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Vicente Molina Foix Kubrick en casa

editorial anagrama

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Primera edición: marzo 2019

Diseño de la colección: lookatcia.com © Vicente Molina Foix, 2019 © EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2019 Pedró de la Creu, 58 08034 Barcelona ISBN: 978-84-339-1629-7 Depósito Legal: B. 4362-2019 Printed in Spain Liberdúplex, S. L. U., ctra. BV 2249, km 7,4 - Polígono Torrentfondo 08791 Sant Llorenç d’Hortons

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A Rodrigo Fresรกn, la promesa cumplida

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Todo empezó con la llamada de un teléfono de Madrid a otro de Londres. Carlos Saura, a quien conocía desde mis inicios como crítico de cine a tiempo más que parcial, y también por ser vecinos (su piso de la calle María de Molina, reina con la que no me une consanguinidad, se veía desde el mío), había conseguido a través de una revista barcelonesa en la que yo colaboraba mis coordenadas, enterándose así de que era residente en Inglaterra: «Eso hará las cosas más fáciles, siempre que te interese lo que voy a proponerte.» Su propuesta telefónica me interesó muchísimo nada más oírla, y debí de mostrarme rendido cuando Saura, al explicarla sucintamente, citó los nombres de Geraldine Chaplin y Stanley Kubrick. Fue, si no recuerdo mal, a principios del año 1978, el trimestre Hilary según el calendario lectivo de la Universidad de Oxford, donde yo daba entonces clases de Literatura Española y Traducción Literaria. El autor de Los golfos había sido requerido por

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la productora Warner Bros., a petición expresa de Kubrick, para dirigir el doblaje de La naranja mecánica, la controvertida y en muchos países del mundo muy taquillera adaptación cinematográfica de la novela homónima de Anthony Burgess. Estrenada en Nueva York poco antes de la Navidad de 1971 y en Gran Bretaña el 14 de enero de 1972, La naranja mecánica pronto suscitó escándalo, relacionándose su mostración brutal de la violencia con la de otro excelente film estrenado por las mismas fechas, Perros de paja. Ambas fueron clasificadas por el Board of Censors británico como películas X, pero así como la de Peckinpah necesitó dos cortes para llegar a las pantallas, la de Kubrick pasó íntegra la censura. Claro que Perros de paja sucedía en una casa de campo de la plácida Inglaterra, mientras que La naranja mecánica reflejaba con estilizado futurismo un lugar abstracto, más deslocalizado todavía por el modo de hablar de los violentos «drugos». Aun así, su exhibición en las salas (recuerdo las protestas y abandonos en grupo de numerosos espectadores cuando yo mismo la vi a finales de enero del 72 en un cine de Leicester Square) estuvo sometida a vituperios, que a la Warner le hacían recaudar más en la taquilla y a Kubrick le indignaban, rechazando las protestas y acusaciones de orden moral, sin duda moralizantes: cuando el cineasta supo que la prensa de Florida no aceptaba en sus páginas anuncios de la película, hizo que la retiraran de su exhibición comercial en ese estado sureño, algo que también se llevó a cabo en las salas británicas.

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En la España de Franco hubo que esperar para poder escandalizarse. La película, tras ser presentada en abril dentro de la Seminci de Valladolid, tuvo a mediados de 1975 un tardío estreno restringido por la censura, que actuó en ese caso no en su cometido habitual de cercenadora de contenidos sino como dispensadora de bulas de exhibición: la película solo pudo verse en cines que la proyectasen en V.O. con subtítulos. Pese a ello fue el segundo gran éxito de aquel año, después de Tiburón, contabilizó cuatro millones largos de espectadores y se mantuvo en cartel en el cine Cid Campeador de Madrid doce meses ininterrumpidos. Pero desaparecido el dictador y algo desmantelado el aparato represor franquista, los distribuidores consiguieron por fin el permiso para estrenar comercialmente La naranja mecánica fuera de los circuitos de arte y ensayo, que en los últimos años de la dictadura habían albergado una programación más aventurada, con el inmenso beneficio añadido de que ese público minoritario, aparte de poder ver tal repertorio ahorrándose el viaje al extranjero, lo oía en las voces originales, sin el doblaje obligatorio que el gobierno del Generalísimo impuso, poco después de su «triunfal Victoria», para alterar argumentos y peripecias, centrifugar contenidos y darle a la lengua del imperio la exclusividad del habla cinematográfica. El trabajo para el que se me requería era facilitar precisamente el doblaje del film de Kubrick, aunque Saura, a quien tampoco gustaba ese procedimiento tan adocenado y desnaturalizador, me tranquilizó: «La película también se

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reestrenará en versión original, así que tendrás que hacer dos listas de diálogos, que se adapten al doblaje con actores y al subtitulado.» En la llamada telefónica Madrid-Londres hubo una segunda parte más específica en la que tomó el aparato la entonces pareja de Saura, Geraldine Chaplin, quien en su español deliciosamente acentuado me contó que había sido ella quien, al recibir de la Warner el original del guión de La naranja mecánica y una traducción ya hecha en Hollywood para su doblaje al español, detectó no solo incomprensibles americanismos en el castellano sino soluciones respecto al idioma inventado por Burgess (y respetado por Kubrick en su guión) que ella creía chapuceras o erróneas; Saura estaba de acuerdo y seguía los juicios de Geraldine, y así entré yo en el escenario. Además de mis antiguas conexiones con el cine, por aquel entonces circunscritas a la crítica y a algunos guiones de cortos y largos realizados y no realizados, había publicado ya mi parte alícuota en la antología de J. M. Castellet Nueve novísimos poetas españoles, una traducción del francés de El diablo en el cuerpo, de Raymond Radiguet (que menciono por el relieve que ese libro tuvo, como se verá, años más tarde en una conversación con Kubrick) y tres novelas, dos de ellas agraciadas con el Premio Barral y el Premio Azorín. Previendo Saura que yo no iba a ser tan insensato como para rechazar el encargo, ya le había anticipado a Jan Harlan, cuñado y hombre de confianza de Kubrick, mi candidatura; viniendo del director de doblaje contratado de antemano sería

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presumiblemente bien acogida, y esos antecedentes míos también comunicados gustarían, le dijo Harlan, al propio Stanley, quien en doblajes anteriores a otras lenguas había contado (como seguiría haciendo hasta su muerte) con cineastas-directores de doblaje y escritores-traductores. Así llegó mi primera entrada en la casa campestre de los Kubrick, Abbots Mead, si bien esa vez el sendero no me llevó personalmente a la gloria; Stanley estaba «on the premises» pero ocupado, dijo su cuñado Harlan al recibirme, aunque seguramente pasaría a saludar. Su ocupación en esas otras dependencias de la mansión le debió de entretener, y no hubo saludo. Salí del breve encuentro con dos copias del libreto fílmico de La naranja mecánica, el ori­ ginal en inglés y esa traducción de la productora que Chaplin y Saura de modo consorte encontraron defectuosa e impracticable. Al bajar del tren de cercanías en Londres fui a mi librería de referencia, Compendium en Camden Town, que pese a no ser entonces aún el emporio de la intelligentsia acomodada y radical en que se convirtió sobre todo en los ochenta y primeros noventa del siglo pasado (cerró en 2000), era ya célebre por la calidad de su oferta contracultural y offbeat; feminismo, poesía en traducción, ensayo alternativo y los títulos incipientes de la literatura gay abundaban en sus atiborradas habitaciones, no exentas de perfumes de Oriente y algún que otro humo psicotrópico. Compendium, enclavada además en mi barrio, era la única librería londinense donde se encontraban, como libros de

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importación, los títulos de la nueva ficción USA que entonces se estilaba, en el Reino Unido con más prestigio que ventas: John Hawkes, Pynchon, Gaddis, Coover, William Gass. Pero lo que compré aquel día fue la edición británica de Penguin de la novela de Burgess, con su posfacio imprescindible, el glosario de la lengua Nadsat hablada por el protagonista Alex y sus compinches de la banda. Leí el libro recordando la película, vista como ya he dicho al poco de su estreno, cuando yo llevaba apenas seis meses viviendo en Londres y todavía tenía un nivel lingüístico de extrema precariedad. La lectura tardía de Burgess fue muy agradecida, pues, al margen de poder detenerme en los pasajes difíciles hasta entenderlos, con y sin ayuda del glosario Nadsat, tuve el alivio retrospectivo de advertir que muchas de las expresiones y palabras no entendidas en aquella sesión fílmica en Leicester Square procedían de la rareza del idioma creado ex profeso por el novelista y seguido con fidelidad por el guionista, el propio Kubrick. A ese alivio de mi mala conciencia de incompetente en las lenguas le siguió de inmediato un efecto de excitación intelectual, llamémoslo así, y otro, superior, de ansiedad, al recordar –‌lo había dejado muy claro Jan Harlan en el acto de entrega de los guiones– que yo debía respetar la idiosincrasia del Nadsat hablado por Alex y sus tres «droogs». Creo útil recordar a ese respecto lo que el propio novelista contó en el prólogo a su curiosa adaptación de la novela para teatro musical, A Clockwork Orange. A Play

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with Music, publicada en 1987 y tardíamente montada en 2012 en Londres y Edimburgo: la existencia (inédita) de una primera Naranja mecánica novelada que databa de 1960, mucho menos fantacientífica y, en lo que se refiere a los cuatro hooligans, hablada en la jerga entonces prevaleciente entre las bandas de los Teddy Boys, los Mods y los Rockers. Previendo que ese idiolecto tan localizado podría pronto adquirir un sabor trasnochado de época, Burgess, de viaje con su esposa en el verano de 1961 por la Unión Soviética, vio en Leningrado a un grupo de jóvenes granujas vestidos como dandis, y se le ocurrió allí mismo que inventaría una nueva habla para su novela y la llamaría Nadsat, que es el sufijo ruso equivalente a «teen», de donde sale la palabra «teenager». Y así como la visualización que le acompañó mientras escribía La naranja mecánica era una mezcla de su nativa Manchester, Leningrado y ciertos barrios de Nueva York, su Nadsat sería la fusión de términos rusos, a veces parodiados en un ruso de pega, pareados ripiosos al modo de los finales del teatro isabelino y argot angloamericano, con la voluntad de representar así, dice el autor, las dos lenguas políticamente más poderosas del mundo. Burgess, más allá de un escritor inventivo, fue un prestidigitador de la palabra en la vena joyceana, y al menos en tres de sus novelas que yo sepa (la que comentamos, la shakespeariana Nothing Like the Sun, 1964, y Sinfonía napoleónica, 1974), el armazón verbal, más que sostener, constituye en gran medida el edificio narrativo, de mayor firmeza y argumento en

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la primera que en las otras dos. Naturalmente, yo debía ceñirme a traducir no a Burgess sino al Burgess de Kubrick, siendo mi principal, mi única tarea, verter las partes dialogadas y los fragmentos de voz narradora de Alex, que han menguado mucho al pasar del libro al guión. El Nadsat, por su propia amalgama, exigía una libertad y unas sonoridades que oscilaban del verso formal al volapuk, pero leyendo la novela con atención en ese primer trimestre de 1978 (mi inglés había progresado considerablemente en los casi siete años que llevaba viviendo y trabajando en el país) descubrí lo que la hace memorable: su prosodia y su gusto por la citación y el pastiche, que llevó a Martin Amis, en su prólogo para A Clockwork Orange. The Restored Edition (2012), a situar al novelista inglés en una tríada junto a Joyce y Nabokov. Burgess, hombre de entusiasmos restringidos, admiraba a ambos, y a ambos se encomienda en dos de sus ensayos más sugestivos, Joysprick: An Introduction to the Language of James Joyce (1973) y This Man & Music (1983). En la primera, que es la citada y glosada por Amis, Burgess desarrolla su teoría privada del Novelista A y el Novelista B, dicotomía que extiende a los músicos, a los poetas, a los pintores y cineastas; el Novelista A se interesa por las tramas, los personajes y la penetración psicológica, mientras que el B quiere ante todo jugar con la palabra y su «impacto sónico». Haciendo suya la categorización de Burgess, Amis la expande con su habitual talante perverso señalando que la más famosa novela B de todos los tiempos es

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Finnegans Wake, que Nabokov describió como «un ronquido en la habitación de al lado», para añadir a continuación que «lo mismo podría decirse de Ada o el ardor, la más proclive a lo B de las diecinueve ficciones de Nabokov». El autor de Dinero acaba su texto introductorio con este envenenado elogio, datado, hay que recordar, en 2012: «De todas maneras, la novela B como género ya está completamente difunta, y La naranja mecánica podría ser su único superviviente duradero»; un libro, dice Amis, que produce placer y diversión, y, en algunos momentos, admiración incrédula. De modo que Anthony Burgess, muertos sus predecesores gigantes y muerto él antes de que acabase el siglo XX, no es «un novelista B menor», como se describía a sí mismo; para Amis, Burgess es «el único novelista B. Creo que eso le habría satisfecho». Pero además de jugador del lenguaje, Burgess era un consumado lingüista y un lector contumaz, algo que queda mejor reflejado en el segundo de sus ensayos antes mencionados, This Man & Music, conjunto de capítulos no siempre hilvanados que, según indica el título, mezclan la evocación autobiográfica con el examen de la música en su vertiente técnica (hay numerosos ejemplos de partituras reproducidas), extendiendo ese análisis de raíz musical a la composición melódica o sinfónica de los textos literarios. Baste decir, para no irnos nosotros, como frecuentemente hace Burgess en ese y otros libros suyos, por las ramas del árbol de la digresión, que This Man & Music recoge en su capítulo nueve una versión teórica más avanzada del propio autor sobre la Clase 1 y la Clase 2

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en la ficción (las novelas A y las novelas B en las que se había fijado Amis), y sobre todo un sostenido alegato a favor de lo que Burgess llama con gracia «atletismo oral», del que serían campeones James Joyce y Gerard Manley Hopkins SJ. Quiso la casualidad que pocas semanas antes, en las largas tardes libres de Oxford previas a la llamada telefónica de Saura, yo hubiera traducido pour le plaisir algunos poemas del jesuita díscolo y algo demente Hopkins, que, otra coincidencia, saldrían publicados, mientras yo corregía mi traducción de los diálogos de Kubrick, en el número tres de la recordada revista literaria Hiperión, dedicado a la Compañía de Jesús. Católico convulso y no solo converso, Hopkins –‌y esto yo entonces no lo sabía– inspiró también, en el retorcimiento de su catolicismo infiltrado de homoerotismo y la enredada trama de sus versos de palabras compuestas y ritmos escandidos, a Burgess, un católico sensualista y más churrigueresco, que cita a menudo y otras veces inserta calladamente (por ejemplo en diversos pasajes de La naranja mecánica) imágenes de los poemas y piezas escénicas del sacerdote escritor prematuramente fallecido a los cuarenta y cuatro años en 1889. Pocas cosas he leído tan esclarecedoras sobre el grandísimo autor oscuro que es Hopkins como el capítulo siete de This Man & Music, en el que Burgess, reconociendo con cierto disgusto el influjo de Hopkins sobre la poesía de Auden y Day-Lewis, a los que desdeña, lleva a cabo un análisis muy elocuente del fundamental poema del jesuita «The Windhover» («El cernícalo»).

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Aprovechando las encendidas loas al nuevo sistema prosódico traído por la obra de Hopkins, Burgess lleva a cabo una fría venganza contra Kubrick, a quien nunca perdonó su éxito superior, su cercenamiento de muchas páginas y episodios, el uso del final de la edición americana, bien distinto al libro original, y el aura escandalosa que le dio a la novela. Una venganza en la que tuvo precedentes y ha tenido descendientes, pues larga es la fila quejicosa de los escritores que se sintieron traicionados o menospreciados por filmadores de obras suyas. Pero Burgess no se venga renegando de la calidad cinematográfica de La naranja mecánica. Simplemente delimita territorios expresivos. Las novelas de la Clase 1 (o Clase A) pertenecen a la categoría de lo «fácilmente filmable», en la que a veces, insinúa con tanta verdad como malevolencia, mejora en la pantalla el libro ínfimo que se adaptó. Y añade Burgess que mientras que las ficciones de la Clase 1 están muy próximas al cine, las de la Clase 2 (o Clase B) se acercan a la música. No teme dar nombres: a la Clase 2 pertenecen el Ulises de Joyce y Lolita de Nabokov, que fueron llevadas al cine inteligentemente pero perdiendo sus cualidades. En el caso de Lolita, dice Burgess, «la obsesión lingüística equiparada [en la novela] a la sexual no tenía lugar»: la película de Stanley Kubrick contaba, lo dice sin comerse una sola palabra, con un Quilty inconexo, y encarnado, para él un mal aún mayor, «por Peter Sellers». A continuación, y como quien anuncia algo apenas sabido, pese a que en realidad habían pasado

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diez años desde el muy polémico estreno de un film que hizo época y tuvo en 1972 cuatro importantes nominaciones a los Óscar, escribe en ese mismo capítulo nueve de su ensayo que «Kubrick filmó una novela mía que técnicamente ha de estar asignada a la Clase 2. Se trata de un estudio sobre la violencia juvenil con un título de apariencia surrealista». Sobre la película el autor opina que «disfrutar con la representación de la violencia es probablemente inmoral, y no tiene nada que ver ciertamente con el arte», y aclara que él en su libro inventó un argot juvenil con un fuerte vocabulario eslavo «que pretendía oscurecer lo que describía». De ese modo, pone de manifiesto que lo que hizo con su novela Kubrick (como lo que antes hizo el mismo cineasta con Lolita y Joseph Strick con Ulises) tendía a lo pornográfico, y a que los productos de la Clase 1 (o A) tienen una tendencia intrínseca a la titilación y a lo meramente informativo impropia de los que pertenecen a la esfera de la Clase 2 (o B). El resultado de esa traición kubrickiana habría sido, afirma Burgess, pasar «una buena parte de mi tiempo en los últimos diez años defendiéndome de las acusaciones de incitación a la violencia hechas por gente que, leyendo el libro después de ver la película, lo usó como un mero memorándum de lo que consideraban la experiencia artística primordial».

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