Hacer la paz. La comunidad de Sant'Egidio en los escenarios internacionales

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HACER LA PAZ La Comunidad de Sant’Egidio en los escenarios internacionales Edición a cargo de

Roberto Morozzo della Rocca



HACER LA PAZ La Comunidad de Sant’Egidio en los escenarios internacionales Edición a cargo de Roberto Morozzo della Rocca


Dirección editorial: Miquel Osset Hernández Diseño editorial: Ana Varela

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

Primera edición: diciembre 2013 © de todos los autores © Fare pace. La Comunità di Sant’Egidio negli scenari internazionali Leonardo International, Milano, 2010 © Traducción de David Salas Mezquita © Editorial Proteus c/ Rossinyol, 4 08445 Cànoves i Samalús www.editorialproteus.com Depósito legal: B. 29258-2013 ISBN: 978-84-15549-99-4 BIC: LNAC5, HPQ Impreso en España - Printed in Spain El Tinter, SAL. - Barcelona Empresa certificada EMAS Impreso en papel 100% reciclado


Índice Introducción p.9 Andrea Riccardi

La paz en Mozambique p.27 Leone Gianturco

La Plataforma de Roma para Argelia p.69 Marco Impagliazzo

El caso guatemalteco p.117 Roberto Morozzo della Rocca

La paz en Burundi p.143 Angelo Romano

Albania en transición p.193 Roberto Morzzo della Rocca

Kosovo: el acuerdo Milosević-Rugova p.219 Roberto Morozzo della Rocca

El proceso de paz de Liberia

p.255

Vittorio Scelzo

Guerra civil y paz en Costa de Marfil p.287 Mario Giro

Diplomacia sanitaria contra el SIDA p.333 Leonardo Palombi

Diplomacia humanitaria contra la pena de muerte p.371 Mario Marazziti



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Introducción Andrea Riccardi

Este libro reúne algunas historias de paz o de búsqueda de la paz en situaciones de conflicto. Son varias historias de los últimos veinte años que demuestran que, incluso en situaciones desesperadas y enmarañadas, la paz se construye a través del diálogo, el encuentro, la mediación y el acuerdo. El hilo conductor de estas historias, que no en su totalidad pero sí en gran parte son africanas, es la Comunidad de Sant’Egidio. Este libro ilustra la acción de Sant’Egidio en las situaciones de guerra y nos pone en contacto con varios conflictos, algunos sangrientos, que han marcado nuestro tiempo. Son historias de guerra y de paz que permiten conocer más de cerca nuestro mundo tras el fin de la guerra fría, cuando se albergaron esperanzas de que se afianzaría una gran paz. Pero en lugar de llegar aquella paz estallaron conflictos de civilizaciones y de religiones (para utilizar las categorías de Huntington), mientras seguían abiertas guerras civiles y étnicas, por no decir que se abrían nuevas guerras. Ante este panorama, que no respondía a las expectativas de 1989, la paz ha sido posible en varias situaciones. ¿Cómo? ¿Por qué caminos han discurrido estas historias de esperanza? Esta es la historia de la Comunidad de Sant’Egidio desde finales de los años ochenta.


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UN SUJETO INTERNACIONAL PARTICULAR

Sant’Egidio es un «sujeto internacional» muy particular. No es una organización internacional, no es una ONG especializada en mediaciones, no es una agencia no gubernamental, no es la emanación de un gobierno… Es una comunidad cristiana, que nació en Roma en 1968, conocida por su trabajo con los más pobres y en situaciones de gran pobreza en todo el mundo. Con el paso de los años se ha convertido en una fraternidad (o, si se prefiere, en una internacional) de comunidades arraigadas en varios países del mundo, primero en Europa, pero también en las Américas, en Asia y especialmente en África. Cabría preguntarse cómo una comunidad cristiana ha podido llevar a cabo una acción de paz en varios contextos del mundo entre finales del siglo XX e inicios del XXI. Algunos han interpretado la acción de Sant’Egidio por la paz como la de un brazo laico de la Santa Sede, que actuaba extraoficialmente allí donde la autoridad de la Iglesia no podía y no quería actuar directamente. Eso no es cierto, porque Sant’Egidio nunca ha intervenido por indicación del Vaticano, que, por otra parte, ha querido legítimamente mantener la diferenciación en su modo de actuar. En los años noventa, algunos obispos católicos, sobre todo en África, dieron un fuerte impulso a la transición de sus países hacia la paz y la democracia. Pero el caso de Sant’Egidio es distinto también a este respecto. No se trata de una organización de cristianos que opera en su país. Es un sujeto internacional que, con el tiempo, actúa en varios frentes. El origen italiano de la Comunidad podría llevar a pensar en una sinergia con el Gobierno de Roma. Ha habido frecuentes conexiones entre la Comunidad y la diplomacia italiana (por ejemplo, en el caso de las negociaciones para Mozambique), pero Sant’Egidio siempre ha elegido de manera autónoma sus ámbitos de intervención y las modali-


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dades de su actuación. De hecho, en las diferentes acciones de paz que reconstruye este libro, la Comunidad ha demostrado ser un sujeto internacional, capaz de colaborar con varios gobiernos y organizaciones internacionales, pero que toma sus decisiones y plantea sus intervenciones de manera libre, no vinculada a un interés nacional, sino fijándose más bien en el interés de paz de un país afectado por la guerra. Por esa característica suya, Sant’Egidio es una realidad particular entre las asociaciones o movimientos de la Iglesia católica. Definida de manera simpática por un conocido periodista italiano, Igor Man, como la ONU de Trastevere (para subrayar su aspecto internacional relacionado paradójicamente con su carácter familiar y romano), no lleva a cabo sólo acciones diplomáticas o de paz, sino que tiene una densa articulación de vida y de intervenciones. Ante todo es una comunidad cristiana: la fe y la inspiración evangélica están en el corazón de su existencia y de su cohesión. Trabaja a favor de los pobres tanto en las sociedades opulentas del norte como en las sociedades menos desarrolladas del sur. En este campo, en los últimos años, ha dedicado grandes esfuerzos para tratar a enfermos de sida en África, gracias a lo cual ha podido ocuparse de 75.000 personas (y, como veremos en uno de los capítulos de este libro, para ello ha tenido que trabajar también con gobiernos, desplegando prácticamente una «diplomacia sanitaria»). La Comunidad de Sant’Egidio también ha sido el motor de varias iniciativas de diálogo entre religiones y entre creyentes y no creyentes. En particular, después de la gran oración por la paz que Juan Pablo II promovió en Asís en 1986, la Comunidad, consciente de que las religiones pueden ser un apoyo decisivo para la paz o elementos de sacralización de la guerra, ha organizado cada año en distintos países del mundo encuentros entre líderes de las distintas religiones y de las Iglesias cristianas. Juan Pablo II apoyó con decisión este itinerario de diálogo en el espíritu de Asís


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(así se ha venido en definir el encuentro entre religiones a partir de 1986) y mantuvo con la Comunidad una relación viva y directa. El diálogo, pues, está en los cromosomas de la Comunidad. En los años noventa y sobre todo después del 11 de septiembre de 2001, esta búsqueda del diálogo fue tildada de ingenua en un mundo que parecía destinado al choque de civilizaciones y de religiones. La guerra —la cultural y también la de las batallas— parecía ser una dolorosa necesidad. Nosotros no hemos creído en este axioma, que se presentaba como incontrastable. No se trata de pacifismo de principio, sino de un realismo que ha ido tomando forma a través de la experiencia pacificadora de distintos conflictos en los últimos veinte años. De hecho, la Comunidad no tiene solo una posición «testimonial» del valor de la paz —moral o religioso, pongamos por caso— sino que actúa e interviene concretamente para buscar la paz en situaciones de conflicto. Más que de pacifistas, habría que hablar de pacificadores. ESPERANZA DE PAZ Y REALISMO DE ACCIONES

Sant’Egidio, a pesar de tener ciertas características originales en el escenario de las relaciones internacionales, es un sujeto reconocido en el mundo, hasta el punto de que políticos y diplomáticos de varios países la visitan y se ponen en contacto con ella. Fue protagonista de la revista de prensa por el encuentro que celebró con George W. Bush, durante la visita de este a Roma, encuentro que respondía a la necesidad que sentía el presidente norteamericano de reunirse con la Comunidad. Muchos se preguntaron por qué el presidente quería reunirse con Sant’Egidio después de haber visto a las autoridades vaticanas e italianas en Roma. Es poco conocido, sin embargo, que desde inicios


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de los años noventa la diplomacia americana mantenía un contacto constante con la Comunidad a propósito de varias situaciones de conflicto, como las de Mozambique, Argelia, Albania, Kosovo y otras, sobre todo en África. La secretaria de Estado, Madeleine Albright, ya había visitado la Comunidad. También lo habían hecho varios secretarios de la ONU. La diplomacia francesa también tiene un contacto constante con la Comunidad, con la que ha debatido sobre varias áreas de crisis, entre las que cabe destacar Costa de Marfil. Lo mismo se puede decir de la diplomacia de otros países como Gran Bretaña, Alemania, Suiza o Bélgica. Con los rusos existe una relación que se remonta al final de la Unión Soviética, cuando la Comunidad facilitó el establecimiento de relaciones de Gorbachov en algunos ambientes de Roma. No podemos olvidar los contactos entre Sant’Egidio y algunos líderes africanos o los que mantiene con personalidades latinoamericanas. No es una galería de fotos importantes para poner de relieve el papel de Sant’Egidio. Lo que quiero subrayar es que una realidad de hombres y mujeres, con una inspiración religiosa, sin ser profesionales de la diplomacia, tiene credibilidad y sobre todo capacidad de intervenir en sectores habitualmente reservados a políticos y diplomáticos. Cuando menos, son considerados por quienes se dedican profesionalmente a la diplomacia como una entidad con la que es interesante debatir y mantener el contacto. ¿De dónde viene esta competencia y esta capacidad de intervenir? Se ha forjado en las historias que narra el presente libro, en contacto con situaciones difíciles de conflicto. Ha crecido en una densa red de contactos, que se ha mantenido en todo momento, y también en la capacidad de la Comunidad de abrazar los sueños y las esperanzas de paz que llegan de todos los rincones del mundo. Cuanto hemos dicho hasta el momento no debe llevar a pensar que la Comunidad es una compleja organización, con numeroso


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personal y abundantes medios económicos. Tiene un gran recurso: el interés por el horizonte del mundo, a menudo por países olvidados, un interés vivido con fidelidad y a través de múltiples contactos. La capacidad de intervención de la Comunidad proviene también de una espiritualidad evangélica que considera la guerra como un mal: Benedicto XV, durante la Primera Guerra Mundial, hablaba de «inútil masacre» y Juan Pablo II, su lejano sucesor, definió la decisión de combatir como «aventura sin retorno». Esta convicción no es solo un principio sino que ha ido afianzándose con la experiencia de muchos mundos dolorosos marcados por la guerra. Se ha convertido en una esperanza, muy realista y tenaz: que la paz es posible. Hay que buscar los caminos para alcanzarla, con paciencia, reconstruyendo las fracturas, creando un armazón de garantías para el futuro, demostrando que no hay nada peor que la guerra, dando cauce de expresión a la voluntad de paz de pueblos «rehenes» de la guerra. Si ese es el fondo humano y espiritual de las acciones de los hombres y de las mujeres de Sant’Egidio, los instrumentos para llevarlas a cabo son al mismo tiempo simples y sofisticados. ¿UN MÉTODO?

Se trata de los instrumentos simples del diálogo entre las partes en lucha, instrumentos que una larga experiencia humana de los pueblos y de los conflictos ha ido refinando. Boutros Boutros-Ghali, a propósito de la paz en Mozambique (que se firmó en Roma gracias a la mediación de la Comunidad y del Gobierno italiano tras dos años de negociaciones), habló de «técnicas que son distintas y al mismo tiempo complementarias respecto a las de los mediadores de paz profesionales […] técnicas caracterizadas por la discreción y la informalidad, en armonía con el trabajo oficial


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que llevan a cabo los gobiernos y los organismos intergubernamentales […] mezcla, única en su género, de actividad pacificadora gubernamental y no gubernamental». Y un observador americano de las acciones de Sant’Egidio, Cameron Hume, ha escrito: «Teniendo en cuenta que las negociaciones de paz para Mozambique fueron dirigidas por diplomáticos no profesionales, cabe destacar que produjeron instrumentos técnicos muy precisos, que combinaron competencias específicas, psicología, cultura histórica y jurídica, flexibilidad y cultura política, algo no habitual. Paradójicamente, la característica inicial de outsiders, de mediadores efectivos super partes pero dedicados seriamente a la causa de la paz sin intereses políticos ni económicos, o de prestigio internacional, supuso una ventaja en todo el proceso […] La palabra clave pareció ser en varias ocasiones amistad, diálogo, flexibilidad». Los instrumentos de la «diplomacia» de la Comunidad son eficaces, elásticos y penetrantes, pero no beben de fuentes económicas o militares. Además, introducir un sistema de pago a las partes que negocian ha tenido, en algunos conflictos, un efecto perverso porque ha sido un motivo para prolongar las negociaciones. En cualquier caso, estos instrumentos simples del diálogo no responden a la espontaneidad o a un embrassons-nous. Así lo demuestran los acuerdos de paz o los documentos que han producido los procesos de pacificación en los que la Comunidad ha desempeñado algún papel: son acuerdos y documentos articulados, complejos y ponderados. A ese respecto, la relación humana con las partes en combate es fundamental: comprender las razones y los sentimientos de cada parte, generar confianza y crear un clima menos hostil son fases importantes de un proceso de paz serio. La «seriedad» de los esfuerzos de paz radica en generar en las partes de un proceso de negociación la voluntad de llegar a un acuerdo. Para eso hace falta tiempo y paciencia.


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A menudo el tiempo de las negociaciones y de su proceso de formación comporta, dolorosamente, que la guerra continúa y que se pierden vidas humanas. Dicha situación plantea una cuestión moral y estratégica de delicado equilibrio: la paz debe llegar cuanto antes (y para ello hay que hacer presión) pero al mismo tiempo la paz debe ser seria y dar garantías de permanencia en el futuro. Los instrumentos «simples» del contacto humano, o del razonamiento político, se basan en una legitimación moral muy fuerte, que no es solo la personal de la gente de Sant’Egidio, sino que es la legitimación de pueblos que, por lo general, quieren la paz y la quieren rápido. La Comunidad siente con fuerza esta demanda de paz, que muchas veces casi no encuentra canales de expresión. Eso es lo que sucedió en Mozambique, un éxito de paz que dio a conocer a Sant’Egidio en el escenario internacional. El pueblo mozambiqueño, cansado de una guerra que había provocado un millón de muertos y que había destruido el país, quería la paz. Así lo demuestra el hecho de que después de firmarse la paz en 1992 no hubiera venganzas entre las dos partes y entre la gente, a pesar del dolor y de los agravios acumulados en dieciséis años de conflicto. Y la paz era también la demanda de los albaneses que, tras casi medio siglo de una loca dictadura nacionalcomunista, no acertaban a encontrar el camino de la democracia. Burundeses, liberianos, guatemaltecos, argelinos —por citar algunos casos que se tratan en este libro— también querían la paz. Sin embargo, existen bloqueos que impiden que esta voluntad de paz se afiance. Son historias de clases políticas divididas y exacerbadas, de abismos y resentimientos fruto de la lucha armada, de agravios reales o presuntos acumulados en años o décadas de odio. En este panorama la intervención «externa», como la de Sant’Egidio, puede romper los bloqueos y puede hacer prevalecer la paz. El bloqueo es político, obviamente, pero muchas veces también es cultural


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y de punto de vista. La paz parece imposible porque no se considera posible vivir con el otro, no existen motivos y garantías para fiarse del otro. Aquí entra en juego el contacto humano que lleva al diálogo y también a una visión nueva del futuro y del propio país: que la paz es posible y que no se puede demonizar al otro. Toda lucha armada se alimenta de la demonización del otro. Si no se puede destruir al otro, ¡al menos hay que condenarlo y execrarlo! El proceso de paz, por el contrario, va en otra dirección: la dirección del acuerdo, del compromiso, de la decisión de vivir juntos pacíficamente. Eso requiere una transformación, al menos parcial, de la visión del otro. No es fácil pasar de la mentalidad del guerrillero, cuyo objetivo es atacar al enemigo (aun a sabiendas que no podrá vencer), a la del político, que acepta la convivencia en paz. No es fácil pasar de la mentalidad de gobierno (que considera criminal a una guerrilla) a aceptar al adversario en armas como interlocutor político. Hace falta tiempo que haga evolucionar la mentalidad. En ese sentido a menudo las negociaciones son también una escuela de política, porque indican el paso del conflicto armado al conflicto o al debate político. Y para ello hay que ser consciente de que la victoria no es posible, de que continuar luchando implica dolor y sangre, de que el futuro puede ser mejor para todos. La confianza no surge de manera inmediata por generación espontánea. No se trata de abordar en primer lugar la reconciliación entre enemigos, sino de empezar un diálogo entre mundos que se han execrado, que han soñado durante años la muerte del otro y su eliminación. Con el diálogo se reduce el odio, se conoce más al otro. Al mismo tiempo hace falta construir una arquitectura del futuro común que sea convincente. Es decir, hay que construir un marco político para el futuro que dé garantías de supervivencia y de libertad. Las garantías son fundamentales, entre otros motivos porque quien lucha siempre está tentado de hacer la


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paz dejando abierta la posibilidad de recurrir nuevamente a las armas si se siente perjudicado. Las garantías internacionales e internas del país son un punto fundamental de todo acuerdo de paz. Hay que crear instrumentos, instituciones, procesos que permitan aplicar el acuerdo y que den seguridad a la parte más débil. Las garantías tienen por objeto conducir a una correcta praxis democrática en la que estén protegidas las opiniones, la libertad y la vida de todos. Pero no se llega a la democracia en pocos meses, sobre todo después de años de guerra. Normalmente, la paz no entra en los esquemas de las partes contendientes. No se trata solo de hacer crecer la confianza entre las partes, sino de que estas se dejen «conquistar» por una visión de paz. En definitiva —lo repito— hay que lograr que los distintos actores se convenzan de que la paz es posible para su país, para su parte política, para su familia e incluso para ellos mismos. Cuando se empieza a saborear la perspectiva de la paz, hasta los odios se rebajan. La paz tiene una fuerza convincente propia que es sensata y emocionalmente seductora. Lo dicho hasta el momento es una reflexión sobre los «casos» que repasa el presente libro. No se puede deducir de ello un método de Sant’Egidio o un modelo de reconciliación. La lección que enseñan todas estas historias permite afinar la sensibilidad y advertir los riesgos y las perspectivas de cada situación. Los procesos de recomposición pacífica son diferentes y deben adaptarse a situaciones distintas. El mismo papel del mediador —la Comunidad, en este caso— varía. Algunas veces el conflicto es binario, como en Mozambique. Otras veces la fractura es múltiple, como en Burundi. En ciertos casos los conflictos tienen una base ideológica (la RENAMO hacía la guerra a un Gobierno comunista, los fundamentalistas argelinos luchaban en nombre de la fe). En la actualidad son menos, los casos de conflictos con motivación ideológica. Así pues, este libro


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no ilustra un método de Sant’Egidio sino que quiere únicamente abrir las puertas de la historia de la Comunidad en el campo de la paz. UNA FUERZA DÉBIL

La acción de Sant’Egidio no es la acción de un grupo de diplomáticos que compiten con las diplomacias oficiales. Al contrario, manifiesta la convicción de que, en un mundo en el que se han privatizado muchas cosas, la intervención del Estado en la acción internacional debe seguir siendo decisiva. Muchas veces los conflictos nacen precisamente por la incapacidad del Estado de hacerse cargo de la demanda de seguridad, de participación y de bienestar de la población. En varias iniciativas de paz la Comunidad ha trabajado en estrecha colaboración con los gobiernos. En Costa de Marfil la Comunidad, única realidad no exclusivamente africana, participó en la reconciliación al lado de los gobiernos africanos. También ha requerido constantemente la intervención de los gobiernos en algunas situaciones de tensión. El hecho de que una realidad como la Comunidad tenga ciertas capacidades propias de intervención no significa que los Estados no deban desempeñar su responsabilidad en el campo de la paz y de la guerra. Además, como apuntaba anteriormente, la Comunidad carece de determinadas «fuerzas» que caracterizan, en mayor o menor grado, las intervenciones militares. No tiene fuerza económica ni militar. Se podría hablar de una «debilidad» de las intervenciones de Sant’Egidio. O, mejor aún, se puede decir que la Comunidad tiene una fuerza —una «fuerza débil»— moral, espiritual y humana cuyo fin es crear el diálogo y transformar al hombre a través del contacto. Es una fuerza diferente de la fuerza de las armas o de la fuerza de los gobiernos. Muchas veces es útil; algunas,


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necesaria. Existe un factor humano (al contrario de las interpretaciones marxistas de la historia) que es determinante en la decisión de hacer la paz y la guerra. El hombre es quien decide, a menudo un hombre. Por eso hay que establecer un contacto humano verdadero, ensanchar los horizontes culturales y políticos de un líder o de un grupo dirigente. La «fuerza débil» del diálogo, de la amistad y de la humanidad es, pues, necesaria. Y la «potencia» que encierra dicha fuerza consiste en no tener ni intereses políticos (no se preocupa por cuál será su futuro en aquel país) ni intereses económicos (el «precio» de la mediación es solo un «¡gracias!»), sino únicamente el interés de alcanzar la paz. En esa perspectiva hay que trabajar para la paz sin protagonismos, creando una sinergia entre sujetos distintos que haga convincente el proceso de diálogo y dé garantías para el futuro. Y es ahí donde entran en juego los Estados y las organizaciones internacionales. En este cuadro también hay espacio —que a veces es una necesidad— para la presencia activa de realidades como Sant’Egidio, para quien la paz es una pasión y no una profesión. En ocasiones los procesos de paz quedan atrapados en engranajes burocráticos o en juegos personales, hasta el punto que no son capaces de crear un clima de confianza y de ofrecer resultados convincentes. La gratuidad y la falta de intereses, por el contrario, contienen una fuerza persuasiva que es capaz de recomponer fracturas originadas en los conflictos. BUSCAR LO QUE UNE

A menudo el punto de inflexión en un proceso de paz se produce cuando las partes en lucha se reconocen mutuamente como componentes de la vida nacional. El otro ya no es solo el enemigo al que hay que destruir, sino una parte a la que hay que integrar en el futuro del país. Mucho es


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lo que divide a quienes luchan entre sí: graves acciones reales o presuntas, mucha sangre derramada, acusaciones recíprocas, un clima de violencia que ha generado actos despreciables, odio hacia el otro, que se convierte en un sistema de cohesión dentro de mi bando, propaganda política, un sentimiento casi místico de representar el bien contra el mal… Hay que lograr que emerja lo que las partes tienen en común para poder emprender el camino de la paz. Nunca es un paso fácil. No lo es en el marco de contextos nacionales, cuando hay incluso una historia común y no se puede prescindir de un futuro común. Y luego hay situaciones muy complejas, como la de Kosovo, que este libro analiza. Allí los albaneses aspiraban a la independencia, mientras que el Gobierno de Belgrado consideraba aquel territorio como parte integrante del Estado yugoslavo, y no solo eso, sino también como la patria histórica de la nación serbia. Entre serbios y albaneses hay una verdadera patología de la memoria que viene de lejos. Pensemos también en el lastre de dolor que arrastran hutus y tutsis en los Grandes Lagos. También allí es difícil que emerja una conciencia de elementos comunes. No obstante, todas las guerrillas tienen su «memoria». A menudo las partes o los pueblos que han luchado entre sí están atrapados por su memoria o, mejor dicho, por la memoria de los agravios sufridos. Se sienten víctimas de la historia, lo que, si no clama venganza, pide cuanto menos continuar luchando. Las situaciones son muy diferentes, y a veces no son comparables. La solución de la justicia internacional es distinta de la solución de los procesos de mediación. Sería deseable una reconciliación entre las partes, pero eso es algo muy difícil de lograr. El camino más realista y abierto a la paz consiste en aceptar un futuro común juntos, tanto si es el de partes políticas de un sistema democrático nacional como si es el de vecinos con una autonomía propia. Pero ese paso no se puede dar si todas las partes involucradas no reconocen lo que tienen en


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común, lo que une. Diría más: si no reconocen que lo que une es mucho más que lo que ha dividido. Es el antiguo método de un diplomático de la Iglesia, Angelo Giuseppe Roncalli, que llegó a ser papa con el nombre de Juan XXIII, al que querría recordar. El Papa bueno decía que hay que «buscar lo que une y dejar a un lado lo que divide». Lo que une puede ser la pertenencia a una familia nacional común, pero a menudo son también aspectos menores de la biografía de los hombres que luchan entre ellos. Lo que une pasa a ser —y eso es un éxito— la convicción de que no hay futuro si elimino al otro. Es decir, deben reconocer que una y otra parte tienen un lugar en el futuro de su país. En el caso del conflicto de Kosovo (un intento de secesión para los serbios; una reivindicación de independencia para los albaneses, justificada por su superioridad numérica), las negociaciones step by step querían al menos hacer crecer un lenguaje común entre dos partes que tenían expectativas absolutamente irreconciliables. Por otra parte, había que evitar la guerra, que radicalizaría aún más las posiciones, por no hablar de la pérdida de vidas humanas. La guerra es afirmar que no hay nada en común. La guerra se convierte en la práctica sanguinaria de la división a todos los niveles. A menudo, tras extenuantes negociaciones, parece la solución más rápida, una especie de intervención quirúrgica, sin duda dolorosa, pero capaz de restablecer la paz. Pero ¿es realmente así? Hay que hacer una reflexión a fondo, pero no para deducir una teoría histórica general, que sería inaplicable y poco fundamentada. La historia contemporánea está llena de guerras que se gangrenan, de rápidas soluciones que se transforman en historias larguísimas, de odios heredados que se transmiten de generación en generación. La guerra nunca es una operación quirúrgica fácil, sino germen de consecuencias incontrolables. En ese sentido Sant’Egidio ha intentado prevenir el desencadenamiento de conflictos armados. Así


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fue en el caso de Kosovo o de Burundi. Hay que aumentar siempre la conciencia de lo que une, dejando a un lado lo que divide, ya sea para restablecer la paz en países en guerra o para prevenir conflictos. UN OBSERVATORIO EN LA VENTANA DEL MUNDO

El presente libro no repasa todo el trabajo de Sant’Egidio por la paz. Hay muchas historias «menores» que forman parte de este ámbito. Este libro reconstruye solo las que se consideran más destacadas, aunque no siempre hayan logrado los laureles del éxito. Los procesos de paz suelen ser tortuosos, articulados y con resultados imprevistos. Pero la Comunidad ha buscado la paz apasionadamente y con tesón, incluso cuando se trataba de países lejanos e irrelevantes en el panorama internacional. Sant’Egidio dio sus primeros pasos en el escenario internacional a principios de los años ochenta, primero conociendo la situación de Mozambique, luego interesándose por la guerra civil en El Salvador entre la guerrilla marxista y el Gobierno, y posteriormente, en la crisis libanesa. En América Central Sant’Egidio ha cultivado, con numerosas iniciativas y con acciones humanitarias, la herencia de paz del arzobispo mártir de San Salvador, monseñor Óscar Romero. En cuanto al Líbano, en un momento dramático de crisis para los cristianos de aquel país, durante la ocupación del Chouf por parte de las milicias drusas de Walid Jumblatt y la destrucción de las aldeas cristianas, Sant’Egidio organizó en su sede de Roma el encuentro entre el patriarca Maximos V Hakim y Jumblatt, del que surgió la decisión de permitir liberar a los cristianos de la zona. Algunos de ellos, prófugos desposeídos de todas sus pertenencias, fueron posteriormente acogidos en Roma por la Comunidad. En 1986 Sant’Egidio trabajó para liberar a varios cientos de


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cristianos iraquíes que estaban refugiados en las montañas fronterizas entre su país y Turquía que no podían obtener asilo político tras cruzar la frontera y estaban en una situación imposible, pues corrían el peligro de ser capturados y condenados a muerte por el régimen de Saddam Hussein. La Comunidad los acogió en Roma tras haber obtenido el permiso para pasar a territorio turco y trabajó para que pudieran establecerse en varios países de acogida. Ya en estas acciones, que se podrían calificar de «menores», se adivinaba la amalgama de acciones humanitarias, solidaridad con los más pobres, intervenciones de carácter diplomático y atención a personas o grupos víctimas de la guerra y de la violencia. Eso explica que la Comunidad se interesara, sin obtener fruto, por la suerte de soldados israelíes presos en el Líbano, o que, tras una larga mediación, pudiera poner fin al cautiverio de un grupo de turistas retenidos por las fuerzas armadas del PKK de Ocalan, o que lograra la liberación de pilotos rusos en Angola y en Etiopía, o la de religiosos secuestrados en África. O también que interviniera para que se respetara a los cristianos en Sudán y para que fueran liberados un grupo de italianos secuestrados por el ELN en Colombia. El hombre o la mujer que atraviesa dificultades extremas es lo que impulsa a la Comunidad a actuar. Significativamente, en este libro se habla del trabajo de Sant’Egidio (no un trabajo para conseguir poner fin a un conflicto, sino una verdadera actividad diplomática) para lograr que la asamblea general de la ONU votara a favor de la moratoria de la pena de muerte. Es un caso de acción diplomática de Sant’Egidio, en colaboración con gobiernos y otras realidades, que se abre camino junto al caso de la diplomacia sanitaria asociada al tratamiento del sida en África. La enfermedad, la pobreza y la amenaza sobre la vida humana «activan» un conjunto de intervenciones de Sant’Egidio. Vemos, pues, que iniciativas de carácter más


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diplomático o pacificador coinciden, al menos en sus motivaciones y objetivos, con el trabajo por los pobres y la promoción social que impulsan a miles de miembros de la Comunidad en los países en los que viven. Así, la guerra demuestra ser —como se dice a menudo en Sant’Egidio— «la madre de todas las pobrezas». En esta perspectiva la Comunidad es un observatorio del horizonte internacional, de los escenarios de la guerra, de la pobreza de los pueblos, de la violencia; un observatorio abierto a recibir demandas y a explorar caminos posibles. Esta comunidad cristiana hija de la Iglesia de Roma tiene ante sí un destino internacional y diplomático singular. Con todo, no es más que una circunstancia significativa de un mundo globalizado en el que lo que está lejos queda al alcance de la mano. Por otra parte, las iniciativas de la Comunidad demuestran que la globalización no afecta solo a los mercados y que no es solo un fenómeno ante el que hay que defenderse porque facilita la invasión de los demás. La globalización es una realidad que nos convierte en «ciudadanos» del mundo con una responsabilidad y con capacidad de actuar. Y eso lleva a madurar la antigua idea cristiana según la cual ningún pueblo es extranjero, y aún menos, los pueblos que sufren.



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La paz en Mozambique Leone Gianturco

Mozambique Extensión (en km2)............................................................ 799.380 Población (en millones de habitantes).......................... 19,400 Densidad de población (habitantes por km2).............. 24 Porcentaje de población <15 años.................................. 43,6 Variación anual de la población (en porcentaje)......... +1,7 Mortalidad infantil por mil niños (<1 año / <5 años)............................................................ 107,9/152 Esperanza de vida al nacer (hombre/mujer)................ 45/49 Tasa de fecundidad (número medio de hijos por mujer)............................... 5,4 Índice de analfabetismo (en porcentaje)....................... 49,6 Médicos (por mil habitantes).......................................... 0,02 Sida (porcentaje de enfermos sobre el total de la población).................................................................. 12,2 Índice de desarrollo humano (IDH) Valor expresado en milésimas.......................................... 0,379 Posición en la clasificación mundial del IDH.............. 168 PIB per cápita ($).............................................................. 346 PIB per cápita, posición en la clasificación mundial................................................................................ 171 Ordenadores (por mil habitantes)................................. 5,6


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El viento nos acaricia mientras desfila frente a nuestros ojos una hilera de cocoteros. Atravesando mercados multicolores en los que se intercambian piñas, mangos, plátanos, anacardos tostados y mercancías de toda clase en improbables bolsas de plástico, quedamos fascinados por las riadas de personas que obedecen a su intención de llegar al objetivo que se habían fijado en bicicleta, en microbús o, sobre todo, a pie. De vuelta a la ciudad nos sobresalta el bullicio del tráfico y la música mientras los iconos de la globalización nos miran y nos revelan un mundo dinámico y en continua transformación. Por el camino hacia las montañas encontramos llamativas caravanas de turistas sudafricanos en pantalones cortos apostados para observar aves. Hacemos una parada en medio de la sabana y de repente vienen niños y más niños. Sus rostros curiosos dibujan una sonrisa desarmada y que desarma. Quedamos maravillados y aturdidos por la luz cegadora, por el paisaje cambiante, por los colores, por el olor de lluvia y del pescado seco, por las sabanas, por las inselberg1 probablemente formadas por meteoritos en épocas arcaicas, por los grandes ríos, por las costas infinitas, por los cielos tersos o sembrados de fantasías de nubes, por un mundo de gente que se despierta con el sol. Nos sorprende la humildad de los pequeños que nos observan con sus grandes ojos mientras las jóvenes madres, que acaban de moler la mandioca, los envuelven con gracilidad y decisión en sus capulanas después de haberlos recostado en su espalda. Nos cuesta creer que estamos en un país donde, en época reciente, ha habido una sangrienta guerra fratricida, aunque así es. Hace veinte años la reducida parte de Mozambique visible al extranjero era una suma de pocas ciudades unidas en Colinas y montañas aisladas en forma de alto promontorio sin vegetación situadas en medio de llanuras o altiplanos.

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tre sí solo por vía aérea. Si uno se alejaba algunos kilómetros de la capital, de sus calles semidesiertas y de sus mercados vacíos, las carreteras podían transformarse en una peligrosa trampa en la que los microbuses cargados de pasajeros eran detenidos e incendiados con toda su carga humana en apenas unos minutos. En el campo, donde sobrevivir se había convertido en un desafío, los campesinos habían perdido toda esperanza de cultivar las tierras, se vestían con sacos, se alimentaban con raíces, y se habían acostumbrado a dormir sobre los árboles o en otros escondrijos para evitar que les mataran mientras dormían. Cientos de hombres, mujeres y sobre todo adolescentes avanzaban descalzos en formación por el monte, obsesionados por el hambre y la sed, convertidos en transportadores forzados de mercancías, tras haber sobrevivido a la destrucción de sus casas y al asesinato de sus seres queridos. Finalmente se firmó el Acuerdo de Paz que ponía fin a una guerra civil que había bañado en sangre el país durante más de diez años, y que había costado un millón de muertos, cuatro millones y medio de refugiados, la destrucción de miles de escuelas, hospitales y centros de salud, junto a la parálisis del país.2 Era el 4 de octubre de 1992 . El acuerdo, fruto de más de dos años de negociaciones en la sede de la Comunidad de Sant’Egidio de Roma, ha funcionado. Los tres días de pura adrenalina anteriores a aquel 4 de octubre estuvieron marcados por golpes de efecto y por momentos de peligroso punto muerto. Mientras los presidentes africanos invitados para la ceremonia final se impacientaban en las suites de sus hoteles romanos, en Mozambique la población vivía pegada a la radio para seguir los últimos flecos de la negociación. Finalmente, se firmó. Aquella mañana del 4 de octubre los discursos de Afon Para una reconstrucción completa de la historia de la paz en Mozambique, cfr. R. Morozzo della Rocca, Mozambique: una paz para África, Barcelona 2003.

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