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Traducción de Marcelo Andrés Manuel Bellon

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Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares reales es mera coincidencia.

Espontánea Título original: Spontaneous © 2016, Aaron Starmer Traducción: Marcelo Andrés Manuel Bellon Diseño de portada: Jazbeck Gámez D.R. © 2017, Editorial Océano, S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España www.oceano.com D. R. © 2017, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Col. Polanco Chapultepec C.P. 11560, Miguel Hidalgo, Ciudad de México www.oceano.mx www.grantravesia.com Primera edición: 2017 ISBN: 978-607-527-136-1 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. impreso en méxico

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/ printed in mexico

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A quienes creen que todo puede caerse en pedazos en cualquier momento‌ y a quienes nos consuelan y nos mantienen en una pieza

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Llame Su Señoría a la muerte con el nombre que quiera, atribúyala a quien le apetezca, o diga que podía haberse evitado de alguna manera: es siempre la misma muerte; innata, congénita, generada en los humores corrompidos del mismo cuerpo depravado, y nada más. Es la Combustión Espontánea, y de ninguna otra muerte ha podido morir.

Charles Dickens Casa desolada

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cómo comenzó

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uando Katelyn Ogden explotó en clase de cálculo, el conserje probablemente imaginó que sólo tendría que limpiar

los intestinos de una pizarra este año. Tiene sentido. En el pasado, los chicos no estallaban de la nada. No en cálculo, no en la fiesta de graduación y ni siquiera en el laboratorio de química, donde no es que las explosiones sean exactamente desconocidas. Ni un chico. Ni una explosión. Ah, los buenos viejos tiempos. Katelyn Ogden era muchas cosas, pero no particularmente explosiva, en ningún sentido de la palabra. Era espigada, tenía el cabello corto y la voz ronca. Era un vestido de verano hecho persona: linda, ligera, inofensiva. No la conocía bien, sólo lo suficiente para maldecir su adorable existencia en más de una ocasión. No estoy orgullosa de eso, pero es la verdad. No significa que quisiera que se fuera como lo hizo, o de nin-

guna otra manera, para el caso. Lo que pensamos no siempre es lo que sentimos y cuando es así, por lo general no dura mucho. La mañana en que Katelyn, bueno, se fue, yo estaba sentada dos lugares detrás de ella. Era septiembre, la primera semana completa de escuela, una absoluta maravilla de día.

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La ventana estaba abierta y el lejano zumbido de un tractor se mezclaba con el cercano zumbido del señor Mellick filosofando sobre factoriales. Preocupada de tener aliento a café, me encontraba doblada sobre mi asiento, buscando pastillas de menta en mi bolso. Mi punto de vista era, por lo tanto, limitado, así que las únicas partes que vi explotar de Katelyn fueron sus piernas. De hecho, es difícil decir lo que vi. Sus piernas estaban ahí y un momento después habían desaparecido. ¡Cata-pum! El salón tembló y mi rostro se encontró repentinamente caliente y mojado. Es una manera desagradable de decirlo, pero es la manera más simple de hacerlo: Katelyn era un globo lleno de pedacitos carnosos. Y reventó. No puedes sentir mucho de nada en un momento así. Ciertamente, no puedes analizar la situación. No mientras está sucediendo, por lo menos. Después, la imagen se repetirá una y otra vez en tu cabeza, como un gif endemoniado, como un bicho que se desliza dentro de tu cama cada noche, te golpea el hombro y dice: ¿Te acuerdas de mí? Soy el momento más jodido de tu vida hasta ahora. Después, sentirás y harás muchas cosas, pero mientras está sucediendo todo lo que puedes sentir es confusión y todo lo que puedes hacer es reaccionar. Me erguí de golpe y mi cabeza pegó contra mi escritorio. El señor Mellick se zambulló detrás de su silla, como un soldado en las trincheras. Los rostros rojos de mis compañeros se quedaron pasmados por un instante. La sangre goteaba de paredes y ventanas. Luego se hicieron los gritos y sucedió la obligada estampida hacia la puerta. La siguiente hora fue una locura. Todos corriendo, las manos arriba, estruendo de sirenas, chicos abrazándose en 12

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el estacionamiento. Vehículos de noticiarios, helicópteros, equipos de swat, autos derrapando en los jardines porque las calles estaban bloqueadas. Nadie sabía en realidad qué había sucedido. ¡Una bomba! ¡Sangre! ¡Huyan a las malditas montañas! Hasta ahí llegaba. No había humo en el sentido literal, pero cuando todo se aclaró, metafóricamente, sólo podíamos estar seguros de dos cosas: Katelyn Ogden había explotado. Todos los demás estábamos bien. Aunque no lo estábamos. Ni de cerca.

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vamos siendo claros

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sto no es sobre Katelyn Ogden. Ella fue importante —todos ellos lo fueron—, pero también fue una señal, un punto

de inicio en un camino de autodescubrimiento. Me doy cuenta de lo cursi y vanidoso que eso suena, pero el foco de atención

de esto debe estar en mí y, finalmente, en lo que tú piensas de mí. ¿Te agrado? ¿Confías en mí? ¿Seguirás interesado en mí después de que diga lo que tengo que decir? Sí, sí, lo sé. No es importante lo que la gente piensa de ti, lo que cuenta es quién eres. Bueno, no creas esa mierda. La percepción triunfa sobre la realidad siempre y para siempre. Tan sólo considera lo que la gente pensaba de Katelyn. El señor Mellick una vez dijo que ella habría sido una excelente locutora, lo cual era una manera de decir que era elocuente y, aunque no estuviera claro si era en parte negra o asiática o hispana, tenía una vaga belleza étnica que no resultaba amenazante. En realidad, Katelyn Ogden era turca, y no en parte esto ni aquello. Tan sólo turca. El nombre original de su familia era Özden, pero lo había cambiado en algún momento. Su padre nació justo aquí, en Nueva Jersey, y también su madre, pero la sangre de ambos era turca y sus raíces se remontaban hasta el Imperio Otomano temprano, que, tanto como los im-

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perios pueden ser, fue de los más impresionantes. Sus ejércitos fueron de los primeros en usar armas de fuego y cañones, así que algo sabían sobre las cosas que explotan. El papá de Katelyn era ingeniero y su mamá, abogada, y conducían una Tahoe con una de esas pegatinas con la imagen de una familia en la ventana trasera. Dos padres, una hija, dos perros. No estoy completamente segura de qué sería lo apropiado, pero supongo que es una de esas cosas que se conservan en la ventana incluso… después. Los Ogden lo hicieron, en todo caso. Me enteré de todos los detalles familiares en el funeral, que se realizó con el féretro cerrado, por obvias razones, y que se llevó a cabo en el State Street Theatre, también por obvias razones. Todos los de la escuela tuvimos que ir. No porque fuera obligatorio, pero cualquier ausencia se hubiera notado. No por las autoridades necesariamente, sino por los chicos que de inmediato etiquetan a sus compañeros como misóginos de mierda o perras sin corazón. Lo sé porque yo era una de esas felices chicas etiquetadoras. De nueva cuenta, no estoy necesariamente orgullosa de ese hecho, pero lo cierto es que no puedo negarlo. El funeral fue todo un acontecimiento, considerando el poco tiempo que tuvieron para organizarlo. Skye Sanchez, una amiga de Katelyn, proyectó una presentación cuyo sólo propósito fue recordarnos lo ridículamente efervescente que había sido Katelyn. Su tía, con voz entrecortada, nos ofreció una amorosa elegía. Un coro interpretó la canción favorita de Katelyn, una pieza hermosa. La letra era un tanto sexy para la ocasión, pero a quién le importa, ¿cierto?: era su favorita; y si no pueden tocar tu canción favorita en tu funeral, ¿entonces cuándo? Además, la letra habla de decir adiós en el 15

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momento equivocado, y al menos eso era apropiado para la ocasión. Hay un verso que dice: Tu cabello sobre la almohada como una somnolienta tormenta dorada… El cabello de Katelyn era corto y oscuro, lo más alejado de somnoliento y dorado, pero eso no le importó a Jed Hayes, quien había estado enamorado de ella desde la secundaria. Ese verso del cabello sobre la almohada lo hizo llorar tan sonoramente que todos en el balcón se sintieron obligados a ofrecer sus condolencias al pobre chico. Su compasión era fuera de lo común, pero si fuéramos honestos con nosotros mismos —y la verdad es que deberíamos de serlo— entonces deberíamos de aceptar que Jed no estaba llorando porque en verdad amara a Katelyn, sino porque aquella tormenta de cabello nunca llegó a su almohada. Seguro, llorar por eso es algo egoísta, pero todos lloramos por razones egoístas en los funerales. Todos lloramos por el anhelo de un si sólo… Si sólo Katelyn hubiera vivido un año más, habría ido a Brown. Ella iba a postularse con anticipación y estaba garantizado que entraría. Sin duda ésa era parte de la razón por la que su tutora para los exámenes de admisión, la señora Carbone, sollozaba. Todas esas horas, todas esas tarjetas de vocabulario, ¿para qué? La señora Carbone todavía no podría decir que uno de sus estudiantes había entrado a una escuela de la Liga Ivy. Si sólo Katelyn hubiera robado un poco más de dinero a sus padres, entonces habría comprado más hierba. Era bien sabido entre nosotros, los de último año, que por lo general Katelyn tenía unos cuantos “pitillos” ocultos en tubos de rímel vacíos que escondía en la guantera de su 16

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Volvo. También era bien sabido que estaba convirtiéndose rápidamente en la mejor clienta de los mellizos Dalton. Y sin duda tal pérdida era la razón por la cual los Dalton se mostraban un poco llorosos. El capitalismo no es una empresa carente de emociones. Si sólo Katelyn hubiera tenido la oportunidad de aceptar la invitación al baile de graduación, entonces probablemente su cabello habría retozado en la almohada de Jed Hayes. Estaba dentro del reino de las posibilidades. Él no era un tipo malo y ella tenía la mente abierta. No podías reprocharle al chico sus lágrimas. Eso es sólo el comienzo de la lista. El teatro estaba atiborrado de gente egoísta regodeándose en el si sólo. Mientras tanto, fuera, más personas egoístas habían ido más allá y ya se estaban revolcando, pero ¿por qué? Como podrás imaginar, cuando una chica explota en clase de cálculo y esa chica es turca, el pero ¿por qué? está plagado de ciertos prejuicios. No puede ser sólo una de esas cosas. Tiene que ser una cosa terrorista. Eso era lo que la gente de los noticiarios por cable decía molesta, de lo que las cajeras de largas uñas a la salida de Target hablaban y lo que los barrigones revendedores que estaban fuera del teatro aullaban. No importaba el hecho de que nadie más hubiera resultado herido cuando Katelyn explotó. Todos fuimos examinados. Se tomaron muestras de sangre. Se hicieron preguntas. La clase del señor Mellick fue declarada sana, si no mental, por lo menos corporalmente. Fuimos considerados inocentes. No importó el hecho de que no hubiera rastro alguno de explosivos en el aula. La policía hizo una revisión exhaustiva de todo: la escuela, la casa de Katelyn, el parque más cercano 17

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y hasta un restaurante halal a dos ciudades de distancia. No encontraron nada. El fbi también estuvo allí, limpiando todo con hisopos. La colectividad se encogía de hombros por todas partes. No importó el si sólo. Una chica con tanto potencial no se convierte en un arma suicida que vuela todo. Por supuesto que no. Claro, fumaba hierba y, si los rumores eran ciertos, estaba aflojando la cuerda en cálculo y discutía con su madre, pero eso era porque el último grado fue su momento para mandar todo a volar, tal vez su última oportunidad en la vida para decir al carajo. Y resultó que fue la última oportunidad para muchas personas de decir al carajo.

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cómo te sientes

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escribir cómo te sientes después de que una chica explota en tu clase de cálculo es un tanto difícil. Me imagi-

no que es parecido a cuando cualquier tragedia se abalanza sobre tu vida. Te asusta. Te sientes frágil. Te retraes. Todo el tiempo. Es posible que nunca hayas pensado en lo que mantiene la vida en una pieza. Hasta que, por supuesto, se hace pedazos. Igual que con nuestros cuerpos. Te puedes imaginar el cáncer y otras cosas horribles que causan estragos en nuestro caparazón de carne, pero nunca esperamos que éste se desintegre, casi literalmente. Así que cuando lo inimaginable tiene lugar, cuando el cosmos desgarra tu propia noción de lo que es posible, no es que te hagas insensible, es que te tornas inseguro. Inseguro de si alguna vez volverás a estar seguro de algo. ¿Entiendes lo que estoy diciendo, verdad? ¿No? Bueno, ya entenderás. Por ahora, quizá sea más fácil hablar sobre aspectos prác-

ticos, describir exactamente lo que sucede después de que una chica explota en tu clase de cálculo. Tienes el resto del día libre en la escuela, y el resto de la semana también. Hablas

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con los policías en tres ocasiones y el alguacil Tibble te ve raro cuando no lloriqueas tanto como el tipo al que entrevistaron antes que a ti. Se te pide que asistas a sesiones de terapia privada con una mujer de voz aterciopelada llamada Linda y, si lo deseas, a sesiones de grupo con un hombre de voz aguardentosa llamado Vince y algunos de los chicos que también fueron testigos de la combustión espontánea. Así lo llamaron durante las primeras semanas: combustión espontánea. Nunca había oído hablar de tal cosa, pero había precedentes, personas encendiéndose en llamas o explotando inexplicablemente. Ahora, a menos que hayas estado en la jungla de Nueva Guinea durante el último año, ya sabes todo esto, pero si quieres refrescar la historia de la combustión espontánea, dirígete a Wikipedia y evita la sección de “La Maldición de Covington” si no quieres arruinarte el resto de esta historia. De Linda aprendí que era normal sentirse perdida cuando una chica se combustiona espontáneamente en tu clase de cálculo. Porque en esas primeras semanas me encontré llorando de repente, y luego haciendo bromas en verdad ina­ propiadas al siguiente momento, y luego actuando como si no hubiera sucedido nada durante el resto del día. —Cuando sucede algo traumático, disparas todo tu arsenal emocional —dijo Linda—. Una guerra está ocurriendo dentro de ti, y yo estoy aquí para ayudarte a recargar tus armas y hacer ataques más específicos. Estoy aquí para ayudar a los buenos a ganar. En las sesiones de grupo, Vince no usó nunca las metáforas del campo de batalla. De hecho, casi no decía nada. Tan sólo repetía su mantra: —Hablen de ello, chicos. Hablen de ello. 20

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Y eso hacíamos. La mitad de los chicos en la clase de cálculo nos reuníamos en la sala de prensa todos los martes y jueves a las cuatro, y compartíamos nuestras historias de insomnio y de cómo conjurábamos las visiones sangrientas con comida y alcohol y toda clase de sustancias de las que los terapeutas no pueden decir ni un carajo a tus padres porque tienen obligación legal de guardar los secretos. Linda ayudó aunque estaba loca. Y también Vince. Y el resto de mis compañeros obsesionados por la sangre, incluso aquéllos que a veces me dijeron insensible por mi sentido del humor. —Lo siento, pero mi celular está explotando… en combustión espontánea —dije durante una sesión del jueves cuando mi teléfono no paraba de vibrar por los mensajes que recibía. Hacía sólo seis semanas que todos cargábamos a Katelyn encima. En otras palabras, era demasiado pronto. —Me doy cuenta de que las bromas son una forma de superarlo —siseó Claire Hanlon—. Pero ¿por qué no las tuiteas? No necesitamos escucharlas aquí. —Lo siento, no tuiteo —dije. Dicho esto, me imaginé como una escritora. De novelas. Incluso había empezado una ese verano, titulada Todos los sentires. Creo que era ficción para adultos jóvenes, lo que algunos podrían llamar romance paranormal. No me importaba, siempre que pudiera vender los derechos de la película, lo cual no parecía imposible porque la historia definitivamente se dejaba contar. Se trataba de un adolescente que tenía miedo de sus propias emociones. En mi experiencia, eso abarcaba no sólo a los chicos, sino a ellos y ellas por igual. Por ejemplo: 21

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—Éste es un espacio de sanación y eso lo convierte en una zona libre de bromas —continuó Claire—. No quiero revivir ese momento y podrías causarme un flashback. —A mí me gustan las bromas de Mara —respondió Brian Chen—. Me ayudan a recordar que está bien sonreír. No sé si seguiría viniendo a estas sesiones si no fuera por ella. —Gracias, Bri —dije, y en ese momento me di cuenta de que éramos un poco cliché. Las historias acerca de los adolescentes con problemas suelen incluir grupos de apoyo en los que los comentarios sarcásticos vuelan y se lastiman sentimientos, donde los amigos y los enemigos son forjados sobre gags y lágrimas. Pero he aquí la cosa. Incluso si éramos un tanto cliché, lo fuimos solamente por un poco: casi inmediatamente después de proclamar su homenaje a mi humor, Brian Chen explotó.

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