MANUAL URGENTE PARA RADIALISTAS APASIONADAS Y APASIONADOS

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Otros, en cambio, lo declaran obsoleto y prescinden de él. ¿Qué se esconde detrás de posiciones tan encontradas? Algunas emisoras, más que como medio de comunicación, se conciben como instrumentos de propaganda. Propaganda política, gremial, religiosa, da lo mismo. En estos casos, la impaciencia proselitista gobierna la programación y se traduce en mensajes y lenguajes autoritarios. Vamos a lo que vinimos, como exigía el candidato. Digamos la verdad —nuestra verdad— a tiempo y destiempo. Que los adeptos potenciales conozcan nuestros puntos de vista, que salgan a relucir sin ambigüedades nuestras posiciones. Ningún formato se presta mejor que el editorial para estos adoctrinamientos: rápido, directo y a una sola voz, para imponer una sola opinión. En el otro extremo, topamos con las radios de fines lucrativos. Para éstas, la emisora no es otra cosa que un aparato de publicidad. El arte del buen vendedor, como todos sabemos, es el de complacer siempre al posible cliente, el de no tomar más partido que aquél que me permita asegurar el mayor ingreso. Estas emisoras, naturalmente, evitarán los editoriales invocando la objetividad del periodismo. O redactarán textos descafeinados, retóricos, repeticiones de lo que otros han dicho y todo el mundo ya sabe. No meterse para no comprometerse, ésa es la consigna. Ni tan cerca la vela que queme al santo, ni tan lejos que no lo alumbre. Los editoriales —uno de los formatos de mayor solera periodística— resultan tan útiles como opcionales en una programación bien balanceada. Más que las vehemencias ideológicas o las timideces mercantiles del emisor, será la realidad misma y su complejidad la que nos decida a comentarla. Como todo programa bien orientado, el editorial es un servicio al público, responde a la necesidad de aclarar y valorar un hecho de actualidad o una determinada situación social. Antes de seguir, aclaremos los términos: el editorial y el comentario son la misma cosa. No cambia la forma, sino la firma. Los editoriales suelen ser anónimos porque expresan la opinión de los dueños del medio, del editor. Los comentarios sí van firmados, sus conceptos son responsabilidad exclusiva del periodista que los redacta. Ésa es la única diferencia. Primero, las ganas No es casual el origen de la palabra editorial: viene del latín edere, publicar, sacar a luz. Las embarazadas y los editorialistas tienen mucho en común. Y es que las palabras, como los hijos, no se hacen por obligación. Son fruto de un deseo de entregarse, de trascenderse a sí mismo. En realidad, uno sólo debería hablar cuando tiene algo que decir. Más aún, cuando tiene ganas de decirlo. Ni vientres de alquiler ni comentarios mercenarios. Comencemos por las ganas. Los antiguos locutores andinos, los chasquis, salían del Cusco, recorrían millas y millas, pasaban la posta a otros que seguían corriendo y llevaban el mensaje del Inca hasta los últimos rincones del imperio. La palabra del emperador urgía, no daba tregua. Así deberían ser los comentaristas: hablar cuando les arde el alma por comunicar algo. Así hablaba Jeremías, consagrado por Dios desde el seno materno. Así habló Zaratustra, el antiprofeta, sobre el barril de su ateísmo. De un signo u otro, lo importante es la llama interior. Si tomas la palabra por pura formalidad lo más probable es que hables tonterías. Porque uno no elige el tema: el tema lo elige a uno. Voluntarismos para otro momento. No hay genios en la botella. No aparecen cerebros eternamente inspirados que, frotándose, sean capaces de sacar a diario editoriales brillantes. Si en el Renacimiento tal vez existían, en la actualidad ya no quedan todólogos. Y los editoriales deben abordar las más variadas temáticas, hoy sobre la crisis del gabinete, mañana sobre la vacuna de Patarroyo y pasado sobre Pinochet, al fin preso por asesino y ladrón. Por eso, las emisoras astutas cuentan


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