El ojo de Dios

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© De los textos: Emilio Morales Ubago © Del diseño de la portada: E. Morales Ubago y Martín Lucía Maquetación: Martín Lucía (mediomartin@yahoo.es) Coordinador editorial: Ediciones En Huida ISBN: 978-84-941773-7-8 Depósito Legal: SE 2265-2013 Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro, al igual que su incorporación a un sistema informático, su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, reprográfico, gramofónico u otro, sin el permiso previo y por escrito de los editores. Contacte y haga su pedido (sin gastos de envío): ventas@edicionesenhuida.es


El ojo de Dios Emilio Morales Ubago



El ojo de Dios



A mi hermano Gerardo…, y a Manuela y Librada, que llegaron después. A Gonzalo Cano, que me hizo regresar de allá para su bautizo. A Mari Carmen, siempre.



Capítulo 1 Mediados de 1539, un lugar indeterminado cercano a la costa de Nueva Castilla

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onzalo Vázquez de Ojeda se aproximó hasta el mismo borde del barranco. Desde aquel lugar podía divisar toda la verde campiña que cubría buena parte del desierto costero y por la que discurría el río que entre enormes montañas lo había traído hasta allí . Llevaba casi dos años vagando por aquella tierra extraña desde que decidiera partir hacia Lima, la Ciudad de los Reyes, aquella noche en que lo perdió todo. Él, que había sido un rico encomendero y Caballero de la Espuela Dorada, ahora vestía con andrajos e iba cubierto de polvo, como si se tratase de un mendigo harapiento de los que deambulaban por las puertas del Arenal en la lejana y añorada ciudad de Sevilla. Aún recordaba con amargura todas las tristes circunstancias que lo habían llevado a ese estado y a aquel lugar. Evocaba cómo en una sola noche había pasado de ser vencedor en la Captura del Cuzco a derrotado por las huestes de Diego de Almagro; de cómo huyó para su vergüenza cuando sus generales, los hermanos Hernando y Gonzalo Pizarro, fueron capturados por aquel traidor en un ataque por sorpresa1. 1 En el período entre 1537 y 1554 tuvieron lugar una serie de guerras surgidas entre los conquistadores españoles del Imperio incaico por la disputa de los terrenos conquistados. Tras la Capitulación de Toledo se determina que Nueva Castilla, que le corresponde a Pizarro, comenzaba al norte de Teninpulla o Santiago (norte del actual Ecuador) y se extendía 270 leguas al sur. A Diego de Almagro le correspondió Nueva

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Envuelto en la manta de su caballo muerto, pasó una noche de ira y miedos con el frío clavado en los huesos. Fue en medio de aquellas tinieblas cuando decidió dirigirse a la Ciudad de los Reyes, a unirse al ejército que con toda probabilidad habría salido ya en ayuda de los derrotados. Atrás dejaba su hacienda. Su botín, tomado al Inca, habría desaparecido, ya fuera por causa de sus sirvientes indígenas o por los nuevos propietarios cristianos. Todo, lo había perdido todo, a excepción de aquella insólita piedra que tomó del Coricancha, el altar inca en el templo principal de la ciudad del Cuzco. Desde que la atrapó entre sus manos no pudo separarse de ella. A la mañana siguiente, con las primeras luces del día, inició una vida nómada que aún no acababa de abandonar. En aquella ocasión se dirigió hacia el este, cruzando el río Apurimac, en una marcha lenta, muy lenta, por parajes difíciles puesto que no podía avanzar por caminos convencionales. A pesar de ello, caminaba a sabiendas de que un español sería una presa fácil para los indios renegados, pero con la firme esperanza de que su venganza estaría pronta y que en breve recuperaría todo lo perdido. Lavaría así su honor y la vergüenza del haber huido y no haber permanecido junto a sus generales. Pero todo fue en vano. Llegó con las justas, para ver desde un pico cercano, el triste espectáculo de cómo las tropas de Almagro, que habían avanzado mucho más rápidas que él, vencían en la batalla del Puente de Abancay al ejército de Alonso Alvarado, que acudía en ayuda de los hermanos Pizarro. De nuevo, la decepción se adueñaba de su corazón y le obligaba a huir hacia al norte, hacia la ciudad de Guamanga. Si tenía suerte podía salir del territorio antes de que Almagro se adueñara de todo Toledo, inmediatamente al sur de Nueva Castilla, extendiéndose 200 leguas. Almagro sostenía que las mediciones de las 270 leguas de Nueva Castilla debían hacerse según las sinuosidades de la Costa con golfos y caletas. Pizarro afirmaba que debía hacerse siguiendo la línea del meridiano. Así, según Almagro, la demarcación de Nueva Castilla terminaba al norte de Lima; y según Pizarro, al sur del Cuzco. Finalmente la razón se le dio a Pizarro, pero la resolución llegó tarde. Mientras tanto los odios entre pizarristas y almagristas se tornaron irreconciliables, llegando a puntos de tal violencia que desencadenaron luchas armadas, conociéndose este período como el de las Guerras Civiles entre los Conquistadores del Perú.

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el país. Los encomenderos2 eran pocos y de seguro que ya se habría puesto precio a su cabeza. La peregrinación iniciada le llevó por caminos de montaña, antiguas rutas de mensajeros incas que cruzaban el Tahuantinsuyo3, en una red que cubría todo el territorio. Desde Guamanga, atravesó las pampas de Guanta y Guanca; continuó hasta la ciudad de Jauja, la que Francisco Pizarro destinó a ser capital de la Nueva Castilla, pero que posteriormente fue sustituida por Lima, la Ciudad de los Reyes. Y mientras tanto aquella piedra seguía en su bolsa, como compañera de viaje a la que contemplar en momentos de descanso. Un diamante azul sin pulir, del tamaño de una pera de agua, y con una imperfección oscura de forma esférica en su interior, que le daba el aspecto de un ojo: el Ojo de Viracocha, así la llamaban. ¡Cómo podría olvidar el día en que la piedra llegó a él! Desde que se apropió de ella tenía la continua sensación de sentirse observa2 Se llamaba encomendero a aquel que por Merced Real tenía indígenas encomendados en cualquiera de las colonias españolas de América y Filipinas. Era la cabeza de parte de una institución colonial llamada Encomienda. El encomendero tenía numerosas obligaciones, de las que las principales eran enseñar la doctrina cristiana y defender a sus encomendados. Otra era preservar y ayudar a multiplicar sus bienes. La encomienda era un privilegio escasamente otorgado. No estaba muy claro si la Merced de la Encomienda otorgaba o no automáticamente el estatus de Hidalguía o Nobleza a una persona, son pocos los que lo niegan, pero lo que está claro es que para recibirla había que probar la limpieza de sangre y honor del linaje, por lo tanto, sólo las personas con condición de Hidalgos podían recibirla. Tradicionalmente, el encomendero era una persona con una enorme autoridad y poder en la sociedad colonial, pues las cantidades de tierra dadas para las encomiendas solían ser muy grandes y de gran productividad. Los indígenas encomendados tenían la labor de trabajar la tierra y producir. Es por ello que muchas veces se habla de cierto tipo de esclavitud. Si bien es cierto que existieron múltiples abusos en este sistema de producción, el concepto de encomienda negaba dicha esclavitud y cualquier tipo de explotación. El encomendero se beneficiaba de rentas cuantiosas debido a la enorme producción agrícola, cuya mano de obra la realizaban, por concepto de servicios personales, sus encomendados. 3 Imperio incaico. Al territorio del mismo se denominó Tahuantinsuyo (del quechua Tawantin Suyu, ‘las cuatro regiones o divisiones’) y al periodo de su dominio se le conoce además como incanato e incario. Floreció en la región de los Andes del subcontinente americano entre los siglos XV y XVI, como consecuencia del apogeo de la Civilización Incaica. Abarcó cerca de 2 millones de km² entre el océano Pacífico y la selva amazónica, desde las cercanías de San Juan de Pasto en el norte hasta el río Maule en el sur. El Imperio incaico fue el dominio más extenso que tuvo cualquier estado de la América precolombina.

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do. Cientos de ojos se fijaron en él cuando avanzó por el Coricancha4 hasta que su porte bizarro se recortó ante la imagen en oro del Dios de las Varas, Tiqsi Viracocha. Y el brillo azul de una extraña mirada atrajo la suya hasta un repleto altar de ofrendas. Sin embargo, el fuego azul destacaba sobre el resto de los presentes que allí se acumulaban, hasta que lo apagó al tomarlo en sus manos. Se sentía arrobado por aquel objeto y su primer e irresistible impulso fue atraer la piedra hasta su pecho. Cientos de ojos lo observaron mientras salía de la oscuridad del templo hasta la luz del mediodía andino. Incluso varios sacerdotes de Viracocha solicitaron entrar a su servicio en la hacienda. No le importó, le agradaba ser servido por sacerdotes, se sentía bien al ser tratado como un dios. Pero, no había tranquilidad para su alma, no existía descanso en su recién adquirido estatus de todopoderoso conquistador. Seguía sintiéndose presa de una miríada de ojos puestos sobre él. No había pasado un día en que se sintiera solo. Desde que huyó tras la batalla en los alrededores del Cuzco tenía la rara sensación de sentirse perseguido. Y cuando no, vigilado. No sabía cómo expresarlo. Cuando la fatiga lo vencía y los ojos se le cerraban sin que pudiera evitarlo, le parecía ver el brillo de una mirada que lo acechaba desde la neblina, que lo iba acaparando todo, antes de caer en una oscuridad sin sueños. Continuó vagando por aquellas sierras en dirección norte, ya que en Jauja no encontró la ayuda que esperaba. Atravesó la región del río Marañón, escondiéndose de indios Tarma, Atavillos, Conchucos y Guamachucos, hasta llegar a las riveras del lago Chinchaicolla, donde nace el Marañón. Llegado a este punto calculó que había recorrido desde que salió del Cusco más de ciento veinticinco leguas en casi dos años. Desde allí viró al oeste, en dirección a la costa, pero ya se sentía enfermo. Se notaba más lento, más cansado, pese a estar más que acostumbrado a aquellas alturas. Además, sentía la atención de los 4 El koricancha, (del quechua Quri Kancha, ‘templo dorado’) originalmente llamado Inti Kancha (‘Templo del sol’), era el templo inca más venerado y respetado de la ciudad imperial del Cuzco sobre el cual fue construido el actual Convento de Santo Domingo.

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apus5 concentrándose en su espalda. Experimentaba una sensación

casi física; a veces percibía cómo lo tocaban, cómo lo empujaban, cómo se subían a su encorvada espalda, achacosa por tantas y tantas noches a la intemperie. Las divinidades de las montañas lo señalaban como un maldito, un ladrón de dioses. Y, como un nómada maligno que se alimentaba de lo que encontraba y robaba de los humildes y tímidos sembrados de entre montañas que encontraba a su paso, continuaba su peregrinación ante la observadora mirada de todo aquel que se cruzaba en su caminar. Había pasado el frío invierno anterior en las soleadas pampas de Jauja y ahora, que se acercaba de nuevo la helada estación, prefería llevar sus cansados huesos a la costa, lejos de los nevados picos del Tahuantinsuyo. La piedra azul, quizá por una vieja maldición, lo había convertido en un nómada, como lo fue el propio Viracocha. Joselillo, uno de los criados al que él mismo bautizó, solía divertirlo con historias del país. Le contó en una ocasión de cómo Viracocha, el Viento de los Mares, rivalizaba con Inti Taita, el padre Sol. Le contó así leyendas en las que Tiqsi Viracocha vino de Tiahuanaco, más allá del lago Titicaca, y creó a los seres a su imagen y semejanza. Algunos decían incluso que hizo el Mundo. En su peregrinar el dios llegó a Cacha y sus moradores trataron de matarlo, pero era demasiado poderoso; arrodillándose, levantó sus manos y del cielo bajó un fuego que arrasó la comarca. Siguió su camino, llegando al puerto de Manta. Allí encontró a sus servidores y, embarcando, desapareció en el mar. Y dicen que de allí volverá a levantar de nuevo a su pueblo contra los opresores. Vázquez de Ojeda había oído contar a los indígenas de la región central que, allí en la costa, existían innumerables ciudades perdidas, atrapadas por el viento y la arena, escondidas bajo montañas de polvo desde más allá del tiempo. Ciudades sin nombre, construidas con adobes y lavadas por las lluvias y el viento hasta perder 5 Los apus (del quechua apu, ‘señor/a’) son montañas tenidas por vivientes en varios pueblos de los Andes. Se les atribuye influencia directa sobre los ciclos vitales de la región que dominan. Tiene un significado asociado a una divinidad, a un personaje importante, o a alguna de las montañas que de acuerdo con la tradición preincáica de la zona andina tutelaban a los habitantes de los valles que eran regados por aguas provenientes de sus cumbres. En estos cerros tutelares o apus se desarrollaban diversos ritos, entre los que se cuentan sacrificios humanos llamados Capac Cocha.

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sus formas originales. Él tan sólo podía ver la rica vegetación que crecía en la cuenca de aquel río. Bajó desde las alturas por sendas secretas que discurrían por aquellas cañadas. Debía ganar terreno antes que las fuerzas lo abandonaran y dirigirse al sur. Estaba seguro que la Ciudad de los Reyes quedaba allí y el Ojo era lo único que tenía para volver a empezar. Al atardecer el antiguo encomendero llegó hasta las cercanías de algo que le pareció un conjunto de salinas, a juzgar por el color blanquecino del terreno. Sin embargo, se sintió atraído por un extraño montículo del que salían aristas de antiguas construcciones y marchó en su dirección. Ya no le quedaban fuerzas, había contraído Uta6 allá en el altiplano y ya no sabía lo que le quedaba de rostro a consecuencia de la infección. En sus brazos podía ver las pústulas abiertas y ni siquiera se planteaba cómo debía estar su cara, un rostro que ya no sentía. Encontró una oquedad profunda de más de un metro de altura y que miraba al oeste. En ella se internó. Las paredes eran de un adobe tan viejo que al pasar los dedos sobre ella se desmenuzaba. No le resultó difícil abrir un pequeño hueco en la pared e introducir el Ojo. Selló el agujero con una piedra que incrustó con las pocas fuerzas de las que aún disponía. Después se sentó y miró cómo el sol, el Inti, se introducía rodeado de nubes flamígeras tras el horizonte de un océano revuelto, mientras que una bandada de pájaros marinos se posaba en la playa cercana. Aquel deshecho humano, que años antes había sido conocido con el nombre de Gonzalo Vázquez de Ojeda, encomendero y Caballero de la Espuela Dorada, no era consciente de que estaba viviendo su último atardecer.

6 La leishmaniasis o uta (nombre común en el Perú) es una enfermedad grave de la piel y/o de la mucosa de la nariz, boca y garganta. Esta enfermedad es transmitida por un mosquito vector que chupa la sangre (flebótomo). Es muy común en las zonas montañosas de los Andes y en la selva amazónica.

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Capítulo 2 Lora del Río, provincia de Sevilla, España. Finales de febrero de 2017

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e llamo Luis de la Barrera y aquella noche había vuelto a meter la pata. De nuevo había sacado de sus casillas a mi pareja, una mujer con mucho carácter, y ni que decir tiene que de nuevo me tocaba dormir en un incómodo sofá. Mentiría si dijera que no añoraba en parte la libertad que tenía cuando vivía solo, pero sin duda reconocía que, desde que ambos compartimos el mismo techo, mi vida era mucho más satisfactoria y ordenada, ¿o debo decir satisfactoriamente ordenada? En fin, acabé por acostumbrarme a runrunes que antes desconocía, como el de la lavadora, que nunca antes había funcionado en este caserón andaluz y que, desde que me independicé de mi familia, ha sido mi hogar; a escuchar una voz femenina como voz de fondo en los pasillos y a plantearme incógnitas sobre el sexo contrario que jamás se me habrían pasado por la cabeza en otras circunstancias. Por cierto, al que acuñó el término sexo contrario u opuesto deberían hacerle un monumento a su clarividencia en la plaza de cada pueblo de este mundo. Estaba empezando a aprender a convivir con Blanca. Por ejemplo, en aquella época si escuchaba su voz desde lejos debía prestar atención, porque seguramente lo que me estaba comunicando era de suma importancia; sin embargo, yo debía dirigirme a ella directamente y a ser posible en la misma habitación. De no hacerlo así, podía recibir un contundente «¡¿Pero dónde vas?!» o un «¡No me 17


hables de lejos!». Poco a poco había ido aprendiendo a comprender algo nuevo para mí: el léxico de pareja. «Vamos a hacer» o «Tenemos que hacer» en realidad significaba «Hay algo que hacer en la casa y te toca a ti, guapetón». En definitiva, esto de la vida en pareja es un compendio casi enciclopédico que se aprende sin prisa pero sin pausa, y que, por supuesto y en todo momento, mi chica siempre estaba ahí para recordármelo a la mínima oportunidad. Muy sabios han sido siempre los chinos al aplicar como su más terrible tormento el inefable y fatídico método de la gotera. Sí, sí, esa en que se coloca a la víctima bajo una gota incesante y que acaba por romper la más férrea de las voluntades. La discusión había surgido porque no avisé a su debido tiempo de que me iba a entretener un poco en la Taberna de Morales con mi amigo Javier Larraz y con dos copas de manzanilla; y aquella noche, precisamente esa noche, ella tenía planes para los dos. Unos planes que por supuesto no me había comunicado previamente. Hacía meses que Javier y yo no nos tratábamos; él, como sargento del puesto de la Guardia Civil de la localidad, andaba muy ocupado con ciertos robos que se venían cometiendo en varias instalaciones e infraestructuras públicas; y yo por mi parte, como antropólogo, estaba en pleno proceso de valoración y análisis de datos en la excavación del Yacimiento de la Roca Fría en la Sierra Morena cercana. Hacía un año ya de aquella aventura que casi me cuesta la vida7, pero la apasionante rutina de mi trabajo me permitían hoy ver los incidentes de aquellos días como algo ocurrido hacía siglos. No mentiría en absoluto cuando digo que el reencuentro con mi mejor amigo me pasaba factura y, aunque Blanca llevaba al menos dos horas durmiendo, yo había agotado ya las pilas del mando a distancia del televisor, cambiando de canal en busca de algo decente con las que impregnar mis cansadas retinas que, a pesar de ello y las varias copas de manzanilla, se negaban a cerrarse. Confieso que podía haberme metido sin hacer ruido junto a la Srta. Ortigosa, pero no había que tentar al destino y en esas circunstancias lo mejor era poner distancia de por medio, aunque sólo supusiera una triste decena de metros. 7 Ver La Carta Bonsor, en esta misma Colección DSK. Ediciones En Huida 2012.

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Cansado de mirar una televisión que no ofrecía nada, me dirigí a mi despacho mientras me repetía mentalmente que no es que fuera un cobarde sino una persona prudente a la que no le agradaba salir de la cama de una patada. Entré en la oscura habitación buscando a tientas por la pared el interruptor. Al otro lado de la sala parpadeaba una lucecita blanca, señal inequívoca de que mi ordenador permanecía en estado de letargo y que con un simple toque en sus teclas volvería a la vida. Sentado cómodamente en mi sillón de orejas, pensé que no sería mala idea revisar mis correos personales a los que no había prestado atención desde el fin de semana anterior. Después de examinar y desechar lo que se había convertido en el nuevo mal del siglo XXI, es decir los correos basura, comencé a inspeccionar los quince o veinte mensajes que habían sobrevivido tras someter a mi buzón electrónico a una purga inmisericorde. Había de todo, videos de señoritas en posturas indecorosas que me enviaba algún amigo salidote y del que no daré nombre; presentaciones con magníficas fotografías de paisajes y frases lapidarias, cuya cadena de envíos no debías romper porque supondría cien años de mala suerte y que me mandaba por si acaso alguien que, sin lugar a dudas, sufría de encefalograma plano; facturas de la tele local por cable, que ya se mandaban electrónicamente para salvar el planeta oficialmente y no para ahorrar papel y gastos de correo oficiosamente; y, agazapado entre aquella correspondencia, mi pupila se quedó enganchada en un nombre que hacía tiempo que no leía, pero que fue una constante durante mis cinco años de carrera universitaria, y que quedaría por siempre ligado a mi vida. Cliqué de inmediato sobre el correo y en menos de un segundo el

fondo blanco del mensaje cubrió toda la pantalla. Sobre la nívea superficie virtual y entre dos columnas de publicidad, que recordaba quién hacía posible la gratuidad de mi buzón electrónico, quedaban impresas unas pocas frases escritas por un viejo amigo: ¡Eureka, Luis! Me pondré en contacto contigo en cuanto pueda. Saludos.

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Capítulo 3

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ernando Collado había sido mi compañero de estudios durante toda la carrera universitaria de Antropología. Y acabó convirtiéndose en mi amigo del alma. Junto a Fermín Cantero y yo formábamos un triunvirato que referenciaba con su presencia el ambiente estudiantil de la noche sevillana. Raro era la fiesta a la que no acudiéramos, extraño el evento o concierto que no nos contara entre su público y, sin embargo, éramos capaces de estudiar y divertirnos al mismo tiempo. Nuestros apellidos fueron la causa de que coincidiéramos durante el primer año en un grupo de prácticas, forzando así la obligación de un encuentro periódico que se traducía en forma de cita semanal. Después, el ambiente de los cafés y la misma onda intelectual en la que nos movíamos hizo el resto, naciendo así una amistad que, más de diez años después, y tras la repentina muerte en accidente de moto de Fermín, ya estaba grabada a fuego en mi alma. Fernando era un tipo peculiar, muy distinto al espécimen medio estudiantil de la época. Alto, un poco canijo; a su pelo ensortijado y poco ordenado añadía una nariz ganchuda, que no pecaba de grande, y unos ojillos verdes de ratón, que más que agudeza expresaban dulzura. Su voz nunca alcanzaba excesivo volumen; aún recuerdo que, cuando nos encontrábamos configurando nuestro grupo de prácticas, había que prestar mucha atención a lo que decía, no porque su contenido supusiera sentencia o punto de inflexión en nuestra actividad sino por los imperceptibles sonidos que a veces salían de su boca y que encerraban algún chiste o alguna agudeza, pero que su timidez no le permitía expresar con mayor contundencia. A esta facultad, si le añadías alcohol, hacía que el volumen de su voz 21


fuera desapareciendo poco a poco, copa tras copa, hasta alcanzar la calidad del infrasonido, siendo eso señal inequívoca de que había que convencerlo de que ya era hora de marcharse y que corría peligro de tener que realizar el retorno a casa con la ayuda de otras piernas, es decir a rastras. En una de nuestras juergas, durante el concierto de un músico sevillano, que se empeñó en subir un piano con una grúa sobre el Puerto de las Delicias, obviamente por destacar de alguna forma, me salvó la vida al empujarme hasta el agua y caer conmigo, mientras que la grúa que sostenía al maldito piano se desplomaba sobre el área del puerto donde nos encontrábamos. Desde la superficie del agua el músico, mi amigo y yo, observábamos las carreras y los gritos de pánico que desencadenó el desplome. Afortunadamente no hubo víctimas humanas, sin embargo al polo de algodón que empapé en tan improvisado baño nunca se le fue el olor a charca de la dársena. Fernando poseía una mente práctica, enormemente analítica, y una poderosa memoria. Jamás encontré una persona tan bien dotada para el trabajo intelectual. En clase era una auténtica mosca cojonera que con su hilillo de voz ponía en verdaderos aprietos a catedráticos y profesores adjuntos. Esto le valió al principio el claro rechazo de nuestra pequeña comunidad docente, pero con su fino humor y una innata habilidad para la empatía consiguió ponerlos a su favor y finalmente lo valoraban hasta tal punto que fue el único expediente que consiguió matrícula de honor de nota media en la promoción. Cosa, que nosotros nos encargábamos de recordarle pero a la que él no daba la mayor importancia. Tanto Fermín como él, solían acudir ante cualquier invitación que yo les hiciera llegar para pasar juntos una Feria, una Romería o cualquier evento de naturaleza improvisada que tuviera lugar en mi pueblo, Lora del Río. Sea el que fuera, todo pretexto era bueno para visitar al pobre de Barrera que sufría su soledad en el exilio. ¡Ah, qué magníficos canallas! Todavía me parece verlos durante el último verano de nuestros estudios. En aquella ocasión se presentaron con un viejo SEAT 600 para ir a las cercanas fiestas de La Campana. Cuando me subí a aquel armatoste ambos me observa22


ron con una mirada burlona al tiempo que Fermín, que era el que conducía, me soltaba: «Tienes mucho valor para venir con nosotros ¿sabes que no tengo carnet?». Le supuse de broma y no presté más atención. A la salida de la población, ya en carretera, volvió a decir: «Eres un valiente, Luis, ¿sabes que vienes en un vehículo sin documentación?». Yo contesté: «¿Y hoy en día quién la tiene?». Finalmente, a las puertas de Zahariche, la cuna de la ganadería de la familia Miura, volvió a dirigirse a mí: «Desde luego que es una locura subirte con nosotros, ¿sabes que no llevo ni gato ni llave de palanca para las ruedas?». Y no había terminado de decir aquello cuando oímos un pequeño estampido y sentimos una vibración que recorrió el pequeño auto de arriba a abajo. Habíamos pinchado. Y lo malo es que era verdad, por lo menos lo del gato, de lo demás no quise ya ni preguntar. Nos dieron las cuatro de la madrugada hasta que un borrachín, que regresaba de aquellas fiestas que seis horas antes eran nuestro objetivo, se apiadó de nosotros y nos prestó las herramientas necesarias para cambiar la rueda. Claro, estas cosas unen mucho. Eran magníficos, pero en definitiva no eran más que unos auténticos canallas. El benjamín de la familia Collado, pese a su timidez inicial, era un espíritu inquieto. Una vez conseguida la plaza de profesor adjunto en la facultad, se veía encerrado en una institución que se le antojaba claustrofóbica y, según su opinión, adolecía del concepto de evolución. Sufrió mucho al intentar llevar a la práctica sus ideas, sobre todo nuevas fórmulas de investigación que continuamente eran cuestionadas. «¿Cómo podían conocer la validez de un método sin ponerlo a prueba?», me confesaba amargamente en más de una ocasión en que solíamos citarnos para tomar café o una copa, cuando yo realizaba alguna visita de trabajo a la capital sevillana. Hacía un par de años que no nos tratábamos con normalidad, desde que había marchado a Perú con una beca de investigación. Una entidad bancaria española, a resultas de la reforma financiera, comenzaba a expandirse por el sur del continente americano y financiaba multitud de investigaciones culturales en el nuevo suelo a recolonizar. Una de dichas becas fue otorgada a mi amigo cuyo proyecto consistía en el estudio de la incidencia de pasadas civilizaciones en la idiosincrasia criolla de la sociedad peruana. Si abandonamos 23


todo eufemismo podríamos decir que el banco estaba muy interesado en conocer la psicología de sus nuevos clientes, en saber cuánto de español había en su cultura y cuánto de indígena sobrevivía aún y poder así diseñar sus planes de marketing y publicidad con el fin de captar nuevos clientes, desde el individuo de a pie hasta el que viajaba en limusina. Y Fernando se había especializado en sociedades americanas precolombinas. Al principio de su aventura yo recibía sus correos electrónicos con bastante frecuencia, al menos uno por semana. En ellos recibía información de los giros que su investigación iba llevando, salpicadas de anécdotas que iba atesorando a medida que descubría el país y se iba adaptando a él. Recuerdo una muy divertida que le ocurrió cuando en una verbena popular de uno de los barrios de la ciudad costera en la que residía no se le ocurrió otra cosa que pedir a gritos una especie de pinchitos morunos a una señora que los vendía en su puesto ambulante. No habría nada de extraño en ello si no fuera porque en aquel país el manjar que deseaba zamparse recibía el nombre de anticucho, ya que con la palabra pincho el peruano de a pie designa soezmente al pene. Habría que imaginarse a ese Collado gritando barbaridades morunas y a esa señora avisando a gritos a la policía, que por allí deambulaba, para que la protegiesen del gringo que la estaba insultando. Después se fueron espaciando los e-mails, hasta que acabaron casi por desaparecer, relegando los correos a fechas señaladas como Navidad, Feria de Sevilla o el aniversario de la muerte de nuestro amigo Fermín. Por eso, por estar fuera de fechas y casi fuera de lugar, la recepción de este nuevo correo me alegraba muchísimo. Al día siguiente contestaría a Fernando. Ahora, tantos recuerdos habían acabado por poner de manifiesto el cansancio que mi cuerpo se negaba a aceptar, pero que comenzaba a sufrir. Así que me dirigí, dando tumbos, a mi triste destino: el sofá del comedor.

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