TROVA LA REINA

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© De los textos: Pedro Giménez De Aragón Sierra © Del diseño de la portada: Agustín Burgos y Martín Lucía © De las ilustraciones y mapas: Agustín Burgos Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-941773-8-5 Depósito Legal: SE 2266-2013 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


TROVA A LA REINA Pedro Gim茅nez De Arag贸n Sierra



TROVA A LA REINA



A Marisa, reina madre, A Olga, mi amada, A Paula, la princesa



PRÓLOGO Trova a la Reina narra la historia de la Reina Petronila –en aragonés Peyronila- de Aragón, hija del Rey Ramiro II el Monje y de Doña Inés de Poitiers. Las crónicas nos dicen poco sobre ella. Nació el 29 de junio de 1135 e inmediatamente fue prometida al infante Don Sancho el Deseado, hijo de Alfonso VII de Castilla. A cambio de la devolución del Reino de Zaragoza, ocupado por Alfonso VII, fue entregada a los castellanos. Sin embargo la devolución no se produjo, por lo que los aragoneses anularon el compromiso de su infanta con el castellano y firmaron nuevos desposorios con el Conde Ramón Berenguer IV de Barcelona, unificando así los destinos de Cataluña y Aragón hasta el presente. Alfonso VII la retuvo en Toledo hasta los catorce años, logrando así el apoyo y vasallaje del Conde de Barcelona. Durante años, Petronila fue una mujer a la sombra de su marido, el gran Príncipe Ramón Berenguer, y se dedicó a engendrar herederos y educarlos. Cuando enviudó, su primogénito era aún un niño, por lo que rigió durante un par de años el Reino de Aragón. Finalmente, al acceder su hijo Alfonso al trono, ella se retiró como señora feudal al Condado de Besalú, que gobernó hasta su muerte, el 3 de octubre de 1173. El abuelo de Petronila por parte de madre, Guillermo de Aquitania, fue el primer trovador de la Historia. No puede ser casualidad que durante la infancia de Petronila en Toledo cantase allí el trovador aquitano Marcabrú. Tampoco debe ser fortuito que se desplazase después a la corte de Ramón Berenguer. Finalmente es significativo que un trovador catalán, Ramón Vidal de Besalú, aprendiera el arte poético durante la misma época en que Doña Petronila gobernó el Condado de Besalú. Aunque nada nos digan las crónicas, muchos son los indicios que nos hablan de la relación de la reina con el mundo trovadoresco. “Trovar” es un verbo de origen latino que durante el Medioevo significó en todas las lenguas romances “buscar”, “encontrar” y “cantar”. El trovador era un compositor de música y poesía. “Trova a la reina” es el canto, la búsqueda y el encuentro de una 9


mujer del siglo XII. La Historia de las mujeres tiene en este siglo un destello de esplendor e incluso liberación. El cristianismo había supuesto para las mujeres europeas el fin del divorcio y la implantación de la rígida moral judía por encima de las costumbres romanas. En la Edad Media el adulterio femenino estaba severamente penado, mientras que se toleraba el concubinato masculino. Este doble rasero para juzgar la moral sexual tuvo sus implicaciones y reflejos en todos los ámbitos de la vida, desde el poder hasta la cultura. Sin embargo, en el siglo XII aparecen mujeres como Leonor de Aquitania o Ermengarda de Narbona que se divorcian de sus maridos, vuelven a casar, gobiernan sus dominios feudales, tienen relaciones sexuales con sus trovadores y promueven la cultura cortesana. Petronila de Aragón era prima hermana de Leonor de Aquitania y sobrina política de Ermengarda de Narbona. El siglo XII, con el florecimiento del Amor Cortés, supuso la elevación y estima de la mujer, su idealización. Esta novela es un homenaje a los orígenes de la literatura en lenguas romances. Aparecen enlazadas la literatura culta en latín, la poesía trovadoresca en lengua de oc, un par de cancioncillas populares españolas –una en catalán y otra en gallego-, y varios romances castellanos. No voy a entrar en la polémica respecto a la antigüedad de los primeros escritos en castellanos. Aunque Menéndez Pidal datara el Poema del Mío Cid en torno a 1140, la mayoría de los críticos actuales atrasan la fecha hasta el siglo XIII. Con respecto al aragonés medieval, muy similar al castellano, aparece después del 1200 en el “Liber Regum”. El catalán y el gallego todavía tardarán más en escribirse. Rafael Cano, profesor de Gramática Histórica en la Universidad de Sevilla, afirma que no podemos saber cómo hablaban los españoles del siglo XII, ni los castellanos, ni los catalanes, ni los gallegos, ni los aragoneses. La única lengua romance bien conocida de este siglo es la occitana. Según algunos lingüistas, los catalanes de la época hablarían una variedad de occitano. En cualquier caso, no es mi intención hacer un estudio sobre las lenguas romances ni pretendo parecer un experto en el tema. Tan sólo me he sentido atraído por la proximidad lingüística entre el castellano antiguo y la lengua de oc. Decidí escribir los diálogos


en lenguas romances por puro placer estético, aún sabiendo que supondría para la novela el predominio del estilo indirecto y para mí un esfuerzo mucho mayor. Para las traducciones de los poemas en occitano he seguido al ilustre maestro Martín de Riquer, aunque a veces las he retocado, haciéndolas más literales. Aunque esto dificulta la lectura del poema, permite al lector que disfrute con el juego lingüístico, comparando castellano y occitano. Por otro lado, creo que los diálogos en lenguas arcaicas otorgan a la novela una mayor verosimilitud y una eficaz ambientación. Muchos son los escritores que al novelar épocas pretéritas han arcaizado los modos y expresiones de sus personajes. El más ilustre fue el propio Cervantes que, para ridiculizar a su caballero andante, le hacía hablar en castellano medieval. Aunque la mayoría de los personajes son históricos, la historia afectiva de la protagonista es pura ficción. La relación de Petronila con varones y mujeres es una construcción literaria de lo que pudo ser para una mujer medieval el amor y la amistad, sentimientos universales que podemos comprender perfectamente los lectores del siglo XXI. Frente a la vida privada, la pública es rigurosamente histórica. La trama política que subyace tras la trayectoria vital de Petronila de Aragón es la de la España del siglo XII, una España que tan sólo existe como fin utópico de una ideología. El proyecto de Alfonso VII de Castilla era la unificación feudal de los reinos cristianos de España mediante la creación de un Imperio Hispánico. Una especie de feudalismo a la inversa que aún no ha sido objeto de un estudio histórico profundo. Los reinos de Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón, junto al Principado de Cataluña y algunos condados del sur de Francia, debían quedar sujetos a la autoridad superior del Emperador de toda España y, mediante la unión de tales fuerzas, había que subyugar a los musulmanes de Al Andalus. Las tensiones centrípetas y centrífugas de la época son, sin duda, interesantes para comprender la configuración actual de la España de las autonomías, sus aciertos y contradicciones. También me parece digno de resaltar el hecho de que muchos condados del Languedoc y la Provenza decidieran formar parte de los estados hispánicos en aquella época. Francia era entonces un 11


concepto tan vago como España, pero mucho menos atractivo y prometedor. La Edad Media es una referencia obligada para entender la cuestión actual de la Europa de las regiones. Finalmente, he de advertir que los nombres de los personajes están escritos normalmente de modo arcaico. He optado siempre por aquellas formas que me parecían más estéticas. Generalmente son las más arcaicas. En lugar de Ramón o Raimundo, he preferido siempre Raimón. Guilhem en vez de Willhem, William, Guillem o Guillermo. Frente a Ermengarda elegí la forma Hermesinda de una crónica aragonesa para la Vizcondesa de Narbona. Peyronila no me parece mejor que Petronila pero es la forma aragonesa y por ello se me antoja más auténtica.

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LIBRO PRIMERO: LA REINA NIÑA



“No puch dormir soleta, no. Què´m faré, lassa, si no mi´s passa? Tant mi turmente l´amor! Ay, amich, mon dolç amich, somiat vos he esta nit! Què´m faré lassa? Somiat vos he esta nit que´us tenia en mon lit. Què´m faré, lassa? Ay, amat mon dolç amat anit vos he somiat! Què´m faré, lassa? Anit vos he somiat que´us tenia en mon braç. Què´m faré, lassa?”1 Inclinóse el juglar dejando en el aire el eco de su último acorde. La lira aún vibraba. Resonó en la mente de la reina el último verso, y se impuso el silencio, pero no un silencio vacío, sino un silencio tangible, repleto de emociones, de pasiones que los corazones proclamaban a gritos. Rodó una lágrima por la mejilla de la reina. Una lágrima sola, una perla que al romperse en su vestido, con su brillo y su chasquido, despertó a la audiencia del hechizo que los mantenía inmóviles, y el médico Isaac comenzó el aplauso, y todos los invitados a la “Corte de Amor” estallaron en una ovación sincera y cálida que hizo sonrojar al debutante, el joven juglar Raimón Vidal. Doña Peyronila, Reina Madre de Aragón y Cataluña, había invitado a su pequeña y privada corte de Besalú a su amiga y sobrina política la Vizcondesa Doña Hermesinda de Narbona, hija de su difunta cuñada Doña Mafalda, y a sus cuñadas la Condesa Doña Jimena de Foix, la Condesa Doña Almodis de Cervera y la Baronesa Doña Cecilia de Castellvell, viudas todas, como ella. 1 No puedo dormir solita, no. / ¿Qué haré, triste de mí, / si no se me pasa? / ¡Tanto me atormenta el amor! / ¡Ay, amigo, mi dulce amigo, / os he soñado esta noche! / ¿Qué haré, triste de mí? / Os he soñado esta noche / que os tenía en mi lecho. / ¿Qué haré, triste de mí? / ¡Ay amado, mi dulce amado, / anoche os he soñado! / ¿Qué haré, triste de mí? / Anoche os he soñado! /que os tenía en mis brazos. ¿Qué haré, triste de mí?

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Además, estaban presentes su hijo el Infante Don Sancho, su protegida, la Infanta Doña Sancha de Castilla, prometida del rey, los maestros de pintura, escultura y arquitectura que trabajaban en las reformas del Monasterio de San Pere, el médico judío, el astrólogo egipcio, la sirvienta Zahira y el cura Don Bernard de Albi. La Reina Doña Peyronila se levantó del trono, alzó suavemente al juglar y le acarició la faz rasurada. Maravilloso, exclamó, qué voz. Y le pidió que se sentase junto a ella, al lado del trono, en el suelo. Preguntó entonces, en lengua occitana, a Don Bernard “Vos platz mon rossignol catalan? Non es com lo dous chantz d`un ausel de Tolosa o Peitieu?2” Contestó el cura albigense que jamás había oído tono tan melodioso ni timbre tan musical, pero que no era dado a poesía trovadoresca ni partidario de las letras en lengua vulgar, dado que existían en latín poemas de amor mucho más bellos, más cultos, con motivos literarios inspirados en Ovidio o Virgilio, con metáforas eruditas y míticas, con alusiones a Venus y Eros, con características en suma que no podían encontrarse en poesía tan popular. En su opinión, lo mejor para el muchacho sería educarlo en ambiente eclesiástico e instruirlo en el mester de clerecía, de modo que diera mejores frutos. Intervino Ibrahim, el mago egipcio, defendiendo la poesía popular frente al clérigo cátaro. La poesía de amor del pueblo y las composiciones de los trovadores buscaban más la música y la sonoridad de las palabras que los artificios literarios. Amich y nit, amat y somiat, lassa y dolç, eran lugares comunes de la poesía amorosa de Cataluña, León, Al Andalus o Egipto fuere cual fuere la lengua, el amigo en la noche, amado, soñado, triste y dulce al mismo tiempo, el abrazo en el lecho y el tormento de la soledad, eran deliciosas contradicciones para los amantes del amor cortés, el amor posible e imposible, onírico y real. Qué podía saber un árabe, replicó Guilhem de Tolosa, el maestro de pintura, de la poesía trovadoresca o la poesía latina. El arte, fuese escrito, cantado o pintado había de seguir unas normas, unos cá2¿Os place mi ruiseñor catalán? ¿No es como el dulce canto de un pájaro de Tolosa o Poiteau?

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nones estéticos que fuesen interpretables por el espectador. ¿Acaso podría él pintar a Cristo en la cruz sufriendo, o a la Virgen sonriendo al Niño Jesús? No, como artista responsable, debía respetar los cánones que a lo largo de los siglos habían continuado generaciones de pintores. Cristo y la Virgen debían aparecer como seres incorpóreos, espirituales, sin sentimientos humanos, ni dolor ni alegría, en todo caso severidad, como Jueces de los Últimos Tiempos. No pretendían ellos, dijo el médico judío, Isaac, discutir cómo había que pintar o escribir acerca de Cristo, pero en cuestiones de poesía amorosa, árabes y judíos podían opinar con más rigor y autoridad que los cristianos pues cultivaban ese género desde tiempos inmemoriales. El arte trovadoresco no hacía más que imitar las obras del Rey Poeta, Al Mutamid de Sevilla, reproducir las reflexiones sobre el amor de “El Collar de la Paloma” de Aben Hazm, e intentar aproximarse a la belleza de “El cantar de los cantares” del Rey Salomón. Terció la Condesa Doña Almodis en favor del joven Raimón Vidal diciendo que a ella placía todo tipo de canción de amigo, de género culto o género vulgar, y que en su corte cantaban poetas provenzales, catalanes, árabes, judíos, e incluso aragoneses, que también en tierra tan agreste había cánticos de este tipo, de un carácter especial, serrano, diría ella. Pero que jamás había oído cantarlas con tanta dulzura, como le oyera a este trovador tan joven y esbelto, que parecía sentir lo que decían sus coplas y entonar sus palabras no con la boca sino con el corazón. Asintieron las damas y habló entonces la reina, diciendo que, en efecto, el gusto por la poesía latina, la romance o la hebrea, poco tenía que ver con la cuestión que había planteado, y, en definitiva, no era más que eso, una cuestión de gustos. El joven Raimón no era autor de la copla, sino intérprete, aunque no estaba lejos el día en que aprendiese a trovar. Coincidía, por otra parte, con Doña Almodis en disfrutar por igual de los cánticos de todos los pueblos y se lamentaba de no saber árabe ni hebreo para poder oír los poemas de literaturas tan antiguas en sus propias lenguas. Pero lo que realmente importaba, insistió, era que apreciasen el valor de aquel cantante tan joven, que con el tiempo llegaría a componer hermosos poemas en lengua de oc. 17


Así lo reconoció de nuevo Don Bernard, explicando que no era su intención plantear tal polémica, sino hacer ver a la señora que tal vez convendría al muchacho una educación eclesiástica, que él podría proporcionarle, para ampliar sus miras literarias. Miró el juglar a la reina, con ojos preocupados, interrogantes. Ella le acarició el cabello, sonriendo para sus adentros, porque bien sabía cuáles eran los motivos del interés que ese cura viejo mostraba por el hermoso muchacho. Conocía sus debilidades y sospechaba que no lo echaron de Albi por su doctrina teológica, como él presumía, sino por otra causa que no se atrevía a revelar, pero que no era difícil de notar en sus modos y maneras. No es miel para un oso este joven, pensó Doña Peyronila. “Ar Raimón canta entre nos, mas puois lo trairai en la Cort -manifestó la reina en occitano- e venrán a escoutar son chantar tuichs los gentils homes de Cataloingna e Aragón”.3 Raimón Vidal había nacido diecinueve años antes en aquella villa de Besalú, donde vivía retirada la reina desde que abdicara en su hijo. La reina lo había oído cantar mientras trabajaba en el campo y lo había rescatado de las tareas ingratas para enseñarle maneras cortesanas y hacer de él un perfecto trovador. Ya nadie reconocía en él al zafio campesino, sino a un joven ilustrado y de buenas maneras, de modo que muchos pensasen que se había criado entre almodones de seda en lugar de la paja mezclada con excrementos que hiciera las veces de lecho en su infancia. Era un muchacho de cabello oscuro, ojos azules algo prominentes y enmarcados por finas cejas, nariz equilátera, boca de pájaro y frente despejada. De constitución esbelta, espaldas anchas y cintura estrecha, tenía piernas largas y robustas como pilares, y brazos de leñador. Vestía calzas de seda roja y jubón de terciopelo negro. Birrete igualmente rojo. Un pesado medallón de oro macizo, sin labrar, colgaba de su cuello por gruesos eslabones de plata. Todo ello regalo de la reina. Su protectora. Su mecenas. La reina amaba su inocencia y él sentía por la reina devoción, admiración y fidelidad infinitas. Tenía Doña Peyronila por aquel entonces treinta y nueve años y era viuda desde hacía doce. Jamás hasta entonces se había sentido verdaderamente amada por un 3Ahora Raimón canta entre nosotros, mas después lo llevaré a la corte y vendrán a escuchar su cantar todos los gentiles hombres de Cataluña y Aragón.

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hombre. En efecto, el amor podía ser dulce y amargo a un tiempo, como decía la canción. Ella quiso amar a su marido, pero jamás fue correspondida. Él siempre la trató con respeto y caballerosidad, pero jamás le dedicó un gesto cariñoso, una palabra de elogio, un halago, una muestra de satisfacción. Eran más frecuentes sus ausencias, ocupado en guerras y asuntos políticos, que sus estancias. Cumplía su deber de marido con rigidez militar, sin preocuparle lo más mínimo el placer que sintiera o no su esposa. La consideraba tan sólo un vehículo para engendrar herederos, una madre que los educara en la infancia hasta que pudiera él formarlos en el mundo de los varones. Realmente, sintió por ella más indiferencia que amor. Nunca les unió otra cosa que el interés. Tan sólo la quiso a su lado como fuente de poder, como el medio que le permitía gobernar Aragón y utilizar sus recursos humanos para llevar a cabo su gran obra conquistadora: Fraga, Lérida, Tortosa. En toda su vida, jamás había encontrado un hombre capaz de amar a una mujer como los poetas occitanos. Los hombres, en conjunto, le habían decepcionado siempre. Hasta que conoció a Raimón Vidal. Su sensibilidad y su inocencia hacían de él un diamante en bruto. Su timidez y su delicadeza le otorgaban una categoría especial de varón. Nada tenía que ver con la rudeza de los barones catalanes y aragoneses que, por demostrar su hombría, trataban igual a sus mujeres que a sus caballos. Era un hombre capaz de entender el alma femenina o, al menos, de aproximarse a ella. Pero, sus desafortunadas experiencias amorosas y la diferencia de clase, por no hablar de la edad, le obligaban a mantener las distancias con su amado, tratarlo con dureza y frialdad, y ocultar sus relaciones en público. Aquella caricia que acababa de obsequiarle, fue consecuencia de un momento de debilidad. Sus cuñadas se habían mirado entre ellas con la típica sonrisa cómplice de las que se entienden sin necesidad de palabras. Doña Peyronila sólo había confesado sus amores a las dos amigas más íntimas que conservaba, Doña Hermesinda y su fiel Zahira. La vida había hecho de la reina una mujer frágil y desconfiada en lo que se refería a las relaciones personales. En política, en cambio, era implacable. Aquí, la frialdad que aparentaba era real. Enjuiciaba los hechos con plena objetividad y to19


maba las decisiones sin vacilar. Desde que su hijo alcanzó la mayoría de edad, se limitaba a aconsejarle e intervenir cuando veía que una situación tendía a complicarse. Se dedicaba especialmente a vigilar las ambiciones de los nobles. Conocía a todos los barones de Cataluña, Aragón, la Provenza y los condados pirenaicos. Tenía agentes que la mantenían informada sobre sus vidas, sus mujeres, sus hijos, sus inclinaciones, sus vicios y sus virtudes. No sentía simpatía por ninguno. Ellos temían caerle en desgracia, porque sabían que no podrían medrar junto al rey con la oposición de la reina. Pero estas cuestiones no le hacían abandonar Besalú más que ocasionalmente. La política no le obsesionaba, pero tampoco podía vivir sin inmiscuirse en ella. En los últimos tiempos, sin embargo, un asunto se había enseñoreado de su mente. La boda de su hijo. El reino necesitaba asegurarse la sucesión con un heredero. Pero su hijo, el rey, se negaba a llevar a cabo los desposorios con la Infanta Doña Sancha de Castilla que firmara su difunto marido con el también finado Emperador de las Españas, Don Alfonso Raimúndez. Don Blasco Romeo, el ayo del rey, le había buscado otra novia con mejor dote y renombre, la hija del Emperador Don Manuel Comneno de Constantinopla. Don Blasco se había convertido en el principal rival de la reina en la política aragonesa. Casi lo odiaba a muerte. Ella insistía a su hijo en que debía cumplir el compromiso firmado por su padre y el Emperador de las Españas. Cuando se hizo, existía en aquella península, a la que los romanos denominaron España, un ideal político: promover la unidad de los estados cristianos. Se quería reconstruir el reino que existió en tiempos de los godos, un país grande y poderoso, capaz de dominar a los musulmanes y mirar cara a cara a Alemania, Francia o Inglaterra, las grandes potencias de la Cristiandad. Había disensiones en el modelo de Estado. El emperador tenía cierta tendencia a imponer su monarquía centralizada frente al criterio federativo de su marido, que era el único posible. A la muerte de ambos, aquellas ideas se habían perdido. A pesar de la unificación federativa de Aragón y Cataluña, en cuyo éxito tanto había participado Doña Peyronila, nada se había logrado en contra de los independentistas vascos de Navarra y, para colmar el panorama político, el gran Estado occidental, pilar del 20


Imperio de las Españas, se hallaba ahora dividido en los reinos de Castilla, León y Portugal. Doña Peyronila creía en la ideología federativa. Sólo la unión daría fuerzas a los cristianos para vencer al Islam y defender la Península de futuras agresiones, manteniendo así la idiosincrasia propia de los pueblos de España. Pero esa unidad sólo se lograría con el respeto a los fueros, costumbres, lenguas e instituciones propias de las naciones federadas, en un plano de escrupulosa igualdad entre los Estados. El privilegio de unos frente a otros llevaría, tarde o temprano, a la destrucción de la unión. Doña Peyronila creía que el matrimonio entre su hijo el Rey de Aragón y la Infanta Doña Sancha de Castilla contribuiría a recuperar la idea federativa. A pesar de que la princesa griega estaba ya en camino hacia Aragón, no daba por perdida la batalla. Doña Peyronila sentía un cariño especial por la infanta castellana. Vivía con ella en Besalú desde que su madre marchara a Tolosa para casar por vez tercera, abandonándola a su propia suerte. Y de eso hacía ya años. Doña Sancha, a su vez, la quería como a una segunda madre. Además, Doña Peyronila veía en la infancia de Doña Sancha un fiel retrato de la primera etapa de su vida. Desarraigada, sin padres ni patria, sometida a los giros de la Fortuna, podía recibir una corona o ser encerrada en un monasterio. Poco podía hacer por enderezar su suerte. Así era la vida de las mujeres nobles de la Cristiandad. Su destino fue tejido por los reyes de España. En todo caso, no podía quejarse. Llegado el momento, tuvo su autonomía e independencia, de la que aún disfrutaba. E, incluso, con el tiempo, llegó el amor. Deseaba proporcionarle a Doña Sancha un destino parecido.

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CAPITULO I De cómo desposó la Infanta Doña Peyronila al nascer y de cómo tornose Doña Urraca en la corte de la Emperatriz Doña Berenguela. 1 “El Rey Don Alfonso de Aragón et Navarra, enpués de corridas Córdoba et Granada, feytas et vencidas muytas batallas et rendida la tierra al Rey Don Alfonso de Castiella, quiso prender la civdat de Fraga. Et los moros acordaron que más valía con aquellos dar batalla que antes que más gente se plegassen a él, et dieron la batalla et matáronlo. Et el buen cavallero Don Gómez de Luna, que provó muyt bien en esta batalla, contava que hallose el rey rodeado de moros et firiéronle por diestra e siniestra, pero nunca lo trobaron ni muerto ni vivo. Et qui siempre fue vencedor fue vencido por su grant atrevimiento de sobra loçanía de corazón et menosprecio de los enemigos, locura yes. Et demás, y en los muros de Sariñena, fenecieron el Vizconde Don Céntullo de Bearne et el Vizconde Don Aymeric de Narbona, grandes vassallos del rey. Et acontecieron aquestos fechos el séptimo día, nefasto sea, del mes de septiembre del anno de la era hispana de mil et çiento et setenta et dos, et del anno del Nasçimiento de Nuestro Sennyor Iesu Christi de mil et çiento et treinta et quatro. Et fizo su testament en pro de los cavalleros del Santo Sepulcro de Jherusalem, et los del Temple et los del Hospital. Et donó muytas villas e diezmos a las eglesias et monesterios del su regno. Signáronlo con jurament los condes Don Fortún Aznar de Tarazona et Don Arnau Mir de Pallars, et los barones Don Lope López de Ricla, Don Pelegrín Fortún de Castellezuelo, Don Peyro Tizón de Cadreyta, Don Lope Sánchez de Belchite, Don Artal de Alagón, Don Fortún López de Ayerbe, et muytos otros magnates. Et ansí termina la corónica del Rey Don Alfonso el Batallador”.

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2 El Rey Don Ramiro, obispo de Roda y monje cluniacense, heredó de su hermano Don Alfonso el Batallador la corona de Aragón, al negarse los nobles a cumplir el disparatado testamento que cedía el reino a las órdenes militares del Temple, el Hospital y el Santo Sepulcro. Era el único miembro de la dinastía aragonesa que quedaba y los nobles decidieron hacerlo rey a pesar de que la costumbre prohibía coronar a un clérigo. Los navarros se escudaron en dicha costumbre para proclamar su independencia coronando al descendiente del último rey navarro, Don García Ramírez, cuya sangre había ganado en prestigio por correr en sus venas la del Cid Campeador. El Rey Don Alfonso de León y Castilla, por su parte, aprovechó la división de aragoneses y navarros para conquistar el Reino de Zaragoza, que había adquirido el difunto Batallador. Don Ramiro, que engendró una hija de Doña Inés de Poitiers, hizo un trato con el leonés: le cedía su hija para que desposase con su heredero a cambio de la devolución del Reino de Zaragoza. “Et luego a pocos días, el Rey Don Remiro, plegados los sus mayores del regno, fizoles fazer homenage que catarían por su filla en que le darían marido, tal quoal ella pertenecies, que rigies el regno. Mas los magnates del Regno de Aragón non lo quissieron yurar, veyendo lo que fazía el Rey de Castiella. Que mudó el nombre de Donna Peyronela et fízola clamar Urraca, et depues quería casar su fillo con ella, et teniendo la dicha Urraca en su poder fizo fazer omenage a ella que su tierra de Aragón fuese sosmetida a él et a todos los lugares de la tierra fizieron este homenage e yr a cortes al Rey de Castiella. Et encara, los del Regno de Aragón prometieron al Rey Don Remiro que si la filla casavan sines voluntat dellos, que no heredase el regno et metiese en la yglesia de Sant Peyro de Huesca. Et otrosí, tractaron con Don Ramo, Compte de Barçalona, muyt valeroso cavallero, et clamose Príncipe de Aragón et Compte de Barçalona. Et casó Don Remiro a la su filla con Don Ramo en su vida et diole el Regno de Aragón en casamiento, que succediessen en aquello los fillos que avría de la dita su filla successivament, et que por caso ninguno non podíes allenar el Regno de Aragón en personas algunas sino en los fillos et aquellos que descendrían de su filla propriament, en el anno de Nuestro 24


Sennyor MCXXXVII. Et por razón que el dito compte non podía aver a Donna Peyronila, avie de fazer homenage de yr a Cortes al Rey Don Alfonso de Castiella, por Calatayud, Darocha, Taraçona et Çaragoça et sus comarchas, a su vida tant solament. Et dallí adelant esti Don Alfonso de Castiella clamóse Emperador de todas las Espannas, según estas cosas son contenidas en las corónicas castellanas. Et el Rey Don Remiro, ya sea que li dies al Compte Don Remo el dito regno en casamiento, non empero renunciava a su dignidat real. Antes de su vida fincava rey et retenía pora sí la sennyoría de todas las eglesias del su regno et sobre los monesterios con sus pertenençias. Et díjole aquestas paraulas: “Maguera yo dé a tú el regno, pero la mi dignidat real non lexo”. Et feytas todas las sobredichas cosas, el dito rey vivie algún tiempo en buena et sancta vida commo rey. Pero recibió et tornó al abito de San Benedito a la muert de la su muller Donna Inés de Piteus. Et heredó muyt bien la yglesia de Sant Peyro de Huesca et sosmetiola al monesterio de Sant Ponç de Tomeras, do hera sido monge et oy en día es de aquel sosmeso. Et vivió algún tiempo en sancta et buena vida et finó et fue soterrado en aquella yglesia, en la capilla de Sant George, en el aynno de Nuestro Sennyor de MCXXXVIII. Et dícese dél que hera tant neçio en la prattica de la vida que entrava en batallas como aquell que non era seydo usado en armas ni en actos de cavallería, con las riendas en la boca por non poder con la lança et el escudo. Et las gentes del Regno de Aragón non dupdavan que Don Remiro el monge non lo sabies deffender, la qual yes virtut muyt necessaria et precipua pora rey et príncipe que regna en tierras”. 3 Cuando el Emperador Don Alfonso tomó en sus brazos a la niña, dijo a los suyos: “fermosa infanta, con aquesta cabellera bermeja e aquessos oios de la color de la mar, mas ¡cuán bruto el nombre!, Petronila, ca paresçe género de roca e non de reyna castellana -y esperó a que callasen las risas de sus caballeros-. A mío entendimiento, si ha de ser mugier del mío fijo, avrá que baptizarla con nombre cristiano e de fémina e más fermoso e castellano”. Y no se le ocurrió otro mejor que el de su difunta madre, el más honorable 25


de los nombres de mujer, sonoro, potente, nombre de dama poderosa, nombre de mujer bella, Urraca. Y así fue cómo aquel nombre, extraño y horrendo para oídos catalanes y aragoneses, formó parte de la vida de aquella infortunada infanta que vivió apartada de su tierra y de los suyos desde que comenzó a tener consciencia. Tan sólo dos personas le ataban a aquel pasado ignoto, a sus ancestros, su aya Doña Leonor y el trovador Marcabrú. Ambos habían recibido de Doña Inés, convaleciente en su lecho, la encomendación de cuidar de la niña, educarla y enseñarle la lengua y la cultura aquitana. Doña Leonor se empeñó en llamarla Peyronila durante aquellos años en que para todos era Urraca. Doña Leonor había sido el aya de Doña Inés y vino con ella desde Poitiers para compartir su vida en Aragón. Era su mejor amiga. Compartía con ella la nostalgia del país aquitano y del palacio ducal con sus trovadores, sus fiestas y sus cortes de amor. Con gran dolor de su corazón, que sentía cada vez latir menos, le pidió que fuese aya de su hija y cuidase de ella en aquel país bárbaro al que se veía obligada a partir. Doña Leonor contaba cuentos en lengua occitana a la infanta, para que supiera cuáles eran sus orígenes y no se identificase del todo con la cultura castellana en la que se veía imbuida casualmente, quizás para siempre, pero probablemente no por mucho tiempo. Tenía presente Doña Leonor que justo un año después de ser entregada al Emperador, firmados los esponsales con el Infante Don Sancho, los acontecimientos se habían precipitado vertiginosamente en Aragón cambiando la situación no sólo para el reino, sino también para ellas. En primer lugar, la Reina Doña Inés murió como consecuencia de aquella enfermedad que sufría desde que diera a luz. En segundo lugar, el Rey Don Ramiro había sido desposeído de su poder por los magnates aragoneses, encabezados por Don Peyro de Atarés y Don Artal de Alagón, que le habían obligado a firmar nuevos desposorios de su hija con el Conde Don Raimón Berrenger de Barcelona. El rey conservó su título pero fue recluido en la abadía de San Peyro que fundara en Huesca, manteniendo el dominio sobre el estamento clerical, pero sin posibilidad de salir de su cárcel monástica, casar de nuevo para engendrar un varón que heredase el reino, ni inmiscuirse lo más mínimo en otros asuntos que no fueran eclesiásticos. Había tenido que ceder el poder militar a Don Raimón que, como futuro yerno 26


suyo, recibió el título de Príncipe de Aragón y quedó encargado desde entonces de la política exterior y la defensa del país. En cambio, los asuntos internos quedaron en manos de los magnates del reino y, especialmente, del Mayordomo de Palacio, Don Peyro de Atarés, y del Justicia de Aragón, Don Sancho López, que a partir de entonces crecería en consideración y poder, puesto que de él dependía el que los fueros, leyes y usos de Aragón no fueran contaminados por los usatges catalanes. Finalmente, falleció Don Ramiro un año después de su esposa, quizás por desolación, quizás por humillación. Dejó la corona a su hija, que estaba en manos del Emperador Don Alfonso, en Toledo. Este cambio en la balanza política aragonesa repercutía tremendamente en la vida de la Reina Doña Peyronila y su aya Doña Leonor que, en cualquier momento, podían ser repatriadas. Pero el Emperador no lo entendía así, y se sentía con derecho a disponer de la vida de Doña Urraca, como seguía llamándola. Doña Leonor era consciente de que la reina no era más que un rehén en manos del Emperador, y de que sólo la liberaría después de haber aprovechado al máximo su valor político. Si es que la liberaba, puesto que también podía, en caso de que su vasallo el Príncipe Don Raimón Berrenger no respondiese a sus obligaciones feudales, invadir Aragón e imponer en el trono a su hijo, en nombre del matrimonio que celebrara con la reina. De momento, se abstuvo de ceder Zaragoza, Calatayud, Tarazona y Daroca, como prometiera a Don Ramiro. Todo esto hacía que Doña Leonor insistiese en proporcionar a Doña Peyronila una educación paralela a la que pretendía otorgarle el Emperador, enseñándole a hablar en occitano. No consideró importante que aprendiera aragonés, porque para ella las lenguas romances de Castilla y Aragón eran idénticas, tan similares, al menos como el occitano y el catalán. Pero no sólo consideraba importante la lengua, también inculcó a la niña el conocimiento de los hechos de gesta que realizaran sus antepasados, tanto aragoneses como aquitanos. Las guerras contra los moros de su tío el Rey Don Alfonso el Batallador, las leyendas de época carolingia y, sobre todo, las andanzas de su abuelo, el famoso Duque Don Guilhem IX de Aquitania, VII Conde de Poitiers. Hombre pendenciero, blasfemo y mujeriego, fue gran guerrero y mejor trovador. Luchó contra su 27


teórico señor, el Rey de Francia, combatió en Tierra Santa junto a los cruzados, donde perdió la flor y nata de la caballería aquitana y a punto estuvo también de perder la vida, y participó en la conquista de Calatayud y Daroca junto al Rey Don Alfonso el Batallador. Casó dos veces, porque su primera esposa, Doña Ermengarda de Anjou, consiguió la anulación del matrimonio al comprobar la promiscuidad de su marido. En cambio, su segunda esposa, Doña Felipa de Tolosa, fue más sumisa y soportó sus aventuras con resignación cristiana. Sólo cuando se estabilizaron sus relaciones con la Vizcondesa Doña Maubergeonne -apelada Dangerosa, por lo peligrosamente atractiva que era-, sólo cuando de la humillación producida por pequeñas infidelidades el duque pasó a la ofensa del concubinato público y notorio, Doña Felipa tomó los hábitos y retirose a la abadía de Fontevrault con su hija Doña Audearda, dejando a la recién nacida Doña Inés en manos de su aya, Doña Leonor. Marcabrú también hablaba a Doña Peyronila de su abuelo Don Guilhem IX de Aquitania y VII de Poitiers. Marcabrú era un trovador de complexión fornida, un guerrero audaz además de hábil literato. Por ello la Reina Doña Inés le encargó la protección física de su hija y su educación poética y musical. Discípulo de Cercamón, el trovador de la corte aquitana, se jactaba de haber superado a su maestro en el arte de componer. Decíase que era hijo de una prostituta gascona llamada Bruna, que lo dejó, al nacer, en la puerta de Don Aldric de Vilar. Este noble caballero lo educó y le dio acceso a la corte aquitana. El Emperador Don Alfonso Raimúndez de las Españas, Rey de Castilla y León, acogió con gusto al trovador y le concedió lujosos presentes a cambio de sus cánticos laudatorios. Marcabrú cantaba a la pequeña Reina de Aragón las canciones de su abuelo, excluyendo, naturalmente, las composiciones, estrofas o versos obscenos. La preferida de la Reina Niña era “A la dulzura del tiempo novel”:

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“Ab la dolchor del temps novel foillo li bosc, e li aucel chanton, chascus en lor lati, segon lo vers del novel chan: adonc esta ben c`om s`asai d`acho dont hom a plus talan.(...) La nostr`amor va enaissi com la brancha de l`albespi, qu`esta sobre l`arbr`en treman, la muoit, ab la ploi`ez al gel, tro l`endeman, que`l sols s`espan per la fueilla vert el ramel.(...)”4 En el repertorio de Marcabrú se incluían, además de sus propias obras, las de su maestro, Cercamón. Muchas veces recitó la elegía que dedicó Cercamón al Duque Don Guilhem X de Aquitania, VIII Conde de Poitiers, tío de la reina, que murió en Santiago de Compostela, peregrinando, cuando la reina era aún una cría: “Lo plaing comenz iradamen d`un vers don hai lo cor dolen; ir`e dolor e marrimen ai, car vei abaissar Joven: Malvestatz puej`e Jois dissen despois muric lo Peitavis. (...) Lo plainz es de bona razo qe Cercamonz tramet N`Eblo. Ai! Com lo pliagno li gasco, cil d`Espaign`e cil d`Arago. 4 Con la dulzura del tiempo novel / se enfolian los bosques, y los pájaros / cantan, cada uno en su latín, / según el verso del novel canto: / entonces está bien que cada honbre se aproxime / a aquello que uno tiene más anhelo. (...) / Nuestro amor va así / como la rama del alboespino, / que está sobre el árbol temblando, / de noche, por la lluvia y el hielo, / hasta el mañana, en que el sol se expande / por el follaje verde del ramaje. (...)

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Sant Jacme, membre`us del bar que denant vos jai pelegris”.5 Con estas y otras canciones occitanas, se crió Doña Peyronila. Pero en la corte de Toledo, aunque todavía no estaba muy bien visto, también se cantaba en castellano. Al Emperador no le gustaba que las odas oficiales dedicadas a su persona y sus gestas se recitasen en la lengua vulgar del país. Para tales obras, prefería el latín. Curiosamente, apreciaba los poemas laudatorios occitanos que Marcabrú le dedicaba. Quizás porque veía en la lengua vulgar ultramontana un magnífico vehículo propagandístico para su proyecto imperial hispánico, del cual no excluía la provincia Galia Septimana del Reino Visigodo. La Reina Niña, en cambio, disfrutaba con la literatura romance castellana tanto como con la occitana. Desde muy pequeña, se adaptó a tal bilingüismo, lo que le proporcionó, ya desde entonces, fama de inteligente. Algunos decían que no era bueno para una mujer acumular tal cantidad de conocimientos. Pero el emperador y la emperatriz quisieron proporcionar a la reina una buena educación. Desde muy pequeña recibió clases de latín. A Doña Peyronila, sin embargo, el latín se le antojaba una lengua horrible, endiablada, sin artículos ni preposiciones, con tantas declinaciones. No podía soportar la misa ni los recitales del mester de clerecía, a los que tan aficionado eran los castellanos. De todos los ciclos épicos que cantaban los juglares castellanos, prefería las sagas de los caballeros de Carlomagno. Quizás por su lejanía en el tiempo, que proporcionaba a las narraciones un matiz fantástico, cierta idealización de los personajes masculinos y femeninos. Lo que no le gustaba a Doña Leonor ni a Marcabrú era que aprendiese de memoria los romances castellanos y no pudiera con los occitanos. De todos los cantares de gesta, como llamaban los toledanos a las narraciones épicas en verso, su preferido era el Cantar de Roncesvalles, especialmente el pasaje que describía el sueño de Doña Alda: 5 El llanto comienzo airadamente / con un verso que tiene el corazón doliente; / ira tengo, dolor y aflicción, / ¡ay!, que veo bajar a Juventud: / Maldad prospera y Júbilo desciende / después que murió el de Poitiers. (...) El llanto es de buena razón / que Cercamonz envía a Eblo. / ¡Ay!, cómo lo lloran los gascones, / los de España y los de Aragón. / ¡Santiago!, rememoraos del barón / que delante de vos yace peregrino”.

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En París está Donna Alda, la mugier de Don Roldán, treçientas duennas con ella, pora la acompannar. Todas visten un vestido, todas calçan un calçar, todas comen a una mesa, todas comen el mesmo pan, sino era Donna Alda, ca era la mayoral. Las ciento filaban oro, las ciento texen cendal, las cientos tannen cítaras pora Donna Alda folgar. Al son de las cítaras, Donna Alda adormido se ha, ensonnado ha un suenno, un suenno dun grand pesar, recordó despavorida e con un temor mucho grand, los sus gritos tan grandes, ca oyéronse en la çibdat. Allí fablaron sus donçellas, bien odredes que dirán: “¿Qués aquesto, mía sennora? ¿Quién vos fizo mal?” “Un suenno ove, duennas, que hame dado grand pesar”. Relataba Doña Leonor la misma historia en lengua de oc, intentando con ello atraer la atención de la reina. Pero memorizaba mejor Doña Peyronila los versos castellanos, pues no en vano era la lengua que oía en la corte de Toledo. Conoció en los salones de la ciudad imperial las gestas del Cid Campeador, la saga de los Infantes de Lara, el ciclo del Conde Don Fernán González y los romances de Don Bernardo del Carpio. Pudo sentirse satisfecha, Doña Leonor, por la educación literaria de Peyronila, pues no sólo fue bilingüe, sino también fructífera. Años después la reina recordaría las fábulas que le hicieron soñar de pequeña, y la obsesión por conocer más leyendas, más héroes, más historias de amor. Aquel deseo, aquella ansiosa aspiración, la condujo por el camino de la lectura hacia su metamorfosis en un extraño y especial tipo de animal carnívoro, devorador de ficciones, depredador de libros. 2 Doña Leonor fue para Doña Peyronila la madre que nunca tuvo. Pero hubo otra mujer que, si no como madre, al menos como tutora o institutriz, ejerció una gran influencia en su educación. Desde que tuvo uso de razón, se sintió atraída por la majestuosa personalidad de la Emperatriz Doña Berenguela, alrededor de la cual giraba el mundo femenino del alcázar de Toledo. La reina se maravillaba del 31


respeto que inspiraba a los guardias del castillo y de la devoción que le profesaba el alcaide Don Munio Alonso. Desde muy pequeña, en las sesiones de costura de las damas de la corte, percibía cómo la opinión de la Emperatriz causaba gran respeto entre todas las cortesanas. También captaba la ojeriza que hacia ella sentía la hermana del Emperador, Doña Sancha. Titulada Reina de Castilla por devoción de Don Alfonso, mostraba gran rivalidad con la Emperatriz por obtener la admiración de las damas. Doña Peyronila sintió desde entonces gran antipatía hacia ella y se mostró siempre del partido de la Emperatriz. Para la Reina Niña, la imagen de Doña Berenguela iba unida a una serie de acontecimientos que acaecieron cuando ella apenas contaba cuatro años de edad. Desde entonces, la veía siempre imbuida de una especie de aureola mística, idealizada, magnificada. A partir de aquellos sucesos Doña Berenguela constituyó para ella la esencia de la dama perfecta. Todo ocurrió cuando declinaba el verano en que el Emperador asediara el Castrum Aurelia. El alcaide de Toledo había acudido al campamento imperial para reforzar las tropas del Emperador en lo que parecía el fin de aquel cerco. Extrañaba la lentitud de los almorávides a la hora de reaccionar, pero en aquellos momentos el emir Alí se encontraba envuelto en una intensa lucha contra unos rebeldes marroquíes que se hacían llamar “almohades” o unitarios. En Toledo, todo el mundo estaba tranquilo. Nadie pensó ni por un instante que algo anormal fuera a suceder. Doña Berenguela había acudido a misa con su cortejo de damas, sus hijos y los guardias que flanqueaban la procesión de cofias de sedas policromas. Recitaron al unísono cánticos gregorianos en la iglesia del Cristo de la Luz. Doña Peyronila disfrutaba con el estímulo de aquellas agudas melodías que imaginaba similares al canto de los serafines, los ángeles y los arcángeles. Doña Berenguela sentía especial devoción por el Cristo de la Luz. Pensaba entonces la Reina Niña que esa devoción se debía a la hermosura de aquel templo de factura musulmana que, a pesar de su pequeño tamaño, despuntaba por la majestuosidad y refinamiento de sus nueve cúpulas. Años después entendería que a Doña Berenguela no le atraía el aspecto artístico de aquel edificio, sino el político. Como antigua mezquita, transformada en iglesia, simbolizaba la superioridad de la Cristiandad frente al Islam. Doña Peyronila, el infante Don San32


cho y el infante Don Fernando, deambulaban por el templo extasiados, contemplando las cúpulas, mientras las damas rezaban. En eso estaban cuando llegó un mensajero a caballo, gritando. Buscaba a la Emperatriz. “¿Qué acontece?”, preguntó calmada Doña Berenguela, intentando sofocar la turbación del caballero. “Los moros, vienen los moros”. Fue decirlo y cundir el pánico entre las damas. Una estampida. Todas corrían desconcertadas, levantando los flecos de sus vestidos con ambas manos, dejando caer las cofias por el camino, gritando de forma histérica. Tan sólo Doña Berenguela mantenía la calma, y a paso rápido, pero andando, sin correr, con dignidad, se dirigió hacia las murallas del alcázar, seguida de los dos infantes, de la Reina Doña Urraca, como llamaban a Doña Peyronila, y de su aya Doña Leonor. Los chiquillos, ignorantes de lo que ocurría, reían al ver cómo corrían las damas desmelenadas. Ellas, que siempre caminaban con tanta contención y finura, rígidas como esculturas, mostraban ahora los rostros desencajados, el cabello enmarañado y los vestidos remangados, descubriendo las pantorrillas. Poco a poco, al ver que aún no había moros en la costa, al percatarse de las risas que causaban en los infantes y las miradas picaronas de los guardianes, al descubrir la determinada y firme resolución de la Emperatriz, fueron recobrando la sensatez, reuniéndose en grupitos, arreglándose los peinados y dirigiendo sus pasos hacia la Puerta de Bisagra, donde la Emperatriz comenzaba a subir las escaleras del torreón. Desde las almenas se divisaba la campiña de la Sagra. Sabían que el enemigo debía aparecer por allí, puesto que habían sido vistos al norte del Tajo unas millas hacia el este. Lógicamente los almorávides habían cruzado el río por otra parte. Intentarlo por el Puente de Alcántara, ellos bien lo sabían, hubiera sido suicida. Aún no se veía a nadie en el horizonte. La Emperatriz comenzó a dar órdenes a diestro y siniestro. Todos los guardias disponibles ocuparon sus puestos en las murallas de la ciudad, los ciudadanos fueron encerrándose en sus casas, a excepción de los jóvenes sanos, que fueron acuartelados por algunos capitanes de la guardia, armados con todo tipo de instrumentos y adiestrados brevemente para hacer frente a tal emergencia. Al mismo tiempo, salían de Toledo varios mensajeros por caminos diferentes, para dar aviso al Emperador Don Alfonso. Doña Peyronila y los infantes miraban con ojos abiertos y en si33


lencio a Doña Berenguela. Había admiración en el brillo de sus pupilas. Y sorpresa. El infante Don Sancho dijo entonces a Doña Peyronila: “Urraca, vos sodes mía compromessa, lo sabedes. Algún día seredes una Emperanta tan ondrada commo mía madre”. Ella no respondió, quedó pensativa y seria. No alcanzaba a comprender lo que significaba ser una Emperatriz honorable. Sabía que casaría con el infante Sancho y más tarde sería Emperatriz, así se lo había repetido hartas veces su aya Doña Leonor. Pero aún era demasiado pequeña para ser consciente de la responsabilidad que aquello suponía. Quedó consternada por las palabras del infante y durante años recordaría esa escena con desasosiego. Estando en las murallas, llegó la Reina Doña Sancha escupiendo juramentos impíos, maldiciendo a la Emperatriz. Preguntó a gritos qué diablos hacía ahí arriba, ¿acaso pensaba luchar con los moros como si fuera un hombre? La Emperatriz contestó: “Non, por cierto, oviendo aquí guerreros de grand bravura. Mas es mía intençión parlamentar con los nemigos, pora veer si enmiendan sus pasos en pro de leal batalla con nuestro sennor el Emperante”. La hermana de Don Alfonso la tachó de loca, insensata, imprudente, temeraria. Le dijo que no podía dejarse llevar por su egocéntrico afán, que estaba jugando con la vida de todas sus damas de compañía y, lo que consideraba aún más grave, con la de los príncipes herederos. Dio la razón la Emperatriz a Doña Sancha en lo de los príncipes herederos, que bajaron refunfuñando, pero ignoró lo demás que le había dicho, a pesar de que cierta inquietud se apoderó de las damas. Afortunadamente para Doña Peyronila, nadie pensó en ella, por lo que quedó al lado de Doña Leonor y Doña Berenguela. Finalmente, las siluetas de los guerreros musulmanes se hicieron nítidas en el horizonte, y comenzaron a acercarse. La inquietud se transformó en pavor, pero todo el mundo permaneció quieto ante las órdenes firmes de la Emperatriz. Un esclavo moro llamado Ibrahim fue llevado por dos soldados junto a Doña Berenguela. Ella le habló al oído largo rato y luego le obligó a repetir las palabras que había dicho. Entonces descendió, montó a caballo y partió junto a un caballero que portaba una insignia blanca. Ya deslumbraba el brillo del sol en los cascos puntiagudos coronados con la media luna, cuando las puertas de la ciudad se abrieron y salió la 34


embajada de Doña Berenguela a recibir al ejército enemigo. Desde las almenas se apreciaba cómo Ibrahim hablaba a los caudillos de la expedición, los alcaldes de Valencia, Córdoba y Sevilla, que no cesaban de mirar hacia las torres de la Puerta de Bisagra con ojos incrédulos. Doña Leonor preguntó a Doña Berenguela: “¿Qué díxole vuestro siervo a essos moros, mía sennora?”. “Díxele que comunicare a los alcaides commo non hay en el alcaçar sennores nin cavalleros, sino tan sólo duennas, mas contamos con guardias e omnes de la çibdat pora ressistir un luengo çerco. Otrosí, díxele que apelaba al su spíritu cavalleresco ca es fama que gozan los sennores moros pora con las duennas. Ca si ellos quissieren que los cristianos respetaren la ondra de las sus mugieres, dovieren façer lo mesmo, e tornar los sus passos en pro del Castrum Aurelia pora topar con las huestes del Emperante, mío sennor”. Los alcaldes se retiraron unos instantes a parlamentar. Perecían discutir. Señalaban a las torres y contemplaban estupefactos aquella veintena de cofias de seda que despuntaban por encima de las almenas, casi se diría que desafiando su honor. Uno de ellos, el de Valencia, se volvió disgustado junto hacia sus soldados. En cambio, el gobernador de Sevilla, acompañado por dos vasallos fue junto a Ibrahim hasta los pies de la Puerta de Bisagra. Bajó del caballo y arrodillándose saludó a la Emperatriz. Un murmullo envuelto en risas cortas recorrió el cortejo de damas toledanas. Era un hombre apuesto, de pura raza árabe, piel morena, barba recortada, adornada con algunas canas, maduro pero corpulento y grácil. Ojos verdes y labios carnosos, finamente recortados. Ibrahim tradujo sus palabras: “Es un grand honor, sennora, satisfaçer vuestras petiçiones e servirvos en aquestos desseos, ca non es voluntad de Alá que un cavallero del Islam importune a las duennas en las sus lavores. Volved presto, pues, a vuestro entretenimient e gozat de los cantares de un juglar. Quiera Dios que algún día nárrenvos las fazañas de Abu Zakariyya, al cadí de Sevilla, del mesmo modo que en la mía çibdat se loará el coraxe de la Emperanta Donna Berenguela. Agora partímosnos fasta Castrum Aurelia en pos del Emperante e que Alá guárdevos muchos annos”. Ibrahim besó la mano de Abu Zakariyya y retornó a las murallas junto a la Emperatriz. Los ejércitos del Islam volvieron sobre sus 35


pasos y la ciudad entera estalló en gritos de júbilo y de admiración por la valentía y diplomacia de Doña Berenguela. En todas las tabernas se celebraban con vino añejo los sucesos acaecidos, se narraban los gestos del gobernador moro, que según común opinión había quedado prendado de la belleza y majestuosidad de la Emperatriz y se había postrado ante ella como vasallo. Incluso Doña Sancha hubo de considerar el buen desenlace de los hechos: “En efeto, he de recognoscer, cunnada, ca habédesvos levado con buen tino en aquesta lid. ¿Quién si no vos, mía sennora, imaginar siquiera podría, que los moros supieren de los fechos del honor?” 3 Don Alfonso hubo de levantar el sitio de Castrum Aurelia en aquella ocasión, porque los almorávides lograron romper el cerco y reforzar la guardia del castillo. El tiempo había endurecido las condiciones de vida de los soldados, que deseaban regresar al hogar, y la moral andaba baja tras el golpe asestado por los gobernadores de Sevilla, Córdoba y Valencia que, si bien no fue ni mucho menos definitivo, sí evitó la eminente caída de Aurelia. El Emperador se dijo entonces que era mejor aplazar sus planes y volver al asedio en el verano del próximo año, después de las faenas agrícolas. Y así lo hizo. Después de un largo descanso en Toledo, tras haber dejado embarazada de nuevo a Doña Berenguela, volvió a Aurelia. Durante todo el verano, mantuvo cercado otra vez aquel estratégico castillo que guardaba la Mancha, y como quiera que esta vez tardó bastante la llegada del ejército de rescate, la población, hastiada de tantos sufrimientos, se rindió. Y el Emperador tomó posesión de Castrum Aurelia y otorgó capitulaciones a los moros, permitiéndoles abandonar el castillo con sus bienes muebles en el plazo de cuatro días, después de lo cual otorgaría a sus tropas el desquite del saqueo. Comenzaba el otoño cuando el Emperador regresó a Toledo para celebrar su victoria y parecía que los árboles se habían adornado con doradas galas para recibirlo. La ciudad se volcó fuera de las murallas para recibir al triunfador y, en las puertas del alcázar, la Emperatriz y sus hijos esperaban el momento de abrazarlo. La 36


fiesta duró varias jornadas. Doña Peyronila jamás olvidaría aquellos días y los juegos con los infantes Don Sancho, Don Fernando y Don García. Jugaban a ser mayores, como todos los niños. Don Sancho y Doña Peyronila hacían de reyes y el pequeño Don García, que aún era un bebé, de príncipe heredero. Don Fernando era el enemigo, raptaba al niño y lo escondía en algún lugar del alcázar, obligando a su hermano y su prometida a buscarlo por todos lados. Cuando la Emperatriz Doña Berenguela descubrió que habían escondido al bebé, montó en cólera. Don Sancho y Doña Peyronila escaparon mientras Don Fernando explicaba dónde estaba Don García. Permanecieron ocultos en un recóndito lugar de los jardines de palacio hasta que la Emperatriz hubo olvidado su enfado. Luego rieron a carcajadas cuando se encontraron con Don Fernando que aún tenía la carita enrojecida por la bofetada que le habían propinado. También recordaría aquellas fiestas porque entonces fue cuando conoció a Doña Urraca, la hija ilegítima del Emperador Don Alfonso. Era tres años y medio mayor que ella y parecía saber mucho del mundo de los mayores. Intimaron nada más conocerse. “Debedes clamarme Urraca, mas, ¿cómmo podré yo apelarvos?”. “Todos me cognoscen acá con el mesmo nombre que vos usades, mas el mío verdadero es Peyronila e ansí pláceme clamarme”. Doña Urraca se alegró de no tener que compartir su nombre y agradeció a Doña Peyronila que le cediera la preeminencia en su uso, aunque casi todos en aquella corte las llamarían desde entonces “las dos Urracas”, porque a partir de aquel día se hicieron inseparables. La nueva Urraca la quiso como a una hermana pequeña y Doña Peyronila correspondía a su afecto. Don Sancho, en cambio, se sentía incómodo ante ella. Ambas hablaban de él a hurtadillas y lo observaban, murmurando entre cortas y chillonas risitas. Sólo una cosa extrañaba a Doña Peyronila de Doña Urraca: ¿cómo era posible que fuera hija del Emperador si no lo era de Doña Berenguela? Así formuló esa cuestión a su aya. Doña Leonor dudó entonces si debía explicar a esa avispada niña de cinco años cómo nacían los hijos. Se decidió a hacerlo y quedó sorprendida por la naturalidad con que la niña le escuchó y dijo, una vez terminada su explicación, que seguía sin entender por qué el Emperador tenía una niña que no era hija de su esposa. Entonces Doña Leonor le dijo que los hombres 37


podían hacer lo necesario para tener hijos fuera del matrimonio y a las mujeres, en cambio, les estaba vedado. La niña preguntó que cómo entonces Doña Gontroda Pérez, la madre de Doña Urraca, había podido hacerlo. Le contestó Doña Leonor que pudo hacerlo porque no estaba casada, pero que eso era muy perjudicial para cualquier mujer, porque entonces nadie querría jamás casarse con ella. Insistió mucho Doña Leonor en las prohibiciones que existían para las mujeres y las sanciones que podían imponerse a una esposa infiel, que iban desde el repudio hasta la pena de muerte, en caso de infidelidad con servidumbre. Quedó Doña Peyronila en silencio y no volvió a preguntar por semejante tema. Sus relaciones con Don Sancho fueron enfriándose y un día, a principios de Noviembre, discutieron de forma que ambos se sintieron muy ofendidos. La Reina Niña se sintió culpable y decidió tragarse el orgullo y hacer las paces con el que, al fin y al cabo, iba a ser su futuro esposo. Esgrimió el argumento de su compromiso matrimonial para decir a Don Sancho que estaba arrepentida de su actitud y que a partir de ahora, si él quería, tomaría su partido en caso de que Urraca intentara burlarse de él. Esperaba que el infante se alegrara con su decisión y sus relaciones volvieran a ser como antes, pero no fue así. Le dijo con cierto desdén que le importaban poco las burlas de esa bastarda, y que la próxima vez que se riera en su presencia sin un motivo que a él pareciera gracioso, le propinaría unos buenos azotes, pues ya tenía siete años, edad más que suficiente para no andarse con tonterías de niñas. En cuanto a su compromiso matrimonial, ¿acaso era tan necia que aún no se había enterado de que ya estaba roto?, su padre había firmado unos nuevos desposorios comprometiéndolo con la infanta Doña Blanca de Navarra. Doña Peyronila quedó petrificada durante unos instantes. Don Sancho se despidió de ella diciendo: “Vos non sodes más que un rehén”. Y dejó a la reina hundida, con su desplante. Desconcertada y dolida por las palabras de Sancho, fue a buscar a su aya para que le explicase el significado de aquellas palabras. Encontró a Doña Leonor muy preocupada, dando paseos alrededor de sus aposentos. Cuando la niña le planteó sus dudas, el aya se sintió sin fuerzas y se dejó caer sobre un sillón, suspirando. “Fija mía, commo podré deçirvos qué acontesçimientos aguárdanvos, 38


si non he podido fablar con el Emperante, ca soliçité audiençia desque volvió de Carrión el passado día veinte e seis. Tan sólo connosco los rumores ca disçen que viose acullá el Emperante Don Alfonso con el Prínçipe Don Raimón Berrengers, vuestro promesso, Prínçipe de Aragón por çesión de vuestro padre”. “E por qué non fablar, aya mía, con Donna Berenguela, ¿acaso non era ella partida a Carrión con el su marido?” Efectivamente, la Emperatriz había viajado a Carrión, a pesar de lo avanzado de su embarazo, y estuvo presente en aquella trascendental entrevista, haciendo de intérprete entre su marido y su hermano el Príncipe Don Raimón. No tuvo reparo alguno en explicar detenidamente a Doña Leonor y Doña Peyronila todo lo que allí había acontecido y se había dicho. Encontró a su hermano radiante, impregnado por la majestad de sus títulos, resplandeciente en el centro de su cortejo. Le acompañaban los más nobles catalanes y aragoneses, el Senescal de Cataluña Don Raimón Guillem, el Vizconde Don Raimón Folch de Cardona, el Barón Don Galcerán de Pinós, y los magnates aragoneses Don Bernardo Guillem de Enteza, Don Artal de Alagón, Don Lope Sánchez de Belchite y el Mayordomo de Palacio, Don Peyro de Atarés. Sin duda, sería tan buen esposo para la Reina Doña Peyronila -por primera vez la llamó así, y no Urraca- como lo pudo ser su hijo Don Sancho. El Emperador se mostró magnánimo con su hermano, prometiéndole la devolución de Zaragoza, Tarazona, Calatayud y Daroca junto a la Reina Doña Peyronila. Resuelta esta cuestión, explicó la Emperatriz, se entrevistaron con el Rey de Navarra a orillas del Ebro, entre Calahorra y Alfaro, y en aquel mismo lugar concertaron los esponsales de su hijo Don Sancho con la infanta Doña Blanca, hija de Don García Ramírez y de la Condesa Doña Margarita de Tudela. Casados Aragón y Cataluña por un lado, Castilla y Navarra por otro, y unidos todos ellos por el vasallaje que deben al Emperador de toda España -concluyó satisfecha Doña Berenguela-, sólo cabía esperar albricias para los cristianos de aquella tierra ocupada por los infieles. Doña Leonor y Doña Peyronila se retiraron, feliz el aya, preocupada la infanta. “Non sias neçia, fija mía, ¿acaso non quieres connosçer al tu promesso, el Prínçipe Don Raimón? Agora podrás ir a verlo, en cuanto tornemos a Aragón. Enviaré letras a Huesca con ayuda de Donna Berenguela. Pronto avremos nuevas dél”. 39


La Reina Niña quedó ensimismada mientras Doña Leonor hacía planes para el viaje. Su prometido. ¿Cómo sería? Lo imaginaba anciano. Fue inmediatamente a contarle las nuevas a la Infanta Doña Urraca. “Grande es el mío contento por vos -comentó la amiga al enterarse-, mas también es grande la pena ca se çierne en pos mía, por perdervos. Non sapiemos que deparanos la fortuna daquí a unos años, desque entreguennos en matrimonio. Vos desposaréis a esse prínçipe. Yo non sé con quién lo faré. Mas una cosa paresçe çierta. A vernos non tornaremos. Triste sino el de las mugieres, ca non son duennas dellas mesmas, nin aver amigas pueden”. Rodaron lágrimas trémulas por las mejillas de las dos niñas y permanecieron abrazadas largo tiempo, enjugando sus penas, lamentando las torceduras que los hombres causaban a sus vidas por motivos que no alcanzaban a comprender. Doña Peyronila estuvo triste durante días. Le apenaba abandonar Toledo. Allí estaban todas las personas que conocía. Pero sobre todo, le dolía la indiferencia con que Don Sancho le trataba. Ya no era nadie para él. A corta edad sufría su primer desengaño amoroso. Mal augurio para su sino. Nadie percibió tales sentimientos en la Reina Niña, nadie solía imaginar que una mente infantil abrigara tales celos, ni Doña Leonor siquiera, y mucho menos Marcabrú, que compuso unos versos para celebrar el compromiso de Don Sancho el Deseado y Doña Blanca de Navarra. “L`amors don ieu sui mostraire nasquet en un gentil aire, e`l luocs on ill es creguda es claus de rama branchuda e de chaut e de gelada, qu`estrains no l`en puesca traire. Desiderat per desiraire a nom qui`n vol amor traire”.6 6 El amor a que yo me refiero / nació en un gentil aire, / y el lugar donde ella es crecida / está cerrado de rama frondosa / y de calor y de helada, / para que el extraño nada pueda sacar. / Deseado por desear / tiene nombre quien quiere amor sacar.

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Doña Peyronila no perdonó al juglar que se inclinara del lado contrario, por simple conveniencia, para satisfacer los deseos del Emperador. Había ido a Toledo por ella, no por Don Alfonso. Ella era su señora. Sin embargo, se arrastraba servilmente a por las dádivas del monarca castellano. Su captor. Ella -Don Sancho lo había dicho claro- era su rehén. Marcabrú actuaba, pues, como cómplice de su secuestro. A pesar de su corta edad, la reina era consciente de que Toledo, que hasta entonces había sido su casa, habíase tornado cárcel. Pensamiento tan traumático no podía menos que trastorna el carácter de la niña. 4 Con aqueste conssejo, amos tornados son, fabló Ferrant Gonçalvez e fizo callar la cort: “Sí vos vala el Criador, Çid Campeador! Que plega a Doña Ximena e primero a vos e a Minaya Albar Fáñez e a quantos aquí son: dadnos nuestras mugieres que avemos a bendiçiones; llevarlas hemos a nuestras tierras de Carrión, meterlas hemos en arras que les diemos por onores; verán vuestras fijas lo que avemos nos, los fijos que oviéremos en qué avrán partición” Non curiava de afrenta, mío Çid el Campeador: “Darvos he mis fijas e algo de lo mío: vos les diestes villas por arras en tierras de Carrión, yo quiérosles dar axuvar tres mill marcos de valor, darvos he mulas e palafrés, muy gruessos de sazón, cavallos pora en diestro fuertes e corredores, e muchas vestiduras e de çiclatones; darvos he dos espadas, a Colada e a Tizón, bien lo sabedes vos que las gané a guisa de varón; míos fijos sodes amos, quando mis fijas vos do; allá me llevades las telas del coraçón. Que lo sepan en Gallizia e en Castiella e en León, con qué riqueza enbio míos yernos amos a dos. A mis fijas sirvades, que vuestras mugieres son, si bien las sirvades, yo vos rendré buen galardón”. 41


Aplaudieron las damas de la corte de Doña Berenguela el recital del juglar. Quedaron todas entusiasmadas con la música y la gracia con que aquel hombre cantaba. Doña Peyronila, en cambio, quedó en silencio, ensimismada, reflexionando sobre la cuestión de la boda, las arras y el ajuar. En los últimos meses, el tema del matrimonio le rondaba siempre la cabeza. No en vano, era la causa de su delicada e inestable situación. Admitía que la toma de estas decisiones fuera asunto de mayores y varones, puesto que así había sido siempre y nadie lo había cuestionado jamás. Pero, ¿por qué no hablaba el cantar de lo que pensaban o sentían las hijas del Cid? ¿Por qué no se escuchaban sus voces? Su máximo interés, como inexperta niña envuelta en asuntos de ese tipo, era conocer lo que pensaban y sentían las mujeres cuando eran cedidas por su padre a otro hombre. Lo que no cabía aún en su cabecita era que los varones no harían absolutamente nada por rescatar del tiempo las palabras de las mujeres. Le atormentaba, además, otra duda. ¿Por qué su padre, antes de fenecer, había cambiado al futuro Emperador de España por un Conde de Barcelona? Su aya le había explicado muchas veces qué era un ajuar y qué unas arras. Sabía que su ajuar era un reino. E intuía que un condado era menor que un reino. En cuanto tuvo ocasión de estar a solas con Doña Leonor, le planteó sus devaneos. “Mía aya querida, ¿non pensades que era de mayor açierto el compromesso con el infante que con el comde? Credo que agora es más grand el axuvar que las arras. O acaso non es más luengo mío reyno quel Comdado de Barçilona”. “Non por çierto, quel Comdado de Barçilona es tant grant commo el Reyno de Aragón. Manque fosse commo diçes, niña, el Prínçipe Don Raimón Berrengers ya avía el tu reyno en sus manos antes de aqueste nuevo compromesso. El tu axuvar non es otro que fianza pora el comde. El reyno pertenesçía de forma legítima a los cavalleros de Tierra Santa, ca reçibiéronlo en testamento de vuestro tío el Batallador. Non ha más de dos meses ca un Grand Maestre arribó a Cataluña de allende la mar pora otorgar los sus derechos a Don Raimón Berrengers, ca diçen ser también cavallero de una orden de Tierra Santa. Commo reconnosçimiento, el Prínçipe otorgoles privilegios en Saragoça, Huesca, Barbastro, Daroca, Calatayud y Jaca, donde han la casa de la orden”. “Non comprendo, mía aya, commo es possible que, si fosse assí, oviere interés en desposarme”. “Pora assegurarse quel Emperante non reclamará Aragón 42


en pro de vuestra herençia, ca muchos veen más legítimos que los de aquestas órdenes de cavalleros”. Aunque le costaba comprender con claridad todo lo concerniente a tan complicada madeja política, captó Doña Peyronila que ella no era más que un peón en aquel juego y que su propio título de Reina de Aragón dependía del resultado de la partida. Su aya le hizo ver que sus intereses estaban inexorablemente unidos a los del Conde de Barcelona. Con su unión quedaba definitivamente saldado el pleito dinástico que se desencadenó a la muerte del Batallador. Sin ella, la sombra de la guerra civil nublaba el cielo de Aragón. Asumió que debía casarse con aquel hombre viejo -le llevaba dieciséis años de diferencia-, de la misma manera en que había naturalmente admitido su condición reina de una tierra que aún no conocía. Sus pensamientos en aquellos días de invierno la llevaban de forma imaginaria a las montañas nevadas y a los verdes prados que Doña Leonor le describía en ocasiones, y se figuraba que paseaba entre flores silvestres de su esposo. El transcurso del tiempo fue aumentando su impaciencia, pero ni siquiera Doña Berenguela se atrevía a predecir cuándo ordenaría Don Alfonso el regreso de la Reina Doña Peyronila a su tierra. De momento, el Emperador se hallaba envuelto en una nueva guerra. Su primo hermano, el Conde Don Alfonso Enríquez de Portugal, se había rebelado contra él. Tras una victoria contra los almorávides en Ourique, los portugueses lo habían aclamado como rey. Él no sólo había aceptado el título, sino que se había aliado con Don García Ramírez de Navarra para atacar al Emperador al unísono por oriente y occidente. El Rey Don García deseaba librar sus estados de la tutela feudal que Don Alfonso les había impuesto. Aprovechó además para invadir la comarca de Álava que reclamaba para Navarra, a pesar de que los alaveses siempre se consideraron castellanos. Algunos incluso decían que fue en ese tierra donde nació el romance de Castilla. Pasaba Doña Peyronila mucho tiempo junto a la Emperatriz, que estaba ya para dar a luz. Le ayudaba en todo cuanto podía y ella la trataba como si fuese hija suya. Le explicaba todas las sensaciones que siente una mujer embarazada y la dejaba que auscultase a menudo su vientre para oír el corazón del bebé. A menudo le contaba anécdotas sobre su hermano, Don Raimón. Hablaba de él con ad43


miración y cariño. Todo eran halagos y exaltaciones, ilustrados con pictóricas descripciones de la ciudad, las playas y los montes de Barcelona. La reina se dejaba encandilar por las palabras de Doña Berenguela y le pedía que le hablase más de Barcelona. La Emperatriz se explayaba. Encaramada entre el Monjuit y el Mediterráneo, rodeada de macizas murallas de piedra, aquella ciudad ancestral era escenario de lo antiguo y lo moderno. Todavía quedaban en pie alguna basílica romana que los musulmanes no devastaron en su efímera ocupación. Junto a ellas se alzaban iglesias del más moderno estilo románico. Incluso había restos de algún que otro proyecto edilicio visigodo. El palacio condal era de época carolingia. El trazado urbano, de origen romano, había evolucionado levemente, torciendo algo las calles, creando nuevas plazas junto a las iglesias, pero manteniendo la racional disposición primitiva. Las calles estaban siempre animadas por mercadillos donde los numerosos artesanos y comerciantes pregonaban sus productos. Pero si hermosa era vista desde dentro, más aún lo era contemplada desde el mar. Doña Berenguela recordaba con especial entusiasmo sus paseos marítimos en la galera real. Su padre amaba el mar. Su gran proyecto militar fue la conquista de Mallorca, la isla de los piratas sarracenos. Desgraciadamente, se perdió a su muerte. Quiso transmitir a sus hijos el amor que sentía por las cosas del mar, pero Don Raimón, su primogénito, no mostró mucho interés. Ella, en cambio, heredó de su padre esa afición. Sentir la caricia amable de la brisa marina en el rostro, oír las palabras que murmuraba el mar a quienes sabían escuchar, saborear el pescado recién capturado, oler la sal tostada por el sol en la cubierta. Nada había en el mundo más bello que una puesta de sol al regresar a Barcelona, contemplando cómo se acercaban las piedras de la ciudad, doradas por el atardecer, resaltando su color en el verde oscuro de los campos. El sol se aproximaba a las cimas de los montes y, como si la sierra cortara su superficie de fuego, sangraba, teñía el mar de reflejos rojizos y acababa por hundirse en algún lugar de Occidente, dejando al mundo en tinieblas. En aquel instante, la galera real atracaba en el puerto y se rompía el encanto. Si algo echaba realmente de menos en esa corte meseteña que señoreaba, era el mar. Doña Peyronila ardía en deseos de conocer el mar, al ver cómo brillaban los ojos de la Emperatriz. No podía 44


imaginar una inmensidad infinita de agua. Se figuraba que sería ondulado como el paisaje de trigo de los campos de Toledo, el único paisaje interminable que conocía. Su superficie y color se le antojaban como las de un lago. Y la playa de arena como las orillas de un río. Doña Berenguela conseguía inspirarle el deseo de emprender el viaje hacia su definitivo destino. Pero precisamente cuando comenzaba a hacerse a la idea de su partida regresó el Emperador. A pesar de su victoria sobre las tropas portuguesas, no había sofocado la rebelión. Hubiera necesitado varios años para exterminar todo atisbo de independentismo. Su primo le había propuesto una solución de compromiso. Si el Emperador reconocía la validez de su título regio, él se consideraría su vasallo. Concertaron, pues, una tregua de tres años. El Emperador necesitaba tiempo y estabilidad para concentrarse en la cuestión navarra. No estaba dispuesto a perdonar por las buenas la felonía de Don García Ramírez. El ejército se preparaba ya para invadir el reino rebelde. Por otra parte, consideró anulado el compromiso entre el Infante Don Sancho y la Infanta Doña Blanca. ¿Significaba eso que volvía a tener en cuenta la posibilidad de renovar los desposorios de su hijo y Doña Peyronila? El Emperador no estaba dispuesto a aclarar las dudas de la Reina Niña y su aya. Antesbien, prorrogó la incertidumbre. “Yo el Rey, resuelvo que la Reina Domna Urraca -seguía empeñado en llamarla así- non está en edad cassadera. Por ende dispongo que non sea otorgada aún al Comde Don Raimón. Otrosí, dispongo que sea criada por mía mugier, hermana del su compromesso, ca non veo otra persona mexor pora ello. Otrosí, dispongo que se envíen cartas al comde pora conçertar una nueva vista y fablar destas y otras razones ca conçiernen a amos dos”. Aquello entristeció a Doña Peyronila, pero su disgusto pasó pronto por la llegada de un acontecimiento muy esperado. Doña Berenguela dio finalmente a luz a su bebé, sin problema alguno en el parto. Fue una niña. Don Alfonso se alegró. Era raro ver a un hombre mostrarse feliz por el nacimiento de una hembra, pero él tenía ya tres hijos varones, sanos al menos los dos mayores. Le apetecía tener otra hija, pero legítima. Sin duda se sentía influido por el cariño que le profesaba Doña Urraca. Pero más aún se alegró Doña 45


Peyronila. Si había de quedarse en Toledo varios años, su vida sería más divertida con una hermanita pequeña. Doña Berenguela quiso llamarla Constanza, y así lo dispuso el Emperador. Semanas después del parto, el Arzobispo Don Raimundo bautizaba a la niña con toda pompa en la catedral de Toledo. 5 En febrero, el Emperador volvió a entrevistarse con el Príncipe de Aragón y Conde de Barcelona Don Raimón Berenguer para tratar la cuestión de la custodia de Doña Peyronila. La reina quiso acompañar al Emperador para conocer a su prometido, pero él se negó en rotundo. El conde apremiaba para que le fuese entregada su prometida, pero el Emperador consiguió aplacar a su vasallo concertando una nueva alianza para repartir entre ambos el Reino de Navarra. Don Alfonso consideraba que Don García Ramírez poseía el reino en concepto de feudo, por lo que, con su felonía, había perdido sus derechos. Tenía que castigar las traiciones de sus vasallos. En caso contrario, su Imperio carecería de sentido y se desplomaría como un coloso de pies de barro. Premiaría al Príncipe de Aragón con la cesión como feudo de la Navarra interior, reservándose las regiones costeras y riojanas. En cuanto a la entrega de la reina y de las ciudades de Zaragoza, Tarazona, Calatayud y Daroca, se realizaría después de la conquista de Navarra. Doña Peyronila esperó durante meses a que se iniciase la campaña, pero el Emperador no abandonó Toledo. Antesbien, recibió múltiples embajadas del Rey Don García de Navarra, hasta que finalmente, desechó el proyecto de derrocar a su vasallo y volvió a confirmar el compromiso de su hijo Don Sancho con la Infanta Doña Blanca. Con guerra o sin ella, esperaba Doña Peyronila que se le diera carta libre para regresar a su verdadera patria y solicitó una audiencia del Emperador. No hubo audiencia, pero sí se aclaró la situación. La Emperatriz se lo comunicó personalmente: no regresaría a Aragón hasta que estuviese en edad casadera. El Fuero Juzgo establecía que la edad mínima para casar a una niña eran los doce años. Aún le quedaban seis. No tuvo más remedio que hacerse a la idea de seguir viviendo como hasta entonces. Por otra parte, 46


Doña Leonor tuvo conocimiento de la reacción airada del Príncipe Don Raimón Berenguer, que juró no volver a tratar con el Emperador hasta que cumpliese alguna de sus promesas. En efecto, ni habían invadido Navarra, ni le había devuelto el Reino de Zaragoza, ni le había entregado a su prometida. Doña Peyronila se dedicó a pasar el tiempo con Doña Leonor y Doña Berenguela, en la sala de costura, conversando o, más bien, escuchando las conversaciones y los relatos de las damas mayores. También su amiga Doña Urraca participaba en aquellas sesiones. Ambas solían actuar de forma recatada, limitándose a usar la palabra sólo para preguntar algo que no entendían o para pedir que le contarán cosas sobre algún tema concreto. Doña Urraca estaba especialmente interesada en conocer la historia de su abuela homónima y Doña Peyronila los hechos de gesta de su tío Don Alfonso el Batallador, que fue esposo de la anterior, aunque el matrimonio fue anulado por el Papa y no dio frutos. También pedía la reina a Doña Berenguela que contase historias de la familia condal catalana. Doña Peyronila recordaría siempre la historia del Conde Don Raimón Berenguer III, progenitor de Doña Berenguela y de su prometido. Siendo aún muy niño, su padre y su tío, que gobernaban de forma conjunta el Condado de Barcelona, disputaron con tal furia que su tío, Don Berenguer, llegó al extremo de planear y ejecutar un crimen fraticida. Pudo así gobernar el condado en solitario. Poco tiempo después fue vencido por el Cid Campeador y pasó a reconocerse vasallo del Rey de Castilla y León, Don Alfonso VI, el abuelo del actual Emperador. Cuando Don Raimón Berenguer alcanzó la edad de catorce años y conoció la causa de la muerte de su padre, quiso vengarse de su tío. Pero en Barcelona era difícil realizar sus deseos, y decidió esperar hasta que el Rey de Castilla y León los convocase a su corte. Así, en una sesión de la curia regia, en la que todos los vasallos de Don Alfonso lo aconsejaban sobre asuntos bélicos, el padre de Doña Berenguela pidió la palabra para solicitar el juicio del rey en el pleito familiar que desde hacía años continuaba impune ensombreciendo la corte catalana. Protestó el fraticida, pero el rey estimó necesario que al menos se expusiesen los hechos. Así lo hizo Don Raimón y luego habló el Conde Don Berenguer negando todos los cargos. Difícil, si no imposible, 47


era discernir la verdad en proceso tan sumario, sin testigos. El Rey Don Alfonso tomó la decisión de celebrar un Juicio de Dios. Al alba del día siguiente, en el patio de armas del alcázar de Toledo despuntó el sol sobre las espadas y armaduras de los contendientes, ambos con el mismo escudo de franjas doradas y gualdas. Los escuderos se retiraron tras ayudar a tío y sobrino a vestir la cota de malla, y el rey, que presidía desde una tribuna flanqueado por los nobles de su corte, hizo la señal para que comenzase el combate. El joven Don Raimón Berenguer acometió con fuerza al Conde Don Berenguer Raimón, pero este desvió con habilidad su fiero ataque. Chocaron las espadas y golpearon los escudos. Sonaron truenos y el metal despidió rayos. El conde demostró que manejaba la espada con una técnica depurada, mientras su sobrino lo hacía de forma impulsiva y temeraria, pero con el ardor y la tenacidad del deseo de venganza y de la obligación de restituir el honor de su padre. Recibió varios tajos en los miembros y el costado, amortiguados por la cota de malla, pero las heridas no hicieron más que acrecentar su ira y redoblar sus ataques. Durante largo tiempo combatieron, derrochando sangre. Parecía que iba a vencer el conde, pues recibía menos golpes que su sobrino, pero el tiempo jugaba en su contra y poco a poco el cansancio fue haciendo mella en su estrategia de viejo guerrero. A pesar de que el joven Don Raimón sangraba por todas partes, era Don Berenguer quien se mostraba agotado. Don Raimón soltó entonces su escudo y con ambas manos golpeó una y otra vez a su tío hasta que lo hizo tambalear y, finalmente, de un mandoble que el conde frenó con su espada, lo hizo rodar por el suelo, perdiendo el arma en la caída. Con la espada de su sobrino apuntando a su corazón, el Conde Don Berenguer Raimón pidió clemencia al Rey Don Alfonso de Castilla y León. El rey, dirigiéndose al joven Don Raimón le dijo que a él correspondía en todo caso otorgarla. Lo hizo. Le perdonó la vida. Tan sólo lo condenó a la pena de destierro perpetuo. Su tío, agradecido, reconoció su culpa y, como prueba de arrepentimiento, juró ante toda la corte peregrinar a Tierra Santa para acabar allí sus días. Así lo quiso Dios, y así ocurrió. Y en aquella misma corte de Toledo, el padre de Doña Berenguela recibió el título de Conde de Barcelona de manos del Rey Don Alfonso, reconociéndose desde entonces como su más fiel vasallo. El rey le dio la mano de Doña María, la hija del Cid, que recientemente había enviudado del infante Don Peyro de Ara48


gón, y tuvo con ella dos niñas, Doña María, Condesa de Besalú, y Doña Jimena, Condesa de Foix. Doña Peyronila preguntó entonces a Doña Berenguela, interesada, si ella y su prometido eran, pues, descendientes del Campeador. La emperatriz explicó que su padre enviudó pronto y después de un infructuoso matrimonio con Doña Almodis, casó en terceras nupcias con la Condesa Doña Dulce de Provenza, su madre. Doña Berenguela contó a la Reina Niña la vida y el carácter de cada uno de sus hermanos y parientes. Lo consideraba importante, puesto que, tarde o temprano, habría de conocerlos. Le habló de su bondadoso hermano el Conde Don Berenguer Raimón de Provenza y de sus hermanas, especialmente de las que residían en Barcelona, la hermosa y coqueta Doña Almodis, Condesa de Cervera, y la inteligente Doña Cecilia, Baronesa de Castellvell. Le dijo que la cuidarían cuando estuviese en la ciudad condal. Ya les había escrito hablándoles de ella. Esto desconcertó a Doña Peyronila. ¿Qué habría dicho de ella Doña Berenguela? Le planteó la pregunta a su amiga Doña Urraca que, sin darle importancia, le aseguró que todo lo que dijera sería bueno y cambió de tema. ¿Qué le parecía el joven Conde Don Manrique de Lara? ¿No era un hermoso caballero? Un buen partido. Doña Peyronila le dijo que había oído extrañas historias acerca de los Lara, que no entendía. La bastarda real le contestó que siempre se hablaba mal de los poderosos en la corte, por envidia, y los Lara eran los nobles más poderosos de Castilla. Era cierto que el padre de Don Manrique, el Conde Don Rodrigo, murió en Francia luchando contra los intereses del Emperador, a manos del Conde Don Alfonso Jordán de Tolosa. Pero no debía extrañarle que los condes más nobles tuviesen de vez en cuando enfrentamientos con el rey. También los tuvo en una ocasión su abuelo, el Conde Don Peyro Díaz del Valle. Eso demostraba que no eran simples súbditos, sino sus iguales. En cualquier caso, el joven Don Manrique no tenía por qué pagar las faltas que cometió su padre, como demostraba el hecho de que el Emperador le hubiese respetado todas sus heredades. Su linaje era el más noble y antiguo de Castilla, se remontaba a la época del Conde Don Fernán González. Los romances sobre su familia eran cantados por todo el reino. Doña Peyronila interrumpió con ver49


güenza a Doña Urraca para decir que no conocía tales cantares. La infanta se burló de ella. ¿Acaso no había oído la historia de los siete infantes de Lara? La reina contestó de nuevo que no la conocía, esta vez en tono molesto. Doña Urraca le sonrió y le pidió que no se enfadase, que podían buscar al juglar de Doña Berenguela para que les cantase la gesta. Doña Peyronila asintió entusiasmada. Encontraron al juglar afinando la lira en las almenas del alcázar. Al principio se resistió a satisfacer la petición de las chiquillas, pero luego consintió en tocar dos o tres estrofas introducidas por una narración en prosa. Explicó brevemente cómo los siete infantes de Lara habían perdido a su padre, Don Gonzalo Gustioz, capturado por el Rey Almanzor de Córdoba. En la boda de Don Rodrigo de Lara, tío de los infantes, con la hija del Conde de Castilla, Don García Fernández, a la que llamaban Alhambra por su cabello rojizo, la novia dijo palabras impropias u obscenas a un caballero cordobés que participaba en un torneo. Su cuñada Doña Sancha, oyéndola, le recriminó tal actitud. Doña Alhambra la insultó en público. Los infantes de Lara, hijos de Doña Sancha, insultaron a su vez a Doña Alhambra, llamándola ramera delante de todos los invitados a la boda. La novia juró vengarse de ellos para limpiar su honra. Sintióse Don Rodrigo de Lara agraviado por las mentiras que le dijo Doña Alhambra y llevó a sus sobrinos a una trampa con la excusa de que iban a rescatar a su padre. Todos perdieron la vida en aquella celada a manos de unos moros que enviaron a Córdoba las cabezas de los siete infantes de Lara. El desgraciado Don Gonzalo, padre de los siete cadáveres decapitados, cayó en gracia a Almanzor, y le concedió la mano de su propia hermana, que le dio un hijo varón. Cuando creció, aquel niño, llamado Mudarra González, acudió a Castilla para vengar a sus hermanastros: “A cazar va Don Rodrigo, e aun Don Rodrigo de Lara; con la grand siesta ca façe, arrimádose ha a un haya, maldiçiendo a Mudarrillo, fijo de la renegada, ca si a las manos lo oviese, ca sacaríale el alma. El sennor estando en esto, Mudarrillo que asomaba:

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“Dios te salve, cavallero, ¿commo era la tu graçia?” “A mí diçen Don Rodrigo, e aun Don Rodrigo de Lara, cunnado de Gonzalo Gustioz, hermano de Donna Sancha, por sobrinos me los hube, los siete infantes de Lara. Espero aquí a Mudarrillo, fijo de la renegada, si delante lo tuviere, yo le sacaría el alma”. “Si a ti diçen Don Rodrigo, e aun Don Rodrigo de Lara, a mí Mudarra González, fijo de la renegada, de Gonzalo Gustioz fijo, e anado de Doña Sancha, por hermanos húbemelos, los siete infantes de Lara, tú vendístelos, traditor, en el val de Arabiana, mas si Dios a mí me ayuda, aquí dexarás el alma”. “Espéresme, Don Gonzalo, iré a tomar las mis armas”. “El espera que tú diste a los infantes de Lara: aquí morirás, traditor, enemigo de Doña Sancha”. 6 El Emperador prosiguió luchando contra los almorávides y consiguió arrebatarles la estratégica ciudad de Coria, en la Extrema Duera. Coria había sido conquistada ya en tiempos de Don Alfonso VI, pero se perdió tras la Batalla de Sagrajas frente a los almorávides. Ahora Don Alfonso VII emulaba a su abuelo, expulsando definitivamente a los musulmanes de la zona norte del Tajo. Al menos en su reino. La frontera portuguesa aún estaba al norte de Lisboa. Marcabrú, que participó activamente en la batalla, compuso una canción de cruzada, alabando al Emperador y criticando a los francos de ultrapuertos por abandonar el espíritu de lucha contra el Islam. “Emperaire, per mi mezeis, sai, quant vostra proez`acreis, no`m sui jes tarzatz del venir; que Jois vos pais, e Pretz vos creis, e Jovens vos ten baut e freis que`us fai vostra valor techir. Pois lo Fills de Dieu vos somo que`l vengetz del ling Farao, 51


ben vos en devetz esbaudir; c`outra`ls port faillen li baro, lo plus, de conduich e de do: e ja Dieus no`ls en lais gauzir! Mas en cels de lai es romas, ad ops d`Espaigna e del Vas en devetz ben l`afan sofrir, e`ls sarrazis tornar atras e d`aut orguoill far venir bas: e Dieus er ab vos al fenir. Als almoravis saill conortz per las poestatz d`outra`ls portz qu`an pres una tel`ad ordir de drap d`enveia e de tortz, e ditz cadaus qu`a sa mortz `s fara de sa part devestir. Mas de lai n`ant blasme li ric c`amon lo sojorn e l`abric, mol jazer e soau dormir, e nos sai, segon lo prezic, conquerrem, de Dieu per afic, l`onor e l`aver e`l merir. Trop s`en van entr`els cobeitan aicill que vergigna non an e`is cuion ab l`aver cobrir; et ieu dic lor, segon semblan, que`l cap derrier e`ls pes denan los cove dels palaitz issir. Per pauc Marcabrus non trassaill de Joven, quan per aver faill; e cel, qui plus l`am`acuillir, quan venra al derrier badaill en mil marcs non dari`un aill, si`l li fara la mortz pudir 52


Ab la valor de Portegal e del rei navar atretal, ab sol que Barsalona`is vir ves Toleta l`emperial, segur poirem cridar ¡Reial! e paiana gen desconfir. Si non fosson tan gran li riu als amoravis for`esquiu, e pogram lor o ben plevir; e s`atendon lo recaliu e de Chastella`l seignoriu, Cordoa`ill farem magrezir. Mas Franssa, Peitau e Beiriu aclin`a un sol seignoriu, veign`a Dieu sai son fieu servir! Qu`ieu non sai per que princes viu s`a Dieu no vai son fieu servir”.7 7 Emperador, por mis medios, / aquí, cuando vuestra proeza acrecienta / no he tardado en venir; / que Gozo os nutre y Precio os crece, /y Juventud os tiene alegre y lozano / que os hace vuestro valor aumentar. / Pues el Hijo de Dios os incita / a que lo venguéis del linaje del Faraón, / bien os debéis regocijar; / que ultrapuertos carecen los barones, / los más, de generosidad y largueza: / ¡y ya Dios no les deje disfrutar! / Pues por ellos se abandona / la obra de España y del Sepulcro, / debéis bien el afan sufrir / y a los sarracenos tornar atràs / y al alto orgullo hacer venir abajo: / y Dios estará con vos al final. / Para los almorávides es un consuelo / que las potestades de ultrapuertos / se hayan puesto una tela a urdir / de trapo de envidia y de torcedura, / y dice cada uno que a su muerte / se hará de su parte desvestir. / Mas allá se envilecen los ricos / que aman el descanso y el abrigo, / bien yacer y suave dormir, / y nosotros aquí, según la predicación, / conquistaremos, por designio de Dios, / el honor y el haber y el mérito. / Demasiado codicioso se van haciendo / aquellos que verguenza no tienen / y creen al haber cubrir; / y yo dígoles que, según parece, / con la cabeza detrás y los pies delante / les corresponde de los palacios salir. / Por poco Marcabrú no se sobresalta / de Juventud, cuando por el haber falla; / y aquel que más ama reunirlo, / cuando venga el último aliento / mil marcos no dará por un ajo, / si le hace la muerte pudrir. / Con el valor de Portugal / y del rey navarro también, / con tal que Barcelona se vuelva / hacia Toledo la imperial, / seguro podremos gritar ¡Real! / y a la pagana gente derrotar. /Si no estuviesen tan crecidos los ríos / a los almorávides les iría mal, / y podríamosles bien asegurar; / y si atienden el ardor / y de Castilla al señor, / Córdoba les haríamos cercenar. / Mas Francia, Poiteau y Berrí / se inclinan a un solo señor, / ¡venga aquí a Dios con su feudo servir! / Que yo no sé para qué un príncipe vive / si a Dios no va con su feudo a servir.

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Marcabrú se refería en los últimos versos al Rey Don Luís de Francia, que había desposado recientemente a la Duquesa Doña Leonor de Aquitania, Condesa de Poitiers. Con ese matrimonio, casi toda Francia volvía al poder monárquico. Don Luís se había convertido en el monarca más fuerte de la Cristiandad. Sin embargo, frente al Duque Don Guilhem IX de Aquitania, que combatió a menudo contra el Islam, Don Luís parecía poco aguerrido, más inclinado a la religión que a la lucha. Marcabrú aludía además al monarca de Barcelona, que se había apartado de la idea imperial tras la reconciliación de Don Alfonso y el Rey de Navarra. Su canción bélica tuvo un gran éxito y su difusión por los reinos vecinos fue rápida y polémica. ¿Cómo se atrevía un pobre trovador a presionar de tal forma a los monarcas de la Cristiandad? El Emperador Don Alfonso estaba en plena gloria. Marcabrú tenía razón con la referencia a la crecida de los ríos. Aquel año había llovido mucho y el Tajo constituía una frontera infranqueable de la Extrema Duera. Si no fuera por los elementos, Don Alfonso hubiera aprovechado la campaña de Coria para hacer una incursión hasta la propia Cáceres. En cualquier caso, planeaba ya una ofensiva mayor, una gran ofensiva capaz de llevar sus ejércitos hasta el corazón de Al Andalus. El joven Conde Don Manrique de Lara se distinguió de especial forma en la toma de Coria, por su bravura y temeridad. Para conmemorar la ocasión, Don Manrique celebró una gran fiesta en su palacio toledano, a la que asistieron la flor y nata de la juventud castellanoleonesa. Acudieron las doncellas más cotizadas del Imperio, vigiladas de cerca por sus damas de compañía. La fiesta era, por su puesto, a plena luz del día. Primero se servían aperitivos a los asistentes, recibidos en el salón del palacio. Luego se sirvió el almuerzo en el patio. Finalmente, retiraron las mesas y dio comienzo el baile. Sólo asistían doncellas en edad casadera, es decir, mayores de doce años. Doña Urraca, aunque tan sólo tenía once años, logró arrancarle a su padre el permiso para asistir. Doña Peyronila, que por aquel entonces tan sólo contaba siete, tuvo que resignarse con asistir a la merienda que daban en el jardín del palacio los hermanos pequeños de Don Manrique. Alvar y Nuño eran dos chiquillos traviesos y habían preparado varias bromas para los asis54


tentes, aunque a Doña Peyronila la respetaron, dado su rango. Pasó la tarde riendo las gracias de los pequeños Lara, hasta que se cansó de ellos y, aprovechando que jugaban al escondite, se escabulló del jardín por un hueco que había en la valla oculto por una tupida floresta. Doña Leonor no se apercibió, distraída como estaba charlando con las ayas de sus compañeros de juego. Su intención era aproximarse al patio donde los mayores celebraban el baile, pero no encontró el camino, sino que se halló, de repente, en medio de la calle. Pensó que, tal vez, dando la vuelta a la casa podría entrar por la puerta principal. Al salir del jardín, gateando entre el matorral, se había ensuciado y roto el vestido, por lo que los guardias, cuando se dirigió a ellos para entrar en el palacio, la tomaron por una mendiga y la echaron, amenazándola con palabras obscenas que no entendió. Asustada, volvió a buscar el hueco de la valla del jardín por donde había escapado. Cuando al fin lo encontró y comenzaba a introducir una pierna, sintió que una mano ruda y fuerte la agarraba por el brazo. Miró hacia atrás y creyó estar viendo al auténtico diablo. Era un hombre grande y grueso, de barba desaliñada y greñas embarradas, piel surcada por arrugas tan profundas que parecían cicatrices de guerra, moreno, o más bien sucio, puesto que no se podía saber si tenía piel de moro o de castellano bajo de aquella costra mugrienta. Sus ojos la miraban desorbitados, espejos convexos teñidos de locura en los que se veía inmersa, ojos negros, fieros como los de un perro rabioso, profundos como un pozo sin fondo, con un fulgor de odio y rencor tan inmensos que rayaban la desesperación. Doña Peyronila vio reflejada en las enormes pupilas de aquel ogro su rostro atemorizado, desencajado, mudo de asombro y terror. Disfrutando por el miedo que infringía a la niña, el mendigo emitió un gruñido de placer que no parecía humano, ni siquiera salvaje, sino tal vez el lenguaje de aquellos gnomos o trolls de los que Doña Leonor tanto hablaba. Jamás en su dulce vida regia había visto una cara tan amarga. El ceño, con enormes cerdas guardando el entrecejo como una corona de espinas, estaba fruncido con tal esmero que parecía imposible imaginárselo relajado o sonriendo. Los dientes, entre amarillos y negros, tenían formas irregulares por las caries. Parecía la dentadura de un lobo más que la de un ser humano. El hedor que despedía su boca putrefacta mareó a la reina, 55


cuya mente, confusa, comenzó a flaquear, mostrándose incapaz de distinguir la realidad de la pesadilla, nublándose, ebria de hedor y miedo. Desfallecía cuando el ogro la soltó para introducirse por aquel hueco en la entrada del jardín que la niña había encontrado. Todavía tenía medio cuerpo dentro cuando se escucharon las voces de Doña Leonor que corría hacia la niña seguida de Don Manrique y de los guardias. El temible mendigo, al oírlos, dio marcha atrás e intentó huir calle arriba, gruñendo. No había dado más de un par de pasos cuando ya Don Manrique le había dado alcance y descargaba todo el peso de su espada en la cabeza de aquel hombre. Cayó desplomado con el cráneo abierto en dos, desparramando sus sesos por el suelo. Doña Peyronila lo vio todo con pavor. “Maledictos pobres”, exclamó el joven conde. Ella miró al mendigo y lo vio pequeño, a los pies de Don Manrique. En lugar de amenazante, aquel ceño que se hundía en una sangre espesa y negruzca, se le mostró tal cual era, amenazado, perseguido, maltratado. El ogro ya no era tal, sino tan sólo el cadáver de un pobre que había intentado violar el domicilio del conde con la esperanza de encontrar algo de comida. No volvería a comer. Estaba muerto. Era la primera vez que la reina veía un muerto. Mirando al conde le dijo con lágrimas en los ojos, acusándolo, “Habédeslo matado”. “Gratia Dei”, contestó el joven limpiando la sangre de su espada con un borde de su capa aterciopelada. Doña Leonor abrazó a la niña, que lloraba histérica, y la apartó de allí al instante. Aquella noche, antes de dormir, Doña Urraca fue a verla a su dormitorio. Estaba emocionada, Don Manrique había salvado a su amiga de las garras de un ladrón. ¡Qué suerte! Quería que se lo contase todo, ¿cómo ocurrió?, ¿luchó mucho el héroe? Le habían dicho que el malvado vagabundo era un gigante. ¡Qué proeza! Doña Peyronila miró a su amiga sorprendida. Un hombre había muerto. ¿Dónde estaba la proeza? No era más que un pobre hombre. Lo habían matado por su culpa. El llanto volvió a inundar su rostro. Su amiga le pidió perdón, le acarició el pelo y se retiró sigilosamente. La Reina Niña pasó en vela casi toda la noche. ¿Por qué permitía Dios que hubiese hombres ricos y hombres pobres? ¿Qué daños habría sufrido aquel mendigo para acumular tanto odio en las pupilas de sus ojos? 56


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