Los Monaguillos

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Antonio Morena Ruedas

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Cubierta, ilustraciones y maquetaci贸n: Isabel Pueyo


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Agradecimientos A mi colega y amigo Fermín Alonso por su prólogo. A nuestro querido e insigne paisano, Julián. E. Maestre Zapata, el Jardinero de las nubes, por su desvelo en la revisión estilística y consejos. A Isabel Pueyo, entusiasta desde el principio con este humilde proyecto que ha sabido plasmar con sus dibujos esa ingenuidad propia de la infancia. A mis compañeros monaguillos Dioni, Luisito y Vicente, cómplices de estas aventuras. 3


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Dedicatoria A mis hijos Alexandro y CĂŠline para que no olviden el niĂąo que todos llevamos dentro.


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PRÓLOGO Recuerdos, añoranzas de una infancia dura y sencilla en un pueblo de Castilla, la ancha, la llana, la Nueva. Aquellos años de ilusiones largas y pantalones cortos. Esa mirada virgen para captar lo sorprendente y maravilloso del mundo. Esa ingenuidad propia de los pocos años. Esa luz sin igual de las mañanas diáfanas de la Meseta, atravesando los ventanales góticos o románicos de la ermita o la iglesia de Aldea del Rey, que la Orden de Calatrava dejara como regalo de su paso por esa tierra. Luz perfilando las siluetas de los santos y las vírgenes en sus hornacinas, entre el polvo dorado en suspensión. Polvo de los recuerdos dormidos en nuestra memoria de aquellos años, de aquella gente con la que construimos nuestra peripecia vital en esa ya lejana edad y en ese mágico lugar donde despertamos a la luz por primera vez. Serenidad del mediodía que quiebran las campanadas del Ángelus. Esta es la panorámica que nos dibuja mi amigo Antonio con toda sencillez y emulando la candidez de esos años: la vida en los pueblos de Castilla, “tempo lento” donde las novedades culturales eran las carteleras del cine del pueblo, las travesuras de los chavales más chicos y la severidad de los mayores: curas, maestros, los serenos, números de la Guardia Civil, adultos y ancianos.


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La Iglesia siempre movió de una u otra manera a los chavales. Bien nos atrajo como monaguillos, con sus roquetes bordados y sus púrpuras talares, gotas de cardenales; bien nos atrapó como niños del coro; nos tentó como catecúmenos o nos sedujo como integrantes de sus vistosas liturgias de luz, olor, color y sonido. Dentro de los escasos estímulos culturales que ofrecían los pueblos castellanos de aquel tiempo, una parte importante la aportó la Iglesia. Muchos curas de pueblo y algunos maestros, como D. Ramón Zamora Morales, al que mi amigo Antonio le profesa un gran cariño, porque a él y a otros muchos chicos de Aldea del Rey los envió a los Marianistas y otras instituciones religiosas, con algún sentido de la pedagogía iniciaron actividades de entretenimiento o formación lúdica de los críos, (sí, con afán proselitista) y, a veces, consiguieron atraer su atención y constituirse en referente y guía. De este influjo no nos libramos casi ninguno de los críos de los pueblos de Castilla de esa época. Los tiempos han cambiado tanto, que esa memoria viva que mi amigo Antonio nos presenta, seguramente impactará en los lectores de estos tiempos, que se encuentran sin duda muy distantes de esas vivencias y esos presupuestos, en primer lugar como algo extraño o antiguo, pero también como un cuadro palpitante de otras infancias y otros modos no tan remotos como olvidados.

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Así, cuando recuerda cómo besábamos la mano al cura para saludarlo, manos que olían a limpio o a tabaco de picadura, esto constituía una forma de cortesía o ¿expresión de una servidumbre?, tan alejada de los usos de hoy, que sorprenderá a los más jóvenes. Las formas de respeto convencional en los pueblos, en esa época, eran absolutamente rígidas con todo representante de la autoridad y personas mayores. Formas que hemos perdido junto y lamentablemente con el respeto “debido”, merecido o inmerecido. Aquel respeto con triste frecuencia no era tal, sino miedo al castigo, que demasiadas veces era un eufemismo que habría que traducir más precisamente por maltrato físico, psíquico, ensañamiento o tortura. En esto hemos salido ganando, pero hemos perdido ese aspecto de la educación formal que es la cortesía, la amabilidad, las buenas maneras, barniz externo que constituye un aspecto muy valioso de la convivencia ciudadana y que hay que recuperar educativamente por el bien de todos, aspecto del que hablamos cuando nos referimos a la resolución pacífica de conflictos, al respeto de las normas de convivencia, al respeto mutuo y a la ejemplaridad o la excelencia ciudadana. La sinceridad bruta puede ser inhumana, puede no ser una virtud, si se limita a la mera expresión de la animalidad, la no empatía, la intolerancia y la intransigencia; si se limita a expresar o fomentar los aspectos no constructivos de la convivencia. No estoy


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defendiendo la hipocresía, aunque sea a veces preferible; es el defecto contrario. En el término medio está la virtud, que decía el clásico. Hoy la convivencia social está lastrada por la intolerancia, el desdén, la distinción caprichosa de la persona, el afán de herir al prójimo por el mero objetivo de fastidiar, la superficialidad y la inconsistencia. Estos mismos defectos son transferibles a la escena política, a las relaciones personales, familiares y a la escuela. No se trata de asumir amistades que no sentimos o expresar sentimientos que no nos son propios, sino de tratar con deferencia a las personas que no conocemos y tampoco tenemos el propósito de llegar a conocer, simplemente porque el espejo no nos devuelva esa cara de “intratable vecino cabreado con todo bicho viviente” desde que nos caemos de la cama, y para sentir cómo eso tiene un efecto positivo y propagador a nuestro alrededor. El fenómeno de la beatería no es propio de nuestra época. Ni siquiera los ancianos frecuentan las iglesias con la asiduidad de aquellos tiempos. Ni las beatas ni los meapilas asedian a los curas con la intensidad de los tiempos de catolicismo tardo franquista. Había que hacerse señalar en algo y llevarlo al extremo de la consumación. Había ancianas que se oían todas las misas del día, rezaban todos los rosarios y acudían a todas y cada una de las vigilias, los triduos sacros y las novenas, y aspiraban a agotar todas las indulgencias de las jaculatorias, las penitencias, años jubilares y años santos jacobeos. Tantas que sobrarían para redimir las 9


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penas del más contumaz pecador de la pradera, no ya sus nimios pecadillos, “pecata minuta” comparados con el insalvable, el insuperable de su desconfianza en la bondad e infinita misericordia divina y la absoluta capacidad redentora de Jesucristo. Yo que Dios, sólo por eso, las condenaría al fuego eterno, y... por ser tan poco caritativas y no dejar alguna indulgencia para los demás pecadores, y... por su infinito afán acaparador de sacramentos, del tiempo y la dedicación de los sacerdotes. Pero entonces eran, sin duda, indispensables y complementarias en los recintos sagrados, en los entreactos litúrgicos, entre velas, incienso, relicarios, cera, palmatorias, escapularios, casullas, albas, reclinatorios, sobrepellices, sotanas, manípulos, estolas, bonetes y sombreros de teja…Siempre vestidas de negro, con sus horribles toquillas negras sobre cabeza y hombros, sus velos negros cubriendo sus caras cetrinas, vigilantes por si un aura inoportuna apagaba la vela, prestas a volver a encenderla, bisbiseando oraciones y jaculatorias constantemente, temiendo que la muerte o la vida eterna las sorprendiera en estado de desgracia divina o no tan en gracia que no pudiesen acceder directamente a la derecha de Dios Padre. Los beatos solían ser más recatados o más vergonzosos, aparecían discretamente y asistían a la misa piadosamente, una pierna genuflexa rodilla en tierra, y la otra pierna flexionada en escuadra para apoyar la mano y la boina, o rezaban el rosario y se iban a sus


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quehaceres sin llamar tampoco la atención; en cambio, las beatas hacían ostentación de tener tiempo de sobra, remoloneando en despabilar velas, acicalar las puntas de los bordados de los vestidos de santos, cristos y vírgenes, recomponer los floreros de los pedestales o enderezar los faroles del ábside. Dentro del clero había los curas párrocos, los ecónomos o auxiliares, los sacerdotes de las distintas congregaciones y órdenes religiosas... y dentro de los sacerdotes había tendencias más o menos marcadas a favor o menos a favor del nacional catolicismo de postguerra, partidario de la ideología de los vencedores, o que la exculpaba y justificaba basándose en las tropelías del bando republicano que había martirizado a seminaristas, sacerdotes, frailes y monjas, incendiando, profanando y saqueando templos, conventos y monasterios. Espíritu de revancha, venganza tan poco evangélica. Pero también había sacerdotes ejemplares, que humildemente cumplían su misión, con espíritu evangélico de sencillez, concordia y perdón. En Fuenlabrada a 15 de junio de 2011 Fermín Alonso Arribas

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CapĂ­tulo I MI PUEBLO


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Me llamo Antonio Morena Ruedas, voy a hacer 8 años y estoy en la clase con Don Antonio, un buen maestro, severo y de pocas sonrisas. Una varita que le sirve de regla hace el trabajo de la persuasión con los díscolos y poco aplicados. A veces al que hace las cuentas bien le regala una goma. En su clase no se oye el vuelo de una mosca. Yo me aplico y me distraigo más, pero como no soy torpe ni listillo, pues sobrevivo entre el miedo y los 13


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juegos infantiles. Tengo muchos amigos, pues no me peleo con nadie. Cuando los lunes llegamos a la escuela, los maestros preguntan quiénes han ido a misa. La mayor parte no ha pisado la iglesia, pues a unos se les ha olvidado asistir y el resto ha tenido que ayudar a sus padres en la huerta, la siega, vendimia, aceituna… Entonces los compañeros de mi clase me miran con ojos pedigüeños, y muy bajito les susurro que el cura iba vestido con casulla verde o blanca o morada… Es que el maestro quiere asegurarse de si han asistido o no. El que no sabe ni lo que dijo el cura en el sermón, ya adivina lo que le espera: el chico extiende la mano y el maestro, con esa regla corta y marrón brillante por el uso, le atiza los dos reglazos reglamentarios, uno en cada mano. En el recreo me asedian muchos chicos de otras clases para saber cómo iba vestido el cura y lo que dijo. Por eso tengo buena fama y me respetan. Mi pueblo se llama Aldea del Rey. Es un pueblo de la provincia de Ciudad Real, de Castilla La Nueva. Aunque su nombre sugiere pequeñez, no lo es y sí lo es, si lo comparamos con los grandes pueblos de La Mancha. En el libro donde buscamos de qué color es la casulla para la misa del día, pone que en Aldea del Rey hay 4.650 habitantes. Lorenzo, el sacristán, nos dice que hace muchos años tuvo más de 6.000 personas. Con Dionisio, Luis y Vicente, que son monaguillos como yo, nos entretenemos hasta la hora de la misa en ver los pueblos que son más pequeños que Aldea. Hay bastantes. Ya no


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nos parece que nuestro pueblo sea “pequeñaza”. Los hay mucho más chiquitos.

una

aldea

Mi madre se llama Magina Ruedas Merino. Aunque aquí en mi pueblo, cuando nos preguntan: “¿Niño, tú de quién eres?”, todos respondemos: “Yo soy de fulano y de mengano”, o con el apodo, si no es ofensivo. Como no tengo padre, yo siempre digo: soy de La Magina. Mi madre es pantalonera; hace pantalones, pero cose también chaquetas y sabe hacer camisas. Tengo dos hermanas que son mayores que yo: Pilar y Carmen. Mi madre les dice que tengan cuidado de mí, que no me vaya a las eras ni al arroyo ni a La Cará, no sea que me pase algo. Siempre están así. Yo me escapo de su vigilancia, toda vez que se me presenta la ocasión, con los amigos de la calle: Félix de la Esperanza, Félix de Luciano, Félix de Melitón, Dioni y otros. Pero la mayoría de la tardes la explanada de la iglesia se ocupa con nuestra presencia jugando al fútbol, a las bolas, a la tángana, a la bardilla o al escondite. Mi pueblo tiene una parroquia bajo la advocación de su patrón, San Jorge, y una ermita donde se venera a la Virgen del Valle, su patrona. Algunas cofradías y hermandades se visten y salen en las fiestas y procesiones de la Semana Santa, de la Feria en honor de la Virgen del Valle y del Cristo, de San Jorge y en las fiestas de santos como La Candelaria, San Antón, Los Sagrados Corazones, La Virgen del Carmen, San Isidro y otras. 15


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La gente de mi pueblo es muy trabajadora y honrada. Viven muchos agricultores (los que más abundan) del fruto que le sacan a la tierra como cereales, vid, olivo; y de los de huerta, como la famosa berenjena de Almagro (criada aquí, sin embargo, en mi pueblo de Aldea y que desde hace poco la aliñan en una fábrica que han creado varios aldeanos.) Hay numerosos rebaños de ovejas, y, naturalmente, con sus respectivos pastores y mayorales. Mucha gente cría pollos y gallinas ponedoras. En la escuela el maestro nos ha dicho que se llaman “explotaciones avícolas y porcinas”; que porcina se refiere a puerco, o sea, el cerdo. Hay también granjas de patos y conejos. El padre de mi amigo Rafa, el practicante, fue el primero en criar patos y conejos. Los agricultores ricos tienen bodega propia, pero hay por los menos seis o siete bodegueros que compran la uva al resto de los agricultores. El vino que se produce es de uva airén, de la que se obtiene vino blanco. También existen una fábrica de harinas y uno o dos molinos de pienso; varios talleres de carpinteros y otros tantos de hierro, así como herreros, uno o dos mecánicos y dos taxistas. Seis o siete panaderías, otras tantas tiendas de ultramarinos, lo mismo de telas, y algo menos de bares: el casino, el de Anastasio (“Copita”) y el de Vázquez. Dos o tres sastres y varias costureras y modistas. Viven de su trabajo algunos zapateros y guarnicioneros, que abastecen de calzado y arreos a la numerosa población de Aldea y sus caballerías.


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Además hay dos familias que se dedican a hacer cal y les llaman “Los Calerines”. Tienen unos hornos en sus patios, cerca del Pilar, al lado de los huertos de mi abuelo Juanillo, y allí echan las piedras calizas y con el calor se vuelven muy blancas. Luego se convierten en cal viva, que se utiliza para enjalbegar las paredes de las casas de un pueblo tan blanco como Aldea del Rey. Hay dos o tres arrieros que van por los pueblos y caminos comprando y vendiendo cosas, a lomos de reatas de mulas y borricos. También hay varios leñadores que abastecen de leña, jara, aulagas, chaparro y encina a los hornos de pan. Y un aguador (mi tío Félix y sus hijos Felixín y Juanito), además de los aguadores que traen con un borrico el agua agria del “Yejo”. Por lo menos hay seis o siete maestros albañiles, con sus correspondientes peones y oficiales, que construyen y arreglan las casas del pueblo. También trabajan en las canteras de Miró una decena de canteros, preparando adoquines para pavimentar las calles de Aldea. Los que no tienen tierra ni un oficio con el que ganarse la vida, sacan jornales con los agricultores, bien recogiendo aceituna, en la vendimia, escardando, en las huertas, podando parras y árboles y cualquier faena que precisa el campo. Muchas mujeres y jóvenes, cuando acaba la época de las faenas agrícolas, van a rebuscar espigas de trigo y cebada, uvas, tomates y cualquier hortaliza, así como aceitunas, etcétera.

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Mi pueblo tiene una biblioteca que la regenta el maestro nacional D. Francisco y a veces lo sustituye D. Ramón; un casino de la Amistad y un grupo escolar titulado “Maestro Navas”, en honor de un maestro oriundo de Aldea y que donó los terrenos para la construcción de la escuela pública que ahora lleva su nombre. Además hay una escuela privada llevada por las “maestras Sabinas”, situada en la plaza de José Antonio y a la que acuden los niños y niñas que no tienen plaza en la “Escuela Nacional”, que así se dice. En el Ayuntamiento trabajan varias personas, como el Alcalde D. Marcelino Sánchez, el secretario D. José Luis Urribari, D. José Antonio y D. Pablo, un alguacil, el Sr. Ciriaco y el Sr. Venancio, el pregonero, los serenos, que son tres señores muy serios: El tío Salustiano es el enterrador y se encarga de preparar las sepulturas a los que se mueren. Pero como los vivos no quieren saber de los muertos, le dejan al tío Salustiano la organización del mismo, y cuando vamos a enterrar a los muertos, el cura apenas puede pasar porque las tumbas se hacinan unas encimas de otras. En la Sindical, un edificio vistoso de ladrillo rojo, dicen que de estilo moro y que fue construido con las cuotas de los sindicalistas de antes de la guerra, trabajan dos personas: el Sr. Társilo y su ayudante, Guillermo. Allí ensaya la banda de música de Aldea del Rey, que tiene mucha fama y mi madre quiere que me meta para aprender la solfa y hacerme músico como fue mi padre. Ella guarda en un viejo arcón su ropa de músico, una


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camisa azul, una boina roja y el instrumento: un trombón pequeño de tres pistones pero que unos músicos dicen que se llama “Alto”. Cerca de la boca tiene gravadas esta letras: Maison (1812) Couturier Pelisson. Guinot & Blanchon LYON- PARIS; y más abajo: Casa ERVTI – San Sebastián.

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CapĂ­tulo II DON PABLO


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Oficiaba en Aldea del Rey un párroco, D. Pablo Martín Romo Naranjo. Un santo varón, el cura de toda la vida, que sucedió a D. Manuel, el de los años posteriores a la guerra. Hombre callado, serio, bonachón y con cierto sentido del humor cuando abandonaba su papel religioso. Era pequeño, regordete y con una tripita prominente que le levantaba la sotana, reluciente por el uso, haciéndole más grueso de lo que parecía. Un bonete brillante, a juego con el hábito, adornaba su venerable cabeza, huérfana de cabello, salvo en la tonsura. Cuando había misa mayor o solemne, hablaba desde el púlpito situado a la derecha y pegado a la pared en el centro de la iglesia. Sus sermones comenzaban con la sempiterna frase: “Amadísimos hermanos en el corazón de Jesús y María. Hoy celebramos el día de…” Y así, resaltando la vida del santo, iba y venía; y cuando abría los brazos, llegaba el final, que era siempre el mismo: “… que interceda por todos vosotros, aquí en la tierra como en el cielo. Amén”. En aquella época, muchas viejas, como nombrábamos a todas las personas mayores, deambulaban por las capillas rezándoles a sus santos y ni atendían al sermón ni a la misa. Los feligreses se removían en sus bancos o en los reclinatorios, y los 21


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monaguillos, como críos que éramos, manifestábamos más si cabe nuestro cansancio. Oír la frase final y levantarnos a una, era una misma cosa. Se formaba un estruendo impropio de una iglesia, al mismo tiempo que cien o doscientas personas con sus reclinatorios y murmullos tapaban la última frase de D. Pablo. A continuación, de alguna manera, D. Pablo se daba cuenta de que había prolongado su sermón, y ni siquiera esperaba nuestras respuestas. Quería recuperar el tiempo. Nos mirábamos de soslayo los monagos, y sonreíamos al saber que tendríamos tiempo de jugar un partidillo de fútbol, llegar a la plaza o jugar al “gua “, o sea, a las bolas o canicas. El altar estaba bastante separado de los feligreses; el latín era la lengua de los oficios, y, sin megafonía, poco o casi nada se entendía de una misa oficiada de espaldas al público. Las mujeres ocupaban, con sus reclinatorios, algunos privados y la casi totalidad de la iglesia; y los hombres, cuatro o cinco bancos por detrás, resultaban poco numerosos, y a veces no aparecía ninguno los días de diario y sólo se veían algunos más los domingos y días festivos. En la comunión apenas si comulgaban unas decenas de personas. Para mí que la confesión oponía una barrera, a juzgar por los comentarios que oíamos a los adultos sobre lo de cantarle los pecados al cura. Hoy, sin embargo, la comunión es muy numerosa y los confesionarios no tienen colas de fieles. La iglesia adopta actitudes que criticaba antaño. En fin, era una fe poco participativa, que en nada se parece a la actual práctica católica.


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D. Pablo, un santo varón, solía pasear las tardes soleadas de primavera y otoño solo o acompañado, con una ramita de olivo en una mano, a modo de hisopo, y las manos enlazadas en la espalda, al tiempo que asperjaba su plática y la ramita con pequeños movimientos circulares. Le saludaban los paisanos con una reverencia, al tiempo que hacían ademán de quitarse la boina. Los hombres más tímidos se contentaban con el saludo. Los había que intercambiaban una frase, y D. Pablo se paraba con todos y todas y con aquellos que frecuentaban la iglesia o tenían poder. Las mujeres le besaban la mano al saludarle, pero sobre todo los críos, y cuando nos hicimos monaguillos salíamos felices a su encuentro para dejar patente a nuestros amigos nuestro acercamiento con los curas. Las feligresas pudientes le paraban y le demostraban su ascendiente muy educadamente, platicando con él. Por las noches preparaba a no pocos aldeanos para el examen a policía, guarda civil o para enseñarles a leer y escribir antes de entrar en el servicio militar. También daba clases de cultura general, de una manera desinteresada las más de las veces, a cuantos tuvieron que dejar la escuela con once, doce años. Era un experto en papiroflexia y manejaba las tijerillas con gran destreza. Fui a su casa un par de veces para aprender algo de este arte y poder presentar unos trabajillos que me exigían para Magisterio en 1º curso. Tenía la paciencia del santo Job y una infantil y curiosa forma de llamarnos a Luis y a mí : “ mi tuti y mi tonito, venid que os voy a … “ Aún 23


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conservo algunos recortes y piezas de matiz religioso que salieron de sus manos. Murió mientras yo estando cursando el bachillerato en Valladolid, y me dio mucha pena, así como a Luis, Vicente y Dioni. Hubo los rumores de siempre, que si había muerto rico, etcétera. Pero ¡es que mi pueblo no aprende!; y ¡vaya si dio muestras de desprendimiento y generosidad¡


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Capítulo III EL SACRISTÁN Y LOS CAMPANEROS 25


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Asistía a D. Pablo un viejo sacristán, Lorenzo. Mandaba mucho y era el “factótum“ de la iglesia. Había estado Lorencico, que por este diminutivo se le conocía, en el seminario; pero como era pobre y se quedó huérfano, tuvo que abandonarlo. La iglesia, pues, era su destino natural, amén de que provenía de una familia muy religiosa. Cojeaba ligeramente y arrastraba su figura alta y delgada con cierto desgarbo, la cabeza por delante del cuerpo. Para el pueblo pasaba por no muy listo, ya que no había cantado misa; pero era un hombre conocedor de su oficio, servicial, entregado a la iglesia en cuerpo y alma. No tenía sueldo, y supongo que D. Pablo le daría parte del cepillo, magro botín en tiempo de escasez, el de un pueblo pobre (y avaro también) para con las cosas de la religión. Era muy beato, soltero y mandón. Su casa parecía un museo religioso lleno de imágenes de santos, candelabros, crucifijos, estampillas y escapularios. Nos quería mucho a los monaguillos; éramos su campo de acción pedagógica, y a menudo nos gruñía por un sí, un no o una risa tonta que en la seriedad de los oficios estaba a flor de labios. Componía el cuadro eclesial la familia del campanero: Ramón y su hijo Santiago. Fieles trabajadores de la iglesia, no faltaban al toque de los servicios: los tres


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toques preceptivos para la misa, a las doce del mediodía; a las ánimas del purgatorio, sobre las 9 de la noche; al ángelus; a muerto, cuando moría alguien, con un toque lento y lúgubre; a gloria, cuando moría un bebé sin bautizar o menor de 7 años o sin uso de razón: toque alegre y con la campanilla, la más pequeña de las tres o cuatro que tenía el campanario. A veces cuando había un fuego, un toque a rebato, largo y chillón con todas las campanas. Las campanas de aquella época (menos ahora que podríamos prescindir de ellas) informaban a la población del acontecer religioso y social, y conformaban la sociedad en los horarios, las fiestas, en las alegrías y las penas. Por todo esto eran importantes. Ramón, un hombre mayor, vivía de su oficio de empedrador de eras, aceras y calles, así como su hijo Santiago, quien heredó el oficio de campanero a su muerte. Aunque casi todo el pueblo los llamaba “Los Pelayos“. No tenían salario y cobraban algo de quien encargaba la misa, por el toque a muerto y a boda. Don Pablo, como a Lorencico, les completaba la escasa paga con el cepillo. Santiago era muy pequeño, delgado y nervudo. Taciturno y algo arisco, como buen solterón. Pendiente del reloj de la iglesia y del de su chaleco, día tras día, hora tras hora. -¿Santiago, qué hora es? 27


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Sacaba su reloj de bolsillo del chaleco, e indefectiblemente machacaba: Las tres menos dos minutos. Si por un casual había alguien a su lado que miraba el viejo y destartalado reloj del campanario y marcaba las tres, él apostillaba con porfía: “¡No, le falta un minuto y treinta y cinco segundos para las tres!” Participaba en las procesiones portando el estandarte con la cruz, e iba vestido con sotana y roquete como los demás monaguillos y el sacristán. -Mi Pelayo es que es muy minutero -solía comentar con sorna la Aurora, su tía, a la vecindad. Aurora y Carlos, su marido, regentaron el kiosco de la plaza del Generalísimo, donde la chiquillería en los años sesenta y setenta se llenaba las faltriqueras de los pantalones y las bocas de toda suerte de chuches. En ocasiones, su madre y ella misma tocaban a misa, a vísperas y a muerto si Santiago y Pelayo estaban empedrando una era.


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Capítulo IV DON VICENTE, EL COADJUTOR

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Hacia el año 56-57 llegó a Aldea para ayudar a D. Pablo, que se hacía mayor, un cura jovencito recién salido del seminario. Ocupó la casa nueva que el obispado había construido en el antiguo cementerio anexo a la iglesia por su cara norte. Pronto se dio cuenta de la situación de aquella parroquia destartalada, decimonónica…Y en pocos años transformó los usos y costumbres de la iglesia. Se implicó tanto, que se atrajo la inquina de los poderosos e influyentes del pueblo. Hicieron todo lo posible por echarlo de Aldea. El obispo, que sabía de su valía, no transigió. De todas formas, D. Vicente, que así se llamaba el nuevo cura, tal vez por todo esto se marchó a Argentina durante un año, como capellán en un hospital. La última vez que lo vi, oficiaba en el Hospital Gregorio Marañón. D. Vicente era un hombre elegante y moderno. A veces vestía traje negro o gris y camisa con alzacuello blanco, y llevaba el pelo corto y la coronilla reluciente por la perfecta tonsura, aspectos que en su conjunto escandalizaban a la sociedad de aquellos años. Fumaba unos pitillos de cajetilla, y gastaba unos modales finos y educados que chocaban en el pueblo. Se paraba a charlar con los chavales que jugábamos en la explanada de la iglesia, y no le gustaba que le besáramos la mano cuando nos acercábamos a saludarlo, nada más verlo. A veces si iba con sotana, se la arremangaba y regateaba con los chicos. Fue la primera vez que el pueblo veía a un cura con alzacuellos y pantalón negro o gris. No pocas mentes sencillas de aquella época se escandalizaron. Pronto lo bautizaron con el sobrenombre de “cigarillo mal


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liao”, ¿tal vez porque no sabía liar cigarrillos? Aldea es así, agria, a saber por qué. Cuando las personas mayores en presencia de los menores hablaban mal de él, a mí me entraba una vergüenza y resquemor que me ponían de mal humor. Como crío no comprendía el porqué de tanta insidia. Llegó a la escuela, un día de octubre, D. Vicente, personándose en las clases de los que tenían entre 8 y 10 años, que ya habíamos hecho la comunión, y nos citó un sábado por la tarde para aprender los rudimentos del monaguillo, a saber: contestar en latín y ayudar a decir misa. El citado día acudimos allí unos diez o doce chicos, más o menos de la misma edad. Repetíamos como papagayos las respuestas a las frases que decía el cura: Introibo ad altáre De,i y todos a coro: Ad Deum qui laetíficat juventútem meam. El primer día, por la seriedad del lugar, en la sacristía, estuvimos callados. Pero el segundo sábado, ya más reducido el grupo de chicos, los tropiezos, equivocaciones y equívocos con el latín arrancaron las risas nerviosas que a lo largo de los cuatro largos años de monaguillo nunca nos abandonaron. Quare me repulisti, quare tristis incedo dum affligit me inimicus. A cada repetición, D. Vicente no podía reprimir una sonrisa al oír nuestras carcajadas. Dóminus vobíscum…Et cum spíritu tuo. Al poco la seriedad se imponía.

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Al tercer o cuarto sábado, sólo quedamos cuatro chicos: Luis, el de la Julia; Dionisio, el de la Agustina del Tambor; Vicente, el hermano de Sacramento; y yo, el hijo de la Magina. Los cuatro vivíamos cerca de la iglesia, y tal vez sea ésta la causa de que quedáramos sólo nosotros, ya que aprendimos mal que bien todos los latinajos de memorieta. Antes de que nos enfriáramos y se quedara sin acólitos, D. Vicente convocó a nuestras madres y les dio el patrón del futuro modelo de las órdenes menores. Empezamos a ayudar a decir misa y a asistir a las ceremonias religiosas del momento. Y llegó el gran día de estrenar la sotana roja, sobrepuesto el roquete blanco con puntilla en sus mangas cortas y la esclavina roja a juego con la sotana. Dioni, como era uno o dos años mayor y de más altura, llevaba sotana negra y roquete blanco como el sacristán Lorencico. Fue durante una misa mayor de domingo, de no sé qué santo, que causó gran impresión y dio realce a la monotonía de las ceremonias religiosas de aquella época. Como D. Vicente se diera cuenta de la separación de hombres, que eran muy pocos, y mujeres en la iglesia, se propuso cambiar esta costumbre. Vi cómo iba hasta el fondo invitándolos a ocupar los bancos vacíos del centro y sitios libres, pero eran muy escasos los que obedecían. Aún hoy los hombres en su mayoría se refugian al fondo. Hizo desaparecer todas las sillas y bancos particulares, sustituyéndolos por bancos con reclinatorio, todos iguales. Fue una medida criticada. Impuso cierto orden y silencio en las ceremonias, así como en las procesiones, tarea ingrata, lo que le granjeó no pocas animadversiones.


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Como era un hombre comprometido con el pueblo, un día habló del trabajo de los hijos menores y de la obligación de los padres de enviar sus hijos a la escuela. Era lo corriente en aquellos años. Pues resulta que utilizó de ejemplo a mi primo Satur, que con 9 años arreaba una yunta y araba como una persona mayor. Su hermano Ángel estaba en el servicio militar, y él lo sustituyó. Mi tía Felisa lo comentó esa misma tarde con mi madre y las dos estaban como muy avergonzadas por ser la causa de estas reflexiones del cura y nada menos que desde el púlpito. Sus sermones eran comentados, al contrario que los de D. Pablo; no hablaban de los santos, sino de lo que pasaba en el pueblo y de lo que tenían que hacer los cristianos. Con la juventud hizo una gran labor creando la Acción Católica, reuniendo a chicos y chicas en el salón parroquial. Aunque estableciendo las oportunas separaciones. Ya que era impensable encuentros mixtos en aquella época, sí que posibilitó, no obstante, que la barrera entre los sexos empezara a desmoronarse poco a poco. Introdujo los cursillos de cristiandad, en los que participaron, forzoso es decirlo, muchas familias de buena condición, económica la mayoría. Trajo al pueblo unos aires de modernidad y alegría a los que luego más tarde el Concilio Vaticano II les diera el visto bueno. Y en lo político algo tuvo que hacer, pues los músicos que siempre gustaban de hacerse ver por tocar dentro de la iglesia “La Marcha Real” durante la consagración, hubo un tiempo que no lo hicieron, y en cuanto se marchó D. Vicente volvieron a las andadas. Pero cuando ya era 33


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reconocido y apreciado, decidió marcharse. El pueblo se le hacía pequeño a este hombre bueno, entregado a su labor de apostolado… Aldea le debe mucho.


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Capítulo V LOS NUEVOS MONAGUILLOS 35


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Los monaguillos, monagos o acólitos teníamos un status social en el pueblo: íbamos a las bodas gratis y al convite de las hermandades. Nos sentábamos con la chiquillería de invitados, y una vez superada la vergüenza de “colarse por la cara“, aunque fuera eclesial, nos hartábamos de refresco y de pastas de la tierra. Mi primo Benito, cuando me quería hacer de rabiar, me decía: “¡Antonio, ya vais de gañote los monagos!”. Hubo gente que nos miraba raro. “Éstos se han colado”, pensarían; pero al saber de nuestra condición, no ponían reparos. En general, éramos bien recibidos. En mi época de monaguillo, la iglesia estuvo llena de nuestra alegría desenfada, bulliciosa, amenizada de anécdotas y peripecias. Alegramos los últimos años de la vida de D. Pablo. Dimos pie al magisterio truncado de Lorencico, con sus reprimendas y sermones, y, sobre todo, adorábamos a D. Vicente, que nos formó como monaguillos y como personas. Luis, Luisito, hijo de la Julia y de Emilio, era un chaval de unos ocho años. Adornaba su cara con una eterna sonrisa y unos ojos chispeantes de alegría. Se mostraba inquieto, bullicioso y vivaracho. Campechano con todo aquel que se le acercaba, pronto sintonicé con él. Intimamos mucho, y siempre estábamos juntos. Teníamos casi el mismo físico, la misma estatura (aunque yo era casi dos años mayor), y la gente nos confundía vestidos de monaguillo. Llegamos a


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compenetrarnos tanto, que con una sola mirada sabíamos lo que pensábamos el uno del otro. Vivía en la plaza de Las Peñuelas, muy cerca de la iglesia, como yo. Nos conocíamos desde pequeñitos por haber sido siempre vecinos del mismo barrio. Acudió de los primeros a la cita con D. Vicente, y juntos formábamos la pareja que asistía al cura en la parroquia. Vicente, el hermano de Sacramento, antiguo monaguillo, era vecino de D. Pablo y el hijo menor de una familia numerosa. De la edad de Luis, casi también de la misma estatura, lucía una cara redonda, a juego con su físico, y de tez muy morena. Tímido y callado, parecía más niño de lo que aparentaba. Muy bueno y obediente, pronto formó con todos nosotros una piña. Junto a Dionisio, formaba pareja ayudando a misa a D. Pablo en la ermita. Como parecía el más pequeño (todo tiene su jerarquía), le queríamos mucho y le defendíamos cuando se peleaba con otros chicos, pues a veces gastaba mal genio. Dionisio, Dioni, era un año y medio mayor que yo. Pronto lo consideramos nuestro líder. Alto, desgarbado, con el pelo a cepillo y un flequillo en la frente, ostentaba un aspecto de mozalbete. Era muy espabilado y razonaba como una persona mayor. Tenía mucha habilidad en los juegos, en el gua, el fútbol y en cualquier otra actividad de carácter lúdico. Serio y asumiendo el nuevo rol de jefe de los monaguillos, llevaba la voz cantante, y nuestra jerarquía establecida le encargaba los recados más 37


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serios. Siempre que jugábamos a “los armaos”, al fútbol o a cualquier otro juego, él lo dirigía y escogía el personaje que más le gustaba.


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Capítulo VI MIEDOS INFANTILES 39


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-¡Vamos, Antonio, que ya tocan a misa! ¡Arriba, perezoso, que ya está aquí Luisito esperándote¡ Todas las mañanas era la misma historia. Se me iba atragantando el oficio de monaguillo ¡y sólo estaba empezando! No me atrevía a decir nada, pues veía a mi madre orgullosa de mí. Tal vez pensara que una puerta se abría en mi educación, y quién sabe si en mi futuro. Un trozo de pan con chocolate o un vaso de leche si había, constituía el desayuno, y Luisito y yo salíamos pitando antes de que sonara el tercer toque para preparar las vinajeras, los corporales, encender las velas y luces y ayudar a D. Pablo o a D. Vicente a vestirse con el alba y la casulla. Generalmente, D. Pablo decía misa en la ermita a las siete de la tarde en invierno y a los ocho en verano, mientras que D. Vicente oficiaba en la parroquia todas las mañanas a las ocho. -¡Jo date prisa, que llegamos tarde y luego…! -me recriminaba Luisito. -Es que…oye, ¿a ti no te da miedo pasar por la nave donde están los santos? -me atreví a sincerarme-. Yo me cago cuando miro a la Madalena y al Nazareno; parecen que te siguen con la mirada y… -¡Ahí va! A mí me pasa lo mismo; me da mucho miedo la oscuridad de la iglesia cuando vamos a la sacristía, -Me


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tranquilizaba lo que oía-. ¿Sabes? Iremos por el pasillo central y así evitamos las naves. La nave de la izquierda, sin luz eléctrica, estaba llena de santos, y recibía muy poca luz natural porque no hay grandes ventanas al norte. Solamente recibía la claridad de la nave central y la de la claraboya de la derecha. Atravesar ese pasaje daba un cierto repelús, sobre todo a unos niños como éramos nosotros. El confesionario, situado en un rincón, con su cortina negra, dejaba entrever unas sombras inquietantes en su interior. Nuestras mentes infantiles trabajaban… Desde sus hornacinas, los santos miraban fijamente a los fieles con sus grandes ojos, y sus manos abiertas parecían pedirte que fueras hacia ellos. Mientras nos hacíamos amigos de las turbadoras tallas, bajábamos la vista por si acaso y cumplíamos con la tarea asignada. Hubieron de pasar muchos meses para que nos olvidásemos de los santos y los viéramos como cualquier adorno de una casa, si bien no las teníamos todas consigo. Yo continuaba con mis reticencias a esta nueva tarea, así que un día le dije a mi madre que no me gustaba eso de ser monaguillo. La que se armó fue chica. El mundo se le vino encima a mi madre, y la vi amenazante. Me atreví a susurrar que los santos me daban miedo, y se echó a reír, mientras 41


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que con un retal a medio hilvanar me argumentaba que los santos no me iban a tirar de la pilila. Yo insistí, en el mismo tono medroso de voz, aduciendo que me daba repugnancia besarle las manos al cura. Mi madre puso cara de asombro. Esto era verdad, pues un niño de finales de los cincuenta no estaba acostumbrado a oler unas manos tan pulcras. Los olores que mi pituitaria reconocía, no eran precisamente los del agua de colonia. En aquellos años, la mayoría de las calles no estaban adoquinadas, y con tantos rebaños de ovejas, con las mulas y burros haciendo sus necesidades en las calles, amén de los olores de corrales con sus pocilgas, cuadras y gallineros, semejante ambiente “perfumado” era el más extendido. -Eso tiene arreglo, pues lo que tú necesitas es una buena limpieza -se despachó mi madre con esta frase, que se me quedó grabada. Y ese sábado y todos los sábados por la noche, día de limpieza, me escamochaba de pies a cabeza, y me dejaba reluciente como una patena. Allá donde la roña pugnaba por quedarse, los nudillos y las rodillas sobre todo, el estropajo hacía su trabajo. Y todas las mañanas mi madre me pasaba inspección de manos, orejas y rodillas. Una vez que Luisito venía a recogerme, subíamos los dos limpios y engalanados con ropa de domingo, como dos príncipes, a decir misa, y algunas veces al rosario o las novenas más importantes.


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“Hacer sábado” era una frase que también se me aplicaba. D. Vicente estaba contento con nosotros. Al principio nos pasaba la inspección de manos y orejas, y sonreía. Sabíamos que nos trataba con cariño. Dioni y Vicente ayudaban a D. Pablo en la misa vespertina de la ermita, y los domingos nos repartíamos entre nosotros cuatro la misa de las nueve, la de las doce y la de la tarde-noche del domingo. Así nos cruzábamos con Vicente y Dioni entre las tres misas, ya que la de las doce era a menudo solemne y ayudábamos los cuatro. Superar el miedo de verse observado por cientos de personas no fue tarea fácil. Nos ayudó la propia estructura de la iglesia: el altar formaba parte del retablo barroco y estaba situado al fondo de la nave central, mientras que los fieles más próximos, pocos y diseminados, se colocaban a unos cinco metros del altar actual. Así que en esa lejanía nos refugiábamos e íbamos desinhibiéndonos poco a poco. Aún hubimos de superar otras dos o tres situaciones que todavía hoy me sorprenden: asistir a un enfermo moribundo, el primer entierro y la primera boda. El primero que ayudó a dar la extremaunción fue Dioni, al que acompañó Vicente. Nos contaron la escena y se nos puso la piel de gallina. Claro, que también sentimos una cierta envidia. Por fin llegó el día de nuestra primera salida a visitar un enfermo. Recuerdo que era una 43


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abuela de unos parientes lejanos. Cuando llegamos, las mujeres sollozaban todas a la vez. Se hizo un silencio y D. Pablo rezaba las oraciones propias del acto, al tiempo que untaba los pies, el pecho, las manos, etcétera, con el santo óleo a la moribunda. Aquel cuadro nos impresionó tanto a Luisito y a mí, que nuestros comentarios llegaron a oídos de D. Vicente, quien ordenó a Lorencico que en adelante sólo le acompañara al cura Dioni, que ya parecía un chaval más maduro. Pasaron meses hasta poder asistir a otros enfermos, tal vez porque avisaban al cura a altas horas de la noche o de la madrugada. El entierro fue menos traumático, aunque tengo en mi memoria visual la llegada de D. Vicente y de D. Pablo a la casa del finado. La escena sigue impresa en mi retina. La familia rivalizaba para ver quién lloraba más y chillaba más fuerte. D. Vicente esperaba pacientemente, después del responso, a que sacaran la caja de la habitación, a la que se agarraban las mujeres mientras los hombres y familiares las apartaban. Con el griterío se nos ponían los pelos de punta. Recuerdo que D. Vicente, unos días más tarde, ordenó que en adelante esperaría en la puerta al muerto y dicho el responso, se pondría en movimiento el sacristán con la cruz y los monaguillos a su lado. Sin embargo, no perdió la ocasión en el sermón del domingo para recordar a los fieles que la muerte para un cristiano era el paso a otra vida mejor, que la aceptación del fin de la vida era


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consustancial a la naturaleza humana, que la ostentación teatral del dolor no era cristiano… Estaba escandalizado con tanto chillido. Pero no le hicieron caso. Pronto aprendimos los responsos, y rivalizábamos entre nosotros para ver quién cantaba mejor y más fuerte. “ Réquiem aetérnam dona eis, Dómine, et lux perpétua lúceat eis ”, “Dies irae, dies illa. Solvet saeclum in favilla: Teste David cum Sybilla, Quantus tremor est futúrus, quando Judex est ventúrus, cuncta stricte discussúrus.”… Después de la misa o del simple responso, a hombros de familiares y amigos, el ataúd era llevado hasta el cementerio sólo por los hombres, las mujeres quedaban en casa rezando el rosario por el difunto. Acompañábamos al cura hasta dicho lugar, y antes de que enterraran al difunto, le rezaba el último responso. El miedo y la cortedad, pues, iban desapareciendo. La iglesia de aquella época aplicaba fórmulas medievales a los servicios religiosos. Había entierros de primera, con misa solemne, catafalco, organista si lo había y algún coadjutor. Se encendían las luces del altar mayor, las velas y velones del catafalco y las de los altares laterales. Este servicio era el más costoso. En estas ocasiones (dos veces nos ocurrió), los monaguillos portábamos los cirios con un billete de un duro pegado al mango. Cinco pesetas de aquella época 45


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era una buenísima propina. En cuanto al sacristán y el portacruz, portaban sendos billetes de veinticinco pesetas. En los entierros de segunda, que fueron la mayoría, el oficiante se limitaba al acompañamiento preceptivo del difunto a la iglesia, el responso en la casa, la misa si se encargaba y lo que se recitaba cuando se le enterraba. Hubo algún entierro de tercera, pero justo es decir que D. Pablo y D. Vicente le rezaban lo mismo que a los de segunda. Casi al mismo tiempo, la ceremonia de la boda fue otra de las pruebas para superar esa vergüenza natural de verse observado por tanta gente. Llegaban primero los invitados de la novia y del novio, ocupando las mujeres los bancos y reclinatorios; los hombres detrás, los menos, y la mayoría fuera de la iglesia. Al instante, la novia, del brazo del padrino y, detrás, el novio, al brazo de la madrina, hacían su entrada solemne por el pasillo central. Los monaguillos espiábamos su llegada por el bullicio que se armaba, y a continuación encendíamos las luces de los altares y capillas y salíamos a la celebración de la ceremonia.

En nuestra primera boda no osamos levantar la mirada, y me imagino que frente a los novios, tan nerviosos como nosotros, la primera prueba no resultó tan traumática como la extremaunción y el entierro. La


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ceremonia pasó mejor de lo que en principio imaginamos... Hubo otras anécdotas que más adelante relataré. Fuimos después los monaguillos los que con nuestro desenfado, desinhibición y alguna que otra risita, ayudamos a algunos novios y novias a pasar el mal trago del momento: si las arras se caían al suelo o había que arreglar la cola y el velo de la novia, allí estábamos nosotros. Para el yugo que se colocaba al final de la ceremonia, una especie de velo rectangular y de unos dos metros de largo, el cura necesitaba de nuestra ayuda. Y el hecho de movernos y no permanecer estáticos nos daba cierta prestancia y utilidad. Después este velo desaparecería en la reforma del Concilio Vaticano II. En las bodas judías y musulmanas se sigue utilizando, igual que antes en la tradición cristiana. Más tarde comprendí que las diferencias entre las religiones no son tantas.

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Capítulo VII EL CORRALILLO, EL HUERTO, EL POZO Y LA PILA


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Tenía la iglesia un espacio anexo por su parte sur, este y norte al que se le conocía por el nombre de “el corralillo del cura”. En su parte sur, en un ángulo, separado por un murete, había un excusado para hacer las aguas menores, como se decía antes. No poseía pozo ciego, sólo la tierra batida. Un apretón, y salir de la iglesia pitando sería lo más conveniente. Los cuartos de baño no existían tal como los conocemos hoy; la mayoría de las casas no los tenían, y menos la iglesia. Así que la gente se iba a las viviendas próximas y de confianza. En aquella época, D. Pablo y Lorencico lo tenían que hacer ahí. Hoy en día, creo que la iglesia no tiene aún cuarto de baño para una emergencia, exceptuando el existente en el salón parroquial. A su lado se situaba, entre la puerta que daba a la calle de la Iglesia y al callejón que la une a la calle Real, el pozo y una pila redonda, enorme, que fue en su tiempo de bautismo. Siguiendo hacia el este, empezaba el antiguo cementerio, que iba bordeando la iglesia por su cara norte hasta la torre. Cuando D. Vicente se instaló en su nueva casa, este espacio aún tenía restos del antiguo camposanto: trozos de cruces, mármol y numerosos huesos que afloraban a la superficie. Dioni, que sabía de hortelano, le preparó el espacio que daba a la calle Real como huerto. Sacó muchos huesos, que llevamos a los montones de escombros de la parte norte cuando acondicionó las parcelas para sembrar habas, cebollas, lechugas y, más tarde, todas las hortalizas que pudo cultivar en el pequeño espacio. 49


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Llegó el verano, y todos los monagos participábamos en el riego del huerto, llenando la pila con el agua del pozo. Pero no sólo servía para regar, sino también para bañarnos. Nos metíamos en pelotas, pues no teníamos bañador, y disfrutábamos de lo lindo. Un día la algarabía que armamos tirándonos agua despertó de la siesta a D. Vicente, y nos pilló in fraganti tal como nuestras madres nos echaron al mundo. No sabíamos qué hacer ni dónde meternos. Dioni, más pudoroso, pues ya tenía vello en el pubis, salió disparado al excusado. Vicente, Luis y yo, más inocentes, no nos atrevimos a salir de la pila, bajamos la vista y esperamos la reprimenda… Que no hiciéramos tanto escándalo y que si no teníamos traje de baño o calzoncillos, eso fue todo lo que nos dijo D. Vicente, mientras se daba la vuelta con una sonrisa picarona. Por la noche, yo ya le estaba pidiendo a mi madre que me hiciera un pantalón de baño o de deporte. Le conté lo ocurrido, y sonriendo me dijo que ya vería. En lo sucesivo, los calzoncillos hicieron de bañador. Fue otro verano, después que D. Vicente hubiera regresado de Argentina (adonde se marchó en misión), cuando, jugando en el corralillo, empezamos a contarnos nuestras confidencias. Lorencico, el sacristán, en ausencia de D. Vicente, que estaba de vacaciones, había retomado “el poder” y siempre estaba detrás de nosotros riñéndonos, ya que nos escaqueábamos de las obligaciones propias de monaguillo, así como de sus recados y caprichos. Además, nos prohibió que nos bañáramos en la pila.


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No sé de quién surgiría la idea; lo cierto es que nos pusimos a una, los cuatro, a cavar un agujero no muy profundo entre la pila y el pozo. Lo cubrimos con palitos y papeles y esparcimos tierra encima. Si Lorencico pisaba encima, se caería en la Pila y se bautizaría por inmersión. Imaginábamos la escena, y nos desternillábamos de risa, imitando los últimos pasos de nuestra víctima tambaleante, pues éste era un poco cojitranco. Calculamos que el agujero estuviera más cerca de la pila que del pozo, pensando inocentemente que no caería a este último sitio. Colocamos la soga encima del brocal para que al acercarse al pozo, tuviera que ir del lado donde excavamos el hoyo y se cayera a la pila. Llenamos la pila hasta rebosar. Nos olvidamos de esta fechoría. El viernes después de misa, D. Vicente nos citó a los cuatro para el sábado a las diez. Acabada la misa nos llevó al corralillo y nos pidió una explicación del dichoso agujero… Uno a uno balbuceamos una respuesta a cual más inconexa. Por fin Dioni, como era un hombrecito, habló por todos y explicó la verdad. Avergonzados como estábamos, ni siquiera nos atrevimos a preguntar qué había pasado y si habría ocurrido algo. Imaginamos después que sería D. Vicente o su sobrina, Angelita, los que al ir a por agua pisaran el hoyo y trastabillaran. Estuvo muy serio D. Vicente y nos hizo ver que esta travesura podría haber acarreado graves consecuencias. Uno por uno fuimos colocados de rodillas en distintos rincones de la iglesia con un par de misales y epistolarios, 51


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uno en cada mano. Al cabo de media hora, las manos no podían sostener aquel peso, y los viejos libracos se nos caían. Por fin Isabel, la de Francisquillo, llegó con otra chica y oí que D. Vicente les comentaba la odisea. Yo que me encontraba cerca, miré de reojo y vi que se reían a gusto. “Podéis marcharos”, oí al poco. Salimos prestos sin apenas cruzar unas palabras entre nosotros, cabizbajos, serios y avergonzados. Desde entonces, a Lorencico lo miramos con otros ojos. Él se daba cuenta de nuestro cambio de actitud y del respeto que le profesábamos. También comprendimos que su guerra particular con D. Vicente la tenía definitivamente perdida. Se iba haciendo mayor como D. Pablo, y ya no podía mandar como antes.


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Capítulo VIII EL NAZARENO PIERDE LA PELUCA 53


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Cuando se acercaba la Semana Santa, la iglesia era un hervidero, talmente un hormiguero de gente entrando y saliendo. Cada grupo de mujeres se encargaba de bajar a un santo, limpiar su altar, cambiarle de túnica y preparar sus andas o su carroza. Se limpiaban los candelabros, los jarrones y floreros para las procesiones. Para los santos más pesados, venían los carpinteros: Paco, su padre y su tío. El maestro, D. Ramón Zamora, se encargaba de preparar el Monumento. Constaba de un túmulo o altar preparado para el Jueves Santo, con una arquita a manera de sepulcro, en la que se colocaba la segunda hostia consagrada este día, para reservarla hasta los oficios del Viernes Santo, en que se consume. D. Ramón era un artista en esta clase de decoración. Sabía conjugar con maestría las plantas con sus jarrones, las telas, los candelabros y cualquier objeto decorativo. Generalmente era una especie de altar con escalones, en cuya cima se situaba la arquita. Los monaguillos ayudábamos a Lorencico en la preparación de toda la vestimenta para la liturgia de la Semana Santa; y a veces, si faltaban manos, también nos daba un trapo y limpiábamos los candelabros del altar con Mistol. El olor a este producto me trae siempre el recuerdo de la Semana Santa y sus procesiones. Ayudábamos a tapar con los velos morados el resto de santos que no participaban en la Semana Santa, en señal de duelo.


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El duelo, el luto por la muerte de un ser querido, era un ritual que había que seguir al pie de la letra, y sobre todo quienes lo sufrían eran las mujeres de cualquier edad: ropa negra, sin poder salir los domingos y festivos y sobre todo en la feria. Esto ahora no tiene sentido, pero antes era algo normal. Y había que cumplirlo a rajatabla. Los más allegados al difunto, desde niños a mayores, eran vestidos de negro de pies a la cabeza. La presión de la sociedad influía mucho. Además el catolicismo español, poco dado a los cambios sustanciales, exaltaba el dolor, el luto y el llanto (“la vida es un valle de lágrimas “), y estas prácticas tenían gran calado en la sociedad de aquella época. Hasta hace poco, en mi pueblo, Aldea, cada vez que moría alguien, una señora, “La Rezaora”, iba avisando de la noticia casa por casa y en especial en las de los familiares, al tiempo que comunicaba la hora del rezo de oraciones y del rosario en casa del difunto, por la salvación de su alma, que ella, “La Rezaora”, dirigía. Era y es un resto de aquellas antiguas plañideras de la antigüedad. En fin, que no hemos cambiado mucho. Un día de esos, después de asistir a alguna ceremonia vespertina, nos despedimos de D. Vicente, y salimos Luis, Vicente y yo de la sacristía. La iglesia vacía, a oscuras, puesto que estaba anocheciendo. Ya habíamos perdido la costumbre de tomar el pasillo central, ya que los santos nos eran familiares. De repente, al cruzar por la capilla de Jesús Nazareno, no pudimos creer lo que estábamos viendo... La hermosa peluca de Jesús 55


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había desaparecido, y en su lugar relucía una bola de billar de color de cera. Nos quedamos petrificados ante tal visión. No solamente no tenía pelo, sino que tampoco tenía túnica. Estaba semidesnudo, con una saya, y su mirada se clavó en las nuestras como si nos pidiera algo. Nuestros ojos se encontraron. Luis me dio la mano, y en un santiamén, chillando y corriendo por entre los bancos amontonados para la limpieza, salvamos la distancia que nos separaba de la puerta. Vicente llegó el primero e intentó abrir la puerta. Imposible abrirla, mirábamos para atrás, un nuevo esfuerzo de los tres, y por fin en la calle. Reíamos por no llorar, en mitad de un ataque de nervios. Nos calmamos ya fuera, en la explanada de la iglesia, camino de nuestras casas, preguntándonos por qué el Nazareno no tenía pelo. Ante la evidencia nos echamos a reír, prometiendo no contárselo a Dioni, que se reiría de lo lindo a costa nuestra. Ya en casa, me faltó tiempo para contarle a mi madre nuestra peripecia. Se reía a gusto en tanto que yo, medio avergonzado por mi falta de valor, penetraba en la despensa. -Vaya un par de valientes -oí que le comentaba a una de mis hermanas. Resultaba que el grupo de mujeres había dejado a medias la limpieza (para concluirla al siguiente día) y a


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Jesús Nazareno sin túnica y sin peluca. Ésta se limpiaba y peinaba o se sustituía por otra nueva en la procesión del sábado, viernes y jueves. Fue la explicación que nos dieron. Esta historia la recuerdo cada vez que paso por la capillita de Jesús Nazareno.

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Capítulo IX LA VIRGEN DEL VALLE NO TIENE CUERPO


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Tiene mi pueblo una ermita donde se venera a la Virgen del Valle. Su cara es delgada, de tez blanca y algo sufriente. Cuentan que cuando la guerra, se quemaron los santos y al acabar ésta se restablecieron las imágenes. Dicen que el cajón donde venía la imagen de nuestra patrona, se intercambió con el cajón de la imagen de la patrona de El Pozuelo, la Virgen de los Santos, de facciones más agradables. Esto no es obstáculo para que los aldeanos adoren a su Virgen con pasión. Cuando ya los monaguillos nos familiarizamos con la ermita, escudriñábamos sus rincones: el corralillo, para buscar nidos de pájaros, y el camerino de la Virgen. Recuerdo que estaba lleno de exvotos colgados de las paredes y del techo. Éstos simbolizaban todos los milagros y favores que había hecho la Virgen del Valle a sus fieles devotos. Algunos llevaban letreros que decían: “Por haber librado a mi hijo de ir a África “. También pendían muletas del techo, piernas, caras y manos de cera y cuadros de las paredes. Abundaban sobre todo las piernas y los brazos. En uno de los cuadros reconocí a mi primo Felixín, el aguador, que le pilló el carro con la cuba de agua por encima y no le pasó nada. La familia encargó al guarda forestal, un aficionado a la pintura, que retratara el suceso, cosa que éste realizó con bastante realismo, en un estilo muy naïf. Un día que subimos al camerino a tocar la campana para la misa, se nos ocurrió curiosear la imagen de la Virgen, y descubrimos con extrañeza que no tenía piernas 59


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ni cuerpo; que en su lugar sólo había palos de madera ensamblados, formando un armazón de forma piramidal y que sujetaba el manto. - ¡Ahí va, pero si no tiene piernas ni cuerpo!…exclamamos al unísono. Nos llevamos una enorme sorpresa. Días más tarde, en la parroquia, nuestra curiosidad infantil no se podía reprimir. Nos atrevimos a levantar las túnicas de todos los santos que estaban a nuestro alcance, y resultó lo mismo que con la imagen de la Virgen. Entre risas y aspavientos, no sin antes mirar a todos lados por si nos veía D. Vicente, llegamos a la conclusión de que había dos tipos de santos: los que tenían cuerpo y los que no. Era fácil reconocerlo, pues los sin cuerpo estaban vestidos, tapando sus vergüenzas de… madera.


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Capítulo X VICENTE RESUCITA

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Conocíamos nuestro oficio como la palma de nuestra mano. La iglesia para nosotros no tenía secretos. Dominábamos los cánticos, las respuestas en los rezos de cualquier ceremonia y, cómo no, jugábamos a representar la liturgia. Fue, si mal no recuerdo, el año que D. Vicente estaba en Argentina. Se había instalado el catafalco de Semana Santa en el pasillo central de la iglesia, una tarde en que ésta estaba vacía. Dioni y Vicente nos gastaron una buena broma a Luisito y a mí. Hicieron como que se iban a sus casas, y nosotros nos quedamos rezagados en el corralillo, terminando la partida de canicas al gua. Cuando penetramos en la sacristía para salir por la iglesia a nuestras casas, vimos a Dioni delante del catafalco, entonando un responso, vestido con sus ropas de monaguillo. - Dies irae, dies illa, solvet saeclum…- Dioni con cara de seriedad frailuna entonaba a grito pelado el responso. Nos miramos Luis y yo sin saber qué hacer. Picados por la curiosidad, nos acercamos sonriendo, sin tenerlas todas consigo. De pronto, Vicente, con una cara pálida de difunto, se incorporó por encima del catafalco, dándonos un susto de muerte. El pánico se apoderó de nuestras mentes, y, sin pensar en la trampa, salimos corriendo como alma que lleva el diablo. Nos paramos al final de la iglesia, mientras oíamos cómo nuestros amigos se reían de nosotros.


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-¡Vaya collicas, cobardes, miedicas! - oíamos a nuestras espaldas mientras corríamos. -Es que no veas, chiquetes, el miedo que nos ha entrado al ver a Vicente blanco como un muerto… No pensábamos -titubeé- que iba a estar allí encima. Dioni había blanqueado la cara a Vicente con la cal de un cubo abandonado en el corralillo por las enjalbegadoras. Aún no habíamos superado del todo “la muerte“, pues el hecho de salir corriendo lo explicaba todo.

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CapĂ­tulo IX LAS PROPINAS


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Al poco tiempo de ejercer de monagos, Lorenzo, el sacristán, nos enseñó a repartir por el pueblo la hoja parroquial de la diócesis de Ciudad Real. Para nosotros aquello era una fiesta y un motivo de regocijo. Meses más tarde, se volvió una obligación y un engorro. Claro que, al principio, comprendimos el porqué: muchos de los parroquianos suscriptores nos daban una propina. Recogíamos el precio, recuerdo que eran veinticinco céntimos (un real) de las antiguas pesetas. Cuando yo me marché a los Marianistas, el precio de la hoja parroquial se acercaba a la peseta. Entregábamos el dinero a Lorenzo, quien a su vez se lo daba a D. Vicente. Las propinas nos las repartíamos los cuatro. Pronto surgieron algunas disensiones, ya que algunas personas daban la propina en función del grado de amistad que le unía a quien entregaba el boletín. Así que D. Vicente puso orden y nos exhortó a repartirlas por partes iguales. Era una parte de nuestro sueldo, porque el resto vendría después, al llegar las fiestas patronales, cuando D. Vicente nos daría el resto de propinas de todo el año. Hacíamos cábalas por saber el momento en que se nos repartiría el botín. Nuestra impaciencia subió unos grados el día en que con gran seriedad, de una hucha sin formas definibles, D. Vicente empezó a sacar toda la calderilla de perrillas, perras gordas, dos reales, pesetas y billetes de papel, duros y algún que otro billete de cinco duros morado, mientras abríamos los ojos como 65


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espuertas. No imaginábamos tanto dinero junto y ¡nuestro! También nos encargaron que lleváramos El Templo y Hogar a todas las casas del pueblo, preguntando si deseaban leerlo. Aquellas técnicas de rudimentario marketing no tuvieron mucho éxito, aunque sí hicimos algunos nuevos lectores. Todos los primeros jueves del mes, salíamos por la tarde a repartir. Por lo general, aunque no siempre, mucha gente nos daba diez, quince o veinte céntimos de propina. Casi tanto como lo que costaba el boletín. Repartíamos éstas entre los 4 monaguillos, y ya teníamos calderilla para nuestras apuestas en los juegos del mocho, de la tángana y en la compra de canicas y cromos de jugadores de fútbol, etcétera. En las bodas, generalmente, nuestro pueblo no se caracterizaba por su generosidad con la gente de iglesia. Eso sí, compensaban la escasez de propina con la invitación a la boda. Hubo bodas en las que algún padrino o padres de los novios tuvieron detalles con los monaguillos. Entrábamos al convite junto a D. Pablo y D. Vicente, y, ya “colados“, disfrutábamos de los refrescos y de las pastas con la demás chiquillería. En los bautizos éramos más afortunados. Casi todos los padrinos y madrinas tenían algún detalle. Cuando no lo había, esperábamos con impaciencia los cuarenta días transcurridos de purificación, al término de los cuales la parturienta venía a presentar al niño, ya bautizado, al


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templo. Se le entregaba una vela y asistía a una pequeña ceremonia. Casi siempre la madre compraba unas velas con unos billetes liados de una peseta, o cinco, las cuales cada monaguillo portaba en una mano. Al término de la ceremonia, las velas quedaban en propiedad de la iglesia, luciendo en algún velorio de los diversos altares, y los monagos con el billete. Los responsos eran las oraciones a los difuntos por El día de Los Santos y de Los Difuntos. Cuando llegaba el día de Todos los Santos, D. Pablo y D. Vicente se allegaban al cementerio acompañados del sacristán, de Pelayo con su Cruz y de los monaguillos, dos a los lados de cada cura. La gente se agolpaba alrededor de la sepultura que había encargado un responso, y el desorden que se formaba era monumental. Éramos requeridos para que dijéramos al cura que ayudábamos, que fuera a tal o tal lápida. Mientras, Lorenzo cobraba de cinco a veinticinco pesetas por responso. No se había acabado de rezar la oración, cuando Lorenzo nos conminaba a ir a otra sepultura que ya había cobrado, y el pobre de D. Pablo abandonaba el lugar sin poder atender a los propietarios de las tumbas de al lado. D. Vicente estuvo de charla con D. Pablo cuando regresamos para comer. Por la tarde, la organización se puso en marcha. Cada cura empezaba por un extremo del camposanto, e iba ladeando las tumbas, rezando los responsos a quienes lo solicitaran. 67


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Al día siguiente, día de los difuntos, después de la misa y medio muertos de frío, comenzábamos con la tarea de los responsos hasta acabar a eso de la una, hora en que ya escaseaban las peticiones. Por la tarde recuerdo que Lorencico contaba el dinero y hacía dos partes que entregaba a D. Pablo y a D. Vicente. Éstos a su vez le pagaban a Pelayo y a Lorencico, y a nosotros nos daban una propina a cada uno. Un día redondo, pues además nos habíamos ahorrado la escuela. Ser monaguillo tenía esa ventaja.


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Capítulo XII RISAS INFANTILES 69


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D. Pablo, un santo varón, muy cansino pero con gran sentido del humor y que a su avanzada edad veía la vida desde otra perspectiva, nos maravilló una fría mañana de invierno. Habíamos acudido, como de costumbre, a ayudar a la misa. Dos o tres feligresas, diseminadas entre los bancos, esperaban el comienzo de la misa. Fiel a la cita matinal, el tío Teófilo, bien abrigado con una manta, rezaba arrodillado en su reclinatorio, debajo del altar de San Antón y su guarrillo. Hubo de ser uno de esos días de crudo invierno castellano, porque la clientela se componía de sólo cuatro personas. La iglesia sin calefacción era un verdadero frigorífico. Empezamos. Al poco tiempo nos dimos cuenta de que D. Pablo iba más de prisa que de costumbre. Al introito le siguieron las epístolas, casi sin darnos cuenta. En un momento de genuflexión, tal vez mi tripa quedó demasiada aprisionada y se me escapó un sonoro pedete. Luis, que no perdía ripio de cualquier detalle que pasara, soltó tal risotada, aunque contenida (al tiempo que yo emitía otra si cabe más fuerte), que D. Pablo no tuvo más remedio que volverse y poner una cara de sobresalto. No dijo nada. Logramos contener la risa, y el Evangelio y la consagración pasaron con una rapidez hasta ahora ni vista ni oída. La comunión, rápida, pues el único comulgante fue el tío Teófilo. Ite misa est. Amen. Nos alineamos en silencio, y con nuestras manos unidas a la altura del pecho, enfilamos hacia la sacristía.


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Esperamos a que D. Pablo se desatara los manitos, el cíngulo y le ayudáramos a desprenderse de la casulla y del alba. Lorencico, mientras tanto, colocaba los hábitos. D. Pablo se volvió entonces hacia nosotros, con su cara paternal y afable. -Mi tuti y mi tonito, ¿ a quién se le ha escapado ese siliquí ? Al oír aquel palabro, nuestras risas contagiaron al bueno de D. Pablo. Lorencico asistía sin reír, cuando en esto que me sacó del aprieto. -No es la primera vez que al tío Teófilo se le escapa un sonoro cuesco. Nuestras risotadas se elevaron varias octavas, y el bueno de D. Pablo dio por zanjado el episodio. Nos despedimos de él y de Lorencico, en tanto que yo miraba a Luis, avergonzado por mi cobardía. Aquel suceso que relatamos a Vicente y Dioni, nos iba a sacar del aprieto de otras fechorías, pues el pobre del tío Teófilo cargaría sobre sus inocentes espaldas la responsabilidad de otros sonoros cuescos.

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Capítulo XIII UN ENTIERRO ESPECIAL


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Estábamos en un funeral. Nos encontrábamos oficiando el responso con el féretro encima del catafalco, con sus cirios y ropajes. La iglesia estaba medio llena. Era una tarde de verano; las puertas abiertas de par en par dejaban entrar una luz agradable, y el frescor del inmenso edificio invitaba a una apacible siesta. La asistencia y el duelo parecían amodorrados, y como no había participación de los mismos en el oficio, mayor si cabe era el adormecimiento general. Entonábamos el Dies irae, dies illa a grito pelado, cuando sin verlo ni olerlo se presentó al lado del féretro un niño redondo de carnes, de unos cinco a seis años, tal como su madre lo echó al mundo. Adornado de todos sus atributos, sus “madroñitos“ y su “bellota”, con una buena panza, las manos enlazadas a la espalda, posaba su mirada curiosa en el duelo, fluctuando del duelo al féretro y de éste al público. D. Pablo comenzó a reír contenidamente mientras tosía. Luis, Vicente y yo nos contagiamos al poco, y el responso se interrumpió. El duelo debía de tener poca pena, pues a más de dos se le escaparon unas risas, si bien contenidas. Nadie reaccionaba. Hubo un momento de silencio, roto únicamente por nuestras risitas, ya sin contenernos, cuando el niño se volvió hacia nosotros con curiosidad. D. Pablo reanudaba el cántico mientras tosía y tosía, ahogando la risa. De pronto la Sra. Isabel, la madre de Pedrito, el cura, salió de su sitio y por el pasillo se acercó al féretro cogiendo de la mano a Natalio, que así se llamaba el niño, y sacándolo fuera de la iglesia. 73


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D. Pablo ladeó su cabeza a derecha e izquierda, conminándonos con la mirada a contenernos. Retomamos la seriedad del Dies irae. Al poco volvimos a las risas, y D. Pablo dio por finalizado el responso al acabar el cántico en una de las estrofas. Recitó una de las oraciones de despedida, y entramos en la sacristía. Nos desahogamos a gusto refiriendo la peripecia de Natalio. D. Pablo reía y reía, al tiempo que su tripita prominente se movía al compás de su risa entrecortada. Los familiares ya nos esperaban en la puerta para llevar el muerto al cementerio. El paseo hasta el mismo transcurrió sin incidentes. No comentamos nada, y la vuelta se hizo en la misma disposición. La anécdota la conté en llegando a casa. Mi madre y la Esperanza que estaba presente, no podían contener la risa. Pues debían estar todos bien dormidos para no ver a Natalio entrar a la iglesia en cueros y atravesarla de cabo a rabo! -espetaba La Esperanza con retintín- Es que a la pobre -Se refería a la difunta- la querían poco.

Unos días más tarde, la Isabel, al salir de misa, nos esperó y aunque no nos riñó, sí que nos echó en cara que no hubiéramos reaccionado sacando al niño de la iglesia. No dijimos nada, pues a esa edad el episodio no tenía ninguna importancia. Pero como pude deducir de los


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comentarios de los mayores, los asistentes al entierro estaban realmente echĂĄndose una siestecita, y nadie se enterĂł de la entrada a la iglesia de un niĂąo en pelotas.

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Capítulo XIV UNA PEQUEÑA VENGANZA


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Ser monaguillo tenía sus recompensas pero también sus servidumbres. Mientras los demás chiquillos iban al cine de la sesión de tarde los sábados y domingos, o se divertían con su pandilla en la plaza, jugando o comprando chucherías, nosotros teníamos que ayudar a las misas, novenas y rosarios, perdiéndonos estos momentos de ocio, tan deseados sobre todo en los días apacibles de primavera y verano. Cuando llegaba el buen tiempo, ya acabada la misa de la tarde, corríamos a la plaza a gastar las cuatro perrillas antes de recogernos a nuestras casas. Parecía que todos los chicos y chicas del pueblo se daban cita en la plaza. Una tarde de finales de primavera, Luis y yo llegábamos a la plaza, cuando Amador Caballero, Susano y Antonio el del Chatillo nos llamaron para jugar con ellos. - Tú ponte así -me decía Amador mientras me hacía agachar de rodillas- y tú, Luis, a su lado, de pie. Con toda nuestra inocencia ejecutamos las reglas, y en esto estábamos cuando oí que uno de ellos llamaba a una chica. Nosotros permanecíamos ajenos a lo que tramaban. La chica llegó a nuestra altura. Debía de ser mayor, pues le veía unas fuertes piernas y sus pies calzados de zapatitos blancos, a juego con sus calcetines. Amador empujó a Luis, que cayó sobre mí, al tiempo que decían: “ Las tiene blancas, las tiene blancas “. 77


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En un santiamén, la chica se revolvió, y al primero que estaba a su alcance, que era Luis, ya incorporado, le arreó un bofetón. Observé la escena con el rabillo del ojo, y en esa posición de rodillas, antes de que me levantara, la chica me propinó un puntapié en la rabadilla, que me hizo chillar y rabiar del dolor. Era la Pepi del boticario, que, ofendida por la faena, repartió yesca a diestro y siniestro. Salieron los otros tres corriendo, y ella detrás, pero no les echó mano. Sería dos o tres años mayor, y ya estaba muy crecidita. Amador vino en nuestro socorro, y nos preguntó si nos había hecho daño. Fingimos para ser unos machotes, pero por la cara que ponía Luis y por los repetidos gestos de llevarme la mano al culete y rascarme, supieron que la Pepi nos había hecho pupa, no sin razón. Antonio y Susano se reían a nuestra costa. Nos fuimos a un puesto de chuches a gastar nuestras perrillas. Al poco, vimos al trío de gamberrillos, que no cejaban en su empeño de verles las braguitas a las niñas distraídas. De vuelta a casa, ni siquiera comentamos lo ocurrido, aunque interiormente nos dolía que nos hubieran engañado tan inocentemente. No habían pasado unas semanas, cuando en la misa de doce, ayudando a D. Pablo en la comunión, vimos que venía la Pepi por el pasillo central, las manos juntas en piadosa compostura, con su vestidito blanco, acercándose


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a comulgar. Nos miramos y comprendimos. La Pepi se arrodilló y abrió su boquita para recibir la hostia, al tiempo que yo le acercaba la palmatoria lo más cerca posible de la cara, en tanto que Luis hacía lo propio con la bandeja, ajustándosela al cuello. La niña no podía recibir la hostia sin quemarse ni abrirla demasiado por la presión del filo de la palmatoria. La Pepi tuvo unos segundos de azoramiento, y la salvó que D. Pablo alargó un poco más la mano y pudo introducir la hostia en su boquita de piñón. Nos miramos, y yo vi en los ojillos picarones de Luis que nuestra venganza había sido todo un éxito. Le cogimos gusto a nuestra pillería, y, haciendo honor al dicho “si quieres tener un hijo pillo, mételo a monaguillo”, cada vez que se nos presentaba la ocasión, apretábamos la bandeja o arrimábamos la palmatoria según nuestros humores. Más de una vez el tío Teófilo, la Sofía de Lesmes (“¡Ay, ay, Antoñito, que hoy me has apretado la palmatoria”), la Etelvina y alguna que otra beata cansasantos eran el objeto de nuestra broma inocente. Tuvo que ser D. Vicente, tal vez puesto al corriente de nuestra afición por alguna feligresa, el que puso fin a la misma. Un día cualquiera, dando la comunión, vio que la palmatoria y la bandeja se acercaban demasiado a alguna comulgante. Cuando menos lo esperamos, D. Vicente, que había depositado la hostia en el copón, con la mano derecha ya libre, nos regaló un pescozón a cada uno. No volvimos a hacerlo más, y, claro, ni nos quejamos a nuestros padres. Faltaría más. 79


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Capítulo XV LA CATÁSTROFE QUE PUDO SER


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Una Semana Santa, la segunda a la que asistíamos (pues la primera, recién “ordenados monaguillos”, fueron los seminaristas del pueblo los que lo hicieron), ayudamos a la ceremonia de bendecir los Santos Óleos y el agua bendita para los bautizos y las pilillas. Era por la noche, creo que del jueves Santo, después de la misa, sobre las once o las doce, hora en que el oficiante lava los pies a doce chicos. Estábamos los cuatro monaguillos asistiendo, cada uno en su papel. Yo recuerdo que portaba una pesada cruz que apenas podía mantenerla derecha. La ceremonia se alargaba más de lo normal para unos niños de 8 y 9 años. El cansancio hacía mella en mí. Me picoteaban y se me cerraban los ojos. Veía a Luis que cabeceaba al lado de D. Vicente, mientras que D. Pablo, con Vicente y Dioni a cada lado, le acompañaban con el incensario y el hisopo alrededor del catafalco. La iglesia estaba de bote en bote. En un momento dado, cerré los ojos y el peso de la cruz me hizo perder el equilibrio. En ese instante en que casi me caía, abrí los ojos. Oí un cierto murmullo ahogado por las oraciones cantadas de D. Pablo. A partir de ese momento, me aseguré la cruz abriendo las piernas todo lo que pude aguantar…, pero al poco sentía que el sueño me ganaba y que ese suave balanceo de adelante atrás me vencía. Di un traspié, y en ese preciso momento Lorencico me despertó con un codazo que casi me tira la cruz encima del monumento.

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Cuando llegué a casa, ya casi a la una de la noche, mi madre no me dijo nada, pues yo no le daba importancia a unas cabezaditas causadas porque unas ceremonias sin sentido se alargaran horas y horas. Al día siguiente mi madre me despertó, y sin preámbulo alguno me arreó un pescozón de esos tan suaves e inocentes que me solía dar cuando hacía alguna trastada. -¡Vaya la que podías haber armado anoche! La Isabel de Pedrito me decía: “¡Magina, pero no ves que tu chico se está durmiendo y mira que si se cae con la cruz encima del Monumento, con todas las ollas de agua y los óleos! ¡Por Dios, ve y dile algo!”. ¡Ay, ay, hijo mío! ¡Qué desastre, lo que me has hecho pasar! ¡Mira que si te caes con la cruz, la que hubieras armado, y yo nada más que rezar: “por Dios que no se duerma, que no se caiga”! ¡Con lo vergonzosa que soy yo¡ ¡Ay, so bandido, lo que me hubieras buscado ! Pero mi madre, que era más corta que bajita, no se atrevió a reconvenirme en aquella ocasión, y cuando la Isabel vio que la cosa podría ser un desastre, se levantó y se fue hacia un lateral de la capilla de la Dolorosa, y desde allí le hizo señas a Lorencico, que comprendió al instante lo que debía hacer. Años más tarde me lo recordaron las dos mujeres, mientras se reían con decoro, pues la Isabel de Pedrito el cura era una mujer muy piadosa. Yo he imaginado muchas veces lo que hubiera podido pasar. La cruz encima de todo aquel tinglado de ollas de agua, los


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santos óleos por el suelo y el catafalco viniéndose abajo. El espectáculo que se hubiera originado sería digno escenario de una película de Berlanga.

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Capítulo XVI LA MISA QUE DURÓ TRECE MINUTOS


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Don Pablo, que era un santo varón, bueno como un niño, nos regaló una tarde de verano el oficio religioso más corto al que asistimos en nuestros largos cuatro años de acólitos. Se trataba de la misa de la tarde de un sábado de verano. Ya sea porque la hora no le conviniera a la feligresía, o porque la gente estuviera en sus ocupaciones o porque la misa no les apeteciera, la cosa es que la iglesia estaba vacía. - Chicos, salid a ver cuánta gente hay para la misa, que ya ha tocado Pelayo el tercer toque -nos decía Lorencico. Nos asomamos y contamos los asistentes. El tío Teófilo, la tía Isabelica y otra viejecita que se arrastraba hacia la capilla de Jesús Nazareno. -D. Pablo, sólo hay dos o tres. La iglesia está vacía -le decíamos, al tiempo que se nos ocurrió añadir-: ¿Por qué no suprime usted la misa, D. Pablo, si apenas hay gente…? -No, no, vamos chicos; aunque haya una sola persona, hay que decir la misa. -Pero, D. Pablo, ¿por qué no la hace sin sermón, que no nos va a dar tiempo de ir a la plaza? -insistíamos. -Esperaremos unos minutos a ver si viene alguien más, y si no empezamos. 85


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D. Pablo cogió su ramito de olivo, y paseó pensativo por la sacristía haciendo tiempo, mientras Lorencico, Luisito y yo salíamos a la iglesia, contando al personal y asomándonos a la puerta a ver si se presentaba alguien más. Era una tarde dulce de primavera-verano. El aire estaba perfumado y reinaba una quietud que invitaba al descanso. Fuera no se veía un alma. Se diría que todo el mundo estaba de fiesta o metidos en sus casas. Lorencico ponía cara de no comprender nada. Volvimos a la sacristía, y D. Pablo, recibidos los partes pertinentes, decidió que había que empezar. Estaba cabizbajo y triste. Lorencico lo miraba con dulzura. -Intribo ad altáre Dei. -A Deum qui laetíficat juventútem meam. Y montándose las preguntas con las respuestas, D. Pablo finiquitó el Introito en un pis-pas. Ya estaba leyendo la epístola, y tan pronto intercambiamos la posición los monaguillos con una genuflexión en el centro del altar, oímos que decía: Santo evangelio según San Marcos: En aquel tiempo, Jesús … Nos santiguamos. Nos mirábamos boquiabiertos sin dar crédito a lo que estábamos presenciando. Llegábamos a la consagración y apenas habían transcurrido cinco minutos. Las vinajeras duraban poco en las gordezuelas manos de D. Pablo. La consagración empezaba. D. Pablo cogió el cáliz y pronunció las palabras mágicas. Al momento bajó del altar y fue a repartir la comunión, pero nadie se acercó al


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reclinatorio de la comunión de los fieles. Al tío Teófilo no le hubiera dado tiempo de dar los cinco pasos que lo separaban del reclinatorio si hubiese querido comulgar. Regresamos al altar, y D. Pablo comulgó con las dos especies, apuró el cáliz y lo limpió, así como los corporales, con destreza y unción. Casi en silencio, llegamos al final. Ite missa est. Nadie respondió. Solamente nosotros acompañamos a D. Pablo con un Deo grátias sonoro, dando por terminada la santa misa más corta de nuestra vida de monaguillos: trece minutos tan sólo. -D. Pablo, fíjese, hemos tardado trece minutos. ¡Qué bueno es usted, D. Pablo! Así tenían que ser todas las misas -decíamos mientras señalábamos el reloj de la sacristía. D. Pablo rezaba mientras se arremangaba el alba, y, sin ayuda de nadie, recogía sus hábitos, al tiempo que le besábamos la mano y nos despedíamos de él y de Lorencico con un alegre “hasta mañana”. Su semblante estaba triste, y no comprendíamos nada de nada. Al llegar a la plaza y encontrarnos con nuestros amigos, les contamos la historia de la misa de trece minutos; pero Dioni y Vicente no nos creyeron porque eran las ocho, y la misa, según ellos, había durado media hora justa, y además D. Pablo era muy “pesao” .

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Capítulo XVII LA PROCESIÓN MÁS LARGA DE ALDEA DEL REY


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Llegados a la parroquia para la procesión del Viernes Santo, Lorencico, nervioso, estaba en un sin vivir. Como siempre había tanto trabajo que preparar para las ceremonias y procesiones (las ropas, los cirios, cruces y estandartes), que el pobre estaba de aquí para allá, gruñendo a todo aquel que se le pusiera por delante. Los monaguillos no le facilitábamos la tarea, con nuestras risas y juegos. Una vez distribuidos los monaguillos (uno para acompañar al oficiante, otros dos a Pelayo, el portacruz, y el cuarto a Lorencico con el estandarte), esperábamos que llegaran las autoridades: la Corporación al completo con las banderas de España, Falange y Requetés, banda de música, los “armaos” y su capitán, las cofradías con sus hermanos mayores, vocales y estandartes. La banda de música, con su uniforme de gala, acompañaba a las autoridades hasta la puerta de la iglesia. Después el alcalde con algún concejal y el capitán de los armaos, más los presidentes de las hermandades, se presentaban en la sacristía y saludaban a D. Pablo y D. Vicente. Entonces el oficiante (que era D. Pablo), junto con el alcalde, iban bajo el palio, y justo al salir de la iglesia los músicos entonaban La Marcha Real. En este preciso momento la procesión se ponía en marcha. A una señal del Sacristán, Lorencico, Pelayo y los que lo acompañábamos, salíamos a buen paso del atrio, seguidos de los santos a los que previamente se les había puesto en andas. Santiago marcaba el paso algo ligero 89


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por la explanada, en dirección a las Peñuelas. La procesión se ponía en marcha, pero las filas no avanzaban porque todo el mundo quería ver salir a la Virgen. Los jóvenes que unos minutos antes se habían peleado por llevar en andas a San Antón, nos adelantaron en la esquina del Tío Teófilo, abarrotada de gente. Esperamos a que los Santos, La Dolorosa y La Magdalena se aproximaran y que en las filas no hubiera claras, e iniciamos la marcha. La gente empezó a constituir las filas, y nosotros a avanzar. Las esquinas estaban abarrotadas, y las filas se iban engrosando a medida que avanzábamos. Habíamos llegado a la esquina de la ermita, cuando sentimos los acordes de la Marcha Real. El Santo sepulcro estaba saliendo de la iglesia. Desde este repecho de la calle, no se veían los cofrades blanquillos que acompañaban a la Magdalena. Alguien le dijo a Pelayo que avanzara más de prisa porque la procesión se había colapsado en las Peñuelas debido al gentío que se había añadido a la misma. Así que había que avanzar. Pelayo tenía pocas decisiones, miraba y volvía a mirar, y nosotros marchábamos por delante de él tres o cuatro pasos para que nos siguiera más deprisa. Las filas avanzaban, pero no los Santos, que se quedaban rezagados junto a sus cofrades. El único que avanzaba a nuestro ritmo era San Antón y su guarrillo, que le había cogido el aire alegre de la marcha en la procesión más lenta y triste de la Semana Santa aldeana.


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Al llegar a la esquina de la calle Real, en el Rollo, habíamos hecho la mitad de la procesión. Así que la marcha alegre pero moderada avanzaba a buen ritmo. Hablábamos con los portadores de San Antón, que eran chicos de nuestra edad más o menos y ya empezaban a dar muestras de cansancio. De vez en cuando, se paraban y nos llamaban para que nos parásemos. A lo lejos escuchábamos el redoble de los tambores y cornetas de los “armaos”. -Deben ir por las Peñuelas -decían unos. -¡Qué va, hombre, si se oyen muy cerca de aquí! Como veíamos que las filas nos seguían, nosotros enfilamos la calle Real hasta llegar a La Posá. No había tanta gente como de costumbre porque los mirones solían irse a la esquina de la ermita. Desde aquí hasta la iglesia fue cosa de coser y cantar. Pelayo avanzaba taciturno y serio, y nosotros deseosos por llegar los primeros y descansar nuestras posaderas en los bancos de piedra de la escalinata de la iglesia. -Vamos, Santiago. Si las filas no se hacen, es porque las chicas se quedan en la plaza. Cuanto antes lleguemos, mejor. -Es que… no está bien. -Bueno, algunas mujeres nos siguen, y no tenemos la culpa de que se rompan las filas. 91


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Al llegar a las cuatro esquinas de la calle del padre Jara y Tía Matilde con la calle Real, la gente se salía de las filas y se iba a ver la procesión, que no vio partir de la iglesia, a las esquinas limítrofes. La procesión debía haber pasado hace unos minutos. Dejamos al bueno de Santiago con su cruz, y, arremangándonos la sotana, corrimos los últimos trescientos metros para llegar a la iglesia y avistar el grueso del paso del Santo Sepulcro, que ya doblaba la casa de Lesmes. -¡Santiago, Santiago, corre, corre! ¡Mira que están todavía aquí, ya van por las Peñuelas! -¡No me lo puedo creer! -decía abriendo sus ojillos de chino. -Pues ahora a descansar y a beber un trago de agua en mi casa. Mi madre tampoco se lo podía creer. Había muchos conocidos en la puerta de mi casa, y todo el mundo se hacía lenguas del gentío que se había juntado. Yo relaté nuestra odisea, y era la prueba de que los primeros ya habíamos llegado. Fue un acontecimiento muy referido, y aún lo recuerdo.


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Capítulo XVIII UNA MISA DE MONTERÍA.

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Un día de e otoño Lorencico nos dijo a Luis y a mí que la semana próxima iríamos a decir misa a la finca de La Nava. Vicente y Dioni habían dejado de ser monaguillos porque el primero se fue a vivir con su hermana a Coslada y Dioni llevaba ya viviendo unos meses con su familia en Madrid. Habían reemplazado a nuestros amigos con dos nuevos monaguillos: Antonio el de la Paula del Cartero y mi primo Perico Bravo, el hijo de mi tía Sinforosa. Como éramos los más veteranos, fuimos, pues, los elegidos para ayudar a la misa. Estábamos nerviosos. No nos imaginábamos cómo sería la misa de montería. Un sábado de madrugada, serían las cinco, Lorencico aporreaba la ventana de nuestro dormitorio: “Magina, Magina, despierta a Antoñito que ya es la hora”. En un santiamén, me vestí la ropa que mi madre me había preparado la noche anterior y abrí la puerta. Luisito ya estaba preparado, y juntos nos fuimos a la puerta de la iglesia a esperar a D. Pablo y al jeep que vendría a recogernos. Era de noche cerrada y el frío se nos colaba por todo el cuerpo. Aquellos pantaloncitos cortos no nos protegían lo suficiente. Los nervios y el miedo a una nueva situación, nos mantenían silenciosos. D. Pablo apareció casi al mismo tiempo que el jeep. Nos acomodamos dentro, sentados en unas banquetas. El coche tenía un techo de lona, y el aire frío se colaba por entre las rendijas. Nos apretamos al lado de Lorencico para


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resguardarnos del frío. Yo empezaba a marearme, y luchaba por que “las angustias”, como llamábamos a las arcadas, no se adueñaran de mí. Me pareció que el trayecto había durado una eternidad. Al llegar nos hicieron entrar en la cocina para calentarnos. La hija de la Morena la Alegre nos ofreció un vaso de leche calentita. Al poco la misa empezaba en una capillita repleta de cazadores. Terminada la misa, la algarabía se adueñó de la concurrencia, reunida en el salón comedor para desayunar, y de nuevo nos hicieron pasar a Lorencico y a los monaguillos a la cocina. Yo estaba tan mareado, que apenas si pude engullir las tostadas con mantequilla que me preparaba la hija de la Morena la Alegre. Ella insistía en que yo comiera, pero mi estómago se cerró en banda. Luis estaba más espabilado que yo, pero tampoco comía. Ya se hacía de día cuando nos trajeron de vuelta al pueblo. Al llegar a casa, mi madre me vio en tal estado que me acostó para que se me pasase el mal cuerpo. El mareo y la falta de sueño dieron por tierra la ilusión de ir a decir misa al quinto de La Nava. Encima no nos dieron propina, pero nunca olvidaré la insistencia de la hija de la Morena la Alegre para que comiera esas dulces tostadas con mantequilla.

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Capítulo XIX EN LA ROMERÍA DE SAN ISIDRO


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Cuando llegaba la romería de San Isidro, la chiquillería no tenía otro tema de charla que si ibas a ir, con quién y cómo. Casi todos los años se decía misa en el patio del Cortijo, junto a la pequeña estatua de San Isidro, el santo patrón de los labradores. Un año fuimos los monaguillos a ayudar a D. Pablo y D. Vicente. Una vez acabada la misa, cada cual se daba cita con el grupo familiar o de amigos, instalados en los aledaños del Cortijillo hasta la hora de la limoná. Luis y yo jugamos con los chicos un partido de fútbol en las eras situadas en la cara sur, por encima del edificio principal, hasta la hora del refresco. La gente acudía en masa, sobre todo los cortijeros, a tomar un vaso o dos de refresco y pastas, si había, y a charlar animadamente con los paisanos. Luis y yo buscamos el apego de los curas y Lorencico por si nos echaban, como acostumbraban a hacer con la chiquillería. Logramos nuestro vaso de limoná y unas pastas. Con la sed que teníamos, repetimos, y aquel jugo tan dulzón pronto se nos subió a la cabeza. Me acuerdo de poco, pero creo que apuramos algún que otro medio vaso de refresco, y me vi pasando el tiempo mareado, buscando a alguien de vuelta al pueblo. Luis encontró a Tinín, y, al verlo en ese estado chisposo, lo llevó en su moto al pueblo. Al quedarme solo, anduve unos metros en dirección del pueblo. Empecé a 97


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vomitar. La cabeza me estallaba. Al poco se paró una galera. Era mi vecino Julián, que al verme en tal estado y yendo a pie, me invitó a subir. Sólo recuerdo que me hacían muchas preguntas, pero yo apenas si hablaba, pues no acertaba a decir nada. Me fui amodorrando y cerré los ojos, tumbado sobre una manta. Oía entre risas los comentarios de su novia y su hermana, la Paca, la cual decía: “Pues parece que se le ha subido la limoná”. Al día siguiente, mi madre me sermoneó muy seriamente. Me habló de borrachera y de cosas muy graves que había hecho. Que qué vergüenza para la familia. No entendía nada. Pero a partir de aquel día, empecé a comprender que el vino dulcecito te podía hacer daño en la cabeza y en el estómago.


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Capítulo XX LOS CURAS A LOS QUE AYUDAMOS A DECIR MISA 99


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De todos es conocido cómo el interés de los niños disminuye si la actividad en la que participan se alarga o si se les proponen siempre las mismas tareas. Los monaguillos no éramos una excepción. Cuando se presentaba la ocasión, discutíamos por ser los primeros en ofrecernos para ayudar o hacer cualquier cosa, con tal de librarnos del deber que nos correspondía. Así que al llegar los curas oriundos del pueblo, por fiestas o vacaciones, Lorencico distribuía las misas o nos decía con qué cura iría tal o cual por la mañana o por la tarde. Era una pelea por ayudar a decir misa a los recién llegados, a ser posible por la mañana, para tener la tarde libre. Lorencico trataba de ser imparcial. Entre los curas oriundos del pueblo a los que ayudamos a decir misa, se encontraban: D. Aurelio Alañón Alañón. El padre D. Aurelio era un cura alto, de complexión fuerte, cara redonda y bermeja. Su dulce voz contrastaba con su corpulencia. Su trato era correcto con los monaguillos, pero sin demasiados halagos. Estaba ya entrado en años, y no recuerdo que nos dirigiera la palabra sobre aspectos de nuestra vida escolar, si queríamos ser sacerdotes, etc. Sea por lo que fuere, le ayudamos un par de veces, y era tan lento como D. Pablo, aunque cuando alguna vez decía el sermón no se prolongaba tanto como otros. D. Felipe Lanza Rodríguez. El cura “Lancilla“ ( que tenía casa en la calle del padre Jara) era un hombre menudo, pequeño y de fácil palabra. Venía poco por el


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pueblo, y tal vez por la edad lo veíamos poco interesante. Lo que sí recuerdo era que fumaba emboquillados como un carretero, y tenía los dedos amarillos de la nicotina. Sus misas eran sobrias, sin adornos, y duraban lo estrictamente establecido. D. Alejandro Zamora Morales. El padre D. Alejandro era hermano de D. Ramón. Un cura alto y de piel aceitunada, como eran “los Morales”. Tenía una vocecita débil y acorde para una capilla, pero no para una iglesia en la que el vozarrón más impresionante se perdía entre las naves. Decía la misa con unción y recogimiento, pero apenas se oía lo que decía. Años más tarde, por la época en me fui a los Marianistas, tuve ocasión de hablar con él cuando dormí en su casa de Daimiel, de camino a Madrid en el año 61. Me animó a ser buena persona y a aprovechar la oportunidad que se me ofrecía. Discreto y poco hablador, supe más tarde que era un renombrado poeta y sonetista. Murió hace pocos años. D. José Antonio Gutiérrez Morena. “Guterrín”, pariente mío. Era dominico y vestía con los hábitos de la Orden, cosa que a nosotros en aquella época nos sorprendía, extrañándonos que hubiera curas que vestían así de raro. Ejerció en Cuba y en otros países. Las mujeres jóvenes decían que era muy guapo. Luego se secularizó. Venía muy poco por Aldea, y yo le ayudé con su hermanillo “Hencho”, que era mi amigo. Su misa era muy recogida, y tengo un buen recuerdo de él.

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Antonio Morena Ruedas

D. Juan Bautista Ciudad Solana. En lo físico era el vivo retrato del gran actor de teatro y cine español Agustín González. Tenía, como dicho actor, la cabeza huérfana de pelo, y gesticulaba con una verborrea no contenida y una cierta socarronería al hablar. Cada vez que venía al pueblo, le gustaba decir el sermón. Tenía fama de ser un gran predicador, y, ya se sabe, los curas son humanos y entre ellos hay sus rivalidades. D. Juan Bautista se sabía poseedor del don de palabra, y sus sermones eran memoriales, largos, cansinos y efectistas, pues eso era lo que el público deseaba. La última vez que asistí a un sermón suyo, por la festividad de la Virgen del Valle, yo ya tenía alguna práctica de escucha en estas lides. El aburrimiento me invadió, y a cada frase que pronunciaba me acordaba del bueno de D. Pablo, que se quedaba corto en comparación. Nunca se interesó D. Juan por nuestros estudios; ni siquiera nos preguntaba de quiénes éramos. Creo que trabajó en el tribunal de la Rota y era un gran biblista. Falleció en 2003. D. Luciano González Osorio. Era un cura que venía de vacaciones a Aldea, a casa de su hermana Doña Anita, maestra titular de Aldea, casada con D. Apolonio Alañón (el hijo mayor de Lesmes), también maestro, pero que no ejerció hasta más tarde. Este cura, D. Luciano, era muy simpático y lo recuerdo con su eterna sonrisa. Al vivir Luis y yo cerca de la familia de Lesmes, nos conocía, y a nosotros nos gustaba ayudarle a decir misa. Se secularizó más tarde, se casó y ya es un abuelo feliz.


Los monaguillos

D. Pedro Pardo García, el cura Pedrito, D. Pedrito, como se le conocía cariñosamente. Era hijo de la Isabel, Pedrito el de la Isabel, que equivalía a lo mismo, nombrar a la madre era nombrar al hijo. Siendo seminarista, organizó el coro de voces blancas y lo acompañaba al órgano. De estudiante, en los veranos ayudaba a su padre en la saca de la mies y demás faenas. Después de cantar misa, venía poco por el pueblo. Era muy simpático con los monagos y le queríamos. Decía la misa con mucha unción y recogimiento. Su muerte en plena madurez causó gran consternación en el pueblo.

En Griñón, Madrid, Junio de 2011 103


Antonio Morena Ruedas

EPÍLOGO Cuando mis hijos y los niños de los diferentes cursos a los que tuve de educandos se interesaban por mi niñez, les contaba algunas de estas pequeñas historias y pillerías infantiles de aquellos años 50 del pasado siglo. Algunas de estas me sirvieron para despertar en ellos el gusto por la lecto-escritura. Varios alumnos, años más tarde me lo han agradecido. Ahora en la edad jubilatoria esas peripecias infantiles se han concretado en este librillo. A muchos de los paisanos lectores estas modestas historias les traerán añoranzas y recuerdos felices. Gracias por vuestra lectura. A los más jóvenes les servirá de motivo para hilvanar la conversación con padres y abuelos. Verán entonces que las infancias no cambian en lo esencial a pesar de los años. Espero que nadie de los nombrados se sienta ofendido si el desarrollo de la historia no les es muy favorable. No ha sido mi intención herir a nadie. A todos gracias por vuestra lectura atenta.

Antonio Morena Ruedas, el hijo de la Magina.


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