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Mi tierra argelina Una mujer entre la revolución y la guerra civil Wassyla Tamzali Traducción de José Miguel González Marcén y Gonzalo Velasco Arias

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Índice

Lo que no pude decir

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LA PASIÓN POLÍTICA (El primer círculo) La casa de Saint-Eugène La revolución agraria La Filmoteca

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Los hijos del año I Los Otros

Las mujeres argelinas

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Una historia demasiado grande para nosotros

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El retorno de las tribus La vuelta a la Granja

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La profecía de Abdenour El guión recuperado

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LA CASA HENDIDA (El segundo círculo)

El odio al cosmopolitismo

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203

EL VAIVÉN (El tercer círculo) La partida

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257

El fin de las apariencias «¡Dejadnos vivir!»

El aprendizaje de la violencia

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LA PALMERA TRASPLANTADA (El cuarto círculo) La historia de mi familia

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No hay nada que entender

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Lo que aún no he contado

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«…y hay que reconocer que el único superviviente auténtico de esta historia es el lector mismo, y además es siempre en cuanto único superviviente como cada lector lee cada historia». José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis

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Lo que no pude decir

El 11 de diciembre de 1957, todo fue arrastrado por el poderoso aliento del asesinato. Era un día más en la larga guerra de Argelia, el día en el que mi padre fue asesinado por un conciudadano, a las cuatro de la tarde. La noticia se propaga con rapidez. Soy la única que no sabe nada cuando, a la salida de la escuela, bajo por la calle de los Ancianos. Son las cinco. Los comerciantes están delante de sus tiendas con las persianas medio bajadas. Me miran. Me acompaña un extraño silencio. Unos amigos de mis padres me esperan al pie de nuestro edificio. «No puedes subir a tu casa, ha pasado algo grave. Te vienes con nosotros.» Más tarde, me llevan a la casa de mi tío Chérif, a la que han llevado el cuerpo de mi padre. Encuentro allí a mi madre y a mi hermana, una niña perdida en medio de tanta gente y de tanto dolor. Me espera en lo alto de la escalera. «¿Ya no podré hablar nunca más con papá?» La escena de la niña, tiene siete años, haciéndome aquella pregunta que tiene forma de oración, me marca para siempre. No podía decirle lo que esperaba de mí. «Es un mal sueño. No llores.» Y entendí el alcance de nuestro dolor. Tengo quince años y sé que durará siempre. Mi familia fue alcanzada de repente por algo que no había buscado. Los dioses se sirvieron de un miserable hombrecillo atormentado por un resentimiento secular. Había matado al primogénito de una familia ajena a las tribus que dominaban la ciudad desde hacía demasiado tiempo. Su odio devastador había dado sus frutos fácilmente, ya que la guerra en la sombra ocultaba todas las felonías. La tragedia hizo que doblasen las campanas por nuestra estancia en Bugía. Las casas, las tiendas,

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los almacenes, la Granja, todo se cierra, se abandona. Algunos de los nuestros, los primos de mi padre, deciden dejar definitivamente, no sólo la ciudad, sino también Argelia. «No se hace una revolución sin romper algunos huevos. Tenemos que entenderlo. Debes irte con tus hijos», dicen llenos de compasión a mi madre. «No.» Mi madre, la española, decide quedarse y amar a este país como mi padre lo había amado: sin condiciones. Tiene treinta y seis años. Retoca sus vestidos, se viste de luto como las mujeres de su país, hasta que mis tías le dicen: «Aquí eso trae mala suerte». Pero le queda para siempre su cabello canoso, que se vuelve absolutamente blanco en pocos días. Es aún más hermosa. Decide ir a vivir a Argel, a casa de mi abuelo argelino, el padre de mi padre, Ahmed, hijo de Ismael. El otro, el español, Francisco, el padre de ella, había muerto hace tiempo y salido de nuestra historia hacía mucho más tiempo aún. El emigrante, tan pobre como una rata y tan orgulloso como un grande de España, había repudiado a su hija porque había osado amar a un árabe, al moro1, como le llamaban en Pinedo. «Quiero que mis hijos tengan una educación argelina», dice ella. Pero mi abuelo Ahmed no era un mentor, y tuvimos una educación argelina gracias a ella. Dejamos Bugía en septiembre de 1958. Ruptura definitiva con una vida, nuestra vida de niños mimados, de mujer amada, de «castillo», como se decía en el país. Para ella, la ruptura con esa vida de amor se había consumado unos meses antes, en el viaje Bugía-Argel del 13 de diciembre de 1957. Estaba provista del salvoconducto nº 77/38 del comisario Principal de Bugía, confirmado por la autoridad militar de Bugía. La habían autorizado a

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1 En español en el original. (N. de los T.)

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ir por carretera a Argel acompañada del cuerpo de su marido, a consecuencia del atentado. El salvoconducto era válido del 12-1257 al 12-3-58. Hicimos el viaje en un convoy de varios coches, detrás de una camioneta comercial, en la que estaba el féretro de mi padre. En Argel, la casa de mi abuelo, en el Balcon SaintRaphaël, había sido acondicionada para acoger a la muerte. Habían quitado los muebles del salón y colchones y alfombras componían la cámara mortuoria. La casa ya estaba llena de gente cuando llegamos. Los hombres que no cabían estaban en el jardín y en la calle. En el interior, había mujeres llorando. El muerto era el más amado. La tragedia perpetuaba sus reglas, de siglo en siglo, confiando a los hombres el compartir la muerte y a las mujeres el llanto tras el drama. Los hombres escuchaban a las mujeres, mudos y consternados. El héroe había sido abatido por uno de sus paisanos. Las mujeres velaron al muerto, sentadas en los colchones, y acompañaron el dolor de la familia durante tres noches, durmiendo por turnos, hablando en voz baja, quitándose la palabra unas a otras. El continuo susurro de las mujeres me ofrecía un refugio provisional. Silencio en el corazón. Entre la vigilia y el sueño, pasé tres noches, olvidada en la convulsa casa; había que dar de comer a todo el mundo, los visitantes no cesaban de llegar. Mi madre estaba perdida en su dolor, lejos de mí y de mi hermana. Habían sacado el cuerpo de su ataúd, recubierto por un lienzo blanco, y lo habían instalado sobre las alfombras en medio del salón. Los recitadores de oraciones llegaron enseguida y sus melopeas invadieron mi ser. Durante mucho tiempo, los cantos árabes, incluso los de amor, me remitirían a aquella escena. Cuando llegó el momento del levantamiento del cuerpo, me había transformado en estatua de sal y mi madre dijo: «Cuidado, abofetead­la, tiradle agua, va a desmayarse». Estaba absolutamente blanca.

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Mi padre fue enterrado al día siguiente de nuestra llegada a Argel. Al otro día, mi hermano llegó de Saint-Paul de Vence, donde estaba interno. El director no se había atrevido a anunciarle la muerte de su padre y le había dicho que, a petición de sus padres, se habían adelantado sus vacaciones de Navidad. Fui a buscarle al aeropuerto y fui yo quien se lo dije. «¡¿Quién lo ha hecho?!» A lo largo del trayecto mantuvo la cabeza gacha. Apretaba los dientes. Se podían apreciar sus maxilares. «Le vengaré.» Unos días después, un coche vino a buscarle para llevarle a la fábrica, donde dos primos de mi padre le esperaban y le llevaron aparte. «Ahora vas a leer una cosa y te olvidarás de ella, no tienes que decírselo a nadie.» Le tendieron una carta. Estaba escrita en francés, en un papel de formato A4, y tenía varios tampones. Era una carta del coronel Amirouche, jefe de la región militar de la Kabilia, la wilaya 2. Presentaba sus condolencias a mi abuelo y afirmaba que no estaba implicado en el crimen. El culpable será juzgado y fusilado, prometía. Mi hermano no habló con nadie, pero no olvidó nunca. Creo que aún aprieta los dientes. De vuelta a Saint-Paul de Vence, encontró una carta de nuestro padre deseándole un feliz cumpleaños. Feliz cumpleaños, hermanito, tú tenías trece años escasos y yo quince. El dolor se transformó en pena, una pena infinita.

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La pasión política (El primer círculo)

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La casa de Saint-Eugène

A menudo me he interesado por las medusas, y por Medusa, un monstruo ambivalente, como todos los que han atravesado mi historia. Mataba a sus presas inmovilizándolas mediante su poder hipnótico. Sólo Perseo escapó a ella. Le bastó con mantener la mirada del monstruo fija en su propio reflejo, invertido por el metal bruñido de su escudo. Se dice que al verse reflejada, la Gorgona perdió su poder maléfico, que se convirtió en benéfico. Yo he tardado mucho tiempo en derrotar a Medusa. Un largo trabajo, culminado por este relato. Dejé Argel el 1-5-79. No era el gran viaje, digamos que fue un viaje que duró mucho más tiempo del previsto. Había decidido irme una temporada para tomar perspectiva respecto a Argelia, el gran tema de mi vida, una historia de amor tenaz, cada vez más neurótico a medida que los años pasaban y el país tomaba un rumbo que yo no quería ver, que nosotros no queríamos ver. ¿Nosotros? Yo y todos con los que compartía largas horas en la Filmoteca, en el café Le Novelty, en la plaza Emir Abdel Kader, en los restaurantes de la calle Tánger. En casa Tahar, apoyados en el exiguo mostrador, mientras el hogar de carbón vegetal blanqueaba lentamente, hablamos, hablamos del Mundo, de la Revolución y de Argelia. Nos quedamos allí toda la tarde, mezclando el humo de nuestros cigarrillos con el olor enfriado de la carne asada, ante un clarete templado por nuestras pasiones. En casa Omar, y sus platos de ragú de cordero, bañado en una salsa tan clara como la oración de un mendigo y servidos con un pan entero por persona para saciar nuestra hambre secular. Allí agarramos nuestra borrachera de Selecto, la bebida nacio-

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nal, gaseosa y empalagosa. Muchas veces, mujeres veladas, de paso, venidas de provincias o de los arrabales de Argel se sientan en nuestra mesa, en la sala del primer piso. Llevan haïk blanco y el rostro disimulado por un ligero velo, que levantan para comer ávidamente, con la mano, bocados de carne y pan con abundante salsa. Algunas con remilgos elegantes, conscientes de que son el centro de todas las miradas. Una escena campechana de aquel tiempo en el que el velo no es aún un manifiesto político y en el que las mujeres veladas me remiten a imágenes familiares, las de mi abuela Imma N’Fissa, la madre de mi padre, saliendo por la tarde de la quinta morisca de Saint-Eugène, el barrio predilecto de las familias argelinas de ascendencia turca, que venían del mar, vivían frente al mar y se casaban entre sí, casi exclusivamente. Era un barrio de mansiones patricias que ofrecían a la vista bellas fachadas sobre una cornisa batida por las olas de alta mar. Los jardines son exuberantes e insospechados. Las veladas se celebran bajo glorietas de prolíficos jazmines, en la penumbra para escapar de los mosquitos. Los portones nunca están cerrados y se pasa sin cesar de una a otra casa. Los matrimonios se conciertan en las largas tardes de verano; los adolescentes han crecido y ha llegado la hora de interrumpir los juegos prohibidos. Nuestra casa es de las más grandes, se alza en la calle Alta de la Cornisa. Tiene inmensas terrazas y una multitud de habitaciones y espacios inútiles, dejados al albur de nuestra imaginación. Se ve el mar desde todos los sitios. La llamamos El Dar, la Casa, dejando claro el papel que ocupa en la cosmogonía familiar. La compró en los años veinte mi bisabuelo Ismaël Ben Raïs Ali, el hijo del capitán Ali, perdido en el mar, a la altura del cabo Matifou, tras la bahía de Argel. Aquel naufragio puso fin a la vida aventurera de los hombres de la familia. Ismael dio la espalda al mar, se trasladó al país profundo y se

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convirtió en el primer comerciante. Escogió la Kabilia, en el corazón de Berberia, y se instaló en Bugía, la ciudad portuaria en la desembocadura del Soummam, a doscientos cincuenta kilómetros al este de Argel. Así es como esa ciudad se convirtió en la ciudad natal de la mayoría de nosotros, hasta mi generación, hasta la partida originada por el asesinato de mi padre. Una vez hecha su fortuna, el hijo del capitán Ali volvió para instalarse en Saint-Eugène, entre las gentes de su gremio. Dejó en Kabilia a dos de sus hijos, entre ellos mi abuelo, a cargo de los almacenes y comercios que había establecido y que habían crecido y se habían multiplicado con rapidez gracias a su talento y al trabajo de sus hijos. Mi abuelo Ahmed, al igual que su padre, dejó un día Bugía y se instaló también en la casa de Saint-Eugène, que había heredado, dejando tras sí a dos de sus hijos, mi padre y mi tío Chérif, a cargo de los comercios y almacenes, que habían prosperado. Todos nos encontrábamos con ocasión de los matrimonios, circuncisiones o fallecimientos que salpicaban la vida familiar. Éramos un montón de primos, casi todos de la misma edad, chicos y chicas, mezclados en grandes dormitorios comunes. Mi hermano, mi hermana y yo íbamos desde la Granja, a once kilómetros de Bugía. Habitualmente, hacíamos el trayecto de noche, en un Citroën negro. Todos los coches de mi padre eran de la misma marca y del mismo color; cada dos años, el garaje Séguin le entregaba el último modelo, hasta el DS, encargado y nunca entregado. La muerte se lo había llevado antes de la llegada del coche aerodinámico. El trayecto Bugía-Argel se hacía interminable, y lo era, con los coches rodando a 60 km/h como máximo. Los primos llegaban de Constantina, la ciudad de los riscos, y del Arroyo de Oro, otra granja que estaba cerca de Bone. Después de comer y de que los hombres se vayan, las mujeres suben al primer piso a prepararse. Los dormitorios daban

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a una galería abierta sobre el patio rectangular con paredes recubiertas de estuco y de azulejos. Tanto los pilares que lo rodean como los marcos de las puertas y la forma de las ventanas subrayan el estilo neomorisco, que es el de todo el barrio, construido a principios del siglo xx. Los muebles del salón y del comedor son europeos, de serie, tan tristes como los que decoran las habitaciones. En ellas, los frascos de perfume de cristal tallado sobre los tocadores y las cortinas de hermosos colores aportan un toque de refinamiento. En el salón princi­pal hay dos cuadros con marcos ovales de palisandro, adornados con herrajes, dos retratos al óleo de un mediocre maestro sin talento: el retrato del bisabuelo Ismael cubierto por un turbante amarillo pajizo, de rasgos finos y con expresión severa, y el de su mujer, mi bisabuela, no más sonriente, con los ca­ bellos enrojecidos por la jena y los ojos de un azul desvaído. La burguesía argelina se cuela torpemente en las maneras del colonizador. Nuestra pandilla espera en el patio la salida de las mujeres. Allá arriba los preparativos son largos, el tiempo de las visitas será corto y tenemos mucho que hacer. Las puertas se abren. Los tacones de aguja martillean con sonidos secos y agudos los peldaños de mármol de la escalinata. Nuestras madres y la abuela descienden, las más jóvenes con trajes de chaqueta a la moda, Imma N’Fissa con saruel (pantalones de harén) y la frente ceñida por un pañuelo pastel, anudado y que cae sobre el hombro. Siempre iba acompañada por mujeres de su edad vestidas como ella. Nuestra abuela y sus compañeras se acercan a la cómoda otomana, se liberan de su redecilla y cogen su velo, impecablemente planchado, colocado allí por las criadas. Abren ante ellas la pieza de tela ligeramente transparente, comprada en Túnez, en el Zoco de la Seda y, siguiendo una coreografía bien estudiada, colocan el velo sobre su cabeza y su

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hombro, se envuelven las caderas y, con un gesto rápido y preciso de la muñeca, fijan la tela con el cinturón del saruel. Luego, la colocan con precisión bajo el mentón, dejando libre el rostro que recubrirán con un ‘adjar de lino blanco y transparente, anudado sobre la nuca, para lo que utilizarán ambas manos. Es la última etapa en el momento de partir. Nosotros las miramos, tan extrañas y tan familiares. Escondemos nuestra impaciencia tras sonrisas infantiles. A mi abuela aún le queda organizar la cena. Da a las cocineras las últimas instrucciones y a la más antigua, la llave de la despensa. No es un asunto baladí, ya que a menudo somos hasta veinticinco, entre adultos y niños, sin contar la servidumbre. Al mediodía y a la noche nos reunimos para largas y abundantes comidas. Esos ágapes, cuya fuerza alegórica atraviesa el tiempo, son una constante de la historia familiar, punteada de ceremonias que celebran las comilonas habidas en común. Al menos, tres generaciones de glotones no han cesado de describir los platos de Saint-Eugène y de comentar recetas que se van difuminando conforme pasan los años. Todavía hoy, tienen lugar enconadas disputas sobre tal o cual manera de aderezar los platos, y es el más obcecado el que triunfa, dejando a los demás inmersos en la duda y la creación. Mi madre es la más firme en el capítulo de tradiciones familiares –y, por otra parte, en el de todas las demás–. «Mamá no ponía cebolla en el kebab.» Llamaba mamá a Imma N’Fissa. Con mi padre, había encontrado una familia a la que quería enfervorizadamente. Yo tampoco pongo cebolla en el kebab, un asado de cordero caramelizado en una salsa con limón y canela. Lo hago y lo vuelvo a hacer en todas las latitudes, para mí es una manera de hablar de mi país. «¡No! ¡No tiene nada que ver con las brochetas! Tienes que pedir otra vez.» Siempre estoy segura del efecto del kebab de mi abuela en mis amigos de París, Cádiz, Roma,

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Túnez, Nueva York, Porto Raphaël en Cerdeña, en la Grange en Borgoña, en el Lot y hasta en Argentina, entre los comedores de buey. Mis numerosos amigos, en las cuatro esquinas del mundo, con quienes organizo grandes comidas y vuelvo a encontrar el sabor de las de la casa de Saint-Eugène, a la que no irán jamás. Yo tampoco, salvo una vez, como una mirona inquieta. Se nos habían prometido la placidez y la serenidad. Cada uno de nuestros gestos lo decía. Ninguna sombra de escepticismo oscurecía nuestras frentes. Una gran familia que vivía bajo vastos pórticos, segura de sí misma y de sus valores. La segunda guerra mundial había llevado hasta lo más alto su fortuna provinciana. Cuando se suspendieron los vínculos marítimos con Francia, ya que las compañías no aseguraban ni los barcos ni las mercancías, los comerciantes de Bugía, tal como habían hecho sus ancestros aventureros, afrontaron el peligro. Son casi los únicos en expedir mercancías a Marsella en los barcos que fletan. Cada viaje es una apuesta en la que lanzan toda su fortuna al mar. Ninguno de los barcos fue hundido. La baraka. Todas las ramas de la familia de Ismael se convertirían en los proveedores de aceite, higos, algarrobas y jabón para los ejércitos aliados, americanos e ingleses, destinados en Argelia. La competencia es mantenida a distancia gracias a un pacto familiar que suelda el ejército de tíos y primos que patrullan por el país y aún más lejos, hasta Túnez. Los beneficios son enormes y llevan hasta lo más alto el prestigio de los hijos y nietos de Ismael. Nada parece detener la ascensión, la casa del Patriarca ostenta esa certidumbre. Mi abuelo la recibió junto con las paredes, y sus hijos después de él, y nosotros después de ellos. Estábamos educados para eso. Todos los hijos están allí, silenciosos y protectores. Son delgados, con chaquetas de mezclilla y camisas blancas. Tienen todos las manos delgadas y nerviosas, la nariz recta, unos sig-

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nos distintivos que se encuentran también en las mujeres y los niños. Los hombres están bronceados debido a sus giras por los pueblos de las montañas que rodean Bugía, donde toman por asalto las producciones de las pobres tierras, escarpadas y blancas por el sol. Vivimos al ritmo de las cosechas, de las campañas –las campañas de higos, de aceite, de algarrobas, de alcaparras…–, al ritmo de las compras de tierra, de los viajes de negocios, y de los pleitos comerciales. Yo nací en la estación de los higos, mi hermana y mi hermano nacieron durante los pleitos…, no sé más. Todo gira en torno al crecimiento del patrimonio, lo que determina la vida de cada uno de los hijos de Ismael, y después la de sus nietos, sometidos al mismo régimen. El padre, jefe indiscutido, destina a los hijos a una granja o a una empresa, un poco como los militares en tiempo de guerra. Una estrategia de conquista. Sus deseos, y aún menos los de su mujer, no se tienen en cuenta. Cuántos jóvenes recién casados se hartaron de aburrirse en provincias austeras, lejos de la vida apacible y animada de Saint-Eugène. Así, mi padre nació en Sidi Aïch, un pueblucho perdido a orillas del Soummam, donde mi padre había establecido en 1886 una refinería mecánica, bautizada pomposamente como Usine Mo­ derne. El padre de mi padre y toda su familia inmediata vivieron allí algunos años. En Saint-Eugène, cuando estamos todos reunidos a la mesa, los hermanos desgranan los extraños nombres de pueblos de la Kabilia y de las familias que allí les acogen. Unas botellitas de aceite con etiquetas violetas están sobre la mesa, cada una con una muestra que degustan y comentan. Parecen embargados de los lugares, las gentes y los frutos de las montañas bereberes, pero también llevan en sí el espíritu de las grandes proezas y la piel curtida de su ancestro marino. Practican la pesca en alta mar, tanto en invierno como en verano, en gran-

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des barcos concebidos por ellos. Es el único lujo de estos hombres, duros en el trabajo. Todavía tienen en la mirada destellos de las aventuras de los raïs de la Regencia, que traspasan el caparazón de mercader que les cubre y que el paso del tiempo mantiene en su interior y llegan hasta mí. Ahora que todas las riquezas han desaparecido, es con esos restos de sueño y de gusto por la aventura con los que tejo mi filiación. Las mujeres tienen la piel blanca y viven entre las sombras de mansiones con persianas cerradas. Salvo mi madre. Profesa adoración al sol y tiene la piel curtida, tanto en invierno como en verano. Nuestras jóvenes, tan jóvenes madres, han bajado de las habitaciones, perfumadas y maquilladas; cada una reúne en un aparte a sus pequeños, a quienes la vida de clan bajo la autoridad del dueño de la casa, el abuelo Ahmed, emancipa temporalmente. Con una gran sensación de impotencia, nos besan. «¡Portaos bien!» Damos vueltas a su alrededor, ya programados. Mi abuela y sus compañeras anudan en su nuca el ‘adjar y disimulan su rostro. Última etapa del velado de las mujeres. Las siluetas blancas atraviesan la puerta perfumadas y con un ligero murmullo. Las jóvenes de traje de chaqueta las siguen, con las piernas enfundadas en seda y los cabellos al viento. De la sombra del patio al pórtico de la calle en el que esperan los coches, hay que subir los peldaños del jardín, escalonado, umbrío y pequeño, pero lo bastante frondoso como para albergar nuestros escondites. Más allá del portalón de hierro, están la luz cruda y el ruido de la ciudad, que arrastran a los cuerpos y los rostros ocultados. Después de esa frontera, las damas veladas ya no nos pertenecen. Resuenan los motores, el pesado portalón de hierro gira sobre sus goznes y se vuelve a cerrar con el mismo ruido. Las portezuelas se cierran por fin y los coches arrancan. Podemos empezar nuestros juegos con toda tranquilidad.

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