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Para Audrey, quien me enseñó que, incluso en los momentos más oscuros, podemos enfocar nuestra atención en el canto de los pájaros, y para Lynda, quien ilumina mi vida cada vez que entra a una habitación.

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Índice PRIMERA PARTE: Escapando de las arenas movedizas, 17 Paso 1: Recuperando tu mentalidad, 19 1. Una cuestión de vida o muerte, 21 2. La maestría de la mentalidad, 31 3. La mentalidad en mi vida, 79 SEGUNDA PARTE: Mantenerte fuera de las arenas movedizas, 99 Paso 2: Creando ideas triunfadoras, 101 4. Una cuestión de inmovilidad, 105 5. Creando instantes de revelación, 113 6. Instantes de revelación, 145 TERCERA PARTE: Más allá de las arenas, 159 Paso 3: Transformando las ideas en logros, 161 7. Cuestión de conocimiento, 163 8. Creando el estado de conocimiento, 169 9. Las intenciones en mi vida, 201 Conclusión, 219 Agradecimientos, 221 Sobre el autor, 223

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PRIMERA PARTE

ESCAPANDO DE LAS ARENAS MOVEDIZAS

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Recuperando tu mentalidad Ver con ojos propios; sentir y juzgar sin sucumbir al poder sugestivo de la moda diaria; ser capaz de expresar lo que uno ha visto y sentido en una oración corta, o incluso en una sola palabra forjada con astucia. ¿No es glorioso? ¿No es un tema digno de felicitación? ALBERT EINSTEIN, 1934

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s raro que una persona se haga rica cuando trabaja para alguien más. Y más raro aún es el inventor cuyas ideas sobrevivan al dictamen científico por parte de sus colegas, o el artista revolucionario aclamado de inmediato por la crítica. ¿Cuántos de los grandes emporios empresariales fueron creados por acuerdo entre un grupo de personas sentadas en una sala de juntas? Compañías tan distintas como Disney, Mattel y Apple empezaron en cocheras, y estuvieron motivadas por la inspiración de una o dos personas. Ser exitoso en algo requiere un alto grado de individualismo. Y éste requiere de cierto control de la mentalidad. No voy a insistir en que puedes cambiar mediante un pensamiento positivo; eso podría ayudar a que te sientas mejor respecto a la vida que llevas, pero, al final, lo que quieres es una vida mejor. Eso es justo lo que te ayudaré a lograr. Recuperar tu mentalidad significa convertirte en la persona que estás destinada a ser: un individuo con el poder de pensar por ti mismo y con un potencial ilimitado para lograr grandes cosas. Salir de las arenas movedizas de tu vida implica que debes reconocerte como un miembro del rebaño y recobrar tu identidad a través del control de la mentalidad. Ésa puede ser la diferencia entre la vida y la muerte.

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1 Una cuestión de vida o muerte

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acia 1970, los doctores llamaban a Audrey “un milagro andante”. Ella se llamaba a sí misma “una pequeña obra divina en proceso”. Nacida en 1929, en Liverpool, Inglaterra, una década antes de que la segunda guerra mundial demoliera la mitad de la ciudad, Audrey siempre había sido una chica bonita, pequeña, con cabello negro y ondulado. A pesar de que Liverpool era una ciudad de obreros y trabajadores, su familia disfrutaba del estilo de vida de la clase media, y Audrey era la niña de los ojos de su padre. Al inicio de la guerra se rehusó a formar parte de los miles de mujeres y niños que serían evacuados hacia el campo. En su lugar, su padre cavó un refugio antiaéreo en una esquina de su pequeño jardín. Debido a su importancia estratégica durante la guerra, Liverpool fue la ciudad más bombardeada después de Londres. Desde septiembre de 1940 hasta el último bombardeo alemán en enero de 1942, cada noche la familia se acuclilló dentro del húmedo refugio mientras el mundo se estremecía sobre sus cabezas. Los vecinos de Audrey formaron parte de las cuatro mil pérdidas humanas. Sin embargo, su casa sobrevivió dos golpes directos de bombas incendiarias. La familia escapó de todo daño físico, pero los nervios de su madre quedaron destrozados. Mientras su padre retomó su arriesgado trabajo como ingeniero en el puerto, Audrey se hizo cargo de la administración de la casa. Aunque la vida continuó siendo pesada después de la guerra, la familia regresó a una rutina normal. Cada tarde, cuando el reloj sobre la repisa de la chimenea marcaba las seis, Audrey preparaba una gran taza de té y se apresuraba a ir a la puerta del jardín para recibir a su padre después del trabajo. Una tarde soleada, mientras esperaba a que apareciera dando la vuelta a

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la esquina, al final de la calle, una enorme explosión estremeció la banqueta. Observó una bola de fuego que se elevó hacia el cielo sobre el puerto. La taza se le resbaló de las manos y, al momento en que ésta se estrellaba contra el piso, de manera intuitiva supo que eran malas noticias. Un barco con municiones había explotado en el puerto, justo cuando todo el mundo se dirigía a casa. El padre de Audrey sobrevivió a la explosión inicial, pero al final murió debido a sus heridas. Tanto amigos como parientes bienintencionados querían poner a Audrey y a su hermano bajo cuidado tutelar y enviar a su madre a un asilo. Audrey se enfrentó a cada uno de ellos para mantener unida a su familia. Sin ingresos en casa, con un hermano menor que cuidar y una madre que se había aislado del mundo, Audrey dejó la escuela a los trece años y empezó a ganar dinero fregando los pórticos de las familias adineradas. Su personalidad jovial y el fresco sentido del humor que había heredado de su padre le granjearon el cariño de sus clientes. Poco después, le confiaron encargarse de lavar la ropa y del quehacer doméstico. A los dieciséis, entró a trabajar a una fábrica. Después de unos cuantos años, con su madre en proceso de recuperación y la guerra en el pasado, Audrey fue ascendida al puesto de supervisora. Tenía los ingresos suficientes para abrir una cuenta de ahorro, así que se armó de valor para ir a un banco. En una época en la que el gerente del banco era tan reverenciado como el médico de la comunidad, una mujer requería de mucho valor para emprender esta tarea. Al observar su incomodidad, un joven cajero se ofreció a ayudarla, completó el papeleo y le ayudó a abrir la cuenta. En medio de una conversación nerviosa, Audrey se dio cuenta de que ambos habían asistido a escuelas cercanas antes de la guerra. Ella aceptó verlo para tomar el té una tarde del siguiente fin de semana. Dos años después, se casaron. El cajero, Harry, era un hombre inquieto. Después de concluir su servicio en la fuerza aérea, le fue muy difícil ajustarse a un horario regular de trabajo. Dejó el banco e intentó probar suerte en diferentes negocios. Tanto amigos como familiares criticaban a la pareja. Había una recesión de posguerra en el país y encontrar trabajo era difícil. A los ojos de los demás, Harry le había dado la espalda a un trabajo seguro. La gente pensaba que habían perdido la cabeza y no tenía reparo alguno en decirlo. Aunque las críticas enfurecían a Harry, Audrey las ignoró del mismo modo en que había ignorado a los que le habían dicho que una niña de trece años no podía mantener unida a una familia. Descalza y embarazada, es-

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tuvo al lado de Harry, mientras vendían frutas y verduras en un puesto del mercado. El negocio comenzó bien, pero se expandieron demasiado rápido, rentaron un local de mayor tamaño y compraron una camioneta más grande. La empresa fracasó, entonces Harry, quien tenía habilidades para el trabajo manual, empezó a fabricar mesas para café y taburetes para venta al mayoreo, y Audrey aprendió a empuñar un taladro. Hacia 1962, tenían tres niños hambrientos que alimentar y las deudas se acumulaban. Les llegó un aviso de desalojo. Rentaban un almacén junto al cruce del ferrocarril y vivían en los tres cuartos del piso superior. El negocio llevaba el nombre de los tres niños, pero estaba localizado en una parte pobre de la ciudad, donde los vecinos no podían pagar los muebles de Harry. Llegaron más deudas y con ellas otro aviso de desalojo. Subieron a los tres niños y todas sus pertenencias a una camioneta vieja y salieron de la ciudad. Esto sólo incrementó las críticas que recibía la joven pareja, sobre todo por parte de sus padres. Cuando los niños preguntaban por qué todo mundo estaba enojado con papá, Audrey evadía la pregunta. “Sólo tienen envidia de nuestra libertad”, les decía. “La vida es una aventura. ¿Quién sabe qué traerá el mañana?”. La camioneta dio tumbos y rezongó por el campo hasta que se descompuso en un pueblo pequeño en las profundidades de la campiña galesa. Los lugareños les indicaron que podían refugiarse en una granja desocupada y en ruinas. Los dueños, incapaces de creer en la suerte que habían tenido al encontrar inquilinos, aceptaron una exigua renta mensual. Había sido construida en 1601, y aún conservaba las paredes de piedra originales y el suelo de pizarra negra. Las ventanas estaban rotas y el techo necesitaba reparaciones importantes. Una brisa aullaba a través de los marcos podridos de las ventanas y cubría todo con polvo de yeso. Audrey, siempre optimista, dijo a su familia que habían encontrado una ganga. Puso a trabajar a todos para convertirla en un hogar, y se las arregló para alimentar a la familia con ollas colgadas sobre un fuego de leña. Para los niños, haber cambiado los confines del centro de la ciudad por el espacio abierto del campo fue como entrar en las páginas de Las crónicas de Narnia. Harry encontró un trabajo permanente como conductor de un camión en el que transportaba carne y Audrey no tardó en hacer amistades en el pueblo. La vida de la familia iba en ascenso, pero las críticas jamás cesaron, ni por carta ni por teléfono.

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Después de haber vivido en Liverpool toda su vida, Audrey prosperó en el campo abierto y lleno de aire limpio. Siendo una amante de los animales, pronto llenó la granja de ovejas, conejos y gatos descarriados, y un día adoptó dos burros que vagaban por la carretera. La alacena se mantuvo abastecida de jaleas y conservas caseras gracias a los frutos del bosque, las hierbas y las abundantes flores de saúco. Los niños comían manzanas y ciruelas de los árboles, y se volvieron expertos en cosechar verduras. En el invierno de 1969, mientras se lavaba de pie bajo el agua helada, Audrey descubrió que tenía “unos bultos y protuberancias”. Después de un periodo de visitas al hospital, el doctor de la familia le advirtió que padecía un cáncer avanzado de mama y que le quedaban menos de seis meses de vida. En aquellos días, el dictamen de un médico era como una maldición vudú. Si él decía que ibas a morir, no quedaba más que aceptarlo. La simple mención del hospital de cancerología más cercano causaba gestos de resignación. “Entrará de pie y saldrá con los pies por delante”, era la opinión general de los pueblerinos. La palabra cáncer sólo se decía entre dientes, y muchos de los lugareños temían que fuera contagioso. Cuando veían a Audrey caminar por alguna calle, la gente cambiaba de dirección y los ignorantes la señalaban. Nadie quería tener amistad con una mujer sentenciada a muerte. La principal causa de estas reacciones habituales fue la cobertura mediática, jamás antes vista, de muertes por cáncer durante la década de los sesenta. La gente que había trabajado en los astilleros había estado expuesta al asbesto durante décadas. En Liverpool, todo el mundo sabía de alguien que había muerto por cáncer de pulmón. Fumar todavía estaba de moda, y ahora las estrellas del escenario y de la pantalla protagonizaban tristes encabezados. Para añadirle más drama al miedo, la prensa nacional empezó a publicar historias de niños que luchaban contra la leucemia, las cuales no habían sido tema de encabezados con anterioridad. Audrey y Harry acordaron no decírselo a los niños. Pero, incapaz de manejar la carga, Harry se lo dijo a la más grande y exhortó a su hija que se lo guardara para sí. En menos de una hora, ella se lo contó al hermano de en medio y, esa noche, éste se lo susurró al más pequeño. Una nube negra descendió sobre el hogar antes feliz, pero Audrey se rehusó a aceptar que le quedaban pocos meses de vida. Lo consideró como una amenaza contra sus tres hijos más que contra sí misma. ¿Acaso existe otro poder más fuerte que el de una madre protectora de sus hijos?

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Le dijo a todo aquel que quiso escucharla que nada le impediría vivir lo suficiente como para ver a sus tres niños crecer y dejar el nido a salvo. Se rehusó a aceptar las expresiones de pesimismo que la rodeaban. Reprendió a sus familiares por su falta de espíritu de lucha. Caminó a la tienda del pueblo todos los días, hasta que los vecinos dejaron de tratarla como a una leprosa. Incluso rechazó que el reverendo incluyera su nombre en las oraciones de la misa dominical. Se rehusó a actuar del modo que los demás esperaban. Al ver las caras asustadas de sus hijos, convocó a una reunión familiar. “Nadie me puede ordenar cuándo morir. Yo, y sólo yo, lo decido. No me iré hasta estar bien y lista. Si cualquiera de ustedes intenta utilizar esto como una excusa para no hacer la tarea, o sentirse mal por ustedes mismos, tendrán que rendirme cuentas”, les dijo. Frente a ese tipo de determinación, nadie se atrevió a discutir. Un día, el hijo de en medio la estaba espiando a través de una puerta entreabierta, mientras ella estaba sola en la cocina. Ella hizo una mueca de dolor, dejó caer el plato que estaba lavando y se frotó el pecho. Entre quejidos, miró hacia fuera por la pequeña ventana hacia el cielo gris. Meneó un dedo hacia las nubes como si estuviera reprimiendo a un niño travieso. “Si piensas que estoy a punto de ir a verte, cuando ni siquiera han crecido, entonces ¡escúchame bien! Aún no he terminado aquí. Cuando esté lista para irme, te lo haré saber. Hasta entonces, déjame hacer mi trabajo”. Audrey confundió a los médicos cuando se recuperó con rapidez de una operación de mastectomía, seguida de varias sesiones de quimioterapia y radioterapia. Ella le agradaba al personal del hospital porque siempre sonreía y les contaba algún chiste. Su interés en ellos era genuino. Sabía todo sobre sus vidas amorosas, sus familias, y hasta las fechas de sus cumpleaños. A pesar de tener un pronóstico más grave que el de muchas personas a su alrededor, motivaba a los demás pacientes a que fueran positivos. “¿Y qué si nos vamos a morir?”, les preguntaba. “Por lo menos disfruten de esos dulces que les trajeron sus visitantes. ¡Nadie en su lecho de muerte ha dicho haberse sentido bien por haber dejado el último chocolate en la caja!”. Al perder el cabello como efecto secundario de la quimioterapia, hizo que todos en el hospital se pusieran las pelucas que le ofrecían. Cuando el más reacio de los oncólogos completó su guardia con trenzas doradas las cuales le caían por la espalda, había un gran alboroto en el lugar. Cuando el cabello natural de Audrey volvió a crecer, era completamente cano. Audrey lloró por primera y única vez.

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Veía que algunos de los otros pacientes no recibían muchos visitantes y que la comida del hospital era limitada. En su casa, la cocina se transformó en una panadería, y los niños aprendieron todas las habilidades necesarias. Les enseñó a cocinar, y los supervisaba mientras se turnaban para preparar el asado de la cena familiar de los domingos. De manera sutil, se aseguró de que sus niños aprendieran a cuidarse por sí mismos, al tiempo que proporcionaba mejor comida a los pacientes más solitarios. Los doctores extendieron su esperanza de vida a tres años, quizá porque disfrutaban de las galletas que ella siempre les regalaba en la clínica de consulta externa. Justo cuando las cosas comenzaban a mejorar, Audrey padeció otra forma de cáncer, y aquello fue como recibir una segunda sentencia de muerte, incluso cuando la primera apenas se estaba dictando. Su espíritu se vio aguijoneado por más tratamientos y operaciones, y distintos doctores confirmaron que sólo le quedaban unos meses más de vida. Ella les dijo que se habían equivocado la primera vez, y que la segunda no sería diferente. Al mismo tiempo, Harry perdió su empleo. El trabajo escaseaba, y, después de algunos meses de buscar alternativas, se rindió por completo. Al encontrarse con una asistencia social limitada, Audrey encontró un trabajo de medio tiempo, detrás del mostrador de una tienda de alimentos en el pueblo más cercano. Ganaba poco, pero podía llevar a casa sobras de carne, paté, pan y queso para la familia. Estableció una red de relaciones con otros dueños de diversos locales y disfrutaba interactuar con los clientes. Decía que le aportaban algo que le permitía olvidarse de sí misma. El país había entrado en una profunda recesión, y el gobierno disminuyó la producción al implementar una semana de tres días de trabajo en el ramo de la manufactura. Todo el mundo tuvo que aguantar constantes apagones durante el invierno de 1974. Para la familia de Audrey, aquello no fue un problema. Sus servicios se veían afectados con frecuencia debido a la falta de pago, así que todos habían aprendido a cocinar a fuego abierto con la misma eficacia. Debido a la red de comida que Audrey había establecido en el pueblo, la familia comía mejor que muchas otras, gracias a los cortes que sobraban en la carnicería y los alimentos caducados de los panaderos. A pesar de su enfermedad y las circunstancias, Audrey no dejó que nada se interpusiera entre ella y el cuidado de sus hijos. El cáncer se le extendió a los huesos y la columna. Cuando no podía conseguir un aventón al pueblo, caminaba diario los ocho kilómetros de ida y vuelta a su trabajo. Si era una caminata pesada para una persona sana, era

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toda una prueba de resistencia para una mujer que usaba un bastón para disimular la cojera. Sin importar el dolor, Audrey disfrutaba de la naturaleza. Cuando no había clases, uno o más de sus hijos le hacían compañía. Conforme se deterioraron sus movimientos, incluso algunos clientes llegaron a ser groseros si se tardaba mucho en completar sus pedidos en la tienda. Ella hacía algún chiste como “Creo que debo ponerle menos ginebra al cereal en el desayuno”, y no dejaba que los malos modales de los demás la hicieran enfocarse en su discapacidad. Construyó una clientela leal a la tienda, y el negocio estaba en su mejor momento para los dueños, quienes se habían convertido en visitantes frecuentes de la granja. Después de la escuela, sus hijos iban a la tienda y le echaban una mano con los quehaceres. La tienda se convirtió en una extensión de su hogar en muchos sentidos... sólo que más cálida. Los doctores dejaron de predecir su fallecimiento. Cuando le mencionaban lo enferma que debía sentirse, ella los silenciaba con un movimiento de la mano. Se volvió un juego. Cada vez que alguien le decía algo malo, o trataba de mostrarse empático con ella, desviaba el comentario con una broma. Después buscaba mejores pensamientos, como si ser positiva eliminara la negatividad de los demás. En 1978, la hija de Audrey se unió a la fuerza policiaca, se enamoró de un colega y se casó en menos de un año. Con apenas diecinueve años, los recién casados encontraron trabajo y un hogar cerca de la familia, por lo que podían visitarlos con facilidad. El hijo más joven se unió a la real fuerza aérea. Después de terminar el entrenamiento básico, aceptó un puesto que le permitía estar en casa cada fin de semana. El hijo de en medio se unió a la real academia naval. Audrey estaba orgullosa en verdad, pues rara vez se aceptaba a chicos provenientes de la clase trabajadora para formarlos como oficiales. Un día, le pidió a Dios un favor extra. Había acordado quedarse viva lo suficiente como para ver a sus hijos volar a salvo lejos del nido, algo que, por lo visto, ya habían hecho todos. Ahora, había decidido que quería ver el momento en que su hijo se graduara como oficial. En 1980 y 1981, Audrey necesitó varias sesiones más de quimioterapia y dos operaciones para reparar sus deteriorados huesos. Los medicamentos para el dolor transformaron sus facciones en las de una mujer de edad avanzada, pero su espíritu y sentido del humor quedaron intactos.

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A pesar de lo incómodo que era hacer un viaje de 500 kilómetros en un vehículo que se estaba cayendo a pedazos, Harry y Audrey viajaron para presenciar la graduación de su hijo. La Reina Madre era la invitada de honor. Pese a tener las piernas invadidas por el cáncer, Audrey logró hacer una perfecta reverencia. Ahora sabía que podía irse en paz, aunque tenía una tarea más que completar. El recién graduado oficial pidió licencia por asuntos familiares, para regresar a casa con sus padres. Audrey se debilitaba y necesitaba visitas semanales al hospital para recibir medicamentos contra el dolor y más quimioterapia. Era el turno de su hijo de llevarla al tratamiento. En el hospital se encontraron con la enfermera favorita de Audrey. Su hijo la observó mientras ellas se saludaban con abrazos de oso e intercambiaban chistes. Para él, fue amor a primera vista. Audrey falleció antes de la ceremonia de matrimonio. Insistió en morir en su casa, en la decrépita granja que había llegado a amar. Pusieron una cama en la planta baja, en la sala, y la familia se turnó para vivir en la habitación durante sus últimos días. Sentado a su lado en la cama, el oficial naval la tomó de la mano, mientras ella transitaba entre la conciencia y la inconsciencia. Sintió cómo ella le apretaba la mano. Audrey abrió los ojos y pareció estar alerta por primera vez en días. Sonrió y miró por encima de la ventana. El dolor y la edad desaparecieron de sus facciones, y dejó escapar un pequeño gemido. No fue de dolor, sino parecido al de una pequeña y alegre niña. “¡Papá!”, gritó. Su hijo alzó la mirada, esperando ver a su padre entrar en la habitación. No había nadie ahí. Audrey gesticulaba hacia la ventana. “Hijo, éste es mi padre, tu abuelo William. No se habían conocido antes, pero sabe todo sobre ti. Salúdalo.” Su hijo agitó la mano en el aire. “Dice que le debo una taza de té.” Ésas fueron las últimas palabras que dijo ante él. La granja estaba en un pueblo de menos de cien habitantes, pero más de doscientas personas asistieron al funeral de Audrey, en mayo de 1982. La iglesia, erigida en el siglo xii, jamás había estado tan llena. La familia reconoció a los pobladores y a algunos de sus amigos, pero más de la mitad de los congregados les resultaron desconocidos. Entre los asistentes se encontraban algunos de los amigos de la infancia de Audrey, que arribaron de Liverpool. Como jamás lo mencionó en ninguna de sus cartas, la mayoría tenía la impresión de que su enfermedad ha-

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bía sido repentina. Varios de los clientes de la tienda donde trabajaba también estaban ahí. Al fondo de la iglesia estaba sentado el señor Garrad, un hombre serio a quien todos en el pueblo evitaban. Su esposa se había suicidado muchos años atrás, así que había educado a sus tres hijos por sí solo. Como era un hombre celoso de su privacidad, nadie sabía mucho de su familia. En medio de una lucha por controlar sus emociones, confesó a la familia de Audrey que, en secreto, ella le había dado ropa y comida para los niños durante años, y que, además, se había llegado a escabullir al interior de su casa para ayudarle con la cocina, o los quehaceres del hogar, cuando él se veía forzado a trabajar hasta tarde. A partir de entonces, dejó flores silvestres sobre su tumba cada semana. Una chica de la misma edad que la hija de Audrey estaba inconsolable. Les explicó que su padre, a consecuencia de una enfermedad mental, se había rehusado a permitir que “una niña” llevara puesto algo que no fueran harapos. Se burlaban de ella sin piedad, lo que ocasionó que faltara a la escuela. En secreto, Audrey había llevado a la tienda, una vez por semana, ropa de repuesto de su hija. Ahí, se las arreglaba para que la niña se cambiara los harapos antes y después de la escuela. Ahora que era una mujer adulta, añadía: “¡Le debo todo a tu madre!”. El cuerpo de Audrey está enterrado en la cima de una colina, al borde del cementerio, desde donde se aprecia una vista panorámica de los campos abiertos que da a la granja.

A pesar de que Audrey jamás fue rica en términos económicos, logró algo mucho más importante en su vida. Tanto en mi vida personal como en la de negocios, he conocido pocas personas que hayan entendido de verdad el poder de controlar su mentalidad. Si este tipo de poder puede posponer la muerte por catorce años, imagínate qué más puede hacer.

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