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Capítulo

H

oulun mandó a la vieja sirvienta Yasai a la tienda de su medio hermano, el lisiado Kurelen. Mientras apretaba el paso iluminada por los crudos rayos rosados de la puesta de sol, la anciana enjugaba sus manos cubiertas de sangre en sus manchadas ropas. El polvo que levantaba en su prisa por entre las tiendas se tornaba dorado y la seguía como una nube. Yasai llegó a la tienda de Kurelen. Los bueyes estaban desuncidos, pero la miraron con turbadores ojos pardos en los que se reflejaba la magnífica puesta de sol. La anciana se detuvo ante la entrada abierta de la tienda, atisbando a Kurelen en su interior. Estaba comiendo, como de costumbre, esta vez sorbiendo ruidosamente de una escudilla de plata llena de kumiss, leche de yegua fermentada. Cada vez que se llenaba la boca, levantaba la escudilla, la cual había robado a un errante mercader chino, y la contemplaba con admiración. Frotaba un dedo torcido y sucio sobre sus delicados cincelados y una especie de alegría voluptuosa brillaba en sus oscuras y macilentas facciones. Todos despreciaban a Kurelen porque todo le resultaba divertido, pero también le temían porque odiaba a la humanidad. Se reía de todo y, del mismo modo, detestaba todo. Incluso su voracidad y su insaciable apetito eran objeto de su desdén, como si no fueran parte de él, sino repugnantes cualidades que pertenecieran a otro y acerca de las cuales él se burlaba abiertamente. Yasai miró a Kurelen y frunció el ceño. Era sólo una esclava karuit, pero ni siquiera ella tenía respeto por el cuñado del jefe. Conocía la historia. Hasta los zagales la conocían, y aun los pastores, que eran tan estúpidos como sus animales. En el día de su boda, Houlun había sido robada a su esposo, hombre de otra tribu, por Yesugei, el mongol qiyat. Unos días más tarde, su lisiado hermano Kurelen había llegado hasta la aldea de tiendas de Yesugei para interceder por el retorno de su hermana. Los merkitas, pueblo al que pertenecían Kurelen y su hermana Houlun, eran gente astuta y activos comerciantes. Al mandar a Kurelen para ver a Yesugei, enviaban un mensajero hábil y locuaz que poseía una hermosa y persuasiva voz. Si alguien podía tener éxito, sería él. Si lo mataban, su pueblo estaba preparado para asumir el triste acontecimiento. Kurelen era un perturbador y un burlón, y por tanto antipático y odiado por su 11


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gente. Los merkitas podrían no conseguir el regreso de Houlun, pero había una probabilidad de que se libraran de Kurelen. Si hubiera sido un hombre fuerte y fornido, habrían podido matarlo en razón de su antipatía y mal carácter. Pero siendo lisiado e hijo del jefe, no podían hacerlo. Además, era un excelente y astuto comerciante, un maravilloso artífice, y sabía leer y escribir en chino, lo que era muy útil para tratar con los sutiles mercaderes de Catay. Su padre había dicho de él que si hubiera sido un forzudo, su gente no lo habría matado porque no era la clase de hombre que merecía la muerte. De cuya sagaz declaración la tribu se había reído, pero Kurelen había hecho su habitual gesto de desprecio, lo que enfurecía a los hombres del pueblo. Houlun no fue devuelta a la aldea de su padre ni a su esposo porque era muy hermosa y Yesugei la había encontrado deliciosa en su lecho. Tampoco regresó Kurelen. Era una historia sencilla. Se le había hecho pasar a la tienda de Yesugei, y el joven y arrogante mongol qiyat lo había mirado ceñudo y amenazador. Kurelen no se había turbado. Con voz suave, pidió que se le mostrara la aldea del joven khan. Yesugei, que había esperado ruegos o amenazas, se quedó sorprendido. Kurelen no preguntó siquiera por su hermana ni expresó deseos de verla, aunque de soslayo la había atisbado detrás de la entrada de la tienda de su nuevo esposo. Tampoco parecía preocupado por la ceñuda presencia de un gran número de jóvenes guerreros que lo miraban con fiereza. Yesugei, que no era sutil y pensaba con gran lentitud, cuando pensaba verdaderamente, se encontró llevando al hermano de su esposa a través de la aldea de tiendas. Las mujeres y niños se paraban en las plataformas de las tiendas y lo miraban. Un profundo silencio llenaba la aldea. Hasta los caballos y el ganado dirigiéndose a corrales parecían menos ruidosos. Yesugei abría el camino y Kurelen lo seguía cojeando y esbozando su peculiar sonrisa torcida. Los seguían los jóvenes guerreros, más feroces que nunca, humedeciendo sus labios. Los perros olvidaban ladrar. Fue una larga y burlesca jornada. A intervalos, Yesugei, que empezaba a sentirse tonto, fruncía el entrecejo al cojo lisiado que lo seguía. Pero la expresión de Kurelen era cándida y tenía una distendida franqueza, como la de un niño. Movía la cabeza, como felizmente sorprendido, susurrando ininteligibles comentarios consigo mismo. «¡Veinte mil tiendas!», exclamó en voz alta y melodiosa. Y miró a Yesugei con admiración. Regresaron a la tienda de Yesugei. En la entrada, Yesugei se detuvo y esperó. Ahora Kurelen reclamaría la entrega de su hermana o por lo menos una suma en compensación. Pero Kurelen no tenía aparentemente prisa. Parecía pensativo. Yesugei, que no temía a nada, comenzó a balancearse sobre un pie y luego sobre el otro, ceñudo y feroz. Palpaba la daga china en su cinturón. Sus ojos negros brillaban con fuego salvaje. Los guerreros se habían cansado 12


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de estar ceñudos, y comenzaron a cambiar miradas. En alguna parte, cerca de una tienda distante, una mujer reía abiertamente. Kurelen levantó una mano torcida y empezó a morderse las uñas con gesto pensativo. Si no hubiera nacido lisiado, habría sido un hombre alto y delgado. Sus hombros eran anchos, aunque torcidos. Su pierna buena era larga, pero la otra se retorcía como el tronco de un árbol reseco. Su cuerpo era canijo y flaco. Los huesos se doblaban sin forma. Tenía un rostro largo y delgado, oscuro, malicioso y horrible, con angostos dientes centelleantes, tan blancos como la leche. Los pómulos sobresalían como anaqueles bajo unos ojos oblicuos y brillantes, llenos de vivacidad burlesca. Su cabello era negro y largo; su sonrisa, divertida y ácida. Por fin dirigió la palabra a Yesugei con profundo respeto, en el que la mofa bailaba como hilos de plata. –Tienes una tribu señorial, valiente khan –dijo con voz suave y agradable–. Permíteme hablar con mi hermana Houlun. Yesugei vaciló. Antes había decidido que Houlun no vería a su hermano, pero ahora se sentía impelido a ceder, aunque no sabía por qué. Hizo una seña a las sirvientas que estaban delante de su tienda. Ellas trajeron a Houlun. Houlun se veía alta y hermosa, orgullosa y llena de odio, con sus ojos grises enrojecidos y preñados de lágrimas. Al ver a su hermano, le sonrió haciendo un ligero e involuntario movimiento hacia él. Pero fue más la expresión de éste que las manos de las sirvientas lo que la hizo detenerse bruscamente. Él la observaba con blando desinterés y reticencia. Ella lo miró pestañeando y palideciendo, mientras todos observaban. Houlun lo quería mucho porque ambos eran los más ilustrados e inteligentes hijos de sus padres y pocas palabras eran necesarias entre ellos. Kurelen le habló suavemente, aunque con una especie de indulgente y frío desprecio. –He visto la aldea de tu esposo Yesugei, hermana mía. Quédate aquí y sé una esposa obediente para Yesugei. Su gente hiede menos que la nuestra. Los mongoles, a quienes agradaba la risa a pesar de su vida dura, al principio se quedaron desconcertados ante este asombroso discurso y luego estallaron en estruendosas carcajadas. Yesugei se rió tanto que las lágrimas corrían por sus mejillas hasta su poblada barba. Los guerreros se empujaban unos a otros. Los chicos proferían alaridos de júbilo. Las mujeres chillaban con regocijo. El ganado mugía y los caballos relinchaban. Los perros ladraban enloquecidos. Los zagales y los pastores golpeaban con los pies hasta que nubes de polvo llenaron la cruda brillantez del yermo aire. Pero Houlun no se rió. Continuaba de pie contemplando a su hermano. Su rostro estaba tan blanco como la nieve. Sus labios temblaban inquietos. Sus 13


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ojos comenzaban a relampaguear con desdén y repudio. Kurelen le sonreía con sus ojos oblicuos. Por último, sin una palabra, ella se dio la vuelta orgullosamente y volvió al interior de la tienda. Cuando la risa se apaciguó hasta un punto en que podía ser oído, Kurelen dijo a Yesugei: –Todos los hombres hieden, pero los tuyos hieden menos que todos los que he conocido. Permíteme vivir en tu aldea y ser uno más. Yo hablo el lenguaje de Catay y soy mejor ladrón que un turco de Bagdad. Soy un comerciante más astuto que los naimanes. Sé hacer escudos y guarniciones, y sé martillar el metal en muchas formas útiles. Sé escribir en el idioma de Catay y los uigures. He estado dentro de la Gran Muralla de Catay y conozco muchas cosas. Aunque mi cuerpo es torcido, puedo serte útil en incontables formas. Yesugei y su gente estaban pasmados. No había aquí un enemigo reclamando y amenazando. El chamán1 tocó el codo a Yesugei mientras éste vacilaba, mordiéndose el labio. –El ganado ha estado muriendo de una misteriosa enfermedad –le susurró–. Los espíritus del Cielo Azul exigen un sacrificio. Aquí hay uno al alcance de tu mano, ¡oh, señor! El hijo de un jefe, el hermano de tu esposa. Los espíritus requieren un noble sacrificio. El supersticioso mongol se sintió confundido. Necesitaba artesanos y no había sido insensible al gesto de afecto y alegría de su hermosa y mal dispuesta esposa al ver a su hermano. Había pensado que Houlun sería más dócil si él era afable y bondadoso con su hermano, y que ella podría ser más feliz entre extranjeros con uno de su sangre a su lado. Pero el sacerdote estaba susurrando a su oído, y él escuchaba. Kurelen, que odiaba a los sacerdotes, sabía lo que estaba sucediendo. Vio la mirada vacilante del joven khan oscurecerse. Vio el maligno perfil del chamán, el cobarde y cruel labio colgante. Vio las astutas y malignas miradas, ávidas de tortura y sangre. Vio a los guerreros, que no sonreían ya, pero que se acercaban a él en silencio. Sabía que no debía mostrar temor. –Todopoderoso chamán, no sé lo que estás cuchicheando, pero sí sé que los sacerdotes son castradores de hombres. Tienen el alma de los chacales y usan la magia tonta porque temen a la espada. Hinchan sus barrigas con carne de anima les que no han cazado. Beben leche que no han ordeñado. Se acuestan con mujeres que no han comprado, ni robado, ni ganado en combate. Tienen el corazón de los camellos y morirían si no fuera por sus arterias. Esclavizan a los hombres con jerigonzas, con el objeto de que los hombres continúen sirviéndolos. 1 Sacerdote-médico entre las tribus de Siberia y, por extensión, entre los aborígenes americanos del noroeste.

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A los guerreros no les agradaba el chamán, a quien atribuían impíos deseos sobre sus esposas, y sonrieron sarcásticamente. El chamán examinó a Kurelen con el más maligno odio, y su astuto rostro se puso color escarlata. Yesugei había empezado a reírse, a pesar de su indecisión. –Respóndeme sinceramente, oh, noble khan –le dijo Kurelen–. ¿No podrías tú administrar justicia más fácilmente con un guerrero que con este sacerdote tonto? Yesugei, en su simplicidad, respondió: –Un guerrero es mejor que un chamán. Un hombre astuto no es tan bueno como un guerrero, pero es aún mejor que un sacerdote. Kurelen, si deseas ser uno de los míos, yo te doy la bienvenida. Y así, Kurelen, que había vivido toda su precaria vida de su ingenio y su inteligencia, se convirtió en un miembro más de la tribu de Yesugei. El chamán, derrotado por él, se convirtió en su más terrible enemigo. Los guerreros, que despreciaban al vencido, no escucharon más al chamán. Solamente las mujeres y los niños le hacían caso. Por mucho tiempo Houlun no quiso tener nada que ver con su hermano, que la había traicionado. Quedó encinta de Yesugei. Cuidaba su tienda, dormía en su lecho y parecía reconciliada porque era una mujer sagaz y desperdiciaba poco tiempo en penas y lamentos. Como toda persona inteligente, sacaba lo mejor de las circunstancias. Pero no quería ver a su hermano. Sólo en la hora de su parto envió a buscarlo. Estaba pasando momentos difíciles y, afligida, deseaba tener a su lado a la única persona que sinceramente amaba, aun cuando él se había burlado de ella. Su esposo estaba fuera en una partida de caza y ella no lo amaba. Sabía que Kurelen era detestado y temido por la tribu de su marido. Pero también había sido detestado por su propia gente y ella sabía por qué. Houlun también despreciaba a su tribu, pero como ella se mostraba fría, altiva y reservada, era respetada. Kurelen no era respetado porque era locuaz y se mezclaba libremente con los hombres de la tribu que a veces lo aceptaban. En consecuencia, lo creían inferior, y hasta los pastores hablaban de él despectivamente, riéndose de su cobardía. ¿No había él dado aquiescencia al rapto de que fue objeto su hermana? La vieja sirvienta Yasai, que había llegado hasta la entrada de la tienda de Kurelen, lo miraba. Él levantó la vista, la vio y entonces, lamiendo hasta la última gota del kumiss, admiró por última vez los hermosos cincelados de la escudilla de plata. La depositó cuidadosamente sobre el suelo cubierto con pieles esparcidas. Se enjugó la ancha boca, fina y torcida, en la manga sucia y sonrió. –¿Y bien, Yasai? –inquirió amablemente. 15


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Ella frunció el entrecejo. Kurelen era el hijo de un jefe y le hablaba como a una igual. Los marchitos labios de la anciana se apretaron con desprecio. Hizo un movimiento como para escupir y gruñó. Kurelen continuaba mirándola. Envolvió sus manos en las anchas mangas, sentándose en el suelo. Solamente sus maliciosos y traviesos ojos resplandecían en la calurosa penumbra de su tienda. Su amabilidad y humildad no engañaban a la anciana, aunque sí a los otros: él no consideraba a los miembros de la tribu de Yesugei sus iguales. Si hubiera exhibido orgullo y conciencia de su superioridad, tanto como sencilla amabilidad, ellos le habrían adulado, agradecido e incluso adorado. Su falta de orgullo y aire campechano eran, ellos sabían, meramente burlas, sarcasmos sobre la inferioridad de los otros, y su odio y desprecio hacia ellos. Ella dijo lacónicamente: –Vuestra hermana, la esposa del khan, desea que vayáis a su tienda. Él enarcó las cejas. –Mi hermana –dijo con aire meditativo. Se rió con sarcasmo y se puso de pie con asombrosa agilidad. Yasai lo observaba con aversión. Los simples bárbaros mongoles sentían repugnancia ante la deformidad física. –¿Qué desea ella de mí? –añadió tras una pausa. –Está de parto –respondió la vieja, y se marchó. Lo dejó solo, de pie en el centro de su pequeña tienda. Sus ojos bailaban arriba y abajo y los labios se torcían en una media sonrisa. Tenía la cabeza inclinada, al parecer hilvanando furiosos pensamientos. A pesar de su deformidad, de sus inquietos ojos y de su sonrisa, era un ser extrañamente patético. Salió a la cruda y cálida luz de la rosácea puesta de sol.

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