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Con toda probabilidad, el asesinato de Villa en 1923 fue en gran medida resultado del deseo que tenía el gobierno mexicano de obtener el reconocimiento de Estados Unidos. Friedrich Katz, Pancho Villa El niño Dios te escrituró un establo y los veneros de petróleo el diablo. Ramón López Velarde, “Suave Patria” Villa, formidable impulso ciego capaz de los extremos peores, aunque justiciero, y sólo iluminado por el tenue rayo de luz que se colaba en el alma a través de un resquicio moral casi imperceptible. Martín Luis Guzmán, El águila y la serpiente

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ÍNDICE

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Prólogo. Una brigada republicana, 11 Columbus, 13 Las revoluciones vienen del norte, 47 Los veneros del diablo, 65 El caso Benton, 77 La revolución agraria, 91 La conspiración, 105 El asesinato, 119 El encubrimiento, 127 El nacimiento del mito, 135 Las maquinaciones macabras rinden frutos, 141 El protocolo secreto, 159 Ratificación senatorial, 167 Tierra Blanca y Zacatecas, 179 Epílogo. La cabeza de Villa, 207 Nota bene, 223 Fuentes bibliográficas, 227

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PRÓLOGO. UNA BRIGADA REPUBLICANA

r A Villa cada generación lo verá desde una perspectiva diferente. Friedrich Katz, Pancho Villa

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l narrador da por terminada su tarea, por lo menos en su mente e imaginación, ya que de escribir no se acaba jamás. Mira por la ventana de la habitación de su hotel, deslumbrado por el azul intenso de la Bahía de la Concha que le da esa forma mágica a la marina de San Sebastián, Donostia en euskera. Abre la ventana y se asoma al pequeño balcón. Las figuras de los bañistas en la playa y de los viandantes del Paseo Miracontxa se pierden en el contraste que ofrece la inmensidad del mar Cantábrico frente a los edificios afrancesados y ligeramente decadentes estilo fines del siglo xix. En la punta izquierda de la bahía, entre la espuma de las olas que chocan incesantemente contra las montañas milenarias, cree advertir la silueta de piedra y hierro forjado del Peine del viento XV, al final de la playa de Ondarreta, escultura monumental en la que conviven en armonía las formas del agua, del hierro y de las rocas, como aprendiera de su inolvidable amiga Mercedes. Obra del artista vasco Eduardo Chillida, ferviente admirador del emblemático lehendakari José Antonio Aguirre y Lecube, que presidiera de 1936 a 1939, la efímera República Independiente de Euskadi o País Vasco. Y el recuerdo de esa otra gran revolución social del siglo xx —una de cuyas más aguerridas brigadas republicanas se llamara “Pancho Villa”— tan inacabada y casi tan olvidada como la mexicana, le da ánimos para contar esta triste historia de intervención extranjera, olvido, traición y muerte… 11

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COLUMBUS

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9 de marzo de 1916

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n certero disparo al reloj del edificio de la aduana de Columbus marcó el inicio de la invasión; las cuatro de la mañana con veinte minutos del día 9 de marzo de 1916. Las fuerzas invasoras, al mando de los lugartenientes villistas Pablo y Martín López, conocidos como “los Hermanos de la muerte”, dinamitaron la caja fuerte del edificio que lucía un enorme letrero azul y rojo sobre fondo blanco, con la leyenda “US Customs”. El botín fue exiguo —unos cuantos cientos de dólares—, como escasa venía siendo la recaudación aduanera, debido al estado de guerra que prevalecía al otro lado de la frontera. De la aduana se dirigieron a Camp Furlong, cuartel en el que dormían alrededor de trescientos soldados del 13º regimiento de caballería del ejército de Estados Unidos, al mando del coronel Herbert Jermain Slocum y del mayor Frank Tompkins. Los agentes que días antes Villa había infiltrado en Columbus le informaron que la resistencia sería casi nula, pues los soldados tenían meses de no practicar el estado de alerta. En lo esencial los informantes estaban en lo correcto. Nadie era capaz de imaginar que Pancho Villa se atreviera a invadir el territorio soberano de Estados Unidos de América. Por eso el coronel Slocum se había trasladado a la vecina población de Demming, para tratarse un agudo dolor de muelas y el mayor Tomp13

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kins había decidido pasar la noche en su casa en compañía de su esposa, en el centro de Columbus. Camp Furlong quedó a cargo del novel teniente John F. Lucas, quien tuvo la desafortunada idea de almacenar bajo llave todas las metralletas de la guarnición, porque había rumores de que agentes villistas andaban por Columbus ofreciendo seiscientos dólares por cada una. Las avanzadas de la División del Norte, con el sigilo aprendido en los vericuetos de la sierra de Chihuahua, tomaron por sorpresa a los centinelas, los cuales fueron apuñalados y degollados sin apenas moverlos de sus puestos. A la señal de “todo libre”, Camp Furlong fue ametrallado sin misericordia. Trece soldados murieron en sus camas. Sin embargo, la masacre total no pudo consumarse. Una luz que cruzó por las caballerizas confundió a los atacantes, los cuales cambiaron la dirección del fuego para acribillar a los caballos del regimiento, pensando que ahí se encontraban los soldados enemigos. En realidad, fue una coincidencia providencial. El doctor T. H. Dabney, médico del campamento, que vivía en una casa vecina, al escuchar los disparos supuso que algo grave había ocurrido y armado con su lámpara de noche atravesó velozmente las caballerizas para dirigirse a las barracas. Su rápida reacción salvó muchas vidas ya que la distracción dio tiempo a que los soldados rompieran las vitrinas en las que estaba encerrado el armamento, se posicionaran y respondieran al fuego enemigo. Al percatarse de que eran objeto de una resistencia que no esperaban, los dorados optaron por retirarse y dirigirse al distrito comercial cuyo saqueo les había sido prometido. En unos cuantos minutos sembrarían una estela indeleble de destrucción y muerte. John J. Moore era el dueño de una grocery store; vendía provisiones a crédito a los jornaleros mexicanos que trabajaban en los sembradíos de la región. Tenía la mejor opinión de sus clientes, a los que consideraba dulces, callados, sumisos y cumplidores en sus 14

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pagos semanales. Por eso no le inquietaron los rumores que días atrás había escuchado en su tienda acerca de una posible invasión villista. Incluso su esposa, Susan, había ido a entrevistarse con su sobrino el coronel Moore para plantearle sus inquietudes. Al coronel las preocupaciones de su tía le divirtieron. Tras reírse un buen rato, la intentó tranquilizar: —Me hace usted reír, tía. ¿Cómo cree usted que un bandido como ése se atreva a atacar una ciudad estadunidense? Vaya, vaya, deseche esos temores y duerma tranquila. El tranquilo sueño de los esposos Moore fue interrumpido por el resplandor de los incendios que los villistas desataron por todo Columbus y por el paso incesante de soldados que gritaban: “¡Viva México! ¡Viva Villa! ¡Mueran los gringos!”; así como por los gritos angustiados de las mujeres secuestradas que imploraban auxilio. A pesar del aterrador espectáculo, John Moore decidió no hacer nada, confiado en la bondad innata de los humildes mexicanos que conocía. Incluso desoyó la súplica que su esposa le formulara con la más elemental de las lógicas. —John, éstos son otros mexicanos —dijo ella, observando los acontecimientos desde la cocina de su casa. Pronto su hogar es invadido. John muere baleado y apuñalado en la puerta de su inmaculada cocina. A Susan le quitan su anillo de bodas, pues el propósito de los asaltantes es obtener dinero y joyas; ella aprovecha la confusión que genera la destrucción indiscriminada de muebles en busca de objetos valiosos y escapa por el patio trasero. Al tratar de escalar la cerca de su casa es herida en una pierna. Aun así, arrastrándose, alcanza a ocultarse en un bosque de mezquites cercano. Desde ahí contempla, impotente, la destrucción sistemática y el posterior incendio de la casa que su esposo construyera gracias a los abonos semanales de los jornaleros mexicanos. Después, debido a la pérdida de sangre se desvanece. Susan Moore corre con suerte; al día siguiente es rescatada por una patrulla estadunidense que la traslada, semiinconsciente, 15

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al hospital más cercano. Ha perdido todo: esposo, tienda y casa, pero ha salvado la vida. Se ignora si volvió a dirigirle la palabra a su sobrino, el desidioso coronel Moore. El Commerce Hotel era propiedad de Samuel Ravel, un pájaro de cuenta que vivía por y para la acumulación de dinero. Aunque el hostal le daba para pasarla bien, su idolatría por el becerro de oro lo llevó a internarse en los tortuosos senderos del dinero fácil. Empezó traficando con el ganado que las vastas planicies del vecino estado de Chihuahua ponía a disposición de cualquier cuatrero que tuviera agallas para juntarlo y arrearlo a través de la mal definida línea fronteriza. Pero al estallar la Revolución mexicana el contrabando de armas resultó mucho más redituable que el de cabezas de ganado, por lo que Ravel creyó encontrar en Pancho Villa un cliente siniestro, pero algo ingenuo en cuestiones de negocios y muy necesitado de armamento y provisiones. Al principio todo fue coser y cantar, pero al paso del tiempo, el Centauro del norte se tornó receloso y desconfiado. Ya había sufrido la traición de William S. Benton, otro sajón gambusino, traficante de armas y de ganado, entre otras cosas. La última entrevista de Ravel con el caudillo del norte había sido escalofriante; Villa lo trató en forma soez y su eterno acompañante, Rodolfo Fierro, el carnicero de la Revolución, le dirigió una mirada homicida sin despegar la mano de las cachas de su pistola. Por fortuna para Ravel la entrevista tuvo lugar en Ciudad Juárez, muy cerca de la línea divisoria con El Paso, Texas. Cuando el aterrorizado Ravel se sintió a salvo en territorio estadunidense decidió cortar sus tratos con Pancho Villa. Sin embargo, el becerro de oro tuvo la última palabra. Se quedó con los treinta mil dólares que los agentes villistas le habían proporcionado para la compra de armamento, mismo que vendió, sin el menor escrúpulo, al bando constitucionalista de Venustiano Carranza. Después de todo, una utilidad de esa magnitud no se la daría el Commerce Hotel ni en diez años de trabajo. 16

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Ahora, semiparalizado por el miedo, contemplaba por la claraboya que había mandado colocar en su habitación —para vigilar y descubrir los pequeños hurtos de sus empleados y a los clientes que pretendían irse sin pagar— la violencia desatada en la planta baja, iluminada por el resplandor de los incendios cercanos y acompañada de los gritos desaforados de los villistas que le parecieron seres venidos del infierno. Unos de sus clientes más asiduos, el ingeniero de minas a cargo de los generosos yacimientos de Cusihuiriachic, Chihuahua, y gerente de la Cusi Mining Company, H. H. Walter y su esposa Linda, de rodillas y con gruesas lágrimas escurriéndoles por las mejillas, imploraban a los invasores que tomaran lo que quisieran, pero que respetaran sus vidas. Un jefe villista peló sus dientes amarillentos, como de mazorca madura, al tiempo que sentenció: —Par de gringos collones —sin más, les disparó varias veces hasta que las cabezas del matrimonio se hundieron en un charco común de sangre oscura, mezclada con pedazos de cráneo y masa encefálica. Otros dos clientes, los señores Hart y Miller, fueron baleados al tratar de escapar por una puerta lateral. Ravel no lo pensó dos veces. Con manos temblorosas abrió la ventana de su habitación e intentó pasar la pierna derecha por el vano para llegar a la escalera de emergencia. Antes que pudiera conseguirlo una mano fuerte y peluda lo jaló por el cuello y lo regresó en vilo a la habitación. —Conque te me querías juir —le dijo una voz aguardentosa, colérica e irónica, todo al mismo tiempo. De regreso a lo que había sido su refugio por varios años, Samuel Ravel enfrentó el rostro congestionado del lugarteniente Pablo López, quien le puso el frío cañón de su arma en la sien izquierda. Ravel, en el paroxismo de la desesperación, gritó como enajenado. —¡Ahí haber dólares para ustedes! —señaló una de las paredes. A una leve indicación de López, dos dorados tantearon la 17

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pared. Al advertir que era falsa, la derribaron a golpes de culata y encontraron una caja fuerte que lucía la marca Wells Fargo grabada en la puerta de acero blindado. Con una eficaz economía de movimientos los dorados volaron la puerta empleando sólo dos cargas de dinamita. El tesoro de Ravel, fruto de incontables especulaciones y trafiques, se rindió ante el ímpetu de los invasores. Varios fajos que sumaban algunos miles de dólares fueron depositados en una bolsa de lona que un villista se echó a la espalda. Pablo López abofeteó a Ravel derribándolo sobre la ancha y mullida cama. El hotelero, cuatrero y contrabandista prorrumpió en una letanía incoherente en la que se mezclaron reiteradas peticiones de clemencia junto con expresiones de azoro por el hecho de que los “sucios bandidos villistas” se hubieran atrevido a violar el territorio soberano de Estados Unidos de América. López interrumpió aquella retahíla de una manera sencilla pero brutal: le disparó a Ravel en su propia cama. El ataque al Commerce Hotel también provocó dos víctimas colaterales más: el soldado Arthur Watson —de licencia en ese momento— y su hijo de tan sólo seis meses de edad. El fuego que se extendió desde la tienda vecina, Lemmon and Payne, los calcinó a ambos. El propietario de esa tienda incendiada también tuvo un destino trágico. El señor Ritchie fue asesinado en la banqueta frente a la cortina metálica de su establecimiento. El dueño de un establecimiento vecino, Steven Butchfeld —generoso comerciante local al que los mexicanos que acudían a Columbus con regularidad apodaban cariñosamente “tío Esteban”—, que había acudido a averiguar lo que estaba pasando logró huir mediante el infalible recurso de arrojarles una bolsa llena de dólares a los villistas. Esta distracción permitió que la familia del infortunado Ritchie (Mitro, la esposa, y sus hijas de veinte, quince y ocho años de edad), huyera auxiliada por un fiel sirviente de origen mexicano que, con el sigilo propio de su raza, las deslizó fuera de la ciu18

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dad para evitar que fueran secuestradas y violadas por los villistas ebrios de poder y de victoria. Sin embargo, eso no impidió que la tienda fuera irremediablemente saqueada y quemada. Una historia aparte es la del fiel administrador de correos de Columbus, L. L. Burkhead, la cual quedó registrada en los anales del Departamento de Estado en Washington: Vivía yo en la parte norte del pueblo, en la calle Boundavy. Desperté con el ruido que producían los cristales de puertas y ventanas rotos por el efecto de las balas de la fusilería villista. En seguida levanté a mi esposa y a otra señora que estaba de visita en nuestra casa. A través de las ventanas se podía apreciar el resplandor que producía un enorme incendio. Luego escuché el toque del clarín del campamento del décimo tercer regimiento de caballería y en seguida el tableteo de una ametralladora. Con grandes trabajos abrí la puerta del portal trasero y siguiendo un canal que hay como a doscientas yardas de la casa nos fuimos hasta la vía del ferrocarril, y alcanzamos un tren que se alejaba lentamente. El conductor de nombre Pundy, nos ayudó a subir al cabús y al enterarse de lo que le informábamos conectó su aparato telegráfico a los hilos del telégrafo y se comunicó con Fort Bliss, Texas, informando de lo que estaba pasando en Columbus. El señor Archibald R. Frost era el dueño de la principal mueblería de la ciudad, lo que le permitía vivir en una casa contigua a su comercio. Una bala hizo añicos la más grande de las ventanas de la casa, esto lo puso en alerta. En un principio se refugió en el sótano con su esposa y su pequeño hijo, pensando que ahí estarían a salvo mientras pasaba el ataque. Sin embargo, al advertir que todo a su alrededor ardía, decidió huir en su automóvil. Al cruzar el pasillo que iba del interior de la casa al garaje fue alcanzado por una bala 19

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en el brazo izquierdo. Aun así, logró acomodar a su mujer y a su hijo en el asiento trasero, y valiéndose sólo de su brazo derecho, condujo con rapidez por algunas calles alejadas en busca de la salida de la ciudad. Cuando estaba a punto de tomar la carretera que conducía al vecino poblado de Demming, fue atacado por una partida de villistas que ametrallaron el automóvil volviéndolo a herir, ahora en el hombro derecho. A pesar de sus lesiones, Frost alcanzó a llegar a Demming, donde fue hospitalizado. Logró recuperarse y tuvo, además, el consuelo de saber que su esposa y su hijo salieron ilesos gracias a su oportuna y casi heroica acción, pero las pérdidas materiales resultaron enormes: la mueblería y su casa fueron pasto de las llamas y su reluciente automóvil nuevo color negro mostraba abundantes impactos de bala en la carrocería, el motor, la suspensión y hasta en las llantas. En la aséptica cama del limpio y eficiente hospital, Frost se congratulaba y se lamentaba a la vez. La invasión villista a Columbus no puede sostenerse por más de tres horas. El error de haber atacado las caballerizas en vez de las barracas de Camp Furlong cobra su cuota de revancha inmediata. Los soldados del 13º regimiento, repuestos de la sorpresa y armados con las metralletas que el obsesivo teniente Lucas puso bajo llave, no sólo repelen el ataque a su campamento, sino que se organizan para ganar la calle y perseguir a los invasores. Además, arremeten seguros de que pronto recibirán refuerzos del cercano Fort Bliss, cuya guarnición ha sido reforzada desde los inicios de la Revolución mexicana. Como a las siete de la mañana de ese ahora mítico 9 de marzo de 1916, los coroneles Pablo y Martín López tocan retirada. Entre su botín llevan algunos miles de dólares, una colección de joyas —casi bisutería— y diez gringas histéricas que claman misericordia. Han dejado atrás su acostumbrada estela de destrucción y muerte que ha reducido a cenizas el distrito comercial de Columbus, pero saben bien que lo que hicieron es nada comparado con la destrucción y el pavor que causaron en Chihuahua, 20

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Ciudad Juárez, Torreón, Zacatecas y demás ciudades y haciendas mexicanas que fueron sometidas. Al llegar a la hacienda Las Palomas, del lado mexicano, su caudillo, Pancho Villa, los recibe con su usual media sonrisa, pero con el ceño fruncido velándole el rostro de bronce. Con un ademán ordena la liberación de las gringas, las cuales regresaron a Columbus manoseadas, semivestidas y rasguñadas por uñas impúdicas y mezquites indómitos, pero, en términos generales, intactas. Sin decir palabra, el caudillo encabeza la larga y silenciosa marcha de aproximadamente doscientos kilómetros hacia la población de Casas Grandes, Chihuahua, donde espera encontrar protección y bastimentos. Villa cabalga preocupado. Su entendimiento elemental, así como la escasa sofisticación que le han brindado las implicaciones internacionales de sus luchas revolucionarias, le hace deducir que le acaba de propinar un buen pisotón al oso del norte, el cual no es el ohi bueno de la mitología tarahumara, sino un depredador implacable que con el poderío de sus armas y sus técnicas avanzadas se la ha pasado jugando con todas las facciones revolucionarias hasta desangrar al país para tenerlo a merced de sus ambiciones. Por eso intuye que a pesar del enorme dolor de cabeza que les acaba de provocar a Wilson y a Carranza, su trayectoria como revolucionario está por vivir uno de sus peores momentos. Para Columbus, los días siguientes al ataque villista fueron de dolor y tristeza. Todo lo que había de valor en la ciudad fue destruido o calcinado. Un buen número de familias lloraban a sus muertos y heridos. En la estación del tren, a un costado de las relucientes vías férreas, yacían los féretros metálicos de los trece soldados del 13º regimiento de caballería que fallecieron en Camp Furlong, a la espera de ser trasladados a sus lugares de origen. Mientras Columbus estaba de luto, la prensa y los políticos de Estados Unidos ardían de indignación. La poderosa cadena Hearst clamaba pidiendo la inmediata invasión y anexión de 21

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los ricos y extensos territorios mexicanos de Sonora, Chihuahua, Nuevo León y Tamaulipas, al amparo del lema que se repetiría en los años siguientes: “Hay que plantar la bandera de las barras y las estrellas, todo el camino, desde el Río Grande hasta el istmo de Panamá”. Para hacer causa común, Phoebe Apperson Hearst, la madre del magnate William Randolph Hearst, ofreció una recompensa de cincuenta mil dólares a quien le entregara, vivo o muerto, al “infame bandolero mexicano” Francisco Villa. Woodrow Wilson, en plena campaña reeleccionista, se veía acosado por su siempre conflictivo Senado y por la vociferante prensa nacional, al grado de tener que vivir en una constante encrucijada. De sobra sabía que su perversa política “pacifista”, la cual había llegado al extremo de ocupar el puerto de Veracruz en 1914 —no como una maniobra imperialista, sino en una “guerra de servicio a México”, según declaró a The New York Times—, a fin de cuentas había dividido y ensangrentado en tal forma al empobrecido vecino del sur que, a principios de 1916, distaba mucho de ser “la amenaza estratégica para los intereses vitales de los Estados Unidos” que los casi siempre paranoicos geopolíticos yanquis habían querido advertir en la primera década del naciente siglo xx, ante el aparente auge económico del régimen del general Porfirio Díaz. Espoleado por su estrategia a largo plazo, que cada día lo vinculaba más a la guerra europea, así como por la necesidad imperiosa de satisfacer la demanda de venganza pública, Wilson —como lo haría en 1919, al configurar unilateralmente la Paz de Versalles “que iba a acabar con todas las guerras”— tomó la peor de todas las decisiones posibles: ordenó la estruendosa, y al final ridícula, expedición “punitiva” de John J. Pershing. Años después, los habitantes de Columbus permutaron la indignación por una especie de honor histórico. Aproximadamente en 1920, colocaron una enorme placa en la entrada de la ciudad que rezaba: “Bienvenidos a Columbus, el único sitio de los 22

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Estados Unidos de América que ha sido invadido por una potencia extranjera”. De una u otra manera, Pancho Villa ya había firmado su sentencia de muerte. El más inverosímil de los presidentes Un año atrás de la invasión a Columbus, en 1915, Francisco Villa había llegado a la cúspide de un poder que no supo utilizar. Dueño absoluto de la Ciudad de México, perdió el tiempo en gestos simbólicos: en el salón principal del Palacio Nacional se sentó en la silla presidencial que por más de treinta años perteneció al viejo dictador Porfirio Díaz, para, a continuación, junto con el caudillo agrarista de las tierras del sur, Emiliano Zapata, declararla objeto maldito y quemarla en el patio central; también cambió la nomenclatura de la vieja y evocadora calle de Plateros por la de Francisco I. Madero —el ingenuo y espiritista presidente que forzara al exilio a Porfirio Díaz, sólo para morir más tarde, asesinado durante un burdo golpe militar organizado en la embajada de los Estados Unidos—, que para el Centauro del norte, sin embargo, representaba una especie de santo de la Revolución, por haber sido uno de los pocos hombres sin dobleces, ni intenciones ocultas, que conociera durante su ruda existencia. En todo caso, si los zapatistas desayunaron en el Sanborns de la Casa de los Azulejos, Villa se dio el lujo de balear el techo de La Ópera, uno de los mejores restaurantes de la capital. Pero el poder se le fue de las manos. Incapaz de comprender las sutilezas de la diplomacia, en poco tiempo perdió el crucial apoyo de Estados Unidos, que se había ganado en el complejo mundo de los intereses internacionales, al asegurarle al general Hugh L. Scott, comandante en jefe del ejército de la frontera sur de Estados Unidos, que en caso de una posible guerra con Japón podía contar con la lealtad de México, así como al oponerse a la 23

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sola posibilidad de que México le declarara la guerra a la potencia yanqui con motivo de la ocupación del puerto de Veracruz, supuestamente destinada a evitar el desembarco de armamento alemán para el gobierno del asesino de Madero: Victoriano Huerta, quien tras el pacto de la embajada que lo llevó al poder se vio forzado a dar un giro de ciento ochenta grados, debido a la llegada de Woodrow Wilson a la presidencia de la Unión Americana. Cada cierto tiempo, Estados Unidos muestra una singular capacidad para elegir a los presidentes más inverosímiles. Pero si alguien debe ganar el título, sin lugar a dudas es Thomas Woodrow Wilson. Hijo de un pastor presbiteriano que predicaba la moralidad de la esclavitud con auxilio de pasajes bíblicos hábilmente seleccionados; estudió abogacía y con el tiempo se convirtió en un distinguido profesor de Derecho Constitucional y Ciencia Política. Sus cátedras se basaban en dos principios: la ley como símbolo y escudo de la moral pública y privada, y el pacifismo, representado por una tesis que dio en llamar “de la seguridad colectiva internacional”, encaminada, según el propio Wilson, a alcanzar la paz mundial mediante un gran pacto internacional en el que todas las naciones se otorgaran garantías recíprocas de independencia política, seguridad jurídica e integridad territorial. Con tan bellas como inoperantes ideas, Wilson llegó a ser rector de la Princeton University. Después de todo, en una Universidad se debe enseñar el respeto a la ley, a la moral y a la paz mundial. Por alguna razón, que tal vez tenga que ver con el revestimiento de moralidad con el que cada cierto tiempo suele darse aires de pureza la política estadunidense, Wilson fue electo gobernador de New Jersey en 1910. Nada grave aún. New Jersey era un estado muy rico, de modo que mientras hubiera cosechas, las fábricas produjeran, los puertos traficaran y los negros se mantuvieran en su lugar, en nada estorbaba tener en la mansión de gobierno a un demócrata que se dirigiera a las buenas conciencias mediante discursos políticos sazonados con la severidad moralista 24

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de un pastor presbiteriano. Pero en 1912, el partido demócrata —con la anuencia del complejo industrial militar, que es el que en verdad gobierna Estados Unidos— lo llevó a la presidencia enarbolando una plataforma liberal y progresista, que pretendió paliar los excesos capitalistas de su antecesor, William Howard Taft, un sujeto que embaulaba seis grandes comidas al día y el que, en medio de las rotundas flatulencias provocadas por semejante régimen alimenticio, diseñara e implementara las perversas, pero eficaces directrices de la diplomacia del dólar y del petróleo. Para convertirse en presidente de la nación más rica de la tierra, con apenas dos magros años de experiencia política, Wilson contó con la ayuda circunstancial representada por la grave división del partido republicano, en ese entonces jalonada por sus dos figuras principales: el propio Taft y el expresidente Theodore Roosevelt. Instalado en la presidencia, el pacifista Wilson se transforma en uno de los más grandes belicistas que registra la historia del siglo xx. Oprime militarmente a México, Centroamérica, Las Filipinas y termina involucrado con la mayor catástrofe conocida por la humanidad hasta ese tiempo: la Gran Guerra que, entre 1914 y 1918, devastó Europa, causando cerca de veinte millones de víctimas, lo cual no fue impedimento para que Wilson justificara todas sus acciones con un interminable discurso pacifista cuyo moralismo resultó muy grato a los oídos del gran electorado estadunidense, tan proclive a creerse el bueno de la historia, que con el voto decisivo de California —donde se ubica Hollywood—, lo reeligió en 1916. A principios de 1915, Wilson concluyó que la violenta pugna revolucionaria que azotaba a México desde 1911, sólo podría resolverse apoyando al movimiento constitucionalista encabezado por el antiguo gobernador del estado de Coahuila, Venustiano Carranza, quien además de poseer un definido programa de acción política de corte liberal, contaba entre sus filas con un avezado 25

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agricultor, oriundo del estado de Sonora, Álvaro Obregón, hombre que a fuerza de estudio y disciplina se había transformado en un general competente. Carranza, viejo zorro de la política y la diplomacia, terminó por convencer a Wilson de que él era la alternativa institucional y civilizada frente al dipsómano e inmoral Victoriano Huerta, que, a los ojos de Wilson, había cometido un crimen de lesa humanidad: asesinar a un presidente constitucionalmente electo; así como frente al temperamento inestable de Pancho Villa, siempre inclinado a la violencia y a la destrucción, líder que servía para ganar grandes batallas, pero no para gobernar. Por eso, en 1915, a Carranza le llegó el ansiado reconocimiento de su gobierno. No en la forma jurídicamente correcta: de pleno derecho, sino a través de la treta diplomática del reconocimiento de “gobierno de facto”, pues la moralidad de Wilson se expresaba de dientes para afuera y más bien se ajustaba a los consejos de su secretario de Estado, el experto en todas las argucias legales imaginables, Robert Lansing, su más fiel escudero. Mas lo que en verdad contaba era que el reconocimiento “de facto”, a pesar de conferirse bajo un formato denigrante, traía aparejada una vasta ayuda militar. Perfectamente armado y al mando de una considerable fuerza militar, el general Álvaro Obregón avanzó desde Sonora hacia el centro de la república. Alarmado, Pancho Villa decidió abandonar la Ciudad de México para ir a su encuentro, desoyendo los prudentes consejos de su jefe de artillería, el general Felipe Ángeles —el más preparado, auténtico y bienintencionado de todos los militares que participaron en la revolución—, quien le recomendó evitar al ejército carrancista para rearmarse con toda calma en sus reductos de Chihuahua, Durango y Coahuila, donde, además, gozaba de un gran apoyo popular. Villa, siempre deseoso de entrar en batalla, se enfrenta a Obregón en Celaya, estratégica ciudad del Bajío mexicano y gra26

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nero de la república. Se libran tres días de sangrientas y encarnizadas luchas en las que las fulminantes cargas de caballería villista fracasan contra las tácticas que Obregón, al principio de su carrera, había aprendido en Sonora de Ivor Thord-Gray, un experimentado militar sueco que fungiera como enlace del servicio de inteligencia de Estados Unidos en la Revolución mexicana; una habilidosa guerra a base de fosos sembrados de ganzúas y púas que destrozan las patas de los caballos, derriban a los jinetes y los ponen a merced de los fusileros parapetados detrás de las trincheras. Diezmado, desorganizado y desmoralizado, el Centauro del norte retorna a Chihuahua a tratar de recuperarse. La coyuntura no puede resultar más difícil. Ha perdido el control de la gran capital así como a la mayor parte de su ejército. Carranza y Obregón, dueños indiscutibles del poder, se aprestan a aniquilarlo, con el nada disimulado apoyo de Estados Unidos. A Villa tan sólo le queda el consuelo de saber que, en Celaya, dejó manco a Obregón de un certero disparo de obús. Triste consuelo. Declaración de guerra a Estados Unidos En su desesperación por recuperar la fuerza perdida, Pancho Villa decidió avanzar hacia Sonora, atravesando la imponente cordillera de la Sierra Madre Occidental, para unir sus disminuidas fuerzas con las del gobernador José María Maytorena, quien, al parecer, había roto con el carrancismo. Tras una penosa marcha, arrastrando la artillería por cerros, cañadas y desfiladeros sin fin, Villa arribó a la población fronteriza de Agua Prieta. Su plan era sencillo: atacar la guarnición carrancista que, según fuentes que considera confiables, no excedía de mil hombres; tomar el punto fronterizo; abastecerse de armas y municiones en el lado estadunidense; avanzar al sur del estado de Sonora para reunirse con las fuerzas de Maytorena; controlar los 27

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ricos graneros y las vastas reservas de ganado que poseía esa fértil región y preparar una nueva marcha sobre la Ciudad de México. Para su mala fortuna, Villa está mal informado. Maytorena huyó del estado, dejando en manos de Álvaro Obregón el mando militar de la región. Con el reconocimiento al gobierno “de facto” de México, por parte de Wilson, Obregón contaba con las facilidades necesarias para trasladar con toda comodidad, en trenes militares modernos y veloces, seis mil efectivos por territorio estadunidense para concentrarlos en Agua Prieta, frescos y bien abastecidos. Al amparo de las sombras de la noche, Villa hizo avanzar a sus cansadas tropas con la esperanza de tomar al enemigo desprevenido, sólo para encontrarse bañado por la luz de unos enormes reflectores, de indudable manufactura yanqui, encendidos del otro lado de la frontera, dejando a las tropas enemigas convenientemente protegidas en el lado oscuro. La debacle es fulminante. El orgulloso Centauro del norte, que apenas unos cuantos meses atrás, en las batallas de Celaya, disponía de cincuenta mil hombres, ve cómo el general Obregón diezma sus fuerzas hasta dejarlas reducidas a menos de un millar de soldados. Rumiando su derrota y lleno de rencor hacia los antes admirados gringos, de los que llegó a creerse “aliado militar”, después de sus diversas visitas al Fort Bliss de El Paso, Texas, efectuadas entre 1911 y 1914, Villa regresa a Chihuahua, con la idea de levantar un nuevo ejército de, por lo menos, quince mil hombres. Pero enfrenta un panorama desolador. Los generales que, como el valioso Felipe Ángeles, no se han exiliado en el sur de Texas, se oponen a sus planes. Le hacen ver que la gente está cansada de tanta guerra, hambre y destrucción; que las reservas de ganado y granos están exhaustas y las minas abandonadas; que desde el reconocimiento de Wilson a Carranza resulta imposible conseguir armas y municiones en Estados Unidos, y que la población, urgida de paz y tranquilidad, no quiere saber nada de nuevas campañas militares. 28

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El consenso es prácticamente unánime; a Villa no le queda alternativa. Tiene que negociar con Álvaro Obregón —éste acaba de tomar Ciudad Juárez desde el otro lado de la frontera con los trenes gringos a su disposición— la rendición de Chihuahua y el licenciamiento de la otrora invencible División del Norte. Ha llegado la hora de que los dorados regresen a sus pueblos y rancherías, con sus familias, así como a sus modestos campos de labranza y cría de ganado. La revolución villista ha sido aniquilada en su terreno natural: los campos de batalla. No quedaba más que reconocerlo. Tascando el freno de su orgullo herido, el Centauro del norte otorga permiso a sus generales para negociar y supervisar el licenciamiento de la División del Norte. Sin quedarse a presenciar el triste espectáculo, retorna en compañía de tan sólo quinientos de sus más fieles dorados, a sus viejas madrigueras de la sierra de Chihuahua, para reiniciar lo que había sido la esencia de sus primeros años de combate: la guerra de guerrillas. Perdido en los más recónditos confines de la más formidable de las sierras mexicanas, Wilson y Carranza lo dan por muerto. En menos de tres meses entenderían las graves consecuencias de andar embalsamando muertos que gozaban de cabal salud. Convencido de que Wilson había celebrado un pacto secreto con Carranza para aniquilarlo, Villa merodea por los fríos recovecos de la sierra de Chihuahua, en busca de algún tipo de revancha. La primera oportunidad se le presenta en Santa Isabel, una pequeña estación ferroviaria situada a sesenta y ocho kilómetros de la ciudad de Chihuahua, donde se había detenido un tren que transportaba a un numeroso grupo de funcionarios y empleados estadunidenses de la Cusi Mining Company que, desde los tiempos de Porfirio Díaz, disfrutaba de una generosa concesión para explotar el rico mineral de Cusihuiriachic, situado al sur del estado. La comitiva viajaba al amparo de salvoconductos otorgados por el general Obregón y refrendados por el gobernador de Chi29

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huahua, Ignacio Enríquez, con el tipo de seguridades que sólo un político mexicano es capaz de dar: “Ustedes saben que Villa ya fue derrotado por nosotros, pero todavía anda por ahí, armado y enojado. Desde luego no va a pasar nada pero, por si acaso, tomen algunas precauciones”. Mientras la bomba de agua de la pequeña estación abastece la máquina del tren, los mineros yanquis escuchan aterrados el grito inconfundible de “¡Viva Villa!”. Es una partida que comanda uno de los más brutales lugartenientes del Centauro del norte, el coronel Pablo López, la cual se precipita sobre el tren para identificar el vagón en el que viajan los estadunidenses. Pablo López los baja del tren, los forma a lo largo de las vías y les ordena que se desnuden. Tiritando por el viento frío que sopla desde la sierra, son brutalmente asesinados a culatazos; debían ahorrar balas. Minutos más tarde sólo queda un montón de cadáveres chorreando sangre en las grotescas posturas que suele adoptar la muerte ocurrida por violencia. La reacción de Carranza pretende ser fulminante. Para congraciarse con Wilson emite un feroz decreto en el que degrada a Villa y a sus lugartenientes a la condición de “cabecillas reaccionarios y bandoleros”, facultando a cualquier ciudadano de la república para aprehenderlos, “y ejecutarlos sin formación de causa levantando un acta en que se haga constar su identificación y fusilamiento”. Inaugurada la temporada de caza en esos términos, el problema era encontrar a Villa. Es cierto que a los pocos meses de los sucesos de Santa Isabel, Pablo López fue capturado y fusilado en el acto, pero el Centauro del norte se volvió humo. Incapaz de comprender que sus sucesivas y devastadoras derrotas ante Obregón en Celaya y Agua Prieta, lo habían vuelto irrelevante desde el punto de vista militar y político, y un estorbo intolerable para el pragmático moralista que pretendía regir al mundo desde Washington, el Centauro del norte, en busca de una 30

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reivindicación desesperada decidió declararle la guerra a Estados Unidos. Después de Santa Isabel, ordena un avance hacia la frontera. En la hacienda de Santa Ana —propiedad del magnate de la prensa William Randolph Hearst, que por esos días quería plantar la bandera de las barras y las estrellas all the way, “en todo el camino”, hasta el istmo de Panamá— se bate con fiereza contra un destacamento carrancista y fusila a ochenta prisioneros. A principios de marzo de 1916, ocupa el Gibson Ranch, para proveerse de ganado y bastimentos. Ante la natural resistencia de sus propietarios, señores Corbett y McKinney, en vez de parlamentar con ellos, por el sólo hecho de ser gringos ordena que los ahorquen sin mayores miramientos. Días después, durante la madrugada del 9 de marzo, las tropas villistas atraviesan la línea divisoria para atacar y casi destruir la ciudad estadunidense de Columbus, Nuevo México. La conspiración alemana No deja de ser interesante saber por qué Pancho Villa atacó Columbus. Después de todo, salvo por la ocupación inglesa de Washington en 1812, Estados Unidos nunca había sufrido una invasión en su territorio continental. Las explicaciones que se han formulado parecen hablar por sí mismas. La primera dice que se trató de una mera venganza, propia del espíritu primitivo y sentimental de Villa. Si algo comprobaron quienes lo trataron es que el corazón del Centauro del norte oscilaba, en términos absolutos, entre el odio y el amor, la lujuria y el llanto, en una forma tal que no cabían términos medios. Por eso la ayuda prestada a Obregón en la batalla de Agua Prieta le pareció una traición inaudita de los gringos; a él que apenas en 1914, había sido recibido con toda clase de honores militares en Fort Bliss, Texas, por John Joseph “Black Jack” Pershing. Y acudido a El Paso para tratar, de potencia a potencia, asuntos de Estado 31

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con el general Hugh Lenox Scott; y que apenas en 1915, cuando era el amo y señor de la Ciudad de México, sostuvo una nutrida correspondencia con el primer secretario de Estado de la administración Wilson, un hipócrita pacifista y tres veces fracasado candidato presidencial, de nombre William Jennings Bryan, que bajo los ropajes moralistas escondía los más pragmáticos recursos para la defensa de los intereses del naciente imperio del siglo xx. Por eso la venganza villista resultó inevitable. La segunda, derivada de la primera, saltaba a la vista. Si Wilson y Carranza habían celebrado un pacto secreto para destruirlo, no podía existir mejor venganza que la de meter a ambos en un berenjenal político, diplomático y militar, mediante el sencillo recurso de crear un grave incidente internacional. Pero para los partidarios de las conspiraciones, existe una tercera posibilidad. La clave está en un nombre que por mucho tiempo se perdió en los vericuetos, a veces indescifrables, del espionaje internacional dentro del marco de la Gran Guerra: “Sommerfeld”. Años más tarde, el periodista Elías Torres aclaró el misterio, pues contaba con información privilegiada. Como amigo del presidente interino Adolfo de la Huerta —éste sustituyó a Venustiano Carranza cuando las tropas obregonistas lo asesinaron, o lo forzaron al suicidio según otras fuentes, en Tlaxcalantongo, un villorrio perdido en la Sierra Norte de Puebla, por haberse opuesto, a través de una maniobra burda, al derecho que Álvaro Obregón se había ganado a pulso de ser Presidente de la República en 1920—, fue designado comisionado especial a cargo de la rendición final de Pancho Villa, durante la cual se acordó su retiro a la enorme hacienda de Canutillo, en el estado de Durango, en la que, a la manera de un señor feudal, pasó los últimos tres años de su vida en compañía de sus mujeres —Austreberta Rentería, la preferida; Luz Corral, la legítima; y Soledad Séañez, la ocasional; más una cuarta, Manuela Casas, también eventual, que vivía en la vecina ciudad de Hidalgo del Parral—, junto con cerca 32

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de dos mil antiguos dorados —transformados en aparceros— y sus respectivas familias. En Canutillo, Elías Torres tuvo oportunidad de hacer largos paseos a caballo acompañando al Centauro del norte que a diario supervisaba los campos de labranza, los establos y bodegas, la oficina de correos y telégrafos, el molino de harina, así como la escuela primaria, diurna para los niños y nocturna para los adultos, que era el orgullo de Villa, porque, según afirmaba: “Pobre México ignorante, hasta que tenga educación no se puede hacer nada”. Las largas cabalgatas, combinadas con entrevistas a los sobrevivientes militares y civiles del ataque a Columbus, le permitieron a Torres enterarse de muchas cosas. Felix A. Sommerfeld fue un turbio personaje que por varios años sirvió a Villa como comprador de armas que, por lo general, se canjeaban por las miles de cabezas de ganado confiscadas por los dorados en los vastos latifundios de Chihuahua. Tras los desastres de Celaya y Agua Prieta, al otorgarse el reconocimiento diplomático de Wilson al gobierno de Carranza, Sommerfeld se queda sin su mejor cliente; esto lo obliga a regresar a la medianía de la que el Centauro del norte lo había sacado. Pero pronto un lejano conflicto geopolítico lo vuelve a colocar en las huestes del espionaje internacional. Hacia fines de 1915, el estado mayor del ejército alemán ve con creciente preocupación los embarques masivos de armas, municiones y pertrechos que Estados Unidos enviaba a Francia e Inglaterra. Temía, con razón, que la potencia emergente acabara por inclinar en su contra el fiel de la balanza en la salvaje guerra europea. Dentro de semejante escenario, llegó a la única conclusión que su lógica belicista podía ofrecerle: era necesario provocar un grave incidente internacional que ocasionara una guerra generalizada entre México y Estados Unidos, para que Alemania enfrentara a ingleses y franceses sin ninguna intromisión. Cuan33

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do Sommerfeld contacta al agregado militar de la embajada del Káiser en Washington, llamado Franz Von Papen, recibe la más cordial de las bienvenidas. En un despacho enviado a Washington, en abril de 1916, el militar sueco y agente del contraespionaje yanqui, Ivor ThordGray, sostiene que “el ataque a Columbus fue organizado por un grupo de conspiradores alemanes que así trataron de impedir que Estados Unidos se aliara a los británicos y a los franceses en contra de Alemania”. De acuerdo con Thord-Gray, un somero análisis de los cargos formulados ante una corte de distrito de Washington, en el juicio promovido por el Departamento de Justicia del gobierno de Estados Unidos contra Felix Sommerfeld, disipa cualquier duda, pues este elusivo personaje de incierto origen europeo, bajo estricto secreto judicial fue acusado de: 1. Proporcionar dinero alemán y armamento adquirido en Estados Unidos a Pancho Villa para el ataque a Columbus. 2. Participar en una conspiración que mediante la falsificación de pasaportes logró que cientos de reservistas alemanes que vivían en Estados Unidos, se incorporaran a sus unidades en Alemania. 3. Haber enviado una carta a Von Papen en la que le describía los contratos celebrados por Francia e Inglaterra con compañías estadunidenses para la compra de armas y municiones. Una consecuencia de este juicio fue que Von Papen fuera declarado persona non grata y expulsado de Estados Unidos. Al arribar al puerto británico de Newcastle —escala obligada antes de llegar a Alemania—, la aduana inglesa le confiscó un talonario de cheques en el que minuciosamente había anotado pagos por cientos de miles de dólares a la Western Cartridge Company, enorme fábrica de 34

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armamentos ubicada en California. Más tarde el Departamento de Justicia descubrió que las armas adquiridas por Von Papen fueron entregadas por Sommerfeld a agentes villistas en la frontera de Texas con Chihuahua, mediante salvoconductos expedidos por el consulado alemán en San Francisco, California. Aunque la invasión de Columbus dejó a Villa cierta cantidad de armas, parque, caballos, tiendas de campaña, dinero en efectivo y joyas, en realidad el botín fue más bien exiguo, pero a cambio logró provocar un gigantesco incidente internacional que se pretendió saldar con la expedición punitiva ordenada por el pacifista Woodrow Wilson, misma que, al mando del general John J. Pershing, ocupó durante casi dos años la mayor parte del estado de Chihuahua, con el propósito de capturar a Villa, meterlo en una jaula y exhibirlo como fenómeno de feria en las principales ciudades de la Unión Americana; una especie de show vindicatorio, previo al juicio público al que se le sometería en Washington. Proceso penal cuyo único destino posible sería la ejecución en la silla eléctrica, en ese entonces novedoso invento; de no ser posible, terminaría en la tradicional horca. La expedición que no fue punitiva Desde el primer día, la expedición de Pershing estuvo condenada al fracaso. Organizada con gran precipitación se internó en un vasto territorio, equivalente a la extensión de toda Francia, lleno de sierras, barrancas, cuevas inaccesibles, así como de habitantes marcadamente hostiles. El escuadrón de aeroplanos, vistosamente pintados de amarillo, hizo largos vuelos de reconocimiento sobre incontables montañas y planicies, sin avistar nada que se asemejara a una madriguera digna del Centauro del norte. A pesar de sobrevolar en numerosas ocasiones, los yanquis fueron incapaces de identificar la enorme cueva que la densidad de la sierra de Santa Ana oculta a quienes no están familiarizados con el terreno y que 35

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le sirviera a Villa de inmejorable refugio temporal. Los ridículos se sucedieron en cascada. Los guías locales, pagados en dólares, extraviaron de manera deliberada a las tropas de Pershing, obligándolas a pasar en reiteradas ocasiones por pueblos en los que los habitantes abandonaban sus humildes casas para gritarles “¡Viva Villa!”. El coronel George Allan Dodd libró una escaramuza con un grupo de guerrilleros que al rendirse le hicieron creer que su líder, Pancho Villa, había muerto. Y en medio de angustiadas muestras de dolor, lo enterraron en un promontorio cercano al campo de batalla. Dodd envía un comunicado oficial a Pershing —se encontraba en el campamento de Colonia Dublán, situado a diez kilómetros de la línea fronteriza— el cual, sin las verificaciones de rigor, fue retransmitido a Washington. Dodd vivió sus quince minutos de gloria. Fue vitoreado en el Congreso estadunidense y ascendido a general de brigada. Pirotecnia inútil. Al poco tiempo, Villa dio señales inequívocas de estar vivo y los mismos soldados de Dodd descubrieron que la “tumba” contenía los restos de una vaca. El ascenso de Dodd a general de brigada se suspende por un tiempo. Pero el más grande de los ridículos corre a cargo del mayor Frank Tompkins. Pershing dice poseer “informes fidedignos” que aseguran que el Centauro del norte se encuentra escondido en las cercanías de Hidalgo del Parral. De inmediato ordena a Tompkins que se traslade al lugar, al mando de cuatro escuadrones de caballería y un cuerpo de ametralladoras. En la mañana del 12 de abril de 1916, hace su entrada a Parral, para encontrarse con que la plaza ha sido tomada por el general carrancista Ismael Lozano. Como llevaba instrucciones expresas de no atacar ni a la población civil, ni a las tropas del gobierno “de facto”, Tompkins se puso a parlamentar con Lozano. En esas estaba cuando un inesperado motín lo colocó entre la proverbial espada y la pared. Sus soldados descansaban en un jardín ubicado frente a una escuela 36

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pública. Sin mediar palabra los escolares parralenses los atacaron con piedras. Acto seguido, una muchedumbre armada con rifles y palos, encabezada por una agresiva mujer de nombre Elisa Griense, los encaró exigiendo su salida inmediata. Lozano le hizo ver a Tompkins que lo habían engañado vilmente. Villa no se encontraba en Parral y la ira de la población civil crecía. Haciendo gala de la estricta disciplina militar a la que se encontraba obligado, Tompkins ordenó la retirada hacia el lejano campamento de Colonia Dublán. Las pedradas y algunos disparos de rifle, que no logró contener el general Lozano, le causaron algunas bajas menores; más tarde, en el recuento de los daños, tiene que lamentar dieciséis soldados heridos y siete caballos muertos. El fracaso fue total. Tompkins, ni por asomo, tuvo noticias veraces del paradero del Centauro del norte. La inevitable entrada de los Estados Unidos a la guerra europea le da a Wilson el pretexto que requería para ordenar el regreso de John J. Pershing a casa. Tras languidecer varios meses en un campamento que no es más que una partícula perdida en la inmensa extensión del estado de Chihuahua, la expedición punitiva concluye en febrero de 1917, no sin sufrir cerca de dos centenares de bajas en un enfrentamiento contra las fuerzas del general carrancista Félix Gómez Uriosti —que murió en la acción—, en las cercanías del rancho El Carrizal, cuyo propietario, William P. McCabe —en otro acto de patética desinformación, éste tal vez de buena fe— le informó a Pershing, que creía haber descubierto cerca de su rancho un contingente de “bandidos villistas”, que resultaron ser las tropas de Uriosti. En forma paralela a la retirada de Pershing, el “bandido Villa” renació de sus prematuras cenizas. Al mando de un renovado ejército de aproximadamente quince mil hombres se apoderó de la capital de Chihuahua, derrotando al afamado general carrancista Jacinto B. Treviño. Desde el palacio de gobierno pronunció un encendido discurso en el que acusó a Venustiano Carranza y a 37

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Álvaro Obregón de no ser más que “lacayos de los gringos”. Acto seguido, marchó hacia Torreón, ciudad que tomó mediante deslumbrantes cargas de caballería. Mientras Carranza palidecía de rabia, Wilson le da la espalda a la “cuestión mexicana”, como la bautizara su segundo secretario de Estado, Robert Lansing, el diplomático legalista, para concentrarse en los horrores de la guerra europea. La División del Norte ha vuelto. Si alguien se preguntara cómo fue posible que Villa, que en marzo de 1916, unos días después de la invasión a Columbus, parecía totalmente derrotado y a punto de la extinción como caudillo revolucionario, reapareciera seis meses más tarde al mando de un poderoso ejército que, en cuestión de semanas, conquistó las plazas de Chihuahua y Torreón, para así renacer como potencia revolucionaria, habría que decirle que la respuesta tal vez se encuentre en el talonario de cheques confiscado en una aduana inglesa al agregado militar de la embajada de Alemania en Washington, Franz Von Papen. El honesto negociador El ingeniero Elías Torres también era un hombre singular; en su ya lejana juventud gustaba de montar largas horas a caballo, vestir de chaqueta vaquera, camisa de cuello blando, pantalones ajustados y sombrero de carrete. Siendo aún muy joven decidió combinar su profesión con el oficio de periodista. Sus andares en busca de noticias lo llevaron a entrar en contacto con el político sonorense Adolfo de la Huerta, con el que acabó forjando una buena amistad. Sus maneras de hombre rudo del campo, acostumbrado a tratar con capataces y peones, aunado a un estilo periodístico franco y aguerrido, deben haber agradado al sonorense que, en función de sus ambiciones políticas, quería rodearse de toda clase de gente, a pesar de que en la intimidad prefiriera la ópera, así como la lectura de pentagramas. 38

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Director de un periódico revolucionario que editaba en El Paso, Texas, y poseedor de algunos intereses ganaderos en el norte de Chihuahua —esto fue lo que le permitió entrar en contacto con personas cercanas a Pancho Villa—, Elías Torres fue la inesperada elección del presidente Adolfo de la Huerta para fungir como intermediario privado a cargo de negociar la ansiada rendición del Centauro del norte. También influyó su estrecha relación con Cutberto Hidalgo, secretario de Relaciones Exteriores del propio De la Huerta, que le hizo ver al presidente la conveniencia de nombrar a un intermediario privado en vez de uno oficial, ya que resultaría más sencillo para un gobierno interino desautorizar al negociador en caso de que el temperamental e impredecible jefe de la División del Norte hiciera fracasar los arreglos. A principios de 1920 la situación de Villa iba en declive. Tras los efímeros triunfos obtenidos con las tomas de las ciudades de Chihuahua y Torreón, que coincidieron con el fin de la expedición punitiva de Pershing, la hostilidad implacable de Estados Unidos, que jamás perdonó la invasión a Columbus, lo privó de sus fuentes habituales de suministro de armas, municiones y bastimentos. Por otra parte, los contactos alemanes que financiaron la invasión a Columbus, Sommerfeld y Von Papen, desaparecieron del panorama unos cuantos meses después de la invasión, el primero por estar sujeto a un proceso penal en Washington y el segundo por haber sido expulsado de Estados Unidos tras ser declarado “persona non grata”. Por lo tanto, 1918 marca su regreso a la vida guerrillera. Atrás habían quedado los tiempos en los que se enseñoreó en la capital de la república; época en la que había proclamado un grandioso plan agrario destinado a fraccionar los inmensos latifundios, no en parcelas miserables, sino en grandes unidades que fueran autosuficientes y, por ende, productivas; temporada en que se dio el lujo de destruir, de un manotazo, la esperanza de paz y reconciliación representada por la convención de 39

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Aguascalientes, al proponer como única solución al conflicto, el suicidio simultáneo de él y de Carranza. En 1920 el mundo es otro: el de las deserciones masivas de miles de sus antes fieles dorados; el del rechazo de la población civil de Chihuahua harta de la guerra, las matanzas y las privaciones y el de la irrelevancia política en la lucha por el poder que se gestaba entre carrancistas y obregonistas. La muerte de Carranza, su odiado enemigo, le hace pensar en la posibilidad de una reconciliación con los nuevos dueños del “supremo gobierno”. Pero para ello necesita dar lustre a sus antiguas credenciales guerreras. También fracasa en eso. Urgido de provisiones e implementos militares marcha sobre la ciudad de Durango a la que pretende tomar por sorpresa. La delación de un grupo de desertores casi le cuesta la vida. Al atacar la guarnición duranguense, mediante una carga frontal de caballería, es sorprendido por la retaguardia por las mejor equipadas fuerzas federales. Una vez desarticulado su ejército, no tiene otra alternativa que la de retornar a sus antiguas guaridas de la sierra de Chihuahua, desde donde manda al general Obregón señales inequívocas de que busca un arreglo que le permita retirarse a la vida civil con las garantías suficientes de que no será perseguido ni castigado. Obregón transmite, sin comentarios, la petición a De la Huerta. Éste, con la mira puesta más allá de un mero interinato, ve la oportunidad única de convertirse, gracias a Villa, en el gran pacificador del país. Las primeras reuniones entre el Centauro del norte y Elías Torres tuvieron lugar en julio de 1920, en la hacienda de Encinillas, ubicada al sur del estado de Chihuahua. Tras los inevitables regateos y amenazas, Villa acabó por aceptar la propuesta de Adolfo de la Huerta: la propiedad de la enorme hacienda de Canutillo, al norte del estado de Durango, para retirarse a la vida civil, en calidad de moderno señor feudal; recursos apropiados para convertirla en una unidad productiva y autosuficiente para dar sustento a sus jefes, oficiales y soldados, así como a sus familias; una 40

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guardia personal de doscientos cincuenta hombres con permiso para portar armas, pagados por el gobierno. Todo ello a cambio de una lealtad absoluta al gobierno federal. Enterado del arreglo, Obregón lo rechaza. En su carácter de presidente electo le dice claramente a De la Huerta en un telegrama enviado desde Sonora a Palacio Nacional: …dichas negociaciones significarían el fracaso moral más grande para la actual administración, porque ellas tendrían como base, para que pudieran ser aceptadas por Villa, la impunidad a todos los hechos anteriores por él cometidos; y en tanto en el país vecino como en este Estado ha causado malísima impresión desde que se tiene conocimiento que el gobierno pretende entrar en tratados con Francisco Villa. Punto… De la Huerta tasca el freno, desautoriza a su emisario privado y ordena al comandante en jefe del ejército federal, general Joaquín Amaro, quien a causa de viejos rencores generados en batallas pasadas le profesaba un odio feroz al Centauro del norte, que inicie su persecución, captura y fusilamiento. Elías Torres se revela como un negociador honesto y advierte oportunamente a Villa acerca del dilema en el que ha quedado colocado. El Centauro del norte opta por una medida desesperada. Con sus mejores hombres atraviesa el Bolsón de Mapimí, un inhóspito desierto de más de mil kilómetros de extensión que separa a los estados de Chihuahua y Coahuila. La travesía es apocalíptica. Hombres y caballos mueren de sed, o en las arenas movedizas que se esconden bajo el desierto. Sin embargo, al llegar a Coahuila la situación cambia por completo. A diferencia de Chihuahua, Coahuila casi no había sido afectada por las luchas revolucionarias. En la región abundaba el ganado, caballos y alimentos. Ca41

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recía de una guarnición federal digna de ese hombre y quedó a merced de la furia del Centauro del norte. Amaro, aislado en Chihuahua, a pesar de su odio contra Villa, no tiene los arrestos suficientes para cruzar el Bolsón de Mapimí. El gobernador de Coahuila demandó el auxilio del gobierno capitalino. Villa mandó un ultimátum al presidente interino: o se aceptan sus condiciones para retirarse a la vida civil o arrasa Coahuila. De la Huerta, cogido entre dos fuegos, delibera con Obregón. La situación era bastante clara al abordarse con realismo: si Villa se rearmaba y resurgía con los abundantes recursos de que disponía el rico estado de Coahuila, el gobierno de Estados Unidos, libre ya de las restricciones que le impuso la Gran Guerra, iniciaría una invasión en toda forma para hacer con Villa lo que el gobierno mexicano era incapaz de realizar. Era indispensable negociar. Obregón consideró entonces la importancia de contar, por lo menos, con la buena voluntad de la administración del presidente Warren Gamaliel Harding, sucesor de Wilson. Por lo tanto, aprueba tácitamente el acuerdo y deja todo en manos del presidente interino que, por conducto del mismo Elías Torres, formaliza todo lo ofrecido y, además, dobla las manos ante la última petición de Villa: aumentar su guardia personal de doscientos cincuenta a ochocientos cincuenta hombres, pagados y armados por el gobierno federal. La escena ocurrida en la estación ferroviaria de la hacienda de Tlahualilo, situada en los límites de Coahuila y Durango, a la mayoría del pueblo mexicano le pareció algo así como el feliz despertar de una larga pesadilla. Los serios y feroces, pero disciplinados dorados villistas entregaron, uno a uno, sus armas y sus cartucheras en medio de un silencio sepulcral. A cambio recibieron de los comisionados del gobierno federal los títulos de las tierras que les correspondían en la hacienda de Canutillo, así como el dinero 42

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necesario para ponerlas a trabajar. El honesto negociador había concluido con éxito la misión que le fuera encomendada. El honesto negociador escribe un reportaje En el otoño de 1921, Elías Torres viaja a Canutillo porque se procuró una invitación de Pancho Villa, mediante el pretexto de confirmar o rectificar con él los puntos centrales de una historia que deseaba escribir sobre la vida y hechos del Centauro del norte. El momento es propicio porque el otrora incansable guerrero parece haberse convertido en un nuevo Cincinato, más interesado en la producción de la tierra que en los azares de la política, e incluso escribe a Álvaro Obregón cosas como éstas: …porque un corazón como el mío siempre habla con franqueza, hoy lo hago para decirle que hasta hace muy pocos días todavía existía en mi corazón el ser su enemigo personal, pero como también hace pocos días tuve conocimiento de que Raúl Madero traía algún negocio de usted para conmigo, he cambiado completamente de opinión queriéndome convertir en amigo de usted y aún cuando no sé si usted se avergüence de serlo mío, mi deber como buen patriota es conciliarme con todos para retirarme a la vida privada sin estorbarles en lo absoluto en nada, pues el insignificante prestigio de que yo gozo en la República quiero entregarlo a ustedes, porque el hombre que ama a su patria y a su Raza debe probarlo con hechos […] Separados por la distancia pero unidos por el pensamiento y un afecto sincero, lo acompaño hoy día de su onomástico, y estoy con usted dándole mis respetuosos parabienes y un apretado y sincero abrazo.

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Villa recibe a Elías Torres con los brazos abiertos, ya que así como era incapaz de olvidar la menor de las ofensas hasta que la borraba a sangre y fuego, también sabía retribuir ampliamente los favores recibidos. De seguro recordaba que de no haber sido por el oportuno aviso de Torres, acerca de que Obregón había roto sus negociaciones con De la Huerta, influyendo en el ánimo del interino para que ordenara al general Joaquín Amaro emprender una feroz persecución en su contra, el Centauro del norte no habría llevado a cabo la audaz y casi suicida expedición a Coahuila, la cual acabó por otorgarle las seguridades necesarias para refugiarse, feliz, contento y, casi a salvo, en la paz de Canutillo. A lo largo de varias semanas el periodista cabalgó con Villa por las vastedades de la hacienda. De esta manera pudo percatarse de que Canutillo era, en verdad, una rica propiedad que se asentaba en las fuentes del río Conchos, en medio de dos fértiles valles, y que constaba de aproximadamente 64 mil hectáreas compuestas de pastizales y tierras de riego. Por las noches, en la soledad de la amplia habitación que le había sido asignada, envuelto en un grueso sarape que atenuaba las inclemencias del viento del norte que sopla casi todo el año en esa antigua tierra de comanches, anotaba en una pequeña libreta las impresiones y las revelaciones del día. Villa evitaba hablar de muchas cuestiones, contestando con monosílabos que cubría con una sonrisa enigmática bajo el tupido bigote. La sola mención de los nombres de Obregón y Calles lo reducía al más absoluto de los silencios. Sin embargo, había un tema en el que se explayaba sin reserva alguna: la sucia traición de que lo habían hecho objeto Woodrow Wilson y Venustiano Carranza para privarlo de todo su poderío político y militar. Abundando hábilmente en el tema, Elías Torres pudo entresacar algunas revelaciones en torno a lo que realmente había ocurrido en Columbus. No fue mucho, porque Villa era un hombre de pocas palabras,

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Columbus

pero el olfato alerta del experimentado periodista le indicó que ahí había material para un excelente reportaje. De Canutillo se trasladó a El Paso, Texas, en donde sus contactos dentro de la prensa local, le permitieron localizar y entrevistar a un buen número de sobrevivientes de la invasión villista a Columbus. Político antes que periodista, entendió muy bien que sus notas, por auténticas e importantes que fueran, aún no estaban maduras para su publicación. Así que las guardó hasta el momento propicio, el cual llegó más de veinte años después. De esa forma se gestó la historia narrada en el proemio de este capítulo, pasada por el tamiz del tiempo, así como de las obligadas revisiones documentales, pero basada en el reportaje original de Elías Torres.

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