El árbol de los espejos. Crónica cultural de Palmira

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El 谩rbol de los espejos Cr贸nica cultural de Palmira


Consejo Superior 2006-2009 Sr. Jefferson Ocoró Presidente Dr. Hernán Zambrano Muñoz Vicepresidente Dr. Germán Valencia Valencia Secretario General

Universidad Santiago de Cali Dr. Hebert Celín Navas Rector Dra. María Nelsy Rodríguez Vicerrectora Académica Dr. Diego García Zapata Director Seccional Palmira Dra. Beatriz Delgado Gerente Administrativo Dr. Carlos Alberto Henao Gerente Financiero Dr. Mauricio Morales Gerente de Bienestar Universitario Dr. Jairo Campaz Director General de Investigaciones Dra. Martha L. Duque Directora de Planeación Dr. Wilson López Aragón Director General de Extensión

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Fotografías * Alianza Colombo Japonesa * Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Palmira * INCIVA. Instituto para la Investigación y la Preservación del Patrimonio Cultural y Natural del Valle del Cauca * Archivo fotográfico familiar de Jorge Terreros * Giovanni Saa. Solapa


El 谩rbol de los espejos Cr贸nica cultural de Palmira

Mauricio Cappelli


Cappelli, Mauricio El árbol de los espejos: Crónica cultural de Palmira/ Mauricio Cappelli. -- Cali : Universidad Santiago de Cali, 2009. 184 p. ; 17 x 24 cm. 1. Crónicas - Palmira (Valle del Cauca, Colombia) 2. Cultura Palmira (Valle del Cauca, Colombia) 3. Palmira (Valle del Cauca, Colombia) - Descripción 4. Palmira (Valle del Cauca, Colombia) - Historia 5. Palmira (Valle del Cauca, Colombia) - Vida social y costumbres I. Tít. 918.6152 cd 21 ed. A1233138 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

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El árbol de los espejos: Crónica cultural de Palmira

Mauricio Cappelli, 2009. ISBN 978-958-8303-52-9 Derechos Reservados EDITORIAL UNIVERSIDAD SANTIAGO DE CALI Este libro no puede ser reproducido total ni parcialmente por ningún medio sin permiso escrito del editor. Impreso en Colombia Printed in Colombia


Dedicatoria A mi padre quien aró con sus historias mi infancia. Y a Palmira, esa adolescente que aún sueña ser adulta.



Agradecimientos A la Universidad Santiago de Cali, por creer que la memoria colectiva puede ser semilla, fruto, viento‌ por convertir el lenguaje en un espejo donde podemos sumergirnos en la historia.



Epígrafe Aprendí a querer esta tierra el día en que mi abuela me encontró solo y triste, contemplando las nubes de polvo que arreciaban desde allá. Entonces se sentó a mi lado y con palabras y recuerdos tejió para mí, bajo la luz de la luna, aquellas historias maravillosas que yo desconocía. Cuando desperté de su sueño, no sé, supe que mi memoria de repente tenía sombra y que en mí otro corazón sentía esta tierra, extendida, inagotable, que siempre estuve pisando”. William Ospina



Presentación La Universidad Santiago de Cali, comprometida con la difusión del pensamiento y el conocimiento de toda su comunidad, ha creado un espacio para que profesores y estudiantes destacados tengan la oportunidad de escribir sobre su área del conocimiento dejando un legado a la humanidad tan importante, tan valioso como un libro. Pero la difusión del conocimiento va más allá de publicar; es por ello que hemos estructurado todo una normatividad que nos permita ser coherentes con las investigaciones que viene realizando la Universidad y los avances que éstas nos propone. El texto que reposa ahora en sus manos es el resultado de una investigación exhaustiva; ha sido analizado y orientado por expertos, y ha contado con la participación de especialistas en la materia. Esta publicación tiene el Sello Editorial santiaguino porque ha cumplido con estándares de calidad y ha sido sometida a la norma, que hemos diseñado para mejorar cada vez más nuestros productos editoriales. Pero no es un capricho de la Universidad Santiago de Cali insistir en la divulgación del pensamiento y el conocimiento de su comunidad, ello en realidad constituye un deber social que tienen todas las entidades que involucren en sus actividades la educación. Puesto que no se puede con cebir la universidad sin producción académica materializada en libros, ponemos en sus manos este ejemplar que lleva el Sello Editorial de la Universidad Santiago de Cali, herramienta que gustosamente ponemos al servicio de este loable propósito.


Hoy la academia santiaguina tiene la posibilidad de hacer sus propias reflexiones y ponerlas a consideración de las comunidades nacional e internacional, porque nuestra esperanza y por lo que trabajamos día a día, es que la divulgación de este pensamiento y de estas reflexiones académico-científicas, trasciendan las fronteras. Nuestro empeño es fortalecer las alianzas que, a lo largo del tiempo de fundada la editorial, hemos venido realizando. El momento que atraviesa Colombia es el adecuado para producir conocimiento, para comprender que sólo las buenas acciones, (entendiendo éstas como el compromiso de los industriales con la economía local; de los políticos con la justicia social y la deferencia de sus acciones hacía los pobres; y la academia como actor decisivo en las políticas, no electoreras, si no de construcción de país), son las que evitarán que este país con tanto talento, potencial humano y riquezas naturales, se hunda y, en cambio, permitirán que ocupe el sitio que se merece en el contexto mundial. Con motivo de celebrar nuestros 50 años, le invito a leer este material que hace parte de la producción del Sello Editorial Universidad Santiago de Cali, que poco a poco se ha ganado un espacio en el corazón de muchos lectores y que no pretende ser otra cosa que un canal para la materialización del conocimiento.

HEBERT CELÍN NAVAS Rector


Tabla de Contenido Prólogo ..................................................................................................15 La zona de tolerancia Un lugar donde queda la nostalgia........................................................23 Las Córdobas La dulcería que vio crecer a Palmira.....................................................35 Palmira y la bicicleta Dos amigas que ruedan en el tiempo......................................................44 El Independiente Fútbol Club El equipo ensueño de Palmira................................................................54 Los japoneses La cultura que a nuestros campos trajo el oro del sol naciente....................................................................65 Industrias Metálicas de Palmira La empresa que llegó a ser nuestro propio corazón................................... 78 Cuéntame de cuando quisiste ser un héroe Historia del benemérito Cuerpo de Bomberos Voluntarios de Palmira..... 88 El “duelo” en el Café Lux Y la época de esplendor de los cafés en la Villa de las Palmas............106 La memoria de mi sangre Historia del barrio Las Delicias...........................................................115 El río Palmira Ese cauce de ensueño que cruzó nuestra memoria.........................128 La Factoría Una casa en el tiempo donde habita nuestra historia..........................150


No me digas que somos un sueño El legado artístico de la cultura Malagana..........................................168 Epílogo..................................................................................................180


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Prólogo

Él me contaba de las exhaustas caminatas por los campos de olivos, de las noches en vela en las que él y sus compañeros abrazaban sus fusiles mientras cantaban coplas y raspaban con sus cucharas los enlatados de comida y esculcaban las bolsas de donde se habían ido a pellizcos los tiesos panes que les daban aquellas “señoras con dientes de oro y pañoletas negras”. Me contaba del miedo, de esa sensación que volvía a él como un ave que revoloteaba desde muy dentro de sus ojos, y que le hacía menguar sus palabras que terminaban en un silencio que, sin embargo, seguía contando. Me hablaba de los bombardeos, del silbido atroz de “las águilas” que hacían temblar las paredes y las lámparas, de las casas que se venían abajo sepultando los gritos de la gente, de las señoras que abrían zanjas en los patios para esconderse con sus hijos y sus cristos de madera, y de los niños que se amontonaban en los hornos de las cocinas y bajo los marcos de las puertas, ya sin puertas. - 15 -

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Las primeras crónicas que escuché en mi vida me las narró mi padre. Él tenía dieciséis años cuando fue reclutado por el ejército italiano para combatir en la Segunda Guerra Mundial. Su compañía debía desplazarse desde Turín para resistir la ocupación alemana en Roma, porque el maniático de Hitler le había declarado la guerra al país en “forma de bota” (para mí una pierna de futbolista; Paolo Rossi, España 82…) debido a las divisiones internas del partido fascista que condujeron a “la traición” y al armisticio.


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Una vez me contó cómo en un viejo camión se llevaban a “un puñado de jovenzuelos de miradas flacas; gordos por sus abrigos sucios y rotos” por no tener afectos con el Duce. Nunca olvidaré esas palabras, y nunca olvidaré el gesto que hizo con sus manos, aferrándolas a unas varas de acero en el aire, al contarme la noche en que su familia y otras volvieron a Turín en vagones de carga, como si algo de él aún estuviese viajando en esos trenes. Fue evidente que para él y su familia resultó un alivio la derrota. Esos son fragmentos de la historia de mi padre, el hombre que se enamoró de mí cuando yo tenía seis meses. Había llegado a Colombia para montar una fábrica de chocolates. Luego trabajó en Cali, donde conoció a mi madre que compraba azúcar. Casi siempre sus historias me las contaba cuando íbamos a almorzar fuera de casa: en Casa Vieja, acá en Palmira; y en la pizzería Salerno, en la recta, donde me describía las fotografías que adornaban las paredes: las cabras montesas que desafiaban los abismos de los Alpes, la torre inclinada (un milímetro cada década), las góndolas de Venecia y la fastuosidad del diminuto país de aquel señor sonriente que le abría los brazos a una enorme plaza de piedra (el Papa Karol Woijtyla). Otras veces comíamos en el restaurante El Búho de humo, en Cali, donde una vez, al fin, me dio de beber un trago de esa deliciosa sangría que hacía sudar las jarras. Mi padre fue fumador. Siempre tenía un cigarrillo en la boca. Pero se las arreglaba para hacerme saber que yo era su mejor vicio. Luego conocí por fotos que en su juventud había estado en África. En una de ellas tiene camiseta y pantaloneta blanca y le da de comer de su mano a un venado grande que tiene líneas en su cuerpo; digo un venado, porque desconozco cómo se llaman esas criaturas tan nobles y confiadas. Para ese entonces el ya usaba gafas y había tenido varias amantes. Durante el tiempo que estuvo conmigo nunca le pregunté qué había hecho en esas tierras. Pensaba que era reportero de la National Geographic o un dedicado turista. Tampoco le pregunté por su madre, de cuya muerte me enter cuando llamaron a la casa, y él llegó más temprano del trabajo para cenar y compartir su silencio, más denso que de costumbre. Luego lo vi llorando mientras miraba la tele. A él le encantaba recostarse en su sofá gigante, comer pistachos y leer novelas policiacas. - 16 -


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Poco después él y mi madre se separaron y ya nunca pude volver a escuchar sus historias, ni inventarlas. A mis nueve años mi letra era horrible y ganaba español en el colegio sin intuir siquiera los milagros del lenguaje. Hoy pienso que escribo historias ajenas para perdonarme no saber las mías. Comencé a leer desde muy pequeño. Los primeros libros que me regaló mi padre fueron los cuentos de Oveja Negra. Recuerdo que me acostaba a su lado para imitarlo leer. Yo “leía” los dibujos, pasaba las hojas, regresaba a la portada…; pero lentamente me fueron atrapando Ben Hur, La Odisea, Los viajes de Gulliver y El Quijote, en sus versiones infantiles. Cuando estaba solo en mi casa, las radionovelas que escuchaban como estatuas las empleadas del servicio llenaron mi curiosidad en los espaciosos jardines de mis tardes. Esas voces tensas, esas músicas que venían desde el fondo, me llevaron al gozo de imaginar cómo serían los rostros de esas voces, de dónde venían y si una vez vendrían a grabarlas a mi casa.

Luego en el colegio comencé a escribir: ensayos ambientalistas, poemas chuecos, tonterías existencialistas. Y fue sólo en la universidad que me dio “en serio” por cabalgar el lomo de las palabras, motivado por las ganas de estar en otras partes, de ser otros, de parecerme a Mario Benedetti, ese cronista de la soledad, y a Julio Cortázar, ese cronista de la fantasía. Con las lecturas de Mario, intuí que todos tenemos algo de qué salvarnos, y que todos podemos narrar nuestros dramas cotidianos, que configuran la radiografía existencial de una sociedad. Y con las deliciosas lecturas de Julio, comprendí que también el mundo es una criatura que se esfuerza por contarnos sus historias, que los instantes más inanimados e imperceptibles, nuestras propias rutinas y abandonos, pueden ser visitados por la ilusión. Con esos autores descubrí que en la manera en que vivimos se encuentra la esencia de contar historias, y que las cosas que imaginamos también son reales porque cambian milagrosamente el sentido de cómo abordamos la vida desde el lenguaje, de cómo reconocemos y multiplicamos nuestros universos cotidianos. - 17 -

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En la soledad de mi adolescencia fueron las Revistas Reader´s Digest las que me abrieron las puertas del universo; me hicieron sentir que todo lo que existía era una inmensa biblioteca, porque en esas revistas las historias de la gente del común estaban al lado de las historias que cambiaban el mundo.


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Al final me gradué como ingeniero industrial pensando que un día publicaría un libro con las historias que encontrara por ahí. En una ocasión escuché hablar de un tal General Batata, y de un tal Luisito y de una tal Jovita, personajes que vivieron en Palmira hace mucho, y supe, como una semilla que trae el viento y se agarra, que la ciudad de mis mayores albergaba una textura más enigmática y lúdica, distinta a la ciudad monótona que yo estaba viviendo, cada vez más corrupta y acomplejada. Más tarde, sin poder escribir cosas distintas a malos poemas, comprendí en mis primeros meses de escritor que en la escuela y en el colegio no había aprendido a contar sino a olvidar, a quedarme sin sombra, porque no conocía una manera de llegar a mis historias, a las de mi familia, mi barrio y mi ciudad. La historia es como un río, y en la escuela y en el colegio nos enseñan que existen cauces definitivos. Para la mayoría de los profesores ya todo estaba escrito, y todo eso escrito era verdad. Nunca nos mostraron las virtudes de dudar y de investigar, y mucho menos de escribir. En términos prácticos, nunca nos enseñaron a pensar ni a imaginar como actos puros, alejados del rigor de obtener una nota, y recuerdo que éramos tan patéticamente sumisos al querer merecer esas notas. Era más fácil, y sigue siéndolo, que cuarenta alumnos aprendieran a responder lo mismo, que esos mismos alumnos aprendieran a inventar preguntas, a hacer de la incertidumbre una forma de dialogo y reconocimiento. Las clases de español en el colegio agustiniano eran tediosas, eran como andar en un pantano de academicismos, muy elocuentes, pero propuestos a nosotros sin espíritu. Más que las estructuras de los sonetos y de los versos alejandrinos, me hubiese gustado un profesor que me enseñara a poetizar la vida, a palpar con las palabras mi realidad y a ser más consciente de ella. Hubiese querido un profesor que nos contagiara con la idea de que más allá de los salones de clase también era posible seguir aprendiendo, de reinventarlo todo con los cinco sentidos. Debo decir que en nuestros cuadernos de sociales, geografía e historia siempre estuvo presente lo universal, pero nunca conocimos un ápice acerca de lo que Palmira tenía para decirnos. Creo que eso explica, en buena parte, el desarraigo que hoy padece nuestra ciudad. Otro día escuché hablar de un sitio maravilloso acá en Palmira donde convergían los bohemios, las putas y los alcaldes. Un lugar - 18 -


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que los hombres visitaban después de las funciones en el Teatro Materón para bailar con mujeres que usaban vestidos floripondiados y les hacían el amor a dos pesos, y que para llegar a ese sitio las gentes debían cruzar delgados puentes de madera sobre un tal río Palmira, un río del que nunca había escuchado hablar, ni siquiera a mis abuelos. Yo había vivido en el Parque Lineal toda mi infancia y me pareció inaudito que frente a mi casa, donde salía a montar bicicleta, un río pasara por debajo de la calle; e imaginé que en ese río aún había peces, sombras y hojas flotando. Y todo eso quise escribirlo un día, hacerlo real. Pero la historia es la historia, y otra muy distinta la fantasía. Entendí que para llegar a la Zona de Tolerancia sólo podía hacerlo recorriendo las enneblinadas memorias de quienes habían vivido en esa época: aquellos adolescentes que “largando pantalón” se habían ido a “guardar la paloma” por primera vez. Así comprendí que lo mejor de ser cronista (aún no sabía qué era eso, ni que iba a convertirme en uno) era escuchar lo que la gente me decía. Muy pronto me gustó andar con mi grabadora recorriendo el Parque de Bolívar y el Parque Obrero, preguntándole a “los veteranos” cómo era Palmira hace 60 años y cómo fueron sus infancias y sus barrios, yendo de rostro en rostro como el espectador de una película en vivo, y cuyas imágenes unía en un rompecabezas dibujado con las voces de aquellos “chivos” que parecían rejuvenecer al contarme sus andanzas.

A partir de allí sucedió lo más fácil: enamorarme de Palmira, una villa que tras cada nueva crónica me resultaba más hermosa y cargada de leyendas. Y fui albergando la idea de que toda historia es incompleta si sólo la buscamos en los libros; hay que escarbarla en la gente, en sus recuerdos, emociones y fantasías, porque el espíritu de una ciudad está en quienes pueden decirla y descifrarla. Cuando éramos niños casi nunca nos era permitido asistir a las conversaciones de los adultos, porque eran de adultos: negocios, viajes, celos, tonterías. Y si acaso existía una abuela o un vecino

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Así hice mi primera crónica, La zona de tolerancia, un lugar donde habita la nostalgia. Una crónica que hice sin ser cronista, sólo era alguien que tenía una golosa necesidad de saber historias, y cuya única “formación” eran las entrevistas de Cara a cara, con Darío Arizmendi, que años atrás no me perdía.


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que nos contaba historias que escuchábamos con encanto. Pero nunca tuvimos la oportunidad de contar nuestras historias. Hoy siento que Palmira es una adolescente cuya voz no hemos escuchado. Las sombras que nos siguen nos hacen sentir que pertenecemos a algo, que lo más distante nos afecta. Yo creo que la historia es esa luz que nos afecta desde el tiempo. La historia de una ciudad también es la nuestra, porque alberga y da sentido a nuestro origen. La arquitectura de nuestras creencias permanece en movimiento, nos transforma, y es mucho más verdadera cuando reconocemos en ella que la historia, más allá de los archivos notariales y escrituras, está hecha de detalles: las sábilas detrás de las puertas de las casas, las sopas de carantanta de las abuelas, las matas de parra en la mitad de los patios, el folclor de los vendedores de “tapetusa” que se paseaban con sus mulas cargadas de guambías, las galladas de niños descalzos que iban a los riachuelos de las haciendas para pedir miel de panela caliente, los acomplejados andariegos y sus cotos, las citas de los enamorados en las retretas, haciéndose “ojitos” al son de mazurcas y boleros, y las ventanas de madera que bailaban en la brisa de aquellas tardes polvorientas, cuando nuestra mejor música eran los cascos de los caballos de las victorias que iban y venían en las calles empedradas. Paisajes humanos que explican que hace un siglo hubo aquí una plaza distinta, colmada de campesinos que bajaban sus cosechas de las lejanas montañas, y que luego se gastaban la plata en “la calle caliente”, en una villa otrora más fresca y exuberante, porque aún existían inmensos bosques y humedales, que lentamente se rindieron al paso del progreso que vino con su hacha y su sombrero de alero para hacer trapiches, puentes, casas y luego barrios enteros, habitados por quienes inmigraron a estas tierras arrastradas por la curiosidad, el amor y el llanto. Paisajes en el tiempo que nos hablan de una Palmira más glamorosa, acostumbrada a mostrar su alma, y capaz de contagiar a todos con sus bendiciones, a muchos extranjeros que incluso se hicieron palmiranos. Esas historias me salvaron de ser ingeniero. Las crónicas hay que vivirlas; las hacemos a diario. Así como nuestros abuelos sacaban sus butacas a la calle para charlar con

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los vecinos, cuando la desconfianza era un sentimiento casi extraño, quizás es hora de que los palmiranos reconozcan un porvenir común en el lenguaje, porque una sociedad que conoce y valora su historia es una ciudad con mejores motivos de reencuentro y convivencia. Uno no es artista por lo que escribe, sino por la manera en que a través de las palabras aprende a vivir. Los momentos de la vida no son para siempre, pero a través del lenguaje podemos conservar para el futuro algo del espíritu de eso que fue importante, de eso que nos hizo singulares. Cada quien es la historia. Y cada quien puede ser cronista de su historia, para conjugar el desvarío del presente que insiste en expulsarnos hacia lo incierto y al olvido. Yo avancé al encuentro con el árbol de la historia para darme cuenta de que Palmira aún estaba viva en el ayer. Hoy ese árbol lo llevo dentro, y es fruto y es viento; y cada quien es un árbol del inmenso bosque que somos.

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Quizás las páginas que siguen hagan sentir a muchos por primera vez la bondad de sus raíces; sus promesas de verdor ante la lluvia de las hojas secas. Quizás sientan que otra vez esta ciudad encuentra su rostro, al sumergirse en los espejos de la historia.

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La zona de tolerancia Un lugar donde queda la nostalgia

“Lo que ves y conoces como Palmira, muchacho, ya es otro cuerpo, altanero y aturdido. Ya poco queda de aquel lugar mágico, entretejido con las historias de los transeúntes que recorrían las calles empedradas del Parque de Bolívar. Las casas, repelladas con adobe y blanqueadas con cal, coqueteaban el cielo, y tenían un amplio alero de gruesas vigas de madera y caña menuda, donde aún, por las noches, se sientan los fantasmas a compartir sus - 23 -

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Don Rudesindo no tiene sombra ni edad. No es un dios ni uno de los tantos ángeles del infierno. No es alguien que tenga algo que agregar a esta realidad ni mucho menos alguien que desee regresar a ella. Es una memoria sin cuerpo, sin camino, de gesto orgulloso y sus pronunciadas arrugas son jeroglíficos imposibles de descifrar; al sonreír sus dientes amarillos parecen contar historias de otros mundos. El humo de su pucho, amargo y hechicero, asciende y se confunde con los demás enigmas de este parque. Dice que no debo estar triste, que si el tiempo pasa es porque tiene que pasar y que si todo empeora en eso nadie tiene la culpa, porque el futuro, como un niño hambriento, ya está maldito. Le digo que estoy tranquilo y que esa advertencia ya me la habían hecho mucho antes de nacer. En ese momento un silencio brota de la copa de los árboles y la tarde, perezosa, comienza a guardar sus colores. En un café, cuyo nombre no puedo recordar, pedimos dos tintos, que como nosotros, flotan en el aire. Frunce el ceño, suspira y desde mi boca empieza a hablar:


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recuerdos. Solares amplios y antejardines matizados con dalias, rosas y claveles, engalanaban estas casas. En medio de esa ciudad que hoy te dibujo, había un lugar fantástico llamado la zona de tolerancia. Allí, en esa comarca sin límites en donde palpitó nuestra idiosincrasia, muchos hombres nos encontrábamos para dar rienda suelta a nuestros sueños. En los años veinte, me contaba mi padre, ese sitio quedaba cerca de la actual iglesia Mather Dei, en el sector conocido como “matecacao”. Allá mandaba misia Carmen, “la danta”, una mujer que lucía una margarita en el cabello, y de quien según contaban apareció por estos lares como venida del cielo, para hacer que los hombres se gastaran en su belleza y en sus muchachas los centavos. “Son mujeres del demonio”, sentenciaba mi madre cuando pasábamos por su lado, tapándome los ojos. Eran ellas las culpables de que mi padre y otros señores de la villa embriagaran sus noches y desfogaran sus ganas. Hasta que las señoras, molestas de que sus maridos llegaran arrastrados por el alba, con sus cuellos humedecidos de besos ajenos, y de que sus hijos, entre ellos yo, nos pasáramos las tardes fisgoneando por los patios de sus casas, alzaron sus quejas y movieron influencias con los doctores del municipio; fue así como la zona de tolerancia fue a parar entre las antiguas carreras segunda y tercera y las calles trece y quince -hoy barrio Colombia-1, nomenclatura que se modificó en la alcaldía del doctor Rafael Zúñiga Zúñiga2, en los tiempos cuando para aspirar a ser alcalde lo único que se necesitaba era ser honesto. 1 El 28 de febrero de 1928 el Concejo municipal de Palmira emitió el Acuerdo número 01: “con el cual se reglamenta la prostitución y se reorganiza el servicio antiveneno”. Dicho Acuerdo se produjo luego de emitirse el artículo 920 del Código de la policía nacional, que obligaba a los concejales de los municipios a reglamentar la prostitución y hacer efectiva la profilaxia de las enfermedades venéreas. Según el reglamento, la ciudad debía disponer de un dispensario antivenéreo dotado de mínimo 12 camas y obligaba a las prostitutas a registrarse en dos libros dispuestos uno en la alcaldía y el otro en la clínica, adquiriendo el compromiso de presentarse cada viernes a revisión médica como requisito para expedir y renovar el certificado de sanidad, el cual las autorizaba a ofrecer sus servicios. El reglamento contempló además que las prostitutas se diferenciaban entre públicas y encubiertas: “son públicas las que ejercen la prostitución como un oficio, sin disimular su modo de proceder y que reciben libremente a quienes la solicitan. Y las encubiertas, luego de ocuparse de los quehaceres propios de su sexo, comercian con su cuerpo sin estar específicamente establecidas para tal objeto. Luego de practicarse el examen “la que estuviese enferma se le retiene el carné y debe ser internada en la clínica, y si de ahí se fuga pagará 15 pesos de multa o 15 días de cárcel”. 2 Decreto número 133, del 3 de agosto de 1953.

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A la zona de tolerancia fuimos todos. El que diga que no la conoció miente o no tiene el coraje de confesar que allí vivió momentos felices. Allí no sólo concurrían todas las clases sociales de la época, sino que uno podía emborracharse con el reloj puesto y con la plata en el bolsillo sin que pasara nada; era un lugar en donde la música de la Sonora Matancera y la de Dámaso Pérez Prado, el Rey del Mambo, trazaba puentes hasta el cielo. En las calles de la zona de tolerancia había bailaderos para todos los gustos y bolsillos. Los más concurridos eran Mi Ranchito, de don Luis Álvaro Vélez y La negra Lucrecia; Noches de Hungría, de don Nano Lozano; Rayito de luna, el Gato negro, Copacabana, Farolito, El Rosedal, Acapulco, Happyland, Tres esquinas, Farallones, Salón México, La Zaranda, y El Dancin, el cabaret más grande que ha tenido Palmira. Lo mejor de la zona de tolerancia eran las mujeres. Damas hermosas que entraban y salían de los bailaderos y de las casas de citas que se distinguían por un bombillo rojo que iluminaba las entradas, y que se convertían en los destinos preferidos de los hombres que buscábamos irnos de este mundo y de nosotros mismos. Entre las celestinas más mentadas estaban Aurita, “la mocha”, Nancy, Hilma, las hermanas Oliva y Fanny, La negra Teresa, Chepa Agudelo, las hermanas Jaramillo, y mi gran amiga Emma Díaz; con ella recorrimos Cartago, Chinchiná, Pereira, Santa Rosa de Cabal y otros pueblos del viejo Caldas, en busca de esbeltas jovencitas dispuestas a todo. Nos íbamos, yo me acuerdo, en mi Berlina o le decíamos a Asdrúbal que nos prestara su Ford “tres patadas”3, y regresábamos por el día jueves repletos de pimpollitas hermosas que paseábamos por el frente de los cafés para alborotar las ansias de los clientes fieles del fin de semana4.

3 Un carro último modelo en aquella época que había que darle manivela para que arrancara. 4 En aquellos años los pastusos que trabajaban en los ingenios y trapiches y los que bajaban de Pie de Chinche y Combia con sus mulas cargadas de papa, venían a aliviar su entrepierna en el Salón Nariño y en Mañanita Campera, donde además del ron y el whiskey se vendía ron ecuatoriano de contrabando y “petuza”, un aguardiente amarillo hecho en casa que don Pío y don Milciades vendían en las calles andando con sus burros cargados de guambías.

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En las calles polvorientas de la zona de tolerancia fue donde conocí a las mujeres más bellas y simpáticas del mundo. Recuerdo a “la Cargamicos”, a quien le fascinaban los muchachos; a “la Trazocampos”, una grandota que comparaban con el bus más grande de la época; a Magola, una pelirroja que tenía una pierna más larga


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que la otra; a “Felicita”, la del ombligo agraciado con cinco lunares y que los hombres se morían por besarlo disque porque era de buena suerte; a “la Ardita”, experta en volver ceniza todos “los palos”; a Laura Durán, cuya figura exhibía estrambóticos vestidos que olían a alcanfor; a “la Chirivico”, que ofrecía el novedoso servicio de hacer el amor de pie; a “la Patepollo”, que recitaba estrofas de Gardel mientras le hacían el amor; a Salomé, conocida como “la impúdica” porque era la única del gremio que no usaba enaguas; a Sor Ángela, que bailaba tangos como los dioses; a Celmira, a quien le gustaba robarse los pañuelos de los clientes; a “la mona” Alicia, que tenía la rara costumbre de hacerse firmar los calzones; y a Carmen Tenorio y “la Carmuncha” y a otras tantas mujeres que fueron motivo de insomnio y ebriedad. Fue en la zona de tolerancia donde conocí a Adelita “alma bendita”, una paisa que al pasar dejaba un olor penetrante a primavera y a jazmín. Era una mona de estatura baja, de cabello rizado, con el cuerpo más perfecto y con los ojos más esplendorosos con los que me he dejado ver en este mundo. Por ella me di puñetazos más de una vez con los borrachos que le faltaban al respeto o con algún compadre que al igual que yo era incapaz de aceptar que el corazón de ella, como su cuerpo, era una ofrenda para todos. Adelita, y lo digo con nostalgia, fue para mí, como lo fue para tantos muchachos de la época, mi primera vez. Ocurrió un viernes cuando mi padre convino con ella el servicio de mis primeras gracias, recomendándole una exagerada ternura, pues a su entender yo era muy nervioso. Ese gesto, que me perdone su memoria, nunca pude agradecérselo. Y fue así como comencé a convertirme en “Chivo”, un oficio en el que aprendí dos de las tres cosas más importantes de la vida: a bailar tangos y a hablarle a las mujeres en el oído.5 En ese entonces uno se hacía hombre a los 21 años, y a los menores de edad que nos sorprendían en la zona de tolerancia nos ponían a barrer el Parque de Bolívar o a limpiar de matorrales las orillas del río Palmira. Luego nos cortaban los pantalones hasta dejarlos “pica pollo”6 y nos mandaban a casa a rezar el rosario bajo el delito moral de “dárnoslas de adultos”. El policía encargado de aquellos operativos era el sargento Israel Jaramillo, un negro 5 “El Chivo” era quien frecuentaba los bailaderos y casas de citas de la zona de tolerancia. El día jueves en la tarde solía decir en su casa “ya vengo” y aparecía el lunes siguiente “juagao” y perdido de la perra. 6 Es decir, como los pantalones cortos tradicionales que usaban los jóvenes de la época.

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jodidísimo, que andaba con “los israelitas” en una destartalada radiopatrulla a la que le decíamos “la jaula”. Eran los tiempos, sí señor, cuando había consideración y respeto a la autoridad, y cuando los policías recorrían las calles armados de mero bolillo, porque lo único que había para perseguir eran borrachos y aprendices de “Chivo” como yo. El negro Israel fue también un asiduo perseguidor de ladrones de gallinas que atrapaba luego de increíbles actividades de espionaje, labor por la cual mereció varias condecoraciones. Y ofició también como El Bando, que era, según la costumbre francesa, el que con un redoblante y a viva voz recorría el barrio Colombia y la zona de tolerancia anunciando que iban a quitar el servicio de agua, y los niños nos íbamos detrás de él cantando: “Se le avisa al público de la república, que el agua pública se va a quitar, para que el pueblo de la república recoja agua de la capital”. Una de las grandes noticias que anunció el negro Jaramillo fue la visita a Palmira de Jorge Eliécer Gaitán en 1947, fecha en la que el caudillo, en una jornada patriótica sin precedentes, hizo que la ciudad y la zona de tolerancia suspendieran su latir, pues políticos, partidarios, clientes y concubinas esperaron hasta la una de la mañana la oratoria del dirigente liberal en la antigua alcaldía. A sólo cinco minutos de haber asomado en el balcón hizo temblar la tierra con un conmovedor discurso de emancipación de la dignidad nacional y cuya última frase rezaba: “¡Yo no soy un hombre, soy un pueblo, ¡viva Palmira, carajo!” Luego se envolvió en la bandera palmirana y se fue caminando por la Calle Doce hasta el antiguo Club Campestre -hoy el Batallón Codazzi- donde tomó carro para continuar su peregrinaje hacia Pradera. Eran aquellos los años del gusto por el buen vestir. Los hombres usábamos trajes clásicos de dril naval y súper naval o de paño León y Campana, importado de Europa, los mismos que combinábamos con los sombreros Paniza, Barbicius o Stepson y con los tradicionales zapatos del viejo Rigolai, uno de los fabricantes de calzado más famosos de la villa, asesinado por su propio hijo cuando éste se enteró por una carta de su hermana, antes de que ella escapara de Palmira en embarazo, de que su padre había sido el violador.

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Ese día, cómo no, la Villa de las Palmas fue más roja que nunca.


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Las mujeres usaban largos y estrechos vestidos floripondiados con medio fondos en etaminas, sedas y linos, que compraban a crédito a “los turcos”, que en realidad eran árabes, en cómodas cuotas de 30 centavos mensuales. Los miércoles, recuerdo tanto, a quienes no nos daba vergüenza, íbamos al teatro Materón agarrados del brazo de nuestras mozas para ver las populares series mexicanas “Jalisco, no te rajes”, “El pantano de las ánimas”, o a Burt Lancaster y a Roy Rogers protagonizar los estrenos gringos del lejano oeste. Eran los tiempos cuando el Parque de Bolívar brillaba con la caja musical de su retreta y había hasta un par de cisnes en la vieja fuente donde se erguía la irreverente estatua del niño que hacía pipí. Después del cine, la costumbre era pasar por donde el negro Riversides, a degustar una cuajada o una avena ¡hágame el favor!, con las cuales los hombres cargábamos el ánimo antes de ir a la zona de tolerancia7. Antes la moral y el pudor enmarcaban la cotidianidad de la Villa de las Palmas. Pero el Monseñor José Manuel Salcedo, que en paz descanse, nunca tuvo contrariedad con las concubinas o “mujeres de la vida licenciosa” como él les decía, pues también eran devotas del Sagrado Corazón de Jesús y tenían la convicción de que su cuerpo en Semana Santa y en el día de la Virgen era un templo cerrado, y como cualquier dama asistían a las misas con el cabello recogido, un velo en el rostro y un rosario enrollado en esas manos benditas que en la oscuridad sabían hacer milagros. En aquella época, los jugadores extranjeros de fútbol, tras jugar sus partidos en Cali, venían a rumbear a Palmira y a echarse una “canita al aire” en la zona de tolerancia. Ya en la mañana, lo común era matar el guayabo en la fritanga de doña Emilia, o de Rosalía, o de misia Alicia Escobar, dueña de La Macarena, uno de los restaurantes más grandes que tuvo Palmira y tan popular que sólo cerraba sus puertas los viernes santos. En esos años los hombres humildes andábamos con peinillas de 22 pulgadas, enfundadas en las típicas cubiertas sevillanas de 24 ramales, y nos emborrachábamos con cerveza al clima pues las 7 El verdadero nombre de Riversides era David Arias Campaña, un chocoano que se vino para Palmira a sembrar su porvenir. En su juventud trabajó en la Compañía Riversides de América, una empresa norteamericana que se dedicaba a sacar oro de las tierras de Andagoya.

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neveras importadas eran para los ricos. La docena, yo me acuerdo, costaba uno con ochenta, y con la pianola, a dos centavos, liberábamos las voces de Gardel, Agustín Magaldi, Pepe Aguirre, Luis Ángel Mera y otras, inmortalizadas en discos de 78 revoluciones. Melodías de vida, amor y muerte que amenizaban los tropeles que se armaban cuando algún avispado quería hacer conejo con la cuenta, cuando algún mozo bravero venía a montarla, o cuando los clientes, ya perdidos de la perra, se daban cuenta que lo que bebían las concubinas no era ron sino agua de canela.

Sin embargo, se debía enfrentar las que por aquel entonces eran las enfermedades más comunes: los chancros o “pasadores”, que se quemaban con nitrato de plata; “el piojo ñato”, que se curaba con el ungüento Calomé; y la gonorrea, que se derrotaba con permanganato, un remedio que dejó de usarse porque se supo que causaba estrechez en la uretra. Luego se combatió con “caldo vacuna”, una inyección de un centímetro cúbico de “leche” con un centímetro de agua destilada que producía una fiebre tan fuerte que mandaba al enfermo a la cama donde “sudaba” el alma y los gonococos. La sífilis, en cambio, se combatía con la “914”, una inyección que se llevó del mundo a más de uno porque era a base de bismuto y arsénico y los más desjuiciados se envenenaban al mezclarla sin querer con el ron o el aguardiente. Eran los tiempos cuando la casualidad aún no había inventado la penicilina. En la zona de tolerancia existieron siempre las oficinas de higiene y profiláctico, donde una vez por semana las mujeres iban a re-

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Las casas de citas de la zona de tolerancia eran de adobe y alero; al fondo había cuartos de puertas viejas, que se cerraban con una piola argollada en una puntilla. En esos tiempos las mujeres no se desnudaban sino que se alzaban la falda y las enaguas y había que hacerles el amor con las luces apagadas. Con ellas llorábamos, reíamos, y sopesábamos la rutina de la vida y a pesar que los años nos iban cubriendo de canas, siempre nos redescubríamos en sus brazos como traviesos jovenzuelos. Antes de la entrega, que costaba entre tres y cinco pesos, incluida la pieza, ellas nos apretaban el pipí para ver si uno tenía alguna “vaina”, y luego nos lavaban con agua y alcohol que calentaban en un reverbero que ponían al lado de las chirriantes camas de junco. Todo como en un mítico rito que hacían antes de robarle placer al tiempo, y de cuyos brazos regresábamos purificados a la rutina de la vida.


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visarse y a hacerse “las duchas antivenéreas” como requisito para continuar sus labores. En los años cuarenta el médico encargado de esos oficios era el doctor Jaime Delgado Cabal, un eminente profesional y ciudadano de la villa quien junto a su hijo, el concejal Jaime Bejarano, defendieron a carta abierta la permanencia de los centros de Gota de leche y Profiláctico, pues al fin y al cabo allí se combatían los “síntomas” que los hombres padecían de tanto frecuentar esos lugares que los más beatos llamaban de “relajación moral” 8. Los boticarios, que eran más reservados que un cura9, eran los mejores amigos. Cómo olvidar a don Julio Acevedo, de la farmacia El globo, quien tenía tres hijas flacas a quienes les decían las 111; al “Sordo” Leonel Durán, de la farmacia Real, allá en el Parque de Bolívar; a don Adán Scarpetta, quien se había hecho famoso por inventar un remedio casero para los orzuelos; a don Ricardo Vivas, de la farmacia Andina; a don Rafael Domínguez, de la Estrella; al cascarrabias de don Leoncio Velasco, de la Bristol; a don Eduardo Molina, de la botica Imperio; a don Eduardo Ramos, de la Siglo XX; a don Rafael Hurtado, a quien perseguían las mujeres porque era muy buen mozo; a don Fernando Satizábal, a quien le encantaba hacer chanzas pesadas y un día regó el cuento de que su amigo Vicente Echandía se había ganado la lotería, y éste, de la felicidad, se agarró a tomar trago y a gastarle a todo el mundo y quedó endeudado hasta el cuello porque lo de la lotería era mentira. También eran boticarios don Daniel Materón, el mejor, porque además era el encargado de privar con inhalaciones de éter a los pacientes que iban a operarse en el hospital, y Asnoraldo Lasso, Alfonso Toro, Cipriano Bedoya, Avelino Sierra, Jesús Cortés, Tulio Sánchez, y otros tantos, que ya mi memoria no cobija. Todos expertos en lo que se conocía como “la formulación francesa”, en la época cuando las drogas se preparaban a ojo según la dolencia, la clase social, la estatura y la contextura moral del enfermo. Eran los tiempos del ungüento Hermosina que usaban las señoras para embellecer el 8 Los centros de Gota de Leche y Profiláctico abrieron sus puertas en 1919, luego de que el Concejo municipal de Palmira emitió el Acuerdo número 131 del 15 de agosto, con el cual se “reglamentan los dispensarios antivenéreos de la ciudad de Palmira”. Dichos establecimientos estaban abiertos al público para enfermedades venéreas todos los días de 3 a 4 de la tarde, y los sábados de 4 a 6 de la tarde para chequeos generales. Según el dictamen médico, el encargado debía firmar la correspondiente Patente de Sanidad del paciente, y al final del mes rendir un informe estadístico al alcalde de la ciudad. 9 A excepción de Eleazar Aldana, dueño de la farmacia Al día, el más chismoso de la comarca, quien tenía un hijo enano que se llamaba Humberto.

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busto, del jabón de Reuter para las manchas en la piel, el tónico de romero y quina para la orquilla, el bicarbonato de soda que solía tomarse con leche para combatir la agriera, el ungüento San Ambrosio que las abuelas untaban en el pecho de sus nietos para que no se orinaran en la cama, y el Bairún, que los hombres mezclaban con vaselina para combatir “el golpe de ala”. En aquella época en Palmira y en todo el mundo sólo había una manera de planificar: a ojo. Sin embargo las gentes decían que lo más efectivo era el Mejoral. La propaganda del producto en la radio argumentaba la doméstica costumbre: “Mejor mejora mejoral”. Pero eso era mentira, puro mito popular. Y en vacaciones, decenas de madres humildes peregrinaban hasta el zanjón Mirriñao sosteniendo en sus cabezas inmensos platones llenos de ropas, llevando de la mano a sus tropas de hijos naturales que jugaban a hacer piruetas en las cristalinas aguas, mientras los mayorcitos ayudaban a tender las ropas en el pasto. Cuentan que el padre de muchos de esos infantes era Julio Mayak, un alemán veterano de la primera guerra que andaba en una bicicleta que tenía los neumáticos rellenos de trapo, en los años cuando las gentes alquilaban bicicletas a diez centavos y uno se iba al escondido con la novia a hacer cositas en los potreros o a fumar cigarrillo bajo los árboles de guama y chirimoyo. Lo cierto era que muchos de esos hijos eran los retoños de los amores prohibidos entre las concubinas y los señores de la alta sociedad.

En 1947 los ediles del Concejo municipal de Palmira, preocupados por la cercanía de la zona de tolerancia al centro de la ciudad y a las escuelas públicas, y por los escándalos y amenazas de divorcio de las esposas palmiranas, decretaron delimitar la zona de tolerancia al sector comprendido entre las antiguas calles 20 y calle 24, y carreras primera y tercera10. Después aparecieron nue10 Acuerdo número 65 del 2 de octubre.

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En esa época Palmira era aún una villa pequeña y simpática. Hacia el sur, el cementerio y Barrio Nuevo eran las fronteras. Al norte, La Sociedad de Motoristas y el célebre Parque Obrero. Al oriente, el barrio San Pedro, los peladeros que se conocían como Rabo e´zorro y la tienda La mancha roja, una de las más antiguas de la ciudad. Y hacia el occidente, el barrio la Emilia y la casa conocida como Rancho grande. El resto, como le decía, era potrero y mundo por descubrir.


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vos decretos que poco a poco redujeron la zona de tolerancia al sitio ubicado entre las carreras 30 y 34 y las calles 33 y 38. Era la época cuando empezaba a sentirse el progreso en la ciudad, y las bombillas de mercurio del alumbrado espantaban las historias de miedo y a las brujas del puente de la Emilia. Para mediados de los años sesenta el desarrollo de Palmira dio la bienvenida a nuevas industrias y la fundación de otros barrios. Uno de los últimos sitios que recuerdo de la zona de tolerancia fue “el arbolito”, donde los señores que habíamos crecido en esos paraísos nos desahogábamos de tanto recordar los buenos tiempos. La última gran meretriz que tuvo Palmira fue Martencia, quien atendía en su casa del barrio Colombia a los muchachos de colegio que empezaban a dejarse crecer el cabello y a delirar con la música de Los Beatles. Quizás la última casa de citas que frecuentaron los empresarios y políticos de la alta sociedad fue la de Florinda Rubiano, “la Bogotana”, que tenía un lugar de licores, besos y enaguas en la carrera 32 con calle 24. Tan exclusivo era el sitio que Florinda se daba el lujo de cobrar tres veces más lo que en realidad valía una botella de aguardiente. Con los años las concubinas más hermosas emigraron a Cali o volvieron a sus pueblos, y las que se quedaron se colocaron a trabajar en los cafés o en almacenes de ropa vendiendo Jeans. Las de mayor suerte se casaron con hombres que vencieron su machismo y fueron capaces de jurarles amor eterno. Para principios de los años setenta ya la zona de tolerancia de Palmira había desaparecido. Ahora en las noches, cuando los vivos del otro mundo los observamos a ustedes, aún puedo escuchar la algarabía de la gente en aquellas esquinas de la zona de tolerancia, y dibujar el rostro de mis amigos en La Cueva del humo, donde hablábamos de la revolución cubana y de Marilyn Monroe. Pero sobre todo aún puedo recordar el eco de mis pasos cuando regresaba a casa sin tener que mirar atrás. Ahora tu mundo, muchacho, es otro. Aquí la palabra y la dignidad se venden al mejor precio, la música es banal y sin cadencia, y el Parque de Bolívar, como otros lugares de sus vidas, yace abandonado en el olvido.

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Esta otra Palmira, muchacho, sin ustedes saberlo, llora a cántaros como una concubina jubilada. Mi abuela decía que uno no puede vivir fuera de lo que son sus propios sentimientos, ni tampoco irse del lugar donde hizo su destino. Ahora que cae la noche como un manto espeso y que lo observo a usted vivir este tiempo, con certeza puedo mirarlo a los ojos y decirle que en cuestión de épocas yo corrí con mejor suerte, pues un día cuando usted esté frente a sus nietos se preguntará, ¿qué les podré decir de esta ciudad que hoy habito? Es todo, muchacho, debo irme, gracias por la compañía y por el tinto. Tenga en cuenta que aunque uno esté muerto, y no lo digo por mí, siempre es factible volver a morir. Que Dios lo bendiga. Don Rudesindo bebió el último sorbo de café, liberó su mirada como dos perros tristes y con mi silencio terminó de hablar. Extendió sus brazos y voló hasta extraviarse en el vaivén de las palmeras, y luego, dando un giro, se posó en la cúpula de la catedral, donde las palomas incuban los sueños del siguiente día. Pagué la cuenta y salí a caminar por estas calles, ahora un poco más desconocidas. Cerré mis ojos y comencé a imaginar aquellos puentes de madera que unían las orillas del río Palmira. Crucé sus mitos, llegué a la zona de tolerancia y con el alma intenté nombrar sus esquinas de colores. Fue inútil. Aquella época ya era un lenguaje desconocido para mí. Regresé a casa, y mi soledad de siempre estaba ahí, esperándome con una sarcástica sonrisa. En ese instante recordé lo que mi padre me dijo una tarde cuando me señaló los farallones que lucían como una mujer azul que hacía la siesta: “Debes escribir lo que la vida te dicte, y hasta tu muerte serás fiel a ella y a sus palabras que brotan como el rocío de la mañana”. Entonces entendí. La zona de tolerancia no es un lugar sino un estado de ánimo. Una manera como la Villa de las Palmas se les quedó en el alma a quienes la hicieron con el corazón.

Palmira, octubre de 2004.

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Cuando palpité esa hermosa verdad, supe qué escribir.


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Agradecimientos especiales a Armando Rojas, Geovanny Saa, Emiro Escobar, Jairo Arana, Carlos Rincón, Danilo Granobles, Álvaro Montealegre, Jorge Hernán Guevara, Guillermo Barney Materón, Mario Daza, Mario Paz, José Ignacio Ramos, Julio César Londoño, Emilio Salgado, Severo Bermúdez y Emérito Herrera. Textos de consulta: - Archivo Concejo Municipal de Palmira.

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