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CASH LA AUTOBIOGRAFÍA DE JOHNNY CASH

JOHNNY CASH Con la colaboración de Patrick Carr Prólogo y traducción de Ignacio Julià

LIBROS DEL KULTRUM

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Publicado por: LIBROS DEL KULTRUM Sinónimo de Lucro, S.L. Título original: Cash: The Autobiography Publicado por Harper San Francisco, Harper Collins Publishers, en 2003 © 1997 by Johnny Cash © de la traducción y del prólogo, 2006 Ignacio Julià © de la imagen de la cubierta, 1965 Silver Screen Collection/Helton Archive/Getty Images © de esta edición, 2019 Sinónimo de Lucro, S.L. Derechos exclusivos de edición: Sinónimo de Lucro, S.L.

En la cubierta: American rock and country singer-songwriter Johnny Cash, circa 1965 Corrección pictográfica en el dorso de la cubierta y de la contracubierta Jaume Morató Griera Diseño de colección y cubierta: pfp, disseny Preimpresión: Lozano Faisano, S. L. Impresión y encuadernación: EGEDSA Esta colección se compagina con las tipografías ITC Caslon No. 224, diseñada por William Caslon (1725) y Edward Benguiat (1982), y Akzidenz Grotesk, diseñada por la fundidora de tipos H. Berthold (1896).

ISBN: 978-84-949383-4-4 Depósito Legal: B 10247-2018 Primera edición: abril 2019

Bajo sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro —incluyendo fotocopias y su difusión a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos.

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Para John Carter Cash. El don. Lo tienes. Nunca lo olvides.

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ÍNDICE

Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Prólogo a la edición española . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 Primera parte Cinnamon Hill . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Segunda parte La carretera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 Tercera parte Port Richey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161 Cuarta parte Bon Aqua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 229 Quinta parte Otra vez la carretera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327 Discografía de Johnny Cash . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 353

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AGRADECIMIENTOS

Por su apoyo e inspiración, a Jack Shaw, June Carter, Lou Robin, Mark Chimsky, Patrick Carr, Tom Grady, W. S. Hol­ land, Karen Adams, Kelly Hancock, Lisa Trice, Joanne Cash Yates, Louise Garrett, Tommy Cash, Reba Hancock, Jack Cash, Roy Cash, George T. y Winifred Kelley. A Billy Graham que, para empezar, me sugirió que escribiera este libro, y luego siguió animándome para que no cejara en mi empeño. Y gracias muy especiales a Reba Hancock. Lo diste todo por mí, día y noche, durante cuarenta años. Y a muchos, muchos más que lamentaré no haber mencionado cuando me dé cuenta de que no lo hice. Patrick Carr añade a algunos otros a quien agradece su colaboración en este libro: David Hennessey, Debra Kalmon, Terri Leonard, Kevin McShane, Ann Moru, Karen Robin, Joseph Rutt, Robin Sturmthal, Steve Sullivan, Kris Tobiassen, Lyn Wray y Chris Wright.

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PRÓLOGO A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Se lo llevó al cementerio un Cadillac negro. Un Cadillac negro como el que acostumbraba a conducir, recuerda Rosanne Cash, primogénita de John R. Cash, en su nuevo álbum Black Cadillac. Una frondosa, emotiva grabación en la que la cantautora rinde homenaje a su señor padre, a su madre Vivian Liberto y a su madrastra June Carter. Todos ellos desaparecidos en los últimos años. Lo que en otra rama de un árbol ilustre sería puro oportunismo —lo vemos continuamente en el circo mediático—, en su caso queda ampliamente excusado por estremecedoras canciones y un vaporoso aliento de sincera tristeza. También por la manifestación de una visible herencia genética: Rosanne no solo ha heredado los rasgos faciales y el ímpetu vital de su padre, sino otro don más preciado, la capacidad del legendario progenitor para hacer de su resonante y grave voz un transmisor de las esencias musicales de la tierra que pisó en vida y las gentes que la habitaron con él y antes que él, no solo conectando al oyente con las tradiciones musicales de su paisanaje, que van del folk y el góspel al country y el rock, sino trayendo hasta este mundo nuestro a sus propios ancestros cual prodigioso médium espiritista con cuerdas vocales de áspero barítono. Johnny Cash fallecía a los setenta y un años el 23 de septiembre de 2003 en Nashville, Tennessee, como suele ocurrir en los matrimonios de largo recorrido solo cuatro 13

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meses después de que muriera su amada esposa June Carter Cash. Sin embargo, está muy vivo en las páginas de esta autobiografía, como lo sigue estando en sus innumerables grabaciones a lo largo de cinco décadas de carrera discográfica. Una longevidad la suya, en los últimos años, erosionada por los múltiples achaques de una vida demasiado emocionante e intensa para cualquier mortal, que contradice la habitual tendencia a honrar como mitos a quienes mueren jóvenes y hermosos. Nos equivocamos, los verdaderos héroes son los supervivientes, quienes se agarran a las ondulaciones de la existencia, sus altibajos y contradicciones, y luchan infatigablemente contra su intrínseca futilidad. John­ ny Cash fue uno de ellos, un superviviente nato, el último de los forajidos, leyenda en vida, un hombre de su tiempo en un negocio, el musical, que ha ido premiando cada vez más desvergonzadamente la juventud banal y conformista frente a la sabiduría del individualista añejo. Musicalmente reconocible a distancia por una cualidad tan admirable como su voz de cuero curtido y cavernoso eco —me refiero a la sencillez en la expresión, el minimalismo que casi siempre le definió; valores de un artista que no se necesita más que a sí mismo para relatar en canción aquello que nos entretenga, sacie, divierta, conmueva o aleccione—, Johnny Cash llegó en 1954, con propósitos de vocalista parroquial, a Sun Records, la marca discográfica de Memphis donde se cocía el primigenio rock’n’roll con un mozalbete Elvis Presley a la cabeza y Jerry Lee Lewis, Carl Perkins o Roy Orbison pisándole los talones. Afortunadamente, el astuto Sam Phillips reorientó sus pasos hacia el country y junto a los inefables Tennessee Two nos ofrecería esqueléticas pero certeras viñetas al estilo sureño, tan recordadas como «I Walk the Line», «Ballad of a Teenage Queen», «Get Rhythm» o «Guess Things Happen That Way». La notoriedad de estas primeras cosechas le llevó a ser fichado por la todopoderosa Columbia a finales de los 50, empresa donde le permitieron grabar himnos religiosos y rea14

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lizar álbumes conceptuales de raigambre histórica, y donde además de éxitos en formato single facturó elepés superventas grabados en prisiones —incluían alegatos, éxitos internacionales en su época, como «Folsom Prison Blues», «A Boy Named Sue» o «Wanted Man»— ante un público de enfervorizados convictos. Adoptó en su espectáculo a la Carter Family, esencial saga familiar de las montañas de Virginia que asumió el papel de tronco principal de la música folklórica norteamericana, e incluso presentó su propio programa de televisión, en la cadena ABC, entre 1969 y 1970. Y, pese a que su carrera fue decayendo visiblemente hasta tocar fondo en los años 80, en los 90 su reputación resucitaría milagrosamente de la mano del productor Rick Rubin, quien le transmutó en maduro icono para una generación de jóvenes alternativos con edad de ser sus nietos. El hombre endurecido por una infancia digna de la novela de Steinbeck Las uvas de la ira —o la versión cinematográfica de Ford— y curtido en los circuitos de la música agropecuaria y el primer rock’n’roll, fue en realidad un ser hipersensible que se debatió toda su vida entre la anfetamina y la religión, finalmente ganando la partida esta última, la más benigna de ambas adicciones. Era otra época, sin las comodidades actuales, y el músico en gira necesitaba de muletas y estimulantes. Hay en estas páginas tremendas confesiones de embrutecimiento y desazón debidos a la ingesta abusiva de anfetaminas y alcohol, y el sereno contrapunto de una devoción por la Biblia que le ayudaría en sus naufragios personales, sí, pero sobre todo le conectó a sus antepasados y a la tierra misma, a la naturaleza como equívoco reflejo de que sin duda debe existir un Dios. Es este el Johnny Cash que más brilla en estas observaciones y reflexiones autobiográficas: el pobre niño que recolectaba algodón dentro del engreído hombre que cantaba a los débiles y los inadaptados dentro del fatigado viejo que se regocija en lo vivido y rememora personas y lugares con candorosa intimidad. 15

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Le llamaban el Hombre de Negro. Lo cuenta la canción, lo vestía como deferencia hacia el pobre, el desprotegido, el perdedor, el convicto, el deshauciado, el perseguido y el enfermo. Johnny Cash fue un rebelde en una época en que serlo no estaba aún de moda. Estuvo del lado de los indios americanos cuando el odioso racismo todavía causaba revueltas callejeras y defendió a los soldados destinados en Vietnam cuando la movilización contra la guerra les convirtió en víctimas propiciatorias. Nunca perteneció a una ideología concreta o movimiento musical, no votó a Nixon pero tampoco a Clinton, no se rindió ante casi nadie, siempre fue por libre. Pagó sus deudas y pagó por sus pecados, en público. Quizá por ello Hollywood esperó a que se enfriara su cadáver para dedicarle un biopic —aquí titulado En la cuerda floja, dirigido por James Mangold e interpretado por Joaquin Phoenix y Reese Witherspoon— con derecho a Oscar. Afortunadamente, pude asistir a una de sus actuaciones. Fue en verano de 1988, en The Ritz, un club de Nueva York. Trajeado de negro, asequible y juguetón pese a estar en horas bajas, con problemas de voz que se fueron resolviendo a medida que se caldeaba el ambiente, Johnny Cash triunfó una noche más siendo él mismo pese a los tópicos rituales de su espectáculo. Interpretó sus temas clásicos y algunos nuevos, cantó «Jackson» a duo con una vivaracha June Carter y «Water from the Wells of Home» con su grandote hijo menor John Carter, y nos dejó a todos con la sensación de haber contemplado a una fuerza de la naturaleza quizá maltrecha por la mala vida del artista ambulante pero todavía inmune a la desmitificación. Vivió muchos años más, naturalmente, y logró renovarse y volver a la actualidad como ninguno de sus antiguos compañeros en Sun Records (¿es quizá plausible imaginar a Elvis en manos de Rick Rubin?). Esas tomas desnudas de la serie American Recordings están entre lo más valioso de su legado. Rezuman experiencia y sabiduría, destilan dolor 16

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y alivio, plenitud y enfermedad, pero sobre todo proyectan la imagen de un hombre que ya lo ha dicho y hecho todo, que no tiene nada que perder. La muerte, cuando la vida se ha vivido tan a fondo y ha producido tantos frutos orgánicos y artísticos como la de Johnny Cash, no puede ser más que una bendición. Como lo fue, con todos sus pesares, la existencia. Lean, lean… Ignacio Julià Barcelona, febrero de 2006

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PRIMERA PARTE CINNAMON HILL

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Mi linaje desciende de la reina Ada, hermana del rey Malcolm IV, primer rey de Escocia. Los dominios de Ada comprendían todas las tierras al este del río Miglo en el Valle del Salvado, lo que es, en la actualidad, el condado de Fife. El castillo de Malcolm hace tiempo que desapareció, pero todavía pueden verse algunas de sus piedras en las paredes de la torre de la iglesia en la pequeña aldea de Strathmiglo. El lema en el escudo de armas de mi gente era: «Vendrán tiempos mejores». Su nombre era Caesche, pero con la emigración en los siglos xvi y xvii, llegó a deletrearse como se pronunciaba, C-A-S-H. El primer Cash americano fue William, marino que capitaneaba su propio navío, el Buen Designio, zarpando desde Glasgow a través del Atlántico con cargamentos de peregrinos que se dirigían al Nuevo Mundo, hasta que él mismo se instaló en el condado de Essex, Massachusetts, en 1667. Sus descendientes emigraron al condado de Westmoreland, Virginia, a principios del 1700, antes de que allí naciera George Washington, y luego se trasladaron a los condados de Bedford y Amherst. Mi familia fue más al sur, a los condados de Henry y Elbert en Georgia, donde nació mi bisabuelo, Reuben Cash. Luchó por la Confederación y sobrevivió a la Guerra Civil. No así su hogar. Las tropas de Sherman arrasaron y quemaron su plantación de Georgia, por lo que se trasladó 21

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con su familia más al oeste, instalándose al otro lado del Mississippi, en Arkansas, cuando su hijo, mi abuelo, William Henry Cash, tenía seis años. William Henry Cash creció en Toledo, Arkansas, una comunidad que desaparecería con la llegada del ferrocarril, que paraba en la cercana población de Rison. Se hizo granjero y ministro de la iglesia, lo que se llamaba un predicador de circuito, un clérigo ambulante que servía a cuatro congregaciones ampliamente desperdigadas. Montaba un caballo y llevaba pistola, y ni una sola vez aceptó un penique por sus sermones; aunque, según contaba mi padre, el cercado, el granero y los establos cobijaban animales que la gente le había dado, y siempre hubo suficiente alimento para sus doce hijos. La enfermedad de Parkinson se lo llevó de este mundo a los cincuenta y dos años, en 1912. Papá, el más joven de sus hijos y el único que permanecía en casa, solo tenía quince años, pero se encargó de mi abuela hasta su muerte tres años más tarde, después de lo cual se alistó en el ejército. Su primer destino, en 1916, fue bajo el mando del general John J. Pershing en Deming, Nuevo México; estaba con Pershing cuando Pancho Villa atravesó la frontera e incendió Columbus. Recuerdo que me contaba cómo, durante tres noches, su cabeza descansó en México y sus pies en Texas, esperando a Villa. Villa nunca apareció; Pershing tuvo que ir a buscarle. El nombre de papá era Ray Cash. Se casó con mi madre, Carrie Rivers, el 18 de agosto de 1920. Yo fui su cuarto hijo. Papá tenía de todo menos dinero. La Depresión había arruinado el cultivo de algodón —ya de por sí una ocupación dura y marginal para gente como él en lo más bajo del escalafón social— y tenía que aceptar cualquier trabajo que le ofrecieran. A veces eso no ocurría y entonces se pasaba los días vagabundeando con su rifle del 22, a la caza de ardillas, conejos, zarigüeyas, cualquier cosa que alimentara a la familia. Si disparaba, no erraba el tiro. No se lo podía permitir; en aquellos tiempos una caja de cartuchos costaba veinte 22

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centavos. Trabajó en un aserradero, desbrozó terrenos, puso vías de tren, y cuando no había trabajo cerca, se subía a los trenes de mercancías en dirección hacia donde el rumor, la publicidad o la suerte ofrecieran pago en metálico. Nuestra casa estaba justo al lado de las vías del tren, en pleno bosque, y uno de mis primeros recuerdos es haberle visto saltar de un vagón en marcha y caer rodando hasta la zanja ante nuestra puerta. Muchos hombres hacían eso. Los trenes aminoraban su marcha al pasar por nuestra casa, así que era un lugar idóneo para saltar y evitar a los detectives de la estación en Kingsland. Aquellos eran hombres a los que uno ciertamente debía evitar. Recuerdo a papá contándome cómo montaba en los trenes, colgado debajo de un vagón en movimiento, un modo terriblemente peligroso de viajar sin ser visto. En una ocasión, cuando el tren se detuvo en Pine Bluff y él salió arrastrándose debajo del vagón, se topó con un detective de pie ante él. Le dieron una paliza y le insultaron, pero tuvo que quedarse y aguantarlo sino quería acabar en la cárcel o algo peor. Entonces cuando el tren volvía a ponerse en marcha y el detective se alejaba, papá vio aproximarse el vagón de cola, saltó a bordo y se quedó en él, maldiciendo a ese matón del ferrocarril hasta que le perdió de vista. Se reía de la anécdota: se había salido con la suya, viajando con habilidad debajo de aquellos vagones. Aquel mismo matón, por cierto, atrapó a otro vagabundo poco después. No era su día de suerte; el vagabundo sacó una pistola y le disparó, matándole. Me llamo John R. Cash. Nací el 26 de febrero de 1932, en Kingsland, Arkansas. Éramos siete hermanos: Roy, el mayor, luego Louise, Jack, yo, Reba, Joanne y Tommy. Crecimos trabajando en los campos de algodón. Me casé con Vivian Liberto, de San Antonio, Texas, cuando tenía veintidós años y tuve cuatro hijas con ella: Rosanne, Kathy, Cindy y Tara. Vivian y yo nos separamos, 23

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y en 1968 me casé con June Carter, que sigue siendo mi esposa. Tenemos un hijo conjunto, John Carter, mi único hijo varón. June trajo dos hijas consigo, Carlene y Rosie, a nuestro matrimonio. Hoy tenemos un total combinado de doce nietos y tantos hijos políticos, pasados y presentes, que June hace un chiste con ello en su espectáculo. Mi vida laboral ha sido simple: el algodón cuando era joven y la música ya de adulto. Entre ambas cosas trabajé en una fábrica de coches en Michigan, fui interceptor de radio para la Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en Alemania, y vendedor a domicilio de utensilios para la Home Equipment Company de Memphis. Fui un gran operador de radio, y un pésimo vendedor. Mis primeros discos los lanzó el sello Sun, regentado por el señor Sam Phillips en Memphis y casa discográfica de Elvis Presley, Carl Perkins, Jerry Lee Lewis, Roy Orbison, Charlie Rich y otros además de mí mismo. Mi primer disco sencillo fue «Cry, Cry, Cry» en 1955, mi primer gran éxito «I Walk the Line» en 1956. Dejé Sun para irme a Columbia en 1958, y poco después abandoné Memphis en dirección a California. Mi asunto con las pastillas ya había comenzado. Muy pronto me consumirían totalmente, devorándome en la siguiente década y pico. Sorprendentemente, aquello no arruinó totalmente mi carrera. Durante aquellos años hice música de la que todavía me siento orgulloso —particularmente de Ride This Train, Bitter Tears, y mis otros álbumes conceptuales— y alcancé el reconocimiento comercial: «Ring of Fire» fue mi gran éxito en 1963. Para entonces, había destruido a mi familia y me esforzaba en hacer lo mismo con mi persona. Sobreviví, a pesar de todo. Me trasladé a Nashville, vencí la adicción, y me casé con June. Mi carrera se aceleró. El álbum Johnny Cash at Folsom Prison fue un enorme éxito, y en 1969 empecé a presentar The Johnny Cash Show en la cadena de televisión ABC. Después de «Flesh and Blood» 24

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en 1970, no volvería a conseguir un número 1 hasta «One Piece at a Time» en 1976, cuando The Johnny Cash Show ya hacía tiempo que era historia. Entre los últimos 70 y los primeros 90 no vendí grandes cantidades de discos, pero nuevamente debo decir que me enorgullezco mucho de aquella música, y añadir también que aquellos años no fueron para nada aburridos. Escribí mi primera autobiografía, Man in Black, y mi primerísima novela, Man in White. Me uní a Waylon Jennings, Kris Kristofferson y Willie Nelson en los Highwaymen.* Dejé Columbia, propiedad de CBS Records, y firmé contrato con Mercury/ Polygram. Me seleccionaron para ingresar en el Country Music Hall of Fame y el Rock’n’roll Hall of Fame. Me hice adicto a los calmantes, me trataron en la Betty Ford Clinic, me recuperé, volví a caer en la adicción, y otra vez volví a recuperarme. Por poco me muero, me salvó la implantación de un bypass en el corazón, y luego casi muero otra vez. Hice cientos y cientos de actuaciones. Mantuve a flote mi empresa, más o menos, hasta que la rueda de la fortuna volvió a señalarme. Esto ocurrió en 1994, cuando comenzó mi alianza con Rick Rubin, productor de grupos totalmente alejados del estilo Nashville, como Beastie Boys y Red Hot Chilli Peppers, y grabamos mi álbum American Recordings. Según la prensa de la época, de la noche a la mañana había pasado de ser un tipo acabado de Nashville a un icono de la modernidad. Podían llamarme lo que quisieran, les estaba agradecido. Fue mi segundo gran regreso; los menores habían sido tantos que no merece la pena enumerarlos. Actualmente sigo en el circuito, todavía grabando, todavía escribiendo canciones, todavía presentándome en todas *  Johnny Cash, Waylon Jennings, Kris Kristofferson y Willie Nelson formaron en 1985 el supergrupo country los Highwaymen, con tres elepés editados a su nombre. La muerte de Jennings en 2002 finiquitó el exitoso proyecto conjunto. 25

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partes, desde auditorios en el medioeste hasta locales de moda en Manhattan o el Royal Albert Hall. Me conservo razonablemente bien, tanto físicamente como en el aspecto financiero. Sigo siendo cristiano, como lo he sido toda mi vida. A partir de ahí, la cosa se complica. Respaldo la frase de Kris Kristofferson sobre mí: «Es una contradicción andante, parte verdad y parte ficción». También me gusta la frase de Rosanne: «Cree en lo que dice, pero eso no le convierte en un santo». Sí, creo en lo que digo. Pero existen distintos niveles de honestidad. Y distintos niveles de intimidad. Como hay distintos nombres. Soy Johnny Cash en público y en las portadas de los discos, las etiquetas de los CDs y los carteles. Soy Johnny para mucha gente del negocio, algunos de ellos amigos y conocidos desde hace muchos años. Para June, soy John, y así se me conoce en mi círculo íntimo: mi banda, mis hijos políticos, muchos amigos, y la gente que trabaja estrechamente conmigo. Por último, soy J.R., mi apodo de la infancia. Mis hermanos y hermanas, y otros parientes, siguen llamándome así. Lo mismo que Marty Stuart. Lou Robin, mi representante, alterna J.R. y John. June reconoce que opero a distintos niveles, por lo que no siempre me llama John. Cuando me muestro paranoide o beligerante, me dice: «¡Vete, Cash! Es hora de que aparezca Johnny». Cash es como llama a la estrella, al egomaníaco. Johnny es el nombre para su compañero. Varios nombres, varios hogares. Soy parte gitano, parte hombre de su casa, pues vivo según un patrón extraño para la mayoría de la gente, repartiendo mi tiempo de un modo semipredecible entre mi gran casa en Old Hickory Lake a las afueras de Nashville; mi granja Bon Aqua, más alejada de Nashville; la casa en Port Richey, Florida, que June heredó de sus padres; una interminable sucesión de hoteles en todo el mundo; mi autobús de gira, y mi casa en Jamaica, Cinnamon Hill.

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Estoy sentado en mi porche trasero, en lo alto de mi colina, mirando al norte a través del Caribe hacia Cuba, situada a solo ciento cuarenta y cinco kilómetros. Un lugar tranquilo. El ocasional chasquido de un hacha o el zumbido de una sierra mecánica surge de los bosques y asciende hasta mi casa, mientras detrás de mí, en algún lugar de la casa, se escucha el murmullo de Desna, Carl, Donna, Geraldine y el señor Pozier, nuestro personal jamaicano, preparando el desayuno. De otro modo, todo se reduciría a la cambiante claridad de la luz, el vuelo circular de los cuervos y los acelerados movimientos de los colibríes, el suave rumor de la vegetación tropical mecida por los persistentes vientos. Amo este lugar. Miro hacia la puerta principal y veo a un guardia que recorre el perímetro de la finca, uno de nuestros empleados, un personaje vigoroso y de aspecto inquietante que carga con un Remington niquelado de doce disparos. Todo lo que puedo decir sobre él es que me alegro de que esté de mi lado. He estado pensando en el robo —he tenido que hacerlo para este libro, de lo contrario lo hubiera olvidado rápidamente— pero no estoy de humor para contar esa historia. Prefiero referirme a su antídoto, la otra cara de la violencia, la tragedia, la adicción, y todos los demás pesares y tribulaciones que el mundo nos ofrece. Así que desde este mismo momento, voy a repasar mis bendiciones y hablaros de todo aquello por lo que doy gracias. Es algo que siempre aporta perspectiva a las cosas. Doy gracias por este par de zapatos que tan cómodos resultan a mis pies; me gustan mis zapatos. Doy gracias por los pájaros; cuando me levanto por la mañana siento que cantan para mí, me dicen: «Buenos días, John. Lo has conseguido, John». Ese primer rayo de sol: doy gracias por haber sobrevivido a la noche y poder contarlo. Doy gracias por no padecer una enfermedad terminal, por gozar de una relativa buena salud, por poderme levantar por la mañana y bajar a desayunar, luego pasear por los senderos de la jungla y oler las flores, el jazmín, la hiedra, las orquídeas. 27

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Me siento agradecido por tener a mi lado una buena esposa, poder confiar en ella y depender de ella en muchos aspectos. Doy gracias porque sea mi alma gemela, por poder hablar con ella en ocasiones sin siquiera decir palabra, y por estar de acuerdo ambos en tantas cosas. Doy gracias porque quiere a mis hijos. Doy gracias por no tener otras cosas en mente, por no pensar en otras mujeres, siempre y cuando logre mantener unidos mi corazón y mi mente. Doy gracias por no sentir pasión por los automóviles, como tantos otros artistas que derrochan su dinero de ese modo; mi coche tiene casi nueve años y no tengo ninguna intención de cambiarlo. Doy gracias porque el dinero no es mi objeto de culto, tan solo un medio para lograr un fin. Me siento agradecido por mi familia; por unas hijas, unos nietos y un hijo que me quieren, y doy gracias porque su amor es incondicional. Tengo un montón de amigos, también doy gracias por ellos. Doy gracias por mi don —mi madre siempre llamaba a mi voz «el regalo»— y porque, aunque hace tiempo que no escribo una canción, tengo un puñado de ellas brotando en mi cerebro, clamando por ser transcritas a papel. Doy gracias porque Dios me ha inspirado para desear escribir, y porque posiblemente Él me use para influenciar positivamente a otras personas, en el caso de que pueda divisar las oportunidades para hacerlo a través de la cortina de humo de mi propio ego. Me siento agradecido por no ser el hombre más feo del mundo, por no sentir vergüenza en absoluto a la hora de salir a escena y enfrentarme al público. No es que yo sea de foto, pero si fuera tan feo como algunos a los que he visto en el escenario, no saldría a escena. No me refiero a la apariencia física, sino a la fealdad del alma. Por último doy gracias, muchas gracias, de que en este momento no sienta la necesidad de tomar ninguna droga. Llevo levantado tres horas hoy y esta es la primera vez que lo pienso, e incluso ahora que lo tengo en mente es con 28

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ánimo de gratitud. Mi enfermedad no está activa. Ayer noche vi una botella de vino que se pasaban en la mesa, y ni una sola vez pensé en tomar ni siquiera un sorbo. (¿Entonces por qué estaré pensando en ello ahora? ¡Cuidado, Cash! No se debe bajar la guardia. Nunca des algo por sentado. No olvides que se ha pagado un alto precio en el pasado y volverá a pagarse si estás demasiado satisfecho de ti mismo, si eres demasiado egoísta y te sientes demasiado seguro.) Doy gracias por la brisa del mar que tan bien me sienta ahora, y por el perfume del jazmín cuando el sol empieza a decaer. Soy un hombre feliz. Me siento agradecido por haber sido conducido hasta este lugar. Jamaica me ha salvado y me ha renovado más veces de las que se pueden enumerar. En parte es por el aislamiento. No es Nashville, ni Tennessee, o incluso Estados Unidos, y el servicio telefónico jamaicano sigue un misterioso horario que escapa incluso a la influencia de la gente más importante. A veces decide que simplemente no le necesito. Normalmente está en lo cierto. Todo eso está muy bien, pero amo Jamaica por razones más profundas. La riqueza de la vegetación, la pureza del aire, las colinas humedecidas por la lluvia, el centelleante cielo por la noche; son fragmentos de mi infancia en Arkansas. En aquel entonces, en aquel lugar, el aire era tan claro que incluso en las noches sin luna, a veces las estrellas mismas brillaban tanto que te permitían encontrar tu camino. Me encantaba. Me encantaba andar por el bosque tomando el sendero del río adonde iba a pescar en mayo y junio, cuando la eclosión primaveral estaba en su apogeo, golpeando las hojas delante mío con la caña de pescar para sorprender a las culebras mocasín que serpenteaban por la vereda. Me encantaba el verde, el crecimiento en plena estación, la constancia y seguridad de todo ello. Ya sabes: el próximo mayo el sendero de pesca estará igual que este mayo. Verás 29

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esa pequeña fruta que crece cada año en mayo. Habrá moras el 4 de julio, puedes estar seguro. Dentro de nada hará calor suficiente para andar descalzo… A muy temprana edad ya esperaba todo aquello, el cambio de las estaciones y la naturaleza siguiendo su curso. Y aunque en aquella época no lo expresara en palabras, era muy consciente de que formaba parte de la naturaleza; había surgido de la tierra y, mientras siguiera el orden natural de las cosas, todo iría bien. Recuerdo el tacto de la tierra bajo mis pies descalzos, incluso las piedras en el camino. No llevé zapatos todo el tiempo, excepto a la escuela, hasta que tuve quince años, y las plantas de mis pies eran como de cuero. Recuerdo el sabor de los guisantes recién arrancados de la planta, la frustrante diferencia entre los guisantes mismos y su dulce, tersa cáscara. Me acuerdo del abelmosco crudo; iba recogiendo trozos de la planta mientras pasaba por los campos. Recuerdo cuán maravilloso era sentarse en las tomateras y saborear los tomates maduros directamente de la rama. En Jamaica puedo acercarme a esos tiempos y esos modos. Aquí, puedes estar seguro de que los árboles tropicales darán su fruto cada año. Durante la temporada de lluvias el agua que desciende de las montañas sin duda caerá por la cascada próxima a mi casa, e indudablemente para enero y febrero se habrá reducido a un goteo. Cualquier noche del año puedes salir por la puerta que quieras y mirar a lo alto, y encima tuyo tendrás todo el brillo y la belleza de las estrellas; he mirado por un telescopio desde aquí y he visto hasta cinco de las lunas de Júpiter. Desde aquí puedo subirme a mi coche y visitar uno de los mercados locales para comprar tomates todavía en su rama, patatas todavía recubiertas de la tierra de los campos. Puedo coger plátanos de las plataneras en mi jardín cuando están en su justo punto de madurez, ningún plátano del mundo tiene tanto sabor. Puedo andar descalzo, aunque las plantas de los pies de este viejo de sesenta y cinco años no sean ni la mitad de duras 30

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que las de aquel chico de campo de Arkansas. Puedo sentir los ritmos de la tierra, el nacimiento, el florecimiento, el declive y la muerte, en mis huesos. Mis huesos. Cuando cada noche nos damos las manos alrededor de la cena y le pedimos a Dios descanso y restauraciรณn, esa es la clase de restauraciรณn a la que me refiero: que sigamos siendo uno con el Creador. Que descansemos en los brazos de la naturaleza.

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