POBRE NEGRO

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Su cuarto de la casa de San Francisco de Yare no era más espacioso que el que volvía a ocupar en la de El Matajey después de seis años de ausencia, e indudablemente éste conservaba las dimensiones de siempre; pero, sin embargo, hallábalo ahora mucho más reducido y en especial más bajo de techo. —Yo lo recordaba como un cuarto grande y alto –se dijo–. Esto es una ratonera. ¡Aquí se asfixia uno! Y se echó en el catre allí destinádole, boca arriba y sin desnudarse, con acritud de humor de prisionero al tomar posesión del calabozo donde lo hubieran encerrado. Largo rato permaneció así, con las manos entrelazadas bajo la nuca y la mirada fija en el techo, hasta que de pronto cayó en advertir que estaba contando las viguetas, nueve, como siempre lo habían sido, e innumerables veces las había contado, desde aquel mismo catre. —Es que uno crece –volvió a decirse–, y como las cosas se quedan del mismo tamaño, las proporciones cambian. Si en aquella habitación hubiese habido un reloj y Pedro Miguel tomado nota de la hora precisa de tal observación hecha, su sorpresa habría sido grande al comprobar que habían transcurrido más de veinte minutos entre aquellas palabras mentales y estas otras, ahora murmuradas, sin pensamientos intermedios. —¡Las proporciones! Pero, en cambio, había una vela encendida, entera cuando Eufrasia se la dejó en la palmatoria, y ya casi consumida cuando por tercera vez surgían de los limbos de su pensamiento las palabras reiteradas: —¡Las proporciones! Es cierto que al hacerse tal observación, en apariencia baladí, Pedro Miguel había abordado inconscientemente nada menos que el arduo problema del espacio y del tiempo y sus relaciones, ante el cual su pensamiento debió perder pie, abismándose, presa del vértigo, en la tremenda sima de lo inexpresable, de donde aquella reiterada exclamación no vendría a ser sino los esfuerzos angustiosos hechos por su espíritu para salir de tal abismo. Pero al mismo tiempo no parecía su intimidad completamente abolida, o por lo menos la de algún modo vinculada a la costumbre que ya tenía cuando hubo de ausentarse de aquella casa, ahora reproducida automáticamente, pues por detrás –por decirlo así– de aquel pensamiento de aspecto metafísico, había otro, obstinado también, que sólo de anteriores contemplaciones semejantes podía provenir la representación imaginaria y casi alucinatoria de una gota de agua que insensiblemente y a largos intervalos manaba del encañado de aquel techo, hasta desprenderse por fin, redonda y brillante, con la singularidad de que siendo una sola gotera no caía necesariamente del mismo sitio, sino de un punto cualquiera de los extremos del campo visual en ese momento abarcado por los ojos, en el empeño de recorrer la techumbre contando las viguetas, momento que, por añadidura, coincidía precisamente con la vuelta de la exclamación a los labios: —¡Las proporciones! Desde luego, era el recuerdo de alguna gotera real de cuando Pedro Miguel habitaba aquel cuarto, antes de su traslado a la casa de San Francisco de Yare, y esto daba a entender que por lo menos alguna parte de su anterior experiencia trataba de filtrarse a través de la lucubración metafísica, siendo probable que lo hubiese logrado ya si en el preciso momento del desprendimiento de la gota imaginaria, no se produjera la reflexión intermitente. Pero de todos modos, fue necesario que la vela se consumiese por completo, dejándolo a oscuras, para que Pedro Miguel se diera cuenta de estar despierto y todavía vestido, y todo a causa de una ocurrencia tan estúpida como la de empeñarse en contar, una y otra y otra vez, las viguetas del techo para comprobar que eran nueve, como siempre habían sido. Pero sucedió que al quedarse a oscuras se dio también cuenta de que ya amanecía. Dejó el catre, se desperezó, sobándose la nuca dolorida y se asomó a la ventana, cuyo pequeño rectángulo encuadraba la hermosura del lucero del alba. Hundió la mirada en la sombra de los montes, la paseó por la serenidad de las cumbres, ya perfiladas sobre el resplandor anaranjado de la aurora, la detuvo luego allá lejos, allá abajo, sobre un trozo de mar sin rumores que tenía una ternura de leche... Respiró un olor de hierba con rocío. Percibió un murmullo de agua que por un cado de lata caía en botijón. Oyó que pasaba por encima de la casa, arriba de los árboles más altos, una bandada de pericos madrugadores. Sintió la frialdad del aire de la amanecida en los ojos abrasados por la vigilia.


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