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1 Una familia de fantasmas Pearl Sydenstricker nació en el seno de una familia de fantasmas. Fue la quinta de siete hijos y, cuando volvía la vista atrás y rememoraba su infancia, lo que recordaba era una casa llena de niños que iban siguiendo a su madre mientras la oían cantar y le pedían que les contara cuentos. «Fuera, en el valle, estaban los arrozales, los tejados de paja de los campesinos y, a distancia, una esbelta pagoda parecía estar suspendida de los bambúes que cubrían la ladera»,1 escribió Pearl al describir aquellas sesiones de cuentos que les contaba su madre en el porche de la casa familiar asomada al río Yangtsé. «Pero nosotros no veíamos ninguna de estas cosas.» Lo que veían era América, una patria extraña, ajena, como en sueños, donde no habían puesto nunca los pies. También los hermanos que rodeaban a Pearl en aquellos recuerdos lejanos parecían vistos en sueños. Sus hermanas mayores, Maude y Edith, y su hermano Arthur habían muerto de disentería, cólera y malaria respectivamente en el curso de seis años cuando eran aún niños de corta edad. Edgar, el mayor, que tenía diez años cuando nació Pearl, vivió en casa el tiempo suficiente para enseñarle a caminar, pero desapareció de la familia al cabo de uno o dos años, enviado a Estados Unidos a estudiar. Pearl no volvió a verlo hasta que ya fue un joven de veinte años. Dejó detrás de sí a otro her11

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mano recién nacido para ocupar su puesto, por lo que, cuando necesitaba compañeros de su edad, Pearl incorporaba a la casa a sus hermanos difuntos. «Los tres que habían nacido antes que yo y que se fueron demasiado pronto, me parecían aún vivos»,2 dijo. Todas las familias chinas tenían sus fantasmas pendencieros y revoltosos a los que podían convocar, apaciguar o entretener proporcionándoles personajes, casas y juguetes de papel. De niña, despierta por la noche en la cama, Pearl oía las lamentaciones de las mujeres deambulando por la calle y llamando a los espíritus de sus difuntos o de sus niños moribundos. En cierto modo, era más china que americana. «Hablé chino en primer lugar y con más soltura»,3 dijo. «Si América era para soñar, Asia era para vivir... No me consideraba blanca en aquel entonces»,4 aseguró. Sus amigas la llamaban Zhenzhu –‌perla, en chino– y la trataban como una más entre ellas. Entraba y salía de sus casas, oía a sus madres y tías hablando abiertamente y con todo detalle de sus preocupaciones hasta el punto de que a veces Pearl tenía la sensación de que sus padres misioneros, no ella, necesitaban protegerse de las realidades de la muerte, sexualidad y violencia. Era una participante entusiasta de los entierros locales celebrados en la colina fuera del recinto amurallado donde se encontraba la casa de sus padres. Los entierros eran actos solemnes, bulliciosos, cordiales, en los que todo el mundo pasaba un buen rato. Pearl se sumaba al jolgorio así que empezaban a matar pollos, a quemar billetes de banco y a chismorrear a costa de los extranjeros, que hacían píldoras con los ojos de niño para combatir la malaria. «“Eso que decís es mentira”, observaba yo, divertida... y siempre se producía un momento de silenciosa estupefacción. ¿Habían entendido bien o no lo que acababa de decir?, se preguntaban unos a otros. Lo habían entendido, pero no podían creer que lo hubieran entendido.»5 La aparición inesperada de una niña americana acuclillada en la hierba que hablaba de 12

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forma inteligible, a diferencia de otros occidentales, les parecía cosa de magia, por no decir diabólica. Una vez una vieja se echó a gritar, convencida de estar a punto de morir porque entendía la lengua de los demonios extranjeros. Pearl sacaba el máximo partido del efecto que causaba y de las innumerables preguntas que seguían así que los integrantes del duelo se reponían de la sorpresa: preguntas sobre sus vestidos y sus colores, sobre sus padres, su forma de vida y las cosas que comían. Según ella contó, la primera vez que advirtió que en ella había algo que desentonaba fue el día de Año Nuevo de 1897, cuando contaba cuatro años y medio: tenía los ojos azules y una abundante cabellera rubia, tan larga que no pudo encajarse el nuevo gorrito rojo ribeteado de Budas dorados. «¿Por qué tenemos que esconder el pelo?»,6 preguntó a su niñera china, quien le explicó que el negro era el único color normal de cabello y de ojos. «Ese pelo no parece humano.» Pearl se escapaba por la puerta trasera para corretear libremente por el prado, salpicado de numerosas tumbas, altas y acabadas en punta, que se extendía detrás de la casa. Ella y sus compañeras, reales o imaginarias, trepaban a lo alto de los montículos funerarios y se deslizaban por la pendiente o hacían volar cometas de papel desde lo alto de la colina. «Allí, en el verdor de la sombra, un día jugábamos a exploradores de la selva y al día siguiente a papás y mamás.»7 La contrarió la visita de un americano, amigo de sus padres, que se lamentó de que los Sydenstricker vivieran en un cementerio. «Este inmenso imperio es un imponente cementerio, recorrido y surcado por tumbas desde el centro a la circunferencia»,8 escribió Mark Twain refiriéndose a China. Los antepasados y sus ataúdes formaban parte del paisaje que vivió Pearl en su infancia. Los enormes y pesados ataúdes de madera, que aguardaban de pie a sus ocupantes en casa de sus amigas o esperaban sepultura, tumbados, semanas o meses a la intemperie en la orilla del canal eran motivo de orgullo y satisfacción para 13

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aquellos campesinos cuyas familias habían estado vertiendo durante siglos sudor, basura y cadáveres en el mismo espacio de tierra. A veces Pearl encontraba huesos9 entre la hierba, fragmentos de miembros, manos mutiladas y, una vez, una cabeza con los hombros y restos de un brazo todavía adherido. Por su tamaño sabía que se trataba de recién nacidos muertos, casi siempre niñas ahogadas o estranguladas al nacer y abandonadas como pasto de los perros. Jamás se le ocurrió contárselo a nadie. En lugar de eso, enterraba los restos hallados siguiendo ritos de su invención, dominando la repugnancia que sentía, e introducía aquellos tristes jirones y desechos en las grietas de las tumbas ya existentes o excavando otras nuevas en el suelo. Si otras niñas hacían pasteles de barro, Pearl hacía montículos funerarios en miniatura, los reforzaba dándoles palmadas y los decoraba con flores y guijarros. Llevaba una bolsa de cordel en la que recogía los restos humanos que encontraba y un palo puntiagudo o una caña de bambú con un extremo hendido y una piedra insertada en él, que utilizaba para ahuyentar a los perros. Jamás informó a su madre del porqué de su aversión a las manadas de perros hambrientos, como tampoco habría podido explicarle aquel miedo compulsivo, transmitido en época temprana por sus amigas chinas, que la impulsaba a correr a esconderse al ver que se acercaba un soldado en su camino. Los soldados del fuerte de la colina, con sus parapetos de tierra sobre el pueblo, por lo general no se distinguían de los bandidos, que se dedicaban a saquear y a violar. A lo que aspiraban los señores locales, que mandaban en China sin control alguno por parte del débil Gobierno central, era a extender y consolidar sus territorios. En la puerta de ciudades amuralladas, como Zhenjiang, donde vivían los Sydenstricker, campeaban varias cabezas cortadas. La vida en el campo no era esencialmente diferente de las representaciones históricas que Pearl contemplaba en los patios de los templos a cargo 14

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de cuadrillas de actores ambulantes ni tampoco de los relatos que contaban los narradores profesionales de cuentos ni todos aquellos a los que Pearl podía convencer de que se los contaran. El cocinero de los Syden­ stricker, que poseía la movilidad de rasgos y la expresividad del lenguaje corporal de un Fred Astaire chino, entretenía al portero, a la niñera y a la propia Pearl con episodios contenidos en los libros de una pequeña biblioteca particular que sólo él sabía leer. Aquélla fue su introducción a la antigua literatura china –‌La serpiente blanca, El sueño de la cámara roja, Todos los hombres son hermanos–, a la que acudiría mucho tiempo después como asidero narrativo, que le proporcionaría poderosas líneas argumentales y caracterizaciones estilizadas para sus obras.10 Wang Amah, la niñera de Pearl, era un pozo inagotable de historias de demonios y espíritus que habitaban en nubes, rocas y árboles, de dragones marinos, de dragones de la tormenta y del dragón local cautivo que estaba atado debajo de la pagoda allá a lo lejos, en lo alto de la colina, donde no paraba de retorcerse esperando la ocasión de poder liberarse para empantanar el río y anegar todo el valle. Vivían en un antiguo país encantado poblado de sortilegios, hechizos y ensalmos, vuelos espectaculares y luchas con «dagas mágicas que un hombre podía empequeñecer hasta llegar a esconderlas en el interior de la oreja o en el rabillo del ojo pero que, cuando volvía a recurrir a ellas, se alargaban, afilaban y eran tan certeras que causaban la muerte».11 Pero de chiquilla, las historias fantásticas que más gustaban a Pearl eran las que tenían sus raíces en la realidad y por eso atosigaba a Wang Amah para que le hablara de cuando ella era pequeña y de cómo se transformó en una beldad esplendorosa con una piel que parecía de porcelana blanca, frente altiva, negros cabellos peinados en trenza que le llegaba a las rodillas y pies vendados de ocho centímetros de largo, tan hermosa que hubo que casarla pronto para guardarla de los soldados violadores. Cuando, 15

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treinta o cuarenta años después, la conoció Pearl, Wang Amah era una vieja arrugada y desdentada (los niños Sydenstricker, crueles, se mondaron de risa cuando se rompió los dientes que le quedaban, salvo dos, al caer por las escaleras al bajar al sótano), sin apenas cabello, con unos colgajos de piel sobre los ojos y el labio inferior caído.12 Era severa sin dejar de ser amable y digna de confianza, manantial de calor y seguridad, la única persona en casa de Pearl que la abrazaba o la sentaba en sus rodillas o se la llevaba a su cama para consolarla. Había sido la hija de un modesto comerciante de Yangzhou, cuyo próspero negocio quedó arruinado con las terribles insurrecciones que asolaron China entera y dejaron veinte millones de muertos por lo menos como resultado de la Rebelión Taiping. Wang Amah perdió a toda su familia –‌padres, suegros y marido– y con ella todo medio de sustento. Pudo malvivir dedicándose al comercio sexual hasta que la madre de Pearl la contrató para que cuidara de sus hijos, encargo que fue visto con muy malos ojos por el resto de la comunidad misionera. Los traumas de su juventud resurgieron en su nueva vida como una secuencia de emocionantes lances que empezaban con su milagrosa escapatoria, cuando bajó hasta el fondo de un pozo seco con ayuda de una cuerda para salvarse de los bandidos de Taiping y, de allí, huyó a refugiarse en la pagoda de su pueblo, que fue incendiada y arrasada hasta sus cimientos con los sacerdotes dentro. Al preguntarle Pearl qué olor despedían los hombres quemados y si la carne de los chinos olía de forma distinta que la de los blancos, Wang Amah le dijo en confianza que la carne blanca era más basta, más insípida y acuosa porque «vosotros os laváis mucho».13 Hasta el mismo espantoso proceso del vendaje de los pies se convertía en acto heroico visto retrospectivamente. Wang Amah le contó que su padre la hacía dormir sola en la cocina, fuera de la casa, para que sus lamentos no perturbaran el sueño del resto de la familia. Incapaz de resistirse a los ruegos de Pearl, se quitaba los 16

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zapatos de tela, las medias blancas y los vendajes que debían usar forzosamente las mujeres, incluso mientras dormían, para tener los pies apetecibles de «lirio dorado» que les imponía aquella sumisión de igual eficacia que la bola de hierro sujeta con una cadena. Pearl inspeccionaba el amasijo de huesos machacados y la carne lívida y descolorida que resultaba de juntar a la fuerza el talón con los dedos debajo de la planta, dejando intacto tan sólo el dedo gordo. Había sido testigo de cómo las madres de sus compañeras lisiaban a sus propias hijas vendándoles los pies y hasta llegó a pensar que ella, por no someterse a aquel proceso, echaba por la borda la posibilidad de casarse algún día. Y seguía observando al ama mientras volvía a vendarse los pies sin hacer ningún comentario. Fue una de las primeras lecciones que le enseñaron que la imaginación tiene el poder de encubrir, absorber o hacer soportables cosas demasiado espantosas para poder afrontarlas de forma directa. La misma lección que aprendió de los restos humanos que encontró en la colina. El poderoso encanto que más tarde supo transmitir Pearl como escritora de novelas románticas de inmenso éxito provenía en gran parte de esta sensación de una realidad dura y secreta que asomaba ocasionalmente, pero invisible las más de las veces, presente tan sólo bajo la superficie de sus escritos como un residuo ocultado de dolor y miedo. La segunda persona importante que contó cuentos a Pearl, en sus primeros años, fue su madre, cuyo repertorio transportaba a los niños a «un lugar llamado Casa, donde había manzanas entre la hierba limpia, bajo los árboles, y de los arbustos nacían bayas que se podían comer y los patios no estaban rodeados de tapias y el agua era limpia y no era necesario hervirla ni filtrarla para beberla».14 En aquel idilio mágico de la infancia de su madre en West Virginia, Norteamérica era un lugar abierto y libre que no estaba contaminado por el estigma de la enfermedad, la corrupción, la injusticia o la necesidad. («Crecí mal informada, a punto para las des17

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ilusiones que me esperaban», escribió Pearl, decepcionada.)15 Sus familiares eran inmigrantes holandeses que, diez años antes de la guerra civil, se habían instalado en una pequeña colonia a unos cien kilómetros al oeste del valle Shenandoah, un pasadizo que permitió a las fuerzas confederadas organizar ataques por sorpresa a Washington desde un extremo y transportar suministros a Richmond desde el otro y que hubo de sufrir por espacio de cuatro años la implacable ferocidad de las batallas hasta que finalmente las victoriosas tropas federales dejaron el valle asolado, destruidas las viviendas, exterminado el ganado y quemadas las cosechas. La madre de Pearl, que cuando empezó la guerra tenía cinco años, creció en una zona fronteriza ocupada repetidas veces por soldados de ambos bandos, muy necesitados y a menudo famélicos. Como Wang Amah, en años posteriores, reorganizó sus recuerdos en pinturas narrativas de carácter general que reproducían tanto ciertas convulsiones espectaculares y repentinas como evasiones sutilísimas, con avalanchas de jinetes grises y azules que irrumpían al galope en el hilo de la narración superponiéndose a la pagoda y a los bambúes que sus oyentes veían a lo lejos desde el porche. Pearl se sirvió de aquella misma técnica gráfica y atrevida para contar sus primeras experiencias en China. Caroline Sydenstricker se embarcó en el viaje a Oriente como recién casada idealista que tenía sólo una vaga idea de lo que comportaría ejercer de misionera. En la práctica, supuso para ella llevar la casa y criar a los hijos en alojamientos exiguos e incómodos en los barrios más míseros de poblaciones más o menos hostiles en las que su marido instalaba a su creciente familia, mientras él se aventuraba en tierras desconocidas a la caza de conversos. Él seguía su camino calculando las fluctuantes cifras de pecadores paganos que había que salvar y la barrera lamentablemente reducida de hombres como él que se interponía entre ellos y su condenación, ecuación insoluble que lo aterraba y lo mantuvo 18

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en constante sobresalto hasta el final de su vida. Cuando, en el otoño de 1880, los Sydenstricker desembarcaron en Shanghái para incorporarse a la Misión Presbiteriana del Sur, elevaron el número de sus miembros a doce. Descontando un puñado de enclaves extranjeros situados en los principales puertos comerciales del país o cerca de ellos, parecía que todo el interior de China estuviera a su alcance. Siete años después, Absalom Sydenstricker convenció a la Junta de la Misión Presbiteriana de que lo autorizara a llevar a cabo una incursión personal a la vasta zona de Kiangsu Norte, densamente poblada, y le permitiera instalar el cuartel general de su campaña en la ciudad amurallada de Tsingkiangpu, a unos cuatrocientos ochenta kilómetros al norte de Shanghái y a orillas del Gran Canal, un territorio que hasta entonces no había pisado ningún misionero. «Tenía a su cargo una zona de las dimensiones del estado de Texas, poblada de almas que no habían escuchado nunca el Evangelio»,16 escribiría más adelante su hija. «La magnificencia de semejante oportunidad lo había embriagado.» Pero la población local lo recibió con una resistencia pasiva y a menudo activa. Un colega suyo más joven que acabaron enviándole para secundarlo alegaba que, por espacio de tres años, no convirtió a una sola persona y que cuando se retiraba a casa después de sus excursiones por el campo llevaba la ropa cubierta de escupitajos y el cuerpo lleno de magulladuras a consecuencia de los palos que recibía y las piedras que le arrojaban a su paso. Derrotado casi por los resultados que tenía ante él, Absalom pasaba cada vez más tiempo en los caminos. Hacía tiempo que su mujer había aprendido a arreglárselas sin su ayuda. Una de las anécdotas más impresionantes que contó a sus hijos mucho tiempo después de ocurrida se refería a la noche en la que tuvo que enfrentarse a una horda de campesinos armados con cuchillos y garrotes que achacaban la sequía sin precedentes que padecían a malévolos dioses locales provocados más allá de lo soportable por la presencia de intrusos 19

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extranjeros.17 Eso ocurría durante el sofocante agosto de 1889, cuando se agostaron las plantaciones de arroz en los abrasados arrozales que rodeaban Tsingkiangpu. Alertada por las conversaciones de hombres que, debajo de su ventana, tramaban por lo bajo acabar con su vida, Carie se encontró sola en casa con Wang Amah y sus hijos –‌tres, entonces: Edgar de ocho años, Edith de cuatro y Arthur, que tenía sólo siete meses–, rodeada por una multitud enfurecida, a ciento sesenta kilómetros de la colonia blanca más próxima, sin nadie a quien poder recurrir y sin tiempo para enviar recado al marido ausente. Su reacción consistió en servirles un té, barrer el suelo, preparar pasteles y atenderlos a todos con las mejores tazas y platos que tenía a su disposición. Cuando llegaron en plena noche los visitantes sin haber sido invitados, se encontraron con la puerta abierta de par en par de una casa americana de ensueño con todas las luces encendidas, con los tres niños arrancados del sueño jugando apaciblemente junto al regazo de su madre. Tan disparatada anécdota pasó a enriquecer el acervo familiar junto con su triunfal resultado: el corazón encallecido del cabecilla de la banda quedó tan conmovido por el espectáculo que veían sus ojos que no tardó en arrepentirse de la misión asesina que lo había llevado hasta allí, aceptó una taza de té y se fue con sus hombres al poco rato para descubrir que, como por arte de magia, aquella misma noche se puso a llover. Éste y otros incidentes parecidos pasaron a formar parte de la leyenda épica familiar, cuyos episodios fueron descritos, modificados y repetidos tantas veces que Pearl y, con el tiempo, su hermana pequeña, Grace, se los sabían de memoria, sobre todo las frases más destacadas. Se trata de anécdotas que figuran también en relatos que más tarde publicaron ambas hermanas, en los que destacan la valentía de su madre, su imaginación y su arrojo, todo abrillantado hasta el límite, delante de un telón de fondo gris hecho de inutilidad y de ineficacia, de ambición insatisfecha, esperanzas y deseos re20

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primidos. Había otras anécdotas que Carie conocía, pero no contaba. En Tsingkiangpu puso en marcha toda una sucesión de consultorios rudimentarios para mujeres donde enseñaba a leer a las jóvenes y brindaba apoyo y consejos prácticos a sus madres. Antes de tener edad para entender lo que oían, llegaban hasta sus hijos las palabras de las mujeres chinas que confiaban a Carie sus problemas con su tono habitual perentorio, desigual y monótono. Según Pearl, fue un entrenamiento de primer orden para una novelista.18 En la segunda mitad de su vida, Pearl, como figura pública, hizo incansables campañas a favor de lo que entonces eran causas que estaban pasadas de moda: los derechos de la mujer, los derechos civiles, los derechos de los negros, los derechos de los niños afectados de minusvalías y de los hijos abandonados de padres de diferentes razas. Como escritora, volvería una vez y otra a la historia de su madre, contándola y volviéndola a contar desde diferentes ángulos en las diversas memorias que escribió y en las biografías de sus padres. El análisis que hace en The Exile [La exiliada] y en otros escritos sobre los apuros que pasó Carie es minucioso, sincero y perceptivo, pero es en las obras literarias de la hija donde resuenan entre líneas con mayor insistencia los ecos de la voz de la madre, a veces con su mutismo, con sus quejas o su resignación y otras con indignación o con aires de venganza. Ya sexagenaria, Pearl publicó una espeluznante novela corta titulada Voices in the House [Voces secretas] que trataba de una niña fantasiosa excepcional, dotada de gran precocidad e imaginación, que habría podido convertirse en novelista pero que, en cambio, se hundió en la más horripilante locura y sucumbió al asesinato. Todos los demás personajes de la novela son blandos y carentes de vida comparados con esta dinámica proyección de la propia Pearl. Es el libro en que, según dijo la autora, se fundieron finalmente sus «dos personalidades»,19 con lo que no se refería únicamente a sus facetas americana y china, sino también a sus personalidades, 21

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la exterior y la interior, la razón y el instinto, los dos aspectos de su propio carácter personificados en la fría e inteligente observadora a través de cuyos ojos se contaba la historia y la implacable protagonista, que acaba poseída «por un demonio, había dicho cierta vez la gente y, sin embargo, no había demonio alguno... salvo la energía que hay en el envés de los sueños reprimidos».20 Pearl Buck sabía muy bien que la mayoría de sus novelas tardías tenían pocas pretensiones literarias, de la misma manera que entendía por qué la opinión crítica desechaba la literatura popular, que consideraba basura. «Pero no puedo, continúo volviendo a ella. Es lo que lee la mayoría de la gente.»21 Al principio escribía para ella misma y se sorprendió sinceramente al ver que su obra hablaba directamente al mercado de las masas, por lo que se aprestó a adoptar como suyas y defendió enérgicamente las narraciones de las revistas porque la mantenían en estrecho contacto con su público. «No se puede desechar a la ligera una revista que compran y leen tres millones de personas... Es un asunto serio para la literatura que tres millones de personas lean algo que, no siendo literatura, les proporciona mayor satisfacción.» The Good Earth [La buena tierra], publicada en 1931 y que sigue editándose, vendió muchos millones de ejemplares en todo el mundo en vida de la autora y continúa vendiéndose desde entonces. Buck, hoy, está prácticamente olvidada. No ocupa ningún lugar en la mitología feminista y se han eliminado eficazmente sus novelas del mapa literario americano. Pero en la República Popular China su literatura sigue siendo única porque pinta tan atinadamente la dura existencia de una población rural analfabeta totalmente ignorada por los escritores chinos que fueron contemporáneos de Buck y borrada de todos los registros a continuación por la doctrina comunista. «En China se la admira, pero no se la lee»,22 decía un artículo reciente del New York Times, «y en América se la lee, pero no se la admira». Habría que revisar las dos actitudes. La bue22

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na tierra cambió la concepción que se tenía de China en Occidente, en parte por el cuadro que presentaba y en parte porque llegó a un público lector al que no podrían llegar nunca la mayoría de otros libros. Buck obtuvo el premio Pulitzer por este libro y sería la primera de las dos norteamericanas que ganó el Nobel de Literatura. En su tiempo la leía todo el mundo, desde los políticos hasta los que limpiaban sus despachos. Eleanor Roosevelt fue amiga suya. Henri Matisse declaró que Pearl le había aclarado quién era él como nadie lo había hecho.23 Jawaharlal Nehru leyó en voz alta a Mahatma Gandhi Los chinitos de la casa de al lado.24 El presente libro apunta a revisar los primeros años de la vida de Pearl Buck, los que la formaron como escritora y le otorgaron ese poder mágico, que poseen todos los autores que son auténticos fenómenos de ventas, de saber ahondar en el caudal de recuerdos y sueños que discurre en lo más profundo de la imaginación popular. Pearl Comfort Sydenstricker nació el 26 de junio de 1892 en Estados Unidos, en casa de la familia de su madre, a la que habían regresado sus padres para intentar recuperarse de una catástrofe que estuvo a punto de hacer naufragar su matrimonio. Un año después de la noche que Carie pasó en compañía de los campesinos, su hijo pequeño, Arthur, que no había sido nunca un niño fuerte, enfermó y presa de altísima fiebre, murió un día antes de que su padre regresara del Norte. Con el cadáver en un ataúd sellado, la familia se embarcó en un bote a través del canal y del río hasta Shanghái a fin de enterrarlo junto a su hermana Maude. Una vez allí, Carie y su hija superviviente sucumbieron inmediatamente víctimas de una epidemia de cólera. Edith murió quince días después que su hermano, el 5 de septiembre de 1890. Absalom, que se había encargado de cuidar a la niña mientras el médico luchaba para salvar a Carie, se retiró detrás de lo que desde hacía largo tiempo era una barrera impenetrable 23

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frente a las emociones que amenazaban con ahogarlo. «Hemos tenido un cáliz completo de dolor»,25 sería todo lo que diría entonces o a partir de entonces. El único vislumbre de aflicción personal que asomó aún en contra de su voluntad en los muchos artículos que publicó por espacio de un cuarto de siglo en el Chinese Recorder fue una digresión en un artículo aparecido aquel otoño sobre «las defunciones que desgarran el corazón y afectan a tantas casas pese a lo que pueden hacer todos los medicamentos».26 Carie se sumió en un pétreo silencio, viva apenas, incapaz de asimilar ni de aceptar lo ocurrido. «La muerte de los dos hijos, tan cerca una de otra, trastocó casi a mi madre»,27 escribiría su hija Grace medio siglo más tarde. Marido y mujer salieron de aquel calvario echándose mutuamente la culpa. Carie temía cada año los meses del verano tropical, cuando las enfermedades proliferaban en las poblaciones, sobre los estanques y arroyos pululaban enjambres de mosquitos y las moscas se arremolinaban en enjambres que zumbaban sobre las grandes vasijas de excrementos humanos usados como abono para la tierra y Absalom hacía oídos sordos a los ruegos de su mujer, que le pedía que le dejase trasladar a los niños al relativo frescor de la costa o de las montañas. «No habría debido hacerle caso, pero yo obedecía siempre»,28 dijo Carie después de un intento inútil. Ahora que sus peores miedos habían tomado cuerpo, lo único que quería era volver a casa. Advertido por el médico, que lo avisó de que Carie estaba al borde de perder la razón, su marido decidió en contra de su voluntad trasladarla a casa de sus familiares. «Recorrió Europa como un león encadenado y furioso»,29 escribió Pearl refiriéndose a su padre durante el largo y lento viaje, interrumpido por varias paradas turísticas a lo largo de la ruta rumbo a occidente camino de Norteamérica. Como siempre, Absalom continuó mostrándose escéptico con respecto a que su esposa fuese incapaz de anteponer la urgente necesidad de toda una nación de infieles a sus 24

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sinsabores personales. Veinte años después, volviendo apesarado la vista atrás, decía: «Jamás había visto un corazón tan duro, una mente tan poco razonable como la suya en aquella época. Por mucho que le dijese, no la conmovía.»30 Fue un afrentoso regreso para ambos. Carie, una joven guapa, llena de vida y amante de pasarlo bien se había casado con el hermano menor del ministro de su pueblo, Hillsboro, en West Virginia, un chico devoto que estaba preparándose para ir a China como misionero, que coincidió con que ella deseaba consagrarse a Dios. Dijo que se lo había prometido a su madre en su lecho de muerte y que pensaba cumplir la promesa pese a la firme oposición de su padre. Ahora volvía maltrecha de cuerpo y de alma, sólo con el mayor de sus hijos después de transcurrida una década. El nacimiento de Pearl al cabo de dieciocho meses del regreso trajo el consuelo que indicaba el segundo nombre que puso a la niña, Comfort, pero marcó también una derrota para su madre, que se vio obligada a aceptar que su matrimonio era una condena a cadena perpetua, «irrevocable como la muerte»,31 y que debía doblegarse a aquel deber en un país que temía y que ya había empezado a odiar. Esa hija recién nacida la ataba a ambas cosas. «¿Acaso la muerte de los otros tres la había inducido a violar la voluntad de Dios?...»,32 escribió Pearl con tristeza en La exiliada. «Estaba destrozada entonces y sometida a su voluntad.» Absalom había ampliado el permiso de doce meses por el embarazo de su esposa y ya no podía esperar más tiempo para volver al país. Ateniéndose a sus propios cálculos, en los diez años que había pasado en China, había hecho diez conversos. Lo estaban esperando millones. Después de veinte años más, escribió con tristeza: «No dominaremos en modo alguno a esos millones con los Evangelios. Nos aventajan.»33 Lo perseguía el espectro de poblaciones que crecían de forma incontrolada, de modo que con la misma rapidez con que los jóve25

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nes emigraban a las ciudades, «ocupaban su sitio otros jóvenes sonrientes y burlones». Y exponía no sin deleite los componentes de una visión apocalíptica: «una hueste numerosa y creciente contra nosotros [...] El paganismo con todos sus vicios sigue vivo y activo [...] La oscuridad, extensa y densa, el pecado bajo todas sus odiosas formas, el hondo materialismo así como la idolatría con cabeza de hidra». Pero el problema inmediato con el que se enfrentó Absalom a su regreso a Tsingkiangpu en enero de 1893 no fue tanto la obstinación pagana como la intransigencia de sus colegas misioneros. El joven que había llegado en calidad de ayudante suyo doce meses antes de que los Sydenstricker abandonaran el país no sólo se había instalado en casa de ellos sino que había almacenado las pertenencias de la familia en un cobertizo, donde Absalom encontró sus libros cubiertos de moho y las estanterías carcomidas por las termitas. En los dos años que había durado su ausencia, había modificado el sistema que él aplicaba y su colega, el reverendo James Graham, que ahora parecía más bien un usurpador, había señalado fallos del sistema de Absalom en una reu­ nión de la misión, que votó diplomáticamente la expulsión de Sydenstricker. Interpretando la decisión como aprobación triunfante de su vocación de «heraldo del Evangelio»,34 Absalom volvió a tomar posesión de la casa, instaló de nuevo en ella a su familia y se dispuso, con dos nuevos ayudantes y un carro tirado por una mula, a reclamar para sí un territorio virgen situado a ciento veinte kilómetros en dirección Oeste. La nueva base de Hsuchien era un conjunto de casas de adobe con tejado de paja al borde de la inmensa llanura de aluvión superpoblada y azotada por la pobreza que se extendía a orillas del río Amarillo, lugar donde él pensaba establecer un entramado de avanzadillas al alcance de la base central desde donde él operaría y de paso interpondría el máximo espacio posible entre él y las autoridades de la misión, siempre dispuestas a poner palos en las ruedas 26

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de sus proyectos y a favorecer los descabellados proyectos que ellos concebían. Aquel desplazamiento marcó la pauta de la infancia de Pearl. Su padre seguía siendo distante tanto física como emocionalmente, siempre encerrado en su despacho cuando no realmente ausente en busca de almas que convertir, nunca verdaderamente en casa aunque viviera bajo el mismo techo. «Sus hijos eran para él meros incidentes que le habían ocurrido»,35 escribió Pearl refiriéndose a la sensación de alivio que provocaba siempre su ausencia en la familia. «Mi padre se disponía a emprender un largo viaje hacia el Norte, embriagado de entusiasmo y esperanza»,36 escribía su hermana refiriéndose a una de sus periódicas ausencias que dejaban a todos la sensación de haberse quitado un peso de encima. Durante todo el tiempo que Pearl pasó en Tsingkiangpu, Carie fue el centro de un mundo limitado a la casa y a su recinto tapiado, dentro del cual tenía su jardín. Por las calles no se veía nunca circular a las chinas respetables y lo que podían esperar las mujeres de la misión si salían solas era que las insultasen y les escupiesen. Otros dos matrimonios americanos que quisieron establecer una misión pocos años después en Hsuchowfu, a ciento treinta kilómetros de Hsuchien, dijeron que las dos mujeres estuvieron seis meses prisioneras en casa 37 ya que ninguna de las dos se atrevía a recorrer ni siquiera los escasos centenares de metros que las separaban una de otra para poder visitarse mutuamente. Todo lo que podía ver Pearl más allá de la alta tapia del jardín era una procesión de pies que, por su corta estatura, observaba pasar a través de la abertura comprendida entre la pesada puerta de madera y el suelo. La impresión que le quedó de este periodo fue una sensación de felicidad y de seguridad. El sol inundaba el jardín y se derramaba por toda la casa. Carie era capaz de transformar cualquier casa, por inhóspita que fuera, aplicando la misma fórmula barata y viable que más 27

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tarde sería la de Pearl: ventanas abiertas para que entrara la luz y el aire, paredes encaladas, esteras de rafia en el suelo, mesas ovaladas y bruñidas que trasladaba de un lado a otro en sus viajes, sencillas sillas de junco y flores por todas partes. Plantó un esqueje de rosal blanco procedente de su casa americana y colgó cortinas con volantes delante de lo que no quería que vieran sus hijos. Edgar, que leía a Dickens, Thackeray y Scott desde que tenía siete años, estaba entonces escribiendo una novela propia y editando un semanario que imprimía, en una imprenta de juguete para suscriptores, de la minúscula y desperdigada comunidad misionera. Su madre, que había sido maestra antes de casarse, le daba lecciones por la mañana y le proporcionaba una enseñanza básica que incluía dibujo, canto y violín. Para Carie aquél era un espacio de restitución y de esperanza. Al final del año volvió a estar embarazada. Wang Amah fue quien enseñó a hablar a Pearl. Ella se encargaba de darle de comer, bañarla y vestirla, susurrarle tonadas y enseñarle adivinanzas y poemas. El verano en que celebró su segundo cumpleaños su madre había quedado completamente eclipsada por el ama. Carie estuvo tres meses gravemente enferma, aquejada de disentería, incapaz de comer ni de conservar la comida en el cuerpo si la consumía, luchando por alimentar al hijo que estaba gestando y demasiado débil incluso para ver a sus hijos más de unos minutos seguidos. Pearl recordaba las dos visitas diarias a «la otra, la habitación de la blanca»,38 donde su madre sólo podía mirarla fijamente desde la cama. Wang Amah le ponía un vestidito limpio de muselina blanca, enaguas y zapatos de cuero para someterse a estas inspecciones, la peinaba y le desenredaba la larga cabellera y le prendía un gran penacho rubio en forma de salchicha en lo alto de la cabeza. Pero Pearl vestía casi siempre la chaqueta china, pantalones y zapatos de tela, indumentaria con la que se sentía cómoda, a diferencia de su padre, que se obligaba a vestir al estilo chino a fin de no desentonar, pero que no 28

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llegó a acostumbrarse nunca a las holgadas túnicas de algodón que le trababan las largas piernas y estorbaban sus zancadas haciéndole imposible moverse como no fuera a marcha lenta. Pearl tuvo la suerte de poder evitar la vestimenta ceñida y las reglas estrictas de sus padres y pudo refugiarse en el mundo indulgente de la cocina, donde el servicio –‌e l ama, la cocinera, el mozo de los recados y quienquiera que se dejara caer por allí– jugaba con ella y le contaba cuentos. Le traían cometas, silbatos y azucarillos del mercado, Wang Amah se guardaba en la chaqueta huevos de las gallinas y Pearl los buscaba cuando, después de incubados, nacían los polluelos. Comía los condumios sencillos e intensamente sazonados de los pobres, platos que saboreó toda su vida: sopa, arroz moreno, trocitos de carne o de pescado conservados en sal, brotes de mostaza en vinagre, cuencos de cuajada con col blanca y frijoles, la costra crujiente y dura del fondo del perol donde se había cocido el arroz. Para Pearl, China se mantuvo siempre como el lugar donde ella estuvo a sus anchas. Cuando volvía la vista atrás desde el remoto extremo de su desarraigada y fracturada existencia, veía resplandecer en el recuerdo el paisaje de su infancia de la misma manera que América resplandecía para su madre. Le encantaba incluso la cálida estación lluviosa que Carie tanto temía y la recolección del arroz en septiembre, cuando la tenue luz otoñal incidía sobre todas las cosas, las hacía brumosas y las desdibujaba. Sus descripciones tienen un ritmo hipnótico, casi mágico: «Las extensiones de bambúes plumosos y ondeantes, las verdes y parvas colinas, las aguas doradas y serpenteantes del canal, las aldeas terrosas con sus tejados de paja... el ritmo ensoñado de los mayales batiendo el grano en las eras... los cielos intensamente azules sobre el oro de los campos segados y las bandadas de gansos blancos picoteando los granos de arroz esparcidos... Hasta el mismo aire se suaviza y adormece con el batir rítmico y sincopado de los mayales.»39 29

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En el verano de 1894, cuando el calor se encontraba en su nivel más alto, el padre de Pearl les anunció que iban a volver a mudarse. «El recuerdo que conservo de los tiempos de su mediana edad, época en que yo era niña y después adolescente, es un constante ir y venir de aquí para allá»,40 escribió Pearl cuando murió su padre. En esta época del año se agudizaban siempre las tensiones de Carie, que ya había perdido tres hijos al final de largos y calurosos veranos. Embarazada de ocho meses y sacudida aún por los infortunios de una larga enfermedad, Carie se sentía reacia a subirse junto con su familia a unos carromatos que los conducirían a una población desconocida, donde encontraron una hostilidad tan violenta hacia los extranjeros que Absalom tardó casi dos años en localizar a alguien dispuesto a alquilarle un sitio donde vivir. Acababa de estallar la guerra con Japón, lo que había exacerbado la desconfianza de los chinos, que ahora metían a todos los extranjeros en el mismo saco que a los enemigos japoneses, prescindiendo de raza y color. Absalom era alto y enjuto, tenía el pelo rojizo, llevaba barba y sus ojos eran azules y de mirada penetrante. En el teatro y los cuentos tradicionales, que eran la fuente básica de información para la gente del campo, el pelo rojizo y los ojos de color eran el sello distintivo que caracterizaba a los malvados. El padre de Pearl causaba el mismo sobresalto y el mismo malestar entre los habitantes de Kiangsu Norte que experimenta el agricultor Wang en La buena tierra al ver por primera vez en su vida a un misionero: «un hombre muy alto, seco como un árbol que ha soportado fuertes vendavales. Ese hombre tenía los ojos azules como el hielo y la cara peluda... Sus manos también eran peludas y su piel rojiza. Tenía... una nariz grande proyectada delante de sus mejillas como la proa que sale de los costados de un barco».41 En aquellos lugares donde no habían visto nunca a un hombre blanco, la gente veía al misionero que predicaba en la casa del té como quien ve un espectáculo de monstruos ambulantes a cargo de un solo actor o bien azuzaban a los perros y se los echaban encima. 30

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Absalom se encontraba en su elemento. La dificultad y el peligro servían para demostrarle que se enfrentaba por fin a los aspectos prácticos de las conversiones a gran escala. La única manera de conseguirlas era mediante circuitos regulares, recorriendo la región en todas direcciones, visitando y volviendo a visitar metódicamente cada ciudad, cada pueblo y cada puñado de chozas de barro. Su mujer decía de él que su cerebro era un mapa de China. Todavía costaba conseguir verdaderos conversos, pero de momento abría capillas, que a menudo se reducían a una habitación prestada por alguna vivienda local, y se procuraba ayudantes laicos que se encargaban de su cuidado. Su aspecto grotesco y temible siempre había llamado la atención de las multitudes, pero ahora empezaban a escucharlo. A medida que aumentaba su dominio de la lengua vernácula y él se volvía más dicharachero, se iba ganando la confianza de la gente y aprendía los trucos de los actores profesionales para atraerse al público chino que a menudo, como él mismo admitía, estaba adormecido por el consumo de opio: «casi tan desprovisto de vida mental y espiritual como los ídolos que adoraba».42 Absalom no tenía la paciencia de colegas más conciliadores, que se complacían en señalar semejanzas entre Cristo y Buda, enfoque que él comparaba desdeñosamente a administrar cloroformo a un drogadicto. «Cuando tratamos con un caso de intoxicación por opio, no administramos dosis sedantes al paciente y dejamos que duerma, sino que por el contrario lo obligamos a tomar un vomitivo y lo hacemos correr por el patio a pesar de su resistencia y de sus protestas.» A Absalom, actor en parte y en parte vendedor, le gustaba empezar el discurso con un zambombazo: «Concédeles a Dios Jehová y al Divino Salvador de la Biblia. En vez de demorarte en sus buenas cualidades, muéstrales sus pecados y abominaciones con vivos colores.» Su modelo era Jesucrito, pero no el mensajero de la paz, sino el que blandía una espada. «Éste era el efecto de sus sermones y daban resultado.» 31

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Sus inamovibles convicciones acabaron por conseguir que Carie, como siempre, cediera, pero el propio Absalom tenía sus dudas con respecto a la casa que finalmente había conseguido alquilar a un terrateniente necesitado del dinero del alquiler para pagarse su adicción al opio. La nueva casa familiar era una de las dos posadas del pueblo, carentes de muebles, poco más que establos de cochambroso pavimento, paredes de barro, rudimentario tejado de paja taponado con papel por la parte interior y con simples boquetes a modo de puertas y ventanas. Acudieron grupos de hombres hoscos y hostiles a examinar a los recién llegados que entraron por una baja tapia lateral de barro. Pudieron encajar puertas en las aberturas, pero ofrecían una intimidad limitada y no había espacio suficiente para un jardín. La familia dormía en camas improvisadas con tablas. El recién nacido, que vino al mundo el 16 de septiembre, no era más robusto que Arthur. Carie le puso por nombre Clyde Hermanus, como su abuelo holandés. Cuando Absalom salió de viaje después del nacimiento del niño, dejó a Carie más aislada y apartada que nunca de cualquier apoyo procedente de Norteamérica y Europa. Había empezado a preocuparse por los aspectos prácticos de la formación de Edgar sin contar con el apoyo de su padre, sin que su hijo tuviera contacto con chicos de su edad y de su nivel y ya empezaba a volverse taciturno y rebelde a los trece años, inicio de la adolescencia. Los celos habían empezado a hacer mella incluso en Pearl, hasta entonces la más decidida y responsable de los hijos, que ahora se estaba volviendo difícil de manejar porque la atención de Wang Amah se había desplazado a su hermanito pequeño. Llegó el frío, empezó a llover y el agua se filtró a través del barro convirtiendo los suelos en un lodazal. Hubo que levantar sobre unas tablas el órgano portátil de Carie, regalo que le había enviado su hermano mayor desde Norteamérica, a fin de preservarlo de la humedad. El propio Absalom admitió en sus memorias que la situación era espanto32

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sa: «La gente nos tenía miedo y la influencia oficial no nos era favorable [...] Sufrimos muchas enfermedades durante el invierno.»43 En una de las ausencias de su padre, Clyde contrajo una neumonía. Pearl rozó muy por encima este periodo en sus escritos no literarios o lo obvió por completo, pero los detalles, ya recogidos en el momento que ocurrieron o a partir de lo que le contaron otros, se posaron en lo profundo de su memoria y afloraron medio siglo después en una novela titulada The Townsman [La gran aventura], enmarcada en la ondeante pradera del Oeste americano en la época de la fiebre del oro. Al igual que Carie, Mary Goodliffe en La gran aventura da a luz sin médico ni comadrona a su sexto hijo, sin contar el primero, que no forma parte de la narración y que, de hecho, parece como si la autora lo hubiera olvidado por completo. También a ella la habían convencido de que debía abandonar una existencia relativamente estable para seguir a su marido, visionario siempre insatisfecho que persiguió toda su vida un Oeste que le proporcionaría una prosperidad futura, una ilusión que no le dejaba ver las penalidades que imponía entretanto a su mujer y a su familia. «Vivían como bestias en su cubil. No tenían muebles. Su cama era un colchón colocado sobre estacas hincadas en el suelo con tiras de madera entrecruzadas encima. Los niños dormían en camastros improvisados sobre hierba seca.»44 La gran aventura es la saga de una familia trabajadora y con gran temple pero con una deficiente base emocional y con un final de cuento de hadas si se pasa por alto el desolador retrato de una mujer que lleva la resistencia hasta límites extremos, pasa el invierno acampada en la pradera, metida en una madriguera de barro, con el marido ausente, un hijo adolescente e inquieto, un niño pequeño contumaz que camina apenas y un recién nacido de naturaleza enfermiza. Clyde sobrevivió a la primera parte de un invierno excepcionalmente riguroso gracias a los atentos cuidados de su madre y de Wang Amah. Cuando Absalom es33

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tuvo de vuelta de sus viajes, se encontró con que su mujer estaba esperándolo con la casa desmantelada, clasificado y embalado todo el contenido, el órgano envuelto en esteras y hasta el rosal arrancado de raíz, todo a punto para abandonar la vivienda. Aquél fue el primer choque frontal de sus padres del que fue testigo Pearl y, como todas las cosas que tenían que ver con Absalom, tuvo proporciones trascendentales. «Para ninguno de los dos se trataba de una pelea entre marido y mujer. Era el desafío a Dios de una mujer. Se enfrentaba a Dios, a la llamada [de Absalom], al éxito de su obra, a la promesa del futuro.»45 El padre de Pearl le dijo a ésta mucho tiempo después que a su mujer, cuando estaba en esta tesitura, no había nada que la detuviera, era «como viento desatado». Acorralado y vencido, no tuvo más remedio que aceptar el ultimátum de su esposa cuando ésta lo amenazó con regresar a Norteamérica con los niños en caso de que no aceptase su decisión. La elocuente declaración de independencia de Carie, cuidadosamente planificada, conformó el futuro de sus hijas. Aparece repetida casi palabra por palabra en las biografías que Pearl escribe de sus padres, La exiliada y Fighting Angel [El ángel luchador] y vuelve a aparecer de forma todavía más circunstancial en The Exile’s Daughter [La hija de la exiliada], de su hermana, donde la madre, con una voz que debía de ser muy familiar a las dos hijas, pronuncia unas palabras que ninguna de las dos olvidaría nunca: Con la actitud apasionada que le era propia cuando se sentía provocada en lo más vivo, dijo con voz terriblemente tranquila: «Puedes ir predicando desde Pekín a Cantón, puedes ir desde el polo norte al polo sur, pero ni yo ni esos niños volveremos a estar nunca más a tu lado [...] Ya no tengo más hijos que dar a Dios.»

Absalom no llegó a perdonar nunca totalmente a su esposa por haber saboteado una vez más una importan34

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te campaña en el momento justo en que empezaba a dar sus frutos. Después de dejar a su familia en Tsingkiangpu usando como transporte un carromato tirado por una mula, se apresuró a volver a Hsuchien para hacerse cargo nuevamente de la situación, sin advertir, debido a las prisas y al disgusto, todo el alcance de los disturbios provocados por la guerra. El Ejército y la Marina de Japón, modernos, entrenados y equipados según las normas occidentales, habían infligido una sucesión de aplastantes derrotas, por tierra y por mar, en la zona norte a las fuerzas imperiales chinas, anticuadas y mal preparadas que en algunos sectores seguían armadas con arcos y flechas. Se dieron atrocidades en ambos bandos. Circulaban por el país multitud de rumores y de desmentidos. Noticias de lo que ocurría se filtraban a la población rural a través de impresos burdos y ramplones del demonizado enemigo extranjero y se vendían en mercados y ferias. Cuadrillas desorganizadas de soldados, bandidos y criminales emprendieron el camino del Norte durante todo el invierno en dirección a las batallas que se daban en Manchuria. La tensión creciente estalló en violencia. Absalom, montado en su carromato tirado por la mula, recogió a un compañero suyo en Hsuchien y se apresuró a seguir hasta Hsuchowfu, donde el populacho los acorraló en una posada, apedreó a los dos americanos, los persiguió por la calle principal del pueblo y trató de echarles el lazo como si persiguiera bueyes usando los cintos como improvisados lazos. Trabados por las gruesas chaquetas almohadilladas chinas, los largos faldones y los poco prácticos zapatos de tela que se les soltaban de los pies al correr, los dos hombres buscaron refugio en el despacho del magistrado local, que precisamente se había distinguido por no acudir en su ayuda. Ya en tiempo de paz se detectaba un resentimiento general contra la agresiva intromisión de los misioneros, la actitud de superioridad que asumían, su postura de dar por sentado que tenían derecho a todo y la brutal explotación de la desigualdad pactada en los 35

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tratados, que los situaba al margen de las leyes chinas. Expulsado de la ciudad por la guardia, Absalom se retiró a través de Hsuchien y fue apaleado por unos maleantes o unos soldados cuando iba de camino, acusado de japonés y desposeído del carro y de todas las pertenencias que llevaba en él. Según sus propias palabras, el tupido relleno de algodón de la chaqueta le salvó la vida. Tuvo que recorrer descalzo los últimos cincuenta kilómetros hasta Tsingkiangpu, vestido únicamente con ropa interior y con tres heridas de espada sangrantes en la espalda. Cuando irrumpió ante su familia en el momento del desayuno, ésta estaba a punto de ser evacuada junto con las demás esposas e hijos a través del Yangtsé en una embarcación que los llevaría a Shanghái y a la salvación. Absalom se quedó atrás para hacer un último intento abortado de reconquistar Hsuchien, ayudado por su antiguo adversario, Jimmy Graham. Pero una intensa nevada les cerró el paso, el Gran Canal quedó helado y los dos hombres tuvieron que hacer marcha atrás y transportar su equipaje a través del hielo y la nieve hasta el río Yangtsé, donde terminaron el viaje embarcándose en un junco y reuniéndose finalmente con sus mujeres en Shanghái a tiempo para el Nuevo Año chino, el 26 de enero de 1895. Los planes ambiciosos, pero descabellados, de Absalom con miras a la propagación de la fe habían terminado en rotundo fracaso. Para él ya no había sitio en Tsingkiangpu, donde el equipo que funcionaba bien bajo la guía de Graham no tenía ningún deseo de poner en peligro su buena marcha admitiendo a Sydenstricker. «Parecía que mi padre no se daba cuenta de que el grupo que formaba la misión no estaba de acuerdo con su manera individualista de trabajar»,46 declaró su hija Grace con viveza mucho tiempo después. Al final se le encontró una salida como sustituto provisional en Zhenjiang de un colega que estaba de permiso, la ciudad que Absalom había abandonado diez años antes para 36

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inaugurar la campaña de Tsingkiangpu y zona interior. Zhenjiang, que acababa de ser declarada puerto internacional y dominaba las principales rutas comerciales desde la confluencia del Gran Canal con el río Yangtsé, se había convertido en una ciudad rica, cosmopolita y en vías de rápida expansión y era el último sitio donde Absalom habría querido estar. «No hay ninguna ciudad grande que cuente con un gran número de conversos»,47 escribió con motivo de su traslado. Había dedicado los primeros siete años que llevaba en China pronunciando improvisados sermones en las esquinas, distribuyendo folletos y abriendo capillas callejeras y, como resultado, no le quedaban ilusiones con respecto a una población urbana reacia a los sermones y escéptica en lo tocante a las prometidas recompensas. Absalom prefería abrirse camino entre la gente del campo porque no estaba maleada y era más propensa a creer en sus palabras, lo escuchaba boquiabierta una vez superado el primer momento de estupefacción y atendía a sus descripciones de abominables pecados que merecían las penas del fuego infernal. Zhenjiang, prototipo de «la gran ciudad de opulencia descontrolada»48 que aparece en La buena tierra, con mercados rebosantes de comida y almacenes atiborrados de mercancías, fue la demostración palpable de lo que había dicho Absalom. Después de trece años de trabajo, la Misión Presbiteriana del Sur, con sus dos misioneros y respectivas esposas, había conseguido muy pocos progresos. En enero de 1896, cuando llegaron los Sydenstricker, acababa de regresar de permiso a Estados Unidos un matrimonio en tanto que otro había sido destinado a otra zona, dejando tras de sí diez chinos convertidos, dos capillas en la calle y una escuela para niños pequeños. Con el propósito de no seguir perdiendo más tiempo con los ingratos habitantes de la ciudad, Absalom se dedicó a viajar de un lugar a otro. La debilidad física, sumada a la depresión moral del año anterior, se esfumó por completo así que se dispuso a reem37

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prender las exploraciones del país siguiendo las tramas que otros habían descartado o le habían arrebatado en Hsuchien y Tsingkiangpu. Zhenjiang pasaría a convertirse a partir de ahora en base familiar. Tras una abundante y angustiosa correspondencia con sus hermanos, Carie decidió que la única manera de conseguir que Edgar se formara como americano que era sería educándose fuera de los límites que ella podía ofrecerle, por lo que a las pocas semanas, así que cumplió quince años, lo enviaron, solo, a un país que únicamente había visto una vez. O sea que, cuando contaba poco más de cuatro años, Pearl se vio convertida en la mayor de los hijos. Clyde se había convertido en un hermoso niño, gracioso e inteligente, precoz como todos los hijos de Carie, y era ya lo bastante mayor para participar en los juegos de su hermana. Su madre, a quien siempre fascinó el paisaje de colinas bañadas por el río en Zhenjiang, volvía a ser feliz, y su padre también lo era a su manera extrañamente ausente («no lo conocían bastante para echarlo de menos»).49 Los niños se paseaban por el espléndido malecón o dique de piedra, recién construido en la parte frontal del río, hacían comidas campestres en las laderas cubiertas de hierba de las colinas que rodeaban la ciudad y tomaban el té regularmente a bordo del viejo barco Jardine-Matheson por invitación del patrón del río, un escocés, capitán de barco retirado, y su hospitalaria esposa. Celebraron el día de Acción de Gracias y el Cuatro de Julio con fuegos artificiales e izaron una bandera de fabricación casera, asistieron a la fiesta de cumpleaños de la reina Victoria en el Club Británico y en Navidad adornaron el árbol con hombrecillos de pan de jengibre y cada niño recibió el regalo de un juguete, encargado por correo al servicio de envíos Montgomery Ward. Veían los vapores cargar y descargar las mercancias en los sombríos tinglados del malecón que olían a «cáñamo y a aceite de cacahuete y al acre dulzor del azúcar moreno sin refinar».50 Una vez un joven oficial inglés de aduanas se deslizó con ellos 38

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por la larga rampa utilizada para trasladar la carga a lomos de asnos o de hombres que la esperaban en tierra. Pero, en realidad, los Sydenstricker nunca formaron parte de la comunidad extranjera que ocupaba la concesión británica, un enclave extenso y bien organizado, con su césped y sus árboles y perfectamente protegido por gruesos muros y puertas de hierro y defendido, en caso necesario, por cañoneros británicos o americanos atracados en el río. Pocos meses después, cuando llegaron de Estados Unidos los ocupantes de la casa que éstos les habían prestado, la familia de Pearl tuvo que trasladarse a vivir colina abajo, una zona más ruidosa y más poblada situada detrás del puerto que carecía de instalaciones sanitarias y donde la basura se amontonaba en las calles. Parece que Absalom alquiló el mismo alojamiento que, diez años atrás, habían ocupado él y Carie cuando eran una joven pareja: tres pequeñas habitaciones51 sobre una tienda de licores en una calle que daba a los burdeles y bares de la calle del Caballo, la arteria más amplia de Zhenjiang después del malecón, una calle maloliente, muy concurrida y peligrosa, frecuentada por traficantes de droga, prostitutas y marineros borrachos que por la noche se agrupaban bajo las ventanas de los Sydenstricker. La principal ventaja de la vivienda era su modesto precio. Los salarios de la misión, por lo general más bajos que los de los médicos, abogados y maestros, sólo cubrían las necesidades básicas, incluso en los países asiáticos, donde la ayuda doméstica costaba poquísimo. Pero los Sydenstricker eran todavía más pobres por causa de la gran pasión de la vida de Absalom, la segunda después de su ansia de convertir infieles, que era la traducción del Nuevo Testamento a la lengua vernácula china. Había sido miembro de la junta oficial establecida en Shanghái en 1890 para elaborar una versión revisada en mandarín de la Biblia, pero dimitió o fue presionado a dimitir en la primera reunión de trabajo celebrada por la junta el verano siguiente. Como lin39

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güista dotado que era, no ocultó nunca su opinión sobre el trabajo de otros traductores, que calificaba de erróneo, impresentable o inexacto. Un año antes de que naciera Pearl, decidió sacar a la luz una edición rival no autorizada y publicarla por entregas por cuenta propia, empresa que exprimió el presupuesto familiar de su esposa durante las tres décadas siguientes. «Aquello le robó el exiguo margen comprendido entre la rigurosa pobreza y la holgura modesta»,52 escribió Pearl refiriéndose a los intentos cada vez más desesperados de economizar que hacía su madre. Ésa fue la razón de que abandonaran la casa de barro de Hsuchien para acabar viviendo en un barrio de luces rojas de Zhenjiang. El nuevo entorno era un lugar mágico para Pearl. Aunque todavía era pequeña para poder leer con fluidez, ya era una atenta observadora, picada de intensa curiosidad ante aquel mundo nuevo que se exponía al otro lado de la ventana, poblado del tipo de gente que se movía en él. Sus preguntas eran tan frecuentes que su madre tenía que decirle que estuviera un cuarto de hora sin preguntar, tiempo durante el cual observaba el reloj con igual insistencia. La fascinaba aquello que Carie trataba precisamente de ocultarle: los mendigos («Nos acercaban manos que parecían garras huesudas de aves de corral»),53 los leprosos, con la carne de la cara comida por la enfermedad y con muñones por brazos y piernas, los camorristas callejeros y los vendedores ambulantes, que ofrecían golosinas que tenía prohibido tocar. Sólo ver a un hombre ocupado en partir en porciones una torta redonda de quebradizo azúcar de caña con una minúscula cuchilla o mojar hebras de azúcar fundido, espeso y caliente, arrollándolas en palitos de caramelo, era ya pura delicia. Al caer la tarde, escuchaba con interés el alboroto y las canciones de los marineros americanos que desembarcaban de los barcos mercantes y los gritos estridentes de las muchachas chinas que caminaban sorteando botellas rotas. Los vapores del whisky y del opio se escapaban por las grietas de las tablas del 40

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pavimento. Una vez se coló un intruso en el dormitorio de Pearl o tal vez lo soñó, a pesar de que Wang Amah dormía fuera del petate, sobre la trampilla del pasillo que daba acceso a la única salida a la calle. Otra vez una pandilla de juerguistas despertaron a toda la familia al asaltar la licorería de la planta baja. Todo aquello era demasiado para Carie que, después de una escena matrimonial con las maletas a punto y otro tenso ultimátum, Absalom se vio obligado a trasladar a su familia a un alojamiento más decoroso, situado dentro del recinto baptista, lejos de la calle del Caballo. Acompañada de su hermano y de Wang Amah, Pearl observaba las calles bordeadas de cocinas portátiles y de teatros de marionetas, barberos, sastres y escribientes de cartas que trabajaban en la cuneta. Escuchaba a los narradores profesionales de cuentos y contemplaban a comediantes como el vendedor de carne de cerdo de su novela Sons [Hijos] («si disponía de un par de palillos, atrapaba las moscas al vuelo, las cazaba una por una [...] y todos estallaban en estruendosas carcajadas al ver tanta habilidad»).54 Hasta los mismos mercados eran una especie de teatros callejeros: «las tiendas donde vendían seda, que hacían ondear brillantes banderolas de seda negra, roja y anaranjada»,55 el mercado de hortalizas con sus deslumbrantes tenderetes de rábanos rojos, coles verdes y blanca raíz de loto, las montañas de cangrejos amarillos vivos y de pescado plateado en el mercado de pescado, las hileras de patos de refulgente color pardo girando ensartados en espiches sobre carbones encendidos delante de la tienda donde los vendían. Los niños se paraban a observar a los hombres que medían el grano de cestas tan grandes que, si alguien hubiera caído dentro, habría muerto ahogado: «arroz blanco y moreno, trigo amarillo intenso y trigo pálido como el oro y soja amarilla y habichuelas rojas y habas verdes y mijo color canario y sésamo gris». Chupaban caramelos prohibidos y antihigiénicos de cucuruchos de papel y compraban farolillos de papel en forma de pájaro, de mariposa 41

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o de conejo sobre ruedas. Pearl tenía un farol en forma de caballo compuesto de dos partes, la cabeza colocada delante y la cola sujeta detrás, de modo que cuando la calle estaba oscura caminaba con él como un caballo. En primavera trepaban por la colina detrás de la casa para hacer volar las cometas de fabricación casera mientras observaban a un grupo de hasta doce hombres soltando al aire una gigantesca pagoda de papel, un dragón o un ciempiés de diez metros de largo. A veces veían soldados que se ejercitaban con lanzas y espadas en la plaza de armas o disparaban los cañones camuflados en los muros de tierra del baluarte. Las tardes que no salía a pasear con Wang Amah o las mañanas que su madre no le daba clase, Pearl se dedicaba a mirar la calle a través de la ventana o la vasta extensión del río Yangtsé: Gracias a las horas que pasé en la ventana, aprendí a descubrir sus estados de ánimo. En las claras mañanas de primavera, tenía el aire de inocencia que posee la belleza, el sol se prendía en todas sus ondas, picudas y amarillas, y resplandecía en las velas blancas y ocre y en los juncos pintados y en los balanceantes sampanes [...] Pero había días en que el río hervía como un fangoso caldero. Las tempestades podían azotarlo con furia como si fuera mar y yo he visto, con aguas bravas, un ferry abatiéndose de costado y volcando a centenares de personas igual que si fueran insectos y quedarse después flotando con el casco al aire. Las negras cabezas sólo eran visibles un momento. Después, el río las engullía.56

La madre de Pearl mantenía corridas las cortinas incluso de día para no ver escenas como ésta. Carie odiaba el Yangtsé porque simbolizaba las fuerzas arrolladoras, implacables e impersonales que gobernaban la vida humana en China y hacían inútiles sus intentos de resistencia. Como otras mujeres de la misión, hacía todo cuanto estaba en su mano para curar las llagas, forúnculos, pústulas, miembros ulcerados y gangrenados, infecciones y enfermedades contagiosas contraídas por

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gente que bebía el agua contaminada del río o trabajaba con agua hasta la cintura en los arrozales inundados. Vigilaba que se restregaran los suelos de las tres habitaciones que ocupaba la familia en la calle del Caballo con fenol, sumergía en agua hirviendo todos los utensilios de mesa y se desinfectaban todos los alimentos frescos ya fuera hirviéndolos o esterilizándolos con permanganato de potasio antes de tocarlos. Se sometía a los niños a una estricta vigilancia a fin de impedir que se metieran cosas en la boca, ni siquiera los dedos. Carie estaba constantemente atenta, pero fue Absalom quien, pese a su aparente indiferencia, resolvió el problema de pasar los veranos inmersos en temperaturas de cuarenta grados o más en las fétidas llanuras del valle del Yangtsé, castigadas por la malaria. En 1897 fue uno de los primeros cinco misioneros que compraron una parcela edificable a la Kuling Mountain Company,57 empresa inaugurada por un emprendedor inglés, Edward S. Little, misionero trufado de negociante que esperaba comercializar la cumbre de una montaña que se erguía perpendicularmente sobre la cálida y sofocante llanura a unos quinientos kilómetros de Zhenjiang siguiendo río arriba. La zona se encontraba a casi mil quinientos metros sobre el nivel del mar, estaba densamente arbolada y venía a ser un equivalente oriental del Hampstead Garden Suburb londinense, un lugar fresco, con arroyos limpios y vegetación lujuriante y, de hecho, Kuling, sobre el monte Lu (o Lushan) fue la primera urbanización turística de montaña que se edificó en China con este propósito. Como dijo Pearl, también fue un lugar que les salvó la vida.58 Absalom levantó una cabaña de piedra en la parcela número 310 y sus hijos, por primera vez en su vida, pudieron correr descalzos por la ladera de la montaña, beber agua directamente de los manantiales y comer fresas silvestres que encontraban en el bosque sin que fuera necesario hervirlas primero. A partir de entonces, las vacaciones de verano se convirtieron en el periodo más atractivo del año. 43

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Cuando Pearl cumplió seis años, terminó para ella aquel periodo de relativa normalidad. Clyde contrajo la difteria en enero de 189959 y estuvo luchando con denuedo para poder respirar, con la garganta atascada y el rostro lívido y grisáceo, hasta que le llegó la muerte, como ya le había ocurrido a su hermano Arthur, de forma tan inesperada que no se pudo avisar a su padre. Pearl, a quien su hermano contagió la fiebre, dijo que entendió lo que había ocurrido al oír la voz de una mujer china llamando al espíritu de un niño muerto y al darse cuenta de que los gritos procedían de dentro de la casa y no de la calle. Absalom acudió para enterrar a su hijo. Carie, que estaba embarazada de cinco meses, se animó lo suficiente para percatarse de que para Pearl ya había pasado el momento de máximo peligro, pero inmediatamente después se sumió en la inconsciencia y la apatía, agotados el cuerpo y el alma, demasiado débil incluso para cuidar de la hija que le quedaba y devolverle la salud. Madre e hija quedaron bajo el cuidado de una amiga, que se trasladó a vivir a su casa así que Absalom se reincorporó al trabajo. En febrero, Carie estaba bastante recuperada para ayudar a Pearl a redactar una carta al Christian Observer de Louisville, Kentucky, en la que describía a los hermanos cuya invisible presencia colmaba la vida de la niña y de su madre: «Tengo a dos hermanitos en el cielo. Maudie se fue primero, después Artie, después Edith y, el día diez del mes pasado, se fue mi valiente hermanito Clyde para ir a nuestra verdadera casa, que está en el cielo. Clyde dijo que él era un Soldado Cristiano y que no tenía casa mejor que el cielo.»60 Los sentimientos y el estilo, por no hablar de las palabras mismas de esta melancólica epístola, debían de provenir de la madre de Pearl, que en aquel entonces libraba una lucha en su interior para conservar la fe en Dios. Pearl recordaba la apasionada explosión de su madre el día que sacaron de la casa el ataúd bajo la lluvia y alguien quiso consolarla diciéndole que no se preocupase por el cuerpo del niño porque su alma estaba en el cielo. «¡Pero su cuerpo vale mucho! 44

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–‌gritó–. Yo lo traje al mundo, lo cuidé y lo amé... Se llevan su cuerpo, que es todo lo que tenía.»61 El 12 de mayo vino al mundo Grace Caroline Syden­ stricker y Carie contrajo fiebres puerperales. Se le secó la leche y la casa se llenó con el llanto de la niña hambrienta. Pearl rezó en la iglesia de su padre y también, aconsejada por Wang Amah, en el templo local de Kuanyin, donde una modesta diosa se encargaba de proteger a las mujeres que parían. Abrumada por la pérdida sufrida y por su incapacidad de consolar a su madre, hacía meses que Pearl rezaba desesperadas oraciones particulares implorando la llegada de otro niño, por lo que ahora ayudaba al ama a cuidar de la recién llegada hermanita y engatusaba a la pequeña para conseguir que aceptara leche envasada. «Yo era tan feliz que no advertía cuán cerca estaba mi madre de la muerte»,62 escribió mucho después. Carie fue recuperándose lentamente y, cuando ya empezaba a contar cuentos otra vez, asomó en sus recuerdos de infancia un poso de amargura al pensar en las montañas de West Virginia: «Criada bajo este centelleante y magnífico sol, en estas brumas puras y plateadas de Norteamérica, no era extraño que a veces se sintiera vencida por el denso bochorno del mediodía de agosto en una ciudad del sur de China, demasiado llena de hálitos humanos y de olores de carne sudorosa [...] El hedor de las calles cubiertas de basura subía hasta las tres exiguas habitaciones [...] Las moscas se arremolinaban en los montones de inmundicias putrefactas que humeaban bajo un sol abrasador. El aire caliente quedaba suspendido como una niebla apestosa.»63 Tras intentar sin conseguirlo proporcionarle consuelo, Pearl pasó a convertirse en confidente de su madre. En junio, después de haber cumplido los siete años, Carie le describió por vez primera cómo había muerto Maude. Ya adulta, Pearl relataría en tres ocasiones la misma historia a lo largo de treinta años en escritos biográficos y autobiográficos y ampliaría y elaboraría el argumento según los términos operativos de una novela 45

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gótica para ponerlo a la altura del horror y el patetismo del hecho en sí. La muerte ocurrió durante un tifón que se desató contra la embarcación en la que viajaban los Sydenstricker con sus dos hijos mayores de regreso de unas vacaciones insólitas en la orilla del mar en Japón. Maude tenía dieciocho meses y era sumamente pequeña y frágil, una niña desnutrida que digería mal la leche artificial, que era todo cuanto podía darle su madre aquel verano. Carie dijo que se había visto obligada a destetar a la pequeña al descubrir que volvía a estar embarazada por tercera vez –‌caso en que habría debido abortar– y que regresaban antes de tiempo y con grandes calores debido a que Absalom tenía que trabajar. La niña murió el 15 de septiembre de 1884 en brazos de una persona desconocida porque ésta se negó a avisar al padre y a la madre, estaba tan mareada que era incapaz de sostener a la pequeña en brazos. En la gráfica descripción que Carie hizo del hecho a Pearl, dijo que había pasado toda una noche subiendo y bajando del puente levadizo al camarote, presa de náuseas, empapada de agua salada, agobiada de miedo y revolviéndose histéricamente contra su marido cada vez que éste intentaba tranquilizarla: «De no haber sido porque el otro debía llegar tan pronto, habría podido darle el pecho todo el verano y se habría salvado.»64 El hecho terminaba con la escena de Carie acurrucada en la proa sobre un montón de cuerdas acunando el cadáver en sus brazos. «El mar no era más que grandes y negras olas con un resplandor de luz lívida y plomiza que anunciaba una débil aurora [...] Les roció una gran ola. ¡Cómo odiaba aquel mar, tan altanero e insensato! [...] Sobre el mar gris y rugiente flotaba el gris del cielo. ¿Dónde estaba Dios? No servía de nada rezar [...] Envolvió con los brazos a la niña y con aire desafiante, allí agazapada, clavó los ojos en el mar.» Obligada a bajar de nuevo bajo cubierta a causa del mareo y de las náuseas, se encontró a su marido atisbando por el grueso cristal del ojo de buey: «Las negras aguas lo cubrían como si navegásemos bajo el mar.» 46

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Imágenes como ésta grabadas en una imaginación todavía no formada pero receptiva como la de Pearl crearon un manto de protección que tiñó para siempre el concepto que tuvo de su madre. Los mareos de Carie adoptaron la forma de migraña, vómitos y dolores de espalda. Estas tres dolencias la afectaron desde el viaje de luna de miel, así que se encontró a solas y en íntimo trato por vez primera con un marido que apenas conocía en el interior del camarote de un barco atravesando el Pacífico, que «fue para Carie hasta el final de su vida un océano de horrores».65 Concibió a su primer hijo en aquel viaje y, años más tarde, describió las angustias que había vivido en términos comprensibles para una niña de corta edad. Después de la muerte de Maude, sufrió una crisis física y mental y se le manifestaron unos primeros síntomas de tuberculosis, por lo que su médico le recomendó que volviera a Estados Unidos para someterse a tratamiento. Sintió que se tambaleaba su fe religiosa y se planteó la posibilidad de abandonar a su esposo, fantasía irrealizable que acabó por descartar y, en cambio, optó por algo más realista aunque más arriesgado y someterse a los efectos del aire puro y del descanso en cama en la estación balnearia de Chefoo (Yantai), en la costa norte de China. El matrimonio hizo el viaje a través del Yangtsé en un junco lento y sucio, infestado de ratas que recorrían arriba y abajo las vigas sobre sus literas. Si Carie estaba embarazada, debió de perder a su hijo en aquel viaje o inmediatamente después. Abrumada por la reciente desgracia, Carie se despertó una noche para encontrarse con una enorme rata que se revolcaba en sus largos cabellos. «Tuvo que introducir la mano entre los cabellos para agarrar a la rata y arrojarla al suelo, pero el contacto en la mano de aquel cuerpo bruñido y crispado le provocó tales náuseas que, de haber podido, se habría cortado el pelo, tan intenso era el asco que sintió.»66 Basándose en la descripción que hizo Carie de la crisis matrimonial que atravesó, sigue de inmediato, en la narración de Pearl, el encuentro con aquella repugnante rata simbólica. 47

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Pearl lo entendió perfectamente ya entonces. Tanto ella como Grace recordaban las conversaciones que oían por la noche procedentes del dormitorio de sus padres contiguo al suyo, un débil murmullo de voces, la de su madre subiendo de tono de vez en cuando para emitir vehementes reconvenciones, interrumpidas por llantos o el nervioso y furioso crujido de la mecedora. Son las mismas conversaciones que reaparecen en las novelas de Pearl, sobre todo en The Time is Noon [Aún es mediodía] y La gran aventura, las dos autobiográficas en parte, cuando Mary rechaza a su marido por temor a quedar embarazada y tiene pesadillas de serpientes que salen de muros de césped e invaden la cama. Para los Sydenstricker no habría más hijos después de Grace. Siete meses después del nacimiento de ésta, se trasladaron a una propiedad de la parte alta de la ciudad que había quedado libre y que pertenecía a la Misión Presbiteriana, con amplios porches que daban a verdes espacios cubiertos de sepulturas hasta una pagoda en el lado opuesto de la colina. Éste era el lugar que Pearl recordaba con cariño como la casa de su infancia, con un rosal que trepaba muro arriba y se desparramaba sobre el porche cubierto que bordeaba dos lados de la casa y con un jardín lleno de plantas y de árboles añosos y que ahora su madre había llenado de flores. Cuando estaba triste, veía la casa como «una cabaña de ladrillo, pequeña y vetusta, con el pavimento combado habitado por ciempiés y escorpiones».67 Recordaba que sus padres inspeccionaban todas las noches las habitaciones, su padre empuñando una linterna y su madre golpeando con una zapatilla los ciempiés de veinte o treinta centímetros de largo que tenían fascinada a la niña: «Cada uno de sus segmentos se cubría con un caparazón negro y duro y de cada uno salía un doble par de patas de color amarillo rabioso y tenían en la cola un aguijón capaz de producir una peligrosa herida. A pesar de los ciempiés, me gustaban las noches tropicales, las grandes mariposas luna, verde jade moteado de negro y plata, aferradas a 48

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los grandes arbustos de las gardenias del jardín y los bambúes oscuros entre la niebla que subía del río.»68 Pearl exploró las laderas de la colina que se elevaba al otro lado de la verja, se hizo amiga de las hijas de los campesinos que vivían más abajo, en el valle, y tuvo un conejito de verdad con polluelos de faisán metido en una jaula debajo del porche, un espacio oscuro y sombrío que se utilizaba como almacén. Iba a clase con las niñas chinas a la escuela de la misión y jugaba con el niño americano de la casa de al lado, un chico pelirrojo hijo de un misionero llamado James Bear, que le enseñó a fumar, aunque él más adelante negó la acusación. Uno de los deberes de Pearl era acunar a su hermanita sentada en la mecedora de su madre hasta que se dormía. Aquél fue el periodo más peligroso de la carrera profesional de Absalom. Como escribió en sus memorias con un estilo florido poco habitual en él: «En el año 1900 azotó el país como un terrible tornado la famosa Rebelión de los Bóxers y todo el trabajo realizado quedó más o menos en suspenso mientras duró.»69 Los bóxers constituían una secta militante reclutada inicialmente entre la juventud campesina del Norte que echaba la culpa a los extranjeros, es decir, a los misioneros que se movían en la China rural, de todas las calamidades de su país: apatía social y política, impotencia para repeler a los explotadores occidentales y asiáticos y un ciclo de inundaciones y hambrunas al final de la década de 1890 que asolaron Shandong y Honan cuando se desbordó el río Amarillo, rompió los diques y obstruyó el Gran Canal. El movimiento se expandió rápidamente gracias al apoyo del trono imperial, tácito al principio y declarado al final, puesto que se veía incapaz de reprimir o de controlar las incursiones oportunistas de Japón, Rusia y las grandes potencias europeas. Afloró la xenofobia, que se exacerbó sobre todo en el campo. Absalom no salía nunca sin un bastón lo bastante contundente para ahuyentar a los perros que soltaban sobre él dondequiera que fuera en aquellos años. La gente volvía a insultarlo 49

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cuando pasaba por la calle. En una ocasión, un tabernero lo atacó con un cuchillo y casi lo mata. Se vio obligado a cerrar capillas que tenía alquiladas a propietarios que ahora ya no estaban dispuestos a negociar con cristianos. Se pasaba, pues, mucho tiempo encerrado en casa, limitándose a visitar de noche, en secreto y provisto de una linterna, a los conversos locales. Durante la primavera y principios de verano de su octavo año de vida, Pearl durmió con la ropa doblada sobre una silla al lado de la cama, a punto para ponérsela antes de escapar. Su madre tenía una bolsa junto a la puerta con zapatos de repuesto y una muda de ropa interior para cada miembro de la familia, además de una cesta con leche envasada para la pequeña. Después de encendidas discusiones en torno a la cuestión de si debían marcharse o quedarse, los padres de Pearl llegaron a la componenda de alquilar un junco que les esperaría en el punto inicial de una ruta secreta a través del río para que Carie, con los niños y Wang Amah, pudieran, en caso necesario, escapar entre los bambúes de la parte trasera de la casa. Por primera vez se hacía el vacío a los Sydenstricker. Ya no visitaban a los padres de Pearl los chinos que antes acudían a su casa, como tampoco jugaban ya las amigas de la niña con ella ni se sentaban a su lado en la escuela. En una de sus visitas clandestinas a la ciudad para dar la comunión a la anciana madre de un feligrés, unos soldados que habían irrumpido en la casa apresaron a Absalom, lo ataron a una estaca y lo obligaron a presenciar cómo torturaban hasta matarlo al cristiano converso, Lin Meng, y se llevaban después a su hijo de diez años. La madre de Lin murió aquella misma noche. Cuando lo liberaron por fin al día siguiente, Absalom volvió a casa exultante y cubierto de sangre. «Nos miró de una manera extraña, brillantes sus ojos que eran como el hielo, y dijo con voz triunfante y solemne: “Lin Meng está en presencia de Nuestro Señor, es un mártir de su gloriosa cohorte.”»70 Animado por la perspectiva del martirio, 50

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Absalom se negó a la posibilidad de escapar incluso mucho tiempo después de que la mayor parte de la población blanca hubiera abandonado Zhenjiang. Comenzó un goteo de refugiados blancos procedentes del Norte, pequeños grupos de gente harapienta, famélica y aterrada, cuyos hijos habían muerto de hambre o de fiebre durante el camino. Carie contaba historias heroicas de batallas de la guerra civil estadounidense y enterró en el jardín las escasas cosas valiosas que poseían, igual que había hecho su propia madre cuarenta años antes. Un edicto imperial con fecha de 20 de junio, una semana antes de que Pearl cumpliera ocho años, decretó la guerra abierta y la muerte de todos los extranjeros. Aquel mismo día, soldados chinos abrieron fuego sobre el barrio extranjero de Pekín y sitiaron a los diplomáticos occidentales en sus propias legaciones. El 9 de julio se había dado muerte a cuarenta y cinco cristianos en el recinto del gobernador de Shanxi. Se sucedieron nuevos atropellos. El cónsul americano de Zhenjiang ordenó a los pocos ciudadanos blancos que quedaban que abandonasen el país en un cañonero ya preparado cuando se emitiese la señal convenida, que se dio el mediodía de un día tan caluroso que toda la familia Sydenstricker se encontraba descansando en una habitación a oscuras, «incluso mi padre sin el alzacuello»,71 dijo Grace. Volviendo la vista atrás medio siglo después de ocurrir los hechos, Pearl describió la partida como si fuera una escena de las representadas en la vajilla china: «Aquel día de verano el aire era caliente y estaba quieto y el paisaje, visto desde el porche, era hermoso, el valle era verde como el jade, con las chozas de barro a la sombra de los sauces. Por los campos paseaban gansos blancos en los senderos y había niños jugando en las tierras trilladas [...] Más allá de la oscura ciudad, fluía brillante el río camino del mar [...] Era una despedida que parecía totalmente irreal.»72 Absalom acompañó a su familia hasta Shanghái llevando tan sólo lo que podían transportar y regresó solo 51

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a Zhenjiang, el único blanco de la región, de nuevo vestido a la manera protocolaria occidental, lo que había de llamar forzosamente la atención al moverse entre las multitudes de chinos por el traje blanco arrugado y su salacot, así como por su gran estatura. Cuando incendiaron sus dos capillas, arrasadas hasta los cimientos, empezó a predicar en la calle, a lo que la gente respondió apedreándolo. El único discípulo chino que se le mantuvo fiel contó a Pearl años más tarde que él temió muchas veces que matarían a su padre. Pero Absalom vivió aquel verano en un estado de trance rayano en el éxtasis: «Tenía la sensación de que no tenía cuerpo. Era consciente de la presencia de Dios, una luz intensa que brillaba día y noche. Todos los seres humanos estaban muy lejos.»73 Quiso acercarse lo más posible a la corona del martirio y siempre pensó que le había faltado muy poco para alcanzar una de las altas cumbres de su vida. Pearl no conservaba casi ningún recuerdo del tiempo que pasó en Shanghái, donde la comunidad extranjera no cesaba de rumorear que había tropas occidentales preparándose para entrar en Pekín, pero los vapores no hacían más que traer más refugiados de las regiones más apartadas del imperio. «La gente blanca de Shanghái parecía aferrarse al borde de China a la espera de poder partir.»74 Pearl veía barcos de guerra grandes y grises en el puerto y escuchaba lo que le decía su madre sobre su salvación en Estados Unidos. Recordaba haber tirado de la coleta de un robusto chino que caminaba delante de ella y que quedó aterrada no porque él se enfureciera, sino por el lamentable intento de apaciguarlo por parte de su madre: «En mi vida la había visto tan asustada.»75 En medio del calor casi tropical de aquel ominoso verano, Pearl jugaba con su hermanita en una bañera llena de agua fría de la pensión de la calle de la Fuente Burbujeante, donde vio por vez primera en su vida el agua saliendo de un grifo. Se figuraba que pasarían casi un año fuera de casa, pero a los pocos meses, en otoño, su padre fue a buscarlas y las hizo volver, aun52

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que su aspecto era tan extraño que Grace no lo reconoció. Habían derrotado a los bóxers, ejecutado a sus cabecillas, pacificado la zona rural y obligado a la emperatriz regente a una humillante capitulación pública, ya que se rindió a casi todas las exigencias de las victoriosas potencias occidentales. En octubre Absalom asistió a la reunión anual de la recién constituida Misión Presbiteriana de Kiangsu Norte, que se congregó en Shanghái y aprobó una resolución formal instándolo a volver de inmediato a Estados Unidos con un permiso.76 El 8 de julio de 1901, se embarcó finalmente con su familia rumbo a San Francisco, donde tomó el tren hacia West Virginia, aquel hogar del que sus hijos tanto habían oído hablar y que ahora veían con ojos sorprendidos mientras recorrían «los estados, las colinas cubiertas de bosque que parecían raras e hirsutas después de las colinas peladas chinas, ríos que parecían arroyos después del caudaloso Yangtsé y del río Amarillo, poblaciones que parecían irreales, tan ordenadas y limpias después de los montones de barro y de la confusión de las aldeas chinas».77

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