Árboles de largo invierno de L. M. Oliveira

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L. M. Oliveira

ร rboles de largo invierno

Un ensayo sobre la humillaciรณn

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Derechos reservados © 2016 Luis Muñoz Oliveira © 2016 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V. Avenida Monterrey 153, Colonia Roma Norte, Ciudad de México, C.P. 06700. rfc: aed140909bpa www.almadia.com.mx www.facebook.com/editorialalmadía @Almadía_Edit Primera edición: mayo de 2016 isbn: 978-607-97159-7-7 En colaboración con el Fondo Ventura A.C. y Proveedora Escolar S. de R.L. Para mayor información: www.fondoventura.com y www.proveedora-escolar.com.mx Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. Impreso y hecho en México.

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Árboles de largo invierno Una vez vi llorar a una muchacha en un carnaval. Sus lágrimas eran tremendas en medio del descontrol, de la lascivia, de los desnudos, del sudor y del éxtasis colectivo. Nunca pensé que pudiéramos sacar lágrimas de un festejo en el trópico, pero ahí estaban: enormes y caudalosas. La gente también sufre en el mar, es un simple prejuicio creer lo contrario. Acapulco, por ejemplo, está lleno de ejecutados; en Fortaleza, también mueren mujeres al dar a luz. No sé en qué parte de la infancia, o de la vida, asociamos con tanta fuerza la tristeza con una imagen. A mí me desasosiegan las montañas y también los bosques y los lagos que descansan a sus pies. Algo hay en tanta amplitud y en tanta belleza que me hace sentir solo e ínfimo. Los paisajes alpinos que tanto entusiasman a muchos turistas, a mí me abisman. Alguien me podría decir que, bien visto, la arena blanca es otra representación de las grandes cordilleras, y que es incluso más triste, porque se trata del polvo en el que se convirtieron esos colosos: las

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arenas son la decrepitud de las montañas, su erosionado futuro. De todas formas, para mí la playa tropical es sinónimo de gozadera. Pero claro, no todo encuentro con el mar es festivo. Pensemos en el famoso cuadro del romántico Caspar David Friedrich que retrata a un monje frente al mar: abajo a la izquierda, una diminuta figura mira la inmensidad furiosa de las aguas tormentosas. El gran ensayista Rafael Argullol dice lo siguiente de esa obra: “El monje de Friedrich siente sobre sí el peso de una abrumadora Weltschmerz, de un pesar cósmico tanto más doloroso cuanto que es indefinido e inaprehensible. Por un lado, siente el magnetismo de un infinito parasensual que incita al viaje y a la audacia; por otro, el vacío lacerante de un infinito negativo y abismático en el que la subjetividad se rompe en mil pedazos”. Ante los paisajes fríos y desoladores, soy como un romántico alemán. También me entristecen los árboles que pierden sus hojas en invierno. Pocas cosas más desoladoras que un bosque deshojado, un hayedo en invierno, esa larga extensión de ramas desnudas que señalan a todas partes bajo un cielo encapotado, como pidiendo paz. Cualquiera que haya estado en Roma puede recordar que los frondosos árboles que dan sombra a lo largo del Tíber están curvados hacia el río. Gracias a ello forman un pasadizo semejante a un túnel bajo cuya sombra, en verano, se puede disfrutar del fluir del río y los golpes de la brisa, si corre. Pero en invierno el panorama es otro, y los árboles curvados hacia el río no tienen una sola hoja. Parecen

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hombres enfermos y exhaustos que piden ayuda afuera de una iglesia o en un hospital medieval abandonado fuera de las murallas de la ciudad, un leprosario. Lo bueno del invierno es que se esfuma y las ramas pronto se pueblan de retoños, todo florece al unísono en el bosque. Pero el invierno humano es más tozudo, y los árboles de ese largo invierno no se curvan hacia el Tíber, viven humillados, y les duele.

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La dulzura del agua El mar es el símbolo más irónico de la sed. Es su culpa que le digamos dulce al agua potable. Imagínense el placer celestial que sentía un explorador al bañarse en las aguas de un río, meses después de viajar hacinado en una carabela que circundaba la Tierra en aquel siglo xvi lleno de largas travesías y descubrimientos. No dudo que el primer encuentro místico fue el de un trashumante, casi homo sapiens, que días después de haber perdido el camino en el desierto, ya sin fe, se topó con un oasis. ¡Gloria! Toda el agua dulce es bendita (cosa por demás falsa: cuánta gente no muere al año por beber agua insalubre). Seguramente si aquel nómada no lloró, fue porque le era imposible: sus lagrimales habrán estado secos como el polvo, su piel partida como campo yermo y su corazón, más que latir, habrá aleteado como colibrí. Además, es de suponerse que aquellos ojos por los que tendría que haber llorado, estarían hundidos; razón por la que su cráneo, más que adivinarse, se hacía evidente bajo la delgada epidermis de su rostro.

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Si digo todo esto es porque esa primera y desesperada constatación de la dulzura del agua se repite cotidianamente entre algunos de los migrantes que, con suerte, después de intentar cruzar a pie el desierto de Arizona y sobrevivir (aunque esto mismo sucede en muchas otras latitudes), se topan con el agua que alguien les ofrece. No todo es egoísmo y crueldad entre extraños, hay personas capaces de imaginar lo terrible que debe ser morir deshidratado. La visión de un cuerpo seco caído en tierra los hace sentir compasión por los desconocidos que vienen del sur, y por eso dejan botellas de agua en las rutas desérticas para uso de los migrantes que se internan en Estados Unidos. En estos envases pintan una cruz, su Dios los motiva a sentir misericordia y esperanza. Bajo el símbolo de su fervor escriben la fecha en la que sembraron la botella, y es gracias a esto que quien se la encuentra puede calcular si el agua que contiene todavía es potable. Pero no todos ven a esos migrantes como hermanos: la ignorancia, el odio sembrado por líderes demagogos y racistas y la tendencia al tribalismo (sobre la que volveremos), lleva a muchos a organizarse contra “la invasión”. Así, patrullan la frontera entre México y Estados Unidos como cazadores de antílopes. Y digo antílopes porque cuando trato de imaginarme a estos grupos armados, recuerdo una de las primeras imágenes de la novela de Cormac McCarthy No es país para viejos (2005): Moss estaba sentado con los tacones de sus botas hin-

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cados en la grava volcánica de la loma y oteaba el desierto a sus pies con unos prismáticos alemanes de 12 aumentos. El sombrero echado hacia atrás. Los codos apoyados en las rodillas […] Los antílopes estaban aproximadamente a un kilómetro. El sol había salido hacía menos de una hora y la sombra de la loma y las yucas y las rocas cubría en buena medida la planicie aluvial […] Bajó los prismáticos y observó la región. Hacia el sur las montañas peladas de México. Los remansos del río.

Entre Arizona y Sonora no hay río: hay barda, alambres y desierto. La tarde del 4 de julio de 2014, después de festejar el Independence day con una buena comida, Michael tomó su camioneta y manejo hacia la frontera. Los atardeceres en el desierto son hermosos, y el de ese día lo disfrutó especialmente. Esas caídas del sol y la belleza de su mujer, una rubia rechoncha que a mí no me gustaría, lo tienen convencido de la existencia de Dios. Es cristiano y racista. Mientras manejaba prendió la radio para oír las noticias, hablaban de la protesta que se llevó a cabo la tarde anterior en Murrieta, California, con la cual los manifestantes impidieron que varios autobuses llenos de niños inmigrantes entraran a la estación de la Patrulla Fronteriza del pueblo. El reportero entrevistó a un tipo famoso entre los Minuteman que Michael conocía, lo que lo hizo sentirse orgulloso. El entrevistado se llenó de furia cuando el periodista le preguntó si no le ablandaba el

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corazón el hecho de que los pasajeros de los autobuses fueran niños. –No se trata de si son niños, son ilegales. Es como cuando ves una cucaracha, no importa de qué tamaño sea, no te tientas el corazón, la aplastas. –¿Está diciendo que los ilegales son cucarachas? –Son una plaga. Michael aplaudió y sacó una botella de agua, mientras recordaba con asco y preocupación las imágenes de albergues atiborrados de niños morenos que llevaban días enteros llenando los reportajes de la televisión local. El aire acondicionado estaba a tope, el termómetro exterior indicaba que, ya puesto el sol, la temperatura aún superaba los 35 grados; según el pronóstico del tiempo que vio antes de salir de casa, no bajaría de 27 grados. Sería la noche más calurosa del año. Llegó a su loma favorita, aquella desde la que más le gustaba vigilar la frontera, esa línea que apenas se intuía a lo lejos. No se acercaba más porque no tenía gracia, la cosa era agarrar a los migrantes ya entrados en territorio estadounidense y darles espacio, que se sintieran libres. Según él, algo de caza deportiva tenía todo aquello. Tomó sus binoculares de visión nocturna y miró el mundo, nada se movía. Esperaba toparse con algún bicho de la noche, pero el calor afuera de su camioneta era demasiado intenso. Nada quería asomarse a ese desierto. Puso música para pasar el rato, y también se comunicó con sus compañeros a través de la radio del coche. Ninguno comunicó novedad: quizá los mexicanos también

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habían escuchado el pronóstico del tiempo, ¿quién se metería al desierto con esas temperaturas? Michael dejó los binoculares y cerró los ojos. Recordó que mientras en Murrieta impedían que llegaran los autobuses llenos de niños, él participó en una manifestación en las calles de Tucson, y se enfrentó verbalmente con un beaner que se metió entre ellos con una cámara. –Vete de vuelta a tu país –le gritó–, eres una rata. –Tú vete de vuelta a Europa, racista, yo soy indígena de América, mis antepasados nacieron aquí. El intercambio de palabras subió de tono. Entonces Michael le escupió en la cara al supuesto invasor. En realidad le habría gustado golpear al beaner, pero se contuvo porque el moreno no iba solo. Además, le daba asco tocarlo, igual que le daban asco las cucarachas. De pronto el corazón de Michael comenzó a latir más rápido, era señal de que se acercaba una presa; él creía tener esas intuiciones. Así que tomó sus binoculares y barrió el horizonte. Entonces vio a Saúl, cabizbajo, sin fuerza, parecía un venado herido que daba sus últimos pasos antes de caer muerto. Y así fue, cayó como si estuviera herido de bala; de no ser por el silencio, Michael hubiera pensado que alguien le había disparado desde otra colina. Pero era imposible, en esos parajes vacíos debía poder escucharse el tronido de la pólvora con todo y la música que llenaba su camioneta. Supuso que lo había mordido una víbora o que se derrumbó de agotamiento y deshidratación. Lo miró fijamente, parecía muerto. Entonces tomó su radio:

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–Cayó un cerdo. –¿De qué hablas? No le habrás disparado, no serás tan imbécil. –Qué va, se cayó solo.

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