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Traducido por Enrique Mercado

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La jaula del rey Título original: King’s Cage © 2017, Victoria Aveyard Traducción: Enrique Mercado Ilustración de portada: © 2017, John Dismukes Diseño de portada: Sarah Nichole Kaufman Guardas y mapa: © &™ 2017, Victoria Aveyard. Todos los derechos reservados Guardas y mapa ilustrados por Amanda Persky D.R. © 2017, Editorial Océano, S.L. Milanesat 21-23, Edificio Océano 08017 Barcelona, España www.oceano.com D.R. © 2017, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Polanco Chapultepec, C.P. 11560, Miguel Hidalgo, Ciudad de México www.oceano.mx www.grantravesia.com Primera edición: 2017 ISBN: 978-607-527-141-5 Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. impreso en méxico

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Nunca dudes de tu valor y tu fuerza, y jamás pienses que no mereces todas las oportunidades del mundo para perseguir y realizar tus sueños. –HRC

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e levanto cuando él me lo permite. La cadena tira de mí y tensa el collar con púas que

rodea mi garganta. Sus picos se clavan en mi piel, aunque no lo suficiente para que sangre… todavía. Pero las muñecas ya supuran. Exhiben heridas morosas de los días de cautiverio que pasé tosca y lastimosamente esposada en estado de inconsciencia. Mis mangas blancas se tiñen de un vivo escarlata y un carmesí oscuro que se atenúan entre la sangre vieja y nueva en mudo testimonio de mi suplicio. Para enseñar a la corte de Maven lo mucho que he sufrido. Él se eleva junto a mí con una expresión indescifrable. Los filos de la corona de su padre hacen que parezca más alto, como si el hierro emergiera de su cráneo. La corona brilla y cada una de sus puntas es una flama encrespada de metal negro con vetas de plata y bronce. Fijo mi atención en ese objeto penosamente conocido para no tener que mirar a Maven a los ojos. Él me atrae de todas formas, porque tira de otra cadena que no puedo ver. Sólo sentir. Una mano blanca rodea con delicadeza mi muñeca llagada. Muy a mi pesar, mi vista vuela al rostro de su dueño, incapaz de quedarse quieta. Su sonrisa es todo menos amable.

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Fina y afilada como un puñal, me muerde con cada uno de sus dientes. Y lo peor son sus ojos. Son los ojos de ella, de Elara. Un día pensé que eran fríos, hechos de hielo glacial. Ahora sé que eso no es cierto. El fuego más ardiente tiende al azul y los ojos de Maven no son la excepción. La sombra de la llama. Él arde sin duda, aunque la oscuridad recorta su contorno. Unas manchas azul-negras como contusiones rodean unos ojos inyectados en sangre y con venas de plata. No ha dormido. Lo recordaba menos delgado, menos enjuto, menos cruel. Su cabello, negro como el vacío, le llega a las orejas y se riza en los extremos y sus mejillas son suaves aún. A veces olvido que es muy joven todavía. Que ambos lo somos. Bajo mi vestido suelto, la marca M sobre mi clavícula produce escozor. Maven se gira de pronto, con mi cadena apretada en su mano, y me obliga a moverme con él. Soy una luna alrededor de un planeta. —¡Contemplen a esta prisionera, esta victoria! —dice mientras se alza sobre el nutrido público frente a nosotros. Son por lo menos trescientos Plateados, nobles y civiles, agentes y oficiales. Tengo plena conciencia de los centinelas situados en los bordes de mi campo visual, cuya indumentaria llameante es un firme recordatorio de que mi jaula se contrae de prisa. Tampoco mis celadores Arven desaparecen de mi vista un solo instante; sus uniformes blancos me ciegan y su habilidad silenciadora me sofoca. La presión de su presencia podría asfixiarme. La voz del rey vibra en los opulentos confines de la Plaza del César y reverbera en una muchedumbre que responde con idéntica emoción. Debe de haber micrófonos y altavoces en algún sitio, para propagar las rudas palabras del monarca por toda la ciudad, y sin duda al resto del reino también. 12

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—¡Ésta es la líder de la Guardia Escarlata, Mare Barrow! —pese a mi apurada situación, casi suelto un resoplido. Líder. La muerte de su madre no ha moderado las mentiras de Maven—. Es una asesina, una terrorista y una gran enemiga de nuestro reino. ¡Ahora se arrastra frente a nosotros sin poder ocultar su sangre un minuto más! La cadena se agita de nuevo y me lanza de bruces; tengo que extender los brazos para no perder el equilibrio. Reacciono aturdida y fijo la mirada en el piso. Hay demasiado boato. La ira y la vergüenza me acometen cuando comprendo el mal que este simple acto le hará a la Guardia Escarlata. Rojos en los cuatro puntos cardinales de Norta me verán bailar al son de Maven y pensarán que somos débiles, unos fracasados indignos de su atención, esfuerzo o esperanza. Nada podría estar más lejos de la verdad. Con todo, no puedo hacer gran cosa ahora, atenida como estoy a la compasión de Maven. Me pregunto qué fue de Corvium, la ciudad militar que vimos arder en nuestro camino al Obturador. Hubo disturbios después de mi mensaje televisado. ¿Fue ése el primer grito de libertad… o el último? No puedo saberlo. Y dudo que alguien se moleste en traerme noticias. Cal me previno contra la amenaza de una guerra civil hace mucho tiempo, antes de que su padre muriera, antes de que lo único que le quedara fuera una tempestuosa Niña Relámpago. Una rebelión en ambos bandos, dijo. Pero aquí, maniatada frente a la corte de Maven y su reino Plateado, no veo división. Pese a que yo se lo mostré; pese a que les hice saber a todos de la cárcel de Maven y que sus seres queridos les habían sido arrebatados y su confianza traicionada por un rey y su madre, aún soy yo el enemigo. Y por más que me den ganas de gritar, sé que no debo hacerlo. La voz de Maven será siempre más fuerte que la mía. 13

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¿Mamá y papá me ven en este momento? Sólo pensar en eso me hunde en una nueva ola de aflicción y muerdo con fuerza mi labio para mantener mis lágrimas a raya. Sé que hay cámaras de video cerca que enfocan mi rostro. Aun cuando ya no puedo sentirlas, lo sé. Maven no dejaría pasar la oportunidad de inmortalizar mi caída. ¿Están a punto de verme morir? El collar me dice que no. ¿Por qué se molestaría en montar este espectáculo si sólo fuera a matarme? Esto aliviaría a otro, pero mis entrañas se hielan de temor. No me matará. Lo siento en la forma como me toca. Sus largos y pálidos dedos siguen adheridos a mi muñeca, y su otra mano en poder de mi correa. Incluso ahora, cuando soy ya ignominiosamente suya, no me soltará. Yo preferiría la muerte a esta jaula, a la retorcida obsesión de un rey niño y loco. Recuerdo sus notas. Todas ellas terminaban con el mismo extraño lamento: Hasta que volvamos a encontrarnos. A pesar de que continúa hablando, su voz se apaga en mi cabeza como si fuese el zumbido de un avispón que se acerca demasiado y me crispa los nervios. Miro sobre mi hombro. Mis ojos vagan entre el gran número de cortesanos a nuestras espaldas. Todos ellos se yerguen soberbios y repugnantes bajo sus negros ropajes de luto. Lord Volo, de la Casa de Samos, y su hijo, Ptolemus, lucen espléndidos con su pulida armadura de ébano y las bandas de plata desconchada que les cruzan el pecho. Cuando veo al segundo, mi mirada se tiñe de un virulento rojo escarlata. Contengo el impulso de arremeter en su contra y rasgarle la cara. De atravesarle el corazón como él hizo con mi hermano Shade. Mi deseo es evidente y él tiene el descaro de arrojarme una sonrisa de suficiencia. Si no fuera 14

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por este collar y los silenciadores que restringen todo lo que soy, convertiría sus huesos en un amasijo humeante. Por alguna razón, su hermana, una enemiga de hace muchos meses, no me mira. Enfundada en un vestido ornado con púas de sombrío cristal, Evangeline es siempre la estrella rutilante de esta constelación violenta. Supongo que será reina pronto, tras haber sufrido su compromiso con Maven el tiempo suficiente. Tiene la vista fija en la espalda del rey, a cuya nuca apunta sus ojos oscuros con una concentración ardorosa. La brisa agita su satinada cabellera plateada y la aparta de sus hombros, pero ella ni siquiera parpadea. Sólo después de un lapso muy largo advierte que la miro. E incluso entonces sus ojos apenas se detienen en los míos. No tras­lucen sentimiento. Ya no soy digna de su atención. —Mare Barrow es una prisionera de la corona y enfrentará la sentencia del trono y del consejo. ¡Deberá responder por sus muchos crímenes! ¿Con qué?, me pregunto. La multitud reacciona a este veredicto con un rugido de aclamación. La componen Plateados “comunes”, no de linaje noble. Mientras ellos se deleitan en las palabras de Maven, la corte no se inmuta. De hecho, algunos de sus miembros lucen grises y enfadados y adoptan una expresión pétrea. Nadie supera en esto a la Casa de Merandus, cuya vestimenta de duelo está decorada con cuchilladas del oscuro azul de la difunta reina. Aunque Evangeline no reparó en mí, esta familia clava su mirada en mi rostro con una intensidad alarmante. Ojos de un azul abrasador me ven desde todas direcciones. Imagino que oiré sus murmullos en mi cabeza, una docena de voces que hurgan como gusanos en una manzana podrida. Pero sólo hay silencio. Quizá los agentes Arven que me flanquean 15

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no son únicamente carceleros, sino también protectores, y extinguen mi habilidad tanto como la de cualquiera que pudiese usarla en mi contra. Supongo que son órdenes de Maven. Nadie más podría lastimarme en este sitio. Nadie sino él. Pero todo duele ya. Duele estar en pie, duele moverse, duele pensar. Debido a la caída del avión, al resonador, al peso opresivo de mis vigilantes. Y éstas son apenas las heridas físicas. Moretones. Fracturas. Dolores que sanarán si se les da tiempo para ello. No puede decirse lo mismo de los otros. Mi hermano está muerto. Soy una cautiva. E ignoro qué les ocurrió a mis amigos hace no sé cuántos días, cuando tramé este acuerdo diabólico. Cal, Kilorn, Cameron, mis hermanos Bree y Tramy. Los dejamos en el claro, heridos, inmovilizados y vulnerables. Puede ser que Maven haya enviado una infinidad de asesinos a terminar lo que él comenzó. Me ofrecí a cambio de todos ellos y ni siquiera sé si sirvió de algo. Maven me lo diría si se lo preguntara. Lo veo en su rostro. Dirige sus ojos a los míos después de cada una de sus frases abominables para puntuar todas las mentiras que dramatiza ante sus rendidos súbditos. Para comprobar que observo, que presto atención, que lo veo. Esto confirma que es un niño. No suplicaré. No aquí. No como me encuentro. Aún me queda bastante orgullo. —Mi madre y mi padre murieron por combatir a estos animales —prosigue—. ¡Dieron su vida para que este reino permaneciera indemne, para que ustedes estuvieran a salvo! Vencida como estoy, es irremediable que lo mire y que oponga a su fuego un chirrido. Ambos recordamos la muerte de su padre. Su asesinato. La reina Elara se abrió camino con susurros hasta el cerebro de Cal y convirtió al amado heredero 16

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del rey en un arma aniquilante. Maven y yo vimos que él era obligado a asesinar a su padre y que, junto con la cabeza del soberano, cortaba todas sus posibilidades de gobernar. He visto un sinfín de cosas horribles desde entonces, y su memoria me tortura todavía. No recuerdo bien lo que le sucedió a la reina fuera de las murallas de la prisión de Corros. El estado posterior de su cuerpo fue constancia suficiente de lo que el desenfrenado relámpago es capaz de hacer con la carne humana. Sé que la maté sin miramiento, sin remordimiento, sin pesar. Mi arrolladora tormenta fue avivada por la muerte repentina de Shade. La última imagen clara que tengo de la batalla de Corros fue cuando él cayó, con el corazón perforado por la aguja de Ptolemus, de frío e implacable acero. No sé cómo escapó él a mi cólera ciega, pero la reina no lo logró. Al menos el coronel y yo nos encargamos de que el mundo supiera qué fue de ella y exhibimos su cadáver en nuestro mensaje televisado. ¡Cómo querría que Maven poseyese algo de la habilidad de su madre, para que inspeccionara mi cerebro y viera exactamente qué final le propiné! Quiero que sienta tanto como yo el dolor de una pérdida. Posa su mirada en mí mientras concluye su memorizado discurso y tiende la mano para exhibir mejor la cadena con que me sujeta. Todo lo que hace es metódico, busca proyectar cierta imagen. —¡Prometo hacer lo mismo: terminar con la Guardia Escarlata, con monstruos como Mare Barrow, o morir en el intento! Muere entonces, quiero gritar. El bramido de la gente ahoga mis pensamientos. Centenares de personas vitorean a su rey y su tiranía. Yo lloré en mi 17

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trayecto al otro lado del puente, de cara a tantos que me culpaban de la muerte de sus seres queridos. Siento aún las lágrimas que se secan en mis mejillas. Y ahora quiero sollozar otra vez, no de tristeza sino de furia. ¿Cómo es posible que ellos crean todo esto? ¿Cómo es posible que toleren estas mentiras? Como si fuese una muñeca, me apartan del escenario. Con la fuerza que me queda, estiro el cuello para mirar por encima del hombro en pos de las cámaras, de los ojos del mundo. Véanme, ruego. Vean cómo su rey miente. Mi mandíbula se tensa y mientras bajo ligeramente los párpados miro lo que imploro que sea una imagen de rabia, resistencia y rebelión. Soy la Niña Relámpago. Soy una tormenta. Parece una mentira. La Niña Relámpago está muerta. Pero esto es lo último que puedo hacer por la causa y por las personas que amo y están ahí todavía. No me verán caer en este momento final. No, resistiré. Y aunque no tengo idea de cómo voy a hacerlo, debo luchar aún, incluso en el vientre de la bestia. Otro tirón me obliga a girar para hacer frente a la corte. Me miran insensibles, con su piel apagada por el azul, el negro, el índigo y el gris, carente de vida y con venas de diamante y acero en lugar de sangre. No me ven a mí sino a Maven. Encuentro en ellos mi respuesta. Los veo ansiosos. Por una fracción de segundo compadezco al rey niño solo en su trono. Luego, en lo más profundo de mi ser, siento el insinuante hálito de la esperanza. ¡Ay, Maven! No sabes en qué lío te metiste. Sólo puedo preguntarme quién asestará el primer golpe. La Guardia Escarlata… o las damas y caballeros dispuestos a cortarle el pescuezo al rey y tomar todo aquello por lo que su madre murió. 18

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Él cede mi correa a uno de los Arven tan pronto como huimos por los escalones del Fuego Blanco para refugiarnos en el inmenso vestíbulo del palacio. ¡Qué extraño! Estaba obsesionado con que me recuperaría, con que me metería en su jaula, y ahora deja mis cadenas casi sin verlas. Cobarde, me digo. No me mira si no es para brindar un espectáculo. —¿Cumpliste tu promesa? —le pregunto sin aliento; mi voz rechina después de varios días en desuso—. ¿Eres un hombre de palabra? No responde. El resto de la corte se ha formado detrás de nosotros. Sus filas no son producto de la casualidad; se basan en las embrolladas complejidades del prestigio y el rango. La única persona que está fuera de sitio soy yo; la primera en seguir al rey apenas unos pasos atrás, como si fuese la reina. No podría estar más lejos de este título. Miro al más corpulento de mis custodios con la esperanza de ver en él algo más que ciega lealtad. Viste un uniforme blanco y grueso a prueba de balas cerrado hasta el cuello. Y guantes que brillan, no porque sean de seda sino de plástico: hule. Sólo verlo me asusta. Pese a su habilidad sofocadora, los Arven no correrán riesgo conmigo. Aun si lograra deslizar una chispa en su continuo asedio, los guantes protegerán sus manos y permitirán que yo siga cautiva, encadenada, enjaulada. El Arven robusto no intercambia miradas conmigo; fija los ojos al frente y frunce los labios. El otro hace lo propio e iguala junto a mí el paso de su hermano o primo. La cabeza a rape de ambos resplandece, lo que me recuerda a Lucas Samos. Mi guardián amable, mi amigo, quien fue ejecutado porque yo existía y porque lo usé. Tuve suerte entonces, cuando Cal puso a un Plateado honorable a cargo de mi reclusión. 19

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Y la tengo ahora. Será más sencillo matar a guardianes indiferentes. Porque ellos deben morir. De alguna manera. Por algún motivo. Si he de fugarme, si quiero reclamar mi rayo, ellos son los primeros obstáculos. Los demás serán fáciles de predecir: los centinelas de Maven, los otros agentes y vigilantes apostados en el palacio y, desde luego, el propio Maven. No me iré de este lugar a menos que deje atrás su cadáver… o el mío. Pienso en matarlo. En enredar mi cadena en su garganta y apretar hasta arrancar de su cuerpo la vida. Gracias a esto, ignoro que cada paso me sumerge más en la casa real, sobre blanco mármol, junto a enormes muros de oropel y bajo una docena de candelabros con flamas de cristal por candilejas. Es tan hermoso y tan frío como lo recordaba, una cárcel con cerraduras de oro y rejas de diamante. Cuando menos, no tendré que encarar al más violento y peligroso de sus guardianes. La antigua reina ha muerto. De todas formas, tiemblo cuando pienso en ella. Elara Merandus. Su sombra ronda como un fantasma por mi cabeza. Una vez se paseó sin piedad por mis recuerdos. Ahora es uno de ellos. Una figura acorazada cruza mi vista y esquiva con sigilo a mis celadores para plantarse entre el rey y yo. Hace suyo nuestro paso; es un oficial perseverante pese a que no porta el atuendo ni la careta de los centinelas. Sabe que deseo estrangular a Maven, supongo. Me muerdo el labio y me preparo a recibir el afilado aguijón de un susurro. Pero no, él no pertenece a la Casa de Merandus. Su armadura es de un obsidiana oscuro, su cabello de plata, su piel blanca como la Luna. Y sus ojos, cuando me atisba por encima del hombro, están negros y vacíos. Ptolemus. 20

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Ataco con los dientes, sin saber qué hacer y no me importa, mientras deje marca. Me pregunto si la sangre Plateada sabrá diferente a la Roja. No lo descubro. Mi collar retrocede y me jala con tanta violencia que arqueo la columna y encuentro el piso. Un poco más fuerte y me habría roto el cuello. El golpe del cráneo contra el mármol hace que el mundo dé vueltas, aunque no al extremo de no poder levantarme. Me incorporo con dificultad y restrinjo mi vista a las blindadas piernas de Ptolemus, quien voltea hacia mí. Me precipito sobre ellas de nuevo y una vez más el collar me hace dar marcha atrás. —Basta —sisea Maven. Se detiene y se eleva a mi lado para observar mis burdos intentos de venganza contra Ptolemus. El resto del cortejo frena también; muchos de sus integrantes se adelantan, quieren ver el modo en que la perversa rata Roja pelea en vano. El collar se tensa y yo trago saliva contra él y me llevo las manos a la garganta. Maven no pierde de vista el metal que se encoge. —¡Dije basta, Evangeline! Pese al dolor, volteo y la encuentro a mis espaldas, con un puño en el costado. Como él, clava la mirada en mi collar, que vibra cuando se mueve. Palpita sin duda al ritmo de su corazón. —¡Permite que la suelte! —pide, y me pregunto si escuché bien—. Permite que la suelte en este instante. ¡Despide a sus guardianes y la mataré, con relámpago y todo! Emito un gruñido, como si fuera de pies a cabeza la fiera que ellos creen que soy. 21

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—Inténtalo —le digo, porque deseo de todo corazón que Maven acepte. Incluso con mis heridas, mis días de silencio y mi desventaja de varios años con la magnetrona, quiero lo que ofrece. La vencí un día. Puedo hacerlo otra vez. Es una posibilidad al menos, más alta de lo que jamás habría esperado. Los ojos de Maven vuelan de mi collar a su prometida con un ceño fruncido y calcinante. Veo mucho de su madre en él. —¿Cuestiona usted las órdenes de su soberano, Lady Evangeline? Los dientes de ésta relucen entre labios pintados de púrpura. Su manto de finos modales amenaza con disolverse, pero antes de que ella pueda decir algo en verdad ruin, su padre roza su piel. El mensaje es claro: Obedece. —No, su majestad —vacila, porque quisiera decir sí. Dobla el cuello y baja la cabeza. El collar se afloja y vuelve a deslizarse en mi garganta. Es posible incluso que esté más suelto que hace un rato. No deja de ser una bendición que Evangeline no sea tan minuciosa como se empeña en aparentar. —Mare Barrow es prisionera de la corona y la corona hará con ella lo que estime apropiado —afirma Maven con una voz que llega más allá de su irascible prometida. Sus ojos recorren el resto de la corte como si quisiera poner en claro sus intenciones—. La muerte es un destino demasiado indulgente para ella. Un rumor apagado se extiende entre los nobles. A pesar de que oigo notas discordantes, las armoniosas las exceden en número. ¡Qué raro! Creí que todos querían verme ejecutada de la manera más atroz, colgada para alimentar a los buitres y para recuperar hasta el último tramo de terreno que la 22

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Guardia Escarlata haya ganado. Sospecho que planean para mí peores destinos. Peores destinos. Eso fue lo que Jon dijo cuando vio lo que el futuro me deparaba, adónde conducía mi sendero. Sabía que esto iba a ocurrir. Lo sabía y se lo dijo al rey. Compró un lugar al lado de Maven con la vida de mi hermano, y mi libertad. Lo descubro entre la multitud, que le rehúye. Tiene rojos, amoratados los ojos; lleva atado en una pulcra coleta el cabello, prematuramente encanecido. Es otra mascota nuevasangre de Maven Calore, aunque no carga eslabones que yo pueda ver. Porque lo ayudó a frustrar nuestra tarea de salvar a una legión juvenil antes siquiera de que empezara. Le reveló nuestros caminos y nuestro futuro. Me envolvió como regalo para el rey niño. Nos traicionó a todos. Ya me mira, por supuesto. No espero una disculpa por lo que hizo, ni la recibo. —¿Qué hay de un interrogatorio? Una voz que no reconozco suena a mi izquierda. Pero identifico ese rostro. Sansón Merandus. Un campeón en el ruedo, un susurro salvaje, un primo de la difunta reina. Se abre paso a empujones hasta mí y es inevitable que me intimide. En otra vida lo vi forzar a su adversario a matarse a puñaladas. Kilorn estaba a mi lado y aplaudía, disfrutaba de sus últimas horas de libertad. Después, su patrón murió y nuestro mundo entero fue otro. Nuestros caminos cambiaron. Y ahora estoy tendida sobre el inmaculado mármol, fría y sangrante, menos que un perro a los pies de un rey. —¿Un interrogatorio es también demasiado indulgente para ella, su majestad? —continúa Sansón y apunta una mano 23

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blanca hacia mí. Me toma por la barbilla y me obliga a levantar la mirada. Resisto el impulso de morderlo. No necesito dar a Evangeline otra excusa para que me ahorque—. Piense en lo que ella ha visto. En lo que sabe. Es la líder de la Guardia y la clave para descifrar a su despreciable calaña. Aunque está equivocado, el pulso bombea en mi pecho. Sé lo suficiente para causar mucho daño. Tuck destella un momento en mi vista, lo mismo que el coronel y los gemelos de Montfort. La infiltración de las legiones. Las ciudades. Los Whistle en todo el país, que llevan ahora a los refugiados a lugares seguros. Son preciosos secretos celosamente guardados que pronto quedarán al descubierto. ¿A cuántos pondrá en peligro lo que sé? ¿Cuántos morirán cuando se me haga hablar? Y ésa es sólo la inteligencia militar. Las partes lúgubres de mi mente son peores aún. Los rincones donde cobijo mis más espantosos demonios. Maven es uno de ellos. El príncipe al que recordaba y amé y deseé que fuera real. Cal es otro. Lo que he hecho para conservarlo, lo que he ignorado y las mentiras que me digo sobre sus lealtades. Mi vergüenza y mis errores me carcomen y consumen mis raíces. No puedo permitir que Sansón y Maven vean esas cosas dentro de mí. Por favor, quiero rogar. Mis labios no se mueven. Por más que odie a Maven, por más que quiera verlo sufrir, sé que él es la mejor oportunidad que tengo. Pero suplicar misericordia ante sus más fuertes aliados y acérrimos enemigos sólo debilitará a un rey de suyo débil. Así que guardo silencio, intento desentenderme de la mano de Sansón en mi quijada y me concentro en el rostro de Maven. Sus ojos se encuentran con los míos durante el más largo y más corto de los momentos. 24

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—Tienen sus órdenes —dice con brusquedad a mis celadores, hacia los que inclina la cabeza. Ellos me levantan con vigor, pero sin saña, y se sirven de sus manos y mis cadenas para apartarme de la concurrencia. Dejo atrás a todos. A Evangeline, Ptolemus, Sansón y Maven. Éste último gira sobre sus talones para seguir la dirección contraria, hacia lo único que le queda para no helarse. Un trono de llamas glaciales.

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