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primera parte

el sol precient铆fico

El heroico arquero Hu Yi derrib贸 nueve de los diez soles, salvando as铆 al mundo. Se dice que rein贸 a partir de entonces en China, desde 2.077 hasta 2.019 a. de C.



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contando historias

Considero que el amanecer y el crepúsculo, el cotidiano retorno del día y la noche, la batalla entre la luz y la oscuridad, la totalidad del drama solar en todos sus detalles que se representa cada día, cada mes, cada año, en el cielo y en la Tierra, son el tema principal de las primeras mitologías. Max Müller, profesor de Oxford que transformó el estudio de la mitología solar en el siglo xix1 El Hombre ha tejido una red, y la ha lanzado sobre los cielos, y ahora son suyos. John Donne2

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stos versos de Donne, sobrecogidos aunque burlones, fueron escritos en los primeros años de la revolución copernicana, pero podrían aplicarse fácilmente al empeño humano de dar sentido a los cielos, de hacerlos “suyos”, contando historias. Como todas las sociedades tienen mitos acerca del Sol, estos son de una variedad abrumadora: unas veces es un mago o un embaucador, también una bola de fuego que algún personaje debe transportar; otras veces es una canoa, un espejo, o una increíble colección de bestias. En Perú y en el norte de Chile, muchas tribus conocían al Sol como el dios Inti, que descendía todas las noches hasta el océano, regresaba nadando al este, y reaparecía, refrescado por el baño.3 Tan pronto como el hombre domesticó

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el caballo (a principios del segundo milenio a. de C.), se representó al Sol conduciendo una carroza tirada por cuatro llameantes corceles. En la antigua India, estos eran denominados arushá, que en sánscrito significa “brillantes como el Sol” (el vocablo griego “eros” tiene este mismo significado, pues evolucionó de la misma raíz que “caballo del sol”). A menudo se invocaba a los pájaros: un halcón o un águila, y por supuesto el ave fénix, que muere y resucita de sus cenizas. En África y en la India, el tigre y el león son animales solares; un león joven representa el amanecer; uno en la plenitud de la edad, el mediodía, y uno anciano, el crepúsculo. Allí donde no había leones, las comunidades locales se adaptaban: en América, antes de la conquista, el águila y el jaguar fueron las bestias escogidas. Las distintas culturas han descrito el Sol de diferentes maneras: entre los dioses solares egipcios no solo se encontraba Ra, sino Jepri, “el que llega a la existencia”, y Jateri, “el lejano”. Los aztecas utilizaban a Huitzlopochtli (de huitzlin, colibrí) para significar el sol naciente y el astro en su cenit, y a Tezcatlipoca, “espejo humeante (o brillante)”, para el crepúsculo o la noche. El Sol renace continuamente, de modo que en total tenían un sol jaguar, un sol viento, un sol lluvia, un sol lluvia de fuego y el dios Nanahuatzin (“lleno de llagas”) que se convirtió en una quinta fuerza solar: el terremoto. Los mayas veían el Sol como una serpiente de cascabel, y anteponían al nombre de sus ciudades la letra x, que representa el sonido de la serpiente al desprenderse de la piel vieja y, como el Sol, adoptar una nueva. Pero, independientemente de las formas que adopte el Sol (un ojo, un ala, una barca, un dragón, un pez o un pájaro), existe un núcleo común, una similitud entre estas historias que a menudo se observa en culturas separadas por hemisferios y milenios. En ocasiones, el Sol era visto como un peligro tan sobrecogedor que había que someterlo de algún modo. En la mitología de la antigua China, por ejemplo, la diosa Xihi da a luz diez soles, que se elevan simultáneamente hacia el cielo, abrasando las cosechas y todas las plantas, menos una inmensa morera, fusang, en la que se posan los soles. Cada mañana, la diosa lava a uno de ellos, dejándolo volar hasta ella a lomos de un cuervo. Un día todos los soles escapan, y la vida en la Tierra se vuelve insoportable. Monstruos diversos recorren la tierra: el ogro Zuochi, con largos dientes; Quiying, que mata con agua y fuego; un pájaro gigante

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que desencadena el viento, Dafeng; Fengxi, que es un jabalí gigante, y la gran serpiente Xisushe. La desdichada gente de abajo ruega sin cesar a los soles que desciendan, pero estos se niegan. La destrucción total es inminente, hasta que Hu Yi, un joven arquero, mata al ogro, al monstruo y al pájaro gigante, corta en dos a la serpiente, captura al jabalí y, su máxima proeza, derriba nueve de los diez soles. Desde entonces, concluye la historia, solo ha existido el último sol. La fábula de Esopo “El matrimonio del Sol” tiene una trama diferente pero la misma amenaza. En un caluroso verano, se corre la voz de que el Sol va a casarse. Todas las aves y las bestias se regocijan, sobre todo las ranas, hasta que un sapo viejo y sabio las llama al orden. “Amigos –les dice–, deberíais moderar vuestro entusiasmo. Pues si el Sol es capaz de secar los pantanos, él solo, de manera que apenas podemos soportarlo, ¿qué será de nosotros si le da por tener media docena de solecitos más?”. Ambas historias enseñan que el exceso en cualquier ámbito puede ser perjudicial. Casi todas las civilizaciones antiguas creyeron que el universo había existido desde épocas inmemoriables sin el beneficio de la intervención humana. Sin embargo, para muchas mitologías el Sol existe solo en virtud de la acción del hombre. Los hopi del nordeste de Arizona afirmaban que ellos habían creado el Sol lanzando al aire un escudo de piel de venado junto con una piel de zorro y una cola de loro (para crear los colores del amanecer y del crepúsculo). Pero, independientemente de la forma o el personaje que adoptara, el Sol rara vez era presentado como totalmente invulnerable (una vieja tradición germánica prohibía señalar al astro para no dañarlo); por el contrario, se lo representaba siendo rescatado de una cueva, robado o resucitado por el sacrificio de un dios o un héroe. Entre los inuit del estrecho de Bering, toda la creación es atribuida a un “padre cuervo”, quien está tan enojado por la rapacidad del hombre que esconde el Sol en un saco. La gente, aterrorizada, le ofrece regalos hasta que él cede, pero solo hasta cierto grado, sosteniendo el Sol en el cielo durante un tiempo antes de volverlo a retirar. Todas las sociedades primitivas personificaron los ciclos de la naturaleza, pero, en lo que respecta al Sol, las culturas difieren al establecer su género. En las lenguas romances el astro es masculino, pero en las germánicas y célticas es femenino, y la Luna masculina: en la Alta

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La carroza solar de Surya conducida por Aruna, quien también personifica el rojo del amanecer y del crepúsculo.

Baviera todavía se alude al Sol como frau Sonne y a la Luna como herr Mond. Para los beduinos ruwallah de Arabia, el Sol es una bruja mala y destructiva que obliga al apuesto Luna a acostarse con ella una vez al mes, dejándolo tan exhausto que necesita otro mes para reponerse.4 Otras etnias como los esquimales, los cheroqui y los yuchi, también consideran femenino al Sol, mientras que en polaco el Sol es neutro y la Luna masculina. Estas variaciones podrían deberse a las diferencias climáticas: en algunas áreas el día es templado y acogedor, de ahí que el Sol sea calificado de femenino, y la Luna, que gobierna la noche fría y severa, sea masculina. En las regiones ecuatoriales, donde el calor del día es abrasador y la noche templada y placentera, los géneros se invierten. Hay excepciones: en la península malaya, tanto el Sol como la Luna se consideran femeninos, y las estrellas son los hijos de la Luna.5 En la mayoría de los relatos de la creación el Sol es preponderante, tanto sobre la Luna como sobre los cielos. El Libro del Génesis declara: “E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para

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que señorease en el día, y la menor para que señorease en la noche”.6 Los egipcios se referían al Sol y a la Luna como “las dos luces”, el ojo derecho e izquierdo respectivamente de Ra (el izquierdo era descrito como más débil, por estar dañado). En Centroamérica y Sudamérica y entre los mundas de Bengala, Sol y Luna son marido y mujer. Los bengalíes llaman encantadoramente al Sol “Sing-Bonga”, creyéndolo un dios amable que no interfiere con los asuntos humanos. Otro mito de la misma región presenta al astro como un hombre con tres ojos y cuatro brazos a quien su esposa abandona porque su resplandor la agota. Ella lo reemplaza por Chhaya (oscuridad), pero él logra reconquistarla, reduciendo su fulgor a siete octavos de su brillo original (un ejemplo interesante de que estar dispuesto a transigir favorece la vida en compañía). En muchas de estas historias aparecen problemas maritales, que parten del hecho conocido de que el Sol y la Luna nunca podrán vivir felices juntos. A algunas de las culturas antiguas más sofisticadas se les ocurrió preguntarse por qué, si el Sol era tan poderoso, tenía que regirse por leyes estrictas en lugar de deambular a voluntad; tan solo un esclavo actuaría tan repetitivamente. Numerosas leyendas fueron creadas para explicar esta esclavitud. El Sol era descrito como errático: en ocasiones se apresuraba demasiado, otras se entretenía; unas veces se acercaba demasiado a la Tierra, y otras se alejaba demasiado. El cronista del siglo xvi, el Inca Garcilaso de la Vega, uno de los primeros hispanoamericanos biculturales, narra la siguiente historia sobre Huayna Capac, el más grande de los conquistadores incas: Un día este gobernante contempla directamente los rayos del Sol, y su sumo sacerdote tiene que recordarle que su religión prohíbe hacer esto. Huayna Capac responde que él es su rey y pontífice. ‘¿Habría alguno de vosotros tan atrevido que por su gusto me mandase levantar de mi asiento y hacer un largo camino?’. El sumo sacerdote responde que eso sería impensable. Huayna Capac prosigue: ‘¿Y habría algún cacique entre mis vasallos, por más rico y poderoso que fuese, que no me obedeciese si yo le mandase ir de aquí al lejano Chile?’. El sumo sacerdote reconoce que ninguno lo haría. ‘Pues entonces –dice el Inca–, yo te digo que este nuestro padre el Sol debe de tener otro mayor señor y

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más poderoso que él. El cual le manda hacer este camino que cada día hace, sin parar: porque si él fuera el Supremo Señor, una vez que otra dejara de caminar y descansara por su gusto’.7 Los griegos tampoco colocaron al Sol en una posición demasiado exaltada: Homero ni siquiera le concede a Helios un sitio entre los olímpicos. Por otro lado, no siempre era visto el Sol como un benefactor: en un mito mesopotámico, el dios solar Nergal trae la peste y la guerra, y sus armas son el calor, el viento que reseca y el relámpago. Hay una contradicción que perdura a lo largo de toda la historia: la humanidad no puede prescindir del poder del Sol, pero aun así desea dominarlo o seducirlo, para limitar su dominio sobre nosotros.

¿En qué consiste este dominio? En la segunda mitad del siglo xix un erudito extraordinario haría del Sol el centro de sus investigaciones: Friedrich Max Müller. Él argumentaba que el Sol estaba en la raíz del lenguaje, y por tanto de todos los grandes mitos, no solo de los evidentemente solares. Müller nació en 1823 en Dessau, por entonces capital de un pequeño estado de la Confederación Germánica; su padre era poeta. Inicialmente estudió sánscrito, lo que despertó en él un interés por la filología y la religión. Emprendió la traducción del Rig Veda, los himnos sagrados del hinduismo, y en 1846 viajó a Gran Bretaña para investigar los archivos del imperio indio, en tanto que escribía ficción para ganarse la vida: su primera novela, Amor alemán, llegó a ser un bestseller. Prolongó su estancia, y en 1854 fue nombrado profesor de lenguas modernas en Oxford. Catorce años después, asumió también el puesto de profesor de filología comparada y, más tarde, se convirtió en el primer profesor de teología comparada de la universidad. Puede que la amplitud de sus conocimientos, y el hecho de que durante años preparara una ingente traducción inglesa de Los libros sagrados del Oriente, lo convirtiesen en el modelo para el doctor Casaubon (el pedante absorto en su interminable obra maestra La clave de todas las mitologías) en la novela Middlemarch, de George Eliot, publicada en 1871 cuando la reputación de Müller estaba en su apogeo. En su época, este académico de Oxford nacido en Alemania era un personaje verdaderamente famoso, cuyos amigos y conocidos abarcaban

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Max Müller a los treinta años, poco después de llegar a Inglaterra.

dos generaciones de la elite intelectual británica: Macaulay, Tennyson, Thackeray, Ruskin, Browning, Matthew Arnold, Gladstone y Curzon, entre muchos otros. La reina Victoria le ofreció dos veces el título de caballero, el cual él declinó por parecerle inapropiado. Cuando murió, su viuda recibió condolencias de reyes y emperadores. En total, escribió más de cincuenta libros. No es de extrañar que sus últimas palabras fueran: “Estoy cansado”.8 En su obra maestra, Sobre la filosofía de la mitología (1871), se dedicó a demostrar que en todo el mundo podía encontrarse el mismo tipo de historias, las mismas tradiciones y mitos, y que la aparición y desaparición del Sol y su adoración como fuente de vida constituían la base de la mayoría de los sistemas mitológicos. Desde las épocas más primitivas, el hombre construyó su visión del mundo en torno al Sol. Lo que llamamos la mañana, los antiguos arios llamaban el Sol o el amanecer […]. Lo que llamamos mediodía, tarde y noche; lo que llamamos primavera e invierno; lo que llamamos año y tiempo, y vida y eternidad, todo esto los antiguos arios lo llamaban Sol. Y todavía se maravillan los sabios y les parece curioso que los antiguos arios tuviesen tantos mitos solares. Pero si cada

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vez que decimos ‘buenos días’ incurrimos en un mito solar […]. Cada ‘edición navideña’ de nuestros diarios (despidiendo el año viejo y recibiendo al nuevo) rebosa de mitos solares.9 Más de un siglo después, tendemos a dar por sentada la validez de los principales argumentos de Müller. Sin embargo, en su época estos resultaron exageradamente ambiciosos: su insistencia en que todos los mitos se derivan del Sol, así como su énfasis en la primacía de la mitología aria y su empeño porque todas las lenguas convergiesen hacia una única raíz común, provocaron una enconada batalla entre sus partidarios y aquellos que seguían caminos diferentes. La causa de la panmitología solar perdió a su estrella con la muerte de Müller en 1900. Pero, aunque solo unos pocos conozcan hoy su obra, Müller sigue siendo una figura preponderante en nuestro conocimiento de los mitos solares.

El papel del Sol en las mitologías del mundo fue abordado nuevamente en 1923 por William James Perry (1887-1949), antropólogo cultural del University College de Londres, y por el anatomista Grafton Elliot Smith (1871-1937), que publicaron en ese año su obra conjunta Los hijos del Sol, donde se argumentaba que en las primeras etapas de la historia de la humanidad hubo comunidades, en la mayor parte de los continentes, que creían ser la progenie de un dios solar. Heliocentristas contumaces, Perry y Smith sostenían que “no es posible exagerar la importancia de este hecho en la historia de la civilización, y especialmente en el estudio de la mitología y el folclor”.10 Ellos databan la primera aparición de los autoproclamados descendientes de los dioses alrededor del año 2.580 a. de C. Los miembros de las dinastías faraónicas, que afirmaban ser la verdadera progenie de Ra, creían que en cierto momento el Sol había descendido a la Tierra para ocupar el lugar del rey, y de ahí que ellos fuesen sus descendientes. Se enseñaba a los súbditos a no mirar nunca directamente al rey; este podía invocar a la lluvia o al sol, era el amo de la magia y el dador o retentor de las cosechas.11 Los egipcios llevaron más lejos que ninguna otra sociedad la naturaleza divina de los reyes. Aunque fue el emperador romano Vespasiano (9-79) quien bromeó en su lecho de muerte diciendo: “Maldición, creo que me estoy convirtiendo en un dios”.

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Mapa de la distribución de las culturas solares en el mundo, que muestra las zonas donde surgieron “hijos del Sol”.

Perry y Smith discernieron sistemas de creencias similares entre los asuras de la India; los timúridas de Indonesia; los abarihu de San Cristóbal, en las Islas Salomón; los habitantes de muchas partes de Polinesia, Nueva Zelanda y el Pacífico oriental; los incas; los mayas y varias tribus norteamericanas, y concluyeron: “En cualquier lugar que examinemos a las clases gobernantes de las civilizaciones arcaicas, se descubre que se autodefinían como ‘dioses’, que tenían los atributos de los dioses y que, frecuentemente, usaban el título de ‘hijos del Sol’”.12 Al igual que Müller, finalmente llevaron demasiado lejos un concepto valioso (los países donde aquellos “hijos del Sol” ejercían su influencia aparecen solo en determinadas áreas del mapamundi); no obstante, identificaron un extraordinario patrón cultural, que ha prevalecido durante miles de años. Perry y Smith bosquejaron la siguiente transformación cultural: en la medida en que estas sociedades buscaban expandirse, se volvían más belicosas, y los “hijos del Sol” se metamorfosearon en dioses guerreros. Por ejemplo, cuando los mayas de Guatemala irrumpieron en el sur de México, su cultura llegó a institucionalizar la crueldad y la agresividad. Lo mismo puede decirse de los aztecas: “La guerra, primero defensiva, después ofensiva, se convirtió en la vida de la tribu”.13 Descubrieron esta

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misma secuencia en Melanesia, Polinesia, y en Norteamérica. Al igual que Müller, Perry y Smith afirmaban que sus teorías se cumplían a lo largo de enormes periodos de la historia. Tan solo las grandes sociedades mencionadas hasta ahora abarcan cuatro mil años: las del valle del Nilo se extienden desde el año 3.200 a. de C. hasta su conquista a manos del islam alrededor del año 700. Podría argüirse que la antigua cultura de China comprende desde el año 2.800 a. de C. hasta el final de la dinastía Tang en 907, entre otros ejemplos. En 1925, otro hombre que jugó un papel decisivo en la nueva visión de la mitología solar, el pionero del sicoanálisis Carl Jung, realizó dos viajes que en conjunto moldearon su filosofía. En su visita a los indios pueblo de Taos, Nuevo México, este viajero de cuarenta y nueve años se encontró conversando con uno de los ancianos de la tribu. Sentados en la azotea de su casa, el viejo señaló hacia el Sol que resplandecía sobre ellos: “¿No es este que se mueve nuestro padre? ¿Cómo puede haber otro dios? Nada puede existir sin el Sol”. Jung, a su vez, preguntó si el Sol no podría ser tal vez una bola de fuego moldeada por otro dios invisible. “Mi pregunta no causó estupor, y mucho menos ira –escribió–.14 Su única respuesta fue: ‘El Sol es Dios. De eso se da cuenta cualquiera’”. ”Nosotros somos un pueblo que vive en el techo del mundo –continuó el viejo–. Somos los hijos del padre Sol, y con nuestra religión ayudamos a nuestro padre a cruzar el cielo cada día. No solo lo hacemos por nosotros, sino por todo el mundo. Si dejáramos de practicar nuestra religión, en diez años el Sol ya no saldría más. Entonces sería de noche por siempre”.15 Jung comprendió de repente el papel fundamental del mito solar: otorgaba a la tribu un sentido de trascendencia y utilidad.16 Sus propios sueños lo habían convencido de que los seres humanos tienen un anhelo inextinguible de luz;17 y un viaje a África, que realizó varios meses después para investigar los mitos de los pueblos montañeses que habitaban entre Mombasa y Nairobi, corroboró esta teoría. Para Jung esta celebración diaria del Sol en un lugar tan alejado de los indios pueblo de Taos confirmaba la universalidad de este anhelo primordial (aun cuando los africanos, a diferencia de los indios pueblo, veían el Sol como el vehículo de la creación de la luz, no como un ser supremo).

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Durante varias décadas después de los viajes de Jung, se investigó muy poco acerca de las prácticas religiosas de los pueblos anteriores al uso de la escritura, pero en 1958 el gran historiador rumano de la religión Mircea Eliade (1907-1986) confrontó todas las ideas heliocéntricas que se habían planteado, arguyendo que el Sol era “simplemente uno de los lugares comunes de lo que vagamente se llama experiencia religiosa”,18 y que en las sociedades agrarias que siguieron a las culturas de cazadores-recolectores, en las que ya los agricultores se habían vuelto dependientes de los cambios de las estaciones y, especialmente, del calor y la luz para sus cultivos, la deidad solar pasó a ser de un dios a un “fecundador” (esta es la palabra que utiliza). Entre las innumerables mitologías, escribió Eliade, solo ciertas culturas (los egipcios y muchas de las civilizaciones indoeuropeas y mesoamericanas) habían desarrollado verdaderas religiones solares. Pero en mi opinión, Eliade está agregando elementos a las ideas de Jung, no negándolas. El que tantas culturas continuaran aferrándose a los mitos de la supremacía solar durante cientos y a veces miles de años demuestra que tales historias eran consustanciales con su sentido de identidad, y también nos habla del continuado dominio del Sol sobre la humanidad.

Decidí constatar personalmente este dominio. En junio de 2004 partí hacia Perú para presenciar el Inti Raymi, el antiguo festival que celebra el solsticio de verano inca en Cuzco, en los Andes, a más de tres kilómetros de altura, y que se inaugura en el cuadrante nordeste de la plaza de la ciudad. A mi llegada, los cielos se habían cubierto y estaba cayendo un fuerte aguacero, y los impermeables de plástico rojo, azul, amarillo y verde de la multitud rivalizaban en intensidad con los actores. Estos representaban a los pajes de la asesinada corte del Inca, a los conjuntos de “vírgenes cortesanas” vestidas de naranja, a la soldadesca incaica (peruanos de a pie, movilizados para la ocasión) y al cortejo real en todo su esplendor. Aproximadamente al cabo de una hora, nos adentramos unos trescientos metros en el Coricancha, la plaza de Oro, donde unos mensajeros hicieron sonar caracolas para aplacar a Apu Inti (dios sol), y el Huíllac Uma (sumo sacerdote) entonó exhortaciones en quechua, la lengua indígena que todavía habla el

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Audrey Hepburn y Gregory Peck en Vacaciones en Roma, ante la Bocca della Verità, el enorme disco solar marmóreo (siglo ii a. de C.) situado en la iglesia de Santa Maria en Cosmedin. Aquel que diga mentiras, explica Peck, e inserte su mano en la boca del dios sufrirá “la justicia vengadora del Sol”, quien se la arrancará de un mordisco.

veinte por ciento de los peruanos. La mujer que estaba a mi lado me explicó que los actores llevaban un mes ensayando. Su esposo, que era orfebre, hacía de uno de los sacerdotes del séquito; el acólito del sumo sacerdote no paraba de mascar chicle. La tercera y última parte de los eventos del día se celebró en un sitio que estaba a poca distancia de allí en autobús: Sacsayhuamán (que se pronuncia como sexy woman pero que significa “lugar donde se sacia el águila”) un conjunto de piedras yuxtapuestas que constituye el monumento inca más importante después de Machu Picchu.* Sus dimensiones son extraordinarias: algunas piedras pesan hasta noventa * En Machu Picchu todavía se yergue una columna de piedra llamada intihuatana, que significa “poste del Sol” o, literalmente, “para amarrar al Sol”, cuyo uso ceremonial era impedir que este escapara. Los conquistadores españoles nunca encontraron Machu Picchu, pero destruyeron todos los demás intihuatana, para acabar con esta práctica.

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toneladas. Entre 1533 y 1621 fueron arrastradas sobre troncos de árboles engrasados con manteca de vicuña, desde una cantera situada, más o menos, a un kilómetro de allí y dispuestas en forma de una inmensa serpiente enroscada: una poderosa presencia de la vieja religión que, sin embargo, los españoles permitieron. Cada cinco metros, los bloques han sido cortados como “machos” o “hembras”, con prominencias o cavidades respectivamente, y encajados entre sí con tal precisión que yo no pude introducir una cuchilla afilada entre dos de ellos. Esta gran muralla era el telón de fondo de la celebración principal. La guía de nuestro grupo, Odilia, una mujer bajita y resolutiva, de cuarenta y tantos años, mencionó que cuando ella era niña su abuela (ahora de noventa y cuatro) le había dicho que detrás de aquellas piedras se extendía una colina de tierra donde alguna vez hubo un palacio y tres observatorios astronómicos. Ciertamente, en 1987 se descubrieron estos cuatro sitios. Actualmente están siendo excavados, y ya se han encontrado 328 piedras utilizadas para las celebraciones de los solsticios. Después, Odilia nos enseñó a rezarle al Sol, inclinándose ligeramente, no tanto por reverencia como para presentar la parte más blanda de la cabeza al gran globo en lo alto. Luego se quitó los zapatos y extendió los brazos, con los dedos separados, para mantener su cuerpo en contacto con el Sol y con la Tierra, las dos grandes fuentes de la vida. Al alejarme de mi grupo, fui arrastrado por cientos de lugareños: mujeres en antiguos trajes tradicionales; hombres ataviados como conquistadores o toreros, o cubiertos tan solo con pieles de jaguar, y muchachos (no muchachas) que hacían sonar caracolas, cuernos o címbalos, tañían guitarras, o golpeaban tambores. Había vendedores ofreciendo de todo: desde los ubicuos tapices con pumas y llamas hasta sombreros, té de coca, títeres de dedo, postales, refrescos, caramelos, banderitas de la ciudad, ponchos, repuestos para la cámara o juegos de ajedrez. Persistía una fina llovizna, de modo que aquellos impermeables plásticos de color chillón se vendían en gran cantidad. Entre el clamor había muchos que bailaban; una mujer con aspecto de bruja, increíblemente vieja, danzaba dando vueltas con la misma energía que otros juerguistas a los que les triplicaba la edad. Desde una esquina, justo al lado del recinto del festival, llegaba el bullicio de una feria ambulante, con toboganes y tiovivos. Los malabaristas

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y artistas callejeros ejecutaban su número a pocos metros unos de otros; se pregonaban y vendían suéteres, collares y broches de todos los estilos imaginables, y se hervían pollos en enormes calderos negros cuidados por mujeres con chales brillantes, collares de cuentas y sombrero. El gentío era escandaloso y afable: aquel era su día. La ceremonia comenzó a las dos de la tarde. En una gran plataforma se había construido un amplio escenario rectangular, con cortinas pintadas a imitación de piedras. Los indios del altiplano acudían desde los cuatro confines del imperio a reunirse con su líder, quien estaba listo para beber la chicha sagrada, hecha de maíz fermentado. Participaron unos quinientos lugareños, aclamados por un público de cuarenta mil espectadores. Estallaron fuegos en las cuatro esquinas de la plataforma (la que nos quedaba más cerca chisporroteaba agónicamente y hubo que encenderla varias veces); volvieron a sonar las caracolas, aún más frenéticamente. La ceremonia básica era muy parecida a la eucaristía cristiana, con muchachas ataviadas como princesas incas ofrendando cestos de pan sagrado (mientras procuraban contener sus risitas). Los brillantes colores de sus trajes le quitaban a uno el aliento. Pero no se arrancó el corazón a ninguna virgen incaica para develar el futuro, como era esencial antes de la conquista, y hasta el sacrificio de la llama fue solo un montaje; el animal fue liberado finalmente y vivió para contarlo. Algo profundamente genuino parecía afirmarse tras aquellos oropeles comerciales: el orgullo que siente por la perduración de sus tradiciones un pueblo largamente sometido, e incluso la sensación de que el propio astro, si bien ya no es divino, mantiene un poder muy especial. Como colofón, justo al amainar la llovizna, salió el sol y apareció mágicamente un arcoíris. Al parecer, el dios Sol había oído nuestras plegarias y el solsticio había sido debidamente celebrado. Mientras me alejaba, caminando por el campo sagrado, me preguntaba cómo alguien podía dudar del control que ejerce sobre nosotros el Sol, que sigue siendo en un sentido esencial el principio organizador de nuestras vidas.

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