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Ezekiel Boone

LA INFESTACIÓN

Traducción de Enrique Mercado

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Ésta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor, o se usan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas (vivas o muertas), acontecimientos o lugares de la realidad es mera coincidencia. LA INFESTACIÓN Título original: skitter © 2017, Ezekiel Boone, Inc. Traducción: Enrique Mercado Diseño de portada: David Wu Fotografía del autor: © Laurie Willick D. R. © 2017, Editorial Océano de México, S.A. de C.V. Eugenio Sue 55, Col. Polanco Chapultepec C.P. 11560, Miguel Hidalgo, Ciudad de México Tel. (55) 9178 5100 • info@oceano.com.mx Primera edición: 2017 ISBN: 978-607-527-354-9 Todos los derechos reservados. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita del editor, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. ¿Necesitas reproducir una parte de esta obra? Solicita el permiso en info@cempro.org.mx Impreso en México / Printed in Mexico

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Para la familia Rhéaume

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Prólogo Lander, Wyoming

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ra una araña enorme y espeluznante. Ésa fue la razón por la que gritó. No les tenía miedo a las arañas, en verdad. Pero esa cosa era del tamaño de un cuarto de dólar y estaba justo en su mejilla. Se había ido de mochilero solo y sin asustarse por quince días hasta que el último de ellos, hoy, despertó con una araña fea, pavorosa y peluda en la cara. Bueno, eso no era del todo cierto. ¿Quince días apartado en el Wind River Range de Wyoming sin ver una sola alma? ¿Quince días de atravesar peñascos y pedregales e incluso de escalar roca en solitario pese a lo que le había prometido a su padre? Tendría que ser un completo idiota si no hubiera sentido aquí y allá una pequeña punzada de preocupación. Y Winthrop Wentworth Jr. —de diecinueve años de edad, hijo del privilegio— no era un completo idiota. Llevaba diez meses de viaje ininterrumpido. Había recorrido en bicicleta Europa, surfeado en Maui, buceado en Bonaire, esquiado en los Alpes y parrandeado en Tailandia. Su padre era dueño de una sociedad de inversión y tenía una participación importante en tres equipos deportivos, de manera que las vacaciones familiares habían transcurrido siempre en medio de mayordomos, jets privados y agua que podía beberse

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sin miedo a la disentería. A pesar de todo, el papá de Win había hecho su fortuna a base de esfuerzo, así que aprobó la idea de que él hiciera una pausa de un año antes de iniciar sus estudios en Yale; quería que tuviera el año libre que él nunca pudo tomarse de joven. Win recibió así un par de tarjetas con crédito ilimitado y la instrucción de reportarse cada semana. Tan pronto como se graduó en una preparatoria privada marchó con cinco compañeros a Italia, la cual cruzaron en bici para recorrer después en automóvil los países del antiguo Bloque Oriental. Cada una o dos semanas un par de amigos eran reemplazados por otros tantos. Esto duró hasta mediados de agosto, cuando sus compañeros volvieron a casa para preparar su ingreso a la universidad. Win se quedó solo desde entonces. No le importó. Nunca había tenido problemas para hacer amigos sobre la marcha. Y no porque fuera especialmente atractivo. Era alto, lo cual estaba bien, pero un poco escuálido, lo cual no lo estaba. Pese a ello, era seguro de sí mismo, hablaba francés, italiano y algo de chino y tenía un vivo interés en las personas. Además, era rico. Que pudiera sacar una tarjeta Black American Express Centurion Card o su J.P. Morgan Chase Palladium Visa, dorada e igual de impresionante, para pagar una ronda o tres; para contratar por un día una barca en favor de los siete senderistas que acababa de conocer en Phuket, o para adquirir un traje, y pagar su arreglo, con el cual llevar a cenar a una mujer que le doblaba la edad, a un pequeño y exclusivo restaurante en París significaba que hacía amigos dondequiera. Y también que fornicaba demasiado. No era una mala forma de pasar un año entre la preparatoria y la universidad. A mediados de abril, sin embargo, esas aventuras habían empezado a aburrirle. Pese al suministro de dinero de su padre, aparentemente inagotable, él había sido siempre un luchador. Las buenas calificaciones que obtuvo en la preparatoria le habían costado, y aunque no fue el basquetbolista más talentoso, corría hasta vomitar y era el primero que abandonaba 10

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la banca. Llamó entonces a su papá desde un hotel en Suiza y le dijo que el viaje había llegado a su fin; regresaría a casa y trabajaría como pasante en la sociedad de inversión hasta que comenzara sus cursos en otoño. A pesar de ello, antes quería viajar solo por el Wind River Range: quince días con la única compañía de su mochila, suficientes para que se le despejara la cabeza. Y dio resultado. Mientras hacía sus caminatas, sintió que los residuos de alcohol y mariguana le salían por los poros. Al tercer día se sentía fresco y despierto otra vez, y al quinto ya ascendía rutas fáciles. Por más que su papá le había hecho prometer que no escalaría roca en solitario, no creyó que hacerlo fuera muy riesgoso y practicaba escaladas de quince o dieciocho metros con salientes y asideros como peldaños, justo lo indispensable para aumentar un poco su ritmo cardiaco. El último día despertó con el sol, el precio de dormir en una tienda de campaña. No se movió porque esperaba dormir un poco más, y tras respirar hondo sintió el cosquilleo. Cuando abrió los ojos, vio esa cosa repugnante. No pudo menos que gritar y quitarse de un manotazo la araña, que se escabulló pronto en una esquina, donde la aplastó con una bota. Aun ahora, con dieciséis kilómetros de sendero a sus espaldas y a cinco minutos quizá de la cabecera de la ruta y su camioneta, pensar en eso le causó un estremecimiento involuntario. Quería creer de verdad que no les temía a las arañas, pero ésa había estado muy cerca, en su cara, ¡qué asco! Aun cuando su plan original había sido rentar un jet que lo aproximara a Lander, al final resultó más fácil volar a Denver, pese al trayecto de casi seis horas en auto. Todo lo que tuvo que hacer fue llamar al servicio concierge de American Express; como miembro de Black Card dispuso que alguien lo recogiera en el aeropuerto y lo trasladara de inmediato a un Toyota Land Cruiser, a pesar de sus escasos diecinueve años. Cuando llegó a la cabecera de la ruta y a su camioneta rentada, dejó caer la mochila al suelo; era mucho más ligera después de quince 11

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días de camino. Para comenzar, había agotado sus víveres, y para continuar ya se había acostumbrado a su peso, aunque quitársela lo hizo sentir bien de todos modos. Sacó la llave de su bolsillo interior, abrió la cajuela, tomó su teléfono celular y lo encendió. En lo que esperaba a que arrancara buscó entre sus cosas un refrigerio; se moría de hambre. Luego la emprendió contra el inexistente bocadillo y el teléfono: la batería no se había descargado, pero no había señal en el estacionamiento. Suspiró, metió el teléfono a la mochila, ésta a la cajuela ¡y que se fueran al diablo! Una hora después, apenas pasadas las dos de la tarde, llegó al centro de Lander, Wyoming. Llamarlo centro era casi una broma. Con una población de entre seis y siete mil habitantes, este sitio tenía de todas formas algo que él necesitaba con urgencia: hamburguesas y aros de cebolla. Pasó frente al Lander Bar & Gannet Grill mientras buscaba un lugar donde estacionarse y lo halló una cuadra adelante. Volver a la ciudad y atiborrarse de los platillos fritos de esa cafetería era como un rito de iniciación para quienes incursionaban en el Wind River Range; tal vez después hasta compraría un helado. Pese a que se le ocurrió que podía quedarse en un hotel, le gustaba la idea de llegar esa misma noche a Denver, donde tomaría una suite en el Four Seasons y le llamaría a la pelirroja que había conocido en Tailandia, quien pasaba así el tiempo que debía dedicar a su primer año de universidad. De esta forma podría devorar un par de miles de calorías, ponerse en marcha a las tres, salir de la regadera a las diez y disfrutar de un acostón a medianoche. Esto sonaba mucho mejor que quedarse en un motel en Lander con paredes que de tan delgadas parecían de papel. Bajó de la camioneta e hizo una pausa. Sabía que debía sacar su teléfono de la mochila ahora que quizás había señal, pero decidió que eso podía esperar. Su papá daba por sentado que tardaría un par de días más en terminar su recorrido; podría llamarle desde la carretera. Le llamaría también a la pelirroja y reservaría una habitación con el portero del Four 12

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Seasons, a quien le pediría confirmar que hubiera champaña para ella, si le apetecía —a él ya le agradaba sentirse despejado y dejaría por un tiempo el alcohol—, así como algo de fruta fresca y una caja de condones en el cajón del buró. Si la pelirroja no estaba tan juguetona como en Tailandia, no importaría; era avispada y divertida y no estaría mal que sólo se acurrucaran en la cama y vieran una película cualquiera. Se encaminó al bar y de repente se detuvo. ¿Qué había ocurrido ahí? La tienda al otro lado de la calle era un cascarón destruido por el fuego. El rótulo estaba cubierto de tizne y él apenas pudo distinguir las letras: el buen paraje. caza. pesca. camping. armas. Antes de iniciar su excursión había comprado ahí casi todos sus implementos; apenas quince días atrás era una tienda próspera y ahora estaba vacía, vuelta una ruina. Las ventanas no habían sido tapiadas ni el edificio acordonado para impedir el paso. Volteó a ambos lados de la calle y vio que El Buen Paraje no era el único afectado. No había puesto atención al llegar, concentrado como estaba en conseguir una hamburguesa que lo saciara: Lander era un desastre. A pesar de que sabía que El Buen Paraje no estaba así cuando partió, no recordaba si el resto de la ciudad lo había estado. Le costaba trabajo imaginar que Lander tuviera una floreciente comunidad de negocios, pero esto resultaba inaudito. Una cosa era que los aparadores estuvieran vacíos y otra muy distinta que los locales lucieran destrozados. A unas tiendas de distancia de donde se estacionó, una pick up se ha­bía impactado en la fachada de una licorería. ¡Era un caos! Lo cierto es que toda Lander parecía una zona de desastre, una ciudad universitaria después del triunfo —o la derrota— del equipo local y los disturbios de los chicos blancos. Pese a todo, ésta no era una ciudad universitaria, así que quizá… Soltó una risita. A lo mejor el apocalipsis zombi había llegado por fin mientras él estaba en el bosque. Se había salvado por un pelo al haberse marchado dos semanas atrás, el tiempo 13

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suficiente para que eso sucediera. Estuvo completamente solo en las montañas, sin teléfono ni forma de ponerse en contacto con el mundo moderno. Quién sabe qué había pasado, pero los zombis habían sido implacables. Como sea, donde él estaba casi no había ruido. Aunque vio que una pick up atravesaba a paso lento una intersección a varias cuadras, en esa calle no había nadie más. En el aire flotaba un intenso olor a humo, salido del plástico derretido y la madera carbonizada. Intentó recordar la última vez que vio en lo alto el rastro de vapor de una aeronave y notó que no sabía si durante su caminata había visto una siquiera. A pesar de que el 11 de septiembre de 2001 no formaba parte de su memoria, había oído decir a su padre lo extraño que fue ver un cielo sin tráfico aéreo. Alzó la mirada; el cielo azul tenía pocas nubes. Era otro día formidable en Wyoming. ¡Ni modo, caray! El día era demasiado bello para preocuparse. Con apocalipsis zombi o sin él, Win necesitaba un buen menú de bar luego de quince días de macarrones con chile congelados y deshidratados y una interminable mezcla de frutos secos. Estaba listo para un atracón de grasa y sal. Apretó en su llave el botón del seguro y enfiló al restaurante. Al llegar a la puerta todos sus resquemores habían desaparecido. Percibió el aroma de algo que se asaba y el conocido olor de una freidora. ¡Ay, Dios! ¡Cuánto se le antojaba una hamburguesa con queso, unos aros de cebolla y unas alas de pollo cubiertas de salsa picante y servidas con un aderezo de queso azul! Y también un par de Cocas frías, con tanto hielo como para que de un solo sorbo se le destemplaran los dientes. Oyó música, y que el sitio estaba muy animado. Sólo después de que cruzó la puerta se le ocurrió que era raro que un bar estuviera tan concurrido entre semana a las dos de la tarde. La plática se interrumpió cuando él entró y paró en seco. Sus ojos tardaron un segundo en adaptarse a la luz. Una vez que lo hicieron se dio cuenta de que un hombre muy gordo, 14

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de largo cabello gris y una barba que le llegaba a la mitad del pecho, le apuntaba con una escopeta. Si quería hacer una broma, su deseo se hizo trizas en cuanto oyó que el hombre cargaba su arma. Ese ruido… ¿Había un sonido más temible sobre la Tierra que el de amartillar un fusil? —¿De dónde vienes? —preguntó el gordo. Win vaciló. ¿Había llegado justo durante un asalto? ¿El individuo de la escopeta no cerró la puerta con llave o robó un banco? En lo que pensaba, el gordo dio unos pasos y le pegó en la cara con el fusil. Win no sintió el golpe. Sintió que el pómulo se le rompía y supuso que fue un golpe porque así habría parecido en una película. Se llevó una mano a la mejilla y tocó en la piel una lágrima de sangre, escurridiza y pegajosa. No pudo menos que pensar que acababan de golpearlo justo donde había visto a la maldita araña ese amanecer. —¿Y eso? En una ocasión había recibido un golpe semejante mientras jugaba basquetbol en segundo año, aunque de un codo errabundo que lo dejó con la nariz fracturada y un ojo morado; fue un accidente obvio, producto del empuje, el vigor, la competencia deportiva y todo eso. El cirujano plástico le arregló muy bien la nariz, pese a lo cual Winthrop Wentworth Sr. enfureció: hizo que su sociedad de inversión asumiera el control del banco donde trabajaba el papá del chico involucrado para despedirlo. Nadie se mete con los Wentworth, le gustaba decir. Si alguien te pega, pégale más fuerte para que no se levante. Si haces tuya esta costumbre nadie te molestará. El papá de Win decía toda clase de barbaridades como ésa, pero había crecido en Brooklyn cuando ahí no había jóvenes extravagantes ni barrios con casas de piedra rojiza que valieran doce millones de dólares. De chico se metió en muchas peleas, y acaso en una o dos de adulto. Según una anécdota que podía ser leyenda o verdad, había cerrado su primer negocio multimillonario apretando la cabeza de su socio en la 15

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ventanilla del pasajero de un automóvil. Win no era así; sólo se llevó la mano a la mejilla. Aunque el gordo retrocedió, no dejó de apuntarle al centro del cuerpo y le dijo: —Te lo preguntaré otra vez, a ver si ahora sí contestas: ¿de dónde vienes? —¡Ya, ya! —respondió Win—. De Wind River Range. Fui de excursión, regresé hace una hora a la cabecera de la ruta. Quiso parecer valiente y no lo logró; no se sentía así. Que alguien lo amenazara con una escopeta le quitaba toda la osadía que pudiera tener. —¿Cuánto tiempo estuviste allá? —Quince días —arriesgó una rápida mirada al salón y vio que nadie hacía nada por ayudarlo; si algo, creyó notar que aparecía un par de armas adicionales—. Vine a comer una hamburguesa y un refresco antes de salir a Denver. —¿Estuviste quince días de excursión? —Solo. Llegué a la cabecera de la ruta hace una hora. ¡He soñado tanto con una hamburguesa grande y unos aros de cebolla! —dijo, exploró su mejilla e hizo un gesto de dolor; sintió algo puntiagudo bajo la piel. ¿Era su pómulo? ¿Este sujeto le había roto el pómulo? ¡Adiós a Denver y su acostón! Tendría que ir directo al hospital, le pondrían por lo menos varios puntos, tal vez requeriría cirugía menor—. Mire, lamento haber entrado aquí, pero si usted pudiera… —¿Viste arañas? —¿Qué? —con la mano en la mejilla aún, hizo una mueca y pensó en la araña que había aplastado en el piso de la tienda de campaña. El tipo se apretó el rifle en el hombro. A Win no le gustó que dejara el dedo en el gatillo y mirara de reojo el cañón. —Dije que si viste arañas. —¿Arañas? —¿Estás sordo? —preguntó—. ¿Quieres otro golpe? ¿Viste arañas cuando estabas allá? 16

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—Sí, una. Hoy que desperté la tenía en la mejilla, justo donde usted me dio con su… No alcanzó a decir escopeta. Ésta disparó antes de que él terminara la frase.

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Institutos Nacionales de la Salud, Bethesda, Maryland

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a cabra no quería entrar. La pobre estaba aterrada; balaba, corcoveaba y se orinó en el piso del laboratorio. Eso fue todo lo que los dos soldados pudieron hacer para meterla a la cámara de aire de la unidad de biocontención del Centro Clínico del ins. La profesora Melanie Guyer los compadeció. Había dedicado su carrera a estudiar a las arañas, y aunque era líder en su campo nunca había visto unas como éstas. En su opinión, la gente les temía por malas razones, o al menos eso pensaba antes; ya había cambiado de parecer. Vio lo que esos insectos podían hacerles a las ratas. ¡Por Dios!, todo el mundo vio lo que podían hacerles a las personas. Había transcurrido una semana desde los acontecimientos de Los Ángeles, y más tiempo desde que ella durmiera como se debe. ¿Cuántos días habían pasado desde lo otro? ¿Diez días desde que recibió el saco de huevos de Perú en su laboratorio de la Universidad Americana? Pensaba que FedEx no había transportado nunca un paquete más peligroso que ése. Diez mil años. Tal era la antigüedad del saco de huevos. Había sido desenterrado cerca de las Líneas de Nazca —las grandiosas figuras grabadas en el altiplano desierto de Perú— por un estudiante de arqueología que era amigo de una de sus alumnas de posgrado, Julie Yoo. Estaba oculto junto al dibujo

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de una araña. El resto de las figuras de Nazca —aves, animales y motivos geométricos— tenía acaso dos mil años de antigüedad; el dibujo de la araña no. Éste era distinto, más antiguo, mucho más. De acuerdo con el amigo de Julie, la caja y los otros objetos que desenterró cerca de la araña tenían diez mil años de antigüedad. Quizá los sabihondos no estaban tan errados en sus teorías sobre Nazca. ¿Cómo era posible que una antigua civilización hubiese elaborado imágenes tan bellas y precisas? En cierto nivel, el cómo era sencillo: los nazcas habían quitado algunas rocas para que la tierra blanca debajo de ellas quedara convertida en líneas sobre el suelo rojo. Las mesetas estaban protegidas contra el mal tiempo y gracias a eso las Líneas de Nazca sobrevivieron miles de años, dos mil o diez mil. Se remontaban tanto en el tiempo que la pregunta de cómo era en realidad imposible de responder, porque no eran dibujos en el sentido tradicional. A ras del suelo constituían simples líneas y formas sin ningún significado, mientras que desde arriba adquirían tanta vida que se sentía palpitar a quienes a través de ellos habían adorado a dioses antiguos. No había aviones entonces, ellos no podían volar; ¿cómo habían diseñado esas figuras? Quién sabe, pensó Melanie. Los arqueólogos coincidían en que la respuesta más simple era que alguien había hecho un buen trabajo de planeación. Los nazcas produjeron los modelos, marcaron las líneas con estacas y quitaron las piedras. El saco de huevos fue hallado en una caja de madera que contenía también algunas de las estacas que usaron. Medidas exactas y buena ingeniería, inventiva humana, matemáticas, ciencia: eso era en lo que Melanie creía, o por lo menos tiempo atrás. ¿En qué creía ahora? Comenzaba a aceptar la idea de que las Líneas de Nazca se habían hecho de otra forma y con otro propósito. Antes pensaba que los antiguos trazos de Nazca eran una especie de oración. Ella misma les había rezado años atrás, cuando aún estaba casada con Manny y los médicos le dijeron 20

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que sería necesaria una intervención divina para que pudiera ser madre. Pese a todo, ver las Líneas de Nazca o rezar con fervor mientras su avión las sobrevolaba en círculo no sirvió de mucho; se separó de Manny y se quedó con su laboratorio y sus arañas. Pero la cuestión estaba justo ahí: quizás el dibujo más antiguo, el de la araña, era distinto a los demás, no un rezo. Quizá la araña fuese una advertencia. Diez mil años era mucho tiempo en la historia humana. Aunque representaba un parpadeo en la de la Tierra, escapaba al recuerdo humano. Era un lapso en el que el significado se había perdido. Tal vez si ese aviso se hubiera entendido, el mundo de Melanie no se habría venido abajo. Se frotó los ojos. A pesar de que estaba muy cansada, no tenía tiempo para dormir. No quería dormir; temía hacerlo. Sabía lo que vería si la vencía el sueño: Bark, su alumno de posgrado y examante, abierto en la mesa de operaciones y con el cuerpo cundido de hilos de seda y sacos de huevos; mientras Patrick rondaba al cirujano y las enfermeras y tomaba fotos con la cámara del laboratorio; ella misma parada al otro lado del cristal; Julie Yoo que corría en el pasillo hacia ella con información que llegaba demasiado tarde. Después todo ocurrió muy rápido, cuando del cuerpo de Bark salieron arañas. Se frotó los ojos más fuerte; no quería pensar en eso. Pese a que la sangre era mala, las arañas eran peores aun, una marea negra, una cosa compuesta por miles de organismos individuales. Nunca les había temido a las arañas ni a ningún otro tipo de sabandijas. Jamás en su vida le habían dado asco. Cuando otros niños o adultos huían de los bichos rastreros, ella se acercaba fascinada a observarlos. ¿Cómo se movían? Pero éstos eran distintos. Extendió el brazo para tomar su taza de café y se detuvo; le temblaba la mano, estaba inquieta. Había tomado demasiada cafeína, no dormía lo suficiente, eran demasiado. ¿Cuánto 21

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tiempo había pasado: diez, once, doce días desde que recibió el saco de huevos? El tiempo se había vuelto elástico. La cabra gimió de nuevo. Ésa era la única manera de describir eso, no como un balido sino como un gemido. Lanzó una patada y alcanzó en el muslo a uno de los soldados, quien se limitó a maldecir y a apretarla más entre sus brazos. Por fin el dueto —Melanie no se molestaba ya en tratar de aprender sus nombres— la hizo entrar por la fuerza a la cámara de aire, salió de un salto y cerró la puerta tras de sí. La pobre cabra permaneció triste y desolada en la cámara. Había dejado de balar y temblaba. Los soldados hicieron una pausa para recuperar el aliento. Estaban fuera de lugar en el impecable laboratorio; sus uniformes de combate contrastaban vivamente con las batas, jeans y camisetas que usaban Melanie y los demás científicos, quienes entraban y salían con tal frecuencia que ella tuvo que ordenar que guardias armados vigilaran el piso. Guardias armados. Ésta era su nueva realidad: guardias, un cuarto de hospital acondicionado como recámara para que ella estuviera más cerca de su investigación y arañas que en menos de un minuto eran capaces de reducir a polvo una cabra. El primer soldado revisó el protocolo de la cámara de aire y bajó por la lista paso a paso. En cuanto terminó, el segundo la revisó otra vez y luego ambos miraron a Melanie. Todos miraban a Melanie. Daba la impresión de que todo dependía de ella. Dos semanas antes su mayor preocupación era cómo terminar su ridícula relación con Bark; ahora tenía bajo su mando un piso entero de los Institutos Nacionales de la Salud. Podía ordenar a los guardias que se ocuparan de que Julie Yoo, los otros tres científicos autorizados y ella no fueran molestados. Con el favor de su exesposo, Manny, y de su jefa, la presidenta de Estados Unidos, podía hacer todo lo que quisiera. Cuando dijo que necesitaba su instrumental, de buenas a primeras fue copiada en el ins su oficina de la Universidad 22

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Americana, incluso la taza de la Universidad Grinnell en su escritorio, aunque sin la pequeña muesca en el borde. Más todavía, su instrumental fue corregido y aumentado; ahora disponía de equipo nuevo que no sabría cómo usar aun si quisiera hacerlo. Y si salía del laboratorio, cinco agentes del Servicio Secreto la seguían, pese a que se ausentaba apenas una o dos veces al día para tomar el sol y maravillarse de los cientos de soldados que rodeaban los Institutos Nacionales de la Salud. Según Manny y la presidenta Stephanie Pilgrim, ella era en ese momento la mujer más importante del mundo. Claro que también otros científicos estudiaban cómo lidiar con las arañas, pero Manny y Steph confiaban en ella, contaban con ella; a sus ojos, Melanie era la única esperanza de la raza humana. Sin ningún compromiso. Lo que debía hacer ahora mismo era saber qué diablos eran esas arañas, porque no se asemejaban a ninguna que hubiera visto antes. Cuando el saco de huevos llegó de Perú, le emocionó ver que comenzaba a eclosionar. Durante varias horas pareció que estaba a punto de hacer un gran descubrimiento; las casi dos docenas de arañas depositadas en el insectario le despertaban mucha curiosidad. No se comportaban como las que ella conocía, y tenían hambre. Luego comprendió que las que estaban en su laboratorio no eran las únicas; había sin duda más de dos docenas, muchas más, cientos de miles, millones. Había habido brotes en China, la India, Europa, África y América del Sur. Y en Estados Unidos. ¿Cuántas personas habían muerto ya? No podía pensar en eso ahora. En ese instante debía concentrarse en las arañas, porque se le había encargado resolver cómo detenerlas. —¿Estamos rodando, Julie? —preguntó. Julie Yoo le hizo una señal de aprobación. Supervisaba una hilera de computadoras y a los tres técnicos que operaban seis cámaras Phantom, capaces de filmar diez mil cuadros por 23

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segundo. Lo que le ocurriera a la cabra se grabaría en espantoso detalle para que Melanie pudiese volver a verlo después a una velocidad que haría parecer lenta una bala. Un pequeño grupo se congregó junto al vidrio; había sido grande antes de que Melanie ordenara que todo el personal no esencial fuera retirado de la zona. Ahora sólo estaban los doctores Will Dichtel, Michael Haaf y Laura Nieder, así como una docena de estudiantes de posgrado y ayudantes de laboratorio. Dichtel, químico con especialización en toxicología entomológica, había hecho una pequeña fortuna tras sintetizar una versión modificada del veneno de la araña parda solitaria que ya se usaba para hacer microchips; Haaf, del mit, era especialista en arácnidos, igual que Melanie, y Nieder, que trabajaba para el Pentágono, quería saber cómo adaptar al campo de batalla la conducta de los enjambres de insectos. Melanie se acercó a la cámara de aire y repasó la lista de control que los dos soldados habían revisado. Ninguna precaución estaba de más; ella sabía lo que se avecinaba. Miró de nuevo a Julie, quien reiteró su aprobación, y más tarde a los científicos que se aglomeraban junto al cristal. Su mano revoloteó sobre el teclado. La cabra la miró. La pobre temblaba de punta a punta. Melanie apretó el botón que abría la puerta interna de la cámara de aire. Y las arañas comieron.

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Staples Center, zona de cuarentena de Los Ángeles, California

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ómo decía el viejo chiste? Alístate en el ejército para que puedas viajar al extranjero, conocer gente y bombardearla después. Él se había alistado en el ejército porque, bueno, ¿qué otra opción tenía? Era inteligente y podía haber entrado a la universidad, pero ni siquiera se había tomado en serio la preparatoria, y aun si lo hubiese hecho, el dinero era un problema. A pesar de que Detroit podía atraer a artistas y jóvenes extravagantes capaces de comprar una casa por unos centavos de dólar, el papá de Quincy había insistido en que se marchara de ahí. Era tan viejo que recordaba cuando en Detroit había buenos empleos para los miembros de sindicatos, aunque no tanto para haber tenido él mismo uno de ellos, así que una semana después de que su hijo terminó la preparatoria lo llevó al centro de reclutamiento. Quincy no se opuso a la idea de alistarse ni tenía un plan mejor, de modo que mientras sus amigos iniciaban sus cursos en la universidad comunitaria él pasaba por el adiestramiento básico. Y ahora, en el Staples Center, ponía fin a su primera década en el ejército. Miró los sacos de huevos apilados en los asientos y pasillos y dudó de que en realidad llegara a celebrar diez años completos con el uniforme.

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Lo peor era saber que, antes de que a su unidad le fuera asignada esta tarea, había habido una discusión. Alguien había usado su capital político para que la labor de incendiar el Staples Center y el casi infinito número de arañas dentro de él recayera en el ejército, no en la armada, los marines ni la fuerza aérea. Siempre había un pleito político previo a una misión y si él metía la pata aquí, habría uno después para ver a quién echarle la culpa. Eso era lo de menos; si de verdad metía la pata, sospechaba que tendría que darse por muerto. Antes que cometer un error, le preocupaba que mientras se colocaban los explosivos en ese estadio, algo saliera mal. Algo como que una bolsa de huevos eclosionará y un torrente de arañas lo devoraran, o depositaran huevos en su cuerpo y en una indeterminada fecha futura él se partiera en dos y más arañas salieran para comerse a otras personas. En ausencia de arácnidos, el trabajo no era particularmente complicado. Más que hacer volar el edificio, lo que se buscaba era provocar una implosión. La idea consistía en causar un incendio tan intenso que nada sobreviviera a él y lograr más tarde que el Staples Center se desplomara para contener el fuego. Bajo el concreto y el acero retorcido de lo que alguna vez había sido una cancha de basquetbol, las brasas arderían durante varios días o semanas, como los carbones en una buena parrilla. Ni una sola araña se libraría de ese infierno. Pero antes él debía terminar de tender los explosivos y salir sin que ellas se lo comieran. Los sacos de huevos se concentraban en las graderías, y sus mayores infestaciones en la parte delantera, donde las luces no llegaban con tanta claridad. Los sacos eran blancos y deformes e iban desde esferas del tamaño de pelotas de volibol hasta óvalos en forma de balones de futbol americano y bultos llenos de protuberancias. Eran casi terrosos. Quincy rozó por accidente uno de ellos cuando instalaba un cable en una esquina y lo sintió frío y asombrosamente sólido. Éste dejó en su manga una mancha blanca y polvorienta que él se 26

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quitó. Fue más fácil no tocar los sacos que se encontraban más abajo, cerca de los asientos junto a la cancha donde Quincy veía siempre a celebridades que fingían interesarse en el basquetbol. También había sacos ahí, aunque en menor número y más dispersos. En la cancha de madera estaban desparramados en pequeños grupos. En el centro podía verse aún el logotipo de los Lakers de Los Ángeles, y si alguien le hubiera dado un balón —y él hubiese querido cometer un disparate—, Quincy habría podido cruzar la cancha de un extremo a otro y hacer dribleos con cierta dificultad. Terminó de tender las cargas y limpió el sudor de su frente. Volteó para confirmar que hubiera puesto bien la última de ellas y salió del edificio con una honda sensación de alivio. Afuera, bajo el brillante sol de California, se sintió casi mareado. Alguien le tendió una cerveza y la llevó consigo hasta la carpa que servía como centro de mando provisional. Había un montón de cámaras ahí. Según se había enterado, los peces gordos de Washington verían en vivo el incendio. Una demolición no era como en las caricaturas. No había una caja con una manivela y un gatillo de resorte ni se hacía una cuenta regresiva por altavoces; todo se reducía a un botón que apretar. De acuerdo con las mejores estimaciones, el calor alcanzaría su máximo nivel a cerca de mil grados. El vidrio y el metal se fundirían y el concreto se combaría y retorcería. El Staples Center se volvería un hervidero de arañas. No, pensó Quincy, no había nada de qué preocuparse. Nada si no se contaban los más de cuatrocientos noventa sitios adicionales en Los Ángeles donde había reportes confirmados de infestaciones de sacos de huevos. ¡Qué afortunado era! Tendría que recorrer toda la ciudad para quemar también esos sitios. Por lo menos ninguna de esas infestaciones era tan grave como la del Staples Center, pero Quincy había escuchado rumores de que no todos los sacos de huevos eran iguales. Si los que estaban en el Staples Center eran fríos y grisáceos, no 27

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podía decirse lo mismo de todos. Oyó decir por lo menos a otro soldado que algunos eran calientes y pegajosos y que se escuchaba a las arañas, quién sabe cuántas, moverse dentro a la espera de salir. Otro más le dijo que había visto un saco inmenso, tan grande que una persona cabía en él. Aparte de la gente que quizás hubiera sido infestada —Quincy había visto los videos uno por uno—, los sacos de huevos eran aterradores. Había miles de esas pequeñas bombas de tiempo en la ciudad entera. Cada una contenía miles de arañas y todas estaban listas para hacer explosión. Tic, tac, tic, tac.

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