Directo Bogotá # 05

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contenido Director Editorial Alejandro Manrique G.

Consejo de Redacción Alberto Salcedo Ramos, Norbey Quevedo, Jorge González, Daniel Valencia, Gabriel Gómez, Carlos Junca, Rolando López.

Gerencia y Administración Invercota S.A. Producción Editorial mottif. Fotografía David Arreaza, Ana María Castiblanco, Jaime Correa, Ruby Chagüi, Lía Durán, David Gaitán, Marcela Garzón, Manuel H, María Alejandra Illera, Sara Jaramillo, Olga Lucía Paulhiac, David Torres, Magnolia Vega, Laura Wills

Diseño y Diagramación mottif. Corrección de Estilo Gustavo Patiño Díaz

columnista invitado | Jorge González vanguardias & tendencias | música de plancha

A los jóvenes la música de plancha “les sale del corazón” estación | reportaje central

19-21

Reporteros Silvia Ardila, Sandra León, Álvaro Bohórquez, Álvaro Andrés Cuellar, Ruby Chagüi, Liliam Andrea Franco Bernal, Germán Izquierdo M, Liliana Matos, Simón Posada Tamayo, Diego Rubio, Rodrigo Urrego, Nathalia Salamanca, Liliana Silva, María Carolina Vegas

Diseño de Carátula Juan Esteban Duque

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Un exilio perverso

Editora de Fotografía Marcela Rodríguez

Cómic Betto

nota del director | Cubrimientos de primera y de segunda cabos sueltos

Editora General Maryluz Vallejo M.

Columnista invitado Jorge González

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10-18

¿Integración o catástrofe? retrovisor | boleras

Las boleras que han hecho moñona en Bogotá

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reportaje gráfico | viejas casonas por edificios nuevos

Casonas en el aire

24-30

divino rostro | Gunter Schwochau Steinke

La historia de un nazi no converso en Bogotá libros | El cerco de Bogotá

El cerco de Bogotá, más cerca que nunca libros | Memorias

Memorias de la Bogotá pacata y clasista que Lleras no quería cine | Colombian dream

Ley de cine, el Colombian dream

36-41 42 44

homenaje / arte | Manuel H

Si Manuel H no te ha retratado, entonces... ¿para qué has vivido? televisión | Telepaís

La “patadita de la buena suerte” comic | Transmalgenio

Impresión ECM Impresores Ltda. Ventas y suscripciones Cr. 20 nº 82 · 51 Teléfonos 2572317 / 6214867

Decano Académico (e) Jürgen Horlbeck B. Decano del Medio Universitario Jürgen Horlbeck B. Director de la Carrera de Comunicación y Lenguaje José Miguel Pereira Directora del Departamento de Comunicación Maritza Ceballos Transversal 4 nº 42 · 00 Teléfono 320 8320 ext. 4590 Fax 320 8320 ext. 4576 Bogotá · Colombia Correo electrónico · directobogota@javeriana.edu.co

Pontificia Universidad Javeriana Carrera de Comunicación Social

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Esta revista es reporteada y escrita por estudiantes de la Carrera de Comunicación Social y editada por profesores del Campo Profesional de Periodismo


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nota del director Alejandro Manrique

CUBRIMIENTOS DE PRIMERA Y DE SEGUNDA aleman155@hotmail.com

Preocupa la avalancha de noticias, crónicas, y reportajes con que la Gran Prensa le recordó a los colombianos el atentado contra el club El Nogal. Y sorprende porque el tratamiento que se les ha dado a las víctimas de esa fatídica noche contrasta con los pobres recordatorios que se les da a los campesinos y ciudadanos de a pie muertos a lo ancho del país. Preocupa aún más que nadie diga nada. Porque en esta avalancha de nostalgia se anestesia ese sentido común —y el ejercicio de buen periodismo— que dice que en toda guerra sus víctimas son iguales, o que, al menos, deben recibir un cubrimiento equitativo. Pero ello no es evidente para la Gran Prensa. Son muertos de primera los de El Nogal, que tienen derecho a llorar públicamente a sus víctimas, a repudiar a sus asesinos y a obtener verdad, justicia y reparación. Y muertos de segunda los campesinos, mestizos y negros del país, quienes no pueden hacer duelos colectivos y para quienes esas palabras —verdad, justicia y reparación— son sólo palabras. Peor es que para estos grandes medios también hay actores del conflicto armado que reciben un cubrimiento distinto (Ejército y paramilitares), de otros (FARC y ELN). Basta con seguir el cubrimiento que se le ha dado a los dos intentos de paz y desmovilización con cada uno de estos grupos. Mientras que a los pocos acuerdos logrados por el gobierno Pastrana con las FARC se les hizo un seguimiento casi milimétrico; nadie —salvo la valerosa excepción de la Unidad de Paz de El Colombiano y algunas historias en El Tiempo— se atrevieron a decir que los ‘paras’ incumplieron sus acuerdos de cese el fuego antes de que el gobierno lo reconociera. Basta con caer en cuenta de que el discurso de los ‘paras’ se repite tanto en la Gran Prensa que los colombianos ya lo han memorizado: “que ellos nacieron para enfrentar a la guerrilla”, “que son contrainsurgentes y nada más” y que “no hay víctima (de ellos) que sea inocente”. Sin contar con la avalancha de entrevistas que le hicieron a Mancuso el año pasado. Entrevistas tan difícil de lograr como conseguir a un vendedor ambulante en algún semáforo. Basta con descubrir que en las historias de violación de derechos humanos no aparecen los ‘paras’, según un estudio del Proyecto Antonio Nariño. Basta con hacer memoria y caer en cuenta de que 2

el Ejército no volvió a filtrar videos o grabaciones de algún grupo armado que estuviera incumpliendo un acuerdo firmado con el gobierno, como sí lo hizo decenas de veces cuando se trataba de la guerrilla, a sabiendas de su transmisión y publicación. Y este tratamiento informativo distinto para los grupos armados ilegales tiene dos periodistas responsables, entre muchos más que piensan que ellos son ‘buenos’ en el oficio: Darío Arizmendi y Claudia Gurisatti. Ambos —con sus entrevistas fáciles, diseñadas a la medida de quien quiere justificarse— le mostraron al país, años atrás, a un Carlos Castaño no tan malo. Ahora, en la era Uribe, hay periodistas que se atreven a sugerir que hay instituciones de primera y de segunda cuando se trata de cifras de violación de derechos humanos. De primera: la Embajada de Estados Unidos (primerísima fuente con tantos intereses de segunda). De segunda: el CINEP y la Comisión Colombiana de Juristas. ¿A quién se le ocurre no guardar distancia con los estudios de esa Embajada que ha procurado financiar la guerra en Colombia? Imagino que a periodistas de primera. Lo peor es que esto no es nuevo. La Gran Prensa —con excepciones contadas y contradictorias— reproduce la discriminación propia de la clase dirigente colombiana que la controla. Y esa clase ‘distingue’ entre ciudadanos de primera, o ‘de bien’ (ilustrados, de estirpe clara y socios de clubes como El Nogal), de los de segunda: aquellos millones de seres invisibles que la Constitución de 1991 quiso incluir. Por eso no sorprende que una columnista de Semana le haya expedido un prematuro certificado de defunción a esa Constitución tan generosa en inclusiones, derechos y garantías. Como tampoco sorprende —por las mismas razones— que esa revista haya publicado un aviso con el retrato de una mujer indígena colombiana en el que hacía burla de su cuerpo para invitar a suscribirse a Soho. Dejo el cargo de director de esta revista para vincularme como jefe de redacción al montaje de varios periódicos en español para la creciente comunidad inmigrante de Texas y California (EE.UU.) con un grupo independiente de medios. Constancia, tolerancia y los mejores deseos para quien me reemplace en esta noble y titánica labor. * buseta Dto.Bogotá

Los íconos que representan a las secciones han sido tomados de piezas representativas de la cultura popular bogotana como carteles, volantes, cartillas esotéricas, tarjetas de presentación y libros para colorear. Cortesía: www.populardelujo.com


cabos sueltos

Maryluz Vallejo

EL BOICOTEO DE MARZO Hace cerca de un siglo, en marzo de 1910, los habitantes de Bogotá decidieron boicotear el servicio del tranvía para que la municipalidad tomara el control de la empresa “yanqui”. El malestar de los capitalinos por el mal servicio del tranvía era creciente, pero el detonante fue la agresión del rudo gerente norteamericano contra un agente de la policía. Sin plan preconcebido la capital hizo un voto de patriotismo y lo cumplió rigurosamente. Durante siete meses los ciudadanos se privaron de utilizar los carros y volvieron a los semovientes y a las largas caminatas —considerando que entonces Chapinero quedaba a extramuros de la ciudad y que los tranvías eléctricos eran un poco más veloces que las mulas—. Los sacrificios se vieron compensados, la administración compró la empresa —eso sí, por el doble de su valor—, y todo empezó a marchar sobre rieles. El tranvía volvió a ser el vehículo republicano que simbolizaba libertad, igualdad y fraternidad. También un “incidente menor”, como lo denominaron las autoridades, ocasionó la protesta pacífica del pasado nueve de marzo: un choque sencillo entre tantos aparatosos que se producen con frecuencia en la operación de los articulados. Cerca de medio millar de personas bloqueron varias estaciones de la Troncal Caracas esa noche en protesta por el sobrecupo y la inseguridad de los buses. Aunque no hayan faltado quienes aprovecharan la revuelta para agitar la causa de los transportadores desplazados, la legitimidad del reclamo se cae de su peso. Más aún si el sistema se exhibe como modelo en Colombia y en el mundo, y si los usuarios y contribuyentes están soportando las consecuencias de la ampliación de la red vial. Por lo pronto, el boicot al Transmilenio logró como respuesta inmediata la entrega de 20 buses rojos y una figura de Defensor del Usuario, que ojalá sirva para contrarrestar el autismo de los funcionarios responsa-

bles.

PAN Y PEDAZO... DE TIERRA La llamada justicia restaurativa en este país funciona al amaño de los poderosos. Ahora resulta que los paramilitares desmovilizados también podrán aspirar a poseer tierras, según se deduce del generoso ofrecimiento que hicieron a comienzos del año los ganaderos de Córdoba, liderados por el ex gobernador de ese departamento, Jesús María López Gómez. Curiosamente, al tiempo que se divulgaba la noticia, el presidente Álvaro Uribe Vélez daba a conocer las siete herramientas de su gobierno, la última de ellas para convertir a más colombianos en propietarios de tierras. Loable propósito el del gremio de ganaderos de Córdoba que, ante un eventual proceso de desmovilización de las autodefensas de Córdoba y Urabá, proponen al gobierno que se les entreguen tierras expropiadas a los narcotraficantes para la explotación agrícola y ganadera. De esta manera, según ellos, no quedarían desprotegidas las áreas donde ‘supuestamente’ están asentadas las autodefensas, y se evitarían los problemas que se han presentado en Antioquia con los desmovilizados del Bloque Cacique Nutibara por la falta de programas de reinserción social. Es decir que , en lugar de propiciar la restauración moral y material de las víctimas por parte de los victimarios, que en este caso sería toda la población desplazada, algunos sectores de la sociedad colombiana piensan al revés, y los victimarios se quedan con el pan y con el pedazo de tierra. Y en la impunidad.

CORTESÍA EL TIEMPO


columnista invitado Jorge González

UN EXILIO PERVERSO Los periodistas de investigación Jorge González y Jairo Lozano escribieron un libro —próximo a publicarse— sobre aquellos reporteros inescrupulosos que con amenazas inventadas se han ido del país a disfrutar de inmerecidos asilos y exilios ‘dorados’. Esta práctica detestable no resulta excepcional en nuestras salas de redacción. En exclusiva para Directo Bogotá, González nos escribe sobre los hallazgos de su investigación.

Cinco horas antes de que un sicario cegara su vida, el periodista Nelson Carvajal Carvajal entró a la cabina de la Emisora Radio Sur de Pitalito con una decisión que revelaba firmeza: pese a las presiones y amenazas que le rondaban como espectros, no haría tregua alguna en sus denuncias contra un constructor privado, responsable de los principales proyectos urbanísticos de ese municipio huilense. Era la una de la tarde de un viernes, y Carvajal acababa de llegar a la estación con documentos y testimonios recogidos en grabaciones que probaban, a su juicio, que los habitantes de la urbanización Las Acacias habían sido engañados con viviendas que poco después de entregadas ya amenazaban ruina. Al cabo de pesquisas periodísticas de largo aliento, Carvajal creía haber deshilvanado una red tejida con fibras del tráfico de influencias, favoritismo, fraudes, sobornos y otros ‘esguinces’ a la ley, hechos por agentes del poder local representados, entre otros, por el alcalde, un concejal y el socio mayoritario de la constructora en cuestión. Ese día desnudó también los gastos de la administración municipal y denunció que una finca comprada con fines sociales se había convertido en escenario de fiestas furtivas para el 4

alcalde y sus amigos los fines de semana. Ese mismo día, a las seis de la tarde, cuando el periodista salía de la escuelita en la que trabajaba como profesor para redondearse los ingresos necesarios para vivir, el sicario lo atacó a mansalva. En ese momento se inició una carrera de obstáculos entre la justicia y la impunidad, en la que esta última no tardó en tomar ventaja. La familia de Nelson, sus colegas y ciudadanos que arriesgaron sus vidas entregaron a la justicia pruebas que ponían en evidencia a los dirigentes blanco de las denuncias del periodista. El padre de la víctima reveló que el constructor de marras le tenía ofrecido un sobresueldo a Nelson a cambio de su silencio, y que cuando éste lo rechazó no tuvo empacho en anunciarle lo que vendría. Todo el mundo tomó nota de las amenazas, menos el Estado. La Fiscalía consiguió llevar transitoriamente a la cárcel a los sindicados y ponerlos en el estrado de juicio. Un juez, primero, y cinco magistrados, después, los absolvieron con el argumento “incontestable”, según el cual como uno de los testigos del cargo era una trabajadora sexual su versión no podía resultar creíble. Hoy, el constructor y sus amigos están libres y buscan del mismo Estado impasible una millonaria indemnización por perjuicio.


columnista invitado | Jorge González UN EXILIO PERVERSO

Gráficas tomadas del Informe Anual de la Fundación para la Libertad de Prensa.

Es posible que ese Estado les salga a deber a quienes cegaron la vida de Orlando Sierra, subdirector del diario La Patria, acribillado en presencia de su hija adolescente, en una época en que su pluma era el único factor de contrapeso frente a una coalición política que convirtió a Caldas —su departamento— en un coto de caza. Es posible también que, al mismo ritmo de los inexplicables procesos kafkianos, deba compensar a aquellos que sacrificaron a 92 periodistas en los últimos quince años en el país, 21 de los cuales habían pedido expresa protección para ellos y sus familias. De esos casos, hay probados once en los que, asediados por las rondas de los victimarios, las víctimas vieron morir sus últimas esperanzas de vida entre los trámites farragosos que suponían la búsqueda de un exilio digno en el exterior, al menos mientras paliaban la angustia del riesgo. En contraste, no menos de quince falsos periodistas colombianos viven exilios dorados —exilios perversos— en Estados Unidos y en Europa, pues les bastó con simples cartas radicadas bajo la gravedad del juramento para probar o con testimonios comprados para ‘acreditar’ que se fueron del país luego de

librar gestas imaginarias contra los ‘narcos’ o contra los corruptos. Éstos son jirones de las historias que aparecerán en breve en un libro escrito a cuatro manos por quien firma este artículo y por el periodista Jairo Lozano. Éste es el anticipo de un tema que debe mover a la reflexión a quienes aún en la libertad de expresión, encarnada por antonomasia en el ejercicio honesto del periodismo, es todavía una opción posible. Así lo creen, por los menos, el director y los editores de Directo Bogotá, que abrieron este espacio para presentar este avance de un trabajo editorial que espera dar testimonio sobre la vida de obra de un numeroso grupo de mártires.

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vanguardias & tendencias Música de plancha

A LOS JÓVENES LA MÚSICA DE PLANCHA

“LES SALE DEL CORAZÓN” POR LILIAM ANDREA BERNAL FRANCO Y MARÍA CAROLINA VEGAS MOLINA

Los jóvenes han pasado de la vergüenza y la pena ajena a reconocer abiertamente que les encanta la balada romántica, ese género musical que —reencauchado y renombrado— se le conoce como música para planchar. Su joven fanaticada se crió con esta música por influencia de sus padres, y hoy dejan de lado sus inhibiciones para aceptar que esta nueva (y vieja) tendencia —que ahora cuenta con grupos y nuevos compositores— les llega al corazón.

La gente cantaba a tal volumen el coro de la canción “Lady lady” que era prácticamente imposible escuchar al grupo que la tocaba, Plancha Band, que se estaba presentando esa noche en Vahio RestauranteBar, ubicado al norte de la ciudad. Algunas personas del público se encontraban considerablemente entusiasmadas moviendo sus cuerpos al compás de la música y aplaudiendo con ritmo. Otros, más tímidos, permanecían sentados en sus mesas, pero movían los labios para repetir la letra de la canción. Aunque muchos escuchaban a la banda por primera vez, casi todos conocían las baladas, porque las habían oído alguna vez en su vida. El bar estaba lleno. El humo de los cigarrillos se mezclaba con el ambiente eufórico de los asistentes al ‘toque’. Y mientras tanto los integrantes del grupo —todos jóvenes de 19 a 25 años— se entregaban a su público cerrando los ojos al cantar, bailando al ritmo de la música y acercando los micrófonos a la gente. En aquella época en la que el Renault 12 era considerado un carro bonito, hace más o menos unos 18 años, era usual que los niños no tuvieran derecho a escoger la música que sería escuchada durante el trayecto. Por eso las notas que emergían, en muchas ocasiones, de aquellos radios eran las de la tan famosa y escuchada balada romántica. ¿Somos la generación de ‘la plancha’? Ya fuera en el carro, durante el almuerzo o en las reuniones de los mayores, las personas de las jóvenes generaciones de hoy en día, los que oscilan entre los 18 y 30 6

años, crecieron expuestos a este tipo de música. Este género musical tuvo su auge desde la década de los sesenta hasta finales de la de los ochenta. Sus más grandes expositores fueron cantantes como Camilo Sexto, José Luis Perales, Yuri, Daniela Romo, entre muchos otros. En toda Iberoamérica estos artistas fueron tanto ídolos populares como cantantes de moda para los adolescentes de la época. Claro, la balada no fue un estilo de moda únicamente en los países latinos, Michel Bolton, Celine Dion y Chicago fueron sólo algunos de los expositores de este estilo en inglés.


vanguardias & tendencias | Liliam Andrea Bernal Franco y María Carolina Vegas Molina A LOS JÓVENES LA MÚSICA DE PLANCHA “LES SALE DEL CORAZÓN”

LA PLANCHA Hoy en día, y como suele suceder con muchas modas, la balada romántica ha hecho una reaparición tanto en la rumba como en la radio de los jóvenes. Lo que hace del fenómeno algo curioso es que la balada nunca había dejado de existir como estilo musical. Lo que ocurrió es que los jóvenes, los mismos que en un momento se criaron escuchando esta música por influencia de sus padres y de otros mayores, la retomaron y renombraron. Esta música es conocida hoy como música de plancha o para planchar. Este género musical ha reunido las generaciones pasadas, las de los padres con las de los hijos, no sin dejar de lado una candente discusión, la cual gira principalmente alrededor del nuevo nombre que se

le dio a esta música. El nuevo término debía interpretar a quienes se apasionaban por esta música. Se suponía que quienes escuchaban las baladas eran las empleadas del servicio doméstico y que, por lo tanto, era ‘lobo’ y hasta de mal gusto entre los jóvenes aceptar el agrado y la influencia que esta música ejercía sobre ellos, fuera del conocimiento de las letras de las canciones. “Me decían que yo era una manteca”, dijo Juliana Vergara, de 23 años, estudiante de Comunicación Social. “A todo el mundo le parecía chistosísimo y me decían que yo era una loba por conocer este tipo de música. Pero yo sé que todo el mundo la conocía”.

Ahora los jóvenes, estudiantes de música, han conformado grupos que componen y tocan música de plancha. 7


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Las mismas personas que consideraban esta música algo ‘mañe’ o falto de clase, comenzaron poco a poco a dejar de lado sus inhibiciones para aceptar esta nueva y vieja, tendencia. Hace aproximadamente tres años ‘la plancha’ se convirtió en un fenómeno social cuando la radio, especialmente la emisora La Mega, de RCN, la legitimó con su permanente programación y diálogo alrededor de ella. En un comienzo esta música se utilizaba para cerrar las rumbas de los jóvenes. Después de tener unos cuantos traguitos en la cabeza o por la sola euforia del momento todos terminaban cantando ‘voz en cuello’ los coros de canciones tan famosas como: “Yo no te pido la luna”, de Daniela Romo. Pero ahora hay lugares especializados en recrear esta música y esta cultura a lo largo de la noche, e incluso hay grupos de música de jóvenes, como Plancha Band, que hasta componen los próximos éxitos de la balada romántica. “Me molestaba el término plancha” dijo Gabriel Gómez, de 52 años, coordinador del énfasis de Producción Radiofónica de la Universidad Javeriana y director de programación de la emisora Kennedy. “Me parecía peyorativo y calificativo de música para la ‘sirvienta’. Pero descubrí la fascinación con un grupo humano con el cual se identifica una generación, de papás y mamás que trabajaban, y que fueron criados por la ‘sirvienta’. En eso que es aparentemente despectivo yo quisiera leer un homenaje profundo hacia las personas que los hicieron”. Lo que aparentemente comenzó como una burla, se convirtió en una moda y en una forma de identificación entre los jóvenes. Escuchar baladas románticas en el carro o en la casa ya no era algo de lo cual sentirse avergonzado.

RECUERDO DE INFANCIA “Mis hijos toda la vida se burlaron de mi música, pero mientras yo tuve influencia siempre la tuvieron que escuchar”, dijo María Cristina Molina, de 47 años, madre de dos hijos y coordinadora operativa en Bogotá de la Fundación Batuta. “Pero no me arrepiento porque a pesar de todo se saben todas las canciones y cada vez que escuchan esa música sé que se acuerdan de mí”. Antes los sitios de rumba juvenil ponían la música de plancha para invitar a su clientela a pedir la cuenta. Ahora existen sitios que dedican la noche entera a recordar los grandes éxitos de la balada romántica. 8

Desde luego, tal expresión no se debe generalizar con el grupo de gente que oía este tipo de música en décadas pasadas. Pese a su nuevo nombre, la balada romántica era escuchada por un sinnúmero de personas de todos los estratos sociales. Su impacto fue general. “Claro, las empleadas del servicio escuchaban esta música”, dijo William Bustos, de 42 años, director de la emisora Bésame, de Caracol. “Pero no sólo ellas sino también mis compañeros de universidad y las ejecutivas de hoy”. Por esto, a pesar del nuevo nombre y de sus posibles significados socioculturales, la mayoría de jóvenes que gustan y se identifican con la balada la asocian con el recuerdo de su infancia al lado de sus padres. “La razón principal (por la que me gusta esta música) son los recuerdos”, dijo Daniel Zea, de 23 años, estudiante de música y teclista y cantante del grupo musical Plancha Band. “Volver a tener presente esas canciones que sonaban hace tiempo, acordarse de la vida de uno antes”. Además, a diferencia de otros tipos de música, a la cual los padres llaman “ruido”, la balada es un punto de encuentro y de identificación de muchas generaciones. Así lo descubrió Tatiana Gómez Rey, de 22 años, vocalista del mismo grupo y estudiante de música. “Mientras yo canto ‘Chico de mi barrio’ mis tías y mis abuelas se están despelucando en el público”.

LAS CANCIONES El éxito de la balada romántica o de la música de plancha lo constituyen las letras. Aunque muchas personas las pueden considerar ‘cursis’, son lo que más se recuerda de estas canciones. “A veces suenan ñeras [sic], pero es que son muy sinceras”, dijo Daniel Zea. “Tienen mucho sentimiento y a cualquier persona que ha vivido, en algo lo tienen que afectar”.


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Son canciones que hablan de cosas simples, del amor y del desamor. Y también lo hacen de una manera sencilla y con letras muy pegajosas. A pesar de que esta música no ha sido estudiada oficialmente por la academia, tanto conocedores como músicos concuerdan en que los arreglos tanto orquestarles como vocales son difíciles de entender e interpretar. Los artistas de aquel entonces tenían excelentes voces. Claro que para algunos el éxito de estas canciones hoy en día es que dicen lo que no nos atrevemos a decir las personas normalmente. “Antes la gente se atrevía a ser romántica, a ser cursi”, dijo William Bustos. “Los baladistas eran juglares. Hoy en día nos da miedo decir esas cosas. Hoy la música no se atreve a ir tan lejos”.

LA BANDA Al mismo tiempo que la balada romántica se tomaba de nuevo los ambientes de rumba de los jóvenes, en la Facultad de Artes de la Universidad Javeriana se estaba forjando el proyecto de crear un grupo entre algunos estudiantes de música. La carrera de Estudios Musicales de esta universidad basa su enseñanza en la escuela clásica y por esto, en un principio, las mentes detrás de Plancha Band no recibieron el apoyo de algunos profesores y directivas, así como de sus compañeros. “El rechazo lo sentimos en un principio en la facultad”, dijo Tatiana Gómez Rey. “Pero las mismas directivas de la facultad estaban en primera fila gozándola en el primer concierto que hicimos acá”. La iniciativa de crear este grupo nació en una conversación entre amigos. Daniel Zea y Daniel Garcés, de 25 años, músico egresado de la Javeriana y guitarrista de la agrupación, pensaron hace tres años en cambiar la idea que tenían la mayoría de estudiantes de música, quienes comúnmente formaban bandas de rock o metal. “Muy en el fondo yo decía que rico tocar eso (música de plancha)”, dijo Daniel Zea. “Pero inicialmente la gente lo miraba a uno como bicho raro y decían que qué porquería de música”. Todos los integrantes de Plancha Band comparten su gusto por la balada romántica. Sin embargo, en un principio no fue así. Carlos Pinzón, de 23 años, estudiante de música y baterista del grupo, fue

invitado a participar en el proyecto por Daniel Zea, a quien conocía desde el colegio, además de ser compañeros de carrera. “Fue una mamadera de gallo desde el principio”, dijo Carlos Pinzón. “Yo me sentía ridículo tocando este tipo de música”. Él, quien es un ‘metalero’ de corazón, no quiso tomar en serio la propuesta de tocar ‘baladitas’, como él las llamaba. Pero al ver la respuesta del emocionado público en cada una de las presentaciones, comenzó a ver que Plancha Band no era algo momentáneo, sino que tenía futuro. Además, encontró en las letras de las canciones situaciones y emociones con las cuales él se identificaba. Claro que esto no lo salvó de ser llamado un ‘vendido’ por parte de su ‘parche metalero’. Siendo un grupo de balada romántica, han contado no sólo con el apoyo de sus familias y más cercanos amigos, sino que también gozan de su compañía como parte del público. “He ido unas tres veces a verlo y me doy cuenta de que tienen un buen conjunto musical”, dijo Hernando Zea, de 67 años, y padre del teclista y cantante. “Además, las canciones recuerdan una época que vale la pena ser recordada por nosotros y conocida por las nuevas generaciones”. La música de plancha ya lleva unos cuantos años marcando una tendencia entre los jóvenes. A pesar de esto, Gabriel Gómez asegura que a esta moda tan sólo le quedan tres meses más de vida. Él dice que la balada romántica tuvo un regreso exitoso, debido al rápido movimiento del mercado musical. En la actualidad, la industria crea ídolos y estilos que son igualmente numerosos, así como son efímeros. Por esto, en ocasiones la moda del ‘retro’ busca revivir canciones y ritmos que tuvieron buena acogida del público en décadas anteriores. Aunque en poco tiempo ya no sea una moda esta música y a la gente de nuevo le dé ‘oso’ aceptar que le gusta, definitivamente somos la generación de la plancha, porque son las canciones con las que crecimos. Y por ello siempre estarán presentes, ya sea con pena o con orgullo, en nuestros recuerdos y nuestros equipos de sonido.

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estación

reportaje central

¿INTEGRACIÓN O

CATÁSTROFE? POR DIEGO RUBIO Y RUBY CHAGÜI FOTOGRAFÍA · RUBY CHAGÜI

Pese a que la ley de integración de colegios públicos busca garantizar la continuidad escolar de un niño desde el grado cero hasta el once, los beneficios no se han visto. Por el contrario, en Bogotá esta ley está propiciando un bajón en la calidad ya de por sí deteriorada, por la sobrecarga de funciones para rectores y maestros; mientras que los niños estudian en condiciones de hacinamiento y han sido reubicados en colegios en los que no se logran adaptar. Rectores, profesores y voces autorizadas hablan sobre la problemática en un tema de seguimiento de Directo Bogotá a la educación pública.

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estación | Diego Rubio y Rubi Chagüi ¿INTEGRACIÓN O CATÁSTROFE?

La Ley de integración ha dejado a los colegios públicos de la ciudad con rectores ‘virtuales’.

Desde finales del año 2002, cuando la nombraron rectora de tres de los colegios distritales de la Localidad La Candelaria, Martha Pérez se levanta entre semana a las 5:30 de la madrugada a preparar el desayuno para su familia. Éste es el único momento del día que comparte con su esposo y su hijo, pues de siete de la mañana a diez de la noche está fuera de su casa respondiendo por los colegios integrados que dirige. Antes de que una ley le cambiara las reglas de juego, Martha era rectora únicamente del Centro Educativo Distrital La Concordia, con dos jornadas. Hoy, con la ley de integración de colegios públicos, está a cargo de seis jornadas establecidas en los colegios La Concordia, La Candelaria y La Inmaculada, actualmente asociados con el nombre de Institución Educativa Distrital Integrada (IEDI) La Candelaria. Algunos días, incluso, tiene que estar presente en la sede principal (La Concordia) a las 6:20 de la mañana, hora en que inicia la primera jornada. Esta razón, sumada al hecho de que sale tarde en la noche del trabajo, la obligó a mudarse recientemente al barrio Las Aguas, ubicado en el centrooriente de Bogotá, a tres cuadras del colegio. Lo primero que hace al llegar a la institución es informarse de los eventos que la Secretaría de Educación ha programado para ese día. Luego, llama a los coordinadores de las otras dos sedes para conocer sus reportes diarios, y, basándose en ellos, prioriza en qué actividades puede estar presente, porque el tiempo no le alcanza para atender todas sus obligaciones. A pesar de que trabaja entre doce y quince horas diarias, la rectora se ve forzada a delegar la mayoría

de sus funciones a coordinadores y profesores de las tres sedes. Por eso, mientras Martha está cumpliendo los compromisos, afanada de un lado para el otro, niños, profesores y padres de familia esperan horas, e incluso días enteros antes de ser atendidos. “Yo llevo más de una semana buscando a la rectora para pedirle plazo para pagar la matrícula, pero no la he podido cazar”, dice Wilmar Ramos, estudiante de décimo grado de la jornada de la tarde en La Concordia. “Antes era difícil encontrarla, ahora es peor, y la coordinadora no puede dar estas autorizaciones”. De las setenta horas que Martha trabaja aproximadamente a la semana, tan sólo diez se las dedica a atender a los alumnos que la necesitan, lo cual incluye a los estudiantes con problemas disciplinarios y académicos que han sido remitidos a ella. Alumnos que después de diez intervenciones previas, por parte de sus profesores y el coordinador, no han mejorado. Los alumnos de las sedes de La Inmaculada y de La Candelaria se sienten tan lejanos a su rectora que algunos, sobre todo los más pequeños, ni siquiera la reconocen, pues visita su establecimiento apenas una vez a la semana. Para ellos el coordinador es su máxima autoridad escolar. Asimismo, a la semana le dedica diez horas al Consejo de Planeación Local, en el que representa al grupo de educadores de la Localidad La Candelaria. También ocupa entre diez y quince horas en el Centro Administrativo de Desarrollo Educativo Local, y tan sólo dos horas a reuniones, todos los jueves en la mañana, con los tres coordinadores del IEDI La Candelaria. Con ellos ni siquiera ha podido ponerse de acuerdo en la elaboración de un Proyecto 11


estación | Diego Rubio y Rubi Chagüi ¿INTEGRACIÓN O CATÁSTROFE?

calidad de la educación. Educativo Institucional (PEI) unificado y coherente con la filosofía de las tres instituciones. Todo esto, sin contar las horas que gasta en las sesiones de la Junta Administradora Local de La Candelaria, en las que le gusta estar presente cuando se tratan temas relacionados con la educación y la niñez. Cuando son las seis de la tarde, Martha está agotada. Tiene los ojos rojos y entrecerrados; los pies molidos de tanto caminar entre los colegios, la Alcaldía Local y el CADEL, y a pesar de que duerme poco pensando en cómo utilizar eficientemente los escasos recursos con que cuenta para ejercer su gestión, ansía el momento de llegar a su casa a descansar. No le gusta trabajar en la jornada de la noche. Tan fatigada se siente que a veces se vuela al anochecer para su casa. Aunque es consciente de que está abandonando su trabajo, lo hace para dedicarle más tiempo a su hijo, de 25 años, y a su marido, de quien afirma: “Si no fuera coordinador de una escuela, yo creo que ya me habría dejado”, le dijo ella a dos reporteros de Directo Bogotá. Esta maratónica rutina de los rectores de los colegios integrados, sumada a otros inconvenientes prácticos de la integración escolar, ha causado inconformidad entre los alumnos, padres de familia, profesores y coordinadores, quienes se quejan de ausencia de dirección y de la baja considerable en la

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INTEGRACIÓN A TRANCAS Y BARRANCAS En agosto de 2002 fue el último plazo para que los colegios públicos de Colombia pusieran en marcha la integración que ordena la Ley 715 de 2001. La normatividad tiene como fin garantizar la continuidad de los alumnos desde grado cero al grado undécimo, utilizar mejor los recursos educativos, estimular la ampliación de la cobertura y ahorrarle dinero al Estado. En Bogotá, aunque la integración en los colegios distritales aparentemente ya se llevó a cabo, lo cierto es que aún la mayoría de estas instituciones ni ha podido unificar las políticas educativas consolidadas en el PEI, ni llegar a acuerdos para utilizar equitativamente los medidos recursos. Asimismo, la integración, a pesar de asegurar un ahorro en el gasto público por la supresión de docentes, rectores, personal administrativo y personal de apoyo —psicólogos, orientadores y trabajadores sociales— ha causado saturación de trabajo para los rectores y coordinadores, y ha originado la masiva delegación de funciones y la falta de orientación, tanto pedagógica como psicológica, para los niños que generalmente en estos contextos socioculturales —estratos 1, 2 y 3— tienen muchos problemas. Si bien es cierto que con la asociación de co-


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legios distritales se ha ampliado la cobertura en aproximadamente 45 mil nuevos cupos, según el Ministerio de Educación, los estudiantes han sido obligados a cambiarse de instituciones con las que tenían cercanía y sentido de pertenencia. Esto ha causado la pérdida de identidad en ellos, al ser trasladados de un colegio a otro fuera de su localidad, haciendo que se desplacen en bus, rutas o a pie en trayectos hasta de tres horas. Incluso algunos alumnos perdieron su trabajo, al ser reubicados de una jornada a otra, sin tener en cuenta sus responsabilidades preliminares. También han sido reorganizados en salones donde estudian hasta cincuenta estudiantes, en un hacinamiento brutal. Al respecto, Rosa Ávila, experta en educación, advierte que la integración puede presentar problemas según como se aborde. “Hay que poner a dialogar cada centro educativo, los proyectos educativos y cada uno de los niveles de la escuela”. Para la Federación Colombiana de Educadores (Fecode), desde que salió la ley el panorama para los colegios integrados es negro, pues presentan agudos problemas. “Aquí no importan para nada los proyectos educativos ni las dinámicas propias de la institución; interesan sólo los criterios de racionalización económica”, dice su ex presidenta Gloria

Inés Ramírez. “Se busca que un director asuma la dirección de diez planteles, sin importar el factor humano, que necesita dedicación. Con esto, lo que se está proponiendo para los colegios es que tengan capataces y no rectores”.

UN INVENTO VIEJO Según el artículo 9 de la Ley 715 de 2001, las instituciones públicas que no ofrecen la totalidad de grados (preescolar, nueve grados de primaria, décimo y undécimo), se denominarán centros educativos y deberán “asociarse” con otras instituciones, con el fin de ofrecer el ciclo de educación básica y media completa a los estudiantes, desde grado cero al undécimo. El gobierno, con esta ley, ordena a los colegios públicos “a combinar los recursos para brindar una educación de calidad, la evaluación permanente, el mejoramiento continuo del servicio educativo y a estimular la creación de más cupos en todos los niveles”. La Ley 715 también decreta las competencias del rector o director, las cuales son participar en la elaboración del perfil de los docentes, evaluar el desempeño de todo el personal a su cargo, identificar las necesidades de capacitación, administrar el personal (novedades, permisos, licencias, sanciones del control interno disciplinario, etc.) y administrar los fondos de servicios educativos. Sin embargo, esta ley no es del todo nueva para los colegios públicos, especialmente algunos en Bogotá. Por ejemplo, el Colegio Naciones Unidas, de Ciudad Bolívar, inició la integración en 1995 y la consolidó hace dos años “por necesidad”. Según José Rojas, rector de la institución, comenzaron a ofrecer desde preescolar hasta grado undécimo, debido a que la condición socioeconómica de los niños impedía que continuaran sus estudios, pues las instituciones de primaria y secundaria eran bastante lejanas.

La Ley de integración produjo una masiva reubicación de estudiantes en planteles educativos. Pero los niños han presentado serios problemas de adaptación. 13


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Alirio Osorio, rector del Colegio Enrique Olaya Herrera, asegura que la gran ventaja de la integración es que permite ver la formación de los niños secuencialmente para hacer ajustes. “Sabemos quién es cada niño y de dónde viene, porque cuando los alumnos son fugaces y entran sólo por un año o dos, el maestro no los conoce”, dice Osorio. Pese a esto, aún queda camino por recorrer en la integración; colegios de zonas urbanas apartadas o de zonas rurales han tenido que integrarse con colegios lejanos, lo que dificulta su administración a los rectores. Además, algunos directivos critican que no hay recursos suficientes para adelantar las integraciones, pues atienden más niños con los mismos recursos y, en muchos casos, la infraestructura de los colegios es insuficiente. Esta falta de infraestructura y recursos hace que muchos alumnos se vean obligados a cambiar de jornada o de institución educativa, para llenar los cupos en todos los salones, y evitar que haya cursos con menos de 45 niños. Ello implica que estudiantes de escasos recursos se vean obligados a comprar uniformes nuevos y a adaptarse a nuevas reglas culturales, propias de cada colegio. Otras escuelas han tenido que cerrar cursos enteros y recibir alumnos de otros colegios lejanos, a quienes deben encajar toscamente en salones pequeños. Esta situación ha hecho que los alumnos se desmotiven y pierdan su interés en las clases. Incluso, muchos estudiantes que trabajaban en obras de 14

construcción, empresas de gas, celaduría y transporte público, para ayudar a sostener a sus familias, tuvieron que renunciar. “Yo le pedí a la rectora que no me cambiara de jornada porque estaba trabajando, pero no me ayudó, quedé sin trabajo y no puedo llevar plata a la casa”, dice Wilmar Vargas, estudiante del grado undécimo del Colegio La Concordia. “Ahora mismo, cinco minutos antes de que se acabe el recreo, nos toca correr para el salón a coger puesto. Por lo menos cinco compañeros no consiguen sillas”. La situación más crítica la viven los estudiantes de las jornadas nocturnas, quienes, así conserven sus trabajos, llegan agotados a estudiar después de extenuantes jornadas laborales. Además, los profesores de la noche también presentan síntomas de cansancio extremo, que no les permite dictar las clases de manera apropiada. Con la Ley 715, la integración se ha tratado de hacer de manera muy razonable en Bogotá. Sin embargo, hay muchas dificultades en el proceso, que han causado efectos contradictorios expuestos por


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los mismos directivos docentes. “La integración tiene muchos conflictos, porque demanda más apoyo de dotaciones, planta física, y no se tiene”, dice Martha Pérez, rectora del IEDI La Candelaria. “Además, las nuevas funciones en cuanto a los rectores y coordinadores no han sido del todo claras y fáciles para asumir”.

NUEVAS REGLAS PARA RECTORES Y DOCENTES Desde que entró en vigencia la Ley 715, los más asombrados e inconformes fueron los directores y rectores de los colegios distritales, pues para muchos aumenta la responsabilidad académica y administrativa, sin que haya suficientes incentivos de acuerdo con sus nuevas funciones. Incluso algunos directores bajaron de categoría, al ser reubicados en el cargo de coordinador. De acuerdo con la nueva norma, el puesto de rector adquiere una dimensión nunca antes vista porque, además de responder por los procesos pedagógicos del grupo de planteles educativos que recibe con las asociaciones, debe encargarse de los aspectos administrativos de esos centros. También debe dirigir la preparación del PEI con la participación de los distintos actores de la comunidad educativa, y, entre otros deberes, distribuir las asignaciones académicas y demás funciones de profesores, directivos docentes y administrativos a su cargo. Para muchos expertos en educación pública, como Daniel Valencia, una de las consecuencias más aterradoras de esta ley es que “los rectores se vuelvan administradores de edificios”, y no líderes pedagogos que tengan la prioridad de mejorar la calidad académica que se les ofrece a los estudiantes. “Desde que nos integraron los colegios ya no son manejados por los rectores, sino por sus porteros y algunas secretarias”, dice Héctor Rodríguez, coordinador de la sede La Inmaculada del IEDI La Candelaria. “Es muy difícil dirigir un colegio en donde todos mandan a su manera”.

Pero el problema no sólo es la carga laboral. Una de las mayores críticas que ha recibido la norma está relacionada con los horarios, porque su jornada empieza antes de las siete de la mañana y termina a las diez de la noche en aquellos planteles donde hay jornadas adicionales. Esto causa el agotamiento extremo en los directivos escolares, y como consecuencia, algunas veces, el bajo rendimiento y la poca disposición en las jornadas laborales, que en el caso de un rector, son más de setenta horas a la semana. “Ese ritmo no lo aguanta nadie y, además, uno no puede dedicarse a hacer nada bien, porque no hay tiempo”, dice Martha Pérez. “A uno le toca delegar casi todas las funciones, sobre todo las pedagógicas porque como rector, uno tiene que responder más por el sector operativo”. Diferentes rectores de colegios públicos de la ciudad, como Alirio Osorio, dicen que se ha atropellado al directivo docente, porque le sueltan varias escuelas para dirigir, pero salarialmente no hay ninguna compensación y, según ellos, “cuando no hay motivaciones en las personas, es muy difícil que se cualifiquen los procesos”. Con tantas responsabilidades que tienen los rectores, se ven obligados a desarrollar un sentido de trabajo en equipo para poder delegar la mayoría de sus funciones. Esto también implica que al estar a cargo de los fondos educativos de los colegios integrados, también deben saber cuántos recursos tienen y cómo los deben manejar. Asimismo, muchos padres de familia están

El hacinamiento es un problema que la Ley de Integración ha empeorado. 15


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inconformes con la nueva ley, pues aseguran que sus hijos ya no reciben la misma dedicación por parte de los rectores y profesores, y la calidad es cuestionada cada día más por los mismos alumnos. “Los rectores pueden quitar y poner maestros, nombrar y botar personal administrativo, disponer de los fondos de servicios educativos como quieran; están obligados a rendirle cuentas al Consejo Directivo sólo una vez al semestre, hacen de todo menos preocuparse por la calidad educativa”, dice Mercedes Gutiérrez, miembro de la Confederación Nacional de Padres de Familia (Confenalpadres). Pero no sólo los rectores tienen demasiadas funciones. Los maestros también. Y, a pesar de que la norma ha servido para activar el intercambio entre los diferentes coordinadores y directivos para unificar ideas y metodologías en pro de los alumnos, se ha aumentado excesivamente la carga de esos maestros y, como dice el rector del Colegio Enrique Olaya Herrera, “el hecho de que el profesor pase más tiempo con el alumno, no quiere decir que hay mayor calidad”. Según Valencia, quien se desempeña como investigador de la Facultad de Educación de la Universidad Externado de Colombia, un niño necesita acompañamiento del maestro para su desarrollo en las formas de percibir y desarrollar sus valores.

La nueva ley dice que los rectores serán elegidos por concurso, cosa que no ocurrió en la mayoría de los colegios de la ciudad. “Yo creo que tengo mejores capacidades para ser rector, y mejores experiencias educativas y administrativas que la nueva rectora del IEDI La Candelaria”, dice José Rubén García, un sacerdote que estudió Ingeniería Civil y Derecho, y es licenciado en Matemáticas, Física y Filosofía y Letras. Además, tiene estudios en psicopedagogía correctiva. Martha Pérez, su jefe, estudió Licenciatura en Ciencias Sociales y realizó una Maestría en Ciencias Educativas.

“BURDA POLÍTICA DE AHORRO” La integración de colegios públicos busca, según el Ministerio de Educación, un uso más eficiente de los recursos. Sin embargo, profesores, rectores, padres de familia y miembros del personal administrativo de las escuelas, además de analistas y expertos en educación, señalan que la infraestructura en colegios es insuficiente y temen que el ahorro desmedido ocasione un descenso considerable en la calidad. El temor se debe a que cada vez se atienden más niños con los mismos recursos. “Si llegan más estudiantes a un colegio con una sola sala de informática, éstos no tendrán acceso”, dice la ex presidenta de Fecode, Gloria Inés Ramírez. “Lo que más me molesta de la Ley es que racionaliza el recurso sin tener en cuenta la calidad”. Estas palabras las complementa Carlos Ballesteros, presidente de Confenalpadres, quien dice que la integración sí apunta a la calidad; pero no cuenta con los recursos para infraestructura y materiales académicos necesarios para mejorarla. “La cobertura no sólo son números, también es calidad, es infraestructura y son

Para los expertos consultados, la Ley de Integración es el resultado de una burda política de ahorro.

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Necesita, además, una atención especial, y eso no se da ahora mismo, pues como hay tantos niños y tan pocos rectores, trabajadores sociales y psicólogos, el niño se forma solo. “El profesor pasó a ser tan solo un dictador de clases”, dice. Con la Ley 715, el maestro debe asumir 22 horas de sesenta minutos, en una franja de trabajo de treinta horas que los alumnos deben tener en la semana. Al docente escasamente le quedan ocho horas para ser director de curso, elaborar materiales, atender a padres de familia, calificar trabajos y cualificarse. “Esta carga de trabajo desestimula y va en contra del proceso educativo”, dice Víctor Raúl Ruiz, rector del INEM de Kennedy, en Bogotá. Otra inquietud respecto a los docentes es que las normas tocaron, además del tiempo, su economía. La mayor dedicación de tiempo y la pérdida de ciertas garantías que tenían, más por costumbre que por ley, han creado malestar en muchos de ellos. Y lo cierto es que hay barrios de alta inseguridad donde el traslado de profesores es difícil y su salario se encoge, debido a que tienen que gastar mucho dinero en transporte. Hay que anotar que el masivo traslado de docentes de un colegio a otro provocó un cambio serio en sus vidas, hasta el punto de tener que mudarse de casa. Con el incremento de la carga académica, muchos profesores y rectores han quedado sobrando en su cargo, otros no pudieron cambiarse a un nuevo colegio por su lejanía, y muchos más no aceptaron su descenso de rector a coordinador. Esto muestra que profesores de colegios públicos en Bogotá y del resto del país tuvieron que renunciar. “La fusión en Bogotá es una restricción a la democracia participativa porque en el gobierno escolar existían más de diez mil personas participando y al unificar los colegios, se pasó a un poco más de 500”, dice Héctor Rodríguez, coordinador de la Sede C del IEDI La Candelaria.

materiales”, dice el profesor universitario Daniel Valencia. Hay colegios donde los niños ni siquiera tienen un salón fijo para atender sus clases y se ven obligados constantemente a buscar un sitio en el cual reunirse. Natalia González, estudiante de noveno grado del Colegio Aquileo Parra —integrado recientemente con el Colegio San Antonio—, en la Localidad de Usaquén, aprovecha esta situación para faltar con frecuencia a clase. Y aunque le gustaría aprovechar más algunos cursos, dice que muchas veces, cuando hay clases, le toca atenderlas en sitios inapropiados y que ayudan a la desconcentración, como la cancha de microfútbol y los corredores de su colegio. A esto se suma el hecho de que la nueva ley ordena, con el fin de ahorrar, tener tan solo un orientador por cada 700 estudiantes, y un trabajador administrativo por cada 500. Esto obliga a los colegios a descuidar el desarrollo integral de sus alumnos tanto en su parte pedagógica y emocional como en el manejo de las labores administrativas que la institución les debe brindar. Hay escuelas que, por su reducido número de alumnos, ni siquiera cuentan con un sicólogo, trabajador social o secretario en su sede. “Con la integración, el profesor no tiene tiempo de detectar y controlar a los niños problemáticos que necesitan un acompañamiento especial”, dice Valencia. “El problema es grave porque las escuelas y los colegios son unidades académicas y espacios de socialización que con la integración se rompen”. Pero la integración trae un beneficio para Bogotá con la nueva ley de transferencias. Ahora, los recursos se repartirán según el número de alumnos y no por motivo de costos educativos, como sucedía antes. De esta manera, Bogotá ha tratado de aumentar la cantidad de cupos escolares con la integración y recibir, así, más dinero para educar más niños. Según Daniel Rivera, director de Planeación del Ministerio de Educación, ahora se suministrarán más recursos

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a las poblaciones que más los necesiten, porque antes, en ocasiones, “se contrataban docentes donde no había niños”. Sin embargo, la nueva ley tiene sus detractores. Fecode critica esta iniciativa argumentando que si bien es cierto que algunas regiones conseguirán más recursos para educación, no vale lo mismo educar a un niño en una población apartada del Chocó, por ejemplo, que en la capital; entonces se deberían medir también los costos de cada parte del país. Mientras sigue el debate sobre cómo repartir los recursos sin perjudicar la calidad, Daniel Valencia advierte que esta política de integración puede llevar a la educación a caer en un pozo profundo y oscuro si se sigue aplicando una estrategia integradora que califica como “burda política de ahorro de recursos”.

A REVISAR LA LEY Aunque el proceso de integración de colegios públicos ya se aplicó en casi todos los centros educativos de Bogotá, no todos se han incorporado a esta dinámica. Algunos pocos, como La Nueva Gaitana, ubicado en la Localidad de Suba, al noroccidente de la capital, no se han integrado porque cuenta con preescolar, primaria y bachillerato propios, y tienen los cupos saturados. Allí, sin embargo, temen una fusión; pues sienten que perderían identidad y un proceso pedagógico que, aunque algunos padres de familia critican por la recurrente inasistencia de los profesores y el intenso frío mañanero que tiene a muchos niños enfermos, es propio y viene de mucho tiempo atrás. La asociación obligaría, además, a muchos niños de escasos recursos a trasladarse a escuelas que quedan muy lejos de sus casas y a abandonar procesos de acompañamiento psicológico y educativo que se realizan hace tiempo. Para la ministra de Educación, Cecilia María Vélez, la Ley 715 necesita algunos ajustes, sobre todo para que se adapte a cada caso particular, y así evitar los agudos problemas de calidad y los altos índices de deserción escolar que se presentan actualmente. De todas formas, aseguró que es una buena oportunidad para avanzar en cobertura y calidad. “Seguramente la integración se hizo de manera muy emocional y vamos a revisarla porque se pueden hacer otras reorganizaciones”, dice Vélez. “Es una buena posibilidad para revisar los PEI porque había muchos regulares”. Precisamente la realización de los PEI ha sido una de las primeras dificultades que ha traído la integración. Héctor Rodríguez, con más de veinte años de experiencia en el 18

sistema de educación pública, dice que lo más espinoso de la integración ha sido ponerse de acuerdo para realizar un proyecto coherente con las tres instituciones integradas. Rodríguez, además, espera respuesta de una demanda que le puso a la integración, en la que argumenta principalmente que la Ley 715 ordena “asociarse y no integrarse” y que restringe la democracia participativa, pues la comunidad no fue consultada para poner en práctica la iniciativa. Él, sin embargo, reconoce que ha logrado retroalimentarse de diferentes formaciones y experiencias en las reuniones con otros coordinadores. Ésos que él llama directores, pues siente que su puesto se lo degradaron, opinión que también dejó clara en la demanda. La crítica de Rodríguez hace eco en toda la comunidad educativa. “Siento que voy a salir mal preparado del colegio y cada vez la situación es peor”, dice Fredy Gaona, estudiante de grado úndécimo de la sede principal del IEDI La Candelaria. Y hace la pregunta que muchos se plantean, y de la que no han recibido contestación: “¿Quién le responde a uno después?”. Él, al igual que el promedio de sus compañeros de colegio, quedó en un nivel medio, según los resultados del ICFES. Pero cree que así como este año mantuvieron el nivel de la generación pasada, cada vez van a bajar más si siguen cambiando a los niños de colegio o de salón sin consultarles, y si la comunicación con profesores y personal sigue siendo tan difícil. “La integración baja la calidad de la educación, porque la rectora no puede atender la parte pedagógica”, dice Emilse Hernández, coordinadora del Colegio La Concordia. Sin embargo, para muchos es prematuro hablar de calidad. “Habrá que esperar unos siete u ocho años para ver cuál es el impacto de estas medidas en el rendimiento académico de los estudiantes”, dice el rector del INEM, que pasó este año de seis a siete mil estudiantes, con la integración de la Escuela Casa Blanca. En lo que sí coinciden los expertos en educación pública es en que si no se atienden inmediatamente los problemas que ha presentado el sistema de integración escolar, su desarrollo a largo plazo llevará a situaciones irremediables. “Ahora hay más niños para atender, pero menos posibilidad de ponerles atención”, dice Ruby Quiñónez, profesor del Colegio Distrital San Francisco, de Ciudad Bolívar. “Eso sí, tenemos la posibilidad de seguir al alumno en su proceso, pero quién garantiza que está bien en todos sus aspectos si no podemos atenderlos de manera cercana”.


retrovisor Boleras

LAS BOLERAS

POR SILVIA ARDILA, SANDRA LEÓN Y LILIANA MATOS

QUE HAN HECHO MOÑONA EN BOGOTÁ

La San Francisco, que fue en su tiempo el meridiano por el que pasaba la actualidad bogotana, y el Bolívar Bolo Club, primera sede de un torneo mundial en Colombia, se resisten a entrar en decadencia y alinean sus pines con las modernas boleras de la ciudad, así mantengan su sistema manual.

En mangas de camisa y con un pantalón de corte inglés, sostenido con calzonarias de doble tono, estuvo varias veces allí. Descendía aprisa por la escalera en forma de caracol que lleva al subterráneo donde todavía hoy, doce lustros después, está la bolera San Francisco. “Hay un cambio: la guerra se está poniendo del lado de los aliados”, decía con voz de trueno, y de inmediato se hacía un silencio reverencial en las pistas. “Sí, don Eduardo, vamos para allá”, respondía el jefe de talleres de El Tiempo y todos, redactores, correctores y linotipistas, ponían los boliches en su sitio y volvían deprisa al periódico para una jornada que se extendería hasta el alba.

La bolera, en la década de los cuarenta, era el meridiano por donde pasaban los principales acontecimientos de la Bogotá del tranvía, de los caudillos, de los cachacos con rancio abolengo o sin él. Era más que una rutina ver allí al entonces director del diario. Llegaba con las pruebas entintadas de su editorial y se tomaba un par de cervezas. A su alrededor se armaba un coloquio espontáneo del que surgían las mejores ideas para escribir la historia de la Colombia de aquellos tiempos, en la que los bandos en conflicto se distinguían apenas por dos colores. Esta bolera estuvo en el sector de la Avenida Jiménez primero que el Café Automático. Fue anterior al restaurante La Romana. Llegó a ser tan tradicional 19


retrovisor | Silvia Ardila, Sandra León y Liliana Matos LAS BOLERAS QUE HAN HECHO MOÑONA EN BOGOTÁ

DEL TRANVÍA AL TRANSMILENIO como el Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario y sobrevivió a los más duros conflictos citadinos, como aquel apocalíptico 9 de abril de 1948. Por las calles adoquinadas de sus alrededores desfilaron historias encarnadas en la figura menuda y el traje rojo liberal de la Loca Margarita, la voz mayor a la hora de lanzar injurias contra los godos. También por Antoñín, el bobo del tranvía, aquel personaje que corría sin tregua detrás de los vagones, en un desaforado intento por ser testigo de los amores furtivos de su hermana. Aunque más reciente en el tiempo, la historia de la bolera San Francisco se entrecruza con la del Bolívar Bolo Club, que pasa por los retazos de las vidas de otros estadistas. En el fragor de su dinamismo, el entonces alcalde Virgilio Barco Vargas hacía de vez en cuando un alto en su lema “manos a la obra” y reservaba la tarde de cualquier viernes para intentar la moñona que le era esquiva. Carlos Lleras Restrepo la convirtió en escenario de campaña, después de haber dejado la Presidencia y para enfrentar sus nuevas aspiraciones con las de Julio César Turbay Ayala en el famoso consenso de San Carlos.

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Los rieles del tranvía se perdieron entre el asfalto y los linotipos se volvieron pieza de museo; pero la bolera San Francisco sigue allí, con su tradición como único título y con los recuerdos como contrapeso a la decadencia. Hoy el primer sentido que estimula la bolera —con sus 63 años a cuestas— es el olfato. Al entrar huele a empanada frita; pero al descender los primeros peldaños de su escalera de caracol se impone el vaho de la humedad que recuerda la antigüedad del lugar. Las pistas ya no vibran con el paso del tranvía. Su ruido estruendoso fue reemplazado por el silencioso, pero conglomerado TransMilenio. Los alrededores de la bolera incrustada en la mitad de la Avenida Jiménez recuerdan la Bogotá comercial, la de cafés ilustrados y la de los esmeralderos. El continuo caminar de los transeúntes y sus conversaciones evocan el mundanal ruido de las grandes ciudades. TransMilenio anuncia la avenida de una nueva época, pero la bolera aún conserva, como su patrimonio más entrañable, su sistema manual. Con su ritmo inagotable dos adolescentes se han ganado el preciado título de chinomatic, es decir, de parabolos. Víctor, de 18 años, dejó hace seis el colegio y desde las diez de la mañana hasta la medianoche hace su trabajo como un ritual: sentado en la tarima de madera, que está en la trastienda de las pistas, da la señal al jugador; estira las piernas para evitar machucones con el boliche, y, luego, con pasmosa habilidad, ordena los diez pines o bastones sobre círculos blancos demarcados en la pista. Gilbert, su compañero de oficio, se comete a las mismas jornadas, monótonas pero extenuantes. “Aquí me rebusco el sustento para mi niña recién nacida, para mi novia y para mi mamá”, dijo este muchacho que disimula mal su precocidad con un incipiente bigote. Detrás de las pistas se respira humedad proveniente de los huecos que el tiempo y la inundación de 1951 —en la que se perdió una valiosa colección de fotos y recordatorios— han dejado en la pared. Sin embargo, las paredes visibles a los clientes están recubiertas con dibujos de tono fluorescente: pines animados que lucen gafas para sol, otros que se transforman en monstruos voraces y otros más que dedican canciones para enamorados. Junto a las seis hileras de pistas se abren espacio dos mesas de billar, donde grupos de estudiantes y


retrovisor | Silvia Ardila, Sandra León y Liliana Matos LAS BOLERAS QUE HAN HECHO MOÑONA EN BOGOTÁ

viejos que buscan en su memorias historias evocativas hacen causan común para no dejar morir la bolera. Los precios parecen todavía anclados en el pasado: 1.800 pesos por la línea y 500 por el baño, para quienes no son clientes habituales. Los boliches, la condición y el estilo de los jugadores son quizá los únicos que han cambiado aquí. Ya no hay nadie allí como Ricardo Gómez, campeón nacional en 1961, que batía los pines con bolas de dos huecos y se sostenía con firmeza pese a que era regla jugar en medias. Hoy, la falta de fuerza del lanzador se compensa con un hueco más en la bola y nadie puede pisar la pista sin calzar viejos zapatos de goma saturados de talco Mexsana. La San Francisco se aferra a su pasado, que hoy sigue siendo su principal activo. Al menos una vez por semana recibe turistas extranjeros que la miran como un sitio exótico. De vez en cuando sus dueños, Horacio Pinzón y Marina Cepeda —una especie de conservacionistas empíricos— permiten que la bolera sea escenario para grabar o filmar cuñas publicitarias. Y una foto instantánea, con una dedicatoria al respaldo, da fe del reciente paso por allí de la modelo Claudia Bahamón.

DE PARABOLOS A INSTRUCTOR Hernando Hernández es la memoria viva del Bolívar Bolo Club, ubicada en la Avenida Caracas con calle 24. Fue su primer empleado en 1968 y hoy, próximo a la jubilación, ostenta un bien ganado estatus de instructor. Antes hizo historia como parabolos, auxiliar de pistas, barman y cajero. Hoy, con su pelo cano, su contextura menuda y con la misma mirada radiante de su época como parabolos, recuerda como antes de la remodelación y automatización del Bolívar, en 1978, había sesenta muchachos como él, que se repartían las veinte pistas en tres turnos diarios. Hernando ha sobrevivido el cambio de las veinte pistas manuales a las 36 automáticas, la visita de ex presidentes, así como a las copas Doria, Mustang y Coca-Cola, que organizaban las empresas en la época dorada de los bolos, y cuando era posible para ellas. Según Hernández, los mejores tiempos del Bolívar

fueron a comienzos de los años ochenta, cuando la danza de los millones proveniente de los traquetos ayudó al comercio. “Ellos entraban y comenzaban a repartir billetes desde el parqueadero”, dijo Hernández con voz de quien añora los buenos viejos tiempos. “Todos nos peleábamos por atenderlos, nos daban las mejores propinas”. El Bolívar comenzó a escribir su historia en 1968, cuando los dueños del Café Bolívar —Manuel Yuma, Gilberto Gómez y Hernando Clavijo— decidieron crear un club de bolos que reuniera a las más importantes figuras del país, sus distinguidos clientes, en un lugar donde el sonido de las moñonas pudiera distraerlos de la rutina. En ese entonces, cuenta Hernando, los precios de la línea no eran mayores a setenta centavos, y los zapatos se alquilaban por tan sólo quince. Para la época, no era costoso; hoy tampoco lo es. Las líneas no cuestan más de 2.300 pesos para estudiantes y 3.000 los fines de semana.

DE MOÑONA EN MOÑONA El sonido de los pines al caer, las celebraciones de quien anota una moñona y la música ranchera que acompaña a cada uno de los juegos ha visto cómo Eduardo Santos, quien antes solía pasear sus tardes en la Bolera San Francisco, sea el padre de una generación que aún hoy —ahora en el Bolívar Bolo Club— alquile toda una zona de pistas para divertirse. El Bolívar Bolo Club ha sobrevivido a la aparición de nuevas boleras ubicadas incluso dentro de centros comerciales y deportivos, como las de Unicentro y Salitre. Pese al tiempo, la competencia y su ubicación en una zona de tolerancia, esta bolera permanece majestuosa como una leyenda para la ciudad de Bogotá y para los 250 clientes que —en promedio— la visitan cada día. Décadas después, cuando de los “treinta minutos de bamboleo” del tranvía se pasó a la media hora de asfixia y codazos en el TransMilenio, se sigue escuchando el sonido de los pines al caer, las celebraciones de quien anota una moñona y la música ranchera que acompaña cada uno de los juegos. Y Eduardo Santos se convirtió en el padre de una generación que aún hoy —ya no en la San Francisco, sino en el Bolívar Bolo Club— alquila toda una zona de pistas para divertirse.

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reportaje gráfico

Viejas casonas por edificios nuevos

CASONAS EN EL AIRE Esas casas que fueron orgullo de la Bogotá colonial, victoriana o republicana, que con los años se convirtieron en referentes urbanos de identidad, de la noche a la mañana cedieron su lugar a los muchos proyectos de construcción que hoy le están cambiando el paisaje al norte de la ciudad. Unas estaban en el abandono, pero la mayoría habían sobrellevado con decoro el paso de los años. Las grúas no saben de nostalgias. Los constructores en épocas de reactivación menos. Parece que no hay dolientes para las casonas porque nadie protesta ante su progresiva desaparición.

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divino rostro

Gunter Schwochau Steinke

LA HISTORIA DE UN

POR SIMÓN POSADA TAMAYO

NAZI NO CONVERSO EN BOGOTÁ

Aunque habló sólo dos veces con Hitler, Gunter Schwochau Steinke conserva esos diálogos como los recuerdos más claros que habitan su mente de 87 años. Hoy —desde su apartamento al norte de Bogotá— este veterano de la Segunda Guerra Mundial insiste en que el exterminio a los judíos es un invento y que lo que necesita Colombia es un grupo como el temible servicio secreto nazi “para quitar toda la corrupción”. Perfil de un nazi no arrepentido que apoya el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Gunter Schwochau empuja con su temblorosa mano un panzer —tanque de guerra alemán— a escala sobre su escritorio, mientras recuerda cuando estuvo al mando de catorce panzer reales al frente de Moscú. De la misma forma como derrotaron a Napoleón, los rusos debilitaron al ejército alemán con la política de “tierra arrasada”: ordenar a los habitantes replegarse en la capital y destruir a su paso todo lo que pudiera serle útil al enemigo, para dejarlo a merced del invierno y el hambre. La 53 Panzerdivision (tropa blindada), bajo el mando del entonces coronel Schwochau, había llegado tan cerca de la capital rusa que podían ver por los periscopios a los tranvías y a las personas abrigadas para un clima de casi cuarenta grados bajo cero. Estar en un panzer hundido entre la nieve, con cuatro personas más —el telegrafista, el chofer, el de la ametralladora y el del cañón—, era como estar enlatado dentro de una nevera. Pero si no hubiera sido por la bala que hacía un mes le había perforado el pie antes de aterrizar en África —por un ataque de los ingleses—, estaría, más bien, como en una caldera. “En el frente uno no tiene por qué opinar nada”, dice hoy Schwochau en entrevista con un reportero 24


divino rostro | Simón Posada Tamayo LA HISTORIA DE UN NAZI NO CONVERSO EN BOGOTÁ

de Directo Bogotá. “Lo único es que se debe estar dispuesto a ir adonde lo manden”. Sin embargo, entre los días en que fue herido en el África sin siquiera haber puesto un pie en ella y los duros días de invierno en Rusia, Schwochau estuvo recuperándose en un hospital de Francia. “Parrandeando con francesitas, yendo al frente a operar ametralladoras —pum pum pum pum pum—, y sin pasar siquiera por un museo, ya que a los soldados eso no nos importaba”, dice Schwochau. Entre sus muchos recuerdos de guerra también guarda espantosas imágenes de cómo los rusos eliminaban los rehenes. “Yo vi con mis propios ojos cómo cogían a cincuenta prisioneros de los nuestros, les amarraban los brazos, los tiraban al suelo y les pasaban encima con los tanques”, dice tartamudeando, quizá por lo escalofriante del recuerdo, por su vejez, por lo políglota —habla alemán, español, ingles y francés— o porque a pesar que ya lleva casi cincuenta años en Colombia habla la mayor parte del tiempo en francés. “¡Eso era increíble! Ni a un alemán se le hubiera ocurrido”.

En alemán habla con su esposa Henriette, una profesora de ciencias sociales bajita y encorvada, y que tiene las gafas colgadas del cuello todo el tiempo para ponérselas y quitárselas cada tanto y que conoció en Francia en los años siguientes a la guerra. “Él y su esposa se la pasan hablando en alemán y francés para que uno no entienda”, dijo un personaje anónimo que los conoce de tiempo atrás. “Y eso también es para poder enredarlo a uno en los negocios, porque vea que en estos días les conseguí unos clientes para unos veleros que estaban vendiendo y se hicieron los bobos con la comisión. ¡Usted cree que uno viviendo en Colombia cuarenta y tantos años no va a aprender español perfecto!”.

LAS VUELTAS DEL DESTINO Pero, ¿cómo llegó a Colombia un combatiente nazi que sirvió a Hitler y que cree que la persecución a los judíos es un invento propagandístico de los aliados? Su historia se remonta al momento en que se escapa de los tribunales de guerra que los aliados instituyeron en busca de justicia y reparación para las víctimas de la guerra. La misma guerra que había fracasado nuevamente para los alemanes. Terminados los combates y con el telegrama que le notificaba la rendición de las tropas en sus manos, Gunter Schwochau dio la orden de destruir todos sus panzer para evitar que la tropa rusa los reutilizara. Se hizo pasar por marino en un buque alemán que iba a Copenhague (Dinamarca), donde —una vez atracaron— fueron detenidos dentro del barco. Junto con tres compañeros que también se encontraban de polizones, escaparon a tierra por la soga que ancla el barco a tierra. Mataron a cuatro civiles para quitarles las ropas, pero los disparos alertaron a la policía. “Mis compañeros corrieron en línea recta, mientras yo corrí en zigzag como lo aprendí viendo a los partisanos rusos”, dice Schwochau. “Ellos se alejaban más rápido que yo, pero eso los hacía un blanco facilísimo. Yo fui el único que quedó vivo”. 25


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Gunter Schwochau dice que en la carretera paró un campero estadounidense. Le preguntaron si era soldado, y él dice que les respondió que sí, pero que venía de atacar Rusia. “Ello era un punto positivo a mi favor porque los estadounidenses odiaban a los rusos. Y así me gané su simpatía”, dice él. Y como le sucedió a Hitler después de la Primera Guerra, lo retuvieron para colaborar a restituir la seguridad en la zona, a ayudar a descubrir secretos y, ante todo, a conspirar contra los rusos, quienes no lo dejarían en paz. “Una tarde llegó el coronel gringo que me estaba ocultando y me dijo que no quería perderme, porque yo había colaborado mucho, pero que los rusos habían preguntando por mí para ver si yo estaba entre los ex oficiales que estaban colaborando en la actualidad”, recuerda el ex combatiente en su oficina de Bogotá. “Me querían juzgar como criminal de guerra por la batalla en Könisgberg en que los derroté”. Pocos años después, oculto en París, Gunter Schwochau nunca se imaginó que los conocimientos de soldadura que había aprendido con los estadounidenses cambiarían el rumbo de su vida: “De la empresa en que trabajaba en París me mandaron para la Siderurgia de Paz del Río”, dice Schwochau. “Allí les enseñé a soldar a 34 obreros, sólo con movimientos de mi mano y guiándole las de ellos, ya que no sabía español”.

Gunter en su refugio de Guatavita. 26

LA VIDA EN COLOMBIA Corría el año de 1951, y Bogotá resurgía de las cenizas del Bogotazo y la muerte de su caudillo Jorge Eliécer Gaitán. Gunter Schwochau decidió quedarse en el país una vez terminado el corto contrato con Paz del Río, hasta conseguir dinero para poder radicarse en Argentina, donde estaban muchos de sus compañeros de guerra. Fundó en Paloquemao el Instituto Alemán de Soldadura (Inasol), donde los estadounidenses buscarían otra vez su ayuda, pero no para restituir la seguridad ni conspirar contra los rusos, sino para soldar un puente. “Una empresa gringa llevó por mar hasta el puerto de Buenaventura un alto horno, que instalarían creo que aquí en Bogotá”, dice Schwochau. “La cosa fue que yo tuve que viajar a unas pocas horas de Buenaventura para modificar las bases de un puente, que era mi especialidad, por el que tendrían que pasar el horno”. En su taller construyó cerca de 45 veleros Lightning, Snipe y Moth —para capacidad de cuatro personas, propicios para enseñar a los niños, y que en la actualidad cuestan cuatro millones de pesos—, que aún ahora se impulsan por el viento en la represa del Tominé. “Él mandó a traer unos moldes de Francia para hacer los veleros con la fibra de vidrio”, dice Jorge Recamán, viejo amigo del alemán, y quien ya se retiró del velerismo. “Paralelamente había montado una empresa llamada Óptimo-Botes, afiliada a Fenalco (Federación Nacional de Comerciantes) y a Acoplasticos (Asociación Colombiana de Plásticos), y así introdujo la categoría menores en el país, ya que en esos veleros se les podía enseñar muy fácil a los niños”. En una reseña histórica de la Federación Colombiana de Vela —que tiene afiliación con el Comité Olímpico Colombiano— se destaca la labor de Schwochau al fundar “el 10 de junio de 1963 la Marina de Guatavita, nuevo miembro de la Federación Colombiana de Vela, con el fin de fomentar todos los Deportes Náuticos y no solamente vela”. “Es que antes de la guerra herr Gunter (don Gunter) era muy deportista, porque era una costumbre familiar”, dice Mario Maldonado, administrador de la Marina de Guatavita. “Él hacía natación, atletismo, esquí, gimnasia, balón, canotaje, vela, etc.”.


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EL PASADO EN PRESENTE Pero si no fueron los estadounidenses los que le buscaron por sus conocimientos militares, sí fue la Fuerza Pública del país la que requirió de ellos. Mientras surgía con la figura de Gustavo Rojas Pinilla la dictadura militar más larga de la historia del país, a Schwochau lo volvería a alcanzar su pasado de guerra en la nueva vida de empresario que llevaba. “Llegaron un día a mi taller unas personas de la extranjería preguntando por mí”, dice Schwochau. “Recuerdo que rompieron un contrato que yo tenía con una empresa para instalar unas casas prefabricadas en Leticia, y me dijeron que iban a deportarme. En la extranjería soborné a un guarda para poder hacer una llamada a la Embajada de Alemania. Ellos intercedieron, y lograron que me hicieran una investigación más a fondo”. Un tal “general Tome Acevedo”, que años después moriría en un accidente aéreo en los Llanos orientales, timbró en la habitación del Hotel Granada —ubicado donde actualmente está el Banco de la República—, donde Schwochau aguardaba resolver su situación. “Me dijeron que me iban a deportar porque habían creído que yo era un peligroso comunista”, dice él. “Pero ya sabían que yo era todo lo contrario. Entonces me pidieron que si quería trabajar con ellos en la seguridad del país. Fui nombrado inspector jefe. Yo destapé ahí un ‘mierdero’. Cogimos a 32 detectives que eran espías comprados por los partidos políticos. Tenía doce directivos bajo mi mando, y me la pasaba en el Palacio de Nariño. Entraba y salía de él como si fuera mi casa, y hasta podía interrumpir las reuniones de los ministros con el presidente. Allí asesoré la seguridad del techo, ya que era increíble

que no hubiera ni siquiera ametralladoras contra aviones que fueran atacar”. Cuando murió Tome Acevedo, Schwochau pidió la baja luego de cuatro años de trabajo. “En 1956 Gunter se vinculó al Automóvil Club de Colombia, al Club Hípico de Techo, y más tarde al Club de Profesionales”, dice Henriette, su esposa, omitiendo el paso de su esposo por el servicio de inteligencia, entre 1952 y 1956. “En 1963 fundó la Marina de Guatavita, para que la gente pudiera practicar deportes náuticos sin estar afiliada al club, y dentro de la Marina montó el Club Náutico Tominé, que en sólo tres años acogió a cien socios. Eso al principio daba clases gratis, se iba solo en un Volkswagen que teníamos y que servía de oficina”. Una línea de oficiales, con guantes blancos y sables al aire, le dieron la bienvenida al Cantón Norte haciendo la figura de una ‘bóveda’ con las espadas, en alguna de las celebraciones de año nuevo que ha pasado en el país. “Apenas llegué, un general me saludó y me dijo que le había hablado de mí a unos generales de Chile, Argentina y Uruguay, que querían que les enseñara tácticas de panzer”, dice Schwochau. “Entonces, todas las señoras se revelaron porque, mientras los generales estaban jugando conmigo en una bandejita de arena con tanques de juguete, ellas querían bailar”.

UNA MENTE ANCLADA AL PASADO Hoy, en la mente de Schwochau ya sólo hay imágenes y lugares suspendidos en un tiempo indeterminado. No recuerda siquiera que la guerra fue entre 1939 y 1945, y mucho menos otros datos importantes de la historia política alemana del período de entreguerras, como el surgimiento del NSDAP

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(Partido Nacional Socialista de los Trabajadores Alemanes), el fallido golpe de estado de Hitler en Münich, su llegada a la cancillería, entre otros. Pero cuando se pronuncia en su presencia ese apellido, que traduce al español “pequeño propietario rural”, y que en aquellos que le odian produce escalofrío y repugnancia, él comienza una airada defensa. “Yo no sé por qué han querido pintar a Hitler como un loco”, dice Schwochau. “Una de las veces que lo vi en Checoslovaquia estaba llorando al vernos derrotados y heridos. Me dio varios espaldarazos, me preguntó que cómo me llamaba y cómo me habían herido. Luego hablé con él cuando era coronel, ahora sí rindiéndole cuentas de la estrategia del frente. Todos sentíamos muchísima admiración por él. No trasnochábamos, caminábamos e intentábamos ser tan aseados como él. Lo teníamos como modelo, como a un padre. Era una persona normal, con sus sentimientos. Lo único que quería era que Alemania fuera una nación sana, sin criminales ni extranjeros que fueran a llevarnos plagas y a quedarse con nuestro dinero”. Schwochau elude las preguntas acerca de su época en las juventudes hitlerianas y de su época escolar diciendo que no entendía. “!Cómo voy a recordar algo que me dijeron cuando era niño!”. Entre tanto, desde la cocina, su esposa dirigía todas sus respuestas con una sarta de frases en alemán y francés, mientras él la tranquilizaba diciéndole: “!Bitte Henriette, Watta Henriette!” (¡Por favor Henriette, espérate!)”. “Anótate aquí tu cédula, nombre y teléfono por favor”, le dijo Henriette al periodista al final de la entrevista con una mirada y un suspiro recriminador hacia su marido. Lo que sí recuerda es la instrucción militar en el ejército nazi. “Antes de la guerra en Alemania se les hacía la castración a los violadores, y en las juventudes nos ponían a hacer ejercicios, a decirnos que no nos

masturbáramos, a no trasnochar, y sí lo hacíamos entonces nos ponían a rendir el doble, no como aquí que la gente no puede hacer nada que porque dizque está trasnochada”, dice él. “Por eso fue que yo terminé cerrando el taller de soldadura. Una vez se me fueron unos trabajadores en un Volkswagen que yo tenía y me lo estrellaron. La gente acá es así, desvergonzada, perezosa”. Mientras atiende la entrevista con Directo Bogotá, Schwochau hace una pausa. Se levanta de la silla, y con las manos extendidas hacia el frente, como Frankestein, atraviesa la oficina hacia su biblioteca, en la cual sólo hay ocho cajitas de jugos Hit, una docena de paquetes de galletas Wafer, un libro de acupuntura, un manual para adelgazar, un diccionario de comercio y un fólder del que extrae su hoja de vida. En ella está consignada su labor en diversos clubes deportivos del país, como el Automóvil Club de Colombia, el Hipódromo de Techo e innumerables clubes de vela, entre los cuales se destaca el que fundó y que aún dirige en la actualidad, La Marina de Guatavita. Extrae un mapa con las rutas que recorrió con la tropa blindada en Europa, y una serie de fotos suyas en la época de la guerra. En ellas aparece de perfil, luciendo el gris uniforme nazi con las cruces gamada y esvástica en el pecho izquierdo. Me las extiende con muchísima desconfianza, mirándolas fijamente como si fueran espejos que reflejan el pasado de su presente. Allí tiene un increíble parecido con Humphrey Bogart en Casablanca, pero hoy en día más bien se parece al escritor argentino Jorge Luis Borges, con una piel de un blanco pálido, gastado, con una que otra mancha café, tan curtida como la superficie de un champiñón, y unos ojos profundamente azules que le da la frialdad de Hannibal Lecter.

SU ÚLTIMA BATALLA Gunter Schwochau sólo ha vuelto a Alemania una vez, para las bodas de oro de sus padres. Hoy en día se dedica a luchar desde las filas de la medicina para robarle a la vida un poco más de tiempo, ya que su agitado paso por ella le

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ha dejado seis heridas de guerra; un aneurisma cerebral, que lo atacó en enero pasado, y unos pulmones que le hacen cargar, como un buzo, una pipeta de oxígeno. Quiere sacar adelante el club que parece estar en una inminente bancarrota. Por su decoración, éste parece inmóvil en los años sesenta, y no es excusa el hecho de que fue el primer club que la Empresa de Energía dio en concesión a las orillas de la represa del Tominé y, además, el club modelo para los demás que se abrirían en los años siguientes. Los veleros están a la intemperie y los colchones de las habitaciones tienen más de cuarenta años. “Yo a ellos les digo que cambien esos colchones pero herr Gunter (don Gunter) me dice que para qué si eso no es un hotel y la señora Henriette me dice ‘si aquí la gente sólo viene a hacer el amor, y el amor se puede hacer hasta en el jardín’”, dice David Gaitán, instructor de vela que guarda allí su catamarán, y que de niño asistía cada ocho días con su padre al club. “Hace como dos meses se le fueron, de una sola tacada, 32 socios para los otros clubes. Porque es que a la gente le gusta ver que lo que están pagando se vea retribuido en un buen servicio. Y es que como es superegocéntrico, no le gusta que le den opiniones de nada. ¿No ve que le encanta que le digan herr Gunter?”. ‘Ramoncito’, como le dicen al jardinero y celador del club, ha tenido varios encontrones con Henriette, de los cuales recuerda uno en especial. “Esa vieja es igual de creída a don Gunter”, dice este anciano que ya ronda los setenta,

y que trabaja de domingo a domingo por setenta mil pesos semanales, sin seguro, cesantías y mucho menos vacaciones. “Vea que un día que yo tenía alborotada la artritis no había podido sembrar unas matas que ella había traído, y eso me empezó a hablar en yo no sé qué y me dio una cachetada la berraca”. Y es que en el club Gunter Schwochau y su esposa tenían su pequeño Tercer Reich. “En la época dorada eso era todo el personal vestido de marinero, muchas lanchas, salvavidas parados en el muelle vigilando, y hasta había himno. Y pues, claro, herr Gunter era el mandamás, el centro de atención”, dice David. Gunter Schwochau sólo tuvo una hija —quien en la actualidad vive en Francia— con otra mujer que conoció antes de su esposa. “Hay que destacar también la labor de su mujer en aguantárselo, sobre todo en la decisión de herr Gunter en no querer tener hijos”, dice David. Pese a que tienen discusiones muy seguido —siempre en alemán o francés— Gunter y Henriette gozan de una relación muy fuerte. “Yo me siento como si fuera la mamá de Gunter, y yo creo que él se siente como mi hijo”, dice ella. “A mí me toca estar cuidándolo, porque le gustan mucho los chocolates, y a esta edad uno debe cuidarse bastante. Él esconde dulces y galletas en el cajón del escritorio, y yo siempre voy y se los saco”. Gunter Schwochau y su esposa no se duchan. “Ellos lo que hacen es que mojan una toallita y se frotan el cuerpo, dizque porque eso sí quita las células muertas, que es lo que huele maluco”, dice una empleada del club. Tampoco comen carnes rojas, y muy pocas veces pollo y pescado. Toman una copa de vino tinto diario, y todos los fines de semana iban al club, antes de los problemas de salud que han aquejado a Gunter Schwochau últimamente. Han viajado en una sola ocasión por el país, a la costa, a los Llanos orientales y al Amazonas. Ambos hacen gimnasia —aunque él en la actualidad ya

Gunter en Guatavita con su esposa.

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no puede—, y también llevan notas minuciosas de todo lo que tienen que hacer diariamente. Gunter Schwochau conducía distancias cortas hasta hace seis meses. Hoy ya no conduce ni a la esquina su Chevrolet Chevette, modelo setenta, amarillo y que a 130 kilómetros por hora ya amenaza con deshacerse en el pavimento. No usa billetera, guarda el dinero en varios fajos distribuidos por todos los bolsillos del cuerpo, envueltos en bolsas plásticas. El apartamento donde viven es alquilado, pequeño, muy blanco y frío, con escasos adornos. Allí en un cuarto está la oficina del club. “Ellos no es que no tengan plata como para vivir en arriendo, sino que como no tienen a quién dejársela cuando se mueran, no viven en casa propia”, dice Gaitán. “Entonces viven así, muy de bajo perfil, y esa austeridad puede decir mucho de su pasado, porque quién sabe que tengan que ocultar. Después de toda una vida de coleccionar dinero, podrían vivir perfectamente como reyes”. “A Gunter sólo le gustan las novelas de aventuras y yo creo que el único libro de filosofía que ha leído en su vida fue Mein Kampf (Mi lucha)”, dice Henriette. “A mí no me gusta tampoco que esté por ahí hablando de lo de la guerra, porque él sigue pensando igualito desde que era soldado, y yo soy una mujer más centrada, más realista, porque yo estoy del bando de los que ganaron la guerra. Yo me acuerdo cuando ellos entraron a París, y los de la GESTAPO se la pasaban hablándonos en alemán y muchos no les entendíamos nada, y los que sí entendían hacían como si nada para obligarlos a que aprendieran francés. Gunter y yo peleamos todavía por eso, porque él dice que Hitler fue lo mejor que le pudo pasar a Alemania”. Gunter es nacionalizado colombiano desde hace veinte años. Y ya habla de política como cualquier colombiano cuando se sienta a “arreglar país”. “Como Gustavo Rojas no ha habido un presidente que tenga los pantalones bien puestos, hasta ahora con Uribe”, dice él. “Lo raro es que no se vean resultados contra la guerrilla. En el SIC ayudamos mucho, pero 30

cuando vimos que Gustavo Rojas se dejó comprar las elecciones de Pastrana yo me decepcioné mucho. Aquí la dignidad la compran”. Hoy, acostado en su cama, con una bala de oxígeno que lo mantiene vivo, sigue defendiendo una posición abiertamente nacionalsocialista. Como si el tiempo le hubiera pasado en vano, pese a que en el siglo XX ocurrieron, quizá, los sucesos más violentos y significativos de toda la historia de la humanidad. Ello se percibe aún más cuando se le pregunta acerca de cómo vio a los colombianos al momento de su llegada. “Eso lo que hace falta aquí, desde siempre, es un grupo de SS para quitar toda la corrupción, y eliminar esa pereza que tienen acá todos los políticos y la gente en general”, dice sin asomo de arrepentimiento. “Mira que en una de las fiestas en el Cantón Norte se me acercaron varios coroneles a decirme que porque no trabaja con ellos para acabar con ese desorden e impunidad que hay aquí. Y es que tanto ellos como yo pensamos que la guerra es muy importante como para dejársela a los políticos”. —Bueno, herr Gunter, dígame una cosa. ¿Usted alguna vez supo de la existencia de Auschwitz y Treblinka estando en el frente? —le pregunto en modo tajante unas dos veces hasta que se rinde de eludir su punto de vista. “Pues es que hay cosas que la prensa no ha dicho. Todo eso es mentir, pura paja. ¿Cómo es posible que si supuestamente mataron a muchos judíos en los campos de concentración, haya después de la guerra muchísimos más de los que había antes? Eso es pura paja, los judíos inflaron las cifras en detrimento de la nación alemana, y después de ello nos han jodido toda la vida y nos han dado muy mala fama en todo el mundo. ¡Cómo de la persecución a los judíos en Rusia antes de la guerra no se ha dicho nunca nada y luego si nos vienen a joder a nosotros con eso! Además, ellos controlan las finanzas de todas las naciones, son una plaga, y aquí en Colombia están muy metidos”.


libros

El cerco de Bogotá // Memorias

EL CERCO DE BOGOTÁ, MÁS CERCA QUE NUNCA POR NATHALIA SALAMANCA SARMIENTO

Santiago Gamboa en su taller de creación.

EL CERCO DE BOGOTÁ SANTIAGO GAMBOA EDICIONES B, 2003, 120 P.

Una Bogotá sitiada, escenario pocas veces pensado, pero probable en una guerra civil de medio siglo, y que sigue contando. Un Hotel Tequendama con refugio antibombardeos y un barrio Restrepo escondedero de las FARC son algunos de los lugares donde el escritor colombiano Santiago Gamboa recrea su libro de cuentos El cerco de Bogotá. En esta colección de historias cortas, la realidad y la ficción se conjugan para cuestionar una y otra vez al lector, quien no llega a tener muy claro qué salió de la imaginación del autor y qué vivió él. El mismo Gamboa, a veces, no puede establecer la diferencia. “Es claro que hay algunas cosas y situaciones vividas por mí, como corresponsal de El Tiempo en la guerra de Bosnia y en los bombardeos de Sarajevo, pero debo reconocer que hay algunas historias en las que no recuerdo bien si las leí en alguna parte o si simplemente las creé en mi mente”, dijo Gamboa en

entrevista con Directo Bogotá. El cerco de Bogotá narra las peripecias de un par de corresponsales extranjeros, una islandesa y un maltés, para develar un misterio de tráfico de armas entre el Ejército y la guerrilla. Gamboa, haciendo gala de sus conocimientos como corresponsal, elabora un escenario lleno de detalles curiosos, desconocidos y algunos hasta espeluznantes, de lo que puede ocurrir en los momentos más agudos de un conflicto. “Cuando una ciudad es objeto de una guerra todas las reglas de respeto desaparecen”, dice en uno de sus apartes. Ésta es la primera colección de cuentos del autor, y por el momento la última, “porque ya agotó todos los que tenía”. La primera historia, de un conjunto de seis, titula la obra; con ella el autor pretende realizar un exorcismo para que lo narrado nunca suceda en la realidad. Las otras cinco historias: “Clichy: días de 31


libros | Natalia Salamanca Sarmiento // Germán Izquierdo M. EL CERCO DE BOGOTÁ, MÁS CERCA QUE NUNCA // MEMORIAS DE LA BOGOTÁ PACATA Y CLASISTA QUE LLERAS NO QUERÍA

vino y rosas”, “Urnas, muy cerca del mar te escribo”, “La vida está llena de cosas así” y “Tragedia de un hombre que amaba en los aeropuertos” son una mezcla de narraciones, creadas en diferentes momentos de su vida, pero unidas por un mismo eje: el periodismo. En 108 páginas, el lector puede salir de Bogotá, y viajar a Francia, Argelia, Bélgica, España o el Medio Oriente. Puede, además, conocer a personajes curiosos, extraños y llenos de historias que parecieran querer guardarse para sí hasta caer en las manos creadoras de Gamboa. “Todos las historias son ciento por ciento ficticias —dice— aunque incluyo evidentemente experiencias que tuve y personas que conocí”. Vivió y se enamoró en París; supo de un árabe que viajó a la capital francesa para recuperar las cenizas de su hija y fue encarcelado; bebió unos tragos en Argel con Fergus Bordewich, redactor de la revista Selecciones, y encontró en él la historia que parecía esconderse de su compañero; conoció y amó a varias azafatas, y cree haber leído en un diario la historia de Clarita, joven de la high class bogotana traumatizada después de un rápido viaje del norte al sur de la capital. Esos momentos, que descuidadamente parecerían fortuitos, son los que el olfato periodístico de Gamboa, untado de literatura, rescata y reúne en El cerco de Bogotá, con un estilo narrativo que conduce delicadamente al lector de un lugar al otro, sin darle oportunidad de perderse en escenarios o contextos, y con una construcción elaborada de la psicología y las características de cada uno de sus personajes. En definitiva, logra meternos en el cerco invisible de sus temores.

MEMORIAS DE LA BOGOTÁ PACATA Y CLASISTA

QUE LLERAS NO QUERÍA

POR GERMÁN IZQUIERDO M.

Alberto Lleras, en la Plaza de Toros La Santamaría.

Luego de leer algunos pasajes del libro, imaginaba al hombre de cara flaca, un poco arrugada y huesos salidos; sentado en un sillón, con su gran cabeza y sus dientes separados, inclinándose un poco para atrás, cerrando los ojos, y buscando alguna figura, algún olor o movimiento. Pensaba en Alberto Lleras en el acto de recordar. Recordar es, indiscutiblemente, lo que se tiene que hacer para escribir un libro de memorias. Lo interesante del de Lleras es que los recuerdos no sólo son la memoria de un hombre sino, en gran medida, un fragmento de la memoria histórica de una ciudad: Bogotá. Él, quizá sin percatarse de ello (no lo creo), seleccionó los recuerdos que cuentan agudamente las características 32


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MEMORIAS ALBERTO LLERAS CAMARGO EDITORIAL BANCO DE LA REPÚBLICA Y EL ÁNCORA

de una sociedad en particular, las imágenes que se convierten en símbolos y que perduran. En el libro, Alberto Lleras manifiesta su posición crítica a una sociedad bogotana pacata, provinciana y clasista, inmersa en un letargo del que aún hoy parece levantarse sólo de vez en cuando, para luego volver a caer, fatalmente. La ciudad de comienzos de siglo es el escenario del libro. Los protagonistas que se mueven en ella son las damas de sociedad, envueltas en incómodos y aparatosos ajuares; los señores de sombrero y paraguas; los académicos retrógrados; los cotudos; los leprosos, los limosneros que se paraban frente a los

bancos o en los parques para pedir, con voz lastimera, una moneda o algo de comida, y los escritores del Café Windsor, que, como León de Greiff, estaban encerrados bajo los cerros y cuyos ojos ‘nunca habían visto el mar’. Lleras cuenta que caminó toda la ciudad hasta que la conoció en su totalidad. Por eso reconocía a todos los personajes que vivían en la metrópoli de edificios enanos y de calles por las que pasaba uno que otro carro. Como es bien sabido, él perteneció a la llamada generación de Los Nuevos, que era conformada por varios escritores, dentro de los que se contaban Luis Tejada, Jorge Zalamea, Germán Arciniegas y Rafael Maya. El escritor recuerda las tertulias en el Café Windsor, así como las salchichas y las empanadas rebosantes de grasa del café La Paz. También la noche de León de Greiff y las damiselas de Avignon bogotanas. Sus primeras experiencias en el periodismo también aparecen en el libro. El relato de su paso por El Espectador y El Tiempo vuelve a mostrar la calidad de la prosa de Lleras. Él se preocupa por plasmar, lo más vivamente posible, cómo era el ambiente en las oficinas de un periódico. Así, Lleras nos cuenta del “fantástico desorden de Calibán”, al igual que del piso de madera del El Espectador, que crujía cuando los dedos hundían con fuerza las teclas de las viejas máquinas de escribir. Parece que Lleras escribió sus memorias dejando a un lado la diplomacia. Ésa es, quizá, uno de los rasgos más llamativos del libro. El autor dice, por ejemplo, que el poeta Ismael Enrique Arciniegas era “un curiteño con innoble rostro de tunjo indígena y vestimenta de inglés”. En otro pasaje se refiere a la costumbre, muy colombiana, de decirle doctor a todo el mundo. “A medida que la civilización colombiana se iba haciendo menos agrícola, los curas prefirieron e impusieron el título de ‘doctor’ para ellos”. Aún hoy, la sociedad colombiana se distingue por la rara, y si se quiere risible costumbre, de llamar doctor a todo aquel que maneje un carro particular. Estas memorias solo fueron posibles cuando Lleras decidió hablar sin los tapujos y los jeroglíficos del mundo diplomático y, de paso, recordar la vida de esa ciudad —provinciana y clasista— que hoy todavía padecemos.

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cine

Colombian dream

LEY DE CINE,

EL COLOMBIAN DREAM POR ÁLVARO BOHÓRQUEZ

Colombian Dream, una de las once películas colombianas actualmente en preproducción, paró su rodaje tras un mes de filmación, porque se acabó el presupuesto. Cinco meses después, con la reglamentación de la Ley de Cine, mediante el Decreto 352, no sólo está cerca la reanudación de esta película, sino que además se vislumbra lo que podría ser el comienzo de una verdadera industria cinematográfica, siempre que los detractores de la ley no estropeen la película. La Ley 814 de 2003, conocida como Ley de Cine, es el más decidido paso desde Focine en cuanto a mecanismos que apoyan y fomentan la cinematografía en el país. Tal legislación tiene en cuenta atractivos incentivos tributarios para los inversionistas, junto con la financiación de largometrajes y cortometrajes, mediante la creación del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico, que entró en vigencia desde el 15 de marzo con un aporte cercano a los seis mil millones de pesos. El dinero proveniente de la recaudación de impuestos de distribuidores y exhibidores (8,5% del precio de la boleta) enfrenta hoy al gobierno nacional con el distrital, ya que la Secretaría de Hacienda de Bogotá demandó la ley por inconstitucionalidad, pues se opone a que estos recursos sean desviados de sus arcas hacia la cinematografía colom34

biana aduciendo que sólo se beneficiará un sector de la sociedad. Tal posición sólo puede ser calificada de miope por Felipe Aljure, director de Colombian Dream, dada la importancia del cine como bien cultural de la sociedad; por otra parte, Augusto Bernal, director de la Escuela de Cine Black María, explica la importancia del cine en términos comparativos: “Es tan simple como que la televisión es el desodorante y el cine es el perfume”. Justamente desde la reglamentación de la Ley de Cine, tres inversionistas extranjeros han fijado la mirada en el proyecto de Aljure. Colombian Dream propone una clara reflexión frente al narcotráfico y una sociedad enferma que se volvió adicta al dinero fácil. Con actores nuevos, la película se aventura en una propuesta narrativa y audiovisual diferente que, puesta en un contexto de provincia, genera un conflicto cercano para el espectador. Y más allá de ser una cinta interesante, Colombian Dream es un piloto que hace parte de diez largometrajes encaminados a iniciar el fortalecimiento de la cinematografía nacional y latinoamericana. Queda visto entonces que el cine colombiano está en condiciones de entrar a desempeñar un


cine | Álvaro Bohórquez LEY DE CINE, EL COLOMBIAN DREAM

papel importante en la oferta de productos cinematográficos destinados a las salas de cine, televisión abierta y televisión por suscripción del mundo. “Fortalecer un mercado de películas colombianas en alianza con industrias más consolidadas, como las de Brasil y México, daría respuesta a una demanda cercana a los 400 millones de hispanoparlantes en el mundo que aún no ha sido satisfecha”, dice Carolina Samper, productora ejecutiva de Colombian Dream. Cadenas de gran reconocimiento como HBO o Hallmark ya han empezado a evaluar la importancia de volcarse sobre un mercado potencial de espectadores como el latino, razón por la que se han efectuado algunas transacciones comerciales que oscilan entre los 35 mil dólares, para películas como Los niños invisibles (Colombia), y los 125 mil dólares, para otras de gran reconocimiento como Amores perros (México). Con estas perspectivas se le daría sostenibilidad económica a la industria del cine en Colombia. A este augurio se suman recientes estudios, como el de Fedesarrollo —el cual dio vía libre a la Ley de Cine—, que señala como en los últimos diez años el promedio anual de espectadores de películas nacio-

nales es de 228 mil, cifra interesante teniendo en cuenta que el promedio para las películas estadounidenses en Colombia es de 100 mil. Indiscutiblemente, responder a la demanda no es sólo cuestión de volumen, sino también de calidad, razón por la que el proyecto de Aljure apunta a recuperar el costo de las producciones en las ventas de taquilla nacionales y a generar ganancias para la reinversión a partir de las ventanas de salas de cine, televisión abierta y por suscripción. Sin duda, iniciativas como la de la Ley 814 contribuyen al fortalecimiento de una industria cultural que en Colombia ha estado sometida a la informalidad y al sacrificio de los realizadores. Y según se lee en el estudio del Convenio Andrés Bello y Ministerio de Cultura, Impacto económico de las industrias culturales en Colombia (2003): “De generar las condiciones favorables para toda la estructura, no queda más que cruzar los dedos para que la oferta seduzca a la demanda, por lo menos hasta un punto que les permita a los constructores de narrativas propias y ricas en significados desarrollarse”, Por ello quizás esta ley de cine sea el inicio del verdadero Colombian Dream, si no se queda en rollo muerto.

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homenaje / arte Manuel H

SI MANUEL H NO TE HA RETRATADO, ENTONCES... ¿PARA QUÉ HAS VIVIDO?

POR RODRIGO URREGO

A Manuel H, el veterano fotógrafo que empezó a retratar los sitios, los personajes y los acontecimientos de Bogotá desde los años cuarenta, lo acompañamos en una jornada de trabajo desde su mirador privilegiado de la Plaza de Toros de Santamaría, donde ha capturado las mejores faenas de la historia taurina, para dejar este revelador retrato. Directo Bogotá le hace un homenaje a un historiador hecho reportero gráfico que rememora sus momentos de gloria.

Un domingo cualquiera. Bueno, no cualquier domingo del año. Un domingo en que haya toros en la Plaza de Toros de Santamaría es uno de los días que más ilusión le despierta a Manuel H. Rodríguez. Nombre que puede ser tan común, pero que cuando se reduce al seudónimo ‘Manuel H’ representa el retrato de la historia de los últimos sesenta años del país. Y nunca mejor dicho retrato, pues este veterano reportero gráfico es la memoria gráfica más importante de Colombia. Cuando la Santamaría cobra todo su colorido durante los domingos de enero y febrero, la rutina se repite. Manuel H dice que se levanta temprano en un día en que la mayoría prefiere dormir hasta tarde. Con la ansiedad de quien va a afrontar el día más decisivo de su vida, busca en el armario su mejor pantalón, los zapatos más cómodos pero relucientes y la infaltable chaqueta de gamuza, ideal para los toros, porque si hace sol poco incomoda y si llueve, pues protegerá los longevos huesos de la inclemencia del tiempo y sobre todo 36


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sus pulmones, ahora algo afectados por los años y por su otrora afición a la pipa. Luego de un ligero desayuno, calcula la cantidad de rollos que va a utilizar. Dice que entre tres y cinco películas, dependiendo de la tarde (si es un cartel de grandes toreros, pues seguro encontrará grandes personalidades en los tendidos; mientras que si el cartel no genera tanta expectativa, está seguro de que su trabajo se reducirá a lo que acontezca en el ruedo). Como se considera “un poquito ordenado”, numera los rollos para usarlos en escrupuloso orden, agarra su maletín y se cuelga en el pescuezo su vida misma: una máquina de retratar, como dirían los cachacos de su época. Abandona su laboratorio fotográfico, ubicado en el segundo piso de una esquinera casa en la carrera 7 con calle 22, a eso de las diez de la mañana, y con ligereza recorre las pocas cuadras que separan su oficina de la Plaza de Toros de Bogotá. Por las calles, puede que su presencia pase inadvertida, pero cuando atraviesa la puerta de la Santamaría, su corta

figura —en la que destaca su maletín de cuero roído, su pelo alborotado y emblanquecido por el implacable paso del tiempo (corte similar al de Albert Einstein)— cobra dimensión. Mientras camina, teniendo en la mira a los seis toros que se lidiarán por la tarde, todo son saludos y abrazos y, claro, algunos posan para una foto que, gracias a Manuel H, pasará a la posteridad. El fotógrafo entra a los corrales de la plaza con la misma autoridad e imponencia que empresarios, apoderados y toreros. Fotografía a los animales y a cualquier personaje ilustre que se deje sorprender por el lente de su cámara. En el sorteo de los toros, ceremonia efectuada a las once de la mañana, se reparten los que cada uno de los toreros lidiará por la tarde. Es una ceremonia en la que fotógrafos se ausentan, pero Manuel H, desde el día en que un par de toros de la ganadería de Pueblito Español se pelearon y se mataron a cornadas, no ha dejado de asistir: “por si acaso”, afirma con la inquietud del periodista que espera encontrar la noticia de su vida, 37


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aunque ruega a Dios que tragedia semejante no se repita. Luego del sorteo, apenas pasado el mediodía, el fotógrafo regresa al anonimato, donde recobra fuerzas con un almuerzo, y luego se apresta a capturar algún instante sublime en el septuagenario ruedo de la Santamaría, sin dejar de escudriñar en los tendidos para retratar a los famosos en la barrera, como el escritor peruano Mario Vargas Llosa, que asistió a la corrida del pasado 22 de febrero, y a quien fotografió cuando el torero colombiano Ramsés le brindó la faena de uno de sus toros. Manuel H nació en Bogotá, hace 84 años, en el tradicional barrio San Diego. Su casa estaba en la carrera 13, número 25-65, frente al entonces Circo de San Diego, ubicado donde hoy se levanta la estatua de La Rebeca. Su vecindad con aquel escenario, donde se celebraban los primitivos festejos taurinos en la capital, lo aficionaron a la fiesta brava. Durante los años treinta, el Circo de San Diego era custodiado por Alberto Vega, un vecino de Manuel que trabajaba como conserje de la plaza, quien lo dejaba entrar junto con su familia. Desde entonces fue a las corridas sin pagar, pues años después, cuando no había amigo en la puerta, una cámara de fotos era la contraseña ideal. A la fotografía llegó por instinto, por intuición, casi por destinada casualidad. Todo empezó gracias a que su padrino era dueño de una tipografía. Éste lo empleó y Manuel H, que empezó como mandadero, logró convertirse a los

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22 años en tipógrafo. Simultáneamente se inició tomando fotos familiares, las cuales decidió, una vez reveladas, firmarlas con su inconfundible rúbrica. Esas fotos son las que más le gustan a él, no sólo por ser las primeras que tomó con esa cámara de cajón que le había costado dos pesos, sino por su significado. “Me encantan las fotos de familia, no porque producen algún dinero, sino por el gusto y el placer de ver una familia reunida”, dice él. “Y más me gusta verlas en un álbum familiar, un objeto más valioso que una caja fuerte, porque la caja guarda dinero, mientras el álbum conserva recuerdos”. Como aficionado de la fotografía, se inició tomando fotos taurinas en 1945, que fueron publicadas en el diario El Liberal, gracias al interés del jefe de redacción Alberto Galindo. Desde entonces llevaba su cámara a la Plaza de Toros y desde una fila décima del tendido de sol tomaba fotos en las corridas. Rápidamente fue descendiendo de localidad hasta llegar a una barrera y luego al callejón, con lo que comprobó que la calidad de sus fotos iba mejorando; desde entonces jamás abandonó el callejón de la plaza. Como nadie le había enseñado la técnica fotográfica, compró varios libros sobre el tema con los que aprendió los secretos del revelado. Al igual que los viejos periodistas empíricos, fue un autodidacta hecho “a dedo”: obturando foto tras foto. El fotógrafo no sólo se especializó en la fotografía taurina. Fue un reportero gráfico “todo terreno”, que ratifica cuando dice que “fotógrafo que se respete debe tener en su maletín botas por si le toca cubrir


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tragedias naturales; traje negro y corbatín para los eventos especiales y chaqueta de gamuza para los toros”. Por eso su laboratorio no sólo es un museo taurino, sino un museo de interés general. Allí se encuentran fotos de los personajes más ilustres de la nación: presidentes desde el año 1945, escritores, periodistas, políticos en campaña, artistas, reinas de belleza, papas y, claro, toreros. Fotos de momentos históricos, como el Bogotazo; las jugadas de los futbolistas Di Stefano, Pedernera y Rossi cuando vestían los colores del Millonarios, del Dorado; posesiones presidenciales; la llegada al país de Luz Marina Zuluaga, y tragedias de aviación. Pero las fotos con las que más disfruta son las taurinas. Precisamente, tomando fotos en la Santamaría, su firma se hizo famosa. Sobre todo gracias a una de sus magistrales obras: la foto de Manolete. En 1946 la afición taurina se estremeció por el anuncio de la actuación de Manuel Rodríguez Sánchez ‘Manolete’. Sin embargo, en su última tarde en Bogotá, ‘el monstruo’ no contó con suerte. Tras la muerte de uno de sus toros, el torero se fue al callejón y allí se recostó sobre las tablas. Su rostro reflejaba tanto dramatismo que causó impacto, y cuando y cuando el torero murió corneado tres meses después, esa foto premonitoria le dio la vuelta al mundo. Pero las fotos que lo consagraron en el periodismo fueron las del 9 de abril de 1948, en el llamado Bogotazo. El fotógrafo ya había tenido la oportunidad de tomarle fotos a Jorge Eliécer Gaitán cuando éste se dirigía a sus simpatizantes en pleno centro de la ciudad.

Suya es una foto en la que Gaitán, desde el balcón de su oficina, apretaba el puño derecho y su rostro reflejaba la fuerza oratoria que lo caracterizó por años. Ese gesto inmortalizó al caudillo liberal, y hoy, además de encontrarse en el archivo de ManueH, continúa levantado en un busto en la plaza principal del populoso barrio La Perseverancia de Bogotá. Aquella mañana del 9 de abril de 1948, el fotógrafo, como de costumbre, se encontraba en el Café Colombia, cafetería en la que solían reunirse los aficionados a los toros con el único pretexto de tertuliar sobre corridas históricas. El café se encontraba situado sobre la carrera séptima entre calles 14 y la avenida Jiménez, justo frente al Edificio Agustín Nieto, donde Jorge Eliécer Gaitán tenía su despacho. Él estuvo en el café hasta la una de la tarde y se fue para su casa del céntrico barrio La Concordia. Un cuarto de hora después, Juan Roa Sierra disparó contra el caudillo. Antes de entrar a su casa, escuchó la noticia en el radio de una tienda vecina, sintonizado en la emisora Santa Fe. Por instinto y sin calcular los riesgos, sacó su cámara y regresó a la calle. La primera foto que tomó fue en la carrera 7 con calle 12. Allí se encontraba la turba enardecida. Una treintena de personas, vestidas de saco y corbata, y algunos con el tradicional sombrero, armadas con martillos, cuchillos, puntillas y todo tipo de herramientas que en ese momento de efervescencia se convirtieron en letales armamentos. Los rostros fotografiados reflejan el dolor, el drama y la necesidad de vengar la muerte del caudillo.

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Luego, el fotógrafo se fue a la Clínica Central, donde se encontraba refugiado en uno de sus cuartos el cuerpo de Gaitán. Y allí, otra foto para la historia. Tres enfermeras rodean el cuerpo inerte, arropado y con la cabeza vendada, salvo su cara. La cabeza del caudillo reposa, no sobre la almohada de la camilla, sino sobre las manos de una de esas enfermeras que parece levantarla levemente, seguro para colaborarle al fotógrafo. Junto a las enfermeras, se encuentra el galeno que nada pudo hacer para salvar la vida de Gaitán. Manuel H de la clínica se fue a la Plaza de Bolívar, donde según decía la multitud, frente a la puerta del Seminario de San Bartolomé, estaba tirado el cuerpo de Roa Sierra. Tomó cuatro rollos (cada uno tenía, en esa época, espacio para diez o doce fotos) cuando a las cinco de la tarde el cielo desgarró su furia y su agua sobre la ciudad, por lo que el fotógrafo se guareció en su domicilio. “Al día siguiente —dice— salí a tomar fotos de las ruinas. Las calles estaban casi abandonadas. Me encontré con el Hotel Granada quemado, al igual que la Iglesia del Auspicio y varios vagones de tranvías hechos cenizas. Bajé al Cementerio Central y caminé entre cientos de cadáveres. Pero había uno desnudo. Me impactó por su estado. Busqué a los médicos y agentes forenses, quienes procedieron a tomar las huellas para identificarlo. Mis sospechas fueron ciertas: se trataba de Juan Roa Sierra”. Aquella foto de Manuel H causa impacto, mucho impacto. Sólo una tela blanca cubre gran parte del pecho del asesino de Gaitán, y desciendo hasta sus rodillas. De su cuello cuelgan dos corbatas, salvo que el nudo está más apretado de lo normal. Su cuerpo está totalmente embarrado y su cara es el reflejo de la ira desatada por los partidarios de Gaitán. Sus facciones son irreconocibles, producto de la golpiza de que fue objeto, y da la sensación 40

de tratarse de un cadáver encontrado tras años de muerto y no de menos de 24 horas. Entre aquellos hombres que rodeaban lo que fuera en vida Juan Roa Sierra, se encontraba un periodista de El Espectador que se percató de la existencia de un fotógrafo novato. Le solicitó a Manuel H que le facilitara el material. Él accedió de inmediato y sin poner ningún obstáculo. Le entregó el rollo y no recibió ni un centavo a cambio. “Mi problema es que no mido cuánto me va a producir una foto, sino que la hago por el placer de tomarla”. Sin embargo, la recompensa para él llegó pronto. El periódico publicó la foto y desde entonces se convirtió en reportero gráfico de la nómina de El Espectador. Allí estuvo hasta 1952, cuando pasó a las filas de El Tiempo, donde se mantuvo como colaborador hasta 1992 cubriendo noticias de interés nacional. También se desempeñó como fotógrafo oficial de las candidaturas presidenciales de Luis Carlos Galán y Virgilio Barco Vargas. Recorrió todo el país con los candidatos cubriendo la información gráfica. Recuerda una foto que immortalizó el rostro sonriente de Galán, de dos metros, que se encuentra en su estudio y que jamás han venido a ver los miembros de la familia del líder santandereano tristemente asesinado en 1989. Un homenaje que el fotógrafo le quiso hacer al candidato. Hoy, tras más de sesenta años entre cámaras, rollos, negativos, químicos de revelado y fotografías, Manuel H conserva su carácter alegre y sencillo. Su humildad y calidez son las virtudes que más fácilmente saltan a la vista. Su vida se concentra en el estudio del centro de Bogotá, un laboratorio que


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se ha convertido en uno de los principales museos visuales del país. Si bien poco promocionado, es muy visitado por periodistas y turistas que buscan ver en imágenes la verdadera historia de la nación, no la que cuentan los editoriales de los periódicos, sino la de un testigo privilegiado de la pequeña y la gran historia del país. En ese estudio, en compañía de su hermano Jaime y su hija Margarita, atiende a la clientela que mientras manda revelar un rollo o se toma fotografías para documentos pasea su mirada por la colección de miles de fotografías del legendario fotógrafo. Se podría estar hablando de un hombre rico y adinerado, pero la fotografía le ha dejado apenas algo más de 600 mil negativos. Ni siquiera su laboratorio, porque desde hace más de cincuenta años lo tiene en arriendo. Y es que, como bien dice el periodista Víctor Diusabá, “Manuel H nunca ha cobrado una foto porque el hombre es historiador y no tiene por qué saber nada de negocios”. Ni negociante ni mercenario. Así es Manuel H, un historiador. Se conforma con ser un hombre feliz porque encaminó su profesión de la manera más noble posible, por hacer un bien cultural a la sociedad que poco le ha dado. Tiene la virtud de caerle bien a la gente y de no tener reparo de saludar a un mendigo o al presidente de turno. Todas las noches se acuesta (temprano porque no es rumbero) con la conciencia tranquila, pues su archivo sigue aumentando, así como el cariño y el respeto de la gente. Poco amigo de las cámaras digitales, automáticas y de gran tecnología, prefiere seguir tomándose su tiempo en cuadrar el rollo, correr el carrete y disparar

una foto. Sin prisas. Ha sido blanco de muchos galardones y reconocimientos, medallas al mérito y condecoraciones de todo tipo. Pero todavía, en lo más profundo de su silencio, aguarda el homenaje que más añora: que un torero le brinde una faena en la Plaza de Toros de Santamaría. Mientras llega ese brindis, continúa levantándose con ilusión los domingos de corrida. En el callejón se codea con reporteros que lucen sus ostentosas cámaras digitales, y para los que la corrida termina cuando las mulillas arrastran el último toro, poco después de las seis de la tarde. Para el fotógrafo, en ese momento, la corrida va por la mitad. Tiene que llegar a su estudio, y como se considera “un poquito ordenado”, organiza los rollos con sumo escrúpulo. Al día siguiente los revela, los clasifica y los enumera, dejando escapar alguna sonrisa cómplice cuando una de sus fotos le hacen recordar la gran faena del domingo anterior. En esas lleva cincuenta años, caminando de su casa al estudio, del estudio a la plaza, de la plaza adonde su lente y su intuición lo lleven. Prefiere caminar, y por eso su espalda se mantiene recta y sus pasos todavía se conservan ligeros, aunque alguna que otra vez le gusta tomar el TransMilenio, porque de seguro le permite recordar la época en que de niño se montaba al tranvía que manejaba su padre. Pero si quisiera recordar la historia de su vida sólo es necesario quedarse en su laboratorio y repasar su, nunca mejor dicha, memoria fotográfica, y ver cuántos colombianos ha retratado. Porque como dice el cartel de la puerta que despide la clientela de su laboratorio: “Si Manuel H no te ha retratado, entonces... para qué has vivido”.

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televisión TelePaís

LA “PATADITA

DE LA BUENA SUERTE”

La cámara registra en una panorámica a la multitud frenética que siempre lo espera en la plaza más apartada del país. Alza el brazo con fuerza para guiar a la masa que se balancea y exacerbada grita al unísono: “¡Entusiasmo!”. Pero ahora los intereses de “don Jorge” no sólo apuntan a llevar entretenimiento a las zonas más populares del territorio nacional, sino que se la juega con una peculiar propuesta informativa que, en el poco tiempo que lleva al aire, deja serias dudas sobre la calidad de producción del único canal que podía perfilarse como competencia frente a los canales privados. Con la apertura de la licitación realizada por la Comisión Nacional de Televisión, en junio del año pasado, se puso en marcha el plan de salvamento del Canal Uno. Así, los consorcios resultantes de la unión de NTC con Colombiana de Televisión, Jorge Barón con Sportsat, RTI con Programar y CM& independiente se hicieron acreedores a los espacios del canal y desde el 1 de enero le dieron una nueva imagen a sus franjas de emisión. Seis meses antes habían presentado sus propuestas ante la Comisión, en la que cada consorcio tendría derecho a 32 horas de transmisión semanal y a la realización de un noticiero o de un programa de opinión, por un período de diez años. De esta manera, la Comisión procedió a revisar las propuestas y luego a calificarlas. En la primera calificación figuraba a la cabeza NTC y su asociado. Lo seguían CM&, RTI asociado con Programar y en la cola estaba Jorge Barón Televisión. En una segunda calificación, un comité especializado designado por la Comisión realizó un estudio más cualitativo y, por lo tanto, más subjetivo que, sorprendentemente, puso a Jorge Barón de tercero, haciendo a un lado a RTI, que había 42

POR LILIANA SILVA

tenido mejor calificación en el primer estudio, y que lo dejó muy cerca de CM&, del cual lo distanciaba una significativa cifra en la primera calificación. Por su parte, NTC de Daniel Coronell seguía en la punta. Así, la situación de Jorge Barón y su programadora cambió de la noche a la mañana, gracias a una mágica “patadita de la buena suerte”, que nadie sabe quién dio o quién patrocinó. El hecho es que Ricardo Alarcón y Augusto Ramírez, de RTI y Programar, el 7 de octubre, cuando se hizo la adjudicación, se sorprendieron al ver cómo le entregaban a Jorge Barón y a Sportsat los espacios a los que ellos aspiraban. Ante los resultados, Daniel Coronell propuso a los otros concesionarios que realizaran una fusión entre programadoras —unificación de infraestructura, recursos y programación— para que el canal pudiera tener mayores posibilidades de competir con los canales privados. Pero esta vez Jorge Barón y su socio Augusto López dieron un no rotundo. Manejarían su franja independientemente, lo que acabó con las intenciones de las otras programadoras. “Ya se habían realizado los estudios de viabilidad, el canal tendría pérdidas durante los dos primeros años, pero la única manera de salir a competir era mediante la fusión; Jorge Barón dijo no y respetamos su decisión”, dice Jorge Acosta, gerente de Noticias Uno, espacio que pasó del diario a los fines de semana. López y Barón justificaron su posición aduciendo la falta de un inversionista extranjero, que invirtiera suficiente capital para que el canal fuera rentable.


televisión | Liliana Silva LA “PATADITA DE LA BUENA SUERTE”

Las otras programadoras, aunque marchan individualmente, no descartan una futura fusión y desde ahora realizan ligeros intercambios entre los espacios. “Así, gradualmente, se estructurará una programación más acorde entre franja y franja, para que a nivel de formato no sea tan desigual”, dice Germán Ortegón, gerente de CM&. Pero con todo y el mal sabor de boca que dejó la decisión de Barón en el consorcio, el Show de las estrellas y el noticiero Telepaís son los programas del canal que gozan de la mayor audiencia.

A LA HORA DE… LA TRANSMISIÓN Con Maritza Rubio, Néstor Morales e Iván Mejía como presentadores, el informativo de Jorge Barón Televisión alcanzó durante las dos primeras semanas de emisión el mejor puntaje entre los programas de Canal Uno, en la franja 6:30 a 7:30 p. m., en los últimos cinco años. Período en el que Noticias Uno, de Daniel Coronell, sólo alcanzaba 0,5 en el registro Ibope. Incluso el nuevo informativo algunos días superó a CM& y a Noticias Uno, noticieros transmitidos por el mismo canal. Así, los productores de Telepaís recibieron una satisfactoria respuesta por parte de la audiencia y reafirmaron su deseo de mostrar y exaltar la mejor cara del país: “El realzar las buenas noticias alienta un espíritu que se vive en el noticiero; obviamente, no olvidamos la difícil realidad”, dice el periodista

Eccehomo Cettina, editor general de Telepaís. “El enfoque nos permite estar conectados más con la gente, con lo social. Así nos apartamos de los intereses que rigen la construcción de la agenda en los medios privados. Y como no hacemos parte de los oligopolios, gozamos de más independencia”. Aunque la propuesta ha sido aceptada por la audiencia y por un público específico, ya fuera por su carácter innovador o por la capacidad de arrastre que puede realizar el show sobre noticiero, las críticas no se hicieron esperar. El primer choque fue por el formato utilizado, pues la estética del informativo se acerca mucho a la del escenario del famoso show: las imágenes del Show del recuerdo, la cortinilla de Jorge Barón Televisión y su música parecen estar estancadas en los años ochenta. Además, el noticiero incurre en muchos errores técnicos y la calidad de los informes es bastante regular. En cuanto al programa de periodismo investigativo de la franja, el tratamiento poco riguroso de la crónica deja mucho que desear. La presentadora —por cita un ejemplo— no tiene reparo alguno en cerrar una historia sobre fabricantes de ataúdes metida en un féretro y fingiendo ser drácula. Los tiempos han cambiado y es imposible seguir con la concepción de la televisión de hace veinte años. Las audiencias cambian y, asimismo, las narrativas deben hacerlo al mismo ritmo. La parrilla de programación, finalmente, no es la mejor. Está completamente desarticulada en cuanto a formatos y a estilos. “Jorge Barón sigue pensando que se lanzó a su propia aventura sin pensar en colectivo”, dice el crítico de televisión Omar Rincón. Aunque se acepte que la programadora cuenta con una propuesta válida, donde se ven reconocidas las distintas regiones del país, con una trayectoria que nadie niega, y con la misión social que tanta falta les hace a los otros canales, el problema radica en la falta de una propuesta innovadora de programación integral, con mayor calidad de producción, que tal vez sólo sea posible mediante la fusión. Pero mientras subsistan los egos y las mezquindades de algunos empresarios que sueñan con sus propios emporios, trabajar en grupo y programar con un sentido de canal será un imposible. 43


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