POBRE NEGRO

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De Capaya, la de los tigres, provenían todos y eran tigres. Así miraban aquellos negros torvos, de la montaña tupida de jarales, al que se les iba encarando, uno a uno, a tiempo que les pedía sus nombres y lugares de nacimiento. —Justino Juentes, de la Bajá Raspaculo. —¡Cuaj, cuaj, cuaj! –rió }El Mapanare}–. ¿Cómo dijiste, Justino? —¡Guá, mi jefe! Como mientan a la bajá donde nací. Pero ya Pedro Miguel miraba al segundo de la fila, imperturbablemente, y éste respondía: —José las Mercedes Perdigón, de Palo e Candelero. —Evangelista Perdigón, de los Perdigones de qué sé yo dónde, que no son los mismos de Palo e Candelero. —¡Cuaj, cuaj, cuaj! ¡Ah, negro pa tené leyes, este Evangelista Peraza! Pero la mirada penetrante, enérgica y serena, que se iba clavando en aquellos rostros para no olvidarlos jamás y el dominio de sí mismo que no perturbaban ni las risotadas de }El Mapanare} ni las chocarrerías de sus leales, comenzaban ya a producir sus efectos en los ánimos impresionables y el cuarto de la fila, un negro de mirar bravío, pero respetuoso, respondió como en realidad se llamaba y de donde era: —Juan de Mata Jaramillo, de la Vuelta del Muerto. Y el otro, entregándose ya con la mirada admirativa: —Marcelino Blanco, del propio Capaya. A su mandar. Y ya no volvieron a oírse las risotadas de }El Mapanare}. En marcha iban ahora. Adelante, cabalgando un burro pasitrotero, el Padre Mediavilla, con su tic que le sacudía la cabezota constantemente y apresando sus hilos entre las tinieblas del camino; luego Pedro Miguel, sosteniendo contra su pecho –sentada en el arzón, sobre la manta doblada, mordiéndose los dedos con respiro de angustia y afán de razón ausente, todavía no vuelta el alma del espanto de Loma del Viento– a la niña rescatada de las garras de }El Mapanare} libidinoso, y éste emparejado con él, flanco a flanco las cabalgaduras, consentidor artero, acariciando en silencio sus torvos pensamientos. Detrás, como rebaño de fieras, los cincuenta y cuatro negros de Capaya. Corrían por las laderas del monte los incendios de Pedro Miguel Candelas. Subía de las hondonadas bramido de cataclismos, asomaba la luna menguante, en el cielo de las humaredas, su garabato de fuego detrás de una loma. Descendía por el abrupto camino la montonera, como de Capaya bajan los tigres cuando las rozas invaden sus guaridas. Resollaban reciamente las bestias cabalgadas. De pronto, habló }El Mapanare}: —A mí no me preguntó usté, correligionario, ni mi nombre de pila ni el lugar de mi nacimiento; pero voy a dale relación de ambos particulares, pa que me conozca a mí también, si no cara a cara, porque casi no nos las vemos, sí de pecho a pecho, pa no mentá corazones. Provengo del monte tupío, de un encuentro de mi mae con un negro que por esos días andaba alzao en la montaña de Capaya. Un negro que no cargaba amuleto –cosa rara–, que andaba esnúo y juyendo. ¡Vaya usté a averiguá de dónde y por qué! Pedro Miguel se le volvió bruscamente, pero en silencio, haciendo rebullir a la niña que ya se dormía contra su pecho; él sonrió y continuó: —Eso y que contaba mi mae, a quien no conocí; pero lo del negro alzao es una versión que tuavía corre por Capaya. Y yo, creyéndola, me he preguntao siempre: ¿No siendo el hombre oriundo de allí, según las referencias, sino fugitivo de otra parte, pero barloventeño él, de quién seré hermano sin sabelo? Menester sería, pa ponelo en claro, que me topara con otro hombre que no sepa cuántos hermanos tendrá regaos por el mundo de Barlovento a causa de esa juyidera. O dicho de otro modo: que el Pae Mediavilla, pongamos por caso, empatara en presencia nuestra esos dos hilitos sueltos. De la confusión de sentimientos que se disputaban el alma de Pedro Miguel sólo acertó a llegar a su mente la idea de que toda su vida –interminable sucesión de tormentas espirituales– no había tenido otro objeto sino el de que tales palabras se pronunciaran y él las oyera en aquellos precisos momentos de la víspera de un día en que se decidiría su suerte futura. }El Mapanare} prosiguió:


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