sin embargo, tan cercanas. La evolución nos ha diferenciado sobremanera del resto de las especies, pero no tanto de nuestros antepasados como a primera vista pudiera parecer.

Del viaje celestial al carromato Evidentemente, estamos hablando de dos mundos distintos, si bien la figura del chamán no era tan distinta de la de esos señores que, vestidos también de forma especial —con sotana y mil aparejos en caso de que pertenezcan a los rangos superiores—, tienen a bien dirigir nuestras almas hacia las cúpulas celestiales y, en ocasiones, regalarnos algún que otro milagro. Pero el milagro, esa representación de la voluntad divina en la tierra, es considerado especial, algo que ocurre de mane25

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ra excepcional. Por contra, en ese otro mundo «mítico», lo milagroso es lo habitual, el hombre se siente indisolublemente ligado al cosmos, al mundo de lo sagrado. Dado que se convertirán plenamente en hombres en cuanto se relacionen con lo sagrado, serán frecuentes las celebraciones y fiestas que les permitan el contacto con lo divino. Cada Nuevo Año celebrarán el milagro de la vida que «vuelve a renacer cada año», esa que los dioses tuvieron a bien regalarles, el sueño de la vida. Esa es la diferencia con nosotros, que pensamos de una manera un tanto dramática que nadie nos ha regalado nada y que la vida tiene como destino la muerte. No obstante, siempre hay algún optimista como Walt Disney, a quien las malas lenguas sitúan en una cámara criogénica, un frigorífico sofisticado, por si acaso la ciencia consigue el milagro de devolverle a la vida. Es en este mundo mítico-mágico donde ejercerá sus oficios el hombre «divino», el chamán, rodeado de dioses con los que establecerá alianzas para sus batallas contra los espíritus malignos. ¿Puede alguien albergar dudas acerca de los talentos de este hombre capaz de adivinar la intención de los dioses para de esta manera lograr aplacarlos? ¿Sería una sorpresa si nuestros primeros pensadores (los llamados filósofos) le otorgasen el báculo de la sabiduría? «Sabio», el que todo lo sabe, al punto de que es capaz de predecir los sucesos venideros. Los dioses, mediante «la locura», otorgarán al chamán un don: la capacidad de captar sus mensajes. A través de él y de la palabra se le manifestará al hombre la sabiduría del dios. Ese don y ese personaje serán los que conformen los orígenes de lo que hoy denominamos psiquiatra. ¿Está el profesional actual libre de los vestigios de sus ancestros? O más bien, ¿permanecerán estos anclados en el inconsciente colectivo? La psiquiatría de 26

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hoy, con sus pilares asentados en la ciencia y la objetividad, está, al menos aparentemente, lejos de ese mundo mítico e irracional. Y digo aparentemente porque, en mi opinión, están muy presentes en la praxis psiquiátrica actual. La sabiduría del chamán, con su capacidad de predecir los acontecimientos, dará paso a la filosofía, amor a la sabiduría. Del mythos al logos, del paraíso perdido al saber del logos y la palabra. El mundo ya no estará rodeado de espíritus, sino que será simple y llanamente materia (agua, tierra, etc.). El mundo de lo sagrado conservará su espacio, los dioses siguen por ahí («haberlas, haylas», que dicen de las brujas), pero empieza a aparecer otra realidad, junto a la cual emergerá la figura del filósofo. De la realidad como viaje celestial hemos pasado a una realidad mucho más humilde —«solo sé que no sé nada», que nos dijo Sócrates—, en definitiva, a un medio de transporte más rupestre: el carromato. El vehículo es la razón y el pasajero es la palabra. El logos implora ya a los hombres y no a los dioses.

El mal sagrado viaja en carro Una de las señales por las que nuestro hombre de antaño podía ser considerado como elegido por los dioses era el acceso del llamado «mal sagrado», al que hoy denominamos ataque epiléptico. Fue Hipócrates el que nos desveló que dicho mal podía ser simplemente el resultado de un desafortunado golpe en la cabeza. El «mal sagrado» deja de habitar en los cielos para trasladarse a la morada de los hombres, ejemplificando con claridad el paso de lo sobrenatural a lo natural. El 27

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golpe será pues la causa de la enfermedad. La observación y la empiria inician su andadura, dando paso a la medicina como techné, tal como la conocemos hoy en día. Platón, al establecer la relación entre el arte de la palabra y la medicina, reconoce de manera implícita que la primera actuaría perturbando el alma y la segunda el cuerpo. Así, Platón entrevé con claridad la interacción entre la palabra y el cuerpo. De esa manera, nos hablará del logos kilos, ese discurso bello que produce en el oyente sophrosyne, la purificación de cuerpo y alma que logrará un estado de armonía entre nosotros y el cosmos. Platón compara el alma con un carro propulsado por dos caballos, el noble y racional por un lado, y el irracional por el otro. El auriga será el guía que, con su mesura y razón, conducirá el alma al mundo de la virtud y la verdad. No es difícil asimilar la figura del auriga con la del terapeuta actual. Este, con la templanza de un buen auriga, intentará ayudar al paciente a armonizar esas dos fuerzas tan dispares y tan presentes en nuestros conflictos cotidianos. Esta alegoría será reinterpretada por Freud: las fuerzas inconscientes (irracionales) luchando contra el superyó (el orden, lo establecido). Sin embargo, la propuesta de Freud se diferencia de la de Platón en cuanto al origen de estas fuerzas irracionales. Mientras que el discurso de Platón se adscribe al pensamiento filosófico-humanístico, el de Freud tiene sus raíces en el discurso técnico-científico, para el cual el hombre es más un objeto a estudiar que un sujeto con el que debatir. Estamos, pues, ante dos grandes acontecimientos: el reconocimiento del poder del cuerpo como organismo reactivo a causas naturales y el poder del logos, de la razón y la palabra. Poder y contrapoder; cuerpo y alma, que diríamos nosotros. La medicina inicia su andadura entre estos dos polos: el cuer28

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po, más propio de la medicina, y el alma, la palabra, más propias de la filosofía. El médico, si bien admira y se instruye en la misma —no se olvide que la filosofía era la madre de todas las demás disciplinas—, no deja de mirarla con desconfianza. Entiende de la palabra, de su fuerza, incluso de su historia (las rogatorias a los dioses siempre estuvieron presentes en las prácticas curativas del chamán), pero las palabras pasaron a ser solo eso, palabras.

Un caballo se nos pierde Según la propuesta de Platón, tenemos un caballo noble, el alma bella, y un caballo indómito, concupiscente, ese cuerpo que todo lo quiere, siendo el logos del filósofo (en nuestro caso, el terapeuta) el que nos dará sophronesis (paz en cuerpo y alma). Aristóteles profundizará en las propiedades curativas de la palabra analizando el efecto que produce el acto teatral, la tragedia, sobre el espectador. Así, nos hablará de la katarsis, purificación de cuerpo y alma que se producirá tanto por el paso de la ignorancia al conocimiento, como por el cambio del estado de ánimo, que pasa del estado trágico a una catarsis resolutoria. No olvidará señalar el efecto curativo de la palabra como productora de cambios en los humores, esto es, en el soma. Por último, todo este proceso se producirá a través del placer, dado que «no se llega a vivir como hombre si no se tiene en sí mismo algo divino». El análisis de Aristóteles pronto caerá en el olvido, sin embargo el concepto de catarsis, a mi juicio, va a explicar muchos de los factores positivos de la psicoterapia. 29

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La figura del chamán, antaño brujo, hechicero, médico capaz de ensalmos y pócimas, se verá sustituida por la del filósofo como autoridad de almas, y por la del médico como científico del cuerpo. El caballo noble y virtuoso, espíritu en busca del bien, será guiado por el filósofo, mientras que ese caballo díscolo, más corpóreo y terrenal, será materia para el médico. ¡Qué lástima para la medicina y la psiquiatría haber roto su unión idílica! Eclipsada por tanto saber, y apremiada por la necesidad, la medicina griega decidió hacer el viaje a la grupa de un bravo pero solitario equino. Y si bien la medicina podrá hacer el viaje con relativa comodidad, no sucederá lo mismo con la psiquiatría, que precisará de los dos caballos, el cuerpo y el alma, para realizar su tarea. Este será, como veremos, el gran drama de la psiquiatría, dividida entre cirios y troyanos, olvidando la gran lección de los maestros griegos Platón y Aristóteles. Para ellos, tanto el alma como el cuerpo forman parte de un todo, el ser del hombre, y las acciones, tanto del discurso bello como de la catarsis, son un buen ejemplo de la interacción entre la palabra y el soma (cuerpo). La huella de la medicina hipocrática, en la que la enfermedad será física (por causas naturales) o no será, la vemos muy bien reflejada en el tratamiento de una enfermedad largamente olvidada pero siempre presente. Nos referimos a la locura de amor, que, aunque en la actualidad ya no se menciona —hecho rarísimo en estos días en los que todo tipo de problemática tiene su etiqueta diagnóstica—, tuvo en el Medievo especial relevancia, a la luz de las discusiones y comentarios que ocasionó.

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El Medievo y la locura de amor Instaurados el corpus del saber médico, la medicina hipocrática y su praxis como ciencia, tendremos ya al médico con su traje de faena. La teoría humoral, que definirá la salud como el equilibrio entre los diferentes humores (líquidos) del cuerpo humano, será su enseña. El desequilibrio entre humores se considerará causa de distintas enfermedades. Precisamente a una patología de este tipo se atribuirá la dolencia del amor hereos o mal de amores, que producía lo que durante el Medievo se llamó «solicitud melancólica». Es de reseñar que el término «melancolía» recogía en la época la mayor parte de los diagnósticos que hoy catalogamos como enfermedades mentales. Aunque la literatura recoge un episodio en el que Hipócrates diagnostica de este mal al hijo de Alejandro Magno (o a uno de sus generales, según otra versión), el caso más célebre y mejor documentado lo protagoniza Erasístrato, médico alejandrino. Seleuco, rey de Asia, había contraído segundas nupcias con Estratónice, mujer alabada y reconocida por su belleza, con tan mala suerte que al verla Antíoco, hijo de su primera esposa, cae enamorado de ella. Ante lo imposible de la situación, Antíoco enferma, deja de comer y languidece por momentos. Su padre, preocupado, encarga a su médico personal, Erasístrato, el cuidado del enfermo. Erasístrato pronto se dio cuenta de que cuando la madrastra del príncipe entraba en la habitación el pulso de Antíoco se aceleraba, el rostro se le animaba y se llenaba de energía. También observó que cuando la reina se ausentaba a Antíoco se le venía abajo el pulso y el ánimo. El astuto galeno, percatándose de la situación y habiendo adivinado el origen del mal, decidió 31

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darle un pequeño giro a la historia. «El verdadero problema —le dijo al rey— es el amor que Antíoco, tu hijo, le profesa a mi mujer». Con toda la lógica de su época, el rey respiró tranquilo, por fin se conocía el problema y la solución no podía ser más sencilla: «Erasístrato, renuncia a tu mujer y no tendrás manos para poder amasar todo el oro que te ofrezca». Este protestó, aduciendo que ni el mismo rey podía pedirle tal cosa, pues ni él mismo lo haría. En ese momento el rey juró ante los dioses que «de grado y gustoso» cedería su esposa a su hijo para ser «un hermoso ejemplo de la bondad de un buen padre para con la castidad y templanza de su hijo…» 1. Al escuchar el juramento, Erasístrato decidió contarle la verdad. Seleuco, haciendo gala de su gran honor, mantuvo su palabra y cedió su mujer al hijo, para mayor gloria de él y de su reino. Ni que decir tiene que, una vez el príncipe obtuvo a la princesa (la reina), la supuesta enfermedad desapareció. En cualquier caso, el diagnóstico de amor hereos no fue algo particularmente importante durante la época grecorromana, dado que en esta época se consideraban los accidentes amorosos un producto más de la vida, esto es, el amor hereos no era tratado como una enfermedad. Será en la época medieval cuando el amor hereos dará paso a la aegritudo amoris, esto es, a la enfermedad del amor propiamente dicha. En efecto, mientras que para los grecorromanos la delectación (sensus delectis) era algo sano y razonable, en el Medievo, época constreñida por lo religioso, el sexo o era para procrear, o era motivo de pecado y condena. Así, no es de extrañar que el ena1   Morros Mestres B. «La difusión de un diagnóstico de amor desde la antigüedad a la época moderna». Bol Real Acad Esp. 1999;79(CCLXXVI):94–5.

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moramiento o las simples ganas de delectar pudieran dar lugar a la enfermedad y a veces incluso a la muerte. España no fue ajena a la polémica respecto al diagnóstico y el tratamiento de la locura de amor. Este tópico lo vemos muy bien reflejado en la obra de Fernando de Rojas, La Celestina (siglo xv). A raíz de esta obra, la palabra celestina será una palabra que pasará a incorporarse al lenguaje cotidiano, y su figura se asociará con el cuchicheo y el casorio. Como es sabido, es la Celestina la encargada de intermediar en la relación de los dos protagonistas del drama, Calisto y Melibea. En su obra, Fernando de Rojas relata con claridad la enfermedad de los novios: el mal de amores. Su correlato de síntomas coincide con los descritos en la literatura médica de la época. Ya nos hemos referido a muchos de estos síntomas en nuestra alusión a Antíoco, tratado por Erasístrato. No obstante, podríamos añadir otro síntoma fundamental del mal de amores: la imagen del ser amado como una idea fija que se queda en la mente y no se va. Esta idea fija es considerada en el Medievo como la causa de todo el desarreglo cerebral y, por ende, la causa del aegritude amoris, la corrupción del juicio. Según el corpus hipocrático galénico, la pasión exagerada e irracional (el enamoramiento) produce humores malsanos que afectan al ventrículo medio cerebral, sede de la facultad estimativa. Según este corpus, la imagen del ser amado produce una discrasia de los humores y afecta de este modo al órgano del juicio, la virtus estimativa, dando lugar a una razón ofuscada y a la pérdida del juicio 2. Fueron los médicos del 2   Hemos de decir que esta teoría humoral no está tan alejada de los desequilibrios del sistema noradrenérgico y serotoninérgico que se postulan actualmente como causantes de la depresión.

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Medievo los que, en consonancia con la cosmovisión religiosa reinante, se encargaron de curar dicha enfermedad mediante remedios como purgas, paseos, separación de los amantes, etc. En contraposición a la medicina oficial de la época, estaría lo que hoy llamaríamos «medicina alternativa», representada en este caso por la Celestina. A ella recurrirá no solo el vulgo, sino en ocasiones, haciéndose cruces, hasta los propios obispos. Esta proporcionará a sus «pacientes» lo que de manera consciente o inconsciente anhelan: citarse con el ser amado y dar rienda suelta a la carnalidad. Como queda demostrado en el libro de Fernando de Rojas, la racionalidad de la medicina oficial, aromatizada con la presencia sagrada del dios cristiano, no puede con la gracia y el oficio de la Celestina. De ahí que tanto Calisto como Melibea acepten los oficios de la mal denominada alcahueta, que además de sus saberes pone en juego su pescuezo. Finalmente, como saben, el autor no perdona a nadie. Ya sea por mor de la tragedia, por el juicio moral del autor, o bien por un pacis in terris con las autoridades, el desenlace no puede ser más tétrico. La aegritude amoris era algo tan serio que podía acabar en la muerte y, de hecho, es lo que les sucedió a los dos protagonistas de la historia, emponzoñados con las flechas de Cupido. Así pues, vemos que la huella hipocrática estuvo presente tanto en la época grecorromana como en el Medievo, describiendo la locura de amor de una misma manera. En ambas épocas se describen de la misma forma las alteraciones físicas a las que da lugar el mal de amores: alteración del pulso, del juicio, etc. Como ya hemos comentado, estas alteraciones serán producto, según la teoría humoral, de un desequilibrio en el fluir de los humores. Sin embargo, la época grecorromana y 34

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la medieval considerarán la importancia de la alteración, y por ende su tratamiento, de manera distinta. En la obra de Fernando de Rojas los amantes se deleitaron con la manzana prohibida, sin saber que en el Medievo no se perdonaba lo que los romanos toleraban y aplaudían. El Medievo llevará el enamoramiento, que debería estar circunscrito a la vida y sus avatares, al ámbito de la medicina y la enfermedad. ¿Recoge la psiquiatría en la actualidad enfermedades sensu strictu, o más bien problemas y dificultades de la vida diaria, como el Medievo con la locura de amor? Medicalizar experiencias del acontecer vital no es exclusivo de épocas pasadas. En mi opinión, se están reproduciendo las mismas prácticas en la actualidad. La manera médica tradicional de realizar el diagnóstico del mal de amores, enumerando de forma clara y precisa sus síntomas, evolución y tratamiento, está en clara semejanza y sintonía con la manera de realizar los diagnósticos actuales, y parece evidenciar la existencia de una enfermedad. Pero la precisión en la descripción de unos síntomas, ¿los hace per se patológicos? A mi juicio, el psicopatologizar hechos de la vida cotidiana va a ser uno de los grandes problemas de la psiquiatría actual.

La Ilustración rompe las cadenas La locura de amor como entidad irá difuminándose, a la vez que se irá delimitando la enfermedad mental como hoy en día la conocemos. Emergerá el alienista, lejos de la figura mítica del chamán, perfilándose la figura del psiquiatra, tal como lo conocemos hoy en día. No existe el psiquiatra; por 35

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ende, no existe la psiquiatría como tal, pero como ya hemos visto, eso no quiere decir que no exista la locura. Esta existe desde tiempos inmemoriales, pero el campo estaba lleno de miasmas y espíritus flotantes. La Ilustración intentará eliminar estas excrecencias del pasado, aunque serán de difícil extinción, como iremos viendo. La Ilustración promueve una de las mayores potencias del ser humano como tal: el poder de la razón para combatir el oscurantismo de la ignorancia y la sinrazón. Será una lucha titánica para liberar al hombre de las cadenas del dios celeste para vivir con códigos dados por los hombres para los hombres. Para ello se entronizará la razón como elemento revelador y disuasorio. En este momento histórico surgió la figura de Pinel (1745-1826), célebre por liberar a los dementes de las cadenas, tratándoles como alienados pero no malditos, dementes pero no asesinos. De esta manera acercó la medicina a sus valores sagrados: la empatía, la conmiseración y el alivio al que padece la enfermedad. Esta no será producto de fuerzas oscuras, sino que tendrá causas hereditarias y pasionales: Pinel describió cómo casi un 25% de los ingresos anuales en el asilo eran por desafecciones amorosas 3. Pero más allá de sus puntos de vista estrictamente médicos, su gran éxito fue demoler uno de los pilares a los que la locura estaba anclada. Sujetos a las fuerzas del mal, los alienados debían ser férreamente controlados, normalmente con grilletes, si no con otros medios más contundentes. Había llegado el momento de soltarles de sus ataduras y devolverles el hálito de la dignidad. 3   Pinel P. Tratado Médico-filosófico de la enajenación mental o manía. Madrid: Nieva; 1988, pp. 121-122.

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Esta fue la tarea de Pinel, que recogió el espíritu de la Ilustración, ese movimiento revolucionario, padre de las grandes utopías, con Diderot, Rousseau y Montesquieu a la cabeza, que idearon las grandes reformas sociales, de las cuales somos actualmente herederos. Este movimiento atacó con una lucidez y habilidad insuperables la opresión absolutista, al rey como representante de Dios, los prejuicios liderados por la ignorancia y los abusos eclesiales. Todas estas ideas fueron recogidas en la Enciclopedia dirigida por Diderot y D’Alembert, a veces aun a riesgo de su propia vida, pues la censura podía llevarles al cadalso. En la Enciclopedia se exhibe por primera vez un saber iconoclasta, libertario y científico. La libertad y la igualdad no serán privilegio de unos pocos, sino el derecho de todos. El hombre, ciertamente, se convertirá en ciudadano. Los enfermos mentales no se quedarán atrás, y por fin también estarán sujetos al régimen de ciudadanía. Pinel denominará su terapéutica como «tratamiento moral». Sería injusto ignorar que si bien Pinel fue el adalid del denominado tratamiento moral, España, por influencia de la sofisticada cultura árabe, fue el primer país en instituir un asilo para enfermos mentales, en 1409 4. También diremos que, ya en su época, algunos médicos, bajo la influencia del Canon de Avicena, habían prescrito el coito contra el mal hereos. Pero fueron los menos, dado que las fuerzas oscurantistas del país y su escaso desarrollo intelectual posterior impidieron la eclosión y el desarrollo de esos saberes. El enfermo de amor ya no requerirá de los servicios de la alcahueta para resolver sus problemas, y el médico podrá servirse del coito como arma terapéutica. Con este espíritu de la   Alexander F. G. Historia de la Psiquiatría. Barcelona: Expas; 1970, p. 91.

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Ilustración, más permisivo y tolerante, se establecerán los pilares de la psiquiatría tal como la conocemos hoy en día. Así, tenemos al médico alienista dirigiendo instituciones específicas para los enfermos mentales, descripciones de la enfermedad mental que se asemejan a una clasificación (por ejemplo, distinguirán los delirios de la demencia y de la idiocia) y una corriente de pensamiento tanto médica como social que permitirá el tratamiento de los enajenados mentales. En este tránsito hacia la modernidad vamos a referirnos a Mesmer y el mesmerismo, una figura de transición que señala el camino de futuras conquistas de la psicología.

Mesmer y el magnetismo Franz Anton Mesmer (1733-1815), doctor en Filosofía, Derecho y finalmente en Medicina por la Universidad de Viena, representa muy bien el estilo de la época. De formación erudita y versada, con interés por todos los ámbitos de la cultura, domina el armonio, y es amigo y mecenas de genios de la música de la época, como Mozart. Además, gracias a un matrimonio afortunado, se ve acomodado y sin necesidad de trabajar para ganarse la vida. Inmerso en la alta sociedad vienesa, su vida cursa placentera entre veladas con amigos, siempre amenizadas con música y conversaciones diversas en las que predominan las preocupaciones por el espíritu. Un día, una noticia, algo que por sí mismo podía no ser más que una anécdota, se convierte en el leitmotiv de su vida. Una noble de paso por Viena con problemas estomacales encarga a un amigo de Mesmer un imán con la intención de aplicárselo en la zona doliente, dado que la paciente piensa o 38

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sabe que eso la curará. Efectivamente, la paciente sana, y nuestro bon vivant toma buena nota. Se reaviva en él la llama del sanador, y empieza a utilizar el imán como arma terapéutica. El éxito es fulgurante y se propaga con la velocidad de la luz. Y la eléctrica, que, aún por inventar, ya se investigaba, con Benjamin Franklin a la cabeza, haciendo los primeros experimentos con electricidad en los salones de París. Empieza el peregrinaje de pacientes a casa de Mesmer, la nobleza se interesa y los incondicionales se convierten en adeptos. Montado en el carruaje del éxito, el doctor no se ciega e intenta pensar y explicar las razones del mismo. Para ello, será determinante su tesis médica De la influencia de los planetas en el cuerpo humano, con la que logró doctorarse. Siguiendo hábitos del pensar todavía no desterrados en la época, propugna en su tesis la idea de un influjo de los astros sobre el hombre, y establece la hipótesis de una fuerza misteriosa, que penetra todo el cosmos y también al ser humano. Hete aquí de qué manera la teoría y la práctica encuentran su nexo de unión: será el imán el que a través del metal conjugue esas fuerzas y sirva de elemento de curación. Entusiasmado con el exitoso tratamiento, que se concreta en la curación de sus pacientes, se atreve cada vez con más osadía con los casos más difíciles. Aparece entonces la paciente que marcará un antes y un después en la carrera de Mesmer. Se trata de Maria Theresa von Paradis. Aquejada de ceguera desde los cuatro años, al parecer por una parálisis del nervio óptico, tiene sin embargo una prodigiosa habilidad musical, al punto de que la emperatriz le otorga una pensión de doscientos ducados para que pueda continuar sus estudios musicales. Tratada por los oftalmólogos más reconocidos de la ciudad, incluido el doctor Stoerk, médico de la corte, la paciente no 39

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progresa. Era inevitable que acabara en la consulta de Mesmer. Su diagnóstico difiere del de sus colegas, considerando la ceguera de la paciente como consecuencia de un desequilibrio o desarreglo psicológico. En definitiva, no se trataría de una lesión orgánica, alteración del nervio óptico, sino de una alteración psíquica, y por lo tanto susceptible de mejorar con magnetoterapia. Doctor y paciente se entregan en cuerpo y alma al tratamiento. Todas las horas son pocas en aras de la curación, de manera que nuestro galeno decide hospedarla en su casa para poder aplicar su método con la mayor intensidad posible. Se cierne el escándalo. Las fuerzas cósmicas misteriosas darán paso a otras más mundanas y no de menor relevancia. La señorita Paradis mejora, tanto como para considerarlo un éxito en un manuscrito su padre refiere con claridad avances importantes en la percepción de objetos, pero no lo suficiente, en opinión de otros, dado que no ha recuperado la visión. En el magma confuso del que toda la sociedad se compone, algunos elementos esperaban su hora. Los poderes fácticos (la facultad, el arzobispo, el cardenal Migazzi e incluso la misma emperatriz), que no veían con buenos ojos el prestigio tanto social como personal del afamado doctor, se lanzaron sobre su presa. La Comisión de costumbres, máximo poder del decoro y la praxis, dictamina la interrupción inmediata del tratamiento. La paciente se niega a salir de la casa del que es su anfitrión y sanador a la vez. Ella está contenta con su médico y con sus avances. A pesar de su negativa, finalmente es obligada a regresar a casa de sus padres y Mesmer emigra a París, donde continúa disfrutando de los oropeles de la fama y de la eficacia de su terapéutica. De nuevo, grandes amores a su alrededor, pero a la vez, cuasi inevitablemente, grandes odios. Entre estos últimos figu40

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rarán su majestad Luis XVI y de nuevo la Academia, a instancias del rey. Algo hay, certifican: «A la vista de estos efectos constantes no es posible negar la existencia de una fuerza que actúa sobre el hombre, que él domina y está latente en el magnetizador» 5. Pero ese algo no se puede medir, por lo tanto no existe: el tratamiento no reúne las condiciones para ser considerado científico. La Academia tampoco considerará científicos el pararrayos de Franklin y la vacuna para la viruela de Jenner. De esta manera, se cerrará el camino a esta original terapia que inicia los tratamientos de la curación por el espíritu. París no es indemne a las presiones de la Academia (la historia se repite) y, cual remembranza del hecho traumático que Freud nos traerá a la memoria consciente, Mesmer vuelve a sentir en sus carnes la ignominia del ser humano. Este precursor de la psicoterapia tal como la entendemos hoy en día fue dándose cuenta de forma paulatina de que el poder taumatúrgico del metal no era tal, sino más bien era la propia energía de la persona lo que se transmitía. Esa fuerza la denominó magnetismo animal. Atrapado entre dos cosmovisiones, la alquimista, en busca del elixir universal, y la científica, donde los hechos imponen su ley, intuyó la influencia de las fuerzas invisibles en los humanos. Nos dejó para la historia un caso legendario, del que nunca se pudo averiguar si hubo, en la relación entre médico (Mesmer) y paciente (Maria Theresa), una transferencia amorosa, un enamoramiento, o relaciones más allá del espíritu. Cien años más tarde, un señor menos aristocrático pero más concienzudo, metido de lleno en la cosmovisión científica, nos legará también varios escándalos con la misma academia vienesa. Veremos   Zweig S. La curación por el espíritu. Barcelona: Alcantilado; 2006, p. 100.

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casos fascinantes, clásicos de la literatura psicológica, donde las fantasías y realidades del amor formarán un nudo gordiano de difícil resolución.

La modernidad: Freud y el amor fantasioso Entramos de lleno en nuestra época, en la que la ciencia arrincona cualquier atisbo de oscurantismo, y Freud será uno de los personajes centrales. Es uno de los autores que más ha contribuido a nuestra actual cosmovisión. Se le considera el padre del psicoanálisis, pero mejor sería describirlo como el padre de lo misterioso, de lo enigmático; ese hombre que hace de la mente una piedra de Rosetta, un jeroglífico a despejar, y que arrumba los misterios de la mente. No en vano, a pesar de no ser el padre de la psiquiatría, ha dejado su aureola, el supuesto saber, en los profesionales de la salud, psicólogos y psiquiatras. Como buen hijo de la época, Freud necesita un método, una determinada manera de hacer, donde la objetividad y la verdad sean incuestionables. Sería de alguna manera el Descartes de la mente: podemos intercambiar «pienso, luego existo», por «tengo inconsciente, luego soy». Siempre habrá en Freud un toque faraónico, «el faraón del inconsciente», al que será difícil rebatir y cuyos discípulos pasarán rápidamente de héroes a villanos, terminando algunos trágicamente sus días. Encumbrado a la altura de los dioses, es fácil olvidarnos de los sinsabores que tuvo que pasar como novicio en su carrera hacia el altar. Afrentas, envidias, rechazo, aislamiento… fueron parte de su dieta habitual en los primeros años de su carrera. También lo ignoró la Academia, y es de imaginar que la sombra de Mesmer no andaría lejos. Pero si una cualidad 42

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sobresale por encima de las demás es su tenacidad. Si a esto le añadimos su inteligencia y sagacidad estaremos pergeñando la cabeza de un genio. Un amigo, su colega el Dr. Breuer, y una enferma, Anna O., fueron determinantes en el giro que acabó tomando la carrera de Sigmund Freud. Anna O. era una enferma de Breuer, que ya utilizaba la hipnosis con sus pacientes. El tratamiento con Anna, inicialmente exitoso, se fue complicando, toda vez que la paciente iba demandando cada vez más tiempo y atención, al punto de que el doctor empezó a sentirse incómodo con el tratamiento. Era innegable que entre médico y paciente se había establecido un «magnetismo animal», en términos de Mesmer. Era tal la intensidad del mismo que Breuer se asustó, traspasando finalmente el caso a su colega. En un inicio, Freud, al igual que su colega, utilizó la hipnosis como base de su técnica, con la idea de ahondar en los recuerdos de la paciente para, de esta manera, liberar los recuerdos traumáticos y reprimidos en los arcanos de la memoria. Conforme avanzaba en el tratamiento empezó a sentirse incómodo, no con la paciente, sino con la técnica hipnótica, sustituyéndola por lo que se denomina «asociación libre». Consiste en que la paciente deje fluir sus pensamientos de forma espontánea, tal como le vayan surgiendo. El fluir magnético que la paciente había establecido con Breuer lo repitió con Freud. ¿Qué significaba esto? ¿Sería una locura de amor con los médicos como base de la misma? ¿O, quizá, no sería más que la repetición de otra historia de amor, tal vez traumática, tal vez frustrada? Freud fue abriéndose camino en esa selva de pasiones y enigmas que surgían a través del relato de la paciente con su método de asociación libre, encontrando poco a poco las claves que, finalmente, dieron origen al famoso método psicoanalítico. 43

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Inaugura de esta manera el primer discurso médico-psicológico con evidencia científica, que tiene a su vez, como base, las locuras de amor, sus fijaciones y transferencias, sus arrebatos y frustraciones. La transferencia de esos afectos al terapeuta, amor de transferencia, será uno de los pilares en los que Freud se apoyará para fundamentar su método, y la interpretación de esta transferencia, su tratamiento. Pero la locura no siempre será una locura de amor, y habrá otros tipos de locura, menos románticos que los ya relatados, que revelarán la otra cara de la moneda, tal vez más amarga, más oscura y dantesca, aquella del encierro y el manicomio, aquella de las cadenas y la sinrazón. Vendrá a visitarnos otro genio, menos turbado por el amor y más por el sufrimiento de los recién liberados de sus cadenas, que más que metafísicas fueron reales, como ya vimos anteriormente. Hablamos de E. Kraepelin, que estableció la piedra angular para el reconocimiento y posterior tratamiento de los denominados lunáticos o simplemente locos.

La modernidad: Kraepelin y el amor lunático Si Freud ha sido una de las personalidades más celebres e influyentes del siglo xx a nivel sociocultural en Occidente, E. Kraepelin (1856-1926) será su contrapunto a nivel psiquiátrico. Coetáneo de Freud, era conocido como «el tercer rey de Baviera» 6 (siendo el primero Luis II y el segundo Richard Wagner), y, siguiendo la tradición de todo buen hijo de 6   Castilla del Pino C. Prólogo. En: Introducción a la Clínica Psiquiátrica. E. Kraepelin. Madrid: Nieva; 1988, p. 16.

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la época, será también científico. Drogas, comportamientos animales, cortes sagitales del cerebro para el estudio de su patología, amén de los pacientes psiquiátricos, serán materia de sus investigaciones. Toda su actividad se desarrolló en residencias, institutos para las enfermedades mentales, donde el elevado número de pacientes hacía el trabajo ímprobo y el tiempo escaso. De ahí que abandonara el método hipnótico, como su homónimo vienés (aunque por diferentes motivos), dado que el tiempo necesario para cada paciente era excesivo en relación con su disponibilidad. Aquí encontramos una de las grandes diferencias entre ambos prebostes de la psiquiatría. Mientras que el genio vienés se centra en el amor de transferencia, Kraepelin tratará a esos enfermos que danzan al son de la luna, su extravío y sinrazón. Lunáticos envueltos en los enigmas de fantasmas apocalípticos, que escapan a esa racionalidad que Freud, psicoanalista, aplica a sus enfermos. Dos tipos de pacientes, dos tipos de psicopatología, fantasías inconscientes por descubrir, fantasmas irresolubles a la razón, que explicarán las profundas diferencias y discrepancias entre ambos doctores. Unos pacientes serán tratados en la propia consulta del psicoanalista, tumbados en un cómodo diván, mientras que otros apenas podrán deambular más allá de las frías estancias de un psiquiátrico. Sabiendo que un encuentro entre ambos estaba abocado al fracaso, decidieron ignorarse. Al igual que Einstein revolucionó la física de su tiempo al redefinir los conceptos de espacio y tiempo con la teoría de la relatividad, Kraepelin tuvo la gran intuición de hacer del tiempo su arma estratégica para reordenar la psiquiatría del momento y asentar los pilares de la misma. Así, observó que determinado tipo de pacientes se deterioraban a lo largo del tiempo, esto es, perdían progresivamente sus facultades 45

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afectivas y mentales, a diferencia de otros que, una vez pasada la fase aguda de la enfermedad, se recuperaban. A los primeros los agrupó bajo la rúbrica de «demencia precoz», lo que hoy se conoce como esquizofrenia, y a los segundos bajo la de «locura maniaco-depresiva», definida hoy como trastorno bipolar o psicosis maniaco-depresiva. Solo el tiempo, una vez más, pudo establecer la importancia de dichos hallazgos. Las dos caras del dios Jano, padre de la medicina, nos las representan estos dos titanes de la ciencia psiquiátrica en ciernes. Sus cosmovisiones y maneras de estar en el mundo serán tan diferentes como su percepción de Estados Unidos, la tierra prometida de la época. Mientras que Freud verá en ella las posibilidades de extender su método, Kraepelin no podrá menos que manifestar su desencanto ante esa tierra sin historia ni cultura. El encantador de serpientes que fue nuestro galeno vienés supo conquistar al público americano, convirtiendo el psicoanálisis en una piedra angular de la psiquiatría americana. Mientras, Kraepelin tuvo que esperar que pasara el tiempo, ese mismo tiempo de espera con el que precisó sus diagnósticos, para que el corpus psiquiátrico americano le aclamara como rey de reyes. Tenemos, pues, un método, el amor de transferencia, y un tratamiento, su interpretación, al que solo le falta un intérprete, en este caso el divino Freud. Se inaugura la medicina del alma como ciencia, fuera ya de los chamanes, de las celestinas y las corrientes magnéticas. Las almas están a buen recaudo y la religión, antaño su salvaguarda, encontrará en el psicoanalista su principal rival. A su vez, la psiquiatría, en el sentido más estricto del término, inicia su andamiaje a la espera de tratamientos que, más allá de la cura de amor, permitan a los pacientes lunáticos aterrizar en el mundo de los terrestres. Es46

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tamos a un paso de los psicofármacos, esas pastillas milagrosas que, a la manera del «soma» de Aldous Huxley, posibiliten a los pacientes desterrados adentrarse en los vericuetos del amor. De nuevo, dos mundos: la palabra, curación del alma, y los fármacos, sanadores de la physis. Del chamán y el ensalmo al encantador de serpientes, de la pócima al psicofármaco. Del oscurantismo y la superchería a la ciencia y su verdad. Estamos en el momento en que la psiquiatría posee los aditamentos que precisa toda señorita para presentarse con éxito en sociedad.

El gran salto: la psiquiatría se viste de largo Tenemos ya psiquiatras que, gracias a Kraepelin, pero en especial a Freud, empiezan a ser vistos con curiosidad y respeto por sus colegas. Tenemos también una psiquiatría que comienza a atesorar un corpus, edificio cuyo andamiaje principal se debe a Kraepelin. Pero este andamiaje sigue siendo frágil, Freud y Kraepelin siguen siendo incompatibles. El primero verá las causas del sufrimiento psíquico en la mente, en contra de Kraepelin, que asociará la enfermedad mental a causas orgánicas, aunque no pueda precisar su origen. De la misma manera, la clasificación de las enfermedades mentales diferirá según una u otra perspectiva. En definitiva, el rol del psiquiatra se consolida, pero la psiquiatría adolece de un corpus mínimamente consistente que apuntale el edificio y ofrezca cierta coherencia interna que pueda, de alguna manera, asemejarla al resto de las especialidades médicas. Pasarán años hasta que aparezca una nueva revolución, esta vez no de mano de un individuo, sino de una sociedad, la Aso47

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ciación Americana de Psiquiatría. Se tratará de un manual diagnóstico, el DSM-III (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), editado en el año 1980, donde se recogen y enumeran las diferentes enfermedades mentales. Su mérito principal será el intento de integrar a los dos protagonistas de la psiquiatría del siglo xx, Freud y Kraepelin: escogerán el modelo kraepeliano para las enfermedades graves, la esquizofrenia y la psicosis maniaco-depresiva (que se presume son enfermedades de origen corporal), y para las enfermedades menos graves, como la neurosis, el modelo psicoanalítico de Freud (pues se presume que son enfermedades de origen psicológico). Para los trastornos de gravedad intermedia, los trastornos de personalidad, delimitarán los conceptos, utilizando uno u otro modelo dependiendo del tipo de trastorno de personalidad. A la vez, en su intento de acercarse a la praxis científica, utilizarán como herramienta fundamental de análisis la estadística. La psiquiatría puede engalanarse y presentarse en sociedad. Aun así, ella sabe que tiene una herida por resolver. No, no ha habido malos tratos, simplemente su desarrollo ha sido más complicado que el de otras colegas y familiares que tratan con partes del ser humano (hígado, corazón, etc.), y no con la totalidad del ser. Pero esta totalidad del ser se logrará mediante la suma de dos partes, el cuerpo y la psique, de por sí indivisibles. Esta fractura que inauguró la medicina griega cuando rompió su relación con la filosofía llevará a la psiquiatría a muchos de sus problemas actuales. El DSM-III fue un gran avance, pero la integración de dos saberes tan dispares y diferentes fue menos exitosa de lo que pretendieron sus autores. ¿Es posible integrar saberes tan dispares y cuasi irreconciliables entre sí? Esta será a nuestro juicio una de las asignaturas pendientes de la psiquiatría actual. 48

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Suena el primer vals de la noche y Afrodita, transfigurada en señorita bien proporcionada, cual artista de performance, sale a bailar. Nota ya, en los primeros compases, que algunos acordes le dificultan el ritmo, vibraciones, fuerzas invisibles que hacen que la danza no fluya con naturalidad. La fractura Kraepelin/Freud flota en el aire, y si bien formalmente puede seguir la fiesta (el DSM-III es el primer intento formal para integrar ambas maneras de pensar), no tiene claro, en la intimidad, cómo resolver su dilema de amor: con el uno, con el otro, o simplemente con ninguno; ya vendrá un nuevo amor, más galante y menos exigente.

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