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Í NDICE

Prólogo, 11 Preludio, 15 Introducción, 19 ¿Existe un excepcionalismo mexicano?, 19 Un estoicismo de dos filos, 20 Entre velos y máscaras, 24 La circunstancia mexicana, 29 1. La condición originaria, 33 La otra independencia, 34 ¿Una modernidad inconclusa?, 37 El excepcionalismo mexicano, 43 La fragilidad del orden deseado, 47 ¿Democracia sin demócratas?, 49 2. La condición nacional, 53 Usos y abusos del nacionalismo, 55 Los desusos del nacionalismo, 58 Lecciones para nacionalistas, 66 3. La condición política, 67 Construir la democracia, 68 Vivir en democracia, 72 9

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4. La condición cívica, 77 Luces y sombras, 77 Cajón de sastre, 80 5. La condición ciudadana, 89 ¿Tenemos el gobierno que merecemos?, 90 Nuevos aprendizajes sociales, 94 6. La condición ideológica, 99 El fin de las ideologías, 100 Ser de izquierda en México, 106 Ser de derecha en México, 109 El retorno a lo básico, 112 La conjura de los necios, 116 7. La condición religiosa, 119 Política y laicismo, 120 Conflicto de absolutos, 123 Redefinir la tolerancia, 128 8. La condición posmexicana, 131 La redefinición de lo público, 133 En los bordes de la democracia, 136 Contra la corriente, 139 Desafiar el futuro, 141 Posmexicanidad, 149 Reflexiones inconclusas, 155 Notas, 161 Bibliografía, 169 10

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l pueblo mexicano comparte con el del resto de Hispanoamérica una larga historia de agravios y ultrajes que marcaron para bien o para mal nuestras maneras de ser y estar en el mundo. No es mi propósito en este capítulo escarbar en esta historia común para encontrar y discurrir sobre los rasgos culturales específicos de quienes habitamos esta parte del planeta, sino contrastar algunas de las constantes culturales regionales más arraigadas y aceptadas por los historiadores en el ciclo largo de nuestra historia con su contraparte en el ciclo corto más reciente, digamos de los últimos veinticinco años, o sea el ciclo de las democratizaciones. En particular, me interesa contraponer en el tiempo nuestra acendrada condición de “ciudadanos imaginarios” que, a juzgar por varios estudiosos, constituye una suerte de condición originaria de nuestros pueblos desde los inicios mismos de su vida independiente.21 Paso seguido, aterrizaré el ejercicio en nuestro país, no sólo para documentar o seguir documentando nuestro excepcionalismo, sino para reconocer en él los cambios y continuidades culturales que orientan mi búsqueda. Puesto como interrogante, la cuestión aquí sería: ¿hasta dónde la invisibilidad de los ciudadanos, que fuera un elemento constitutivo en la formación de nuestras repúblicas, sigue siendo un componente decisivo de la política efectiva en la región?, ¿qué novedades introduce México en este sentido en la etapa más reciente de su evolución?, ¿qué aspectos de nuestro acendrado estoicismo cultural hemos mandado finalmente a retiro y cuáles permanecen intactos en nuestro muy largo, conflictivo e inconcluso proceso de construcción de ciudadanía? 37

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La otra independencia Desde el inicio de las luchas de Independencia en Iberoamérica, las elites políticas criollas se plantearon como proyecto la construcción de naciones que fueran plenamente modernas y que estuvieran cabalmente insertas en la órbita capitalista internacional.22 Sin embargo, tuvieron que luchar no sólo en el terreno militar y jurídico-político contra el poder de las corporaciones y estamentos de la sociedad tradicional de la Colonia (Iglesia católica, ejército, notables, etcétera), sino que en el terreno cultural se toparon con un orden moral tradicional, corporativista y premoderno; con un orden señorial, jerárquico, patrimonialista, racista y centralizador del poder, y con una pesada herencia de caudillismo político, clientelismo y prácticas de cooptación y control arbitrarios que, de hecho, hicieron prácticamente imposible el propósito. Obviamente, la modernización política y económica de estos países era impensable sin un entramado institucional y jurídico que les diera sustento. A su vez, este orden institucional requería de “sustancia” o materia prima, i.e., de ciudadanos que encarnaran y operativizaran los valores, las metas, las prácticas y los procedimientos institucionales. El gran problema era que tales ciudadanos simplemente no existían, de modo que había que crearlos, y tal creación fue sobre todo imaginaria, como elemento central de un “modelo cívico”, de una moral pública, en la cual se definía lo público a partir de lo privado, y de un tipo humano específico: el ciudadano, la contraparte imaginaria del abigarrado universo de las prácticas y los modos de operación política realmente existentes. De modo que las elites liberales tuvieron que mediar entre la ausencia real de insumos políticos vitales (ciudadanos, participación, consenso y legitimidad social construida “desde abajo”) y la necesidad de control y estabilidad políticos, a fin de garantizar la viabilidad de sus proyectos de nación y modernización, para lo cual tuvieron que recurrir a los viejos modos y prácticas caudillistas y clientelares, que eran 38

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las únicas existentes y arraigadas en la trama social y económica de las jóvenes naciones latinoamericanas decimonónicas. Pero esto no era mero “pragmatismo” o “astucia de la razón”, sino que se enmarcaba en la lucha por la construcción de un orden moral, de una estructura que no se reduce a meros preceptos, sino que orienta y articula formas de organización de la vida social y campos enteros de afectividad, ordena asimismo las representaciones, discursos y retóricas sobre lo público y sus formas legítimas de estructuración, y en este renglón particular es que el modelo imaginario del ciudadano que encarna las virtudes cívicas respondía funcionalmente a la doble necesidad de construcción de un orden político moderno y de mantenimiento del control y la estabilidad; se hacía así, de la necesidad, virtud. En abono de esta construcción imaginaria del ciudadano desde lo alto, cabe añadir un segundo elemento: la tradición centralista, según la cual, desde el siglo XVII, al calor de las reformas borbónicas, se da en Iberoamérica un fenómeno de concentración de poder y recursos políticos en unas cuantas manos, dando lugar así a patrones autoritarios de gobierno. Esta situación origina a su vez algunos rasgos que, mientras en la Europa noroccidental fueron inseparables de las consecuencias de la Revolución Industrial, en América Latina tienen carácter inequívocamente “preindustrial”: una tradición burocrática de racionalización industrial, sobre la cual se ha instalado el centralismo activo, que ha configurado los procesos de continuidad y de cambio, y una cultura urbana preindustrial sui generis, en cuyo interior se ha formado y desarrollado un vasto sector terciario, orgánicamente ligado a las instituciones y hábitos burocráticos. Tal complejo causal explicaría entonces, los patrones cíclicos de “liberalización”-estancamiento y crisis-recentralización autoritaria que han caracterizado a las sociedades latinoamericanas desde el siglo XIX, teniendo, sin embargo, un elemento “constante”: las burocracias centralistas, portadoras de un ethos autoritario y “caudillista”, pero también racional y centralizador que instrumentalizó al propio Estado para sus fines. De manera que el tan sobado papel “civilizador” que 39

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supuestamente habrían jugado los caudillos latinoamericanos, esos “césares democráticos”, o “gendarmes necesarios” para la modernización en Nuestra América, habría sido poco menos que imposible sin la existencia ya estructurada de formas culturales características del ethos racionalizador y centralista sobreviviente, dúctil y adaptable de las burocracias urbanas latinoamericanas. En la mirada de largo plazo, cabría replantear incluso diversas cuestiones sobre, por ejemplo, el autoritarismo y el populismo en América Latina, a la luz de esta constante adaptativa del ethos centralista. En consecuencia, desde muy temprano en su vida independiente, las naciones iberoamericanas sellaron la suerte de sus sociedades. La pretensión liberal de construir Estados modernos estables y la tradición centralista heredada de la Colonia terminaron eclipsando a las ciudadanías locales, por más que los ciudadanos constituían la razón de ser y el destino manifiesto del propio orden moral que se propusieron construir. De hecho, la invisibilidad de las ciudadanías latinoamericanas, cuyas secuelas vivimos hasta ahora, ha ido acompañada permanentemente de una apelación retórica por parte de las elites gobernantes al pueblo y la nación, dando por sentada su calidad de ciudadanos involucrados en los asuntos públicos, presunta fuente de legitimidad de sus acciones y decisiones. Por todo ello, reflexionar en clave moderna sobre la independencia de nuestros países, o sea a doscientos años de iniciadas las gestas por la emancipación de Nuestra América, no puede hacerse sin reconocer los enormes déficit que existen en todas partes en materia de construcción ciudadana. El peso de la tradición ha sido en este aspecto tan fuerte que ni el ingreso incontrovertible de América Latina a las naciones democráticas del mundo, gracias a la ola democratizadora de los años ochenta del siglo pasado, ha bastado para finalmente volver plenamente visibles a los ciudadanos no sólo como sujetos de derechos y garantías individuales, sino como res publica, o sea como el principio y el fin de la acción política. Se trata por ello de una promesa incumplida desde los orígenes de nuestra vida 40

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independiente, un sueño liberal pospuesto indefinidamente por las exigencias de control y estabilidad, que encontró en el centralismo, el autoritarismo, el caudillismo y el patrimonialismo, los mejores instrumentos para enfrentar el caos y la adversidad. Por eso puede hablarse de la “otra independencia”, una liberación siempre anunciada desde el comienzo de la vida independiente pero largamente pospuesta: la afirmación y el reconocimiento de ciudadanos de carne y hueso y no sólo imaginarios, o sea de verdaderos sujetos políticos y no sólo materia prima de retóricas populistas y clientelistas. Y sin embargo, los ciudadanos de esta parte del planeta, aunque tardíamente si se comparan nuestras jóvenes democracias con las de larga data, han comenzado a dejar atrás la servidumbre del pasado para constituirse en sujetos políticos cada vez más participativos y críticos. Ciertamente, las inercias del pasado siguen actuando a su modo para inhibir dicha afirmación ciudadana, pero lo conquistado hasta ahora nos hace ser optimistas en el futuro. Y es justo en este diapasón entre sustracción de ciudadanía desde las instancias de poder y afirmación a contracorriente de dicha condición por parte de nuestras sociedades iberoamericanas, que se han venido estructurando en el largo plazo los imaginarios ciudadanos del continente, esto es, las culturas políticas heterogéneas y diversas que cotidianamente son elaboradas, portadas, renegociadas y transformadas en la vida política y social de Nuestra América.23 ¿Una modernidad inconclusa? Mi tesis en esta parte no es de ninguna manera novedosa o compleja. En realidad, es de una simplicidad tan elemental que quizá por ello se vuelva inevitablemente radical y polémica. Ella sostiene básicamente que los importantes, inéditos y prometedores avances en materia de construcción democrática en América Latina registrados durante los últimos veinticinco años no han sido lo suficientemente sólidos y consistentes como para afirmar ordenamientos institucionales duraderos 41

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y efectivamente democráticos. De ahí que la anhelada búsqueda de las condiciones para “consolidar” las emergentes y jóvenes democracias no haya sido hasta ahora más que una quimera. Más aún, tensando el argumento, sostengo que la democracia en la región continúa siendo una cuestión todavía por construirse.24 Tomando en cuenta el desmedido —e incluso retórico— optimismo con que se celebró el inusitado y obviamente deseable —aunque también insuficiente— crecimiento democrático en la región, la tesis anterior quiere llamar la atención sobre las impresionantes y resistentes condiciones históricas estructurales que explicarían en última instancia tanto ese pobre desenlace del proceso democratizador (que ha desembocado, insisto, en ordenamientos institucionales frágiles, limitados, etcétera) así como sobre las razones de la vitalidad y la fortaleza de nuestras viejas y perversas prácticas autoritarias.25 No resulta exenta de dificultad la tarea de evaluar objetivamente el verdadero alcance de los avances logrados en materia de democratización en la región durante los últimos veinticinco años así como sus problemas y desafíos aún pendientes de resolución. Muchos de esos desafíos poseen dimensiones descomunales y exigen una respuesta mínimamente efectiva si es que se quiere entrar en la senda de un ejercicio democrático perdurable y un desarrollo económico sustentable. En este sentido, América Latina es una amplia y compleja zona del mundo que se ha desarrollado en su conjunto de forma sumamente irregular, marcada por profundas desigualdades (geopolíticas, étnicas, etcétera) y obstáculos de diversa configuración e impacto (económicos, sociales, políticos, etcétera). Resulta imperioso entonces, realizar un diagnóstico, aunque sea esquemático, con el propósito de indicar las tendencias generales de evolución que se imponen al conjunto de la región en la actualidad.26 En primer lugar, América Latina presenta, salvo contadas excepciones, un conjunto de problemas que han registrado sustantivos avances o que incluso han sido virtualmente superados, tales como: la 42

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casi universal eliminación de prácticas electorales fraudulentas con la consecuente institucionalización de procesos transparentes de alternancia en el poder; el control civil y la neutralidad militar en los asuntos públicos; el significativo aumento de ámbitos de participación y ciudadanía junto a la afirmación de claros espacios de pluralismo y competencia política así como de expresión y canalización de nuevos intereses societales. En segundo lugar, presenta un conjunto de problemas abrumadores aún vigentes o incluso extendidos en tamaño y profundidad, tales como: la condición de pobreza estructural (exclusión, desigualdad, marginación) producto de la inequitativa distribución de la riqueza social; el insuficiente crecimiento económico y las formas ineficientes del capitalismo latinoamericano; el peso de la tradición premoderna manifestado en una infinidad de fenómenos ya típicos, tales como la corrupción, el clientelismo, el centralismo, el presidencialismo con amplios márgenes de discrecionalidad, el neopopulismo, sistemas de partidos débiles e ineficientes, etcétera. Finalmente, presenta un conjunto de problemas inéditos producto de un nuevo clima cultural-epocal, y que son expresión del propio desarrollo de la civilización occidental a caballo entre los siglos XX y XXI, tales como problemas asociados a los procesos de globalización y/o segmentación; el subsecuente debilitamiento del Estado-nación y la necesidad de configurar una nueva matriz de organización estatal. Otro grupo de problemas no necesariamente nuevos pero sí sumamente complejos y difíciles de erradicar son el crecimiento desmedido del narcotráfico y las nuevas manifestaciones de la violencia y la descomposición social. Si bien esta visión de conjunto no permite vislumbrar un futuro optimista para la región, tampoco quiere ser negativa y mucho menos paralizante. En varias oportunidades he externado mi convicción de que América Latina puede continuar avanzando en la democracia siempre y cuando sus gobiernos y sociedades enfrenten de manera decidida al menos dos grandes desafíos: a) la impostergable atención 43

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al tema de la justicia social y b) la obligación de replantear y resolver una nueva relación con la modernidad.27 Entre las múltiples paradojas que cruzan la historia reciente de América Latina, resulta significativo que en los años ochenta del siglo pasado, al tiempo que la región en su conjunto sufría una de sus peores crisis económicas y sociales, experimentó en el plano de la política un crecimiento democrático inédito y fundacional. Obviamente, se trató de un fenómeno particularmente significativo, pues la política —desde su específico ámbito de autonomía— se afirmó como el ejercicio de la libertad humana, en contra de cualquier tipo de determinismo, al tiempo que la democracia se reconoció como la mejor vía para organizar a la sociedad. De esta suerte, en un subcontinente atravesado por enormes desigualdades socioeconómicas —con todas las consecuencias prácticas que derivan de esa radical y crónica condición de pobreza— se afirmó la creación de mecanismos e instituciones democráticas como un fin en sí mismo. A esta paradoja cabe añadir otra igualmente sorpresiva. Desde finales de los años ochenta y a lo largo de los noventa, América Latina experimentó un profundo proceso de transformación y/o modernización económica. Los sistemas económicos de la región se reconvirtieron de sistemas de gestión estatal, monopolista y protectora a sistemas basados en los mecanismos del mercado y la eficiencia.28 Al inicio de ese proceso resultó sumamente común escuchar argumentos que defendieron el presunto reforzamiento y complementariedad de ambos procesos: los de liberalización económica y los de instauración democrática. Curiosamente, en los hechos ocurrió todo lo contrario. Pese a los incuestionables y necesarios éxitos macroeconómicos cosechados por el programa ortodoxo de ajuste económico —control de la inflación, reducción del déficit público, estabilidad cambiaria, aumento de las reservas e incremento del ahorro, crecimiento económico moderado, políticas fiscales más eficientes, privatización de empresas controladas por el Estado, liberalización de los mercados y apertura 44

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al exterior, etcétera—, el impacto de dicha reforma en el plano social resultó abrumadoramente deficitario.29 En efecto, a raíz del proceso de liberalización económica se exacerbó notablemente la desigualdad en la distribución del ingreso en América Latina, ya de antemano muy marcada si se la compara con la existente en otras latitudes.30 En suma, al caer masivamente los costos de la reforma económica sobre los hombros de los menos privilegiados, el significado político de ésta adquirió inmediatamente un cariz negativo. Casi de manera automática, el incremento de la pobreza se transformó en la fórmula más eficiente de desintegración social y de ingobernabilidad amén de que también revivió el apenas conjurado fantasma de la violencia política.31 Los politólogos dedicados a estudiar los incipientes procesos de democratización de la región coincidieron inmediatamente en que la desigualdad social se convertía ahora en la máxima prioridad política. Sin embargo, prácticamente todas las propuestas diseñadas hasta ahora para resolver este complejo círculo vicioso entre democracia y desigualdad, han resultado insuficientes, amén de que las experiencias nacionales estudiadas no han permitido todavía definir relaciones y tendencias claras.32 El alcance y sentido actual de la democracia realmente existente en América Latina no han sido modificados exclusivamente por las irresistibles tendencias económicas mundiales. Además de ellas existen otros factores de carácter “cultural” que también nos permiten explicar, al menos hipotéticamente, por qué nuestras jóvenes democracias se encuentran, en el mejor de los casos, en condiciones de institucionalidad frágil e inestable. Más específicamente, las condiciones culturales propias de la región en las cuales los ordenamientos democráticos han intentado consolidarse han sido más bien premodernas o tradicionales. Esto es, la democracia ha intentado abrirse camino y afirmarse sin contar con el sustrato mínimo de secularización cultural y diferenciación estructural indispensables para combatir efectivamente los muchos enclaves o residuos autoritarios premodernos (cacicazgos, clientelis45

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mos, corporativismos, populismos, etcétera) que todavía perviven con una alta cuota de influencia y poder en la región. Junto a esta ya clásica visión, que por lo demás continúa guardando una actualidad interpretativa de primer orden, surgen otras hipótesis de corte cultural para explicar los severos límites que experimenta la democracia para transformar positivamente los esquemas de convivencia social en América Latina. Dentro de ellas destaca la sostenida por Norbert Lechner según la cual los cambios del clima cultural de la región modifican las posibilidades mismas de la política.33 Tales transformaciones serían básicamente dos: una pérdida de centralidad de la política como núcleo rector del desarrollo social en virtud de la primacía ganada por el mercado para regular y coordinar las relaciones sociales. Y, en segundo término, una drástica informalización de la política, toda vez que en el nuevo contexto de toma de decisiones políticas éstas resultan de formas cuasi privadas de negociación e intercambio entre los principales actores políticos en aras de garantizar presuntas condiciones óptimas de gobernabilidad. Naturalmente, la principal consecuencia negativa de esta segunda tendencia consistiría en el grave desdibujamiento y/o erosión del andamiaje institucional democrático. He tratado de condensar en las líneas precedentes una mirada crítica a la democracia realmente existente en América Latina y sus principales desafíos a futuro. Se trata de una mirada que ha querido ser a la vez un recuento de adelantos y uno de desengaños y/o expectativas insatisfechas en el marco complejo de tendencias globales generales así como también de diversidades particulares regionales. Mi conclusión en este punto es que en América Latina, más que en otras regiones del planeta, existen las condiciones idóneas para expandir la democracia realmente existente al orden social. En los hechos, la política institucional está siendo rebasada permanentemente por las iniciativas ciudadanas independientes. De lo que se trata es de completar la democracia en el terreno institucional y normativo, pues sólo así se garantiza la existencia y el respeto a los 46

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derechos civiles y políticos elementales, y de que las autoridades no entorpezcan la acción pública independiente de sus sociedades.34 El presupuesto teórico en el que se apoya esta conclusión puede ser colocado en los siguientes términos. Ahí donde la democracia institucional está inconclusa, es más apremiante y hasta factible expandir la democracia social que en países donde la democracia institucional está consolidada. Esto es así porque las sociedades ubicadas en la primera situación aún deben realizar una gran inversión colectiva que convierta a sus integrantes en auténticos ciudadanos, es decir, en sujetos políticos. De acuerdo con lo apuntado arriba, reflexionar hoy sobre América Latina debe considerar a un nuevo actor que ha irrumpido en la esfera pública de la región: la sociedad civil. El llamado resurgimiento de la sociedad civil obliga a replantear no sólo su relación con el Estado, sino el papel de la política institucional y estatal prevaleciente. De hecho, el Estado latinoamericano actual sólo puede ser entendido a partir de las transformaciones de la sociedad civil en el espacio público, lo cual le imprime un viraje a la concepción estatal en nuestra región. Redefine no sólo el concepto de Estado, sino también el conjunto de ideas sobre lo político. De algún modo, la política se desestatiza, o sea que la sociedad civil adquiere o conquista paulatinamente la capacidad de llenar de contenidos simbólicos a la misma. Esta situación coloca al Estado ya no como la institución que monopoliza lo político, sino que para afirmarse como tal requiere transformarse y ceder el espacio público a lo social. El futuro del Estado en América Latina depende entonces de la capacidad de asimilar en su justa dimensión el nuevo papel de la sociedad civil. El excepcionalismo mexicano En el caso específico de México es posible distinguir una serie de sucesos que no aparecieron en los demás países latinoamericanos. Fruto de la primera revolución social del siglo XX y de la confrontación y/o el 47

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