Tu carne, tus huesos

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TuCarne

Huesos

tus

DIEGO RODRÍGUEZ


Carne,

Tu

Huesos

tus

Y tú corrías, corrías, y corrías.
 Ya habías avanzado un gran tramo antes de comprender por qué lo hacías. De pronto, empezaste a ser consciente de los eventos previos a los violentos y veloces pasos que dabas.

Ibas en la camioneta con papá y el resto de los vecinos que habían evacuado los soldados. Tormentas así no se pueden ignorar. Les dijeron que tomaran pocas pertenencias importantes y subieran en veinte minutos a la camioneta que esperaría en la esquina de la calle. Odias esas camionetas, de esas vagonetas con varias filas, sólo eran espaciosas cuando no iba mucha gente, pero ir en los lugares de atrás era realmente incómodo. Nunca has sido un chico tonto, así que aprovechando tu supuesta caballerosidad, ayudaste a subir a las vecinas primero, para que las filas de hasta atrás, las más incómodas, se llenaran y pudiera tocarte unas de las de adelante. Sorpresivamente funcionó a la perfección, quedó una fila para ti y papá. 
 Sólo llevabas una maleta con ropa y documentos importantes, y a Barrabás, tu vieja guitarra acústica Yamaha C40. No era especialmente bonita, pero con ella habías hecho cosas especialmente bonitas. Era el tipo de guitarra que los padres les compran a sus hijos para que se les pasara su etapa de querer tocar algún instrumento, sabiendo que pronto lo olvidarían. Pero no. La música y tú se habían aferrado el uno al otro como el pellejo a la carne, firmemente unidos. Para separarlos, había que tirar, había que arrancar, había que causar dolor. ¿Cómo no ibas a llevarte a Barrabás? Ni siquiera preguntaste a los soldados si podías subir con el es1


tuche de la guitarra, simplemente lo hiciste descartando que pudiera ser incorrecto. Primero subió papá, luego tú, quedando más cerca de la puerta. Y ahora, que corrías solo y sin parar, comprendiste que aquello fue importante.

La camioneta arrancó y comenzó a dirigirse fuera del pueblo. Condujeron por casi tres horas antes de que todo comenzara. En la vagoneta reinaba el silencio, todos estaban cansados por la violenta noche que la tormenta había causado. Pero no sólo eso. Desde hacía dos años, desde que murió mamá, papá se había vuelto todo un parlanchín. No paraba de hablar, por lo general haciendo chistes ridículos de la situación, sin importar cuál fuera. Sin excepción. Por más tontos que fueran sus chistes, su actitud tan alegre y enérgica hacía imposible que no te divirtieras con ellos. Papá era tan alegre. Papá era un buen hombre. Pero, por alguna razón, papá no hablaba. Iba callado mirando la carretera por el parabrisas. 
 Y ahora, que corrías acaloradamente y sin parar, interpretaste aquel silencio como la calma antes de la tormenta.

El silencio y la camioneta avanzando te arrullaron lentamente y tras una hora de camino te quedaste dormido apoyando tu cabeza contra la ventana y abrazando a Barrabás. Casi dos horas después te despertó el asombro de los vecinos que iban en la vagoneta. Todos miraban por la ventana, asombrados. Te asomaste. Iban en tu parte favorita de la carretera norte. Un camino en línea recta, rodeado por el campo abierto que se extendía a lo lejos, la mayoría era plano, pero de vez en cuando había una u otra colina. En el cielo, estaba el espectáculo que tenía asombrados a todos. A significante distancia uno de otro, había, detrás de las nubes, resplandores azules. Era un efecto extraño, como el que crea por un instante el rayo al relampaguear dentro de la nube, pero este resplandor era diferente, era continuo, constante, como si hubiese un foco color azul detrás de las nubes y la luz palpitara lentamente. Había unos veinte repartidos por el cielo del tramo de la carretera en el que iban, pero te pareció ver aparecer más en el cielo del profundo horizonte. Era extraño, sí, pero en las noticias habían hablado de extraños fenómenos meteorológicos los siguientes días. ¿De qué servía preocuparte? ¿Qué ibas a ha2


cer? ¿Mover las nubes? No había nada que se pudiera hacer, sólo admirar, ya que a decir verdad, era sumamente hermoso. 
 Y ahora, que corrías sin parar y tus piernas gritaban de dolor, caíste en la cuenta de lo peligrosas y destructivas que podían ser las cosas hermosas.

Papá hizo un comentario gracioso, sorpresivamente. Sólo ese día había estado serio. Es más, sólo había estado serio y callado durante el viaje en la camioneta. Sin embargo, aquel comentario te sacó una sonrisa sincera y alegre. Te diste cuenta de que, aunque sólo fuese por unas horas, extrañaste a tu papá divertido mientras estuvo serio.
 Y ahora, que corrías sin parar y con linfa y sangre suya salpicada sobre tu cara, lo extrañaste más que nunca.

Papá y tú se habían separado para cada uno para ver por la ventana de su lado correspondiente de la camioneta. Quizá eso te salvo. Tras la sonrisa que te arrancó su comentario gracioso, él volteó a verte para asegurarse de que estuviera ahí. Siempre se aseguraba que la sonrisa estuviese ahí. Se miraron a los ojos un segundo que pareció eterno gracias a lo que sucedió en los dos siguientes. En el primer segundo, se miraron con amor y cariño como cualquier padre e hijo que pasaban un buen rato. En el siguiente segundo, notaste un cambio en el aire, se sentía más espeso, más grueso, algo cambió. Sólo fue un segundo, pero fue tan lento y pesado que te diste cuenta de aquel cambio en el aire y alcanzaste a desconcertarte. En el tercer segundo, todo comenzó. Un resplandor, una salpicadura, calor, la camioneta tembló violentamente, la Tierra se sacudió. Una fuerte sacudida, golpes, giros. Alto.

No perdiste el conocimiento. Cerraste los ojos y no te enteraste de lo que había pasado hasta que los abriste. La camioneta estaba de lado, había fuego cerca de ti. Trataste de ver qué había pasado, en pánico. Pero desde tu punto de vista, la escena era incomprensible. Te moviste lentamente, y te quitaste el cinturón de seguridad. Te arrastraste hasta el techo y trepaste por lo poco que quedaba de él para sa3


lir a la carretera. Al arrastrarte por el asfalto, pasaste una mano cerca de tu campo de visión y te diste cuenta de que habías perdido el meñique izquierdo. Se escuchaban ruidos extraños a tu alrededor, tanto lejos como cerca. Había relampagueos y ráfagas de calor cercanas, pero tú aún no levantabas la vista.

Algo dentro de ti te detenía de mirar hacia arriba y enterarte de lo que pasaba. ¿Porqué no quedarse feliz en la ignorancia? Quizá la verdad esté llena de sombras terribles y profundas. Quizá el conocimiento nos haga infelices. Pero de pronto, la parte más humana de ti te hizo querer saberlo. Para resolver todo este dilema mental sólo fueron necesarios cuatro segundos. Para el quinto segundo, ya te estabas incorporando lentamente.

Al levantar la vista y ver la escena que tenías a tu alrededor, lo comprendiste: Dios existe. 
 Desde el cielo, desde los extraños resplandores que había tras las nubes, caían relámpagos, o al menos a eso fue a lo que tu mente los asimiló en ese momento. Con fuerza y truenos como rugidos terribles, caían rayos rectos del cielo. No eran relámpagos de forma imprecisa, como si fueran ramas de un árbol, como los de las tormentas normales. No, estas eran líneas rectas y continuas de luz, y duraban más que un relámpago, algunas hasta varios segundos. Al ver todo esto, líneas de electricidad cayendo violentamente del cielo hasta donde se extendía el horizonte, lo comprendiste. No era sólo fuerza, ruidos y fuertes relampagueos lo que había ahí. Había algo mayor. Había furia y enojo. Había un condena escrita en cada rayo. De pronto, una certeza nació en ti sin explicación aparente: Dios existe. Casi nunca pensabas en Dios, no es que no creyeras en él, pero no eras religioso, sólo te preocupabas en ser buena persona. Pero, en aquel momento, lo supiste: Dios existe. No sabías explicar el origen de aquella certeza, pero era inquebrantable. No lo creías. Lo sabías.

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Viste las otras camionetas que iban evacuado detrás de ustedes y viste cómo a dos les caían casi al mismo tiempo un rayo recto. Cuando el resplandor se apagó, sólo quedaba una camionera rota y chamuscada. Viste que a la mayoría de las camionetas ya les había caído un rayo y de pronto lo comprendiste. Voleaste tu cabeza y miraste la camioneta destrozada que tenías frente a ti, la camioneta en la que ibas. Corriste a ver el interior, a ver a quién podías ayudar.

Pero dentro no había nadie a quién ayudar. Al asomarte te encontraste con la mayoría de la camioneta chamuscada o ausente. Y salpicaduras. El único rastro que quedó de los pasajeros eran violentas salpicaduras de sangre en lo que quedaba de la camioneta. Te diste también cuenta de que, de un modo u otro, Barrabás estaba intacta, salvo por algunas manchas. Horrorizado ante aquella escena y casi por inercia, tomaste a Barrabás y la abrazaste contra tu pecho mientras retrocedías.

Los rayos seguían cayendo y de pronto dejaste de ser aquel muchacho arrogante de diecisiete años. Dejaste de ser el culto muchacho que conocía de filosofía, había leído tantos libros y tenía pocos amigos porque a la mayoría de la gente la consideraba tonta o vacía. Dejaste de ser aquel joven que tras la muerte de su madre comenzó a endurecer su corazón y hacerlo fuerte. De pronto, volvías a ser aquel muchacho perdido en el hotel a los siete años sin poder encontrar a su familia ni hablar el idioma de quienes lo rodeaban. De pronto, en tus ojos comenzó a llover y en tu corazón comenzó un diluvio enorme e incomprensible. Aterrado, te colgaste a Barrabás en la espalda y corriste. Corriste, corriste, corriste.

Corriste hasta el punto donde estabas ahora, repasando todo. El pánico había pasado y aquel momento de desesperación terminó siendo otra capa de piedra sobre tu corazón, haciéndolo más duro y resistente. Tus ojos se habían secado, al igual que tu corazón. Corrías tan rápido y que te sorprendiste tarareando “La Mi5


sión” de Ennio Morricone en tu mente. Habías entrado en un estado mental extraño. Te habías concentrado tanto en huir que se volvió tu única prioridad. No sabías a dónde corrías, no sabías cuánto tiempo tenías corriendo. Los relámpagos rectos seguían cayendo a tu alrededor, pero tú no sabías en qué o quién caían. Tú sólo sabías que corrías, corrías, corrías. Quizá ese fuera un lugar seguro en donde resguardar tu mente. Había pasado algo horrible, eras huérfano ahora. Estabas herido por dentro y fuera. Tu mente tenía que refugiarse del dolor. ¿Qué hizo? Se preocupó por correr, correr, correr.

De repente, algo entró dentro de tu campo de visión moviéndose rápido. Te sorprendió y chocaste con él. Mejor dicho, con ella. Ambos chocaron por ir distraídos o muy concentrados en huir. En el piso, la miraste a los ojos. Y la reconociste. Era ella, la única chica de la escuela que había captado tu atención. Tú, que te habías vuelto un justificado prejuicioso, te habías fijado en una chica y una chica solamente. Era hermosa, aún mientras los rayos caían con violencia por todos lados. Sus ojos eran verdes como bosques para perderse, sus labios eran rojos como fresas para morder, su cabello era negro como noche para soñar. Tú no creías en coincidencias, era realmente extraño encontrarla así, a ella específicamente. Creíste que era un error, pero después te diste cuenta de que en aquel lugar, en ese momento, no podías estar más equivocado.

Ella te sacó de tu refugio mental. Ahora empezaste a poner atención a lo que pasaba a tu alrededor. Las nubes se habían tornado más oscuras. Hacía más calor. Estaba lloviendo un poco. Estabas al lado de una colina baja. Miraste su cabello, húmedo y alborotado. No podías dejar que nada le pasara. De pronto tu cabeza empezó a trabajar con velocidad. La tomaste de la mano y se levantaron. Comenzaste a correr, pero ahora poniendo atención a tu alrededor, buscando algo. Su pánico era tal que automáticamente te empezó a seguir, sin preguntar. De pronto reconociste aquella parte de la carretera, que tanto te gustaba. Encontraste otra coincidencia en la situación y decidiste ignorar tu incredulidad y sacarle provecho a aquello. Corrieron, pero ahora sabías a dónde ibas. Rodeaste la colina, recordan6


do un hoyo, casi como un túnel, en ella que siempre veías cuando papá te llevaba a cazar y viajaban por aquella carretera.

Lo encontraste. Justo como lo recordabas de lejos, un túnel horizontal cavado en la colina que parecía profundo. Estando cerca te diste cuenta de que era un poco más chico de lo que parecía y más profundo de lo que imaginabas. Cabían si entraban agachados y tenía unos cinco metros de profundidad, era como una pequeña cueva. Le dijiste que entrara y lo hizo sin dudar, después entraste tú y se resguardaron de Dios que estaba afuera. Se sentaron en la tierra de la pequeña cueva, quedando algo apretados. Estaban cansados. Se quedaron en silencio, respirando agitadamente. Hasta que estuviste quieto pudiste sentir cómo retumbaba el suelo cada que se veía un relampagueo afuera. Era un golpe terrible y potente, como si martillaran la Tierra entera.

De pronto, escuchaste unos débiles sollozos a tu lado. Levantaste la cabeza y viste que lloraba tapándose la cara con las manos. Era un llanto profundo y sincero, proveniente del miedo y la incomprensión, un llanto de impotencia. Al verla así, la capa de la piedra en tu corazón se agrieto un poco, dejando asomar algo. Ella seguía llorando con una tristeza profunda. La piedra en tu corazón de quebró un poco más y aquello que se asomaba pudo hacerlo mejor. Era algo que creías haber olvidado, cuando lo único que hiciste fue esconderlo en un rincón de tu corazón donde no pudieras verlo. Sacaste a Barrabás de su estuche y te la pusiste en las piernas con dificultad debido a lo pequeño que era el túnel. Dejaste la guitarra ahí y de cerraste con fuerza los ojos mientras sus sollozos martillaban con fuerza la piedra, liberando tu corazón. Los relámpagos afuera se estaban haciendo más fuertes y terribles. Ella seguía llorando.

De repente, toda la piedra alrededor de tu corazón se partió. Se liberaron cosas que tenían mucho tiempo encerradas. La miraste y a tu mente llegaron canciones que le habías escrito. Canciones que sólo habían escuchado las paredes de tu habitación. Algunas que sólo lo habían hecho las paredes de tu corazón. 7


Y así, lentamente, empezaste a tocar. Al principio, ella no lo notó por el ruido de la lluvia y los truenos. Pero después, detuvo sus sollozos y levantó la cabeza. Ella obviamente nunca había escuchado tus canciones, apenas se hablaban ustedes dos. Pero tú la admirabas en secreto, y habías escrito canciones sólo para ella. Y de alguna manera, una parte de ella lo supo, supo que eran para ella y nadie más, como tu corazón. Y tú tocaste y cantaste. Tocaste para ella con todo y que la falta de meñique te limitaba un poco. Tocaste para ella con todo y el calor que se empezó a sentir cada vez más. Tocaste hasta que los trozos de piedra que quedaban en tu corazón se fundieron. Tocaste hasta que el intenso calor de afuera quemara tu piel y tu carne y tus huesos.

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