V Certamen de Relatos El Mundo Esférico

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

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V CERTAMEN DE RELATOS

EL MUNDO ESFÉRICO

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO ÉCIJA, 2008

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© de los relatos, de los poemas y de la presentación: los autores. © de las ilustraciones: José Luis Jiménez Sánchez-Malo. Potada: Stonehenge. © Marcelino Fernández Piñón. Edita: I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO — ÉCIJA.

I.S.B.N.-13: 978-84-608-0876-3 Depósito Legal: SE-1925-2009 Impresión y maquetación: Talleres Gráficos CODIAR. Polígono Industrial La Campiña, parcela 29 (naves 1 y 2) 41400 – Écija (Sevilla)

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(De izquierda a derecha:) Fernando Molero Campos, Tomás Gutiérrez Buenestado, Sergio Jiménez Atenciano, Juan Jesús Aguilar Osuna y Garoé Aguilar García, Paula González Delgado, Vicente Mazón Morales, Míriam Gálvez García, Mariano Ferreyra y Cristina Fernández González.


(De izquierda a derecha:) Fernando Molero, Fernando del Pino, Juan Jesús Aguilar y Mariano Ferreyra.

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Juan Jesús Aguilar Osuna

ENTRE MAGIA, PIEDRAS Y PALABRAS…

«… la piedra fue el material de las primeras moradas del hombre. Tras salir del antro materno, era recibido en un mundo constituido en su mayor parte por piedras (…). Unas fueron abrigo, otras utensilios, otras armas, otras tapadera de la última morada. (…) Por eso muchas de ellas son sagradas, tanto en su condición de moradas de los dioses como receptáculos de nuestro propio espíritu». Juan Ignacio Cuesta Millán. Piedras Sagradas.

IENVENIDO, ESTIMADO INCONDICIONAL DE LOS devenires del «Certamen de Relatos El Mundo Esférico». Con este volumen inauguramos la V edición de una iniciativa literaria que aboga por la creatividad, por el pulso contra uno mismo para medir nuestras fuerzas como creadores de mundos, como forjadores de historias probables e improbables movidas por engranajes que engarzan con la coherencia y el sentido interno con que sólo el buen escritor es capaz de dotarlas. Hace un lustro que el «Certamen de Relatos El Mundo Esférico» comenzó a dibujar su estela sobre las aguas del tiempo y te aseguro que sigue surcándolas trazando un incansable periplo para el que se abastece de ilusiones, de cariño, de esmero y de jornadas de timón —en muchas ocasiones desde la nocturnidad que acostumbra a sustraer horas al sue7


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ño—. Fruto de esta singladura es el cariz que ha tomado nuestra actividad, pues, si bien comenzó como un certamen circunscrito a un instituto de enseñanza secundaria, se ha convertido en el certamen de relatos de una ciudad. No en vano, nuestro certamen está llevando el nombre de Écija a todos los rincones de nuestra geografía nacional y lo ha acercado a países de Europa —como Bélgica e Inglaterra—, a países de Latino América — Perú, Argentina, Cuba… —, o a los Estados Unidos y Canadá. Escritores de todas estas latitudes han decidido participar en el premio de relatos que convocamos cada año. Si eres un nuevo lector que aún no está familiarizado con nuestro concurso, te diré que se compone de dos modalidades: la de alumno y la nacional. Le primera fue la originaria, el motor primigenio que dio sentido a esta actividad. El premio comenzó dedicado exclusivamente a los alumnos de nuestro instituto y pronto amplió su abrazo para invitar a todos los institutos de enseñanza secundaria de Écija, e incluso dos de fuera —I.E.S. Pablo de Olavide, de la Luisiana, e I.E.S. Colonial, de Fuente Palmera—. El tema de los relatos presentados por nuestros alumnos debe reflejar una denuncia, siempre bienvenida y necesaria, de alguna situación de intolerancia o discriminación vista desde cualquier prisma. La finalidad que subyace a este requisito es hacer que nuestros jóvenes mediten sobre la importancia de los valores humanos, convirtiéndose así en artífices de un mundo esférico, de un mundo, a ser posible, sin aristas, sin diferencias. Por otra parte, la modalidad nacional de nuestro certamen, de tema libre, la inauguramos hace dos años y ha sido la catapulta definitiva hacia un estadio que no ha querido encorsetarse en la piel de toro, sino que ha dado el salto hasta los confines internacionales mencionados anteriormente. En esta vertiente nacional, el año pasado recibimos 116 relatos, mientras que en la presente edición han ascendido a 179, cifra que delata la mayor expansión y repercusión cartográfica de nuestro premio. * La entrega de premios que llevamos a cabo cada primavera lleva de la mano a un compañero inseparable en forma de libro. Cada año ve la luz una publicación que contiene los relatos ganadores de la edición anterior. Se trata del volumen que tienes en tus manos, del que hemos realizado una tirada de 800 ejemplares, y en el que vamos a detenernos unos instantes. Lo primero que salta a la vista es su portada, obra de Marcelino Fernández Piñón, artista polifacético —pintor, escultor, poeta…—, hu8


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manista de los que ya van quedado pocos en nuestros días, erudito que nunca se sacia en la fuente del saber, venido de tierras gallegas y que Écija tuvo la suerte de adoptar para su noble enriquecimiento. Marcelino ha optado en esta ocasión por una interpretación conceptual de Stonehenge —monumento megalítico erigido hace varios milenios en la campiña de la actual Salisbury, al sur de Inglaterra, y que hemos adoptado como emblema para nuestro certamen—. Con esta recreación de Stonehenge, Marcelino ha ido más allá de la acostumbrada representación realista o romántica del coloso del Neolítico y, a través de un proceso de abstracción, sintetizando su esencia hasta convertirlo en algo parecido a un código de barras, ha logrado multiplicar su simbología y sus implicaciones. Un código de barras es una representación basada en un conjunto de líneas paralelas verticales de distinto grosor y espaciado que, en su conjunto, conforman caracteres que contienen determinada información. A simple vista, el ojo humano sólo aprecia un diseño de rayas blanquinegras, pero un escáner es capaz de procesar en milésimas de segundo los datos almacenados en ese código en base a un sistema digital binario constituido por sucesiones de unos y ceros. Si extrapolamos este mapeo entre información y código representacional para trasladarlo al diseño creado por la disposición de los megalitos que dan forma a Stonehenge, empezaremos a intuir uno de los múltiples significados que encierra la portada de nuestro libro. Astrónomos e historiadores se han devanado los sesos a través de los siglos intentando trazar el origen, la función y el significado de Stonehenge. Es innegable que los colosos de piedra que lo conforman esconden el secreto de las manos primitivas que un día los erigieron. Sin embargo, en nuestro tiempo presente, ebrio de avances tecnológicos y en el campo de la comunicación, carecemos del «escáner» que interprete esos mensajes ancestrales. Stonehenge atesora una sabiduría originaria que ansiamos conocer y que podría transmitirnos el secreto de cómo conseguir un mundo ideal, un mundo esférico. No te quepa duda, querido compañero lector, que tanto la creación artística como literaria manifestada en este volumen intentan contribuir a la consecución de ese mundo más sensible, más inteligente y, en definitiva, más humano. *

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Dejemos a un lado la portada de nuestro libro para adentrarnos en el cosmos de papel que alberga en su interior, levantado gracias al esfuerzo y la dedicación de unos verdaderos arquitectos de trazos y palabras. Cuando hablo de trazos me refiero al duende mágico que habita el lápiz infatigable de José Luis Jiménez Sánchez-Malo, conocido dibujante y pintor, artista de vocación, hombre de palabra sensata y comedida, voz de una experiencia realista siempre amable y sopesada. José Luis es capaz de sintetizar en una imagen, en una caricia visual que no yerra al evocar todo un espectro de sensaciones, la esencia de cada relato. La organización del interior comienza con los dos relatos nacionales escogidos entre los 179 recibidos y la posterior preselección de 23. En «El ojo de cristal», del cordobés Fernando Molero Campos, un estudiante universitario participa en un programa de acogida y acompañamiento que le lleva a compartir hogar con Caín Anastasio Noriega, un anciano de dudoso pasado y de desconcertante presente. El anciano tiene un ojo de cristal que inquieta al narrador desde el primer momento, una esfera de vidrio que encierra los oscuros secretos que Caín y su vivienda se empeñan en ocultar. En «El Libro», escrito por el argentino Mariano Ferreyra, se nos presenta un encuentro en París entre Jorge Luis Borges y Julio Cortázar, y la visita de ambos a la librería regentada por un anciano. Este lugar se nos desvela como el santuario de un libro excepcional cuyas páginas guardan el secreto más ansiado por cualquier aspirante a escritor. A estos dos relatos premiados en la vertiente nacional les sigue una sección titulada «Interludio: de escritores y poetas». En ella encontrarás un relato de Vicente Mazón titulado «La bufanda roja», donde, con un uso magistral del lenguaje y de la imagen sutil y evocadora, profundiza en la psicología de un criminal y en la esencia de los motivos que lo llevan a perpetrar sus delitos. Vicente también aporta varios poemas que, al igual que su trabajo en prosa, dejan constancia de sus capacidades creativas y de su calado literario. Sigue a las obras de Vicente un relato de quien les habla, titulado «La fotografía». A lo largo de sus páginas se explora el mundo interior de un niño que, acuciado por el punzante dolor de una burla, se propone demostrar a la niña de la que está enamorado que es merecedor de su atención. Para ello, anegado de inocencia, tramará un imposible tránsito entre diferentes clases sociales, aún a sabiendas de que podría acarrearle consecuencias desastrosas. Después de «La fotografía» encontraréis poemas escritos por Marcelino 10


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Fernández Piñón, Tomás Gutiérrez Buenestado, José Luis Jiménez SánchezMalo y Fernando del Pino Jiménez. A buen seguro, estas páginas harán las veces de oasis donde podrás refrescarte entre caricias poéticas, donde te dejarás llevar por la musicalidad de los sonidos, por la evocación de unas imágenes que te conducirán hasta donde tus sentidos te quieran llevar. * La parte que nos queda del libro está dedicada a los relatos premiados de nuestros alumnos. En la modalidad de 1º y 2º de E.S.O., Paula González Delgado nos cuenta en «Marionetas» la historia de Johann, un joven castigado por la desgracia desde la más temprana infancia: cuando era niño, su madre murió a manos de su padre y, de adolescente, el autobús que lo lleva al instituto es secuestrado por dos hombres, desencadenándose una situación que terminará con fatales consecuencia. Esta vida frecuentada por el infortunio hará que Johann se cuestione si es más doloroso existir que dejar de hacerlo, meditación que le obligará a tomar una decisión final. En el segundo relato de nuestros escritores más jóvenes, titulado «Un sueño más allá del Estrecho», Míriam Gálvez García narra las vicisitudes por las que atraviesa Ashad, inmigrante procedente de Mauritania, para traer a su familia a España, tal y como un día les prometiera. En la modalidad de 3º y 4º de E.S.O. nos encontramos con «Las dos caras de la vida», escrito por Ana Calderón Caro, obra que deja patente la falta de principios morales con que pueden coquetear ciertos adolescentes cuando sus condiciones económicas y sociales son tan favorables que sólo viven para sus caprichos, sin importarles si causan daño a los demás o si para conseguir sus fines tienen que acabar con la vida de otra persona. El otro relato de esta modalidad, «Viviendo en la realidad», tiene como autora a Carmen Ortiz Montes y presenta una historia de acoso que, desafortunadamente, no deja de ser frecuente en nuestros institutos y, por extensión, en nuestra sociedad. En este caso, un alumno que sobrepasa a sus compañeros en corpulencia y en años no consiente que un recién llegado a su clase sea considerado mejor que él en los deportes. Un diario escrito por el alumno atormentado irá reflejando, entrada tras entrada, el abuso al que se ve sometido, hasta alcanzar un dramatismo irreversible que cerrará el relato. Por fin llegamos a la modalidad C, de Bachillerato, donde podrás leer dos historias muy diferentes. Por un lado, encontrarás «Por un trapo de 11


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colores», obra de Sergio Jiménez Atenciano. Nuestro joven escritor recrea la atmósfera surrealista de una ciudad devastada por la guerra, escenario por el que deambula un joven soldado que acaba de despertar después de haber estado inconsciente. El paisaje desolador que el narrador encuentra a su paso le sorprende continuamente con seres y situaciones salidos de un mundo irracional que amenazan con arrebatarle la cordura. El intento de encontrar la salida de este averno se convierte en una necesidad de escapar de una guerra y de la obligación no deseada de ser soldado. Finalmente, Cristina Fernández González es la autora de «Carta a los Reyes Magos», relato que cuenta la historia de maltrato a la que se ve sometida una mujer, vista desde la óptica de su hijo de siete años. La mujer sólo reaccionará cuando conozca el contenido de una carta devuelta que su hijo había enviado a los Reyes Magos. * Cuando cierres este libro, volverás a detenerte en su portada y repararás una vez más en su peculiar esquematización de Stonehenge. Aún hoy en día existen druidas modernos que se dan cita en el interior de este recinto sagrado para presenciar el momento en que la alineación de algunos de sus megalitos señala hacia el punto exacto del horizonte por donde sale el sol durante el solsticio de verano. Éste es uno de los momentos que hacen emanar magia de uno de los centros de mayor poder energético construidos por el hombre en los albores de la civilización. Por medio de sus ceremonias, los druidas contemporáneos tratan de evocar el poder mágico que poseían las antiguas castas de sacerdotes que eligieron el enclave donde debía levantarse el titánico cromlech. Es esa misma magia la que cada uno de los escritores y poetas que han participado en este libro —también nuestro ilustrador—han buscado a través de sus pequeñas ceremonias, a través de sus creaciones cargadas de sensibilidad y originalidad, inquietudes y valores. Con estas ofrendas en forma de relato, poema o ilustración, han invocado el poder prodigioso e inagotable que inunda esa dimensión atemporal que sirve de morada al espíritu humano. De alguna manera, el libro que sostienes en tus manos es una edificación colectiva que aspira a elevar y ennoblecer la esencia humana. Los antiguos constructores emplearon titánicos menhires para erigir su santuario. Puede que pretendiesen diseñar un observatorio astronómico que les permitiera determinar las estaciones y los ciclos agrícolas; puede que qui12


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sieran ofrendar un templo a los dioses, rectores del ritmo cósmico; también podrían haber erigido un monumento funerario donde hombre y Universo establecieran contacto mediante la figura de los sacerdotes. Lo más seguro es que la magia encerrada en Stonehenge cumpliera todos estos propósitos a un tiempo; tan seguro como que nuestro particular Stonehenge de papel—su portada y su contenido—, se alimenta de otro tipo de magia que ya debía estar implícita en la practicada por aquellos sacerdotes ancestrales: me refiero a la magia de la escritura. La finalidad de todo escritor y poeta es la de compartir con otros esa energía poderosa que le empuja a contar una historia, a comunicar unas sensaciones y unos sentimientos. Lo que nos mueve a todos los que sacamos adelante el «Certamen de Relatos El Mundo Esférico» es el deseo de despertar las inquietudes de las personas que, como tú, lean este libro. Queremos reavivar la magia que mueve al ser humano a enfrentarse al reto de engendrar una historia que nace en la imaginación, una historia que se sustenta de palabras, de ideas, de una labor callada, íntima, en soledad. Una historia que es la historia del hombre, sólida y majestuosa como un templo de piedra que proyecta su sombra a través de los milenios.

JUAN JESÚS AGUILAR OSUNA (Coordinador del Certamen)

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AGRADECIMIENTOS A los compañeros y amigos que me acompañaron en el jurado de esta V edición: Ángela Álvarez, Mª Antonia Álvarez, Teresa Sánchez, Rafael Roldán, Tomás Gutiérrez y Vicente Mazón. A Fernando Ramírez, por estar siempre dispuesto a echarnos una mano a la hora de buscar mecenas para nuestro certamen. Este año el reto ha sido especialmente difícil y su ayuda más indispensable que nunca. A José Luís Jiménez, por despertar al duende que duerme en su lápiz para embellecer este libro. A Marcelino Fernández, por la originalidad de su portada y por querer compartir con todos nosotros, junto con Vicente Mazón, Tomás Gutiérrez, José Luis Jiménez y Fernando del Pino, los poemas que dotan de musicalidad a este libro. A nuestros mecenas: Eurosemillas, Hiseagro, Cajasol, Talleres Lori Alde, S.L.L., Electricidad José Sequera, Inclima, Plasgen, Ferindu, Coesagro, Servihogar, Librerías Serrano Calderón, EMGA, Caofi y Librería Rafael Serrano Zurita. A Rafael Caro, a Mariló Olmo y a Ana Díaz, por todos los sobres de la modalidad nacional que trajeron de Correos. A Codiar, por regalarnos los diplomas que entregamos a nuestros ganadores. A Rafael González y a Ramón de Soto, por inmortalizar nuestra entrega de premios con las lentes de sus objetivos. Un segundo agradecimiento a Rafael González, por mantener, a veces a diario, el enlace del certamén en esta página web:iesnicolascopernico.org A aquellos compañeros del I.E.S. Nicolás Copérnico y de otros centros que saben apreciar el esfuerzo y la dedicación que se derrochan para sacar adelante este certamen. Y gracias, sobre todo, a los alumnos y a los escritores de la modalidad nacional que han participado en el certamen. Sin vuestros relatos esta iniciativa no tendría sentido. 14


MODALIDAD NACIONAL

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EL OJO DE CRISTAL Primer Premio FERNANDO MOLERO CAMPOS (Fernán-Núñez- Córdoba, 1965)

Fernando Molero es profesor de Lengua y Literatura en el I.E.S. Luis de Góngora de Córdoba. Ha publicado dos libros en solitario: En la playa, una colección de veinte relatos que tienen como denominador común el hecho de ser historias que transcurren en algunas conocidas playas del litoral andaluz; y una novela corta titulada ¿Quién se esconde detrás de Nosferatu? Cuenta en su haber con un gran número de premios literarios entre los que destacan el VI Certamen de Relato Corto Villa de Adeje, el VIII Concurso de Relato Corto “Elena Soriano”, el III Concurso de Relato Breve del Museo Arqueológico de Córdoba, el XVIII Certamen de Literatura “Ategua” en su modalidad de novela corta, el XX Premio “Clarín” de Cuentos, el XXIX Certamen Literario del Ayuntamiento de Bargas o el X Certamen de Relato Breve “Villa de Colindres”. Muchos de sus trabajos premiados han sido recogidos en volúmenes conjuntos publicados por los distintos organizadores de los certámenes literarios. Fernando es también un gran aficionado al cine. Durante una década fue crítico de cine del Diario Córdoba y desde hace siete años dirige y presenta un programa radiofónico de información cinematográfica en Onda Marina Radio, la emisora municipal de Fernán-Núñez. 17


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A VETUSTA MANSIÓN DE CAÍN ANASTASIO NORIEGA ERA un herrumbroso buque varado en el puerto junto a las elevadas edificaciones de hormigón, hierro y cristal del centro de la ciudad. La gloria arquitectónica de su pasado, con su mármol sin brillo y su pátina de rancia nobleza, había ido envejeciendo de la mano de los días, al compás lento de las mutaciones urbanas. Como un enmohecido palacete de burda imitación neoclásica, olvidado por los hombres y el tiempo, entre las calles Coronel Cepeda y Adolfo Bellavista, la casa agonizaba cada día un poco, estrangulada por bloques de pisos que la condenaban a una penumbra de humedad y misterio, entregada a las verdes dentelladas con las que el jardín amenazaba devorarla. Años de vegetal libertinaje se habían superpuesto desde la última vez que alguien cuidó de él. Con el advenimiento del nuevo régimen de libertad e igualdades, el encargado de mantener a raya las malas hierbas, abandonó su puesto de jardinero a sueldo alegando que don Caín —así lo llamaba—le espiaba el trabajo apuntándole con una escopeta de caza siempre que lo tenía a tiro. El corazón le daba un vuelco al buen hombre cada vez que veía los agujeros negros del cañón siguiendo sus pasos tras las ventanas entreabiertas de la primera planta. Hasta los setos, las ramas más recias de los árboles, los rosales, las peonías y las margaritas en sus arriates se estremecían con la siniestra visión de aquella figura agazapada en las sombras, tras los visillos. Luego, el jardinero escuchaba el onomatopéyico bang, bang, bang pronunciado por la boca desdentada del viejo con el que se le encabritaba el corazón ahogándole la garganta. Le dedicaba entonces una mirada cargada de recelo y menosprecio, pensando que quizá algún día, si no ponía tierra de por medio, a don Caín se le aflojaría del todo la tuerca y le dispararía de verdad. De Caín Anastasio Noriega supe más tarde, cuando ya no tenía remedio porque había quedado para siempre atrapado en el iris diáfano de su ojo de cristal, que luchó en la guerra siendo muy joven, en el bando ganador; que se le conoció con el sobrenombre de El Matarrojos; que fue condecorado por su impagable servicio a la patria; que desempeñó cargos de importancia en las trastiendas del ordenamiento político y militar de la 18


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ciudad en los oscuros años de la dictadura; que en sus días de gloria se las dio de vate con varios poemarios publicados que incluían prólogos escritos por poetas afectos al régimen; y lo más importante de todo, que el ojo que le faltaba se lo había vaciado en un descuido, con un lápiz de afilada punta, un preso republicano que lo tenía todo perdido. Porque entre todas las cosas que afeaban su rostro —y no eran pocas—la que más sobresalía era el ojo de cristal con el que te helaba al mirarte, como si aquella bola artificial de dura apariencia tuviera vida propia, facultada para registrar cuanto acontecía a su alrededor y modificarlo a su antojo. Lo demás, su rostro picado de viruela y teñido de manchas grises, la piel de gelatina de los años, el tajo de su mejilla derecha y hasta su monda calavera cubierta apenas por unos mechones ralos de pelo peinados de izquierda a derecha eran minucias insignificantes comparadas con la hipnótica repulsión que transmitía la taxidermia de aquel ojo ambarino. Yo era en aquellos días en que lo conocí un engreído estudiante de Filología Hispánica, bohemio y radical, desconfiado de los beneficios de una docencia arcaica y adocenada, que gustaba de inventar historias protagonizadas por perdedores enfangados en su propia miseria. Con mis ínfulas de escritor maldito, mis aires de bebedor de absenta y fumador de opio, vestido siempre de vaqueros, camisetas con mensaje y estrechas chaquetas de segunda mano, me vanagloriaba de mi cultura de calle, contraponiendo a las lecciones sin vida de la universidad la idea de que en cualquier bar en que corriera la cerveza y flotara el humo, en los parques a medianoche, en el silencio de una habitación a solas, en el rumor de las estaciones de trenes o en el abrazo de los muslos de una mujer latían los ritmos más bellos, los versos más vivos, los argumentos más potentes. Estaba convencido de que nada podía ofrecerme un sistema basado en la mera transmisión de conocimientos extraídos directamente de los libros de texto y repetidos por los siglos de los siglos amén. Sí, yo también adoraba a Manrique, a Garcilaso, a Góngora y Quevedo, a los clásicos y los vanguardistas, a quienes se habían obstinado en crear mundos de belleza paralelos con su arte. Pero a mis veinte años el tiempo era un tesoro demasiado preciado para malgastarlo reteniendo una retahíla de datos, explicaciones y lugares comunes que más tarde debería repetir sobre un papel para obtener el burocrático beneficio del aprobado. Quizá por éstas y otras razones que ahora no alcanzo a dilucidar, entre las distintas posibilidades que se nos ofrecieron en la reunión al comienzo de curso, elegí compartir mi destino con el de Caín Anastasio Noriega, un apestado que contaba tanto con el desprecio de la administración que ha19


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bía aceptado su solicitud como con el recelo de otros estudiantes; alguien con quien nadie estaba dispuesto a convivir ni un solo minuto, ni por caridad cristiana. La carta de presentación del responsable académico supuso una clara y eficaz invitación al rechazo por parte de la parvularia plebe. —Me veo en la obligación de informaros de que en la biografía de este señor aflora un pasado de crueldad que pone los pelos de punta; que su aspecto físico es repulsivo, como de dinosaurio librado de la extinción o de personaje de película de terror barato pero sin maquillaje, puro reflejo de su alma; y que vive en un caserón semiabandonado en uno de los barrios más antiguos del centro de la ciudad, muy alejado del campus —dijo. En lugar de preferir a una dulce ancianita de cuento maravilloso con gafitas redondas de alambre y la calceta siempre a mano que aguardara sonriente mi regreso de clase con unas tortitas recién horneadas, o a encantadores vejetes de bastón y boina, cronistas de batallitas pasadas, me decanté ufano por el carácter agrio y el aura misteriosa de un hombre justamente condenado a extinguirse en una época que ya no le pertenecía. Mi afán de llevar la contraria contra viento y marea, que diría mi madre, fue lo que en última instancia me impulsó a levantar el brazo después de escuchar la despectiva presentación que de Caín Anastasio Noriega y su mansión del terror acababa de efectuar aquel desconocido que no despertaba en mí la menor simpatía. —A mí me gustaría alojarme con él —dije mirando a unos y otros, escrutando en las pupilas de quienes me rodeaban la admiración despertada con aquel acto de valentía suicida. El programa de alojamiento de estudiantes en casas de personas mayores era una de las últimas novedades del reciente convenio firmado por la Universidad y la Consejería de Asuntos Sociales. Con él se pretendía matar varios pájaros de un solo tiro al ofrecer hospedaje gratuito a estudiantes paliando al tiempo el problema de aquellos ancianos que preferían continuar viviendo en sus casas antes que apagarse lánguidamente por los pasillos de cualquier fría residencia. Un techo y cuatro paredes en los que guarecerse a cambio del óbolo de un poco de juventud, compañía y una presencia que alterara el silencio de los muebles, la quietud de los cuadros, el ronco quejido de las tuberías, la larvada fosforescencia de las bombillas.

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Arribé a la mansión de Caín Anastasio Noriega una mañana de mediados de octubre, con una carta en una mano, una maleta en la otra, a la espalda una mochila repleta de apuntes y libros, y un ansia desmesurada por satisfacer mi curiosidad. Quería saber si la verdadera imagen de su dueño se correspondía o no con la que yo me había forjado en los días previos. Si tras la puerta aguardaba una especie de monstruo que infundía pánico a sus semejantes, allí estaba yo para afrontar el reto de mirarlo a los ojos sin miedo y humillar, como a un toro vencido, su testuz. El llamador era una horrísona cabeza de león. Lo golpeé con fuerza varias veces y esperé. El interior era una tumba. El zumbido de la última mosca del verano y la amenaza de una avispa furtiva me hicieron retroceder sobre mis pasos y mirar hacia las ventanas de arriba, donde creí ver una sombra aleteando detrás de una cortinilla. Unos minutos después oí la gangrena de una voz que gruñía al otro lado de la recia puerta de madera. —¿Quién es? ¿Qué quiere? ¡Váyase! ¡Cualquier cosa que me pueda ofrecer no me interesa! —¡No, no, se equivoca! ¿Caín Anastasio Noriega? —pregunté por preguntar—. Soy Jonás Candil, el estudiante. He venido a instalarme. Imagino que se lo habrán comunicado los de la universidad. Resonó un rumor de pestillos y cerrojos. De la penumbra emergió la figura de un hombre colmado de años pero sin atisbo de decrepitud, que me miró troceando mi alma en dos, repartiéndosela entre el ojo natural y el artificial. Di un respingo y se me salió un buenos días huérfano, como sin querer. Fue entonces cuando en verdad reparé en aquel ojo de cristal en el que me vi reflejado mientras entraba en la casa y paseaba por sus habitaciones en un acto casi premonitorio. Empecé a arrepentirme en aquel mismo instante de mi estúpida decisión. Quizá la idea de aquella aventura fuera descabellada incluso para mí. —Pasa. Perdona, te esperaba mañana, muchacho. Entra, entra, estás en tu casa —dijo extendiendo una mano huesuda que estreché con el desconsuelo de quien acaba de ser invitado por la muerte a jugar una partida de ajedrez en la sala más lúgubre del averno. Tras las presentaciones realizamos un recorrido por la casa, habitación por habitación, y me pidió que me instalara, no sin antes avanzarme algunas de las normas que debía contemplar para el buen funcionamiento de nuestra futura convivencia. Entre ellas destacaba la prohibición de entrar en el desván, junto con la de curiosear en sus cajones y recibir visitas. Sólo un par de cosas, según él, debían preocuparme mientras estuviera allí: estudiar cuanto pudiera y escribir, escribir mucho, mi historia, nuestra 21


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historia, pues se había enterado, dijo, de que yo era un literato en ciernes. Para ello ponía a mi disposición su biblioteca: una sala forrada por entero con estanterías de madera en las que se alineaban miles de libros. Los estantes centrales, aquéllos que quedaban a la altura de los ojos, los ocupaban decenas y decenas de volúmenes idénticos de poemarios firmados todos por Caín Anastasio Noriega. Entre sus rimbombantes títulos sobresalían La inequívoca visión del embalsamador, Las ilusiones de un aspirante a héroe y Los vaticinios del vate. Al principio no entendí su recomendación. Convertirnos en personajes de relato no entraba dentro de mis aspiraciones. Pero pronto, embargado por un frenesí literario del que a duras penas conseguía sustraerme, comencé a garabatear en una especie de cuaderno de viaje que siempre llevaba conmigo todo lo que nos iba ocurriendo, con la intención de darle forma más tarde. No veía el momento de llegar a casa, encerrarme en mi habitación, fantasear y escribir con el convencimiento de que mis palabras iban a ser en definitiva las que nos dotarían a ambos de una vida singular, extraordinaria. Entre las paredes de aquel viejo caserón habría de encontrar los elementos necesarios para crear una ficción que se aproximara lo más posible a la realidad, que nos acercara a la inmortalidad.

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Caín Anastasio abominaba de joyas y bisutería en los hombres, las consideraba una imperdonable evidencia de afeminamiento. Aunque era viudo, jamás en su dedo brilló el anillo de compromiso matrimonial ni el doble aro dorado de la viudedad. Una vez estuvo casado con una mujer que le profesó un amor penitenciario, entregado más por necesidad que por el afecto o el cariño nacidos de los sentimientos verdaderos. De ella conservaba dos únicos retratos. Uno colgaba en el salón y el otro lo tenía enmarcado junto a la cabecera de su cama de matrimonio, en una de las mesitas de noche. En el del salón se veía a la joven esposa hundida tras unas marcadas ojeras de tristeza, aferrada a su brazo en una típica foto del día de bodas. En el del dormitorio, encuadrada en primer plano, parecía una figura de cera que mirara arrobada al objetivo de la cámara. Entre ambas mediaba casi medio siglo y, sin embargo, en esta última, muchísimo más reciente, era dueña de unos ojos vivos y lucía una piel tersa y brillante que nada tenía que ver con el apagado rostro de antaño. Se llama22


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ba Angustias, y al parecer se dejó morir lentamente, engullida por un vacío existencial tan grande que la llevó a dejar una nota al marido antes de marcharse al otro mundo. En ella escribió una sola palabra: «PÚDRETE». Nunca hablaba de ella, ni para bien ni para mal, condenándola así al olvido de la inexistencia. De quien sí lo hacía muy de cuando en cuando era de su hijo Berto, un sexagenario que lo visitaba todos los jueves a la misma hora y con el que mantenía una relación que contemplada en la distancia se diría poco afectiva, marcada por una cadena de actos y gestos repetitivos, carentes de sentimientos paterno-filiales. Se daban un aséptico abrazo, se interesaban por la salud del otro, tomaban un café en el salón, charlaban y Berto le preguntaba si todo le iba bien y si necesitaba algo de él, a lo que su progenitor respondía indefectiblemente que no, que nunca había estado mejor y que gozaba de muy buena compañía a mi lado. Luego, antes de despedirse con un nuevo abrazo, tan frío y escrupuloso como el que se darían dos hombres que no se conocen de nada o un par de anfibios encerrados en una urna de cristal, deslizaba su mano en el bolsillo de la chaqueta de Berto y le hacía entrega de unos billetes. Lo que me llevó a sospechar de la naturaleza filial de Berto fue el detalle del dinero y el hecho de que jamás telefoneara o visitara al viejo cualquier otro día de la semana, desviándose de aquella especie de acuerdo tácito o convención familiar de los jueves. Abrigaba mis dudas al respecto de que realmente fuera quien decía ser. No sólo porque el parecido físico entre ambos era inexistente, sino porque vistos a través del prisma de la sospecha semejaban personajes de cartón-piedra en una representación de tercera. Allí donde Caín Anastasio aturdía con su ojo de cristal, su rostro ajado por decenas de minúsculos cráteres y la mueca vertical de su cicatriz en el pómulo derecho, Berto, con sus vivarachos ojos que quizá ayer lucieran intensamente azulados, ofrecía su sonrisa de pícaro curtido en las miles de batallas que se libraban cada día en las calles de la ciudad. Y todas las teorías de que con la edad la tendencia de los hijos es a parecerse a sus padres estallaban en pedazos cada vez que Caín Anastasio simulaba contemplarse en el espejo del pasado que era Berto, y éste le correspondía mirándose en el desvaído azogue de aquél a quien por unas horas, cada jueves, llamaba padre. Metido ya de lleno en mi papel de notario de nuestra historia, un día me demoré en la facultad y aguardé en la esquina de la calle Coronel Cepeda a que Berto abandonara la casa después de su visita semanal. Salió un poco antes que de costumbre, pues la ausencia de público que certificara la normalidad de su relación hacía del todo punto innecesaria su presencia 23


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allí. Lo abordé por sorpresa, y al verme dio un respingo asustado, igual que un chiquillo a quien hubieran pillado sustrayendo unas gominolas en una tienda de golosinas. Le dije a bocajarro que había descubierto la gran mentira a la que se entregaban Caín Anastasio y él una vez por semana; le saqué los billetes del bolsillo y se los restregué por las narices como prueba de que lo suyo con su supuesto padre sólo era una transacción comercial con una finalidad que yo no alcanzaba a comprender, y en cuestión de segundos, sin que fuera preciso amenazarlo con un cuchillo en la garganta o apuntarle con un arma escondida en el bolsillo de mi chaqueta, Berto se vino abajo y confesó todo. En efecto era culpable de fingir un parentesco que no le correspondía. Pero en su defensa habría que decir que no existía por su parte deseo alguno de hacer daño a nadie. Simplemente se hacía pasar por hijo de don Caín -también él lo llamó así- por aumentar su paupérrima paga de jubilado y por dar salida al gusanillo del teatro que llevaba dentro desde los tiempos en que siendo jovencito acudió con su padre en feria al Teatro Chino de Manolita Chen. Confesó que lo había contratado tres meses atrás (más o menos el tiempo que llevábamos compartiendo techo) en los salones de una asociación cultural de la tercera edad en la que ensayaba junto a un grupo de aficionados a la escena una obrita de los hermanos Álvarez Quintero. Que a cambio de hacerse pasar por su hijo recibía una interesante gratificación económica. Y que bajo ningún concepto podía revelar a nadie su acuerdo, so pena de verse atrapado por los tentáculos de la ley. Porque según él, Caín Anastasio lo había obligado a firmar un documento en el que quedaban reflejadas éstas y otras cláusulas adicionales que lo conducirían a los juzgados en caso de incumplimiento. Me rogó, por favor, por lo que más quisiera en el mundo, que no dijera nada, que no desvelara el secreto. A su manera, también Berto —cuyo nombre verdadero era Juan Heriberto Colindres—temía a Caín y a su ojo de cristal, al que rehuía no sin hacer grandes esfuerzos para que no se le notara que desviaba la mirada. Lo dejé marchar con la promesa de que mi boca permanecería sellada, de que sería una tumba. A fin de cuentas Juan Heriberto sólo era un pobre hombre que como yo se había embarcado en un proyecto que a todas luces le venía largo, como demostraba la facilidad con la que se había rendido a la menor presión. Pronto me olvidé de él y de su condición de comparsa en esta historia, y me di a la reflexión de por qué Caín Anastasio Noriega lo había contratado. De entre todas las posibles respuestas, la que más me complació fue 24


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la de su necesidad de aparentar una existencia de normalidad con un sólido anclaje en el pasado. Un nuevo argumento de desconfianza se instaló entre el viejo y yo. Decidí vigilarlo estrechamente, seguir sus pasos, hacerme el encontradizo a la menor ocasión y, sobre todo, saltarme algunas de las normas.

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Aunque el octogenario dueño del caserón me había prohibido expresamente las visitas, aquel día quise hacer una excepción, no tanto por ver su reacción en el caso de que se enterara sino porque Begoña estaba —en vulgares términos—de muy buen ver. La contundencia de sus caderas de agua incitaba al pecado; era una promesa de goce ineludible. Begoña era una compañera de la facultad a la que conocí a comienzos de curso en la asignatura de Introducción al análisis fílmico, una optativa de Historia del Arte que elegí para ir completando los créditos de libre configuración. De que yo le gustaba me di cuenta al cabo de un tiempo, cuando en una exposición oral ante la clase diserté sobre la secuencia en la que Nosferatu, el vampiro, en la película de Murnau, viaja a Viborg en un barco apestado de muertos y ratas. Su cara de embeleso ante la detallada descripción de cada uno de los planos no me pasó desapercibida. Lo mismo que a ella tampoco le pasó por alto que le mirara las piernas cuando llevaba faldas cortas o el escote cada vez que intercambiábamos apuntes, ideas o libros. Desde hacía un par de semanas tonteábamos con besos y caricias furtivas que por fin se iban a ver culminados aquella noche. Aguardamos hasta que el viejo apagó la luz de su mesita de noche en su dormitorio de la planta de arriba. Acostumbraba leer hasta tarde voluminosos libracos de pétrea poesía y obras esotéricas de dudosa procedencia. Nos decidimos a entrar cuando consideramos que ya debía estar dormido. Intentando hacer el menor ruido posible abrí la puerta de la calle y caminamos con sigilo, de puntillas, hacia mi cuarto. La habitación no tenía cerrojos ni llave. Sólo un buen agujero del tamaño de una canica como un moribundo vestigio de una época pasada, señalaba el lugar en que quizá una vez hubo una antigua cerradura cuya llave supuestamente ya no era necesaria. La urgencia de nuestros cuerpos por reconocerse y amarse con la piel fundida más allá de las palabras y la razón nos hizo olvidarnos en un pri25


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mer momento de asuntos aparentemente tan baladíes. Begoña, sin embargo, desnuda a medias, con su cabellera en cascada sobre la espalda mientras yo mordisqueaba su cuello, en un rapto de inquietud que me descolocó, me preguntó si estaba seguro de que el viejo no bajaría, a lo que respondí, apremiado por el pálpito inguinal que apenas me dejaba pensar, que no se preocupara, que a pesar de todo era muy discreto, que no solía inmiscuirse en mis asuntos y que además siempre dormía como un tronco, porque yo lo había escuchado roncar como un león enjaulado. Superadas las primeras reticencias y temores, Begoña se entregó en cuerpo y alma, descubriéndose como una fogosa amante. El balanceo circular de sus caderas con el que frotaba su sexo contra mi carne, me obligó a cerrar los ojos. Aferrado a sus nalgas como un náufrago a un trozo de madera en alta mar procuré evadirme para no dejarla a medias, concentrándome en la figura fúnebre del dueño de la casa. Tan intensamente pensé en él que hubiera jurado oír sus pasos en el pasillo, incluso su respiración entrecortada, a modo de jadeo o bufido, tal que sin querer yo mismo lo hubiera convocado. Estaba a punto de perder todo control sobre mis sentidos, ya no podía aguantar más, y Begoña continuaba con su oceánico vaivén, con las manos arañando mi pecho, cuando ambos escuchamos una especie de leve chirrido en la puerta de la habitación. La muerte tuerta disfrazada de Caín Atanasio Noriega que se me acercaba con pasos lentos se disipó en un segundo, lo mismo que el frenesí sexual de Begoña. Ella abrió los ojos y cesó el movimiento; yo la secundé. Los dos giramos la cabeza en dirección a la puerta. Luego nos miramos con un gesto de extrañeza, buscando confirmación en nuestros ojos, y yo, al ver el rubor en sus mejillas encendidas y sus pechos bañados en sudor, liberado de la imagen de aquella muerte retardante, dibujé unos espasmos involuntarios y ahogué un gemido de culpable placer, derramándome sin querer. Creo que Begoña me despreció en ese instante, pues a ella, qué duda cabe, se le había cortado el rollo por completo. Mi compañera se echó a un lado y se cubrió con la sábana, como si se sintiera observada, mancillada en su más íntima intimidad. Yo tuve una sensación similar, la sensación de que alguien nos había estado vigilando mientras hacíamos el amor, de que aún nos seguía mirando. De un salto abandoné la cama, me puse los pantalones y descalzo me acerqué a la puerta. Pegué la oreja a la recia hoja de madera. Afuera no se oía nada. Me incliné para mirar por la abertura y descubrí que estaba taponada por un objeto cristalino. Inmediatamente pensé en Caín Anastasio y en su ojo de cristal. El viejo era, además de todo aquello que de él ya 26


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sabía, un viejo verde, un mirón, supuse. Quizá ésa fuera la razón de que me hubiera admitido en su casa, un estudiante joven que a buen seguro, tarde o temprano, se saltaría la estúpida norma de no recibir visitas. —¿Qué pasa? ¿Está el viejo fuera? —me preguntó en un susurro Begoña desde la cama. En su voz titilaban las palabras prendidas a unos labios temblorosos. Le pedí silencio llevándome un dedo a los labios y retrocedí unos pasos. Alcancé un bolígrafo de mi mesa de estudio y con un giro célere lo introduje en la cerradura. Algo cayó al suelo y dejó la estela de un lamento lúgubre y el sonido de un objeto duro al estrellarse contra el suelo, como si una bola de cristal rodara por una superficie de mármol. —No abras la puerta, Jonás —me pidió asustada mi compañera. Los cinco o diez segundos que tardé en decidirme entre seguir su consejo o atender mi instinto fueron cruciales. Nada había al otro lado al abrir la puerta; todo estaba en silencio, ni sombra de vida. Sólo las etéreas cuñas de luz de luna que se colaban por las rendijas de las cortinas mal corridas alteraban la oscuridad del pasillo. Mentiría si dijera que mi corazón no latía desacompasado. Salí fuera escrutando las sombras en todas las direcciones, rastreando cada baldosa en busca de algún objeto redondo que confirmara mi sospecha, pensando en decirle a Begoña que no había sido nada, que todo era fruto de nuestra imaginación. Pero cuando regresé al cuarto ella ya se abrochaba la camisa y cogía su bolso con intención de marcharse. —Yo me largo, esto no me gusta nada, qué sitio más raro… Me largo. ¿Vienes conmigo, Jonás? Deberías acompañarme; creo que aquí corres peligro. Se había olvidado por completo del desastre de nuestra primera aventura sexual en la mansión de Caín Anastasio Noriega. —No te preocupes, márchate, yo estaré bien. Quiero aclarar un asunto y resolver algunos misterios antes de dejar esta casa para siempre —dije. Y aunque tuve un gran deseo de irme con ella, temeroso de que mi fin estuviera próximo, algo parecido a un imán de sentimientos encontrados me lo impidió. —Como quieras. Nos vemos mañana en clase. La acompañé hasta la puerta y me despedí de ella con un beso tan frío como el que se darían dos fantasmas, como si en realidad no existiéramos más allá de los límites de aquella casa que se me antojó, en ese preciso instante, mucho más tenebrosa.

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Entre conjeturas y datos fehacientes extraídos de aquí y allá, saltándome a la torera normas y prohibiciones, había logrado hacerme una especie de pequeña biografía circunstancial de Caín Anastasio Noriega. Me faltaba, sin embargo, husmear en el desván, donde suponía habría de encerrarse su gran secreto, lo que podría desvelarme quién era en verdad aquel hombre que vivía en un tiempo detenido y destruirlo. Otras veces había rebuscado por cajones y estantes la llave del desván sin encontrarla. Llegué a dudar incluso de que existiera, pues jamás lo había visto entrar o salir de aquella habitación en la última planta de la que bajaba un fuerte olor a rancio y humedad. Con un poco de habilidad adquirida en la apertura de escritorios y puertas de aula, una ganzúa y un fino destornillador conseguí forzarla. Antes me había cerciorado de que Caín Anastasio dormía. Sus leoninos ronquidos y las resoplantes sibilansias de un resuello casi agónico anegaban su estancia y me confirmaban su estado. Era del todo punto imposible que nadie imitara tan bien y con tan metódica cadencia los efectos de una respiración deudora del sueño. Cuando oí el clic de la cerradura (era la única cerradura moderna de la casa) una sonrisa de triunfo que se diluyó en un abrir y cerrar de ojos se me congeló en la cara, porque lo que vi en el interior me dejó perplejo. Tuve que llevarme la mano a la boca (como tantas veces había visto hacer a las mujeres en las antiguas películas de suspense y miedo en blanco y negro) para no gritar. Un muestrario de cuerpos disecados que semejaban siniestros maniquíes para ser exhibidos en cualquier escaparate del terror me dio la bienvenida. Allí se encontraba el cuerpo del soldado que muchísimos años atrás le había dejado tuerto, al que identifiqué porque en la mano inmóvil sujetaba un lápiz en cuya punta se ensartaba un globo ocular; el de su propia mujer, calco corpóreo de la imagen bidimensional que lo acompañaba desde su mesita de noche; y algunos más que ni siquiera me entretuve en identificar. Un par de arcadas me obligaron a salir a toda prisa de la habitación, al tiempo que oí la voz de Caín Anastasio llamándome desde abajo. —Jonás, ¿eres tú? ¿Puedes venir un momento a mi dormitorio? Quiero que veas una cosa. Luego escuché el sonido de la puerta al cerrarse. Con apresurados pasos de felino doméstico bajé un tramo de escalera y corrí por el pasillo 28


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para que mi voz sonara como recién salida de mi cuarto. —Sí, enseguida voy. Estaba estudiando. Espero no haberlo despertado. Flaneadas las rodillas, a cada paso que daba, le rogaba a mi corazón que se desacelerara, pues fácilmente el viejo apreciaría mi nerviosismo y turbación. Pero cuando ya me encontraba a la altura de su dormitorio volví a escuchar su bufar huracanado y el tronar de sus ronquidos. Pensé en la imposibilidad de que se hubiera dormido de nuevo en aquella mínima fracción de tiempo. Me alegré sobremanera de que ya no requiriera mi presencia y retrocedí sobre mis pisadas para regresar a mi habitación, pero me arrepentí. Quizá no tuviera otra ocasión como aquélla para, con la excusa de su llamada, espiarlo mientras dormía. Armado de un valor que en honor a la verdad distaba bastante del de los días previos a nuestro primer encuentro, cuando desafiando a la lógica y al sentido común levanté la mano en la reunión para otorgarme el dudoso privilegio de convivir con un ser tan marginal como yo mismo creía ser, giré el picaporte y atisbé por la rendija de la puerta entreabierta. Caín Anastasio dormía o simulaba hacerlo tumbado en la cama como si fuera un cadáver: totalmente recto, con las piernas muy juntas y los dedos de las manos cruzados sobre un pecho que se hinchaba y desinflaba al ritmo de su sonora respiración. Tenía los ojos cerrados y el párpado gelatinoso del sano trémulo, como si navegara por las aguas turbias de un periodo REM y tuviera un sueño demasiado vívido para permanecer inmóvil. Antes de entrar traté de acostumbrarme a la semioscuridad de su dormitorio. La mortecina luz de su lamparita de mesa derramaba una tuberculosa luminiscencia sobre aquello que estaba a su alrededor, incluido su rostro patibulario. Calculé las distancias entre los muebles y sus traicioneras formas. Por nada del mundo quería provocar la caída de algún objeto o propinarme un golpe que lo despertara. Me acerqué a la cama andando sobre la punta de los pies, igual que una bailarina torpe sobre la arena ardiente de una playa en agosto. Cuando estuve junto a la cabecera de la cama tuve el repentino deseo de asesinarlo, de contemplarlo allí muerto de verdad por mi propia mano. Ya me veía en todos los periódicos y noticieros como el protagonista principal de una misteriosa historia, que como todas las buenas historias, culminaba con un final feliz en el que el malo perecía irremisiblemente. Sobre la mesita de noche yacían tres libros de poemas, la lamparita encendida, varias cajas de pastillas que el viejo debía tomar antes de acostarse, el retrato de su esposa, un reloj despertador de esos cuyo potente tic29


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tac pone de los nervios al más sereno y un vaso de agua en cuyo turbio interior flotaba su dentadura postiza. Todo un inventario de castizo barroquismo en el que no pude dejar de reparar. Y estaba a punto de dar marcha atrás y volverme por donde había venido, cuando algo detrás de los libros, con una especie de llamada telepática, me obligó a detenerme. Tanteé con la mano tras los versos atrapados en aquellos libros y di con un objeto redondo y frío: era el ojo de cristal de Caín Anastasio. Ignoraba que tuviera la costumbre de quitárselo para dormir. Me sentí un ser poderoso con aquel falso ojo entre los dedos, el personaje trágico de una obra de Shakespeare en el momento cumbre del monólogo por el que sería recordado por los siglos de los siglos. Lo acerqué al foco de luz enfermiza para contemplarlo mejor y descubrí lo que nunca jamás debiera haber descubierto. Fui entonces consciente del poder que aquel ojo de cristal tenía, pero ya era demasiado tarde. Comencé a dudar allí mismo de una existencia propia ajena a la de Caín Anastasio. La seguridad que unos meses antes me había llevado a su casa se disipó en un segundo. En el cóncavo iris de su ojo artificial, como en un espejo, me vi sentado a la mesa de mi cuarto escribiendo esta misma historia, con la urgencia de quien ve acercarse el final de su relato y con él su inevitable fin. Desde el fondo acuático de su vaso, su burlona sonrisa se carcajeaba muda de mí mientras él soñaba con incautos como yo, que encaramados al carro de la originalidad, blandiendo la espada de la diferencia, persiguen la gloria, ignorantes de que son otros quienes en verdad nos escriben al tiempo que nos esforzamos con denuedo y ardides mil por aparentar que somos dueños de nuestra vida y que la conducimos con paso firme hacia la gloria de nuestro destino. Abatido y a punto de diluirme en llanto por aquel terrible descubrimiento, me acerqué al rostro de Caín Anastasio para escupirle en silencio una maldición. Pero despegó los párpados y la caverna oscura sin ojo engulló mi alma sin que pudiera impedirlo. Caí al suelo desmayado, o muerto. De un juvenil salto agarró el ojo de cristal en el que yo estaba escribiendo, que también había caído al suelo y se lo colocó en el hueco vacío. Profirió una risotada cruel, maléfica, y tuve la oportunidad de contemplarme por última vez allí, tumbado, intentando escapar de una prisión sin barrotes en la que nunca había estado prisionero, temblando porque más temprano que tarde posiblemente engrosaría la colección de seres disecados de aquel ser monstruoso con el que yo creía haber convivido durante todo este tiempo. No me quedaba más opción que continuar escribiendo su historia, que es al mismo tiempo la mía, para mantener la ilusión de que 30


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una mañana de mediados de octubre arribé al herrumbroso buque varado en el puerto del centro de la ciudad que era la vetusta mansión de Caín Anastasio Noriega.

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EL LIBRO Segundo Premio

MARIANO FERREYRA (Buenos Aires- Argentina, 1981)

Mariano Ferreyra nació en Buenos Aires hace 27 años. Se graduó en periodismo y, entre otras ocupaciones, ha sido jefe de prensa de un diputado nacional, ha trabajado para los periódicos más importante de la Argentina y colabora como free-lance en varias revistas de aquel país. Actualmente trabaja como ejecutivo de cuentas para una agencia de comunicación en Barcelona, ciudad en la que reside desde hace dos años. Ha asistido a varios talleres literarios dictados por reconocidos escritores y en el año 2006 fue premiado por la editorial Raíz Alternativa con la publicación de su libro de cuentos: Pido la palabra. Es alumno de la Escuela de Escritura del Ateneo Barcelonés y colaborador externo de la revista Qué Leer.

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UANDO JULIO CORTÁZAR SE ENTERÓ DE QUE JORGE Luis Borges viajaría a París a dar una serie de conferencias se entusiasmó con la posibilidad de conocerlo. Había estudiado sus obras y lo admiraba profusamente. Participó de las charlas como el más destacado de los alumnos y al finalizar una de ellas se acercó para presentarse. Se sorprendió cuando Borges le comentó que hacía tiempo estaba interesado en conocerle y le instó a que lo acompañara a una librería que visitaría al día siguiente para tomar un café y conversar un rato. Quedaron en encontrarse en el Pont De’s Arts, «un lugar ideal para que dos personajes se encuentren», le sonrió Borges. Unos metros por debajo de donde Cortázar se subía las solapas del saco, el Sena transcurría pintado de cielo como un caudal de cenizas. Borges amaneció por el flanco derecho del puente, lento, al ritmo de su bastón, como si fuera un pequeño sol. Le estrechó la mano y lo invitó a seguirlo. Borges hablaba con el desenfado y la confianza de un amigo que conversa con otro; Cortázar, locuaz y entusiasmado, le aceleraba el paso a su compañero con la dinámica de su charla. Así dialogaban sobre aquellos temas de los que hablan dos escritores cuando lo hacen por primera vez, cuestiones que por su naturaleza anexan aquel tipo de personalidades: sobre la influencia del movimiento cultural parisino en el mundo actual, su cine, su música, libros destacados y no dejaron de desmitificar algunos escritores que los años habían sobrevalorado. Estaban a gusto, saboreando las exquisiteces que mutuamente se servían, con la complicidad de aquellos que comparten algo sagrado, secretamente furtivo. Borges le indicó que habían llegado frente a una florería. Era un local pequeño, de una sola planta con una fachada de grandes ventanales sin ningún aspecto de librería, observación que Cortázar no omitió. Borges, sin hacer caso, hizo sonar una campanita y al rato apareció un anciano de aspecto fabuloso: tenía grandes gafas que cubrían sus pómulos y cejas acrecentando cómicamente el tamaño de sus ojos; su pelo era entrecano y 34


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estaba revuelto como si lo hubiera sorprendido un fuerte vendaval; vestía una camisa roída y bermudas que dejaban ver un entramado de venas púrpuras y rojas sobre sus piernas flacas y blanquísimas. Medio encorvado con el mentón apuntando hacia adelante y mordiendo con sus encías los labios se quedó frente a ellos esperando una explicación. Cortázar, pensando que su ficción jamás alcanzaría tal grado de extravagancia, se sorprendió al ver cómo Borges miraba al viejo, con una indulgente sonrisa que le torcía los labios. —Querido Raúl —saludó Borges. Sacando del bolsillo de su camisa la dentadura postiza y metiéndosela en la boca, respondió: —Cada vez estás más feo, coño. ¡Y viejo! Sólo aquel que se resigna a su propia pobredumbre usa bastón. —Tú, en cambio, pareces el monumento a Alejandro Magno en carne y hueso. Te presento a Julio Cortázar, un amigo que invité a que me acompañara a la librería. —Pero, hombre, si tu nunca has invitado a nadie —dijo a la vez que le alargaba una mano escuálida, sin volumen, que parecía desintegrarse al estrecharla. —Ya soy lo bastante viejo, no como tú, por supuesto, como para seguir celando de este paraíso. Además, hacía tiempo que se lo quería enseñar a mi amigo quien, por otro lado, gracias a su excentricidad, y lo digo con todo respeto, se encontrará aquí como en casa. Acercándose a Cortázar y escrutándolo fríamente, le advirtió: —Desconfío de ti, sólo por una cuestión de principios, por ser amigo de Borges. Siéntete como quieras en mi librería, pero recuerda que no es tu casa, es la mía. ¿De acuerdo? —De acuerdo —respondió Cortázar sin bajar la mirada—. Vivo en una decadente pensión hace diez años por lo que ya olvidé lo que era sentirse en casa, y también desconfío de ti, por lo que sin duda nos llevaremos de la hostia. Borges largó una risa breve y Raúl, enseñando su dentadura amarillenta en algo que quiso ser una sonrisa, le dio una palmada en el hombro. Entraron por una puerta de vidrio hacia un pasillo formado por estanterías colmadas de diversísimas flores que se asomaban al corredor donde los perfumes se entremezclaban azarosamente componiendo un aroma como de selva, fresco, casi húmedo. —Qué librería tan particular —bromeó Cortázar, sin que ninguno siquiera lo mirara. 35


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Caminaron unos pocos metros hasta el fondo de la estancia donde empotrada en la pared, al lado de una puerta angosta, había una mesa con manojos de tierra negra, tallos, pétalos marchitos, hojas muertas, un par de tijeras y una cuchilla. Abrió Raúl la puerta y se encontraron en una habitación en la que se veía una pequeña cocina americana a la derecha, una cama revuelta a la izquierda, en el medio un sillón que alguna vez fue bordó respaldado por una lámpara de pie que las polillas habían agujereado en la tulipa y, al lado del sillón, una pila de cinco o seis libros en el suelo. Atrás se veían dos puertas. —Si hubieras destinado a las mujeres la centésima parte de la dedicación que le ofreciste a los libros, probablemente hoy no vivirías como un clochard en tu propia casa —picaneó Borges. —Yo no le he ofrecido una puta dedicación a los libros, les he entregado mi vida, joder. Mejor dicho: ellos me la han hurtado. Y por otra parte, mi querido misógino, jamás una mujer pudo haberme satisfecho tanto como lo hicieron los libros. ¡Como lo hizo «el» libro! Bien tú lo sabes, coño. Cortázar entrecerró los ojos intrigado. Se acercó a la pila de libros y comenzó a ojearlos. No conocía a ninguno de los autores y los títulos jamás los había leído. No era extraño, claro, sucedía todo el tiempo, a todo el mundo. Lo que le llamó la atención fue que Borges lo mirara fijamente, sondeándolo, como buscando una última y definitiva confirmación. —¿Ha leído usted estos libros, profesor? —lo interrumpió Cortázar, molesto. —Sí, los he leído. —Jamás había escuchado hablar de este autor y en la solapa describe una copiosa lista de obras de su autoría. ¿Qué opinión le merece? —¿Quién es el autor? —Un tal Francesco Settembrini. —¿Cómo se titula el libro? —Lo que me vive —respondió anonadado Cortázar, llevando la cabeza hacia atrás y frunciendo el ceño. —Debería echarle un ojo para recordar su contenido —explicó, dándose vuelta. Cortázar no supo si Borges le estaba tomando el pelo o qué; no lo comprendió. Raúl le ordenó que dejara sus libros e indagó, mirando a su amigo, si estaban listos. En ese momento Borges se paró frente a Cortázar y con su tono habitual, no sin misteriosa seriedad, le explicó: —Ahora entraremos en la librería. Si te he traído aquí es porque he tenido que hacerlo. En ella encontrarás miles de libros, muchos de ellos 36


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probablemente conozcas y hayas leído; otros, no. Pero ahí encontrarás uno, un tanto particular, que deberás leer. Estimo, por lo que he leído en tus obras, que estás preparado a pesar de que Raúl no lo crea así. Por último, debo ponerte una condición: si quieres conocer esta librería y leer el Libro, debes garantizarnos que jamás darás a conocer su existencia ni la de la librería, haciendo lo que Raúl te explicará. —Tiene mi palabra, profesor. —Si hay algo que los escritores tenemos es palabras, querido amigo. Y ese es nuestro problema: llega un punto en que dejamos de recordar con precisión si el que dijo o hizo tal cosa fue uno mismo o alguno de los personajes que solemos actuar o que hemos inventado. Claro que tengo tu palabra, tengo todas tus palabras. El asunto es si has conservado una para vos. En ese momento Raúl se acercó con una flor blanca, un tanto más pequeña que un clavel, y se la entregó. Luego sacó de una alacena un libro de tapas duras, color marrón, que contendría un millar de páginas y se lo enseñó. Cortázar, que sostenía como un nervioso enamorado aquella flor, notó que el libro no tenía ninguna inscripción en su tapa y cuando Raúl lo abrió al azar, observó que todas sus hojas estaban en blanco. Levantó desconcertado la vista hasta los distorsionados ojos del viejo; luego lo miró a Borges, que seguía solemnemente la ceremonia. —Pon la flor aquí dentro, entre estas hojas —dijo Raúl—. Bien. Ahora toma el libro, ciérralo, muy bien, y repite conmigo: «Juro, ante los dioses y las musas, ante aquellos personajes que imaginé y ante aquellos que crearé, que jamás revelaré la existencia de lo que hoy conoceré, imponiéndome yo mismo la pena a contraer, si violase este juramento de sucumbir a la ignorancia, contraer todas las fobias existentes, creer que los yankees son el Superhombre que profetizó Nietzche (Borges parecía que convulsionaba sujetando la risa), estar convencido de que Marylin Monroe es tan fea como Borges, a hacer trabajos comunitarios en Algeria, convertirme a la Iglesia Cientificista, caer en un analfabetismo extremo y jamás volver a escribir ni leer. Firmado: (¿cómo es tu nombre?) Julio Cortázar». Julio Cortázar sonreía mientras repetía sobre el libro cerrado tal macabro y desopilante juramento. —Amén —concluyó Borges. —Bien —dijo Raúl—, ahora ábrelo. Cuando lo hizo observó que ya no estaba en blanco, que el juramento había quedado allí estampado con su propia caligrafía y que la flor ya no estaba. Recorrió las páginas del libro y vio que estaba completamente es37


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crito por su puño y letra. —Sorprendente, ¿no es así? —inquirió Borges—. Lo que tienes entre las manos es todo aquello que vas a escribir desde hoy hasta el día que quedes tieso ante la muerte. Si quieres leerlo, hazlo, pero no te lo recomiendo. Es más interesante escribir desde la imaginación que transcribir lo que ahí dice. Cortazar había quedado estupefacto. Y se largó a reír como dando a entender que lo habían pillado y que ya era hora de revelar el truco. Pero Borges y Raúl, ya muy serios, ubicaban un banquito donde luego se pararía Raúl para tomar una llave de arriba de la alacena. —Hace ya tanto tiempo... —nostalgió Borges—. Pero ya basta de preámbulos. Entremos de una buena vez. Raúl empinó una llave minuciosamente trabajada, de gran calibre, que bien podría haber pasado por una obra de arte. La hizo girar como un esgrimista en una discreta cerradura y lentamente desplazó la puerta hacia el interior. La librería era sencilla y no se asemejaba en nada a las expectativas que Cortázar se había hecho sobre ella. Era una habitación amplia y cuadrada sin ninguna ventana, con bibliotecas rebosantes de antiguos libros en sus cuatro paredes. Una pequeña y sencilla lámpara de bronce colgaba del centro sobre un escritorio con algunos papeles sueltos y dos velas casi deshechas en sus extremos que habían formado un par de estalactitas de cera en el filo de la mesa. En la librería, el polvo sofocaba tanto como el olor a papel viejo. A Borges, el entusiasmo que no manifestaba su rostro se le adivinaba en los ojos. Raúl se movía con una tranquila seguridad, seleccionando algunos ejemplares de los estantes. Cortázar, intrigado por lo que podría encontrar allí se dispuso a hacer una exhaustiva inspección. —Aquí tengo algunos libros para ti, Borges. Espero que tu alemán se encuentre aceitado, pues más te vale. Esto, lamentablemente, ya no se consigue afuera. —Te los haré llegar pronto. —Más te vale, coño. ¡Cortázar! —lo llamó Raúl, por su apellido, como si eso fuera lo único que necesitara saber de la persona—. Ven aquí. Y en sus manos tenía un libro muy similar al que había utilizado para tomarle el juramento, con la diferencia que a éste entre la penumbra se le advertían inscripciones en su tapa. Lo miraba sostenidamente, acariciándolo con los dedos gordos, sin pestañear. Un par de veces amagó a entregárselo, amague que correspondió Cortázar con sus brazos, hasta que finalmente dándose vuelta se lo dio a Borges. 38


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—Tú sabes lo que haces —y se alejó hacia el extremo opuesto. Cortázar no lograba comprender lo que sucedía. Aquel eminente académico de inalcanzable prestigio y de solemnes maneras que ofrecía conferencias en las más destacadas universidades del planeta se comportaba ahora como un niño a punto de cometer una travesura. —Aquí tienes —y le entregó el libro. Grandes letras romanas dejaban sentado su título: EL LIBRO. Debajo, rezaba una inscripción: «Hombre, eres el uso que hagas de tu libertad, aquella que se rendirá ante mí». Cortázar lo miró a Borges. No había señas del autor ni de la editorial ni del año de impresión. Dentro se veían cerca de dos mil páginas escritas en la misma tipografía que no revelaban a simple vista nada extraño. Un libro más, quizás anónimo, sin duda muy viejo. Volvió a mirar a Borges. —Este libro, Julio, ha modificado tu vida desde el instante mismo que los has agarrado. A su tiempo advertirás si para bien o no. Lo que tienes entre las manos es una obra, más que una obra una antología de todas las obras que se han escrito y aquellas que, para alegría o desgracia de nosotros los lectores, se escribirán. En este libro, acaso por algún artilugio de la nigromancia, se encuentra la literatura toda. Sí, es la verdad más inverosímil que oirás pero también la más trascendental, si es que la verdad acepta categorizaciones, que definirá al que serás de aquí en más. Todo cuanto haya sido codificado por algún alfabeto, aquí lo leerás; aquello que las plumas de la historia virgen aún no han estampado se halla en estas hojas. Entiendo tu duda, joven —adivinó Borges—, es tu decisión leerlo o marcharte. Pero déjame decirte que no sabes cuántos libros la vida te dejará leer aún. Yo me estoy quedando ciego y no lo elegí, ¿por qué elegirías vos vivir en la oscuridad? Además, no tendrás más oportunidades que ésta. Por la cabeza de Cortázar atravesó la hipótesis de que su ceguera —y la inminente de Raúl—estuviera relacionada con la lectura del libro. —Lo que no me queda claro, Borges, es el motivo por el que me escogió y me enseñó esto. He leído que estuvo con Chesterton, con Thomas Mann, con Marechal. Sin ir más lejos, ¿y su amigo Bioy? Hay locos mucho más locos que yo. —Yo no te escogí. ¿Acaso me crees digno y capaz de elegir a voluntad los lectores de El Libro? Y no creo que cualquiera esté preparado para soportar algo de esta naturaleza. Te he traído aquí porque he leído una obra tuya en El Libro, que has escrito precisamente luego de haberlo leído y que habla, en definitiva, sobre él. El único que podría habértelo enseñado soy yo. Considero a esa obra tuya... necesaria, por varios motivos — 39


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luego continuó—. Mira, muchos se jactan de lo que han escrito, y con razón, yo me jacto de lo que he leído. Un gran lector, en el mejor de los casos, llega a leer 1.500 libros en su vida. Aún si se tuviera la certeza de que esos fueran los mejores, no es ni remotamente suficiente para un hombre sensato. Pero yo he leído infinitos libros en uno. Hay cierta religiosidad en cuestiones de esta naturaleza y como toda religión, está acompañada de muchos mitos también. ¿Quién podría concebir una obra como el Quijote o Las Mil y Una Noches sin haber leído El Libro? —cuestionó. Había dicho lo necesario y lo dejó sólo, mirando penetrantemente el libro. Se acercó a donde estaba Raúl. —Es probable que no nos volvamos a ver —y le tendió la mano. —En un par de meses tú ya vas a dejar de ver a todo el mundo, hombre —y le estrechó, si es que cabe el verbo, su fantasmagórica mano. —¿Lo has leído? —No, joder, que ya te he dicho que no. Moriría si lo hiciera. Borges sonrió y por un instante lo miró como si ya se hubiese ido, como lo miraría desde sus tinieblas cuando en Buenos Aires pensara en él. Desde la puerta que conducía a la habitación de Raúl miró hacia la esquina y vio a Cortázar con los ojos zigzagueantes dentro del libro. Cuando se dio vuelta escuchó que le hablaban: —¿Cómo se llama? —Jorge Luis Borges. —No, mi obra. —Rayuela.

*

La noche ya se había levantado en París cuando Cortázar encontró a Raúl en la florería. —¿Pues, entonces? —le preguntó Raúl sin dejar de retocar sus flores. —¿Entonces qué? —No sé, hombre, dímelo tú. ¿Has cambiado, se ha desarrollado tu inteligencia o tu memoria, te han crecido vellos por todo el cuerpo? —Pero... —se sorprendió—. ¿Vos no lo leíste? —Claro que no, hijo. Sería un suicidio. No concibo padecimiento mayor que el de privarme para toda la vida de volver a leer un libro por primera vez. 40


Mariano Ferreyra

Trabajaba encorvado sobre su mesa en un bonsái, al que manipulaba cuidadosamente con un par de guantes calados en sus manos. Con una precisión de cirujano recortaba las ramitas del pequeño árbol para luego, en sutiles movimientos, enlazarlas con finísimos alambres y darle identidad mediante su forma a aquella caricatura. —Muchos creen que Borges tiene una memoria prodigiosa —aseguró Raúl, rompiendo a hablar—, pero su memoria no se destaca de la del resto de los mortales. Es una cuestión de proporciones: quien ha leído hasta el infinito, como él, como tú, acumula una cantidad de información importante. Pero lo más interesante no es eso. Lo realmente interesante es haber habitado el infinito, abarcar la noción. Pero, hombre, nosotros no estamos llamados a eso, no estamos preparados para conocerlo. Borges insiste, porque no lo puede evitar, en intentar describirlo: que el Aleph, que la Biblioteca de Babel, que El Libro de Arena... ¡Vamos, coño, pero qué pretende este hombre! Cortázar escuchaba atentamente y sin embargo, también intentaba descubrir algo que hubiera cambiado dentro de él. Todo seguía igual. Aparentemente el hecho de conocer la totalidad de la cultura universal a lo largo de toda la historia no modificaba la conciencia de uno, pero sí la trasladaba a otra dimensión en la que Cortázar aún no alcanzaba a acomodarse. Se sentía fatigado, casi mareado y con vértigo. —Raúl, ¿qué se sabe de El Libro? ¿Quién lo... hizo? —Vale —aprobó Raúl la pregunta—. Borges halló un documento antiquísimo en los archivos de la Universidad de Harvard que describía su génesis. Claro, es imposible corroborar la veracidad del texto, pero siempre va a ser peor lo que uno pueda llegar a imaginarse. El documento asegura que su origen reside en la Biblioteca de Alejandría. Al parecer, los brujos de entonces, principales asesores del emperador, profetizaron su incendio y para preservarla elucubraron un hechizo que les permitiera reunirla en un sólo libro. Pues se ve que no resultó como esperaban, ya que como ves han reunido todas las bibliotecas e incluso a aquellos libros que ni siquiera llegarán a ellas. Cortázar estaba tan extasiado como exhausto. No lograba comprender cabalmente nada de lo que hablaba Raúl. ¿Lo que estaba recordando en ese momento no era un texto de Sócrates que jamás enseñó a nadie; no era aquello otro el final del libro que había estado leyendo el día anterior; acaso eso no era una carta de la Virgen María a las mujeres de Jerusalén? Raúl había dejado el bonsái y lo miraba preocupado a través de sus payasescos anteojos. 41


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—¡Hala, hombre!, que no te quiero demorar. ¿Acaso tú no te tienes que ir a escribir algo?

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INTERLUDIO: DE ESCRITORES Y POETAS

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VICENTE MAZÓN MORALES (Vergara- Guipúzcoa, 1967)

LA BUFANDA ROJA AS HOJAS SECAS DEL PARQUE CRUJEN BAJO LAS suelas de goma, tan silenciosas, y el escondite le parece un buen juego. Recrea el oído en el crepitar de hostias o de celofán sobre el que camina y los niños cuentan más allá de cien. El merodeador detiene su paso junto a un cedro y mide las distancias. Evita encender el cigarrillo que se fumaría con gusto, antes no reprimía estos pequeños detalles, tampoco el miedo que le redoblaba en el pecho. Como cualquier jubilado, puede que hasta como un poeta, levanta el cuello del abrigo y toma asiento en un banco algo apartado. Es otoño y entibia el tacto con una bocanada de vaho: a nadie le agradan unas manos frías en la nuca. Sólo los niños y un par de padres se aventuran a buscar el refugio del parque en las tardes lluviosas. Él las prefiere, pues el aguacero de la noche robará del barro sus huellas. Un niño cuenta. El resto hurta su presencia al mundo en la cercanía de los árboles, tras los setos o en las casitas de madera. Uno, dos, tres, sabe que el chico de la bufanda roja, un destello en el lecho de la mirada lo delata, irá más allá, donde el parque se espesa en bosque. Mira el reloj como quien recuerda un compromiso olvidado, un deber que no sabe de demoras, y avanza hacia los magnolios, en una revuelta del sendero que la luz de la tarde sumerge en la oscuridad. La bufanda delata el escondite, los niños son niños, y recuerda cómo él también se escurría en las penumbras cuando era pequeño, hasta que hicieron de ellas pesadilla. Ahora sabe cómo coordinar los movimientos y no vacila, tampoco deja ver su rostro mientras humedece el paño con cloroformo y apresa el cuello desde atrás, las manos tibias, para intoxicar la respiración del chico con un sueño inesperado y eficaz. 45


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El escondite es un buen juego para secuestradores o pederastas, lo sabe, pero nunca se ha sentido encasillado en ninguno de esos catálogos que manejan el cine y la policía. Lo suyo es diferente, no lo mueven el deseo ni los rescates, ni tan siquiera el odio. Tal vez algo de amor. Por eso, cuando conduce en brazos al niño hacia el maletero del coche, que aguarda aparcado donde nadie pueda verlo, es como si lo depositara con ternura en el interior de una cuna. El juego continúa entre tanto, hay chicos fáciles de encontrar pues, aunque no lo confiesen, temen la proximidad de la noche y no se alejan demasiado; otros se salvan, corriendo al poste y gritando la consigna; pero ese atardecer se prolongará la búsqueda hasta convertirse en ansiedad y, después, en desesperanza, cuando las pisadas de los adultos chapoteen en balde sobre las hojas que la lluvia empieza a corromper. * Cuando se volvió costumbre, aquel cuarto al fondo del patio pasó a ser para él un verdadero regreso al vientre de su madre. La humedad de las paredes, el curso del agua a través de las tuberías y aun el olor a lejía y jazmín que llegaba desde afuera, más que amedrentarlo, le resultaban confortables y le servían para eludir las obligaciones. Pero tal grado de perfección no llegó de un día para otro, el camino lo había hecho pasar antes por todas las estaciones del sufrimiento y la soledad. Su padre lo encerraba sin luz por jugar cuando no debía, por alejarse sin permiso, por retrasarse al volver del colegio. Había tardado mucho en comprenderlo, había odiado antes de entender la sutilidad que se ocultaba en los actos del padre, una forma de amor distinta a otras, pero amor al fin y al cabo. Quizás también al padre le había costado demasiado darse cuenta de las intenciones del abuelo y así en una cadena de eslabones cuyo origen oscuro se perdía en el tiempo.

*

La bufanda roja no parecía tejida para lucir en aquella penumbra uterina. Tampoco era aquel el lugar para el que habían sido comprados los cromos, el jersey turquesa o las gafas que permanecían como el recuerdo caduco de los anteriores inquilinos. Había dejado allí, como por abandono, obje46


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tos insignificantes de los otros niños: no albergaba la menor duda de que la certeza de no ser el primero en respirar la atmósfera viscosa en la que se consumirían los días venideros le haría vivir con mayor intensidad cada momento. Por los sollozos, por los gritos sofocados o desatados mediría los peldaños por los que ascendería el chico en la escalera que él mismo había llegado a coronar. No mantendría contacto con él. Como a los otros, le pasaría la comida por un agujero diminuto de la pared; le dejaría oír su respiración asmática en la madrugada para que el insomnio le empalideciera el rostro infantil, le secara la vida poco a poco, mientras el aire viciado por pesadillas ajenas echaba raíces en su pecho. Intuiría el momento en el que el niño había alcanzado el conocimiento profundo del dolor, el instante preciso en el que sus temores habrían madurado como un fruto temprano. Repetiría su infancia una vez más, inoculando el veneno del sufrimiento, de la soledad, que le inocularon, pues su semen estéril no le dio perpetuarse en la imagen triste de un hijo que transmitiera los estigmas heredados. Cumpliría con su labor en un tiempo en el que los ritos de iniciación pertenecían a culturas lejanas y, cuando un anochecer tomara de nuevo en sus brazos al chico, lo dejaría en libertad en algún otro parque, en las fueras de algún pueblo, ya sin bufanda roja. El chico regresaría a su habitación, donde un ejército de guerreros manga lo protegerían desde los pósters; pero, al adormecerse, inevitablemente oiría una respiración asmática, olería a lejía y jazmines, se sentiría preso en el mundo placentario de los fantasmas interiores que había descubierto durante el encierro, y volvería a abrir los ojos con la mirada turbia de los alucinados. Porque en su vida ya no habría más tiempo para juegos como el escondite ni para los cómics ni tan siquiera para la inocencia.

*

El merodeador se complacería entonces, una vez más, con el crujido de las hojas secas del otoño que crepitarían bajo las suelas de goma, tan silenciosas, como la alfombra de escarcha profanada por los primeros caminantes del alba.

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LOS ÁNGULOS MUERTOS DEL MISTERIO Los ángulos muertos del misterio y la certeza de vivir en la duda. Saberse señor de la noche, conocer sus cábalas; y no ser dueño de nada. Vivir en una franja de penumbra, ver qué hay tras el azogue del espejo. Náufrago oscuro del deseo, rastrear en el neón de los bares la estela de un perfume caro, el destello de un collar de perlas en pos del flujo caduco con que vivir de prestado un crepúsculo más. Y en el alba –instante en la eternidadamanecer en el motel de carretera, un ventanal tras el que contemplar el baño púrpura de los cielos. Y el retorno al destierro en las sombras de quien vive por encima del bien, del mal. Mas quién sabe de la tristeza, de la soledad del vampiro.

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SU NOMBRE ERA SAUDADE Su nombre era Saudade, le sopló al oído con los labios de cierzo: y era húmeda su voz como un llanto de gaitas. La misma bruma que invoca el misterio en la noche atrajo su presencia de algas y de espuma en los brazos de una ensenada, allá donde nace el norte. No acarició con las manos su tacto de musgo o de niebla ni la besó en la boca, que cobijaba el vértigo de un beso, ni navegó su cuerpo de cenizas aún tibias. Su nombre era Saudade, fue un soplo al oído. No más. Supo, entonces, que hay mujeres como el viento.

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LA LLUVIA TRISTE DE SAUCES La lluvia triste de sauces baña en sombras al caminante. Fiel a la noche, bordea la claridad de la senda -siempre carreteras secundarias-, oculta la faz en los márgenes del silencio. Ni la luz que ciega con seda ni las palabras blancas: la banda ambigua de penumbras entre el blanco y el negro. Hurta su voz al mundo por huir al trasiego de las horas: ignora que el tiempo no detiene su paso y arde firme bajo la sombra de sus huellas.

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Vicente Mazón Morales

LORIGA Y PETOS Loriga y petos en la percha: busca el ritmo en las fuentes, mar serena del tiempo. Antes de que el cierzo se haga dueño de sus manos, antes, recorre los senderos del jardín, vigila el silencio geológico de la roca en canteros olvidados, antes de que el frío le entumezca el corazón y le robe la palabra.

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JUAN JESÚS AGUILAR OSUNA (Écija- Sevilla, 1972)

LA FOTOGRAFÍA L QUEBRANTO DE HUESOS QUE PUEDE REGALARTE UN padre dura, cuando más, unas semanas. Luego los cardenales amarillean y la piel, que es sabia, se recompone. La paliza se convierte en un mal recuerdo aderezado con un buen escarmiento. El dolor de una burla es distinto. El veneno contenido en el aguijón de una risa desdeñosa te inflama por dentro, te arranca lágrimas en soledad, te deja una impronta indeleble. El dolor se hace insoportable cuando la carcajada brota del rostro que se te aparece en la oscuridad de cada noche para descompasarte los latidos del corazón y hacerte suspirar. Entonces no puedes dormir, desvelado por un recuerdo punzante para el que no existe escarmiento.

*

Sólo quedaban días para que la feria de septiembre brotara de nuevo en los Llanos del Valle y se extendiera hacia el pueblo como agua que visita un cauce conocido. Los zagales del cortijo ya habíamos arrancado los ajos y las cebollas, que las mujeres y las muchachas tranzarían en ristras, sentadas en el patio del cortijo a la sombra de las parras que colgaban junto al pozo. Con frecuencia se oía entre las zagalas que Adoración era, a sus trece años, la que mejor trabajaba, la más hacendosa. Yo solía añadir para mis adentros que también era la que mejor lucía entre todas ellas, con diferencia. Aquel día llevaba el pelo, rizado y azabache, recogido en una trenza, un pecado mortal si habías tenido la suerte de contemplarlo suelto, ondeando cada vez que se giraba con más rapidez y garbo que sus amigas. 53


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Siempre estaba sonriendo, segura de sí misma. Sus ojos, grandes y del mismo verde que las aceitunas tempranas que afloraban en los olivares, se entornaban hasta que sus pestañas negras y rizadas rozaban entre sí. Entonces se le dibujaban dos hoyuelos junto a las comisuras de los labios que siempre conseguían hacerme la boca agua. —¿Y qué me decís del Rafalillo? Se está poniendo un zagalón bien fuerte y guapetón, ¿eh? —dijo la Antonia, que estaba casada con uno de los yegüeros, al ver que me acercaba al corrillo donde ellas trabajaban. —Y eso que no ha hecho más que cumplir los doce abriles —dijo mi tía Paquilla, la hermana de mi madre—. Cuando se le cierre la barba, las mozas se van a tirar de los pelos por él. Si no, ya lo veréis. Tiempo al tiempo. Estando Adoración delante, aquellos cumplidos que podrían haberme empujado hacia la vanagloria no hicieron más que sonrojarme y ralentizar los pasos pocos decididos que me iban llevando hacia ellas. Me detuve en silencio, la mirada gacha, leyendo las pisadas que todos los que trabajaban en el cortijo habían dejado sobre la tierra removida que había a mis pies. Tenía ganas de borrar mis huellas, de volverme por donde había venido. —Varía poco con esos sonoritos jóvenes y guapos que pasean a caballo por las veredas —dijo la voz de Adoración, haciendo que mis ojos, en contra de mi voluntad, se dirigieran hacia los suyos para ver la sonrisa desdeñosa que me estaba dedicando—. Ésos sí que tienen porte y visten bien. Ojalá pasara uno y me llevara a la feria en su grupa. ¡A éste le queda mucho para ser señorito! Las mujeres y las muchachas corearon risas con los ojos cerrados y las bocas abiertas de par en par, sin dejar de trenzar los tallos. De repente, el sol oblicuo del atardecer volvió a su cénit para arrancarme un sudor frío. Los oídos me pitaban y las palabras que solían formarse en mi boca no encontraron la salida acostumbrada. Noté un regusto amargo en el paladar. El bermellón que hacía un momento había teñido mi rostro se tornó amarillento con la bilis que, tras regurgitar en mi garganta, volví a tragar. —¿Un-un s-señorito? —acerté a tartamudear, sintiéndome aún más ridículo—. Si yo… si yo fuera un s-señorito… ¿Te montarías en mi grupa y te vendrías conmigo a la feria? Las mujeres se miraron en silencio conteniendo carcajadas a punto de estallar. Estaban dando tiempo a Adoración por si quería responderme. —¿Tú? ¿Tú un señorito? —dijo al fin, sin poder dejar de reír—. ¡Si hasta ayer estabas guardando cochinos y pavos, como todos nosotros! ¡Un señorito! 54


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Las carcajadas que arreciaron me hicieron reparar una vez más en las pisadas que habían mancillado la tierra. Me di la vuelta y me alejé ofuscado, avergonzado de mí mismo, pero con una determinación alojada no tanto en la cabeza como en el pecho: tenía que demostrarle a Adoración, como fuera, que podía llegar a ser un señorito. ¿Acaso había otra manera de que sus risotadas dejaran de retumbar en mis sienes? Los días siguientes transcurrieron lentos, como si me empeñara en avanzar enterrado hasta las rodillas en la melaza que mi madre nos preparaba a mi hermano y a mí cuando éramos pequeños. Daba igual si estaba arando con la yunta, si había dado de mano para comer o si venía de vuelta al cortijo con los demás después de la briega. También daba igual si era de noche y la paja sobre la que dormía no dejaba de sonar. Daba vueltas y más vueltas sin conciliar el sueño, como en aquellas noches de verano en que el calor no me dejaba pegar ojo. A todas horas estaba devanándome los sesos en busca de una solución para mi problema.

*

La víspera de feria trajo consigo lágrimas furtivas que se empeñaron en nublarme la vista. Me limpiaba enseguida, pasándome el pañuelo también por la frente y por la cara para hacer creer a todos que se trataba de sudor. Sólo yo sabía por qué se me humedecían los ojos y no hallaba remedio: la feria de septiembre vendría y se marcharía sin llevarse las burlas de Adoración. Cuando empezaba a darlo todo por perdido, cuando estaba ideando alguna excusa para no aparecer por la feria, sucedió el milagro. El sol ya se había puesto y entré en la cocina donde mi madre y la Antonia preparaban la comida para los gañanes. A aquella hora no me recibió el acostumbrado olor a guiso hirviendo o a gazpacho recién majado. Olía a ropa limpia y caliente. En el fogón no había llamas que lamieran ollas. Sólo quedaban ascuas y había dos planchas de hierro puestas a calentar. Mi madre añadió al lado una tercera que ya se había enfriado y, con la ayuda de un trapo, asió una de las que ahora estaban listas para alisar el traje que había sobre una mesa. —Pasado mañana viene don Francisco con doña Leonor y con el señorito Luis para ir a la feria —me dijo mientras pasaba el hierro caliente sobre unos pantalones del dueño del cortijo—. Quieren que les tenga la 55


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ropa limpia y preparada, nada más que para ponérsela cuando lleguen. Con el pantalón mi madre había terminado el traje de don Francisco, que ahora lucía impecable en una percha de madera. A continuación empezó con uno más pequeño. —Si nosotros tuviéramos ropas así… ¿eh, Rafalillo? —me dijo con una sonrisa—. Pero el dinero es el dinero, hijo mío, y Dios reparte a quien mejor le parece. Tenemos que conformarnos con lo que nos ha tocado… y que nunca nos falte para comer. Las últimas palabras de mi madre habían llegado a mis oídos huecas, lejanas. Estaba ausente, enfrascado en una operación aritmética. No es que supiera mucho de cuentas, más bien casi nada, pero era capaz de sumar dos y dos para que dieran cuatro. Viendo a mi madre pasar el hierro caliente una y otra vez por las prendas del señorito Luis, que tenía más o menos mi edad, noté un resquemor subiéndome desde el estómago hasta la garganta, como si fuese a mí a quien estuviese planchando los adentros. Mis ojos, ensimismados, se habían detenido sobre una de las paredes encaladas de la cocina. La luz del candil, que a duras penas iluminaba la estancia, había hecho surgir una sombra titilante en aquel lienzo blanco y lleno de arrugas. Era una figura etérea, un ser tenebroso empeñado en imitar mis movimientos. Era yo y, al mismo tiempo, alguien diferente.

*

La primera mañana de feria habíamos llevado las ristras de ajos y cebollas trenzadas a la Plaza Mayor. Durante las fiestas nos iríamos turnando para venderlas, mientras otros se colocaban a nuestro alrededor para hacer lo propio con hortalizas, con buñuelos, o con aperos de alfarería vidriada: ollas, lebrillos, cántaros, jarras y jarrones. Más tarde, cuando cayó la noche y me acerqué al pueblo, tuve cuidado de no aparecer por aquella Plaza. Sólo quería que me viese quien tenía que verme, que, según me había contado mi prima Virtuditas, iba a pasear aquella noche por Écija con su padre, a quien don Francisco había encomendado que comprase aperos para labrar el campo. Por eso fui a la plaza de Puerta Cerrada, porque sabía que allí ponían los arados, las azadas y los azadones, las horcas y las guadañas, las ruedas para los carros, incluso grandes maderos para arreglar las vigas de los molinos aceituneros. La plaza estaba llena de gente, labriegos, aperadores y señoritos. A veces ca56


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minaban codo con codo, pero en muy pocas ocasiones se mezclaban los unos con los otros. Después de deambular dos horas entre el gentío mirando hacia un lado y hacia otro por si veía aparecer a Adoración, terminé de convencerme de que los pies del señorito Luis eran más pequeños que los míos. Lo había notado en el momento de calzarme sus botos, pero ahora las rozaduras se estaban comiendo mis dedos sin ninguna compasión. El traje también me quedaba más que justo. La camisa blanca y la chaqueta corta no me dejaban estirar los brazos como hubiese querido. En cuanto a los tirantes, no sé si por falta de costumbre o porque me quedaban cortos, hacían que los pantalones de rayas del señorito Luis me atirantasen la entrepierna con cada paso que daba. Creo que, aunque hubiera querido, no habría podido sentarme. La faja roja y el sombrero de ala ancha eran las dos únicas prendas que no me resultaban un calvario. Nadie del cortijo me había visto entrar en la alcoba del señorito Luis, un lugar, junto con el resto de habitaciones de la vivienda de los señoritos, prohibido y casi sagrado para todos los que vivíamos y trabajábamos allí. Sabía dónde estaba el traje lavado y planchado porque había visto cómo mi madre lo colgaba en el armario. Gracias a las excursiones clandestinas que de pequeño había organizado con mi hermano y mis primos a los aposentos prohibidos, también sabía dónde guardaba don Francisco aquel frasco con el agua amarilla que olía a hombre de dinero y el otro bote que contenía un líquido transparente que hacía que el pelo te brillara aunque no luciera el sol. Me cuidé bien de que nadie me viera salir con el traje del señorito Luis y enfilé el camino hacia Écija con la única compañía de una luna clara que fue marcando mis pasos. Desengañado porque ni Adoración ni su padre aparecían por la feria de la madera, decidí ir en su busca. Bajé hasta La Calzada sin dejar de apretar las mandíbulas con fuerza cada vez que los botos me arrancaban otro pedazo de piel. Miré entre los vendedores de esparto labrado, al tiempo que esquivaba berlinas, faetones y manolas, intentando que los caballos no me escupiesen sus babas. Tenía que devolver el traje del señorito Luis al armario como si nunca hubiese salido de él. Los botos, ya me ocuparía de untarlos con grasa y de frotarlos con un trapo hasta que volvieran a brillar. Nadie se daría cuenta. Llegué a Puerta Palma y continué hasta la Plaza de la Concepción, confiando en que Adoración pudiese estar comprando turrones o dulces. Luego bajé por la calle Mayor dejando atrás jáquimas, monturas, sombre57


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ros, velones y calderas. En un par de ocasiones creí distinguir a Adoración entre el gentío y sentí que el corazón no me cabía bajo una camisa y una chaqueta que no eran mías. Sin embargo, al acercarme para pasar por su lado, me miraba la cara de una zagala que no era ella. Empecé a notar una tirantez incómoda en la garganta. Sólo me quedaba un lugar adonde ir: los Llanos del Valle. Quizá diese con ella en la caseta del Ayuntamiento o donde se reunían los compradores y tratantes de ganado. ¿Le habría encargado don Francisco al padre de Adoración que buscase algún potro o alguna yegua parida? ¿A lo mejor algunos carneros nuevos para las piaras de ovejas que guardábamos en el cortijo? Paseé por los Llanos con los pies gritándome que los dejara descansar. La gente me miraba y yo a ellos, pero ninguna cara me devolvía los ojos de Adoración; ni desde el suelo, ni desde los carruajes, a pesar de estar seguro de que no iba montada en ninguno de ellos. Por fin, dudando de si quería agotar mi última ilusión, me apoyé contra uno de los postes que soportaban el toldo de la caseta del Ayuntamiento y asomé la cabeza hacia su interior. Había gente comiendo buñuelos mientras conversaban y reían; otros bebían vino y proferían carcajadas. Todos parecían felices. Todos tenían lo que querían. Mis ojos, en cambio, por más que se afanaban, no encontraron el rostro que venían buscando. Tal y como me había ocurrido el día anterior, las lágrimas, sin que pudiera hacer nada por evitarlo, empezaron a nublarme la vista. Ninguna quiso partir de mis ojos para rodar por mis mejillas. Pronto empecé a ver sólo siluetas confusas envueltas en la algarabía de voces y cantares que se derraman en unas fiestas. Lo había arriesgado todo por nada. Adoración no iba a verme vestido de señorito; nunca vendría conmigo a la feria. Las lágrimas seguían empeñadas en convertir el paisaje que tenía delante en una mezcla de luces y colores que empezaban a perder toda lógica. Las distancias se confundían sin ningún sentido. Me agarré al palo con fuerza porque todo a mi alrededor amenazaba con convertirse en una muchedumbre espesa, viscosa, dispuesta a engullirme. De repente, de algún lugar surgió un fogonazo de luz cegadora que blanqueó lo poco que mi vista empapada era capaz de distinguir. Por un instante creí que me había quedado ciego, hasta que me froté los ojos y empecé a recobrar la vista. A un par de metros de donde me encontraba había un hombre con un traje blanco cruzado por mil meridianos azul marino. Tenía un sombrero plano, con una cinta cuyos extremos colgaban hacia un lado. El bigote que nacía bajo su nariz fina y alargada como el pico de una avutarda terminaba en dos puntas torcidas hacia arriba. Pero nada de aquello resultaba tan 58


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especial como el curioso artilugio que sostenía en alto con una mano mientras se encorvaba para mirar por una caja cuadrada con la cabeza escondida bajo un trapo oscuro. La gente posaba delante de él y esperaba sonriente a que el artefacto que sujetaba con la mano soltase un fogonazo como el del arcabuz que una vez me había enseñado mi abuelo y que él mismo había heredado del suyo. Un nuevo destello, dirigido hacia un matrimonio con sus tres hijos, volvió a deslumbrarme. En aquel breve instante de ceguera recordé mi sombra temblorosa proyectada por la luz del candil sobre la pared de la cocina del cortijo. —¿Podría hacerme una fotografía a mí? —le pregunté al hombre con nariz de avutarda. Su bigote se arqueó aún más mientras sonreía. —¿Tienes dinero para pagarla? —dijo. La verdad es que no tenía ni una perra gorda, pero podía trabajar donde fuera, no importaba cuánto tuviera que sudar, para pagar aquel retrato. —Me acabo de gastar lo último que traía —mentí—, pero no se preocupe usted, que le pagaré sin falta cuando vaya a recogerla. El hombre me miró de arriba abajo durante unos segundos. Luego volvió a sonreír, como si las ropas del señorito Luis le hubiesen convencido de que pertenecía a buena familia. —Ponte ahí, muchacho, junto a la banderola —me dijo—. Un poco a la izquierda… más… vale, ahí está bien. ¡Alegra esa cara, hombre, que no se nos ha muerto nadie! ¡Estamos en feria! ¡Mira hacia aquí! Tres… dos… uno…

*

Aún conservaba el fogonazo y la posterior humareda prendidos en las retinas mientras la luna me alumbraba desde lo alto en la vuelta. El cielo estaba raso y se veía cada piedra del camino. De haberme tropezado con alguna, estoy seguro de que se me habrían terminado de descolgar los dedos de los pies. Al principio, nada más salir de Écija, me había cruzado con un par de familias que no conocía y que pronto enfilaron otra vereda. Mi regreso al cortijo tenía que estar envuelto en la misma clandestinidad que había cobijado mi partida. El secreto, sin embargo, no tardó en dejar de serlo. Cuando había recorrido la mitad del trayecto, oí unas voces de zagales que venían intercambiando bravuconadas y que luego irrumpían en carca59


V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

jadas. Intenté apartarme del camino para dejarles pasar sin que me vieran, pero ya era tarde. —¡Eh! ¿Quién va ahí? —me gritaron—. ¡Oye! ¿No hablas? Había reconocido sus voces. Eran los hijos de los Damianes, una gente con la que había trabajado algunas veces y por la que no sentía ningún aprecio. Venían cuatro. Uno era de mi edad; los otros tres tenían varios años más que yo. Sin detenerme, decidí mantener la boca cerrada, confiando en que pasaran de largo. Quizá no me reconocieran con aquellas ropas. —¿Eres mudo? ¿No sabes hablar? —me preguntó uno de los mayores con una voz que delataba que no andaba reñido con la bebida. —¡Para ahí, cojones! ¿Adónde vas con tanta prisa? —me dijo otro, cogiéndome por el hombro para que me detuviera. Bajé la cabeza intentando que el ala del sombrero ocultara mi rostro, pero el más pequeño de los Damianes me lo arrebató de un tirón, dejando que la luz de la luna se reflejara en mi pelo abrillantado. —¡Coño, mira quién es! —dijo—. ¡La Virgen Madre de Dios! ¿De qué vas vestido? Pero si tú lo único que sabes hacer es empujar una yunta. ¿De dónde has sacado esta ropa? ¿A quién se la has robado? —La chaqueta es buena —dijo otro de los hermanos, el que más olía a vino, agarrándome por una solapa. —¡Ten cuidado con el traje! —le dije sin poder contenerme, temiendo que fuese a estropearlo. —¡Eh! ¿Tú quién coño eres pa’ levantarme a mí la voz? —gritó asiéndome por la otra solapa y tirándome de espaldas al suelo. El cabezazo con que me recibió el firme del camino descolgó la luna del firmamento como si se tratara de una estrella fugaz, aunque lo que más me dolió fue terminar entre el polvo con la ropa del señorito Luis. En otras circunstancias me habría levantado para que también se llevasen algún puñetazo con mi firma, incluso a sabiendas de que sólo me iba a granjear una paliza mayor. Sin embargo, el traje del señorito Luis me retuvo en el suelo como un cobarde. Me quedé quieto y con los ojos cerrados, rezando para que aquello terminase cuanto antes. —¡Venga, levántate, que no ha sido nada! —me dijo el mayor de todos, tirándome con fuerza de la pechera de la camisa para que me incorporara. La luna volvió a desplazarse de repente, al tiempo que sentía que las costuras de los costados y de debajo de los brazos se desgarraban—. ¡A ver si tenéis cojones de tocar al chiquillo otra vez! —advirtió a sus hermanos, que se apaciguaron de inmediato. 60


Juan Jesús Aguilar Osuna

Sentí un gran alivio al oír que las risotadas de los cuatro hermanos se alejaban hasta perderse en la noche. Volví a emprender la marcha con la cabeza dolorida y varias manchas de sangre decorándome el cuello de la camisa. Unos metros más adelante encontré el sombrero tirado sobre unos terrones. El menor de los Damianes le había metido la copa para adentro de un pisotón. Cuando me agaché para recogerlo, noté que las manos me temblaban. Lo de los Damianes sólo había sido un preludio de lo que me esperaba al llegar al cortijo.

*

Aquel año no volví a pisar la feria, pero una semana y media más tarde regresé a Écija en el carro con Ramón, el marido de mi tía Paquilla, que accedió a prestarme unos reales que le devolvería tan pronto como los ganara con mi trabajo. Mientras Ramón hacía unos recados me acerqué a la tienda del fotógrafo. —Sé que han pasado muchos días, pero aquí tiene usted el dinero de la fotografía —le dije al hombre de la nariz de avutarda, que me miró con el ceño fruncido como si no supiera de qué le hablaba—. Usted me hizo un retrato en la caseta, la primera noche de feria. ¿No se acuerda? A lo mejor es porque yo no iba con estas ropas. Iba vestido de señorito, pero no llevaba dinero encima... Las cejas espesas y el bigote puntiagudo del hombre se arquearon indicando que empezaba a recordar. Se dio la vuelta para rebuscar en un cajón lleno de fotografías en blanco y negro y después de un par de minutos sacó una. La metió con cuidado dentro de un sobre color sepia y me lo entregó con una sonrisa a medio esbozar, sin acabar de comprender cuál de los dos, el inmortalizado en el retrato o el que tenía delante, era el real. Ahora sólo quedaba esperar con paciencia hasta coincidir con Adoración cuando no hubiese nadie más alrededor. Ocurrió una tarde, cuando ya habíamos dado de mano del trabajo. Estaba sentada debajo de las parras, junto al pozo, en el mismo lugar donde se había burlado de mí. Fue allí donde le entregué el sobre color sepia. —¿Qué es esto? —preguntó, esforzándose por mostrar indiferencia. —Ábrelo y lo verás —respondí—. Es para ti. Me miró arrugando el entrecejo, como si no se fiara de mí. Me pareció 61


V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

que transcurrieron horas hasta que sus dedos largos y delgados levantaron la solapa del sobre. Luego metió la mano dentro y sacó la fotografía. Abrió los ojos verdes de par en par y estalló en una carcajada. —¿Pero éste quién es? —dijo sin poder parar de reír. —S-soy… soy yo —contesté—. Vestido de señorito. Tú dijiste… dijiste que nunca sería un señorito… y yo… yo… —¿Y por esta fotografía hiciste que don Francisco le echase aquella bronca a tu padre y le descontase del sueldo el dinero que costó el traje del señorito Luis? —preguntó con las cejas levantadas—. Y luego la paliza que te llevaste, que se oían los gritos en todo el cortijo… ¿Y todo… todo por un retrato? Las palabras se amontonaron en mi mente, pero terminaron atoradas en mi garganta. No fui capaz de responder. Adoración sonrió en silencio y luego negó varias veces con la cabeza. Mientras tanto, sus ojos estaban clavados en la fotografía y permanecieron así durante unos instantes, hasta que volvió a meterla dentro del sobre. Pensé que me lo iba a devolver o que lo iba a tirar al suelo dedicándole otra carcajada. En cambio, me miró a los ojos sin abrir la boca y luego se dio la vuelta y empezó a alejarse. El sol de aquel atardecer de septiembre estaba incendiando los tejados del cortijo y Adoración caminaba, decidida, hacia él. Su cuerpo no tardó en convertirse en una sombra y a continuación en una silueta vaporosa que ardió hasta fundirse con el astro incandescente. Antes de que desapareciera, y aunque me daba la espalda, tuve tiempo de intuir cómo se guardaba el sobre color sepia bajo la blusa. En su interior descansaba mi fotografía, también en llamas.

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MARCELINO FERNÁNDEZ PIÑÓN (Villalba- Lugo, 1948)

EL DESEO Aliado con el día el corazón amaneció de lluvia y sol vertidos. Los héroes apolíneos y jóvenes, absortos en sus juegos de sexo y guerra acuden en tropel despreocupado al balcón del alba a recibir el día. Cada cuerpo es joven vaso de rocío, río intenso, de carne vernal, que naufraga al fundirse en su estuario, ahíto de caricias derrumbado. Dulce sangre invadida de corceles, como un rabión descendente hasta la piel de manos mariposas, que ciegas leen el libro de las horas con la premiosidad del viento, con la demora del tiempo, tobogán para bajar a lo más alto de la carne. El acto recorrido paso a paso entre las claras noches, y el sueño de los días, marca hitos y memorias en la piel, arcilla en carne, en nervios convertida, recuerda el suelo virgen de su estado, que irrumpe en la mañana cual centauro, que con ciega mirada, jadea desde el centro de la vida.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

¿A DÓNDE? Después de tanto camino andado ¿a qué lugar hemos llegado? ¿hemos llegado siquiera? Estoy solo en este raramente bellísimo lugar inhóspito y hermoso como una prostituta que vende la seda de sus caricias a tanto la unidad o la rosa de su carne a tanto el tiempo. Miro en torno y estoy rodeado de una muchedumbre desorientada y solitaria. Cada cual mira dónde está por saber si ha llegado, pero ¿a dónde?, se pregunta. Y yo los miro a ellos, de hito en hito, escudriño sus rostros, sus ojos, su mirar, atisbo el mínimo temblor de sus facciones pero no hay otra luz que la del día. La muchedumbre, de repente, reinicia la marcha, y, como la explosión de un fruto dehiscente se dispersa en todas direcciones. En un instante, el lugar lleno, y ya no queda nadie, sólo yo solo. He dejado de andar. He comprendido, en la perplejidad de los demás, que andar no lleva a parte alguna porque, sin saberlo, estar aquí es haber llegado.

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Marcelino Fernández Piñón

CELEBRACIÓN DEL BOSQUE Raíz trémula y ciega. Tierra, lecho lento para la espera. Prendada primavera, fronda verde. Inmensa copa donde el bosque se embriaga de verdor. Arpa de cuerdas infinitas que la mano del viento tañe. Intemperie, dominio del aire donde su música flota y se desvanece hasta la nada. Mágica umbría, vivísimo follaje. Hoja estremecida, tacto del aire. Así yo, en tu regazo, savia y sangre, elixir de la vida en torno, elevaré mi copa con la tuya en la celebración continua de ser por un instante palpitante llama en la belleza del mundo.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

FALSA AMISTAD Se ajustó la piel el mundo para que no mirara nadie, y, ya invisible, lloró… lloró desconsoladamente por infligirle daño al hombre al que daba cobijo.

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Marcelino Fernández Piñón

JARDINERO Jardinero sin nombre, cuánto afán para tan parca tarea, solamente cortar la flor del día. Jardinero escondido, he visto tu jardín meticuloso, la inocencia tremosa refugiada en su verdor con una primavera en la mirada y un tiempo sin tiempo en su estación. Jardinero de la vida, ¿quién puso en tus manos tal oficio? ¿quién fue que te privó del sentimiento para cortar sin penas la vida y el amor? Con falces de hierro cortas el zarzal, falces de bronce usas para el trigo, con falces de plata la flor recoges, falces de oro para segar la vida. Altivo jardinero primoroso, recoge, si tú quieres, la cosecha, pero aparta aquella rosa inigualable es mi amor que crece abierto al cielo, es mi amada que no sabe tu función.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

ÚLTIMO PRECIO La tasa de nacer es la primera, exacción de la carne en aire y llanto azofra contraída, primer tanto que torna la esperanza en simple espera. Tributo por deber la vida entera, ya por siempre nos cubre con su manto la injusticia que vive del quebranto de una vida en fauces de la fiera. Pues aumenta sus hambres con la edad, pagaré, bien lo sé, por cuanto haga ya uncidas la injusticia y la verdad. Me has dicho cada cobro qué sufraga: si por vivir me cobras la heredad, dime, pues, con la muerte ¿qué se paga?

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Marcelino Fernández Piñón

CUANDO CALLAS Adorador de tus silencios, lo no dicho es tu mensaje y, en él, las palabras que debieran darle el alma y el cuerpo, iluso, tus palabras son. Adorador de tus silencios, hablas cuando callas, y, cuando callas tus silencios, a gritos hablas de ti mismo. Adorador de tus silencios, cuando estamos juntos, el envés de la palabra no es silencio ni lo es la falta de tu aliento, ni el callar de tu boca, ni el gesto que se aparta, ni el negar la palabra en el silencio ni el negar el silencio en la palabra. Adorador de tus silencios, cuando estamos juntos, la condena es entenderse en el espeso campo a voces del silencio.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

EL FIN

UN DÍA SE ACABARON LAS PALABRAS SE ACABARON LOS SONIDOS SE ACABARON LOS PÁJAROS Y LAS PIEDRAS SE ACABARON LOS SUELOS, LOS VUELOS Y LOS CIELOS SOLAMENTE SE OÍA UN CREPITAR DE FONDO CRREEECCCCIIIIIEEEEEENNNNNNNTTTTTTTTTTEEEEEEEEEEE COMO SI EL UNIVERSO SE CONSUMIERA EN SU PIRA INMENSA. SE PARÓ REPENTINAMENTE Y REINÓ EL SILENCIO UN SILENCIO DENSO INMENSO EN SU CUÉVANO DONDE SE ACABARON LAS COSAS TODAS TAN ABSOLUTO, QUE EXISTÍA. Y TAMBIÉN SE ACABÓ EL SILENCIO Y CUANDO YA NO HABÍA NADA E S T A B A S T Ú.

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TOMÁS GUTIÉRREZ BUENESTADO (Conquista- Córdoba, 1969)

AÑICOS DE LOS AÑOS Añicos de los años, pedazos de las cosas, sus restos y demás, brutal deflagración de la madera, mil esquirlas de los tronos de las vírgenes del pueblo, ambas sendas, abrigos de mutón, balcones entreabiertos, miradas descubiertas, sombreros de vía estrecha, raíles de ala ancha, pedazos de los años, añicos de las cosas, brazos, bocas, piernas, manos, corazón.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

COMO UN ESPANTAPÁJAROS Como un espantapájaros planté mi corazón para ahuyentarme, y fue verdad y me fui tanto lo más lejos que pude al borde mismísimo del aire, y allí, regresándome en un vuelo, como un ave al corazón, abandonado, hambriento de su trigo, imposible que me diera.

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Tomás Gutiérrez Buenestado

GIMEN LAS COSAS Gimen las cosas al verde sol del mediodía, aúllan sus tripas con el hambre de la tarde, bestia tarde, hambrienta víscera, mi corazón te ladra en círculos la noche de los tiempos, en tu medio, noche medianoche, gimiente huracán, charcos mañana, verde estupor del mediodía.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

MAR Mar, dios te ha levantado y, alzándote, has dejado por la orilla los sesenta muertos de las olas del dorado reloj sol. Horizontal como un espejo te nado braceando sobre mi misma figura -elefante dormido, flotador de pato-. Y caigo a los esteros ante mí, postrado ahora ante mis pies. Viviente mirador donde me veo: soy yo quien ahora soy frente a tu azogue. Ese mismo dios, mar, se miró en ti cuando en tus sueños tendido eras, y un rostro (y una fuente y un azul y un sol dorado) vio cuando se vio. Y me miras mirarte ahora, espejomar, rutilante cristal del ignorante. Y nado. Y nada.

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Tomás Gutiérrez Buenestado

FRIEDRICH Los cisnes decrépitos ya cantaron a la luna blanca sobre el cielo como el diente de leche de la hija de Satán. Me levanto y ando, es ya mi hora para decir no sé qué sobre la muerte. Mas ya mi pluma se ha quebrado nuevamente sobre el borde donde alienta y me perturba tu perfil de padre que zahiere al hijo balbuciente.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

NOVIEMBRE Los lunes de noviembre, cuando niebla, mi ser parece, por las calles, uno de esos bibelotes bien metidos en su caja, bien envueltos en su plástico de pompas, de ése que los niños petardean con la punta de sus dedos. «FRÁGIL» —dice mi envoltorio. Y parece ser que alguien me envía no sé hacia dónde, ni para qué, ni para quién. Y supongo, también, que por encima de mí, sobre este techo de madera, figurará un remite y mi destino, bien escritos con letra pulcra y clara. Y eso me sosiega y por fin descanso en paz.

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Tomás Gutiérrez Buenestado

TAL VEZ Decir tal vez: “mi boca se abría paso entre la multitud de tus besos.” Decir tal vez: “mis dientes repujaban por la noche el cordobán corinto de tus labios.” Decir tal vez que el cuenco de mi vientre acogía el agua que manaba de tu cuerpo, Decir quizá que mis manos anidaban en los altos nidos de tu pecho. Y ahora esta boca y estos dientes te maldicen, y este vientre y estas manos te maldicen tantas veces, y ahora esta boca y estos dientes y este vientre y estas manos cargados del deseo que me ha sobrado te maldicen tantas veces como versos tenga que escribir para omitirte.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

ZUMO de PERRO Áurea, del brillante despojóse camafeo la ciudad que, prendido de su pecho, asida mantuvo a la tarde en luminaria, cuando una tribu de bantúes, sonando mientras danzan de dientes sus collares de leopardo, en los arrabales sus lanzas afilaba el momento esperando de inundar con su negrura acerada catacumbas recónditas; cuando nórdicos vikingos abandonaban su sector y los primeros sueños sorprendían de palomas y de vacas el río esperando anegar de negros drákars; y cuando aquel hombre que en la cama echado, prendido un cigarrillo, el techo mira derrengado de tanta oscuridad, que nada sabe y sólo suda, mientras sorprender espera el anhelado sueño recordando las estepas solitarias de lobos azuladas de su infancia, bebe zumo de perro, zumo de ladrido de perro, esperando, para calmar la espera, mientras la noche avanza por cualquier bocacalle.

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JOSÉ LUIS JIMÉNEZ SÁNCHEZ-MALO (Écija- Sevilla, 1947)

AMABA TANTO LA JORNADA… Amaba tanto la jornada que jamás bostezaba al abandonar los sueños en la almohada. Mas sufría con el momento malo de mirarse al espejo y volver a ver a aquel desconocido. Iba luego al patio y escudriñaba sus tapias y el cielo, musitando vagamente algo entre sorpresa y excusa. Para quitarse el sabor pastoso a boca callada echaba a andar alguno de sus discos favoritos y en tres tiempos ponía a marchar el descafeinado, la leche semidesnatada y el edulcorante molido. Después se deshojaba pudoroso el pijama y calcetines sintiéndose desvalido como un pobre náufrago, ya que el chorro de agua fría sobre el cráneo desnudo le recordaba los peligros de navegar en alta mar. Una mano abundante de generosa espuma de afeitar lo convertía al instante en un rico y moderno craso, pero se rasuraba apurando tanto los malos instintos, que a veces notaba saborcillo a sangre en los labios. Loción vigorosa, colonia de hierbas, pañuelo limpio: nunca perdonaba estos lujos de hombre coquetón. «Mi paraguas, mi sombrero, amaina el aguacero…». Con algún versillo machadiano partía cerrando la puerta. La hora del rosicler iguala a todos los hombres, por lo que admitía y daba con agrado los buenos días taconeando gozoso por las calles solitarias, y aunque a veces acechaba una estrella perezosa

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

colgada del azul, como una pupila fuera de lugar, jamás la maldijo, ni al frío, ni al viento, ni a la humedad. Llegaba presto a la oficina número tres millones cien mil. Y después se perdía en el horario de los hombres, en las listas que reclaman un turbio garabato, en los ordenadores que no se asombran nunca de nada, en las normas que exigen un vago asentimiento, en las cuentas que cuadran y descuadran, en los escritos que enmiendan lo dicho por otros, en las rutinas que se asumen balando tiernamente, en el bar de la esquina con sus puertas de cristal, y en la masa de comentarios que se mezclan con el humo. Como el zumbar de la colmena colmaba sus instintos, tomaba su ración de culpas y alimentos sin protestar, aunque a veces hablaba solo o escribía para él. Por todo ellos sus paisanos lo ignoraban benévolamente admitiendo sin esfuerzo que era, sí, claro, buena gente.

Paradójicamente, este hombre rutinario era poeta, y poeta se creía él, pero sólo él, de lunes a viernes.

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FERNANDO DEL PINO JIMÉNEZ (Montalbán- Córdoba, 1959)

DIME Dime, ¿Quién eres? ¿Por qué te muestras En el envés de la tarde Y no a las claras? ¿Qué ganas Al grabar sobre mi piel El grafismo de tu verbo inquisitivo? Estando ya repleta Tu sala de trofeos. ¿Qué buscas Dejando derramar, Sobre lo vivo, El trozo de metralla heridora Que azoga el espejo De mi alma? No te vuelvas contra mí, Contra nosotros, Contra ti misma. Renuncia a la ofensa Y no al sentido. Devuélveme, ahora, El roce primero de tus manos, El fuego de tus besos, Y yo sabré verter Sobre tu boca El jugo reparador De los afectos.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

HUIDA Siento que me robaste con tu ausencia Parte de la razón que ahora me falta Para poder vivir conmigo mismo, De frente y por derecho ante la gente. Siento que se me fue con esa huida Parte de la inocencia encubridora Que queda derretida, como escarcha, En un lunes fatal de amaneceres.

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Fernando del Pino Jiménez

LUNES Por toda palabra, lunes, Por toda música, su fonética, Por toda presencia, su realidad, Por toda ilusión, el hastío, Lo fuerte, lo amargo, Lo plano, lo agraz. Hoy es lunes. Por toda palabra, pasillo, Por todo arpegio, su ruido, Por todo bálsamo, su rudeza, Por toda ilusión, el viernes. Lo didáctico, lo pedagógico, Lo legal, lo propedéutico. Las competencias básicas, Los incompetentes básicos. ¡Qué lejos quedó la peripatética!

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

BREVE ENCUENTRO Hoyados, como en piedra, dos suspiros, Hendidos por ardor de nuestras bocas En blanco soportal de amaneceres Preñados de vapores de azucenas. Resuenan, en la noche, los gemidos Que escapan de los líricos cristales Y empapan, de su olor, el firmamento Que herido de placer, así agoniza.

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MODALIDAD ALUMNOS 1ยบ y 2ยบ E.S.O.

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

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MARIONETAS Primer Premio

PAULA GONZÁLEZ DELGADO 2º E.S.O.

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO (ÉCIJA)

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

I

—¡N

O, POR FAVOR…! —EXCLAMÓ LA MUJER—.¡JOHANN está en la habitación! Se oyó una bofetada. La mujer cayó al suelo y empezó a llorar. —¡No, por favor… no! —lloró—. Johann duerme… Se oyó un disparo y no hubo más lamento. *

Despertó de aquella pesadilla transpirando. Aún era de noche. Miró el reloj: tan sólo las tres de la madrugada. Se incorporó de la cama y encerró su cara entre las manos, mientras el sonido de un disparo resonaba en su mente. Soltó un largo suspiro y sus ojos se humedecieron con lágrimas que no consiguieron caer. Se quedó mirando la pared desnuda, pensando. No se había movido, seguía tapado con la manta y apoyado en la almohada, con la mente en blanco. No quería volver a dormir, tal vez para no volver a aquella amarga época en que su padre aún vivía, y su madre no. Poco a poco, empezó a recordar. *

Un niño se levantó de la cama tras haber oído algo que le pareció un disparo. Cogió su osito de peluche por un brazo y, descalzo, salió de su habitación. En el pasillo el mármol estaba frío, muy frío, pero no aligeró el paso, tenía miedo. Temía a la oscuridad. Abrazó al osito de peluche sin dejar de mirar la infinita oscuridad que gobernaba el pasillo. —Si hay alguien malo abajo, tú me defiendes —le dijo al osito. El niño bajó los escalones uno a uno. La tele estaba encendida, era la única luz que había abajo. Al llegar al salón, sus pies se humedecieron. Estaba pisando algo parecido al agua, pero caliente. Siguió caminando, no veía nada. Se acercó al interruptor y al accionarlo no pudo contener un grito. 88


Paula González Delgado

Su madre yacía en el suelo, con los ojos abiertos, mirándole. Abrazó a su osito, conteniendo las lágrimas. Sus pies estaban totalmente manchados por la sangre, todo el salón lo estaba, las paredes, los muebles, el suelo. El pequeño se acercó tembloroso a su madre. Se arrodilló ante ella. El pijama no tardó en empaparse de sangre. Le acarició el pelo. —Mami… El niño se tendió a su lado, le cogió el brazo y se lo echó por encima. La ropa empezó a absorber la sangre. Dejaba escapar algunos sollozos. Oyó unos pasos. Supuso que era su padre. —¿No deberías de estar durmiendo, Johann? —sonrió malévolamente. * Sacudió la cabeza, quería olvidar todo aquello cuanto antes. Se levantó de la cama. El mármol estaba frío. Salió al oscuro pasillo, pero esta vez no llevaba al osito consigo. Tenía miedo de bajar, no quería ver a su madre en el suelo mientras su padre sujetaba una escopeta. Retrocedió. Fue a su cuarto y vio a su osito. Estaba en la cama, tapado por las sábanas. Aún lo conservaba: con él se sentía seguro. No había conseguido quitarle las manchas de sangre de aquella noche. —Si hay alguien malo abajo, tú me defiendes —le dijo mientras lo abrazaba. Bajó los escalones, uno a uno, como hiciera un niño años atrás. Cerró los ojos, tal vez para que no le engañasen sobre qué había en el suelo. Los abrió al llegar abajo. No había nada. Suspiró. —¿No deberías de estar durmiendo? —resonó en su mente. Un escalofrío le recorrió de arriba abajo; la voz de su padre. Intentó distinguir las sombras entre la oscuridad, intentando verle. Se tapó los oídos, pero no pudo acallar la voz. Fue al equipo de música y puso una canción al máximo de su volumen, una cualquiera, para no escuchar la voz. —¡Calla, calla, calla, CALLAAAA! —gritaba. Sintió frío en los pies. Empezó a cantar la canción, aunque no sabía la letra. Poco a poco, la voz de su mente calló. Su respiración se fue haciendo más lenta. Encendió todas las luces de la habitación. Cada rincón de su casa le recordaba a sus padres. Johann la había heredado. Lo más sensato sería irse, pero era tan difícil… 89


V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

Se acurrucó en el sofá con una manta de terciopelo, abrazando a su oso. No pudo resistir caer en un sueño. * Despertó a la mañana siguiente gracias a los rayos de sol que le dieron en la cara. El chico miró a su osito, se había caído del sofá. Le miraba, trazando en su mente recuerdos de aquella noche… Se desperezó y fue a su habitación. Iba al instituto, como cada mañana. Se puso unos vaqueros anchos, una sudadera negra y las zapatillas de deporte. Cogió la bufanda y su gorro. Fuera hacía demasiado frío. Tomó la mochila y salió de casa. Johann tenía frío. Maldijo no haberse abrigado mejor, pero ya no tenía tiempo para volver a su casa. Una fina película de nieve cubría el contorno de la cuidad. Pronto empezaría a nevar. * —Mamá… —Duerme, niño —cortó su padre. El niño se levantó. Se miró la ropa. —Quítatela —le ordenó. —Hace frío… —¡Que te la quites! —gritó. El niño obedeció. Dejó caer su ropa al suelo. Empezaba a tener frío, a tiritar. Miró a su padre con temor. —Mamá… —dejó escapar el chico. —Mamá está muerta —dijo su padre. —¿Por qué? —Yo lo quise. El pequeño se giró hacia su madre. —Mami… En ese momento su osito se cayó al suelo y nadó entre la fina capa de sangre que cubría el suelo. El niño pareció entenderlo, entendió por qué no oía la respiración de su madre, por qué su cuerpo empezaba a estar frío. Empezó a llorar, intentó abrazarla por última vez, pero su padre le cogió del hombro. —Ve a tu habitación, ponte otro pijama y no salgas de ahí —le ordenó. 90


Paula González Delgado

El niño se negó. Contemplaba entre lágrimas a su madre. —Ve —ordenó el padre. No hizo caso… —¡A tu habitación! No quería dejarla… —¡Sube a tu cuarto, maldito niño! Aún le sonreía. —¡Mocoso! —su padre le dio un empujón. Sólo a él…

II Sin darse cuenta, había comenzado a morder la cadena de plata que colgaba de su cuello. Fue un regalo de su madre, justo cuando cumplió los siete. La parada del autobús estaba próxima. Sentada en el banco de madera se veía a una chica, abrazada a sí misma y muerta de frío, ya que movía las dos rodillas de arriba abajo a una gran velocidad. Él sonrió mientras se acercaba a ella. —¿Frío? —le preguntó al ponerse frente a ella. —No, hace una mañana agradable para ir a la playa —contestó ella, arqueando las cejas. A los pocos instantes, el autobús paró frente a ellos. Abrió las puertas. En el interior hacía aún más frío que en la calle. Podía verse el vaho de los pasajeros al respirar. Una anciana tenía la mirada perdida, mirando al exterior por una de las grandes ventanas. Dos hombres, sentados en el asiento posterior al conductor, miraban al techo, tiritando de frío. Vestían de negro, con un gorro en la cabeza y una bufanda tapándoles la boca. Atrás, dos chicas pintaban corazones en la ventanilla. En medio de los asientos, se sentaba otro hombre de unos treinta y pocos años y también miraba por la ventana. —¡Aquí mismo! —dijo Hannah. —Vale —sonrió Johann. La chica se puso al lado de la ventana, frotándose las manos para conseguir algo de calor —La próxima vez, a ver si sales más abrigada… —le dijo Johann. —No me gusta… —A nadie le gusta coger un resfriado. El autobús se puso en marcha. 91


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—Siempre la misma rutina para ir al instituto… —se quejó Hannah. El vehículo comenzó a moverse. Pronto habían salido del pueblo, de camino a la ciudad, donde estaba el instituto al que ellos dos iban. Durante el trayecto, hablaron de los profesores y de sus temores ahora que se acercaba el fin de curso. Los dos temían por Filosofía. —De verdad, no sé qué… Hannah dio un brinco al oír como si un petardo explotase. Todos gritaron. Habían disparado al conductor. Todos tardaron en reaccionar y en darse cuenta de qué estaba pasando. Uno de los hombres tomó control del volante, dejando al chofer en el suelo, muerto. En un momento, la imagen de la muerte de la madre de Johann pasó ante sus ojos. Sin darse cuenta, mordió la cadena de plata, mientras movía su pie descontroladamente. Quería salir corriendo de allí, gritar, pero se contuvo clavando sus dientes en su colgante. Hannah bañó sus ojos en lágrimas. —¿Qué está pasando? —preguntó. —¡Que nadie se ponga nervioso! —gritó un hombre con una pistola en la mano—. Vamos a dar un paseo todos juntos. Quien se porte mal… no terminará por bajar. Que nadie grite ni haga tonterías. La chica se aferró a Johann. —¿Qué está pasando? —repitió. Era imposible… ¿A ellos? —No… no lo sé… —balbució Johann. Los dos secuestradores estaban en la parte trasera del autobús y trazaban en un mapa de carreteras un nuevo recorrido. Un chico los miraba. La anciana mantenía su cara inexpresiva, como si nada hubiese pasado, como si le diese igual… Quizá también estuviese muerta. Las dos amigas estaban abrazadas, conteniendo las lágrimas. —Hannah… Ella arrancó a llorar en silencio. —Nosotros… ¿por qué? —decía entre sollozos. Johann la abrazó y sintió cómo su hombro se mojaba rápidamente. * Habrían pasado dos horas y no había ningún movimiento dentro del autobús. Llovía y había relámpagos que iluminaban el camino. ¿El camino hacia adónde? Hannah se había dormido. Su mejilla aún estaba enrojecida y húmeda por haber llorado durante tanto tiempo. Johann intentaba ver algo a través de la ventanilla, pero el vaho lo había empañado por 92


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completo. Sólo se podían distinguir algunas gotas de lluvia. ¿Dónde estaría ahora si no hubiese cogido este autobús? En su mente se esbozó una breve escena: estaba riendo con sus amigos en un café. Él reía y Hannah también. Pero ahora, por culpa de aquellas personas… sus lágrimas ahogarían todo vestigio de felicidad y los dejaría consumidos por la incertidumbre. Sin saber nada. Sin saber cuál iba a ser su destino en esos momentos. Miraba hacia el suelo, a sus pies, preguntándose cuál sería su destino. Había cambiado todo tan rápidamente… Se preguntó por el miedo de las personas que estaban con ellos en el autobús, secuestrados. ¿En qué estarían pensando? Los más sensatos, en sus familiares. Otros, en un final próximo. Johann no sabía en qué pensar, pero su mente le decía una y otra vez que todo acabaría bien. Para eso estaba la policía, el ejército, todo preparado para un caso como éste. Sólo había que pasar el mal rato. Finalmente, el chico consiguió sonreír. —¿Por qué sonríes? —le preguntó el secuestrador, mientras limpiaba la pistola. Johann se sobresaltó, no lo había visto. No contestó. —Vamos, te vendrá bien charlar con alguien, aunque sea el culpable de todo esto, ¿no? —insistió. —Estaba recordando tiempos mejores —dijo sin más. El secuestrador sonrió. —Puedes llamarme Ander. El chico no dijo nada, no tenía por qué seguir hablando con él. —Puedes decirme tu nombre —propuso Ander. —No creo que te haga falta —comentó él. —Vale, como quieras… Se levantó y se fue al lado del conductor. —¡Atención, pasajeros! —dijo en tono burlón por el megáfono—, vamos a llamar a los polis, a ver qué pueden hacer por vosotros… Apuntó con la pistola a una de las chicas que había al fondo. —¡Bang! —dijo con una risa malvada. Pasó por el asiento que ocupaba la anciana. —¿Y usted qué? —Se sentó a su lado, pasándole el brazo por encima—. ¿Cuánto pedirán por su cabeza? Nada… ¿no? Puedo matarla —le puso la pistola en la yugular. La anciana no dibujaba ningún sentimiento en su rostro, sólo cerró los ojos cuando sintió la fría pistola en su cuello. —¡Eh! —dijo el otro secuestrador—. No más muertes, si no olerá a 93


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podrido. Ya es suficiente con el conductor. —¡No me digas lo que he de hacer. ¡Todo esto lo he inventado yo! — exclamó Ander. —¡Que te calles, joder! ¡Estoy conduciendo! —exclamó el otro. Ander marcó un número en su móvil. Puso el manos libres. —Buenas noches, querido poli —sonrió Ander. —Estamos dispuestos a escuchar sus peticiones —dijo el agente—, pero antes díganos cuántas personas van en el autobús. —Alto, alto… ¿Cuánto dinero ofrecen? —preguntó. —Escúcheme, estamos dispuestos a llegar a un acuerdo —dijo el otro secuestrador—: los dejaremos libres si nos dan una buena suma de dinero y un avión. —Quiero el dinero en la gasolinera de la autovía —exigió el primero—. Las condiciones: mi compañero cogerá el dinero; irá acompañado por la mitad de las personas de este autobús. Yo esperaré aquí, junto al resto. Cuando mi camarada me diga que el dinero es válido, subiremos a un coche que ustedes nos darán pero no soltaremos a dos personas, ¿entendido? El policía estaba pensando detenidamente. Johann pensó que ése iba a ser su destino: eran dos personas. Seguro que él sería una de ellas. ¿Sería Hannah la otra? Toda la esperanza que albergaba en su interior había desaparecido por completo. Estaba como al principio: lleno de incertidumbre y soledad. Nadie podía respirar en aquel lugar, todos estaban intentando ver algo por las ventanas, pero era imposible. Algunas estaban tapadas con las cortinas y seguía lloviendo. El vaho no dejaba ver nada. Estaban atrapados. ¿Por qué hacían esto? —¿Qué es lo que harán con el resto? —preguntó el policía. —Eso se lo diré más tarde, ¿aceptan el trato o no? —Aceptamos —dijo finalmente. El delincuente apagó el móvil, sin más. —¡Hagamos un juego! Pensad en un número del uno al diez. Quien gane uno vendrá con nosotros —dijo, mientras reía.

III Johann lo miraba con odio, con todo el odio que podía. Era despreciable ver cómo se reía y cómo disfrutaba con el miedo de los pasajeros. 94


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Hannah volvió a llorar a lágrima viva sobre el hombro del chico. ¿Cómo estarían los familiares de aquellas personas? Atentos al teléfono, a las noticias, recogidos en la iglesia… podían estar en muchos sitios, pero Johann estaba seguro de que estarían todos llorando, o aguantando las ganas de gritar de angustia por no saber nada de sus seres queridos. Maldiciendo una y otra vez el momento en que subieron al autobús, maldiciendo el momento en que aquellos secuestradores decidirían, durante un par de días o más el rumbo de sus destinos. Johann esperaba, de todo corazón, que aquel hado no fuese la muerte. —Vosotros dos —señaló Ander—. Sois los elegidos. Antes de que Johann pudiese asimilarlo, Hannah protestó. —¡Basta! ¡Basta! —golpeó el asiento delantero. Se levantó. Tenía la cara roja, llena de lágrimas. Johann la cogió de la mano para que se sentase, pero ella la retiró con fuerza. —¡No puede jugar así con la gente! ¡No tiene derecho! Ander le apuntó con la pistola. —No lo hagas —dijo su compañero. El secuestrador seguía apuntando con determinación. Hannah pareció darse cuenta de su situación, palideció y empezó a temblar. Johann se levantó. Le dio la mano a la chica. Ella la aceptó. —¡No lo hagas! —repitió el que ahora hacía las veces de conductor. —Si lo haces, habrá menos dinero —dijo Johann—, es una persona menos por la os van a pagar. Ander sonrió. Bajó la pistola. Johann oyó el suspiro de Hannah. —¡Separaos! —ordenó—. ¡Que todo el mundo se cambie de sitio! ¡Nadie en pareja! Todos se miraron y obedecieron. —No pasará nada —le dijo Johann a Hannah antes de separarse. La anciana no se había movido. No había abierto la boca en todo el viaje, ¿acaso le daba igual todo lo que pasaba? Las dos chicas no paraban de llorar en voz baja, aunque se escuchaban sus sollozos. Se habían separado, pero aún estaban cerca. Una de ellas tenía su rostro entre las manos. La otra, tenía sus piernas recogidas, rodeadas por sus brazos. Y entre las rodillas, su cabeza. Johann estaba intentando distraer su mente con algo, para poder evadirse de la realidad, pero le era imposible, estaba demasiado tenso. Sólo podía mirar al frente, sólo podía ver a Ander. A su destino. El móvil no había parado de sonar en los últimos momentos. —Atención —dijo Ander—, llegamos a nuestro destino. Sois libres. 95


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Menos vosotros dos —dijo, señalando a Johann y Hannah—. Esta noche podréis iros. El chico intentó no ver las caras de felicidad de las dos chicas, eso le mataría por completo. Pero debía alegrarse, ¿no? Quedaría como un héroe ante ellas. Johann descubrió que era un ser egoísta en lo más profundo de sus ser, quiso salvarse él, junto a Hannah… ¿Merecía él vivir más que aquellas dos chicas? Se preguntó en ese momento Sí, era egoísta… ¿Qué sería de sus amigos? ¡De su vida! Todo quedaría reducido a un mero recuerdo que sería olvidado con el paso del tiempo. Todo acabaría: ya no podría hacer nada más. No acabaría sus estudios, no trabajaría, no saldría con Hannah como tenía pensado. Todo acabaría aquella noche, cuando los secuestradores decidiesen qué hacer con ellos. Tal vez matarlos…, tal vez dejarlos…: eran dos posibilidades, pero Johann sabía que la primera iba a ser la elegida. El día llegó a su fin y la noche comenzó en el cielo. El autobús finalmente, paró. Menos Johann y Hannah, todos estaban nerviosos por salir de allí. Salir corriendo. El conductor se levantó. —Los que van a venir conmigo, en pie —dijo. Johann suspiró en un intento de reprimir unas lágrimas que, por una vez en todo el trayecto, no habían conseguido salir. Intentó decirse a sí mismo que todo saldría bien. Deseó ponerse de pie. Ander estaba sentado en los primeros asientos, con una sonrisa malévola. Se frotaba las manos. Los pasajeros obedecieron. Las chicas y la anciana salieron por el pasillo, hasta llegar a la puerta del autobús. Nadie, nadie le miró ni sintió lástima por él. Sólo pensaban en sí mismos, en su felicidad, no les importaba saber que en su lugar morirían otras personas. Los humanos son egoístas, quieran o no. El autobús quedó vacío. Sólo estaban Ander, Hannah y Johann. —¡Menudo dinerito nos vamos a llevar, y todo gracias a vosotros! — rió el secuestrador, caminando por el pasillo del vehículo, sin dejar de mostrar una sonrisa de hiena. —¿Qué harás con nosotros? —preguntó Hannah. —No te preocupes, no te pasará nada, de momento. —¿Por qué te hacemos falta? ¡Coge tu sucio dinero y vete! —exclamó Hannah. —¡Tú a callar! ¡Me tienes ya harto! —Ander se asomó a la puerta del autobús. 96


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—Johann, vamos a atacarle —susurró ella, al sentarse a su lado. —¿Estás loca? Nos matará… —Pero no a los dos, tú o yo… —dijo Hannah. —No, escucha, no vamos a hacerlo, hagamos lo que ellos dicen y podremos ser libres… —¿Cómo te fías de sus palabras? ¿Y si nos matan? —preguntó ella. Johann no contestó. Ander había entrado en el autobús, los miró. —¿Qué hacéis juntos? —preguntó. —Necesitaba pañuelos… —dijo Hannah—. Estoy resfriada. —A tu sitio —ordenó. —Contando tres —le dijo Hannah a Johann al oído cuando el secuestrador se fue. Johann sintió que su corazón buscaba una salida por su boca. —Uno… —contó Hannah. Ander paseaba por el pasillo, de espaldas a ellos, era la oportunidad perfecta. —Dos… No miraba, no sospechaba nada. —¡Tres! La chica se levantó rápidamente. El chico hizo lo mismo. Sintió cómo la adrenalina inundaba su cuerpo por completo. Le hizo un placaje a Ander, con el que éste casi perdió el equilibrio. Iba a sacar la pistola para disparar a alguno de los dos. Hannah lo impidió. Le mordió la mano. El chico lo tenía sujeto. El arma se perdió por el suelo. Forcejearon. Ander le dio un puñetazo en el labio a Johann para liberarse. Una vez libre, buscó la pistola. Johann había perdido por unos instantes el equilibrio, se volvió hacia él, aprovechando que estaba de espaldas. Hannah se lanzó a buscar la pistola. Ander y Johann cayeron al suelo, Se estaban dado una buena paliza. La chica encontró finalmente el arma. Le temblaba el pulso. Disparó. Acertó a la pierna de Ander. El secuestrador dibujó una media sonrisa. Metió la mano en su cazadora y sacó una pistola. Johann intentó detenerlo, pero antes de que pudiese reaccionar, había disparado directamente al corazón de la chica, sin vacilar. En el rostro de Hannah, pálido, sorprendido, se dibujó una mueca de dolor. Se llevó la mano a la herida y las lágrimas brotaron de sus ojos, a la vez que caía de rodillas. Su camiseta estaba manchada por el color oscuro de la sangre. Johann quiso gritar, pero no encontró su voz. Sólo pudo emitir un sonido ronco. Se arrodilló junto a Hannah. Apoyó su cabeza sobre su 97


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rodilla. —No… no… no… —empezó a llorar. La chica tenía lágrimas en los ojos cuando los cerró. Todos sus recuerdos desfilaron en su mente en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué había pasado? Johann no podía creerlo, se suponía que todo iba a acabar bien… que serían felices. Todo quedaría olvidado… y ahora, en un instante, todo había cambiado, todo. Nada sería igual. Ella… El chico sintió cómo su corazón se desgarraba por dentro, una punzada aguda, un golpe en el pecho… demasiadas emociones para un simple humano. ¿Por qué…? ¿Con qué derecho se le quita la vida a una persona? Johann no podía llorar, no se lo creía. Ella… —Hannah… no… no… Dejó escapar unos sollozos. Un leve recuerdo floreció en él. «Si hay alguien malo ahí abajo, tú me defiendes». «¿No deberías de estar durmiendo…Johann?». —Calla… —dijo a su mente. «Mamá está muerta». «Yo quise». —No… —lloró. «Este será nuestro secreto, ¿vale, Johann?». ¿Por qué los malos recuerdos nunca de borran? ¿Por qué todo volvía a ser lo mismo cuando la herida parecía estar curada? ¿La vida sólo es sufrimiento? ¿Qué era el destino? ¿Se podía cambiar? Ander alargó la mano para coger a Johann. —¡Déjame, maldita sea! —exclamó el chico. —¿Qué coño ha pasado aquí? —exclamó el compañero de Ander, al ver el cadáver. Los dos empezaron a discutir, pero Johann no les escuchaba. La chica tenía los ojos cerrados, el chico esperaba que respirase. Era tan joven… La abrazó cuando sus lágrimas se habían calmado. —Lo siento… lo siento… ¿De qué servía decirle eso ahora? No iba a cambiar nada… —¡Es tu culpa! —dijo el compañero de Ander. ¿Su culpa? Él había disparado, él le había arrebatado la vida… pero, ¿por qué lo había hecho? —¿Por qué?... —musitó Johann. 98


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Ander lo miró. Había conseguido incorporarse, sentándose en el reposabrazos del asiento. —Tú… —lo miró con odio. El secuestrador ni se inmutó, permanecía sereno ante cualquier comentario del chico. —¿Tus padres se mataron? —preguntó directamente. La pregunta le pilló por sorpresa. —Los míos también —continuó—, no es algo de lo que se tenga que estar orgulloso. ¿Sabes por qué hice todo esto? —¿Por qué has matado a la chica, cabrón? —preguntó su compañero. Esto sobrepasa el plan, fuera llueve y la policía está esperando respuesta a ese disparo. —No me digas lo que tengo que hacer… —dijo Ander. Johann no escuchaba, le daba igual todo. Ya no le importaba nada, no le importaba cómo iba a salir de ese lugar. Miró por la ventana, llovía. Su mirada estaba perdida entre la oscuridad. Los dos compañeros empezaron a forcejear. —¡No podremos pedir otro rescate por ella! ¡La has matado! —exclamó. —Lo sé, la he matado yo. —¿Por qué? —Yo quise. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Johann. Su padre había empleado aquellas mismas palabras tiempo atrás. Johann miró a Ander, seguía peleando con su compañero. No le importaba lo que pudiese pasar en ese momento. Giró rápidamente la cabeza al oír un segundo disparo. En el suelo yacía el compañero de Ander. —Te dije que me dejases en paz, capullo —dijo. Johann lo miró. Había matado a dos personas en pocos minutos. ¿Le daba igual? —Tu padre mató a tu madre de un disparo, ¿no? —preguntó Johann, mirando cómo el cuerpo del otro secuestrador se desangraba—. ¿Fue con una escopeta? Ander le miró. Entre sus manos estaba el maletín con todo el dinero. Billetes de todos los colores. —Lloraste a su lado mientras tu padre te ordenaba que fueses a tu cuarto… —dijo Ander con la mirada perdida, recordando—. Por eso, si matas a alguien puedes olvidar por un momento que eras ese chico que lloraba y convertirte en otra persona para así poder olvidar… 99


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Ander soltó una placentera carcajada. —¡Joder! ¡No me digas que también te pasó a ti! —dijo Ander, con las lágrimas saltadas de la risa—. ¡Me gustaría haberte visto de pequeño, muerto de miedo y sin saber qué pasaba a tu alrededor! —¿No es por eso por lo que has matado a tanta gente ya? El asesino volvió a reír más fuerte, casi se caía de la risa. —Por supuesto que no, esto es por pura diversión…. Por diversión… por pura diversión… al igual que su padre. Johann se sentó en un asiento. El cuerpo de su amiga se estaba desangrando en el suelo. El chico miró el otro cuerpo, estaba igual. Ander permanecía en silencio, los dos iguales, mirando el dinero. ¿Tendría Ander la culpa de la muerte de su amiga? Al principio, Johann pensó que sí, pero luego entendió que no. Es cierto que fue él quien le arrebató la vida, pero lo pudo haber hecho para alejar aquellos recuerdos, para dejar de ser aquel niño que lloraba al lado de su madre. Sentirse fuerte y no llorar, como hacía su padre. No lo odiaba, lo entendía, sabía cómo se sufría. Le había dolido haber perdido a una amiga, pero él bien sabía que se van olvidando con el tiempo, que las heridas cicatrizan y si se quiere no vuelven. *

Habían pasado dos semanas desde aquellos días. Él estaba vivo, gracias a que Ander lo dejó bajar finalmente. A veces, pensaba que no había cambiado nada, es más, su mundo se había vuelto oscuro. Una de sus peores pesadillas se había repetido y esta vez lo había dejado totalmente destrozado. Ahora no tenía a nadie, a nadie como su madre o como Hannah. Se sentía solo, completamente abandonado. Cuando bajó del autobús, todo el mundo se compadeció de él. Ahora que habían pasado semanas, hacían como si nada hubiese ocurrido. Apretó fuertemente en trozo de cristal puntiagudo. ¿Para qué seguir así? Se sentía sólo, como si no existiese, no quería seguir así. No podía, ni quería, era duro. Se quitó el reloj digital de su muñeca izquierda y se remangó la camiseta, enseñando la muñeca. Era la única forma para dejar de sufrir, para dejar de pensar, para dejar de existir. Dejó abierto el grifo de la bañera, con agua caliente. Vio sus ojos reflejados en el cristal que su mano sujetaba. Una lágrima cayó en su reflejo, haciéndolo borroso y confuso. Justo como se sentía. 100


Paula González Delgado

Acercó el filo a su muñeca izquierda. Tembló, pero no quería echarse atrás. El espejo estaba frío cuando tocó la piel. Mordió la cadena que colgaba de su cuello. Cansado de vacilar, con un movimiento repentino ejecutó el primer corte. Sintió un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Estaba asustado, y el corte no había sido tan profundo a causa de ello. Empezó a llorar en silencio, sin dejar de morder la cadena. Hizo otro corte. Esta vez no pudo reprimir un chillido de dolor. La sangre manaba de su herida. En ese momento, la metió en el agua. Apoyó el brazo derecho en el filo de la bañera, donde apoyó su cabeza. Movía su brazo izquierdo de un lado a otro, viendo como el agua se teñía con su sangre. Johann empezaba a perder el conocimiento, como si acabase de despertar de un sueño. Perdía fuerzas, no veía con claridad. En un esfuerzo por abrir los ojos, vio cómo el grifo seguía echando agua, cómo el vapor inundaba el cuarto de baño. Cerró los ojos despacio, sin oponer resistencia. Se dejó caer… * Y aunque abrió los ojos, seguía viéndolo todo oscuro. ¿Había ocurrido de verdad? Se inclinó un poco. Estaba en su habitación, en su cama, y vivo. Sólo había sido un mal sueño, pero… ¿por qué se estaba quitando la vida? ¿Realmente quería abandonarlo todo? Después de todo lo que había pasado en los últimos días, moría en sueños. No, no podía permitir que eso pasase. Había salido con vida de una situación realmente difícil, indeseable para otro humano, y había salido ileso, aunque dejando a una gran amiga atrás. ¿Qué pensaría ella si le viese morir de esa forma tan cobarde? ¿Y su madre? Se sintió querido cuando reflexionó sobre aquello. Y se sintió mal cuando se planteó la idea de quitarse la vida, era como tirar por el suelo el sacrificio de aquellas dos grandes mujeres. ¿De qué serviría abandonar? Sería un cobarde como su padre, que no había sabido enfrentarse a los problemas. Se convertiría en lo que más odiaba y antes de que ocurriese eso quería seguir viviendo el día a día, para demostrarle a todo el mundo que podía continuar hacia adelante.

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UN SUEÑO MÁS ALLÁ DEL ESTRECHO Segundo Premio

MÍRIAM GÁLVEZ GARCÍA 1º E.S.O.

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO (ÉCIJA)

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—N

O TE VAYAS, ASHAD, POR FAVOR NO NOS DEJES solas a Zahie y a mí, por favor… no te vayas…

—Es por nuestro bien Jadila, tengo que emigrar a España para encontrar un trabajo. Cuando me instale, os prometo que volveré a por vosotras. Adiós, cariño, cuida bien de mamá. Os prometo que volveré… Ashad se despertó de un sobresalto. Aquel recuerdo lo acompañaba noche tras noche mientras viajaba a España, montado en aquella patera. Habían salido hacía una semana y las personas que iban con él ya habían empezado a quejarse por el hambre y la sed. Sabía que aquella situación era desesperante, pero tenía que aguantar hasta llegar a su destino. Le había prometido a su mujer y a su hija que conseguiría un trabajo en España y que volvería a por ellas, no podía fallarles. Tras varios días de viaje consiguieron llegar a las costas españolas. Por fin estaban allí. * Después de unos días de búsqueda, al fin pudo encontrar un trabajo «digno» como recolector en unos invernaderos de la provincia de Huelva. Una mañana lluviosa, Ashad se dispuso a ir a su trabajo, como todos los días. Pero fue la fatalidad del destino la que hizo que le atropellase un camión de los que transportaban los productos que allí se recolectaban. Se despertó inconsciente en un hospital, y allí se dio cuenta de lo que realmente le había pasado. En aquellos momentos lo único que le pasaba por la mente era la promesa que le había hecho a su familia. Les había dicho que algún día los traería con él a España. Esta ilusión le ayudaba a tener algo de fuerza en ese estado tan débil. Tras varios días ingresado en un hospital recibió una llamada al móvil: —Papá, ¿cuando vas a volver a por nosotras? Hace mucho tiempo que nos lo prometiste. 104


Míriam Gálvez García

Era la voz de su hija, en aquellos instantes caían lágrimas por sus mejillas. No sabía cómo iba a conseguir el dinero para ir a por ellas. Tampoco quería decirles que estaba ingresado en un hospital debido a un accidente. * Al cabo de unos meses, estaba bastante recuperado y entendió que ya era el momento de ir en busca de su mujer y de su hija para traerlas a España. Tenía que buscar a un abogado que le ayudara a arreglar la documentación para poder traer a su familia legalmente. Pero los abogados, al ver que era inmigrante, se opusieron a ayudarle. Eran hostiles a la entrada de inmigrantes en España. Ashad, después de tanto esfuerzo para encontrar a un buen abogado y no conseguirlo, no sabía qué hacer. Su paciencia se estaba agotando día a día. Durante otra buena temporada dejó a un lado sus planes de ir a por su mujer y su hija. Se limitó a trabajar duro. Para colmo de males, en su país de origen estaba muy próximo el estallido de una guerra. Zahie y Jadila estaban muy preocupadas, pero no querían decirle nada a Ashad para no preocuparle. Pasado un tiempo, cuando Ashad estaba en su departamento ocupado con cosas de su trabajo, sonó el teléfono. Reconoció que era la voz de su mujer y se estremeció. Le dijo que ya estaban perdiendo las esperanzas de aquella promesa que les había hecho y que había un conflicto político que provocaría una guerra. Ashad no sabía qué decirle a su mujer. Sabía que ella tenía toda la razón: si él no iba a por su hija y su esposa, ellas morirían en esa guerra. No tuvo mas remedio que decirle que en un par de semanas iría a por ellas y que esta vez no les iba a fallar. De nuevo, Ashad se puso a buscar un abogado que le arreglara la documentación. Cuando logró encontrar a alguien que quiso ayudarle, le aseguró que en una semana estaría todo listo: la documentación y el billete para ir a su país a por su familia. * A la semana siguiente, cuando iba de camino para su país, se comentaba en el barco que la guerra estaba cada vez mas cerca y que faltaban 105


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sólo horas para que las tropas llegaran a Mauritania, su país. Cuando llegó a su pueblo se encontró con su familia y todos lloraban, pero no había tiempo para lágrimas. Tenían que salir cuanto antes de allí. Al embarcar de nuevo en un ferry, camino de España, el barco se fue a pique debido a la explosión de una bomba que se encontraba en sus bodegas. Tras varias investigaciones policiales encontraron pruebas suficientes para afirmar que varias personas habían sobrevivido escapando de allí. También averiguaron que eran de la misma familia. Una pequeña embarcación de pescadores los recogió y los llevó a las costas de España. Allí los atendieron los servicios de Protección Civil. El estado español les concedió la residencia a toda la familia, porque sus papeles estaban en regla. Ashad consiguió un mejor trabajo en reconocimiento a su lucha por la supervivencia. A partir de ese momento, empezó a cumplirse el sueño de Ashad.

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MODALIDAD ALUMNOS 3ยบ y 4ยบ E.S.O.

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LAS DOS CARAS DE UNA VIDA Primer Premio

ANA CALDERร N CARO 3ยบ E.S.O.

I.E.S. PABLO DE OLAVIDE (LA LUISIANA)

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RA 14 DE SEPTIEMBRE Y VOLVÍA EN UN VUELO DESDE Ibiza. Me parecía mentira que el verano se hubiera acabado. Ya no habría más conquistas, fiestas locas en la orilla de la playa, borracheras con resaca… Me sentía muy triste por todo, era esa tristeza que te inunda el cuerpo y te produce un nudo en la garganta hasta que tienes ganas de llorar. En fin, tenía que pensar que todo lo bueno se acababa, pero lo que más me fastidiaba en ese momento era no volver a ver a Elizabet, esa chica me había calado hondo. Esa noche en su casa, después de la fiesta de despedida, nunca la olvidare. No quería pensar que me había enamorado, pero tampoco podía quitármela de la cabeza. Ahora quizás debía poner atención en como volver a reconquistar a Eva y hacer que olvidara que me había liado con su hermana mayor. Quizás con un regalito, una cena y después nos iríamos a mi casa y asunto arreglado. Demasiadas cosas en la cabeza. Acababa de llegar a mi casa en Madrid. La Moraleja se veía triste y solitaria. Cuando entré en mi habitación, empezaron a saltar los mensajes del contestador: María, Claudia, Cristina, Marga, Laura, Macarena, Rocío… Todas habían dejado algún que otro mensaje. En ese momento no tenía ganas de contestar. Llamé a Mario y Carlos y quedamos para dar una vuelta por el centro comercial del club. Le dije a Titina que deshiciera mi equipaje y que le dijera a mamá, que se había ido a jugar a golf, que iba a salir. Cuando llegué al club, Laura y Claudia estaban con mis amigos. Lo que menos me apetecía en ese momento era hablar con ellas, ya que eran bastante pesadas y ahora mismo no me interesaban en absoluto, pero tenía que ser amable. —Hola Álvaro, no sabes cuánto te he echado de menos este verano — dijo Laura dándome un beso—. ¿Cómo te lo has pasado? —Yo también te he echado de menos, me lo he pasado bien aunque te tenía siempre en mi cabeza —le dije. 110


Ana Calderón Caro

—¡Álvaro! ¿Y de mí, no te has acordado de mí? —dijo Claudia abrazándome—. He pasado un verano horrible sin ti. —Claro que sí preciosa, ¿cómo iba a olvidarme de ti? —dije. —¡No agobiéis a nuestro amigo! —interrumpió Carlos y me abrazó—. ¿Qué, y las tías en Ibiza? —Pss … Normal, ya sabes… —dije con una sonrisa picarona. —¿Bueno, tío, y cuántas han caído? ¿Quince, veinte? —preguntó Mario soltando una carcajada—. Pues yo estuve en Canarias, ya sabes, y cayeron unas cuántas. —Bueno, no se normal —comenté sonriendo aún más. Estábamos sentados en una cafetería y decidimos ir al parque. —Bueno, nosotras nos vamos —dijo Claudia—. Álvaro, llámame ¿vale? —Claro, ya te llamo —le aseguré —Un besito —dijo Laura acercándose a mí—. Mi padre se ha comprado un coche nuevo. Si te atreves, ya sabes, llámame. —Tranquila, no lo olvidaré. Ese comentario hace unos meses me hubiera vuelto loco. Aunque Laura no fuera la chica de mis sueños, irnos en el coche de su padre estaría muy bien. Sin embargo, ahora ya no me ilusionaba tanto. Mario, Carlos y yo estuvimos en el parque hasta tarde, charlando del verano. Cuando les conté la historia de Brenda alucinaban. La verdad es que estuvo muy bien, esa noche me emborraché como nunca lo había hecho y ella igual. Entonces decidimos irnos al yate de su padre que era el sitio más cercano de la playa. Fue una noche increíble. Aunque la resaca fue horrible, mereció la pena. Fliparon aún más cuando les conté la historia de las gemelas Sandra y Rebeca. Estuve durante dos semanas con las dos a la vez, fueron dos semanas intensas. Con respecto a Elizabet, sólo les conté la historia de su casa. No podía decirles que me gustaba demasiado, ya que lo que tenía que hacer en ese momento era olvidarme de ella, porque no iba a volver a verla hasta el verano. Contar estas historias no sólo era llenarme de orgullo, me hacía sentirme mejor. Tenía diecisiete años, era guapo, alto, con dinero y tenía a todas las tías a mi disposición, ¿qué más podía pedir? Pero ahora debía preocuparme Eva; no quería empezar el curso solo. Por eso le pregunté a Mario por ella, pero disimulando, porque no quería que se me notara, ya que él estaba flirteando con una amiga suya, Lola. 111


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—Bueno, Mario, ¿qué me dices de Lola? —pregunté—. ¿Sigues con ella o qué? —Más o menos. Ya sabes, no quiero nada serio con ella. Nos vemos todos los días y eso, pero sin malos rollos —explicó. —¿Hoy has quedado con ella? —pregunté. —Sí, ahora viene para acá. Quiere que vayamos de compras. Como mañana empiezan las clases, quiere renovar su armario. Ya sabes, cosas de tías —dijo. —¿Pero vais los dos solos? —pregunté aparentando poco interés—. ¿No van sus amigas con ella? —Supongo que vendrán —afirmó. —¡Eh, Álvaro! Tú lo que quieres saber es si viene Eva —interrumpió Carlos—. No pierdes el tiempo, tío. —No es eso. Sólo quiero tantear un poco el terreno a ver cómo se van a plantear las cosas con ella —me excusé riendo. —Pues está bien pensado —dijo Mario—. Vente con nosotros y… Bueno, ya sabes. En ese momento aparecieron Macarena, Lola y Eva. Todas me dieron dos besos para saludarme, excepto Eva. Aunque ese gesto ya me lo esperaba, su manera de mirarme me hacía pensar que la cosa iba a estar más complicada de lo que yo creía. —¿No me vas a dar dos besos Eva? —le dije sonriendo—. Hace tres meses que no te veo, qué menos, ¿no? —Como si son cuarenta años —respondió enfadada—. No tengo ganas de vomitar al darte un beso. Las cosas estaban muy mal, demasiado mal. Por lo pronto no quería ni acercarse a mí. Pensé que sería mejor no contestarle. Nos fuimos al centro comercial con las chicas y Carlos se fue a casa. Yo intentaba entablar cualquier tipo de conversación con Eva, pero ella me evitaba. Hasta que me metí en el probador donde ella estaba. —¿Qué haces, imbécil? —gritó enfadada mientras se tapaba—. ¡Sal de aquí ahora mismo! —Espera un momento, sólo quiero hablar contigo y no pienso salir de aquí hasta que me escuches, lo necesito —dije para convencerla. —El problema es que yo no tengo nada que hablar contigo y menos en esta situación —replicó. —Eva, estoy muy arrepentido por lo que hice, he pasado un verano horrible pensando en ti y no me atrevía a llamarte porque me daba miedo tu reacción —mentí. 112


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—Mira, lo siento, yo no puedo olvidar que te lo montaras con mi hermana mayor en mi cuarto. Lo siento, no puedo —dijo—. He estado todo el verano sin hablarme con ella y ahora estamos intentado olvidarlo todo. No pienso tener nada contigo, para mí eres… En ese instante la interrumpí besándola, le di un beso de esos con los que se corta la respiración. Debió gustarle, ya que se tranquilizó bastante. —Lo siento, no puedo olvidarte. Lo que pasó con tu hermana fue un error: estaba borracho, no sabía lo que hacía —dije abrazándola—, pero a la que quiero es a ti —¿Por qué haces esto? Dime, ¿por qué? Yo no quería que esto pasara —dijo angustiada. —Porque quiero estar contigo, sólo contigo. Desde que me dejaste me he dado cuenta que eres muy importante para mí. Dame otra oportunidad —supliqué. —Álvaro, no puede ser —se negó. —¿Por qué no? Sólo dime que sí y todo será perfecto —volví a rogarle. Pasaron unos segundos en los que me miraba. Estaba en el bote, no se me iba a escapar, esa noche la pasaríamos en mi casa. —Si hago esto es porque te quiero, ¿vale? —me aseguró. —Tranquila, no te vas a arrepentir —le dije. —Bueno, ¿qué te parece si nos vamos a mi casa y…? —sugerí. —¡Álvaro! —sonrió. —Es que tengo muchas ganas de estar contigo —insistí. —No, en serio, no puedo, me encantaría pero tengo que ir con mamá a comprar unas cositas —se excusó. Se fastidió una parte del plan, pero la más importante estaba concluida, ya habría tiempo para lo demás. —Bueno, pues nos vemos mañana en clase. Tengo que irme para casa —me despedí. —Sí —dijo mientras me daba un beso—, me voy a vestir. —Está bien, te espero fuera —le di otro beso y salí del probador. No había sido tan complicado. Cuando terminaron las demás chicas, Mario y yo nos fuimos para mi casa. Se lo conté todo por el camino. —¡Tío, eres un hacha! ¡No fallas una! —exclamó admirado. —Ya sabes, aprende —dije bromeando. Esa noche me acosté temprano; al día siguiente, desgraciadamente, había clase. Este curso me lo esperaba normalito, sin sobresaltos. Ahora estaba con Eva y después… lo que viniera. Segundo de Bachillerato iba a 113


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ser un poco más fuerte, pero no me iba a matar estudiando, eso lo tenía claro. Por la mañana, antes de entrar al instituto, todo fue muy normal. Me reencontré con todos los colegas… Cuando entramos en clase, nuestro tutor, el señor Ramírez de La Fuente, empezó a pasar lista hasta que la secretaria le pidió que saliera un momento. Cuando volvió nos comunicó un nuevo acontecimiento, aunque había un poco de jaleo en la clase. —¡Silencio, chicos! —dijo, y esperó hasta que hubo un silencio total—. Tengo que comunicaros algo. Al final de junio se propuso un proyecto para conceder unas becas a institutos de zonas menos favorecidas que ésta. Al ser una beca bastante generosa, se estableció una media muy alta, por lo que sólo una persona ha tenido la suerte de ser la beneficiada. Así pues, este año vais a tener una nueva compañera de clase procedente del barrio de Caramanchel. Os la voy a presentar…. Salió al pasillo y entró con una chica de pequeña estatura, un poco confundida y muy nerviosa e insegura. Su pelo era largo con una raya en medio, llevaba unas gafas de culo de botella que apenas dejaban ver sus ojos. Su piel era tan pálida como la pared de la clase. Llevaba una falda de muchos colores que le llegaba a los tobillos, unos zapatos un poco estropeados, una camisa de cuadros y una rebeca roja. En los brazos llevaba unas carpetas que sujetaba con fuerza. Se la notaba muy nerviosa, no sabía muy bien lo que hacer ni para dónde mirar. —Os presento a Jimena Esles Pinzón… Por favor, chicos, un aplauso —dijo, sonriendo, nuestro profesor. Toda la clase estaba en silencio, impresionada por la presencia de aquella chica que no pintaba nada allí y todos empezamos a reírnos, lo que aumentó el nerviosismo de la chica. El señor Ramírez, al ver la reacción de la clase y la situación tan incómoda que estaba viviendo Jimena, pidió silencio y la invitó a sentarse en primera fila, que era donde había un sitio libre. —Mañana determinaremos los lugares de cada uno de ustedes con más tranquilidad. Mientras, puedes sentarte ahí —le informó. Todos la mirábamos como si se tratara de un extraterrestre. No sabíamos lo que hacía allí. Pensé que estaba en una pesadilla, una horrible pesadilla de la que quería despertar rápidamente. Se notaba el miedo en la mirada de Jimena. Todos sabíamos que ella no quería que la miráramos, aunque quizás por eso lo hacíamos con más descaro. En ese momento se sentó en el lugar que le había asignado el profesor temporalmente. 114


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No sé por qué pero estaba indignado por la presencia de Jimena allí. Sentía un desprecio enorme hacia ella. Me horrorizaba tan sólo pensar en la idea de compartir curso con aquel engendro de la naturaleza, que para nada correspondía a la clase de gente con la que me relacionaba habitualmente. No podía ser verdad, debía ser una equivocación. Sentía el impulso de echarla fuera de allí. Me dirigí al profesor en público para manifestar mi desacuerdo con la situación. —«Esto» no va a estar en la misma clase que nosotros, ¿verdad? — dije, mientras toda la clase reía mi comentario—. Que se la lleven con los perros al sótano y que le den clase allí, seguro que se sentirá más cómoda. —Señor de La Vega, espero que guarde sus absurdos comentarios para otro momento y que se dirija a mí cuando su argumento tenga algo de sentido. Diríjase con más respeto hacía la señorita Esle —me recriminó el profesor. —Lo siento profesor, pero estoy en total desacuerdo con que «esto» respire en la misma habitación que yo. Puede contaminar el aire y no quiero tener enfermedades de basureros o alguna intoxicación. Mi médico privado dice que debo cuidar mi salud —dije, empleando todo el desprecio que pude. —Si está tan incómodo con la presencia de la señorita Esle, le invito a abandonar la clase para que informe de sus comentarios al director — respondió el profesor sin alterarse. —Si la situación no cambia, eso lo hará mi padre para poner una queja al instituto con abogados de por medio. De momento me iré, no voy a estar en la misma habitación que «esto». En ese momento Jimena se levantó de su silla y dijo con voz quebrada: —No hace falta que se vaya él, ya me voy yo —dijo y salió de la clase. Me sentí tan satisfecho que aplaudí su comportamiento, mientras toda la clase me apoyaba y hacían comentarios como «¡bien hecho!», «la mierda fuera de aquí». —Señor de La Vega, aunque usted no esté de acuerdo con esta situación, no tiene derecho a hacer lo que ha hecho. Voy a tener que comunicar a sus padres lo ocurrido —advirtió el profesor y también salió de la clase. Yo estaba tan contento con lo que había hecho que me daban igual las consecuencias. Estaba seguro de que mi padre me iba a apoyar en ello. Cuando salimos de clase, Jimena estaba en la puerta con lágrimas en la cara. No satisfecho con mi comportamiento anterior, me dirigí a ella y le dije: 115


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—A mí te diriges como señor de La Vega, ¿qué es eso de «él»? — Carlos y Mario estaban junto a mí apoyándome y riendo mis palabras—. ¿Lo has comprendido o no? De todos modos ya no vas a tener que dirigirte a mí, porque te van a echar de aquí como la mierda que eres. Quiero que repitas conmigo: señor de La Vega… Ella miraba hacia el suelo e intentó salir corriendo, pero la agarré por un brazo con fuerza. —¡Te he dicho que lo repitas! —le ordené. —¡Sí, repítelo! —dijo Carlos. —¡Dejadme, por favor! —suplicó—. Juro que no volveré jamás por aquí, pero soltadme. —Eso tenlo por seguro, pero quiero que hagas primero lo que te he dicho y que después desaparezcas para siempre —ordené. Le apreté fuertemente el cuello y no tuvo otra que ceder a mis deseos. Aunque parecía que no hablaba, su voz quebrada dijo: —Señor… de La… Vega. Mi satisfacción aumentó aún más. —Muy bien, ahora ya te doy permiso para desaparecer de aquí para siempre —dije mientras reía—. Aunque espera, te voy a hacer un regalito de despedida. La solté y escupí en su cara para sentirme aún más superior a ella y para que no se le olvidara quién mandaba. —Eso por intentar ponerte a nuestra altura entrando aquí. ¿Qué te creías? —dije mientras mi saliva resbalaba por su cara—. Vámonos, tengo que lavarme las manos. Cuando Mario, Carlos y yo apartamos nuestra mirada de ella me sentí grande, superior y sobre todo muy satisfecho: esa mosquita muerta de barrio no iba a estar cerca de mí y mucho menos en mi clase. Después fui a comer con Eva y todo fue como la seda, me felicitó por mi comportamiento en clase: —Me ha encantado lo que has hecho. Esa chusma no puede estar cerca de nosotros. Ahora estoy aún más orgullosa de haber vuelto contigo. —Son cosas que se deben hacer cuando se es rico, quitar a los que no son igual que tú de en medio. No es tan complicado —respondí. —Me encantas. ¿Qué te parece si nos vamos a mi casa y lo celebramos? —propuso. —Claro que sí, pago y nos vamos —acepté encantado. Esa tarde fue estupenda en casa de Eva. Todo iba otra vez perfecto, como siempre debían irme las cosas. 116


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Al llegar a casa pensé en no contarle nada a papá; no le daba la importancia suficiente como para que fuera tema de conversación. Yo lo veía como una actuación más que se debe hacer para poner a la gente en su lugar y para evitar que intentaran ponerse a mi altura. Pero con lo que yo no contaba era con que papá y mamá ya lo sabían. Estaban los dos sentados en el salón y oí de fondo la voz de papá. —¡Álvaro, ven, quiero hablar contigo! Entré en el salón y estaban los dos sentados junto a la chimenea. Papá fumaba uno de sus puros. Lo último que pensaba era que me iban a hablar de eso. —Me ha llamado tu tutor esta mañana para contarme un altercado que has tenido en clase con una compañera nueva. Él me ha contado su versión, pero antes de juzgar quiero oír la tuya —dijo papá. Le conté todo, tal y como lo sentí y cuando terminé creí que me iban a apoyar. Pero pensé mal, mi padre se puso totalmente en contra y aunque mamá siempre me apoyaba en casi todo, también le dio la razón. —¿Cómo has podido cometer semejante estupidez? —gritó mi padre—. No estoy criando a un hijo y poniéndole todo por delante para que a la primera de cambio caiga en esos desmanes clasistas y de superioridad, ¡no te lo permito! Yo no estaba para nada de acuerdo con las palabras de mi padre y no comprendía aquel enfado conmigo por semejante estupidez. —Pero, papá, esa niña debe estar con los de su clase —me excusé—. Entre nosotros no pinta nada. Además, si ella vuelve a pisar mi clase, me va a dejar en evidencia delante de todos y no lo pienso permitir. —¿Cómo? Esa chica va a volver a clase, quieras o no. Se lo he pedido por favor a tu profesor, así que vete olvidando de tus aires de mandamás —explicó papá. —Pero, Francisco, va a quedar por los suelos —interrumpió mamá. —Me da igual, no voy a permitir que un hijo mío trate de esa forma a los demás y se acabó la discusión —dijo levantándose del sillón y pegándole la última calada a su puro—. Espero que mañana esto no vuelva a repetirse. Salió del salón con gesto de enfado. Aquello me parecía increíble. Cómo se atrevía a ponerse en mi contra por no querer compartir clase con la chusma del país. Yo era su hijo y debería defenderme poniéndose de mi parte. Mamá intentaba apoyarme con algunos gestos cariñosos, pero en ese momento nada me servía. Aquella noche casi no pegué ojo. Cómo iba a hacerlo, me iban a poner 117


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en evidencia delante de todo el instituto y, además, papá se había enfadado conmigo como nunca lo había hecho antes. Ni siquiera el trimestre que llevé mis peores notas me había hablado así. Ahora tenía todavía más ganas de ridiculizar a aquella absurda niña que parecía que iba a entrar en mi mundo contra mi voluntad. Aquello me fastidiaba tanto que tenía ganas de llorar, pero no podía ser. ¿Cómo iba a llorar por aquello? Era absurdo. Por la mañana, en clase, ella estaba otra vez allí. Nadie me decía nada pero yo notaba los mensajes en sus miradas. Aquella situación me parecía una horrible pesadilla a la que no le encontraba ningún sentido. ¿Por qué me pasaba aquello? Yo no merecía que aquella cosa estuviera allí arruinando mi mundo. Porque ella estaba arruinando mi perfecto mundo, en el que nadie entraba sin permiso. Sin embargo, ella había entrado por la fuerza. Aquello no iba a quedarse así. Tan sólo su presencia era una ofensa para mí. La chica apenas hablaba, sólo miraba al profesor y tomaba con disimulo apuntes en su estúpida libreta. Cuando terminó la clase, pasé por delante de su mesa y le tiré todo lo que tenía. Todos rieron mi actuación. Aquello apaciguaba de alguna forma mi ira contra ella. Jimena lo recogió todo sin ni siquiera una queja, parecía no importarle. Por esa razón quise hacerme el gracioso todavía más y la tiré de la silla. Ella ni siquiera me miró. Los días fueron transcurriendo y mis bromas e insultos hacia ella fueron aumentando. Si había entrado allí, no iba a dejar de pagar la irritación que me provocaba. Me enfurecía tan solo pensar en ella. Aunque no quería que fuera importante para mí, no lo conseguía y poco a poco fue naciendo dentro de mí una bestia que iba perdiendo el control, una bestia que quería devorar a Jimena al precio que fuera. La empezamos a llamar «eso». Bueno, ése era uno de los adjetivos mejores con los que nos dirigíamos a ella, sobre todo yo. Otros eran: «cosa», «chusma», «basura», «desecho»… y todo tipo de insultos que poco a poco iban quitándole su dignidad como persona. A medida que avanzaba el curso, aquella situación me empezó a apartar de Eva. No tenía ganas de verla, ni de estar con ella, no me importaba. Mi atención se centraba en fastidiar a Jimena. Un día se me ocurrió gastarle una broma que se me fue de las manos, pero de la que, a pesar de las terribles consecuencias, no me arrepentí. Ella iba hacia su taquilla, llevaba dos libros bajo el brazo. Cuando la 118


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abrió, vio que todas sus cosas estaban quemadas. Lo peor fue que, cuando se dio la vuelta, una ceniza que quedaba encendida cayó en su chaleco y empezó a arder. Aquello le ocasionó quemaduras en la espalda. Nunca denunció mis actos contra ella. Parecía que no quería que lo que le estaba ocurriendo transcendiera. Estos ataques hacían que la bestia que llevaba dentro se calmase, pero antes de que acabara y a veces de forma involuntaria, mi mente ya estaba pensando en otra vejación contra ella. Así una tras otra, hasta que ideé un plan para acabar totalmente con ella. Lo organicé con Mario y Carlos. Todo era perfecto. La esperamos al salir de clase. Como siempre, iba a la biblioteca a estudiar; salía bastante tarde del instituto, por lo que la calle estaba muy oscura y solitaria. Estábamos detrás de la esquina de la parada del autobús que ella esperaba. La cogimos y, pese a que se resistió, la sometimos sin problemas. Fuimos por las calles de detrás del instituto hasta una casetilla abandonada que había detrás del huerto del instituto y que lindaba con un amplio descampado. Allí, aunque gritara, nadie la iba a oír. Entramos y la soltamos. —¿A que ahora no eres tan lista como en clase de Matemáticas? ¿Cómo te vas a escapar de aquí? —dijo Mario entre risas. —¿Por qué no le quitamos la ropa y nos la tiramos? Aquí en la oscuridad no le vemos la cara de deformada que tiene —propuso Carlos—. Así se acordara siempre de nosotros. Empezamos a reír con fuertes carcajadas los tres. Se notaba que tenía miedo, temblaba sin parar. —Mejor no, no quiero vomitar. ¡Qué asco! Con sólo acercarme a ella me entran nauseas —dije—. Mejor la dejamos aquí encerrada, para que se la coman las ratas. Mi risa aumentaba junto con mi enorme satisfacción. Era lo que más deseaba: dejarla allí y que desapareciera para siempre. —¡Buena idea! —dijo Mario, chillándole al oído—. Pero primero la dejamos sin ropa, así las ratas tendrán menos trabajo. —Haced lo que queráis, yo paso, me da asco —concluí. Para mí Jimena no era una persona; era un ser que desde que entró por las puertas de mi instituto me había jodido la vida y tenía que pagar por ello. Dejarla allí era una idea perfecta, no volvería a aparecer, nadie la buscaría, ¿quién se iba a preocupar de aquel ser insignificante? Salí para respirar un poco de aire. No quería verla desnuda. Lo único que quería era no volver a verla, cerrar la casetilla y tirar las llaves para 119


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que desapareciera para siempre. Pensé en esperar fuera a Mario y a Carlos, pero se me olvido el casco de la moto. Cuando volví a entrar la vi tirada en el suelo, desnuda, en un rincón mirando hacia la pared, temblaba de frío. Mario había roto su ropa desgarrándola. No sentía ningún tipo de lástima hacia ella, ni siquiera viéndola en aquella situación. Sentía asco. Era un sentimiento horrible. Se me hizo un nudo en el estómago y me entraron ganas de vomitar. Para mí seguía siendo una trepa que intentaba ser lo que nunca podría. —Bueno, ya hemos acabado —dijo Carlos—. Podrías haber participado, ha sido divertido. —Sí, ¿no has oído sus gritos? No sabe ni gritar con sentimiento la muy estúpida —dijo Mario mientras la cogía por los pelos, gesto que hizo que viera su cara. Todavía tenía las gafas puestas. De pronto sentí el impulso de quitárselas. En ese momento vi sus ojos, nunca me había fijado en ellos. Tenía unos ojos negros preciosos que me miraban con horror. No quería ver nada bueno en ella, pero eran los ojos más bonitos que había visto nunca. Su mirada se clavó en mi corazón. Quizás haberla visto siempre con aquellas horribles gafas de culo de botella hacía que la viera más inhumana, más superficial. Pero aquella mirada tenía algo. La bestia que había en mí parecía haberse dormido por un instante. Fueron segundos en los que desapareció aquella presión que llevaba dentro desde que la había conocido. —Vámonos, tío —dijo Carlos. —Sí… vámonos —dije con voz triste. No sé lo que me había pasado en ese momento, pero ya nada era igual. La veía por primera vez como a una persona. Aunque salíamos, mi corazón me decía que me tenía que quedarme dentro. Pero no podía hacerlo, tenía que irme y olvidarla para siempre. Me siguió con la mirada hasta que llegué a la puerta. Aquella mirada marcó un antes y un después. Salimos y nos fuimos caminando hacia donde estaban las motos. —¿Por qué no lo celebramos? —preguntó Carlos. —Eso estaría bien —respondió Mario. —Id vosotros. A mí no me apetece, lo siento —me excusé. Me monté en mi moto y me fui sin decir adiós. En la mano tenía agarradas muy fuertemente las llaves de aquel lugar. Esa noche no dejé de pensar en Jimena. Quería olvidarme pero no podía: eran sus ojos. Tuve horribles pesadillas, todo me daba vueltas. No 120


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podía dejar las cosas así, pero, por otra parte, quería que no cambiaran. Pasaron dos días, dos días horribles en los que no comía, no dormía… Todo el mundo preguntaba en el instituto por ella, pero no se alarmaban demasiado porque pensaban que estaría enferma. Me sentía tan culpable. Ahora empezaba a reflexionar, ¿qué es lo que me había hecho aquella pobre niña para merecer algo así? Mi conciencia no me dejaba vivir. Pensaba mucho en las palabras de papá aquella noche en la que discutí con él. Ahora comprendía su enfado. Finalmente, al salir de clase fui a aquel lugar. Iba a sacarla de allí y si hacía falta la llevaría a mi casa para que se recuperara. Seguro que no iba a pasar nada. Cuando abrí la puerta la vi tumbada en el suelo; fui hacia ella. La mitad de su rostro estaba desfigurado al haber sido devorado por las ratas. Tenía las manos frías y el cuerpo arañado y desgarrado. La tapé con mi chaquetón y la saqué fuera. Sus ojos me miraban fijamente sin parpadear, aún parecía que le quedaba un suspiro de vida. Le tomé el pulso, pero ya era demasiado tarde, estaba muerta. No podía creerlo. ¿Qué había hecho? La había matado de la manera más cobarde. Aquella niña estaba muerta por mi culpa. En ese instante sentí un fuerte dolor en el pecho, entré y me senté en el suelo. Quería morirme, me merecía todo lo malo que había en el mundo y empecé a llorar con rabia y con dolor. Miré a mi alrededor y vi su ropa rota desperdigada por el suelo. Debajo de uno de los pedazos encontré una nota que decía: Papá, siempre he intentado ser fuerte, ante todas las circunstancias, pero hoy quiero que me ayudes y te pido por favor que le digas a Dios que me deje irme al cielo junto a ti para poder escapar de este mundo cruel e injusto. Tu hija Jimena. . Sólo era una niña con ilusión y yo le había arrebatado la vida porque la gente de clase baja no podía relacionarse conmigo. Ahora me daba cuenta: no eran ellos, era yo el que no tenía clase ni sentimientos para relacionarme con las personas ¿En qué momento se fue mi vida por la borda para poder hacer semejante barbaridad? Agarré aquel papel y me fui con el recuerdo de su mirada por siempre 121


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en mi corazón. Pero no fui a mi casa. Tuve un gesto honesto hacía mí y hacía Jimena del que, a pesar de ser duro, nunca me arrepentiría. Me entregué a la policía. Les conté todo lo ocurrido, sin inculpar a Mario y a Carlos, ya que ellos actuaban bajo mis órdenes. Todos mis amigos me volvieron la espalda al enterarse de la noticia y nunca más volví a verlos. Mis padres se llevaron una decepción tan grande que nunca me han perdonado. Ahora tengo treinta y cuatro años y estoy en la celda veinticuatro de la cárcel de Madrid cumpliendo la condena por el crimen que cometí. Desde aquí cuento la historia de mi vida. Sé que nunca cumpliré los suficientes años de pena para obtener el perdón de Jimena. Pero estar aquí le da algo de sentido a mi vida, ya que aquí he entendido la vida de Jimena y lo que tuvo que pasar por mi culpa. Aún conservó aquel papel que encontré en el suelo de aquella casetilla y también conservo su mirada en mi corazón, algo que espero no olvidar jamás, a pesar de que esté en la otra cara de mi vida.

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VIVIENDO EN LA REALIDAD Segundo Premio

CARMEN ORTIZ MONTES 4ยบ E.S.O.

I.E.S. PABLO DE OLAVIDE (LA LUISIANA)

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Carmen Ortiz Montes

OY A ENTRAR EN CUARTO DE LA E.S.O. TODO SIGUE igual que siempre: buenas notas, amigos a mi alrededor... Todo continuará igual, salvo que, debido al trabajo de mi madre, tendré que ir a un nuevo instituto. Me emociona saber que voy a conocer gente nueva. En mi antiguo instituto enseguida me aceptaron y siempre contaron conmigo para todo: si había un trabajo de Física, yo estaba allí, si había que quedarse después de clase, yo me quedaba, para los deportes también soy bastante bueno. En fin, que tenía todo lo que quería y, además, todos mis amigos contaban siempre conmigo. Supongo que ahora me pasará lo mismo. 15 de octubre: «Entrada en el nuevo insti». Todo ha ido bien. He conocido a mis compañeros de clase y me han caído bien. Aunque quizás me esperaba otra cosa, otra «bienvenida», y creo que ellos también se esperaban algo más del «nuevo». Sigo haciendo mi vida igual que antes: saco muy buenas notas, de hecho soy el que mejor las saca de mi clase. El profe dice que llegaré adonde quiera y me ha puesto varios positivos por responder a preguntas que nadie de mi clase sabía. Creo que a mis compañeros no les ha sentado muy bien. 12 de enero: «Clase de Educación Física». El profesor de Educación Física me ha elegido como el mejor en los deportes y me ha pedido que vaya a las Olimpiadas de los institutos de la ciudad. También que haga algunas demostraciones a mis compañeros. 125


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Cuando iba a saltar el potro, Manuel, un chico de mi clase, me ha puesto el pie y he tropezado. Me he torcido el tobillo. Manuel y sus coleguillas son muy populares, los típicos «chulos del insti». Manuel es dos años mayor que yo. Ha repetido curso dos veces. Es un grandullón y hace karate. Se rumorea que es cinturón negro y que ha sido campeón del España dos veces. Creo que por eso se lo tiene tan creído. La verdad es que Manuel y yo no hemos conectado nunca. Desde que dieron las vacaciones de Navidad, me lo he encontrado por la calle en más de una ocasión y me ha dicho: —Será mejor que pienses en pasar unas vacaciones lejos de aquí. Si no, yo me encargaré de que las tengas muy pronto y no serán las mejores que hayas tenido. No sé qué le he hecho, pero ni a él ni a sus amigos les caigo bien. Sus amigos, que solo hacen lo que él les dice, también me han demostrado lo contentos que están de que yo esté en el instituto. El otro día llegué tarde a clase de Química. Como el profesor había salido a por unos apuntes, Manuel les dijo a sus amigos que salieran de clase para avisarlo de que dos alumnos se estaban peleando. Al poco, sentí que me tiraban al suelo y que empezaban a gritar. Manuel se las había apañado para que todo pareciera una pelea. Le dijo al profesor que yo había empezado a insultarle y a decirle que él jamás sería como yo. Mis compañeros no dijeron la verdad y el profesor me puso un parte grave. Al salir del instituto, Manuel me esperaba en la puerta para decirme que aquello no era más que el principio. Hoy, en clase de Física, nos han mandado un montón de ejercicios y Manuel me ha esperado a la salida: —Bueno, ya que eres el empollón de la c1ase, te encantará hacer mis deberes, ¿no? Aquí los tienes. Mañana, a primera hora, los quiero aquí, si no tu bonita cara sufrirá un pequeño accidente. Esto ya no me gusta nada. Manuel no hace más que amenazarme. 2 de febrero: «¡OLIMPIADAS!». ¡Hoy es el gran día! Son las Olimpiadas, llevo mucho tiempo entrenando para que todo me salga bien. Estoy muy ilusionado. En cuanto he llagado a clase y he soltado mis cosas, me he ido al 126


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gimnasio para ir calentando. Allí estaba Manuel, sus amigos y algunos más del insti. Ya me habían advertido que Manuel entrenaba mucho y que también había sido elegido para las Olimpiadas, pero no sabía que entrenara en el instituto. Me fui directamente para la cinta y en cuanto Manuel me vio vino ha hacerme una visita no muy «agradable». —¿Qué pasa? ¿Es que no tienes suficiente con que el profesor te diga que eres el mejor de todos? ¿También tienes que demostrárselo al instituto? —Sólo estoy calentando. —¿Calentando? Vamos, empollón, todos sabemos que no eres más que un gallina que le cae bien al profesor. No tienes posibilidades de ganarme. —Puede que sí las tenga. —¿Si? Entonces me encargaré de que esas posibilidades se te acaben. Salí corriendo, intentando escapar de allí para terminar con aquello. Manuel me puso el pie y me caí, todos se rieron. Me fui hacia el almacén porque sabía que allí no entraría nadie. No salí hasta que tocó la sirena y no se oía ni un solo paso. Al recorrer los dos últimos pasillos, me encontré de frente con el profesor de Educación Física. Estaba muy enfadado. Se vino hacia mí y me dijo que lo había decepcionado, no sólo había faltado a las Olimpiadas, tampoco había asistido a ninguna clase. Había incumplido una norma y sería castigado por ello. 16 de febrero: «Jugando con dolor». Últimamente mis notas han bajado. Siguen siendo buenas, pero no son las que solía sacar. En cuanto a Educación Física, Manuel se está encargando de que no asista a las clases... Un alumno de segundo me ha contado que Manuel siempre había sido el mejor en los deportes y eso le hacía sentirse superior, hasta que llegué yo y le quité el puesto. Supongo que por eso me odia tanto. Al salir de clase de Lengua, Manuel me ha sorprendido y me ha metido donde las limpiadoras guardan sus cosas. —Más vale que te despidas de tu fama de ser el mejor deportista, y te vas a despedir ya, si no, vas a terminar en el hospital —amenazó. 127


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Sentí que me ahogaba, sus dedos me apretaban más fuerte con cada palabra que me decía y apenas podía tomar aire. Cuando por fin me soltó, caí al suelo y empecé a toser. No sé de dónde saqué las fuerzas para gritarle que era una basura. Manuel no me oyó, estaba ocupado dándome una patada en el estómago. Luego se dio la vuelta para marcharse, pero antes me dijo: —La próxima vez no te dejo vivo. Me quedé tendido inmóvil, deseando que aquello fuese sólo un sueño y que pronto despertase en mi habitación. Desgraciadamente, el dolor que sentía en el estómago me decía que todo había sido real. Al día siguiente no fui a clase. Le dije a mi madre que me habían dado con un balón en el estómago y que me dolía mucho. Como siempre, estaba ocupada en su trabajo y no le dio mayor importancia. Yo sí se la daba, y no quería volver a encontrarme con Manuel. 20 de febrero: «Vuelta al insti con sorpresa». Hoy he decidido volver al instituto. Bueno, en realidad mi madre me ha obligado. Dice que llevo demasiados días en cama y que yo no hiberno. Por lo tanto, he tenido que ir. Al llegar, la mayoría de los alumnos me han mirado y han empezado a reírse, no sé por qué. Supongo que en estos días Manuel se habrá dedicado a decirle a todo el mundo lo bueno que es jugando al fútbol conmigo como pelota. Me equivocaba. Fui directo al tablón para ver qué exámenes tenía esa semana y descubrí por qué todo el mundo se reía de mí: Manuel había colgado una foto mía y de él en la que yo era más pequeño, tenía unas enormes gafas y un cuerpo muy pequeño con la cabeza muy grande. Manuel, sonreía a mi lado mientras me daba con un puño en la cabeza. 3 de marzo: «Nuevas Olimpiadas». Vuelve a haber Olimpiadas y, aunque me encantaría participar en ellas, no puedo. Manuel no me dejaría. Además, creo que no valdría para ello, he entendido que él es mejor que yo en todo los deportes y no quiero competir. Querría irme a casa y olvidarme de que estoy en este instituto y de que Manuel existe. 128


Carmen Ortiz Montes

Quiero estar solo. Es la única manera en que me siento tranquilo. Mis notas han ido bajando y mi madre ni siquiera se da cuenta de eso. Siempre está ocupada y nunca tiene tiempo para mí. Nunca me había visto tan solo, ni siquiera mis amigos de antes me llaman. He recibido una noticia, el profesor encargado de escoger a los alumnos para las Olimpiadas me ha llamado. Quiere que participe, pero le he dicho que no puedo, que tengo que recuperar asignaturas. Él no ha cedido y me ha dicho que ya estoy seleccionado y que no puedo echarme atrás. Manuel no ha tardado en enterarse y en hacérmelo saber. A la hora del recreo fui a la biblioteca, estaba solo con dos chicos de primero que, según ellos, «estudiaban». Manuel apareció por sorpresa y me dijo que era hombre muerto y que tuviera cuidado porque el día de las Olimpiadas no estaría allí para participar. Cuando he llegado a mi casa no he querido comer. Me he metido en mi habitación y me he pasado la tarde llorando. Me gustaría despertar de esta pasadilla. No quiero volver a ese instituto. Ver a Manuel me produce pánico. Sé que si me lo encuentro no viviré para contarlo. Sólo quiero llorar. 20 de marzo: «Último día». Quedan unas horas para las Olimpiadas. Mañana será el gran día. No quiero ir y tampoco quiero salir de mi casa para entrenar. No quería salir de casa, pero mi madre me obligó a que fuera a correos. Ella estaba esperando una llamada y no podía ir. Salí a la calle y no dejaba de mirar para todas partes. Sentía que algo me iba a pasar. Iba con paso muy ligero y decidí entrar en un callejón, así llegaría antes. Había poca gente. A aquellas horas la gente estaba en su casa o trabajando. Sentí miedo, me temblaba todo el cuerpo, pero no paré de correr. El callejón estaba poco iluminado, apenas se veía. Seguía corriendo y sintiendo miedo. De pronto tropecé con alguien, me caí y no quise alzar la mirada. Para mi sorpresa, era un cartero. Le pedí perdón. Después de echar la carta regresé por el mismo camino. Estaba un poco más tranquilo, pero no dejaba de temblar. Me pareció que alguien venía con paso ligero en sentido contrario al mío. Miré hacia atrás y al volver la cara sentí que unas manos me apretaban el cuello y me empuja129


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ban contra la pared. Me quedé petrificado y el cuerpo no me respondía. Luego oí aquella voz… —¡Vaya, vaya! Ahora no te vas a escapar. Creo que te dije que te tomaras unas vacaciones y no me has hecho caso. No te preocupes, yo te pagaré el viaje y mañana no tendré rival. Era Manuel y no venía dispuesto a hablar. Apretaba sus manos sobre mi cuello y me estaba mareando. Me soltó y caí al suelo inmóvil. Luego comenzó a golpearme sin clemencia. De mi boca salía un líquido caliente y espeso, era… ¡sangre! Yo no sentía dolor, sólo oía cómo Manuel se reía mientras me golpeaba una y otra vez. Lo último que recuerdo fue un pinchazo debajo de las costillas y que la cabeza empezó a darme vueltas. * Ahora oigo mucha gente a mi alrededor y mi madre llora. La siento cerca, habla con alguien… pero no entiendo lo que dicen… Llora y está hablando con… ¿un médico? ¿Por qué? Dice algo así como «no despertará, presenta un traumatismo severo y a perdido mucha sangre». Creo que ahora, por fin, estoy dentro del sueño que quería. No volveré a despertar. Manuel no está aquí, pero acabo de ver a mi padre. Me está dando la mano para conducirme por este oscuro mundo… Ahora soy libre y sé que Manuel cumplió su amenaza. No estaré allí para las Olimpiadas y él será el ganador de esta lucha sin fin.

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MODALIDAD ALUMNOS BACHILLERATO

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V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

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POR UN TRAPO DE COLORES Primer Premio

SERGIO JIMÉNEZ ATENCIANO 2º BACHILLERATO

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO (ÉCIJA)

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Capítulo 1: «Despierta»

N DOLOR AGUDO EN EL BRAZO IZQUIERDO DESPERTÓ a Elijah. Algo húmedo recorría su rostro y cuando abrió los ojos, le sorprendió ver el cielo de un extraño color escarlata. Se apartó la sangre de los ojos, aunque el sol continuó siendo rojo, pues el astro casi estaba oculto en el horizonte, detrás de los edificios. Con esfuerzo se incorporó y se dio cuenta de que se hallaba cerca de algún tipo de barricada. «¡Qué extraño!» —pensó—. «¿Me han dado por muerto? La explosión apenas me alcanzó, pero…». Su arma yacía cerca de él, y cerca también de otros tantos rifles como el suyo, pero no había rastro de sus dueños, ni vivos ni muertos. «Si no estoy en el hospital de campaña, ¿cómo es que tampoco estoy ya en una caja de madera a medida?» —La duda pareció martillearle el cerebro, no entendía qué estaba ocurriendo, no sabía qué hacer—. «Supongo que podré encontrar la salida por mí mismo, probablemente haya un campamento a las afueras». Una vez el dolor se atenuó, Elijah se levanto, se puso su casco y cogió el rifle. Comprobó la munición, y le sorprendió que apenas le quedaban balas, a pesar de que cuando comenzó el combate llevaba balas de sobra para toda la escaramuza. «¿Habré… matado a tantos?». Lo cierto es que, cuando intento recordar, las imágenes llegaban borrosas a su mente. Desde el momento en que era transportado y le dejaron junto a sus compañeros en la entrada de la ciudad, ningún recuerdo era suficientemente claro como para reconstruir lo que había ocurrido desde ese momento hasta que la explosión de una granada lo dejó inconsciente. 134


Sergio Jiménez Atenciano

Observó el campo de batalla a su alrededor, intentando situarse para tomar el camino mas directo a la salida. El desconcierto se atenuó, aquellas calles, que hacía sólo unas horas habían sido testigos de un atroz combate, se convirtieron en espejos para Elijah. Cráteres, paredes ennegrecidas, agujeros de bala, sangre… pero él ya había estado en algunas escaramuzas, sabía lo que era la guerra, y sabía que debía mantener su mente fría si quería permanecer cuerdo después de una batalla. Pero eso sí, era la primera vez que sitiaban y asaltaban una ciudad. Entonces lo vio: algo se movía en un enorme cráter al final de la calle. Esperanzado, por si era un aliado, pero a la vez temeroso de que fuera un enemigo, Elijah se acercó poco a poco, con el rifle preparado para soltar su mortal carga. Cuando estaba a tan sólo unos metros del cráter, sus oídos se vieron sorprendidos por un ruido ensordecedor. Un gran miedo se apodero de él. Instintivamente corrió a cubrirse en la casa más cercana; no es que fuera el mejor refugio, pero era mejor que campo abierto. El ruido ni se intensificaba ni se reducía; tampoco cesaba. «Deben de estar justo encima, no creo que me hayan visto. De todas formas, con la batalla terminada, dudo que sigan castigando la ciudad». Con esta convicción, el soldado se asomó y sus ojos se abrieron por la sorpresa. Un cielo despejado se abría ante él, ni un simple caza de reconocimiento surcaba el aire. «¿Qué?». El ruido persistía, pero por fin empezaba a reducirse y a alejarse. Seguía sin ver nada que pudiese indicar su procedencia. Entonces se acordó de lo que vio moverse en el cráter y se acercó rápidamente, dispuesto a preguntarle por tal extraño suceso a quien fuera, tanto si era amigo como enemigo. Sin embargo, lo que allí vio no fue capaz de clasificarlo como peligroso o no. Sus ojos casi saltaron de sus orbitas, y si la adrenalina ya recorría su cuerpo, otro torrente de esta sustancia inundó sus venas y arterias. «¡¿Que cojones es esto?!»

Capítulo 2: «¡Corre!» En el centro del cráter, formado sólo por extremidades, sin cuerpo, se encontraba una criatura horrible y repulsiva. Apoyándose tanto con brazos como con piernas, la criatura se tambaleaba sin llegar a perder el equilibrio. El resto de sus extremidades, se arqueaban y torcían en horribles posturas. Un enorme charco de sangre manaba del centro de la criatura sin parar. Mudo de la impresión, Elijah sólo pudo observarlo aterrorizado. 135


V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

Entonces, algunas extremidades se apartaron y algo que podía ser un rostro surgió del centro de la criatura. Cuando el ruido del motor se detuvo por completo y el reino de las sombras se apoderó de la ciudad, el rostro emitió múltiples gritos de dolor que cortaron el aire y dieron a la ciudad el toque dantesco que le faltaba. «¡Corre! ¡Corre! ¡Corre! No mires atrás, no es cierto. Te lo estás imaginando, no existen monstruos así. Sigue corriendo. Escóndete, sí, aquí, escóndete. Tranquilízate. Respira. ¿Y el ruido del avión? Silencio. ¿Ves? No te ha seguido, ya no lo oyes, te lo has imaginado todo. ¡Ah! ¿Qué ha sido eso? Algo se ha caído. Sólo son escombros. Te asustas por nada. Empieza a oscurecer, saca la linterna. No la llevas. ¡Serás entupido! ¡Ah! Otra vez. ¿Y estos temblores? ¿Dónde está el rifle? ¿Puede ser aquella criatura? No. No. No existe, recuérdalo. La pared está temblando… Eres tú el que tiembla de miedo, estúpido. Respira. Levántate, Mira al enfrente y vuelve por donde has venido. Ahora no vas a ver nada extraño. Vamos, ¡espabila!». Sus manos temblaban y un sudor frió recorría su frente. Por más que se repitiera que no a sí mismo, algo extraño estaba ocurriendo allí, y ahora no tenía el arma para defenderse ni una linterna para escudriñar a través de la oscuridad. Una vez su corazón hubo recuperado el ritmo normal, se levantó. Se había escondido en la casa que le pareció que menos había sufrido en la batalla. Parecía intacta por fuera. Por dentro, sin embargo, el mobiliario estaba destrozado y había arañazos y señales de pelea por toda la habitación. Cuando se giró, cayó de espaldas. Al mirar escaleras arriba, dos piernas asomaban en la primera planta… ¡y dos brazos! «Espera… también tiene un tórax, ¿es una mujer?». Estaba de espaldas y desnuda, un pelo largo, despeinado y sucio cubría su espalda. Aliviado pero extrañado por la visión, intentó llamar a la mujer. Ésta empezó a girarse de forma extraña. «Aquí hay algo que no está bien. ¿Qué le pasa?». Cuando terminó de girarse, el pelo de la mujer permitió ver su rostro. Elijah gritó como nunca lo había hecho y la enorme boca que abarcaba casi todo el rostro de la mujer, apartando a los lados de la cara unos ojos rojos y unos pómulos desfigurados por el dolor, grito con él. «¡Levántate! ¡Sigue corriendo! ¿Pero qué se supone que son esas cosas? ¡Muévete! ¿Acaso han usado algún tipo de arma biológica? ¡Que te muevas he dicho! No para de gritar… ¡joder! ¡La puerta!... ¿Pero qué clase de arma han podido emplear para causar estos… efectos? ¡Hay dos más! ¡Te dije que te movieras!». 136


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Tarde. Sus cansadas piernas no obedecían a su aterrorizada mente. Ahora, otras dos mujeres habían aparecido, gritando y con sus rostros deformados de la misma manera. Bloqueaban la única salida visible. Una de ellas era de una estatura mucho menor, «una… ¿niña?». Elijah se pegó a la esquina en posición fetal, cerrando los ojos y tapándose los oídos, los gritos lo taladraban y no podía soportarlos. Eran unos gritos constantes, de eterno dolor. Mientras, la criatura de las escaleras había tropezado con su torpe y tétrico andar, y se hallaba tirada delante de Elijah. «¡Aprovecha, joder, muévete!». Pero no era capaz ni de levantarse. Arrastrándose hacia él, la horrible mujer le agarró de una bota, Elijah intentó zafarse, pero entonces un dolor agudo atravesó su pierna. La criatura le había clavado un enorme cuchillo militar, idéntico al que él poseía. El dolor bloqueó su mente y, pensando que sería imposible esquivar a las otras criaturas, que también portaban cuchillos, se entregó, llorando, a aquéllos horribles seres. Agradecía la oscuridad, al menos no seguiría viendo el grotesco rostro de su asesina.

Capítulo 3: «¿Temeur?» Paredes, suelo y techo temblaron una, dos, tres, cuatro veces y de pronto una potente explosión destruyó la pared en la que Elijah estaba apoyado, alcanzando a dos de las criaturas. Se estrellaron contra la pared contraria. Después se hizo el silencio, los gritos cesaron y la mujer que atacaba al soldado se retiró corriendo torpemente hacia la puerta, pero un enorme brazo metálico la interceptó, sacándola de la casa con gran violencia. Elijah pudo oír huesos crujiendo. «¡Dios mió!». Entonces, los gritos de la mujer cesaron por completo. «Es tu oportunidad. ¡Huye si quieres vivir, maldita sea! ¿Qué se supone que hay ahí fuera? Vivirás si no sacias esa maldita curiosidad suicida tuya. ¡Corre, las escaleras!». Entonces la cabeza del causante de aquel destrozo se asomó por la pared. Sus ojos brillaban lo suficiente como para que Elijah pudiera ver su rostro. «¿Un perro? Tiene cuernos… ¿un toro?». La criatura estaba hecha completamente de metal, su boca, llena de afilados dientes como cuchillas, estaba ensangrentada, y unos cuernos retorcidos de forma grotesca surgían sin un orden de su cabeza. La colosal bestia abrió su boca y Elijah pudo ver que en el centro había un cilindro también metálico. El soldado 137


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miró aterrorizado, como si allí dentro fuera a hallar la explicación para todo lo que le estaba ocurriendo aquella noche. La criatura se retrajo ligeramente, sólo para emitir, un segundo después, un sonido equivalente a decenas de explosiones consecutivas. Esta vez las piernas de Elijah se movieron solas. Corriendo escaleras arriba, alcanzó la primera planta al instante. Mientras, el sonido se repetía sin cesar, destrozando sus ya dañados oídos. La casa temblaba y Elijah se tambaleaba pasando habitaciones, intentando alejarse en la dirección que pudiera. Al fondo de una habitación, una ventana abierta llamó su atención. Fuera, una casa casi destruida por completo conservaba al menos un pequeño muro con una viga que a simple vista parecía segura. La distancia era considerable, pero no tenía alternativa. Haciendo acopio de fuerzas, Elijah saltó y el intenso dolor de su pierna casi le hizo fracasar en su intento. Sin embargo, era mucha la adrenalina que corría por su torrente sanguíneo. La viga crujió bajo su peso, como pudo mantuvo el equilibrio, pero ésta era mucho menos estable de lo que aparentaba. Se desprendió del muro, dejando caer al soldado, que se deslizó hasta el suelo, rodeado de escombros. Le dolía todo el cuerpo, su pierna, sus brazos. Estaba cubierto de magulladuras. En sus oídos aún retumbaba un sonido que no era capaz de definir. «¡Levántate, a esa cosa no le duele nada y estoy seguro de que puede olerte!». Su miedo no le dejaba un minuto de respiro. Hizo una improvisada venda para cubrirse la pierna y continuó calle abajo en dirección contraria a donde se encontraba la bestia. A sus espaldas sentía los temblores y oía cómo la bestia destruía el edificio buscándole a él en vano. «Muy bien, te alejas. Saldremos de aquí. ¿Qué es eso? Nada, la oscuridad no te deja ver. ¿Y ese sonido? No hagas caso a tus oídos… Siento algo… Esa bestia está lejos, pero no te pares. Ya tendrás tiempo para descansar en el campamento. ¡Sólo un poco más!». Caminó al menos durante dos horas, con pequeños descansos de unos minutos. Sintiéndose en todo momento observado, cada esquina se le antojaba un gran reto de coraje. Cuando, al girar, sólo veía la calle vacía, dejaba escapar un suspiro de alivio. «Mira a tu espalda… bien…». Si sus oídos estuvieran en buen estado, habría caminado más tranquilo, pues sobre la ciudad se sumió un absoluto silencio. Sin embargo, no tenía claro qué era lo que oía. Las calles y los edificios seguían torturándole, reflejando todo tipo de escenas de la batalla. Aunque él no había estado presente, había vivido las suficientes como para imaginárselas. Por suerte, la luz de la luna llena y las estrellas sólo le permitían ver parte del escenario. 138


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Por fin, cruzando una calle, oyó con nitidez el ruido de motor. Temeroso, se asomó por una esquina, pero lo que vio, aunque le desconcertó, no alimento su aterrorizada mente. Un hombre de mediana edad se encontraba al lado de un camión militar. Normalmente se usaban para transportar recursos y personas. En esta ocasión el equipaje quedaba oculto bajo una lona. Con ropas oscuras y pelo largo atado y con entradas, el hombre empujaba un carro de mano de los que se usaban en la construcción. Elijah siguió observándolo; quería asegurarse de su naturaleza. El hombre montó el carrito en el camión, levantó la lona, pero la oscuridad no dejó que el soldado viera lo que había debajo. Después el hombre encendió una linterna: cerca había un niño y una niña de aspecto sucio, mirando al suelo y con caras profundamente tristes. El hombre se acercó y, amablemente, los cogió por la cintura y los sentó en la parte trasera. Elijah salió de su escondite llamando desesperadamente a aquel hombre. Éste se giró hacia él como si siempre hubiera sabido que el soldado lo estaba observando. Cuando estuvo cerca, le sonrió. Sólo unos pequeños dientes asomaban en su dentadura. Aunque su rostro inspiraba tranquilidad, lo cierto es que a Elijah se le antojó siniestro. —¡Por favor! —suplicó—. Necesito ayuda… ¡sácame de aquí! —Tranquilo, amigo —le respondió con voz ronca—. No hace falta que te lleve a ningún sitio. —¿Qué?... —La respuesta lo dejó perplejo; de todas maneras, su voz tranquilizó al soldado: era humano. —No tienes por qué montar —dijo mientras se acercaba al camión—. Como puedes ver… —y levanto la lona—sólo llevo a los que realmente lo requieren. El «equipaje» no era nada más y nada menos que una pira de cadáveres de soldados de ambos bandos y de civiles, amontonados sin concierto. «Pero, ¿entonces…?». —¿Y esos niños? ¡Están vivos! —preguntó un sorprendido Elijah. —¿Vivos dices? Bueno, podría mirarse así… Pero, amigo, si las balas no los han matado aún, ya lo harán. Y, si no fuera así, ¿crees de verdad que sobrevivirán a la posguerra? Son huérfanos, acabo de recoger a sus padres. ¿Piensas que dejándolos en algún sitio de acogida sobrevivirán? ¡Ja! Lo siento, ya lo intenté una vez y, la verdad, prefiero adelantarme el trabajo siempre que pueda. En una guerra, hasta los centros de acogida pueden convertirse en objetivos estratégicos. Elijah cayó de rodillas. «¿De que me estás hablando?». Las lágrimas afloraron a sus ojos, no entendía ni una palabra de lo que estaba diciendo 139


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aquel señor aparentemente afable. —¿Es que acaso pretendes matar a esos niños para ahorrarte trabajo? —gritó. El rostro del hombre se volvió serio e inquietante. Se agachó hasta poner sus ojos a la misma altura que los de Elijah y dijo: —Déjame recordarte que no eres quién para criticarme. Al fin y al cabo, yo estoy aquí por personas como tú. Amigo, yo no mato a nadie, ese es tu trabajo. El hombre se levantó para volver a subir a su camión y continuar con su macabro trabajo. Cerró la puerta, arrancó el vehículo y puso la radio. —¿Quién… eres? —preguntó un desesperado Elijah, que lo observaba por la ventanilla con la luna bajada. El hombre sonrió, mientras se escuchaba heavy metal por la radio, cogió un papel y un bolígrafo, escribió, tachó, volvió a escribir y volvió a tachar, se detuvo un momento y escribió de nuevo. Elijah vio cómo le mostraba, sonriente, el papel. Se veían un par de palabras ilegibles por las tachaduras. Más abajo, una tercera, escrita con letra gótica rodeadas de extraños adornos: «TEMEUR». «¿Qué clase de nombre es ése?».

Capítulo 4: «Cobarde» El camión, con su extraño conductor y los dos niños sentados atrás, desapareció en la oscuridad. Elijah, clavado, sólo pudo observar cómo su única esperanza de abandonar el lugar se alejaba, rodeada por un halo de misterio. Continuó caminando, arrastrando los pies torpemente, ignorando los extraños ruidos de la ciudad, concentrado en sus pensamientos. «¿Qué ocurre? ¿Es un maldito sueño? ¿Una ilusión? ¿Una pesadilla? ¿Me he vuelto loco? ¿El mundo se ha vuelto loco? ¿Una dimensión paralela? ¿Una broma de mal gusto? ¿Qué…? ¡Cállate ya! ¿Qué más da la razón? ¿Quieres vivir? No es un sueño, la pierna te duele, ¿verdad? ¡Pues sal de aquí de una vez, no te detengas! Ya habrá tiempo para buscar respuestas. ¡Recuerdo esta calle! ¡Sí! ¿Qué ha sido eso? Por aquí está la salida, sólo es cuestión de continuar un poco más. Luego estaré a salvo». Una risita que inundó toda la calle interrumpió sus pensamientos. Parecía la risa inocente de un niño. Definitivamente, Elijah no se iba a detener. «¿Un niño riendo en un lugar como éste?... Por favor, ya no más…». 140


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Algo pasó muy rápido y muy cerca de Elijah, mientras un ruido que ya se había vuelto familiar inundaba sus oídos. «¿Dónde? ¿Quién dispara?». El sonido se repitió varias veces y chispas y montones de tierra saltaron a su alrededor. «¡No quiero morir!». Su mente obligó a su cuerpo a poner en marcha los músculos de sus piernas ignorando el dolor. Más risas y más disparos por toda la calle. Debido a alguna suerte inexplicable, Elijah no fue alcanzado y cayó exhausto cuando dobló una esquina cercana. Allí quedó tumbado hasta volver a un ritmo cardiaco normal. Sólo le quedaba caminar, su mente recordaba aquella calle y sabía que la salida se encontraba muy cerca. Dejaba que los dictados de sus recuerdos difusos dirigieran sus pasos. Al poco, empezó a oír un bullicio y distinguió una luz al final de la calle. En una esquina, un grupo de personas se reunía en torno a un barril que desprendía un reconfortante calor. Eran alrededor de veinte, quizás treinta, Elijah no los contó, no se iba a detener. Los ignoraría y pasaría de largo, no se iba a arriesgar, ya no se fiaba ni de su sombra. Mientras se acercaba, el grupo de personas, comía, reía y hablaba alegremente. Elijah no los entendía, hablaban en el idioma regional, pero no había atisbo de preocupación, tristeza o miedo en el tono de sus vivaces conversaciones. No pudo evitar sentir una profunda envidia. «No escuches». Parecía que ellos también le ignoraban, o no se habían percatado de su presencia. Caminaba sin hacer el menor ruido y oculto en la oscuridad, pero pronto aparecería el sol y le delataría. Aunque no sería necesario el sol para fastidiar su intento de huida. Al pasar a la altura del grupo, el silencio se sumió sobre la ciudad. Un escalofrió recorrió la espalda de Elijah, que se temía lo peor. «No mires». Pero su curiosidad venció y giró la cabeza. Las personas que formaban el grupo se habían callado, se giraron y miraron fijamente a Elijah. Las arrugas de sus caras mostraban su profunda melancolía. El soldado tragó saliva y continuó andando. «¡Ahhh!». Sobresaltando a Elijah, el llanto de una mujer rompió el silencio. «Continúa». Otros dos niños también comenzaron a llorar. “«No importa, no importa». Al volver a mirar, vio a los responsables de su intranquilidad, pero además se dio cuenta de que los hombres lo miraban con un profundo odio en sus ojos. Llevaban unas herramientas de dudoso fin en sus manos. «Aún no se han movido, simplemente no te acerques». Entonces, unos gritos desgarradores cortaron el aire y Elijah vio con horror que agujeros humeantes de bala aparecían por el cuerpo de todas las personas. —¡Asesino! —comenzaron a gritar. Elijah los entendía perfectamente. Todo el grupo le increpaba. 141


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«¡Corre!». No volvió a mirar, no quería. No supo en ningún momento cuánta distancia les separaba, pero no volvió la cabeza en ningún momento. El odio que desprendían las miradas de sus perseguidores le asustaba más que las armas improvisadas que portaban. Ahora su corazón recordaba por qué.

Capítulo 5: «¡Ja!» El traqueteo del camión le impedía dormir y las bromas de sus compañeros no ayudaban. Aún quedaban varias horas para el despliegue y los músculos le pedían un descanso. Pero no había manera. —¡Callaos, joder! —exclamó. —¡Venga ya, Elijah! —le dijo el más joven del escuadrón—. Ya tendrás tiempo para descansar después. Si de todas formas esto va a ser un paseo. —¡Sí! Ya hemos jodido toda la resistencia de esos cabrones. En esa ciudad sólo vamos a encontrar viejos, mujeres y niños —Ahora hablaba el más veterano, con una expresión fiera y unos gritos que cargaban de confianza a los demás—. No os preocupéis, sólo tenemos que llegar al ayuntamiento y colgar la bandera. Elijah no podía negar que estuviera entusiasmado: habían destrozado literalmente las defensas de la ciudad y ahora, después de semanas de sitio, sólo quedaba la merecida victoria, pero, joder, estaba cansado. Antes de lo que se esperaba, el camión se detuvo, la reja metálica cayó y los veinte soldados que formaban el escuadrón, junto a otros quince escuadrones, se adentraron en la ciudad. Sin embargo, a los pocos minutos, contra toda expectativa, Elijah estaba cubriéndose de la ráfaga de balas que los acosaban. Desde las ventanas de los edificios cercanos los rifles escupían su odio hacia los soldados. Transcurrió poco tiempo hasta que una granada lanzada con buena puntería solucionó el encuentro. —¡Venid a ver esto! —Un soldado había entrado a registrar una de las casas y traía en los brazos el cadáver de un niño. Los soldados empezaron a murmurar, pero el veterano se acercó y con un brazo firme y una mueca de asco tiró el cuerpo del niño dentro de la casa. Elijah no fue capaz de articular palabra, los ojos del niño se le habían quedado grabados en la mente. —¡Ni una lágrima por ese pequeño bastardo! Recordad que hace un 142


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minuto pretendía mataros a cada uno de vosotros —dijo, mientras señalaba las ropas del niño, que vestía un traje militar que nunca se hizo a su medida. Envalentonados y con su propósito justificado, los soldados continuaron la marcha. La batalla fue muy distinta a como se habían esperado: el pueblo se había organizado y los hostigaba con una guerra de guerrillas. Elijah y sus compañeros habían sido duramente entrenados y no les supuso ninguna baja. Después de un duro encuentro, los cadáveres de los civiles plagaban las calles por las que caminaba el escuadrón en silencio. Elijah no quería mirar, pero no pudo evitar algunos ojos que, abiertos de par en par por el dolor, le acusaban. El soldado intentó borrar estas imágenes de su mente y se concentró en las palabras del veterano. Llegaron a una plaza, cerca del centro de la ciudad. —Quiero que os dividáis en tres grupos y registréis las casas cercanas en busca de civiles y que los traigáis aquí. Recordad: si van armados, no son civiles. Elijah y su grupo entraron en la primera casa y hallaron a sus habitantes escondidos: una madre, sus dos hijas y un bebé. Cuando Elijah los iba a sacar fuera, su compañero lo detuvo. —Sin prisas, Elijah… —una sonrisa siniestra se había dibujado en el rostro de sus compañeros—. ¿No crees que sería un desperdicio si no nos aprovechamos de la situación? —¿De qué hablas? —No te hagas el ingenuo, Elijah, sabes de lo que hablo. —Ahora empuñaba su cuchillo militar y apuntaba a una de las mujeres, mientras, el otro empujaba a otra. Entre gritos, empezó a arrancarle la ropa. —¡Qué hacéis! ¡Ni se os ocurra…! —no continuó porque el cuchillo de su compañero ahora lo amenazaba a él. —¡No te hagas el héroe ahora! —Elijah, reuniendo valor, apartó al cuchillo y fue a ayudar a la mujer. No pudo, y en el forcejeo acabo con un profundo corte en la pierna. —¡Hijo de…! —volvió a callar, ahora era el frió cañón de una pistola la que interrumpió su insulto. —¡Estamos hablando muy en serio, Elijah! Salió de la casa y se alejó hasta que dejó de oír los gritos de auxilio. Entonces oyó el ruido de motores y, al mirar al cielo, un enorme bombardero surcaba el aire. Era imponente. Elijah gritó para alertar al resto de sus compañeros, pero una bomba cayó sobre el edificio donde un momento 143


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antes había estado. Al volver a dirigir su atención hacia el avión, se dio cuenta de que no era un aliado. El escuadrón, con dos soldados menos, corrió por las estrechas calles de la ciudad. A duras penas consiguieron acabar con la milicia, que se había organizado mucho mejor. Un enorme tanque les salió al encuentro y acabó con la vida de otros tres soldados entre explosiones y una lluvia de balas. El apoyo antiaéreo no llegaba y el bombardero pronto los sobrepasó. El silbido que precedió a la explosión fue eterno y cuando Elijah vio cómo alcanzaba de lleno al resto de su escuadrón cayó de rodillas, impotente. Observó con horror cómo desaparecían en una nube de polvo. Al disiparse, quedó un enorme cráter cubierto de sangre y de restos humanos. Elijah cayó inconsciente cuando recibió un brutal golpe en la cabeza.

Capítulo 6: «No voy a volver» —Chaval, ¿te encuentras bien? —Una cara surcada de arrugas lo observaba con curiosidad. —¡Hey, chaval, espabila! Elijah se revolvió en el suelo intentando incorporarse. La superficie donde estaba tumbado era demasiado cómoda para ser el suelo. «¿Qué hago en una camilla?». La cara lo observaba con curiosidad. Elijah se sobresaltó. «¿Quién es? ¿Otro monstruo?», se preguntaba con horror. Pero no, conocía aquel rostro, era uno de los médicos del campamento. «Espera, ¿entonces…?». Miró a su alrededor, aunque sus ojos no estaban acostumbrados a la intensa luz. Vio que se encontraba en el hospital de campaña que había en el campamento base al que tan desesperadamente había intentado llegar en las últimas horas. —Parece que ya estás bien. Intenta recordar lo que te ha pasado, el capitán necesita hablar contigo urgentemente. Mientras el médico se alejaba, Elijah se miró: tenía el cuerpo lleno de magulladuras, una venda sustituía a la que había improvisado en su pierna. Otra le rodeaba la cabeza y un suero goteaba lentamente hasta su brazo. Vestía la típica bata de hospital y a su alrededor podía ver otro soldados que dormían, recuperándose de unas heridas bastante feas. Elijah recordaba todo perfectamente y cuando el capitán se presentó 144


Sergio Jiménez Atenciano

le relató todo lo sucedido hasta que cayó inconsciente. Decidió guardarse el resto: no quería que lo tomasen por loco; tampoco sabía si aquello había sido una horrible pesadilla. —¿Caíste inconsciente en la ciudad, dices? —El capitán arqueó las cejas con desdén—. No me mientas, te encontramos a las afueras de la ciudad. Los ojos de Elijah se abrieron de par en par. —Huiste, ¿verdad? Abandonaste a tus compañeros a su suerte —dijo el capitán, echándole su asqueroso aliento, mezcla de whisky y habano. Elijah bajó la mirada; no sabía qué contestar—. No te preocupes, necesitamos a todos los soldados disponibles… incluso a los cobardes —añadió el capitán con desprecio. —Señor, no volveré a luchar. —No te estoy hablando de luchar, te estoy hablando de que necesitamos carne de cañón y tú nos sirves —Movido quizás por el asco que le producía el aliento, quizás por la ira que sentía hacia aquel horrible hombre, Elijah le propinó una patada en el estómago para luego tirarlo al suelo. El capitán se retorció de dolor. Elijah intentó huir, pero varios soldados lo capturaron al salir del hospital de campaña.

Capítulo 7: «Al alba» Un ruido atronador atravesó el aire. Elijah no veía qué ocurría y no podía moverse por mucho que lo intentaba. Una voz llegó a sus oídos desde algún lugar cercano. —Hola, Elijah, ¿cómo estás? —¿Temeur? ¿Qué haces aquí? —He terminado mi trabajo en la ciudad, aunque temo que pronto tendré que volver por allí. —Siento haberte gritado. —No te preocupes. Dime una cosa, ¿por qué te niegas a volver al combate? —¿Acaso podría, después de todo lo que ha ocurrido? —Vamos, hombre, que sé que estás tan cuerdo como yo. —Tengo miedo. —No eres un cobarde. Sabías perfectamente cuál es la pena por deserción. 145


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—Tengo miedo de volver a matar. —Elijah, ya has matado, eres un soldado, tu trabajo es matar sin cuestionarte el porqué. Eres una máquina. —¡Lo sé muy bien! Pero no quiero seguir siéndolo, ¡odio esto! El miedo, la ansiedad, el matar a otra persona, toda la barbarie que he vivido y que de seguro viviré. ¡No quiero volver a empuñar un arma! He matado a gente inocente, gente que no ha hecho nada, ajenos a toda esta situación. —Ésa es la esencia de la guerra, tú lo sabías cuando te alistaste. —¡No! Yo no sabía absolutamente nada ¡La guerra es dulce para aquéllos que no la han experimentado! Ninguna película, libro o documental transmitiría jamás las sensaciones que se tienen en un combate real. ¡Para mí esto era poco más que un juego! —Tu entrenamiento… —¡No es nada comparado con el verdadero horror! Sólo sirve para lavarte el cerebro, para eliminar tus emociones y sustituirlas por excusas patriotistas, para ocultarte el verdadero propósito de la guerra. ¡Yo soy una persona, no un trozo de carne con un arma! ¿Cómo esperan que mate a alguien sin importarme lo más mínimo las consecuencias de mis actos? ¿Eso es ser un soldado? ¿Ser un irresponsable capaz de matar por un trozo de tela con colores, a favor de intereses caprichosos? Tremeur calló. Quedaba poco tiempo y ya había oído todo lo que necesitaba. —Una cosa más, Elijah, dime la verdad ¿De qué huyes? ¿Qué es lo que más temes? Elijah guardó silencio durante unos segundos… —De mí mismo… y a mí mismo. El día que me convierta en una bestia como mis compañeros caídos, deseo que un enemigo acabe conmigo antes de que haga algo de lo que me arrepienta durante toda mi vida. —No te preocupes, te vienes conmigo. Dejaremos aquí al causante de tus delirios. «¡NOOOO...!». La bala atravesó el corazón de Elijah, aunque éste había dejado de latir una centésima de segundo antes.

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CARTA A LOS REYES MAGOS Segundo Premio

CRISTINA FERNÁNDEZ GONZÁLEZ 2º BACHILLERATO

I.E.S. NICOLÁS COPÉRNICO (ÉCIJA)

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Cristina Fernández González

A todas las mujeres que sufren en sus carnes el maltrato de unos maridos que no merecen llamarse personas.

OR FIN LOS DÍAS IBAN PASANDO Y EL 6 DE ENERO SE aproximaba. Ya faltaba menos para aquel día tan esperado. —¡Mamá, mamá! —Dime, cariño. —¿Cuánto falta para que lleguen los Reyes Magos? —Ya queda poco, Daniel. Hoy estamos a martes y los Reyes llegarán el sábado, así que no te preocupes, ahora están preparando los regalos para todos los niños. ¿Has escrito por fin la carta? —No, mami, pero ahora me pongo. El niño se marchó a su habitación a escribir la carta a los Reyes Magos. Este año era muy especial para Daniel. Tenía siete años, pero seguía con la misma ilusión que siempre, esperando la llegada de la mañana en que abriría los regalos y cogería las chuches que los Reyes le dejaban siempre. Este año era especial porque su mamá esperaba un bebé. Por fin tendría con quien jugar a sus juegos preferidos y la idea de ser el hermano mayor le apetecía mucho. Daniel cogió un cuaderno y un lápiz y comenzó a escribir. Su madre le había dicho que le ayudaría, pero Daniel no quiso. Sería un secreto entre los Reyes Magos y él.

Queridos Reyes Magos: Me llamo Daniel. Tengo siete años y voy al colegio Mª Auxiliadora. Estoy ya en 2º de primaria y he sacado unas notas muy buenas. El colegio me gusta mucho porque siempre jugamos a juegos divertidos y mi señorita es muy buena. Mi mejor amigo se llama Gabriel y él me ha 149


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dicho que los Reyes no existen. Se lo ha contado su hermano mayor pero yo se lo he preguntado a mi madre y ella me ha dicho que eso no es verdad y yo la creo. Por favor, no os enfadéis con él y traedle regalos también, ¿vale? ¿Sabéis que voy a tener un hermano pequeño? Sí. Aún no sabemos como se va a llamar, si es un niño yo quiero que se llame Raúl, como el jugador del Real Madrid. ¿Os gustan los caramelos y las tortitas que os dejo en el balcón? ¿Y la leche? Este año no os voy a pedir juguetes. Sólo os voy a pedir una cosa. Quiero que mi papá deje de pegarle a mi mamá. He visto cómo le pega y le hace daño. Majestades, me da mucho miedo. La oigo llorar muchas noches porque salgo de mi habitación y me acerco a la de mis padres en silencio. La oigo llorar y me pongo a llorar yo también. Vosotros sois muy buenos y traéis regalos a todos los niños, por favor, yo quiero que me traigáis ese regalo. Si lo hacéis, os prometo que voy a estudiar más, me voy a portar mejor en el colegio y no voy a decir palabrotas. Mamá me ha dicho que no diga nada, que papá me quiere mucho y es muy bueno. Pero un día oí que papá le decía cosas feas a mamá y la dejó caer al suelo y yo no quiero ver a mamá así. Por favor, no os olvidéis de mi regalo. Quiero que papá cambie. Quiero ver a mamá contenta. Daniel

—¡Mamá, ya he terminado la carta! —¿Quieres que la lea por si tienes faltas o por si se te ha olvidado algo? —No, mamá, lo que yo he pedido sólo lo pueden saber los Reyes, es un secreto. —Bueno, vale. Venga, lávate las manos que vamos a cenar. —¿Y papá, no viene a cenar? —No, hijo, papá está muy liado en el trabajo y vendrá más tarde. Daniel fue a lavarse las manos para la cena, mientras su madre ponía 150


Cristina Fernández González

la mesa. María estaba muy triste. Ya no aguantaba más. Esclava de su casa y de su marido, su vida se había convertido en un martirio. El día que se casaron fue un día para recordar. Se prometieron amor y respeto eterno, palabras que siempre estarían en la mente de ella pero que, por desgracia, no se habían cumplido a lo largo de los años. María y el padre de su hijo, Carlos, llevan casados ocho años. Después de un noviazgo de tres años, Carlos le pidió matrimonio. Se prometieron que vivirían siempre juntos y amándose, confiando el uno en el otro, haciendo feliz a la otra persona… «¡Demasiadas promesas!», pensaba siempre María. Al principio todo fue perfecto, y la felicidad se completó cuando María quedó embarazada. Su marido, siempre atento, no dejaba a María ni un momento sola, estaba ahí siempre que lo necesitaba. Daniel llegó y todos se volcaron en él. Formaban la familia perfecta. Los años pasaron, el niño fue creciendo y todo marchaba sobre ruedas. Pero, dos años atrás, Carlos perdió su trabajo. Fue un golpe muy duro para la familia. Carlos buscaba otra ocupación como loco, tenían demasiados gastos que cubrir y el dinero que habían ahorrado escaseaba. Carlos pensaba que le había fallado a su familia y se refugió en la bebida. Él nunca volvía tarde a casa, pero comenzó a hacerlo. Llegaba borracho, a altas horas de la madrugada y con un humor de perros. Por cualquier cosa que le dijera María saltaba a la defensiva con voces e insultos. María sólo pensaba en su hijo. No quería que oyera las cosas que su marido decía. María optó por acostarse y esperar a que llegara y no decirle nada. Daniel solía preguntar por papá. Le decía a María que muchas noches se había despertado porque lo oía gritar, que lo notaba raro. No entendía nada, sólo tenía seis años. En una ocasión, Carlos llegó de madrugada. Estaba muy borracho y no podía ni mantenerse en pie. Abrió la puerta después de varios intentos y entró hasta su habitación. Sacó a su mujer de la cama cogiéndola de los pelos y zarandeándola. Comenzó a gritar y a insultarla. La cogió de las muñecas, le hacía daño. María le pedía que la soltara, que la dejara en paz, le pedía que se marchara, que se fuera de allí, pero él la cogía aún más fuerte. Le dio una bofetada y la dejó caer. Mientras estaba tirada en el suelo, Carlos le dio una patada en el estómago, la insultó, la culpó de que él no encontrara trabajo, maldijo el día en que se casó con ella, el día en que se quedó embarazada… María lloraba y gritaba que la dejara en paz. Tenía mucho miedo, no podía creer que aquél fuera su esposo, el mismo de otros tiempos. Carlos se detuvo. Miró a María con maldad, con asco, 151


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con repugnancia. De repente se dio media vuelta, volvió a coger las llaves y se marchó de casa. María se quedó allí, tirada en el suelo, no podía levantarse, el dolor era insoportable… Pasaron unos minutos y reunió fuerzas para incorporarse y llegar hasta la cama. Se tendió. Le dolían las magulladuras, pero más le dolían el corazón y el alma. Lloraba y gemía. El hombre que había entrado en su casa no era su marido, no era el hombre con el que se había casado… Todo por culpa de la bebida, ¡maldita bebida! A María sólo le preocupaba la idea de que su hijo hubiera oído algo, que los gritos de su padre lo hubieran despertado. Se levantó como pudo y se acercó a la habitación de Daniel. Su hijo dormía como un angelito, no había oído nada. María fue al cuarto de baño, se lavó la cara y se curó la herida que tenía en el labio. Tenía la cara hinchada y le dolía mucho la tripa. Volvió a su habitación y se acostó. No pudo dormir en toda la noche, estaba aterrorizada. Tenía miedo de que volviera a entrar, de que le volviera a pegar… se acurrucó entre las sábanas, encogida como si ansiara el abrigo de un vientre que la protegiera. La noche se hizo eterna. Al día siguiente, Daniel se fue a casa de sus tíos con sus primos pequeños. María se quedó en casa. A media mañana, Carlos regresó. Venía con un ramo de flores y con una sonrisa en la cara. Se acercó a su mujer, que lo miró aterrorizada. Con la mirada inundada de miedo, le suplicó que se marchara. Carlos se acercó más, le entregó las flores y le pidió perdón, tantas veces como minutos tiene el día. Se arrepentía de lo ocurrido. Se había emborrachado y había perdido el control. Vivía amargado, no encontraba trabajo y eso lo asfixiaba. María lo escuchaba en silencio, no sabía qué creer. Su marido, aquel hombre que había llegado por la mañana, era como aquél con quien se había casado, atento y bueno. Después de mucho hablar, de súplicas, llantos y lamentos, María aceptó perdonarlo. Carlos le prometió que no volvería a pasar, que dejaría la bebida, que todo seguiría como antes y que volverían a ser felices. María lo creyó, estaba enamorada de él y le dio una oportunidad. —¿Por qué lo hice, Señor? —se lamentaría más tarde, cada mañana. Pasó un tiempo y su marido por fin encontró trabajo. La armonía parecía haber regresado a casa. Carlos volvió a ser el mismo hombre que antes. Pero la alegría no duró mucho, porque empezó a beber de nuevo. Cada vez que bebía llegaba a casa muy borracho y enfadado y lo pagaba con su mujer. Escenas de maltrato se repetían en casa de Daniel a menudo, y 152


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María callaba. Tenía mucho miedo. Carlos la había amenazado con quitarle a Daniel, la insultaba, le decía que no servía para nada, que la culpa de que él bebiera la tenía ella… cosas muy dolorosas que se clavaban en el corazón de María. Ella aguantaba por su hijo. Carlos trataba bien a Daniel y el niño mostraba mucho aprecio por su padre. María no se atrevía a huir con él y, desde luego, no iba a abandonar a su hijo. María siempre pensó que Daniel no se enteraba de nada, que cuando las cosas pasaban el niño dormía. Lo que ella no sabía era que su hijo se hacía mayor, ya no era un niño pequeño y esas cosas se notan. Daniel veía a su madre cada vez más apagada, nunca sonreía y muchas veces la había visto llorando. Ella siempre le ponía alguna excusa, pero Daniel era muy inteligente. Muchas noches se levantaba de la cama y se acercaba a la habitación de sus padres. Los oía discutir y los ojos se le llenaban de lágrimas. Nunca le dijo nada a su madre porque no quería preocuparla, pero él niño vio alguna vez cómo su padre pegaba a su madre. Daniel preguntaba por su padre y qué le pasaba, pero nunca preguntó por qué le pegaba a su madre. La vida seguía en la casa, pero la relación era totalmente distinta dentro y fuera de ella. Cuando salían, Carlos se comportaba como siempre: mil atenciones hacia su esposa, que fingía normalidad. Salían poco, ella no quería que nadie conociese el tormento que estaba viviendo y a él no le convenía en lo más mínimo. Muchas veces María lo amenazó con que se marcharía, con que se llevaría a Daniel lejos de su lado y que nunca los volvería a ver… y la misma escena se repetía. Paliza tras paliza… dolor sobre dolor… después venían días de calma y tranquilidad, pero María sabía que eso no duraría y que otro día vendría con ganas de hacerle daño, se quitaría el cinturón o el zapato e iría a por ella. María mandaba a su hijo a casa de su hermana, le decía que no se encontraba bien y que lo cuidara ella. Muchas veces hizo las maletas, cogió dinero de casa y salió al descansillo, pero siempre volvía atrás. Le faltaba valor para abandonar. A pesar de todo el daño, del sufrimiento que vivía, seguía esperando a que su marido, la persona con quien se había casado, regresara y todo fuera como antes. Ella creía que tenía la culpa de todo lo que estaba pasando, su marido se había encargado de que ella lo viera así, se sentía sucia, enferma, mala madre… y, si abandonaba a su marido, sería lo peor, no podía dejar a su hijo sin su padre. Hacía unos meses las cosas empezaron a cambiar. Carlos estaba irreconocible. Ya no bebía, el trabajo le iba mejor que nunca. En casa se com153


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portaba con naturalidad, como solía hacerlo antes. María estaba encantada, le había dado muchas oportunidades a su marido y ésta había sido la definitiva. Carlos se deshacía en atenciones con su esposa e hijo, la abrazaba, la trataba bien… ¿cuánto duraría aquella normalidad? Por esas fechas, María quedó embarazada. Tenía miedo por la reacción que pudiera tener su marido, pero se sorprendió mucho. A Carlos le hizo mucha ilusión. Se lo contaron entre los dos a Daniel, le comentaron que tendría un hermanito y el niño se puso muy contento. Toda la familia se alegró mucho por la nueva noticia, todos eran felices. El tiempo fue pasando y todo fue muy bien. Carlos era un hombre nuevo. Pero la fatalidad no iba a pasar de largo sin visitarlos. Hacía un mes todo empezó a cambiar de nuevo. Las cosas no iban bien en la empresa donde trabajaba Carlos y se oyeron rumores de que tendrían que despedir a algunos empleados. Cuando llegó el día, despidieron a Carlos. Desde ese día todo se volvió gris. El pasado volvió a repetirse con fuerza y Carlos se derrumbó. Él fallaba como padre y esposo pero culpaba a su mujer. Las palizas comenzaron de nuevo y María temió por su bebé. Lo último que quería era que le hiciese daño y que el embarazo terminase en un aborto. A Carlos le daba igual, se llenaba de ira y de furia y el alcohol le bloqueaba los sentidos. Una vez más, se había convertido en un maltratador.

*

El día anterior, un cartero había traído una carta con destino a «Los Reyes Magos de Oriente». El remitente era Daniel. A María le hizo mucha gracia la ocurrencia de su hijo, ella le había dicho que el Cartero Real vendría para recoger su carta y dársela a los Reyes, pero el niño no había querido esperar. María abrió el sobre con mucha ilusión para ver qué era lo que su hijo había pedido, porque Daniel no se lo había contado. Sacó la carta y comenzó a leerla…

Queridos Reyes Magos: Me llamo Daniel. Tengo siete años y voy al colegio Mª Auxiliadora. Estoy ya en 2º de primaria…

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Cristina Fernández González

María empezó a temblar. Se le cayó la carta al suelo. Su hijo lo sabía todo, había visto cómo su marido la maltrataba, la había oído llorar… y durante todo aquel tiempo ella había creído que Daniel no sabía nada. La situación no podía seguir así, su hijo no se merecía aquello. La carta le había abierto los ojos. ¿Cómo había estado tan ciega? Daniel había presenciado su dolor y ella sin saberlo. No podía darle una infancia así a su hijo. Cogió dinero e hizo las maletas, las mismas que había deshecho tantas veces. Las dejó en la entrada, porque sabía que su marido trabajaba en el bar de un amigo y no regresaría hasta tarde. Vistió a Daniel y los dos bajaron a la calle. Comenzaron a andar y llegaron a la comisaría de policía. —Buenos días señora, ¿en que puedo ayudarla? —peguntó un agente. —Quiero poner una denuncia. —Siéntese ahí, por favor. ¿Qué es lo que ocurre? —Mi marido me maltrata.

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ÍNDICE ENTRE MAGIA, PIEDRAS Y PALABRAS… JUAN JESÚS AGUILAR OSUNA MODALIDAD NACIONAL FERNANDO MOLERO CAMPOS, Fernán-Núñez, Córdoba. EL OJO DE CRISTAL (Primer Premio) MARIANO FERREYRA, Buenos Aires, Argentina. EL LIBRO (Segundo Premio) INTERLUDIO: DE ESCRITORES Y POETAS VICENTE MAZÓN MORALES LA BUFANDA ROJA Los ángulos muertos del misterio Su nombre era Saudade La lluvia triste de sauces Loriga y petos

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JUAN JESÚS AGUILAR OSUNA LA FOTOGRAFÍA

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MARCELINO FERNÁNDEZ PIÑÓN ¿A dónde? Celebración del bosque Falsa amistad El deseo Jardinero Último precio Cuando callas El fin

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TOMÁS GUTIÉRREZ BUENESTADO Añicos de los años Como un espantapájaros Gimen las cosas El mar Friedrich Noviembre Tal vez Zumo de perro

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JOSÉ LUIS JIMÉNEZ SÁNCHEZ-MALO Amaba tanto la jornada…

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FERNANDO DEL PINO JIMÉNEZ Dime Huida Lunes Breve encuentro

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MODALIDAD ALUMNOS 1º y 2º E.S.O. MARIONETAS PAULA GONZÁLEZ DELGADO (2º E.S.O.—I.E.S. Nicolás Copérnico, Écija)

UN SUEÑO MÁS ALLÁ DEL ESTRECHO MÍRIAM GÁLVEZ GARCÍA (1º E.S.O.—I.E.S. Nicolás Copérnico, Écija) 3º y 4º E.S.O. LAS DOS CARAS DE UNA VIDA ANA CALDERÓN CARO (3º E.S.O.—I.E.S. Pablo de Olavide, La Luisiana)

VIVIENDO EN LA REALIDAD CARMEN ORTIZ MONTES (4º E.S.O.—I.E.S. Pablo de Olavide, La Luisiana) BACHILLERATO POR UN TRAPO DE COLORES SERGIO JIMÉNEZ ATENCIANO (2º Bachillerato—I.E.S. Nicolás Copérnico, Écija)

CARTA A LOS REYES MAGOS CRISTINA FERNÁNDEZ GONZÁLEZ (2º Bachillerato—I.E.S. Nicolás Copérnico, Écija)

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eurosemillas

hiseagro

inclima

lori alde

jose sequera

ferindu

servihogar

coesagro

serrano calderon

cajasol

plasgen

enga

rafael serrano

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caofi


V CERTAMEN DE RELATOS «EL MUNDO ESFÉRICO»

ÉCIJA, 2008

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