POBRE NEGRO

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Horas después, ya de camino Cecilio y Antonio, decía el primero, a propósito de la víctima de la violencia del segundo: —Me preocupa la suerte futura de ese muchacho. Ya tenía el aborrecimiento instintivo y ahora tendrá el rencor. —No te preocupes –repúsole el militar–. Lo que tiene es el escarmiento. Que siempre es saludable, merecido o no. —No estamos de acuerdo, Antonio. Quizá nunca lograré estarlo con ninguno de los míos, tratándose de Pedro Miguel. Un encuentro regido por la fatalidad le dio origen en circunstancias verdaderamente repugnantes, pero donde los demás sólo ven la mancha que por primera vez cayó sobre nuestro nombre, yo creo descubrir la manifestación de una voluntad trascendente. Pedro Miguel no es el fruto vulgar de unos apetitos ciegos en ocasión propicia, ni sólo del trastorno de un alma pura, sino la criatura dramática de un plan que tenía que cumplirse, de una idea que buscaba su Forma. —¡Mal te veo, Cecilio! –dijo el otro socarronamente–. Idealista vas, si no me equivoco. —Esta vez has acertado. Idealista voy y a prepararme para serlo en acción, de manera eficaz. Sueño con llegar a ser un hombre con las soluciones de los problemas de los otros hombres en sus manos abiertas para todos. Una sonrisa leve se dibujó bajo el bigotico presuntuoso del alumno de la Academia de Matemáticas. Él se estaba preparando para otras cosas y ya sabía hacerlas. III El catecismo de las mazorcas En el pueblo, donde a la gente joven se le deparaban pocas ocasiones de regocijo, ya se habían hecho famosas las "fajinas" del Padre Mediavilla. O como él decía: el catecismo de las mazorcas. Era Rosendo Mediavilla, cura de almas de Río Chico, un clérigo de los de misa y olla, chabacano, guasón, popularote, cabezudo y con la tonsura casi siempre en barbecho de recios pelos y –según algunos que se preciaban de conocerlo a fondo– más amante del acre olor de la pólvora que del místico aroma del incienso. Lo que, sin embargo, no impedía que fuera un buen sacerdote, o conforme a su propia definición: —Un buen pastor, pero a estacazos. Tal vez acordándose de sus tiempos infantiles, ya bastante lejanos, cuando por los cardonales de la provincia de Coro –buena tierra de soldadospastoreaba sus chivos. Era por cosechas del maíz. Ya desde que empezaba a estar en sazón casi no hacía otra cosa el cura sino recorrer los maizales de su parroquia, de donde regresaba –a veces arreando él mismo su recua de burritos melancólicos, garrote en mano y grito arrieril bien estrangulado en la garganta– con diezmos y primicias de los conucos de sus feligreses y con los que le producían los que él mismo cultivaba en ejidos del municipio, todo para convertirlo en dinero útil al sostenimiento del culto. Aunque parecía que para otra cosa también, según sus propias palabras: —Para darle a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. De estas labranzas y de aquellas dádivas se colmaban de mazorcas las trojes del cura, en el solar de la casa parroquial, y para desgranarlas sin menoscabo del producto era convocado el mocerío de la feligresía, en la plática de la misa dominical oportuna y de este modo, con pocas variantes: —¡Muchachos del uno y del otro...! La palabra sexo, sobrentendida, dábale a la frase una intención maliciosa de la cual abusaba el cura. —La semana entrante comienza el catecismo de las mazorcas. Vayan preparando las tusas. Las fajinas son gratas al Señor porque producen dinero para el sostenimiento de su culto y porque favorecen los fundamentos cristianos de la sociedad. Lo primero con el valor del maíz, que nos sale de balde o casi casi, pues o me lo regalan mis ovejitas del monte o yo mismo lo siembro y luego lo desgranamos entre todos, y lo segundo porque favorecen los matrimonios en que paran los idilios, pues el que va a pelar la pava en


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