Un Mar de historias Mariano Fortuny

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Un mar de historias

Un mar de historias

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Mariano Fortuny

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9 788499 795737

Un mar de hist0rias Texto

Care Santos Ilustraciones

Roberta Bridda

Mariano Fortuny


Un mar de historias

Mariano Fortuny Texto Care Santos Ilustraciones Roberta Bridda



El abuelo Mariano

N

o creo que haya existido jamás un

niño a quien no le guste dibujar. A mí me encantaba. Comencé an-

tes de cumplir los 6 años. Dibujaba todo lo que veía: sillas viejas, ventanas de la casa

También se sabía un montón de cuentos. Nos los contaba para animarnos, a mis her-

manos y a mí, cuando estábamos tristes. A veces estábamos tristes porque echábamos de menos a nuestros padres, que murieron cuando éramos muy pequeños.

donde nací, las manos del abuelo o de mi

El abuelo Mariano estaba siempre muy

los árboles, las nubes del cielo, las calles es-

cuando yo solo tenía 9 años, susurró, muy

tío Antonio, los pájaros que volaban desde trechas de mi ciudad, que se llama Reus y que no queda muy lejos de Tarragona. También dibujaba las figuritas de cera que mo-

delaba mi abuelo y que luego vestía con ropas de colores, para hacer con ellas un museo en miniatura, que llevaba por los pueblos de Cataluña y de Francia. Mi abue-

lo Mariano era increíble. Da un poco de risa, pero en mi familia nos parece diverti-

do repetir el nombre. Mi abuelo, mi padre, yo, mi hijo… toda una colección de Marianos

Fortuny. ¿Os imagináis qué lío si alguien hubiera llamado por teléfono? Menos mal

que el teléfono aún no se había inventado. Os decía que mi abuelo era increíble: medio escultor, medio comerciante, medio nó-

mada, medio adivino y medio artista. Era como ser nieto del personaje de una novela. Además, hablaba muy bien y sabía con-

vencer a la gente de casi cualquier cosa.

atento a todo. Un día, viéndome dibujar misterioso:

—Esto tiene que verlo don Domingo Soberano.

Pasé días preguntándome quién debía de

ser aquel señor Soberano. Tenía un nombre

misterioso, tal vez de mago, o de general de caballería, o de príncipe de incógnito o de

titiritero. Lo supe un día en que mi abuelo se calzó sus mejores alpargatas y me mandó peinarme. Recorrimos las estrechas ca-

llejuelas hasta llegar a un taller de pintor, un lugar lleno de telas, paletas, pinceles y

botes de pintura de colores. El aire olía muy

fuerte a disolvente, a tabaco, a las ascuas del brasero y a vino (esto último me pareció

un poco raro). Domingo Soberano era un señor con barba y cejas despeinadas, que llevaba una bata de pintor llena de man-

churrones. Me dio una hoja de papel y me ordenó:

—Dibújame.


Lo hice lo mejor que supe, procurando no

Así fue como, gracias a mi abuelo, me convertí

bata sucia y aquellas cejas de demonio de

lo que más deseaba. Como además de todo lo

olvidar ni un solo detalle, y eso incluía la teatro.

Antes de que terminara de pintarle, Domingo Soberano exclamó:

—¡Aceptado! ¡Le tomo como alumno! ¡Puede empezar mañana!

en alumno en una escuela de dibujo, que era que os he dicho, mi abuelo era medio pobre,

aquella no era la mejor escuela del mundo, pero a mí eso me daba lo mismo, porque para mí era un lugar maravilloso. El lugar donde comenzar a convertirme en lo que deseaba ser.


Otro Domingo

pintores y aprender técnicas nuevas. No os

Domingo Soberano era pintor aficionado y

bre serio y enfurruñado, en realidad era ge-

Todo lo que sabía de pintura lo había apren-

fue mi amigo. Un día después de varios

lo debía a su padre y a sus muchos viajes,

—Tú necesitas otro maestro, hijo. Eres de-

él fabricaba, y aprovechaba para conocer

nada más.

creáis los retratos en que parece un hom-

también fabricante de vinos espumosos.

neroso y risueño. Además de mi maestro

dido por sí mismo. Lo que sabía de vinos se

meses, me dijo:

en los que vendía «Champán de Reus», que

masiado bueno. Yo ya no puedo enseñarte


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