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Ethan Kross

TU DIÁLOGO INTERIOR Qué es esa voz en tu mente, por qué es importante y cómo usarla a tu favor


TU DIÁLOGO INTERIOR Qué es esa voz en tu mente, por qué es importante y cómo usarla a tu favor Título original: CHATTER. The Voice in Our Head, Why It Matters, and How to Harness It © 2021, Ethan Kross Traducción: Karina Simpson Diseño de portada: Leonel Sagahón Fotografía del autor: © 2020, Jen Geer D. R. © 2021, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Guillermo Barroso 17-5, Col. Industrial Las Armas Tlalnepantla de Baz, 54080, Estado de México info@oceano.com.mx Primera edición: 2021 ISBN: 978-607-557-438-7 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico


Capítulo uno

Por qué hablamos con nosotros mismos

Las aceras de Nueva York son las autopistas del anonimato. Durante el día, millones de peatones resueltos dan zancadas a lo largo del pavimento, con sus rostros como máscaras que no evidencian nada. Las mismas expresiones impregnan el mundo paralelo subterráneo: el metro. La gente lee, ve su teléfono y observa fijamente la gran nada invisible, con sus expresiones desconectadas de lo que sea que suceda en su mente. Por supuesto, los rostros ilegibles de ocho millones de neoyorquinos ocultan el mundo rebosante que existe del otro lado de esa pared inexpresiva que han aprendido a mostrar: un “escape del pensamiento” escondido de las conversaciones internas ricas y activas, con frecuencia inundadas de diálogo interior. Después de todo, los habitantes de Nueva York son casi tan famosos por su neurosis como por su brusquedad. (Como oriundo de Nueva York, digo esto con amor.) Entonces, imagina lo que aprenderíamos si pudiéramos entrar más allá de sus máscaras para escuchar subrepticiamente sus voces internas. Casualmente, eso es justo lo que hizo el antropólogo Andrew Irving a lo largo de catorce meses a partir de 2010:1 escuchar la mente de más de cien neoyorquinos.2 Mientras que Irving esperaba vislumbrar la cruda vida verbal de la mente humana —o más bien una muestra de audio de ella—, el origen de su estudio se debe a su interés en cómo lidiamos con la conciencia de la muerte. Como profesor de la Universidad de Man-


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chester, anteriormente él había realizado trabajo de campo en África, en el que analizó los monólogos internos vocalizados de personas diagnosticadas con vih/sida.3 No causó sorpresa que sus pensamientos se enturbiaran con la ansiedad, la incertidumbre y el dolor emocional producido por sus diagnósticos. Ahora Irving quería comparar esos descubrimientos con un grupo de personas que seguramente tenían sus problemas, pero no necesariamente se encontraban en estados de conflicto. Para llevar esto a cabo, simplemente (¡y con valentía!) se acercó a los neoyorquinos en la calle, en parqués y cafés, les explicó su estudio y les preguntó si estarían dispuestos a decir sus pensamientos en voz alta para registrarlos en una grabadora, mientras él los filmaba de lejos. Algunos días, un puñado de gente decía que sí; otros días, sólo una persona. Era de esperarse que la mayoría de los neoyorquinos estuviera demasiado ocupada o fuera muy escéptica como para aceptar. Más tarde, Irving recolectó sus cien “flujos de discurso representado internamente”, como los describía, en grabaciones que iban desde quince minutos hasta una hora y media. Es obvio que las grabaciones no proveen un pase de acceso total a los camerinos de la mente, porque en algunos participantes podría haber entrado en juego el elemento de la actuación. Aun así, ofrecen una ventana inu­sualmente sincera hacia las conversaciones que la gente tiene consigo misma mientras navega por su vida cotidiana. Como es natural, las preocupaciones mundanas ocupaban espacio en la mente de todos los participantes en el estudio de Irving. Muchas personas comentaban lo que observaban en las calles —otros peatones, conductores y tráfico, por ejemplo—, así como cosas que tenían que hacer. Pero junto a estas cavilaciones ordinarias había monólogos que sorteaban toda una variedad de heridas, angustias y preocupaciones personales. Las narraciones comúnmente desembocaban en contenido negativo sin transición alguna, como un bache enorme que aparecía de pronto en el carrete del camino del


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pensamiento. Por ejemplo, una mujer que participó en el estudio de Irving, llamada Meredith, cuya conversación interna oscilaba de forma drástica desde las preocupaciones cotidianas hacia asuntos de vida o muerte, literalmente. “Me pregunto si hay una sucursal de Staples por aquí”, dijo Meredith antes de hablar, como si cambiara de carril abruptamente, del diagnóstico reciente de cáncer que le dieron a una amiga suya. “Sabes, pensé que ella me iba a contar que se murió su gato.” Cruzó la calle y luego dijo: “Yo estaba preparada para llorar por su gato, y de pronto estoy tratando de no llorar por ella. Digo, es que Nueva York sin Joan es… Ni siquiera me lo puedo imaginar”. Comenzó a llorar. “Pero probablemente va a estar bien. Me encanta esa frase que habla de que hay veinte por ciento de probabilidades de que se cure. Y cómo una amiga de ella dijo: ‘¿Te subirías a un avión que tuviera veinte por ciento de probabilidades de estrellarse?’ No, por supuesto que no. Pero era difícil salir adelante. Ella sí que erige una pared de palabras.” Al parecer, Meredith procesaba las malas noticias en vez de ahogarse en ellas. Los pensamientos acerca de emociones desagradables no necesariamente son diálogo interior, y éste es un buen ejemplo de ello. No comenzó a salirse de control. Tras unos minutos, después de cruzar otra calle, su flujo verbal volvió al asunto que la ocupaba: “Entonces, ¿hay un Staples por aquí? Yo creo que sí”. Mientras que Meredith procesaba su temor de perder a una amiga querida, un hombre llamado Tony estaba obsesionado con otro tipo de duelo: la pérdida de la cercanía en una relación, y quizá de la relación misma. Llevaba una bolsa de mensajero y caminaba por una acera llena de peatones. Comenzó con un torrente de pensamientos autorreferenciales: “Aléjate… Observa, aguántate. O sigue tu camino. Sólo aléjate. Comprendo eso de no decirle a todo el mundo. Pero yo no soy todo el mundo. Ustedes dos van a tener un maldito bebé. Una llamada hubiera estado bien”. Era obvio que la


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sensación de exclusión que tenía lo afectaba profundamente. Parecía estar suspendido en la búsqueda de una solución al problema y un dolor que podría llevarlo a una obsesión inútil. “Claro, totalmente claro. Avanza”, dijo Tony. Usaba el lenguaje no sólo para dar voz a sus emociones, sino también para buscar cómo manejar la situación de la mejor manera. “La cosa es —siguió diciendo— que podría ser una salida. Cuando me dijeron que iban a tener un bebé, me sentí un poco excluido. Me sentí un poco hecho a un lado. Pero ahora tal vez es una puerta de escape, debo admitirlo, ya no estoy tan enojado. Ahora podría funcionar a mi favor.” Soltó una risa suave y amarga y luego suspiró. “Estoy seguro de que esto es una salida… Ahora veo esto de forma positiva… Antes estaba enojado. Sentía que ustedes dos eran una familia… y ustedes dos son una familia ahora. Y tengo una salida… ¡Con la cabeza en alto!” Y después, estaba Laura. Laura se sentó en una cafetería y se sentía impaciente. Esperaba saber de su novio, quien se había ido a Boston. El problema era que supuestamente él debía regresar para ayudarla a mudarse a un nuevo departamento. Ella había estado aguardando a que la llamara por teléfono desde el día anterior. Estaba convencida de que su novio había sufrido algún accidente fatal y por eso la noche anterior se sentó frente a su computadora por horas y cada minuto refrescaba la búsqueda con las palabras “choque de autobús”. Pero, como se lo recordaba a sí misma, el torbellino de su preocupación negativa compulsiva no era sólo acerca de un posible choque de autobús en el que iba su novio. Estaba en una relación abierta con él, aunque no era algo que ella deseara, y se estaba volviendo muy difícil. “Se supone que es abierta para tener libertad sexual —se dijo—, pero es algo que nunca quise para mí… No sé dónde está él… Podría estar en cualquier parte. Podría estar con otra chica.” Mientras que Meredith procesaba las noticias terribles con relativa ecuanimidad (es normal llorar por el diagnóstico de cáncer de


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una amiga) y Tony se animaba con calma a seguir adelante, Laura estaba atorada con pensamientos negativos repetitivos. No sabía cómo proceder. Al mismo tiempo, su monólogo interno se hundía en el pasado, con reflexiones sobre las decisiones que condujeron su relación al estado actual. Para ella, el pasado estaba muy presente, así como sucedía con Meredith y Tony. Sus situaciones únicas los llevaron a procesar sus experiencias de forma distinta, pero todos pensaban en cosas que ya habían ocurrido. Al mismo tiempo, sus monólogos también se proyectaban al futuro con preguntas acerca de lo que pasaría o lo que deberían hacer. Este patrón de ir y venir por el tiempo y el espacio en sus conversaciones internas indica algo que todos hemos observado en nuestra propia mente: es una ávida viajera en el tiempo.4 Mientras que el carril de la memoria nos puede llevar a la ruta del diálogo interior, no hay nada inherentemente dañino en volver al pasado o imaginar el futuro. La capacidad de involucrarnos en el viaje mental en el tiempo es una característica sumamente valiosa de la mente humana. Nos permite darles sentido a nuestras experiencias de formas que otros animales no son capaces, sin mencionar los planes que elaboramos y cómo nos preparamos para contingencias futuras. Así como hablamos con amigos sobre las cosas que podríamos haber hecho, las que haremos o que quisiéramos hacer, nos hablamos igual a nosotros mismos. Otros voluntarios en el experimento de Irving también demostraron preocupaciones que divagaban en el tiempo, trenzándose en un patrón de la voz interior. Por ejemplo, al caminar por un puente, una mujer mayor recordó que cruzó el mismo puente con su padre cuando era niña, justo en el momento en que un hombre se aventó y se suicidó. Era un recuerdo indeleble, en parte porque su papá era un fotógrafo profesional y tomó una foto del momento, la cual terminó publicada en un periódico que se distribuía en toda la ciudad. Mientras tanto, un hombre de unos treinta y cinco años cruzó


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el puente de Brooklyn y pensó acerca de todo el trabajo humano que tomó construirlo, y también se dijo que tendría éxito en el nuevo trabajo que estaba por comenzar. Otra mujer, que esperaba una cita a ciegas en el Washington Square Park, recordó a un antiguo novio que la engañó, lo cual detonó que pensara en sus deseos de conexión y trascendencia espiritual. Unos participantes hablaron sobre las dificultades económicas que quizá les esperaban, y las ansiedades de otros se centraban en un evento sombrío de una década atrás: el 11 de septiembre de 2001. Los neoyorquinos que compartieron con generosidad sus pensamientos con Andrew Irving encarnan la naturaleza salvajemente diversa y ricamente texturizada de nuestro estado. Sus diálogos internos los llevaron “hacia dentro” de maneras vastamente distintas, conduciéndolos a una miríada de flujos de pensamiento verbal. Los detalles específicos de sus conversaciones privadas eran tan idiosincrásicos como su vida individual. Pero a nivel estructural, lo que sucedía en su mente era muy similar. Con frecuencia lidiaban con “contenido” negativo,5 mucho del cual surgía por medio de conexiones asociativas, el salto de un pensamiento al otro. A veces su pensamiento verbal era constructivo; otras veces, no. También dedicaban una considerable cantidad de tiempo a pensar acerca de sí mismos, y sus mentes gravitaban hacia sus propias experiencias, emociones, deseos y necesidades. Después de todo, la naturaleza enfocada en el yo del estado predeterminado6 es una de sus características principales. Los neoyorquinos tenían estas cosas en común, pero sus monólogos también enfatizaban algo más, universalmente humano: la voz interior que siempre estaba ahí con algo que decir, recordándonos la inevitable necesidad que tenemos de usar nuestra mente para darle sentido a nuestras experiencias y el papel del lenguaje para ayudarnos a lograrlo. Aunque sin duda tenemos sentimientos y pensamientos que toman formas no verbales7 —los artistas visuales y los músicos, por


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ejemplo, buscan precisamente este tipo de expresión mental—, los seres humanos existimos en un mundo de palabras. Ellas son la manera en que nos comunicamos con otros la mayor parte del tiempo (aunque el lenguaje corporal y los gestos son claramente fundamentales) y también el modo en que nos comunicamos con nosotros mismos la mayor parte del tiempo. La afinidad inherente de nuestro cerebro para desconectarnos de lo que sucede a nuestro alrededor produce una conversación en nuestra mente, en la cual pasamos enganchados la mayor parte de nuestras horas de vigilia. Esto precisa una pregunta crítica: ¿por qué? La evolución selecciona cualidades que brindan una ventaja de supervivencia. De acuerdo con esta regla, no esperarías que los seres humanos tuvieran que volverse tan prolíficos en hablarse a sí mismos si eso no le sumara algo a nuestra “aptitud” de supervivencia. Pero la influencia de la voz interior suele ser tan sutil y fundamental que rara vez, si no es que nunca, somos conscientes de todo lo que hace por nosotros.

EL GRAN AGENTE MULTITAREA Con frecuencia los neurocientíficos invocan el concepto de la reutilización neuronal8 cuando discuten acerca de las operaciones del cerebro; se trata de la idea de que usamos el mismo circuito cerebral para lograr múltiples fines, obteniendo el máximo absoluto de los recursos neuronales limitados que están a nuestra disposición. Por ejemplo, tu hipocampo —la región con forma de caballito de mar que se ubica en lo profundo de tu cerebro y crea las memorias a largo plazo— también nos ayuda a navegar y movernos en el espacio. El cerebro es un agente multitarea muy talentoso. De lo contrario, tendría que ser del tamaño de un autobús, lo suficientemente grande para soportar cada una de sus incontables funciones. Resulta que nuestra voz interior también es un agente multitarea prodigioso.


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Una de las tareas principales del cerebro es potenciar el motor de lo que se conoce como memoria operativa. Los seres humanos poseemos una tendencia natural a conceptualizar la memoria en el sentido romántico: a largo plazo y nostálgico. Pensamos en ella como el lugar del pasado, rebosante de momentos, imágenes y sensaciones que se quedarán con nosotros para siempre y constituyen la narrativa de nuestra vida. Sin embargo, el hecho es que a cada minuto del día, en medio de una avalancha de estimulación continua que puede ser bastante distractora (sonidos, imágenes, olores y demás), debemos recordar detalles de forma constante para funcionar. No importa que tal vez olvidemos la mayor parte de esa información cuando no sea útil. Durante el breve tiempo en que está activa, necesitamos que funcione. La memoria operativa es lo que nos permite participar en discusiones de trabajo y tener conversaciones espontáneas en la cena. Gracias a ella, podemos recordar lo que alguien hizo hace unos segundos y luego incorporarlo de una forma relevante a la discusión en desarrollo. La memoria operativa es lo que nos permite leer un menú y después ordenar la comida (mientras sostenemos también una de esas conversaciones). Es lo que nos posibilita escribir un correo electrónico acerca de algo urgente, pero no lo bastante significativo para ser almacenado de inmediato en el depósito del largo plazo. En resumen, es lo que nos permite funcionar como personas en el mundo. Cuando deja de trabajar u opera de manera deficiente, fracasa nuestra capacidad para desempeñar incluso las actividades cotidianas más ordinarias (como insistirles a tus hijos que se cepillen los dientes mientras les haces el lunch y recuerdas qué reu­niones tendrás más tarde ese día). Y la voz interior está conectada a la memoria operativa. Un componente crítico de la memoria operativa es un sistema neuronal que se especializa en manejar la información verbal. Se llama bucle fonológico,9 pero es más fácil entenderlo como el banco de


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información del cerebro para todo lo relacionado con palabras que suceden a nuestro alrededor en el presente. Tiene dos partes: un “oído interno”, que nos permite retener palabras que acabamos de escuchar durante unos segundos; y una “voz interior”, que nos permite repetir palabras en la cabeza como cuando practicamos un discurso, memorizamos un número de teléfono o repetimos un mantra. Nuestra memoria operativa depende del bucle fonológico para mantener en línea nuestras vías neuronales lingüísticas con el fin de que funcionemos productivamente fuera de nosotros mismos, mientras mantenemos nuestras conversaciones en el interior. En la infancia desarrollamos este portal verbal entre nuestras mentes y el mundo,10 y cuando está en una dirección correcta, nos impulsa hacia otras metas del desarrollo mental. De hecho, el bucle fonológico va mucho más allá del ámbito de responder soluciones inmediatas. Nuestro desarrollo verbal va de la mano con nuestro desarrollo emocional. Cuando somos niños pequeños, hablar en voz alta con nosotros mismos nos ayuda a aprender a controlarnos. A principios del siglo xx, el psicólogo soviético Lev Vygotsky fue una de las primeras personas en explorar la conexión entre el desarrollo del lenguaje y el autocontrol.11 Le interesaba el curioso comportamiento de los niños que se hablan a sí mismos en voz alta, animándose y criticándose. Como lo sabe cualquiera que haya pasado un tiempo significativo con niños, ellos con frecuencia tienen conversaciones espontáneas y en toda regla consigo mismos. Esto no sólo es un juego o imaginación, es un signo de crecimiento neuronal y emocional. A diferencia de otros pensadores destacados de la época que pensaban que este comportamiento era un signo de desarrollo simple, Vygotsky se dio cuenta de que el lenguaje desempeñaba un rol esencial en el modo en que aprendemos a controlarnos, una teoría que más tarde sería corroborada. Él creía que la forma en que aprendemos a manejar nuestras emociones comienza con la relación con nuestros cuidadores primarios (por lo general nuestros


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padres). Estas autoridades nos dan instrucciones, y nos repetimos esas instrucciones a nosotros mismos en voz alta, imitando lo que dicen. Al principio lo hacemos de forma audible. Pero con el tiempo internalizamos su mensaje en un discurso silencioso. Y entonces más tarde, cuando nos desarrollamos más, empezamos a usar nuestras propias palabras para controlarnos por el resto de la vida. Como sabemos, esto no significa que siempre terminemos haciendo lo que quieren nuestros padres —con el tiempo nuestro flujo verbal delinea sus contornos únicos que dirigen nuestro comportamiento de forma creativa—, pero estas experiencias del desarrollo temprano nos influyen de forma significativa. La perspectiva de Vygotsky no sólo explica cómo aprendemos a usar nuestra voz interior para controlarnos, también nos brinda una manera de comprender cómo nuestras conversaciones internas están “sintonizadas” en parte por la crianza que tuvimos. Varias décadas de investigación sobre la socialización indican que nuestros entornos influyen en la forma en que vemos el mundo,12 incluyendo el modo en que pensamos en el autocontrol. En las familias, los padres modelan el autocontrol por nosotros cuando somos niños, y su enfoque se filtra en nuestras voces interiores en desarrollo. Tal vez nuestro padre nos dice una y otra vez que no usemos la violencia para resolver un conflicto. Quizá nuestra madre nos reitera, sin cesar, que nunca nos demos por vencidos después de una decepción. Con el tiempo, nos repetimos estas cosas y comienzan a dar forma a nuestro flujo verbal.13 Por supuesto, las voces autoritarias de nuestros padres están conformadas por factores culturales más extensos.14 Por ejemplo, en la mayoría de los países asiáticos, está mal visto destacar porque amenaza la cohesión social. En contraste, los países occidentales como Estados Unidos dan gran importancia a la independencia, y los padres aplauden las acciones individuales de sus hijos. Las religiones y los valores que enseñan también se mezclan con las normas del


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hogar.15 En resumen, las voces de la cultura inciden en las voces interiores de nuestros padres, que a su vez influyen en las nuestras, y así sucesivamente a través de las muchas culturas y generaciones que se combinan para sintonizar nuestra mente. Somos como matrioshkas de conversaciones mentales. Dicho lo anterior, la influencia entre cultura, padres e hijos no sólo va en una dirección. La forma en que los niños se comportan también puede tener un efecto en las voces de sus padres, y por supuesto los seres humanos también desempeñamos un papel en formar y reformar nuestras culturas. Entonces, en un sentido, nuestra voz interna anida en nosotros cuando somos niños al ir de fuera hacia dentro, hasta que más tarde hablamos desde el interior hacia el exterior y afectamos a quienes nos rodean. Investigaciones recientes, que Vygotsky no vivió para conocer, han llevado más lejos esta teoría, y los estudios demuestran que los niños criados en familias con patrones fértiles de comunicación desarrollan antes esta faceta del discurso interior.16 Más aún, resulta que tener amigos imaginarios puede incentivar el discurso interior en los niños.17 De hecho, las investigaciones más recientes sugieren que el juego imaginario propicia el autocontrol, entre muchas otras cualidades deseables,18 como el pensamiento creativo, la confianza y la buena comunicación. Otra forma decisiva en la que la voz interior nos ayuda a controlarnos a nosotros mismos es al evaluarnos mientras nos esforzamos por lograr metas. Casi como una aplicación de rastreo en un celular, el estado predeterminado te monitorea para ver si cumples con los estándares en el trabajo para obtener ese aumento al final del año, si avanzas en tu sueño de abrir un restaurante o si tu relación con ese amigo del que estás enamorada se desarrolla con rapidez. Esto sucede con frecuencia con un pensamiento verbal que surge en nuestra mente, de forma muy parecida a como aparece un recordatorio de una cita en la pantalla bloqueada de tu celular. De hecho, los


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pensamientos espontáneos relacionados con las metas19 están entre los más frecuentes que llenan nuestra mente. Es nuestra voz interior que nos alerta a prestar atención a un objetivo. Parte de alcanzar las metas implica tomar la decisión correcta cuando se presenta una disyuntiva en el camino, y es por ello que nuestra voz interior también nos permite realizar simulaciones mentales.20 Por ejemplo, cuando estamos enganchados en una lluvia de ideas creativa sobre, digamos, la mejor forma de hacer una presentación o la mejor progresión melódica para una canción que estamos escribiendo, internamente exploramos diferentes vías posibles. Con frecuencia, incluso antes de escribir las palabras para una presentación o tocar con la mano un instrumento musical, ya hemos accedido a nuestra capacidad introspectiva para decidir cuál es la mejor opción. Lo mismo sucede para descubrir cómo lidiar con un intercambio interpersonal, como lo hacía Tony cuando caminaba por Nueva York pensando en sus amigos que no le habían dicho sobre su embarazo. Él simulaba si debería permanecer cerca de ellos o distanciarse. Esta lluvia de ideas de realidades múltiples sucede incluso cuando dormimos, en nuestros sueños. Históricamente, los psicólogos pensaban que los sueños tenían un espacio propio en la mente,21 muy distinto de lo que sucede en la vigilia. Por supuesto, Freud pensaba que los sueños eran el camino directo hacia el inconsciente, una caja cerrada que contenía nuestros deseos reprimidos, y el psicoanálisis era la llave que la abría. Él pensaba que con las defensas bajas y los cánones de la civilización apagados mientras dormimos, salen nuestros demonios y revelan nuestros deseos. Entonces apareció la neurociencia, que tomó todo el romance oscuro y obsceno del psicoanálisis y lo reemplazó con la actitud fría y seria del funcionamiento físico del cerebro. Ésta afirmaba que los sueños no eran más que la forma en que el cerebro interpreta disparos aleatorios del tallo cerebral durante el sueño rem. Por la puerta salió el simbolismo social, que era entretenido aunque


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un poco loco, y entró la mecánica de las neuronas, que tenía más sustento científico (y para nada lascivo). Las investigaciones actuales que cuentan con tecnología más avanzada han demostrado que, de hecho, nuestros sueños comparten muchas similitudes22 con los pensamientos verbales espontáneos que experimentamos al estar despiertos. Resulta que nuestra mente verbal despierta conversa con nuestra mente verbal dormida. Por fortuna, esto no produce la consumación de los deseos edípicos. Puede ayudarnos. Existe evidencia reciente que sugiere que con frecuencia los sueños son funcionales23 y están en alta sintonía con nuestras necesidades prácticas. Piensa en ellos como si fueran un simulador de vuelo un poco desequilibrado. Nos ayudan a prepararnos para el futuro al simular eventos que vendrán, dirigiendo nuestra atención hacia escenarios potencialmente reales, e incluso hacia amenazas de las cuales debemos cuidarnos. Aunque todavía tenemos mucho que aprender sobre cómo nos afectan los sueños, al final del día —o más bien al final de la noche— simplemente son historias en la mente. Y es muy seguro que en la vigilia la voz interior diga algo en voz alta acerca de la historia psicológica fundacional de todos: nuestra identidad. Nuestro flujo verbal tiene un rol indispensable en la creación de nuestro yo.24 El cerebro construye narrativas significativas por medio del razonamiento autobiográfico. En otras palabras, usamos nuestra mente para escribir la historia de nuestra vida, siendo nosotros el personaje principal. Mantenernos arraigados en una identidad continua nos ayuda a madurar, descubrir nuestros valores y deseos, soportar el cambio y la adversidad. El lenguaje es fundamental para este proceso porque pule los fragmentos incisivos y aparentemente desconectados de la vida cotidiana, y los transforma en una línea completa y cohesionada. Nos ayuda a convertir la vida en narrativa. Las palabras de la mente esculpen el pasado y, por lo tanto, establecen una narrativa a seguir para el futuro. Al ir de un lado


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a otro entre los diferentes recuerdos, nuestros monólogos internos tejen una narrativa neuronal de remembranzas, que une el pasado a las costuras de la construcción cerebral de nuestra identidad. La capacidad del cerebro de ser un agente multitarea es variada y vital, al igual que la voz interior. Pero para comprender realmente su valor profundo, debemos contemplar qué pasaría si nuestros pensamientos verbales desaparecieran. Aunque suene muy improbable, no tenemos que imaginar este escenario. En algunos casos sí sucede.

ENTRAR EN LA-LA LAND El 10 de diciembre de 1996 Jill Bolte Taylor despertó como cada mañana. Ella era una neuroanatomista que trabajaba en un laboratorio de psiquiatría en la Universidad de Harvard, donde estudiaba la composición del cerebro. De su historia familiar surgió su motivación para crear un mapa de nuestros paisajes corticales para comprender las interacciones celulares y los comportamientos que producen. Su hermano tenía esquizofrenia, y aunque no esperaba revertir su enfermedad, la animaba a descifrar los misterios de la mente. Estaba en muy buen camino para lograrlo, hasta el día en que su cerebro dejó de funcionar bien.25 Bolte Taylor se levantó de la cama para hacer sus ejercicios matutinos en una máquina de cardio, pero no se sentía muy bien. Tenía un dolor punzante detrás del ojo, parecido a la sensación de comer rápidamente algo helado, que iba y venía. Cuando empezó a hacer ejercicio todo se puso raro. Mientras estaba en la máquina de cardio, sintió que su cuerpo se volvía lento y su percepción se contraía. “Ya no puedo definir los límites de mi cuerpo”, recordó más tarde. “No puedo definir dónde empiezo y dónde termino.” No sólo perdió la sensación de su cuerpo en el espacio físico, sino que comenzó a perder el sentido de quien era. Sentía que sus


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emociones y recuerdos se esfumaban, como si la abandonaran para residir en algún otro lugar. Desapareció el surgimiento, segundo a segundo, de percepciones y reacciones que caracterizaban su estado normal de conciencia. Sentía que sus pensamientos perdían su forma y, con ellos, también se iban sus palabras. Su flujo verbal redujo su velocidad, como un río que se está secando. La maquinaria lingüística de su cerebro se descompuso. Un vaso sanguíneo se reventó en el lado izquierdo de su cerebro. Tuvo una apoplejía. Aunque sus movimientos físicos y sus facultades lingüísticas estaban drásticamente comprometidas, logró llamar por teléfono a un colega, quien de inmediato se dio cuenta de que algo estaba mal. Poco después, Bolte Taylor se encontraba en la parte trasera de una ambulancia mientras la llevaban al Hospital General de Massachusetts. “Sentí que mi espíritu se rendía”, dijo. “Ya no era la coreógrafa de mi vida.” Estaba segura de que iba a morir y se despidió de su vida. No murió. Ese día, más tarde, despertó en una cama del hospital, sorprendida por seguir viva, aunque su vida no volvería a ser la misma por mucho tiempo. Su voz interior, como la conocía desde siempre, se había marchado. “Mis pensamientos verbales de pronto eran inconsistentes, fragmentados e interrumpidos por un silencio intermitente”, recordó. “Estaba sola. En el momento no tenía nada más que el pulso rítmico de mi corazón.” Ni siquiera estaba sola con sus pensamientos, porque no tenía pensamientos como antes. Su memoria operativa no funcionaba y eso imposibilitaba que completara las tareas más simples. Al parecer, su bucle fonológico se había descompuesto. El diálogo consigo misma se había silenciado. Ya no era una viajera mental en el tiempo capaz de revisitar el pasado e imaginar el futuro. Se sentía vulnerable de una forma que nunca imaginó posible, como si girara sola en el espacio exterior. Se preguntó, sin hablar, si las palabras algún día volverían a habitar su


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vida mental. Sin la introspección mental, dejó de ser humana en el sentido que había conocido antes. “Desprovista de lenguaje y procesamiento lineal”, escribió, “me sentí desconectada de la vida que había vivido.” Y lo más profundo de todo es que perdió su identidad. La narrativa que su voz interior le había permitido construir a lo largo de casi cuatro décadas, se borró. “Esas vocecitas dentro de tu cabeza”, como ella las nombró, la habían convertido en ella, pero ahora estaban en silencio. “Entonces, ¿en realidad seguía siendo yo? ¿Cómo podía seguir siendo la doctora Jill Bolte Taylor, cuando ya no compartía mis experiencias vitales, pensamientos y vínculos emocionales?” Cuando imagino cómo sería atravesar lo que experimentó Jill Bolte Taylor, me lleno de pánico. Perder la capacidad de hablarme a mí mismo, de usar el lenguaje para acceder a mis intuiciones, unir mis experiencias en un todo coherente o planear el futuro, suena mucho peor que recibir una carta de un acosador loco. Pero aquí es donde su historia se vuelve más extraña y todavía más fascinante. Bolte Taylor no estaba asustada como imagino que yo o cualquier otra persona en su situación se sentiría. Sorprendentemente, cuando su conversación interna de toda la vida se desvaneció, encontró un consuelo como nunca antes había sentido. “El vacío que crecía en mi cerebro traumatizado era totalmente seductor”, escribió tiempo después. “Le di la bienvenida al alivio temporal del diálogo interior constante que trajo el silencio.” Como ella dice, se había ido a “la-la land”. Por una parte, estar privada del lenguaje y la memoria era terrorífico y solitario. Pero por otra, era extática y eufóricamente liberador. Libre de su identidad pasada, también podía independizarse de todos sus recuerdos dolorosos recurrentes, estreses del momento y ansiedades acechantes. Sin su voz interior estaba libre del diálogo interior. Para ella, este intercambio valía la pena. Más tarde reflexionó que esto se debía a que nunca aprendió a manejar su frenético


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mundo interior antes de sufrir la apoplejía. Como todos nosotros, se le dificultaba controlar sus emociones cuando era atraída por espirales negativas. Dos semanas y media después de sufrir la apoplejía, Bolte Tay­ lor se sometió a una cirugía para extraer de su cerebro el coágulo del tamaño de una pelota de golf. Le tomó ocho años recuperarse por completo. Continúa dirigiendo investigaciones sobre el cerebro y también comparte su historia con el mundo. Hace hincapié en la poderosa sensación de generosidad y bienestar que experimentó cuando su crítico interno se calló. Ahora ella se describe como “una devota creyente de que poner atención a la charla con nosotros mismos es vitalmente importante para nuestra salud mental”. Lo que su experiencia nos muestra en términos vívidos es cuán profundamente luchamos con nuestra voz interior, al grado de que el flujo verbal de pensamientos que nos permite funcionar, pensar y ser nosotros mismos podría causarnos sentimientos de bienestar cuando no está ahí. Es una evidencia impresionante de lo influyente que puede ser nuestra voz interior. Las investigaciones corroboran este fenómeno en circunstancias menos excepcionales. Nuestros pensamientos no sólo pueden contaminar nuestra experiencia, pueden bloquear casi todo lo demás. Un estudio publicado en 2010 toma conciencia de esto. Los científicos descubrieron que las experiencias internas disminuyen las externas de forma consistente.26 Aquello que los participantes pensaban resultó ser un mejor predictor de su felicidad que lo que en realidad hacían. Esto evidencia una experiencia amarga que mucha gente ha tenido: estás en una situación en la que deberías ser feliz (pasando tiempo con amigos o celebrando un libro), pero un pensamiento rumiante absorbe tu mente. Tu estado de ánimo no se define por lo que hiciste, sino por aquello en lo que pensaste. El motivo por el cual la gente experimenta alivio cuando su voz interior se silencia no es una maldición de nuestra evolución. Como


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hemos visto, tenemos una voz en la cabeza porque es un don único que nos acompaña mientras caminamos por la calle hasta nuestros sueños cuando dormimos. Nos permite funcionar en el mundo, alcanzar metas, crear, conectarnos y definir quiénes somos de formas maravillosas. Pero cuando se convierte en un diálogo interior, suele ser tan abrumador que nos hace perder de vista esto y tal vez incluso deseemos no tener siquiera una voz interior. Antes de abordar lo que la ciencia nos enseña sobre cómo controla nuestro flujo mental verbal, necesitamos comprender los efectos nocivos del diálogo interior que requieren de nuestra intervención. Cuando analizas más de cerca lo que nuestros pensamientos verbales destructivos pueden hacer —a nuestra mente, cuerpo y relaciones— te das cuenta de que derramar algunas lágrimas en las calles es cosa fácil.



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