7 Desiertos, con un par de ruedas

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Desierto de Atacama I Chile

Silencio en las alturas Pedalear a 5.000 metros de altura no es algo que se pueda hacer todos los días. El aire se empobrece, no existe vegetación y el silencio se adueña del paisaje. Rodeado de volcanes y laderas desiertas, uno cree que se halla en Marte hasta que en lo hondo de una quebrada le sorprende una manada de guanacos bebiendo de una charca hedionda. Pero no tardan en huir despavoridos ante la imagen de un auténtico extraterrestre que va en bicicleta, arrastra un carro y viste ropas extrañas.

La luz del atardecer dibuja intrigantes formaciones rocosas en el Valle de la Luna, un lugar sin vida ni humedad a pocos kilómetros del oasis de San Pedro de Atacama.


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CHILE

ARGENT I N A

Etimología: podría derivar de tacama, un pato de plumaje negro y pecho blanco, aunque también de hatum tucuman, que significa “gran confín”. En lengua atacameña, para referirse al hombre que vive en las cumbres y baja al pueblo, se decía “acca tchcámar sájnema”. Situación: norte de Chile, entre los ríos Copiapó y Loa, enmarcado por la cordillera de los Andes y los farallones costeros del Pacífico. Superficie: 181.300 km2. Morfología: es el altiplano más árido del planeta, formado por salares, arenales y piedras volcánicas. Clima: no hay gran diferencia entre el verano y el invierno,

pero sí entre la zona costera, con temperaturas más suaves, y las zonas andinas, con un marcado desfase entre las mínimas nocturnas y las máximas diurnas. Mejor época: en la costa, marzo resulta ideal porque han terminado las vacaciones de los chilenos. Enero y febrero son los meses más calurosos. Precipitaciones: en la región de Antofagasta, la media anual es de 4 mm. Hay localidades del interior en las que no ha llovido en los últimos 40 años y existen indicios de que en algunos puntos no llovió entre 1570 y 1971. Origen: se ha formado en los últimos 15 millones de años a causa de la escasez de precipitaciones. Las nubes procedentes de la Amazonia son detenidas por los Andes. Población: existen algunos oasis, como San Pedro de Atacama, en los que ha habido asentamientos humanos desde hace miles de años. Fauna: vicuñas, guanacos, águilas, cóndores, pumas y gatos monteses, entre otros.

A escasa distancia de la costa chilena se erige un yermo altiplano que da paso a la cordillera andina, con más de 6.000 metros de altitud.

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Recorrido: Ushuaia (Argentina) – Santiago de Chile (Chile) – Uyuni (Bolivia). Objetivo: recorrer los diferentes paisajes del desierto de Atacama, desde la costa oceánica hasta las cimas de los Andes. El viaje comienza 3.800 km más al sur, en Ushuaia. Itinerario: tras recorrer la Patagonia de sur a norte, hasta Santiago de Chile, empieza la travesía del desierto, remontando en varias ocasiones los Andes para rodar también por la costa y, tras pasar por San Pedro de Atacama, terminar el viaje en Bolivia. Kilometraje total: 7.900 km. Kilometraje por desierto: 3.700 km. Fechas: del 27 de noviembre de 2003 al 15 de abril de 2004. Tipo de caminos: pistas de ripio en su mayor parte, con algún tramo por carretera asfaltada y caminos de montaña en la ruta de los salares atacameños.

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Dificultad: la altitud y el mal de altura, o puna, como se le conoce en la región. Etapa más larga: 195 km. Velocidad media: 15 km/h. Vientos predominantes: casi siempre desde el océano hacia el interior. Tramo más largo sin abastecimiento: 190 km. Autonomía máxima de agua: 15 l. Bicicleta: Massi Fura equipada con grupo Shimano LX. Neumáticos: Maxxis de dibujo mixto (comprados en Santiago de Chile). Equipaje: remolque monorueda BOB Trailer. Mapas: en la oficina de turismo de Copiapó tienen un mapa topográfico de la zona del volcán Ojos del Salado. Hay un mapa-guía de la zona de San Pedro de Atacama editado por Turiscom.

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lC H I L E l ATA C A M A l Reflejo de los Andes en las transparentes aguas de la laguna del Inca, un lugar ideal para la acampada a casi 3.000 metros de altitud.

Crónicas andinas os semanas en Santiago de Chile parecen mucho tiempo, pero dada la hospitalidad con que me reciben en la capital chilena no tengo alternativa. Mi anfitrión es Pedro Madueño, de InterCycles, sin duda la mejor tienda de bicis de la ciudad y la única de Chile donde venden el BOB Trailer, el remolque monorueda que utilizaré a partir de ahora para poder transportar más agua en las etapas desérticas. Junto a Pedro y el resto del equipo entro en contacto con el ciclismo chileno a su más alto nivel. Incluso me invitan a una carrera del circuito nacional. También aprovecho estos días y sus oficinas para escribir algunos reportajes sobre mi periplo desde Ushuaia, ciudad argentina de la que partí hace ya dos meses, y para revelar las diapositivas de mi viaje por la Patagonia, con las que sufragaré los gastos de la segunda parte de mi periplo por Suramérica. Llega el momento de salir y Pedro insiste en acompañarme con su resplandeciente camioneta hasta la casa de ciclistas de Los Andes, a unos 70 kilómetros de la capital. La noche antes, para no variar, celebramos un asado memorable en el jardín de su casa, con un montón de buenos amigos que me han hecho sentir como en casa durante mi estancia en la ciudad. Ya a los pies de los Andes, constato que dar la primera pedalada se convierte en lo más difícil. “Esta casa es un sitio peligroso”, dice Rafael Limaverde, un cicloviajero brasileño que ha recorrido toda Latinoamérica con su bici y su guitarra. La casa de ciclistas de Los Andes ha sido construida y decorada por los que han ido pasando por ella, aportando cada cual lo que quería, podía o sabía. Y es magnífica. Me paso dos noches

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leyendo los libros de huéspedes, charlando con Rafael y discutiendo con El Loco, un payaso ambulante argentino que vive de amenizar la espera a los conductores en los semáforos. “No te das cuenta y pasan las semanas y sigues aquí…”, confiesa el brasileño, que ya tiene ganas de volver a casa. Lleva más de un año viajando y calcula otros seis meses más para alcanzar la costa norte de Brasil y llamar, por fin, al timbre de su casa. “¡Es demasiado tiempo, compadre!”, exclama en un español perfecto aprendido en una docena de países, pero conservando ese acento dulce y melódico de los brasileños. La decisión de partir la tomamos cada cual por su cuenta, pero a las pocas horas nos reencontramos en una de las muchas rampas del puerto de montaña, camino del túnel de Cristo Redentor, allá en lo alto del paso internacional. Una prolongada ascensión con el viento siempre favorable nos lleva hasta Los Caracoles, la famosa serie de 29 curvas consecutivas. A 2.900 metros de altura aparece la laguna del Inca, un lugar estupendo para acampar. Rodeada de cerros, queda protegida del viento y la superficie es un espejo hasta que nos zambullimos en sus gélidas aguas de buena mañana.

El techo de América Al otro lado del túnel, ya en Argentina, el descenso es vertiginoso y la inercia y un fuerte viento casi me impiden reducir la marcha para desviarme hacia el mirador del Aconcagua (6.962 m), el pico más alto de América. Un poco más abajo está Puente del Inca, donde visito el cementerio del Andinista, una tétrica

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lC H I L E l ATA C A M A l El monumental cerro de El Alcázar, en Barreal, cerca de Calingasta, es fruto del paciente trabajo erosivo de los elementos de la naturaleza.

El Aconcagua (6.962 m), la montaña más alta de América, vista desde la entrada al parque nacional.

Desde el fin del mundo

y emotiva advertencia para los que vienen para subir las más altas cumbres y un homenaje a los que nunca regresaron de las alturas. Un poco más allá, en Uspallata, abandono el asfalto para tomar el viejo camino inca, que me adentra en un altiplano que se mantiene a unos dos mil metros sobre el nivel del mar a lo largo de la línea de la cordillera. Es un páramo solitario y semidesértico. En el trayecto hasta Calingasta, Tocota y Las Flores pasan dos o tres coches al día. Por las noches arrecian sobre la llanura potentes tormentas eléctricas que me obligan a salir de la tienda y apartar la bicicleta, en un desesperado intento por alejar de mi mente la remota posibilidad de que el metal del cuadro y el remolque atraiga un rayo. Por las mañanas avanzo solitario por el ripio, esquivando los baches más grandes. Cada día alcanzo un par de oasis, pero más allá de Las Flores

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ya sólo hay subidas y la temida puna. La ascensión al paso Agua Negra, por donde volveré a entrar a Chile, me supone una jornada y media. En la aduana de Las Flores (1.900 m) unos amables funcionarios me dan cobijo y cena. Me despido de ellos cuando el viento ya sopla a mi favor. Así llego hasta el control de los gendarmes chilenos (3.050 m) y continúo por la tarde por el disgregado ripio hasta un rellano llamado El Arenal (3.800 m). A medianoche, el viento cambia de dirección y mi tienda, mal orientada, empieza a arrugarse de forma estremecedora. Cuando amanece, me acerco hasta un fino arroyo para recoger agua con la que preparar el café. Para ello tengo que partir la capa de hielo que lo cubre. El paisaje, cada vez más desolado, es campo libre para los vientos de las alturas, pero las rampas resultan relativamente suaves, de forma que subo

Tras la aventura australiana, las paredes de mi casa se me vienen encima. Para huir de la realidad estudio durante horas los mapas de Chile, mi próximo destino. Busco información sobre los pasos de montaña andinos, el estado de los caminos, la dirección de los vientos y la mejor época para recorrer este desierto tan variopinto como extremo. Si quiero ir más allá de la carretera de la costa y encaramarme a los Andes tengo que ir durante el verano austral. Eso significa esperar hasta enero. La solución a mis ansias por salir de Barcelona se encuentra en el reverso del mismo mapa: la Patagonia. Siempre había soñado con pedalear por este desierto frío. Su nombre evoca paisajes infinitos azotados por un incansable viento donde reina el más rudo de los silencios. En pocos minutos señalo un itinerario perfecto: empieza en Ushuaia, la ciudad más austral del planeta, recorre la Tierra del Fuego, cruza el Estrecho de Magallanes y va hacia el norte siguiendo siempre la cordillera de los Andes. En unos tramos va por Chile y en otros por Argentina. Si parto a principios de noviembre puedo llegar a Santiago de Chile y al desierto de Atacama en las fechas idóneas. Además de un buen entrenamiento, llegaré con las pupilas llenas de bonitas postales y experiencias inolvidables, como el trekking de las Torres del Paine, el desmorone estival de glaciares como el Perito Moreno, los inexpugnables muros del Fitz Roy y los salmones brincando sobre los espumosos rápidos de los ríos andinos.

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lC H I L E l ATA C A M A l El camino hacia la frontera argentinochilena asciende durante más de 80 kilómetros para salvar un desnivel acumulado de más de 3.000 metros.

Durante la larga ascensión al Paso Agua Negra (4.799 m) existen varios arroyos en los que se puede recoger agua del deshielo.

Doble página siguiente. Una formación de penitentes, fruto del viento y el deshielo, se alza en las faldas del Ojos del Salado, a 5.300 metros de altura.

E S P E J I S M O S

Viento y sequía

con el plato medio, a unos 9 kilómetros por hora. Los penitentes de hielo invaden la calzada a partir de los 4.300 metros de altitud y mis células cerebrales reclaman oxígeno. Poco antes del paso, el viento arrecia y me obliga a parar varias veces para no caerme. Al coronar, la ventolera es tal que ni siquiera me detengo. Hay un par de placas, que no leo, y una figura metálica que parece un ciclista. Me lanzo sin dudarlo hacia abajo, viento en contra, debiendo pedalear más de lo deseado por una pista de curvas cerradas, expuestas al vendaval y con un firme lamentable, compuesto básicamente de grava. El mísero camino es el único signo de humanidad hasta la aduana chilena, 90 kilómetros más allá y 2.700 metros más abajo. El descenso hasta La Serena por el valle del Elqui resulta agradable pese al fuerte viento de cara. He

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perdido casi cinco mil metros de desnivel en menos de 24 horas. Las laderas de los cerros cambian de color cada pocos metros. De ocres pasan a blanquecinas o naranjas y los cultivos de uva y papaya se adueñan del valle cuando ya se empieza a oler el océano.

Entrada al desierto En La Serena paso dos días recuperándome. Hace 10 días que partí de los Andes y aún no he descansado. Es una ciudad agradable, con playas, muchos campanarios, heladerías… Pero mi destino está 333 kilómetros más al norte, en Copiapó. Podría subir a un autobús, pagar suplemento al chofer por la bici y estar allí en poco más de tres horas, pero prefiero internarme en el desierto de Atacama lentamente, al ritmo de mi pedaleo, saboreando los cambios en el paisaje.

En el desierto de Atacama el viento siempre sopla hacia las montañas. Por la noche cambia de dirección, pero con los primeros rayos de sol vuelve a marchar hacia los Andes, ganando velocidad a medida que avanza el día. Tras la dura experiencia australiana y el martirio de Tierra del Fuego, por primera vez tengo la sensación de haber acertado el sentido de la marcha. El viento favorable produce una sensación de ardor insufrible, pero es mejor así. Si tengo calor, sólo he de parar y mirar hacia atrás. El viento del oeste me secará el sudor antes de que mi nervio óptico sea capaz de enfocar el infinito. Tras varias semanas de viaje, he tomado nota de sus constantes. Mientras desayuno dentro de la tienda observo la bandera amarilla de mi remolque. A primera hora coletea tímidamente hacia poniente. A eso de las once virará hacia levante. Sólo entonces echo a pedalear, empujado por su mano amiga, por caminos infinitos. Recuerdo con nostalgia los días que recorría la Carretera Austral, en la Patagonia, donde bebía directamente del agua de los ríos. Tan limpia, tan fría… Ni siquiera debía cargarla. Sabía que antes de sentir sed cruzaría una docena de arroyos. Pero en el desierto los ríos son subterráneos y cuando el agua aflora suele hacerlo cargada de arsénico. Los guanacos la beben. También los hombres, porque los niveles no son mortales.

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