Por el foro del Trajano

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por el foro de trajano Relatos y digresiones


por el foro de trajano Relatos y digresiones

J. G. Cano

MĂŠxico, 2014


POR EL FORO DE TRAJANO Relatos y digresiones © Jorge Guillermo Cano Tisnado

Servicios Editoriales Once Ríos, S.A. de C.V. Calle Río Usumacinta, 821 Col. Industrial Bravo, Culiacán, Sin., Tel. 01 (667)122950 Diseño de portada: Eduardo Cano Félix Diseño editorial y selección de ilustración interior: Leticia Sánchez Lara Primera edición, junio 2014 isbn: 978-607-9128-95-1 Prohibida su reproducción por cualquier medio sin la autorización escrita del autor y del editor. Impreso en México Printed in Mexico


Contenido

El Plymouth gris Las violetas de Urcelay Mañana será otro día Las brujas Albatros Contingencia Así se siente Que se me caiga encima El abuelo Por el Foro de Trajano Fermín Galero ¿A qué vas? Entre libros César Un plan perfecto Los ecos Tessier Por ahí andan Así hablaba Jeremías Conocidos El barrio de San Miguel Frente al mar Un trabajo así

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La gran batalla Una nadada En tu día Aquellas luces extrañas La consulta Otra vez, la lluvia El corredor Una de gestos Tránsfugas ¿Para ir al cielo? Una de buscar… Miedos Relojes La importancia de ser nadie Diez de mayo No hay lugar Los libros que se van…

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El Plymouth gris

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a Zona Norte de Tijuana, donde alguna vez campearon los Plata y, cerca, muy cerca de “la línea”, estaba un estadio de béisbol donde se jugaba con desparpajo (seguido había pelotas que pasaban de “mojadas” al otro lado) ya no es lo que era, lugar común pero decidor y más si ustedes lo hubieran visto. Por la avenida Efe vivía mi tío Antonio en una pequeña casa, de madera en su mayor parte, y ahí llegaba yo siempre con el pretexto de vacaciones. La cortedad de mi vida transcurrida me permitía soportar la evidente molestia de mi hospedero un tanto obligado. Al tiempo encontré bastantes similitudes con mi propia actitud frente a las visitas. Si oportunidad tenía de un ostracismo un tanto raro, pero necesario a mi modo de ver, y de una voluntaria reclusión que implicaba alejamiento, curiosamente en una clara cercanía por la estrechez de los espacios, no había incomodidad alguna y el mundo podía pasar frente a mi puerta, siempre y cuando no tocara. Lo mismo le pasaba a él. Había una gran extensión al oeste de esa calle, la avenida Efe, de un terreno baldío seco y duro, plano y por lo mismo bastante propicio para que yo aprendiera a manejar en un viejo Plymouth de mi primo Toño, que dejaba arrumbado en la línea de la acera. Localicé las llaves colgadas de un perchero, las tomaba y arrancaba en dirección al mar, sin peligro de atropellar a alguien porque aquello era un desierto a unas cuadras de la vida. Iba y venía en todos sentidos, 11


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primero entre brincos al quitar el pie del embrague y, poco a poco, con suavidad. Cuando recuerdo esos momentos es que me rondan esporádicos destellos de felicidad, fugaces pero ciertos. Por alguna razón, padezco de una terrible condición: la incapacidad de ser feliz. De modo que sólo es a retazos, relámpagos, instantes efímeros, la mayoría casi insignificantes, que me concilio con el mundo. Se diría que es un rasgo familiar, a juzgar por los signos que, como en el caso de mi tío, recurren. Pero no lo creo. Más bien pienso que es una condición de humanidad que todos, en alguna medida, padecemos. El problema es que hay casos agudos, como el mío. Por otra parte, no deja de ser singular que, en tales casos, la gran mayoría de las personas que nos rodean no se dan cuenta. Probablemente por la carga que ellos mismos soportan, que les impide sopesar con justeza la situación de los demás. Sucede, entonces, que cada quien se encierra en su mundo, pero (ahí está lo pernicioso del asunto) tratan a los de enfrente como si estuvieran obligados a ser imágenes casi idílicas de la convivencia humana. Eso se puede tornar repugnante.

Al sur de la casa había un callejón donde vivían trabajadores que, en “la línea”, cargaban camiones de lo que fuera. Eran de agencias aduanales, a las que también acudían los dos empleados del pequeño despacho de contaduría, habilitado al frente de la casa, que habían instalado mis primos


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Toño y Fernando. El espacio era muy reducido y no apuntaba a lo que después sería un negocio de suyo exitoso. Por lo pronto, los auxiliares obtenían ingreso extra por las tardes. Recuerdo que entonces yo cruzaba “la línea” con ellos sin necesidad de mostrar documento alguno. Fue en el callejón que menciono donde apareció un día muerto uno de los vecinos, lo que en aquellos tiempos fue un acontecimiento local y estatal y hoy sería cosa de risa, nota de relleno si no hubiera más. Elías se llamaba, y era un mozalbete relativamente famoso en el barrio porque se decía que vendía marihuana que de Culiacán le llegaba en un “tres estrellas”, la línea de transporte foráneo que entonces “rifaba”. Como yo soy de Culiacán, el resto de la pandilla tenía hacia mí una actitud que fluctuaba entre la indiferencia fingida, la curiosidad y la precaución que, por momentos, se vestía de una preocupación innecesaria. — ¿Ya fuiste a ver? Me inquirió mi prima, temerosa del cuadro posible, pero llena de curiosidad. — Voy, le dije. No era mucho lo que había que ver y menos cuando yo venía de una ciudad que ya empezaba a justificar la fama que, unos años después, tendría. En mi pueblo, para llamar la atención, se tienen que matar, por lo menos, diez de un jalón y cualquier caso por debajo de ese estándar carece de interés. Al muerto, estando desde luego vivo, se le ocurrió ampliar su mercado al callejón Coahuila y por la calle Segunda hasta “la línea”. Bajando la avenida Revolución, y de regreso hasta el Jai Alai, operaban los llamados “grandes” que, ade-


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más de marihuana, vendían goma de opio, la que luego se convierte en heroína en Los Ángeles. Al parecer, Elías no hizo mucho caso del peligro que suponía extender su área de ventas. Pero negocios son negocios, ya se sabe, y el mercado no conocía de reglas. En eso es igual que ahora. Si se puede, se friega al que sea. Lo levantaron, como ahora se diría, en la esquina de la Efe y la Segunda. Pero en efecto lo levantaron, en vilo, y lo arrojaron al asiento trasero de uno de aquellos automóviles que parecían lanchas y se movían casi igual. Lo mataron a puñaladas y lo fueron a tirar al baldío que estaba enfrente de la casa de la Efe, en el territorio de los Plata, con las tripas de fuera, sin lengua y sin orejas, las que, en una bolsa tortillera, arrojaron frente a su casa. Su madre la encontró y yo casi atropello el cuerpo cuando hacía mis prácticas de manejo. El asunto, aparte del entendible pavor, provocó indignación, sobre todo en los mayores. Era excesivo, decían. — Eso nomás lo hacen los italianos del otro lado, pero por faltas peores que birlarles una pinche venta de mota. Como fuera, ya nadie pasó la frontera de la Coahuila y la venta de marihuana en pequeña escala se quedó casi toda en el barrio.

Por eso era, reflexionaba el primo Alvarito, llegado de Cananea, que el equipo local perdía casi todos los juegos de béisbol en el parque ese que les dije, el que quedaba untado a “la línea”, tan cerquita y tan terriblemente lejos. Jugaban felices y corrían con una güevonada tremenda, de


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modo que nadie robaba una base, si de suerte llegaba a la primera. Pero, por lo que usted quiera, el equipo de mariguanos era seguido por el barrio y les aplaudía a rabiar la pequeña multitud, a veces no más de diez, que iban al parque, entre los que me contaba. Cuando había juegos, yo no me los perdía aunque terminaban casi a la media noche y muchas veces no éramos más de cinco los que estábamos hasta el final en las viejas gradas de madera. En la puerta de aquel esperpento de estadio vendía refrescos y chucherías un viejo, que también iba presto al abarrote de la esquina, o al callejón, a comprar cervezas por encargo. Ese parque beisbolero ya no está. Desapareció de repente, como el campo abierto de tierra de tucuruguay frente a la casa de mi tío, como la pandilla de los Plata, como el Elías y como una novia que tuve por el rumbo.

Era yo bastante callado por aquellos tiempos y rara vez participaba en pláticas y mitotes. Por las tardes, me sentaba en el quicio de la puerta y pasaba horas mirando a lo lejos. — ¿Eres feliz? –Me preguntó un día mi tío, mientras bebía una cuba en el viejo bar de Los Cocos, donde despachaba una morena de buen ver. — ¿Feliz? ¿Cómo es eso? — Es como estar parado en una esquina y todos te saludan con una sonrisa, explicaba. — ¿Qué caso tendría? –La gente puede sonreír sin pensar.


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— No importa, es sentir que te aceptan, que no te odian, por lo menos. — Eso no lo sabrías, le dije, no se puede. — Es cosa de creerlo. — No le veo caso. — Lo haces por ti, para no caer en la desesperación por la soledad que tú mismo te procuras. — Así está mejor. — El aprecio de los demás, se necesita. — No lo creo. — Ya ves, por eso nunca vas a saberlo y, por lo que dices, parece que tú estás más viejo que yo. — Porque ahora que lo pienso, va a llegar un momento, a mi edad, en que te va a importar una chingada lo que otros quieran que entiendas, o incluso entender. Te hartas de todo y prefieres que las cosas pasen, nomás que pasen. — Eso lo veo hasta ahora. Por eso creo que tú hablas como viejo.

Cuando su hija, mi prima, se puso de novia con un nieto de una conocida, “de color”, decía en sus momentos de calma, el tío estuvo al punto del infarto. Imposible admitirlo en la galería anglosajona de la familia. Y hubo drama, aunque pasajero y un tanto simulado en sus extremos. Pero esos extremos, que inician con una simple respuesta a la conducta que no encaja en lo que la indignación espera para verse resarcida, se pueden prolongar hasta lo impensable. Varias veces, cuando vivía mi tía, destruyó espejos, armarios y


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tocadores, arrojando libros, adornos, platos y lo que fuera que se atravesara a su paso. Cuando pasaba la tormenta, mi tío sufría terriblemente pero se encerraba en la indignación que consideraba justificada y así podía pasar semanas durante las cuales con nadie hablaba, a nadie quería ver, encerrado en su pequeño cuarto. Creo que sufría más, mucho más, que quienes recibían sus ofensas y agresiones. Esa vez fuimos expulsados de la casa y nuestros enseres arrojados con violencia a la calle. Los míos no eran más que uno o dos pantalones que colocaba al borde de mi cama y tres camisas. Estuvimos sentados en la banqueta. Mi prima llorando y yo arrojando pequeñas piedras a un hueco del pavimento. El primo nos rescató y fuimos a su casa entrada la noche. A los días, el tío fue por nosotros. Creo que hubo un abrazo a mi prima, o quizás no. Simplemente abordé el vehículo y regresé con ellos, en medio de un silencio ominoso, a la avenida Efe. Al llegar el sábado, fue a donde estaba yo leyendo, en una esquina del pequeño patio y me dijo: “vámonos”. Sabía que era a Los Cocos, el bar que estaba a unas cuantas cuadras y al que me dejaban entrar a pesar de mi edad, a condición de que no bebiera una gota de alcohol. Medida que violaba cada vez que podía con la complicidad de mi tío. La señora que mi tío conocía era también abuela del Elías, el que mataron los gallones de la Revolución, medio hermano de su futuro yerno.


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¿Lo sabía? –Quizás no, pero después del asesinato fue que entró un poco en cordura. A lo mejor le dio lástima.

Cuando voy a Tijuana, sin falta me doy una vuelta por la Efe. Creo que, en el fondo, es el motivo principal de mis viajes a la frontera y que nada más eso importa. Me paro frente a la casa aquella que ya no está, pero me la imagino. Antes iba con Fernando, que se mató viniendo de Rosarito, festejando un triunfo de algo, me dijeron. Agarro aviada en el viejo Plymouth gris en dirección al mar. Me dan ganas de brincar el camellón de Playas, entrar al océano y quedarme ahí. Por el tiempo que falte.


Las violetas de Urcelay

Q

ue gritaba, dirían algunos; que era la fuerza del canto necesario, otros. Cuando yo lo escuchaba no entendía gran cosa de la estética esa de la crítica esa, pero me conmovía. Quizás no eran melodías aptas para mi edad, como dijeron cuando vi muerto a mi padre (mi padre, por cierto, fue un junior venido a menos, terriblemente encantador). Pero Nicolás Urcelay cantaba “Violetas imperiales” de un modo que, entonces, cuando lo escuchaba, era imprescindible para tejer hilos de emoción. No era con el primer cuarteto de la canción: Violetas para ti tengo yo una canción, la misma que aprendí en tu antiguo pregón. Te acuerdas en Granada al pie del Albaicín, juntos en el jardín que nos dio su ocasión, que iniciaba Urcelay, sino con sabes que ya no habrá primavera. Aquella parte me la había escrito mi abuelo, Filiberto, fantasma de carne y hueso en la casa de la tía. Siempre me pregunté por qué no se incluía en la interpretación. En el canto, la violetera no vuelve a su rincón de la Alhambra. Ella sabe que, con su ausencia, la primavera se va y que el amor ya no se quiere porque se sabe que nadie lo va a dar. Urcelay canta y yo entiendo que es la emoción la que dicta los caminos. El viejo cuartucho se llena del canto y el viejo inquisidor, que vive encerrado, disfruta con la mirada ajena, perdida entre rendijas y claroscuros.

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La primavera ha venido y yo sé porque ha sido y se cruzan las miradas preguntando por la clave ¿de veras sabe por qué? En esa corte francesa eres más que gitana princesa, canta el tenor yucateco y los escuchas imaginan una piel morena y una belleza extraordinaria. Si la imaginamos la vemos de mil modos y es mucho mejor que tenerla enfrente. Cuando se tiene a la mano, la belleza se difumina al pasar el primer instante porque se ha perdido la ansiedad del deseo. — Yo tuve un ruiseñor que llegó a suspirar, pero para qué quiero amor si nadie me va a amar. ¿Le compró el ramito con las primeras violetas? La voz se levanta, vibra y los costados del viejo aparato tiemblan. Se hace un alto en la batalla, que luego seguirá, sin remedio, pero son escasos momentos de tranquilidad que se disfrutan. La tía Lupe observaba embelesada los rostros del silencio que duraba, en realidad, poco. Apoltronados, o en el suelo, la familia toda se envolvía en el canto de Urcelay y los rencores soterrados se ponían en suspenso.

Una tarde, cuando las estrofas de Nicolás retumbaban, el tonto Márgaro, viejo conocido del barrio, cruzó el zaguán y se detuvo en medio de la sala, frente a nosotros. La mirada se le tornó vidriosa y empezó a mover los brazos, con una cadencia elemental pero notablemente uniforme. Por momentos sonreía levemente y luego su rostro se petrificaba. Cuando menos lo esperábamos, empezó a llorar, primero


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quedo, despacio, sin mucho escándalo, y luego a grito tendido. Estaba de pie, en medio de la entrada, y su presencia era sobrecogedora. La música parecía subir de volumen hasta cubrir la casa, la calle, el barrio todo. Por la mejilla de la tía Lupe resbalaba una lágrima. Cuando termina la pieza, Márgaro se da media vuelta y regresa sobre sus pasos. Se detiene en el dintel y vuelve la mirada. El canto se ha ido. Desde esa vez era común verlo cruzar los camellones del bulevar con los brazos abiertos, meciendo el viento y con una ancha sonrisa que luego daba paso a una lágrima. De pronto, para sorpresa de conductores y viandantes, se escucha una voz estruendosa y desafiante: Yo tuve un ruiseñor que llegó a suspirar…



Mañana será otro día

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esdobló la hoja gastada mientras se empotraba en la banca y leyó: “Estimado Alberto: realmente no sé qué tan importante era aquella noche en que fuimos a ver a la Mora, por el rumbo de El Barrio. Lo cierto es que algo andaba flotando en la bruma de esa parranda. Tuve la intención de comentarte un presentimiento ominoso, cuando pasamos cerca de El Perro Andaluz, pero nada dije”. Aquella mañana, cuando la luz del nuevo día entraba entre ceja y ceja, lastimando (lo que era un signo de que la embriaguez daba paso a la sobriedad) nadie estaba alegre y se nos hizo muy largo el camino a casa. Esas torres siempre me han parecido tristes, muy tristes. Ese amanecer, entre los traspiés del camino, luchaba para desdoblar la hoja que había encontrado en el medio de mi vieja agenda (esa agenda nunca se usó para lo que, se supone, son las agendas) y finalmente, a media calle, encontré un dato. No lo estaba buscando, simplemente apareció. La lluvia empezó a caer y en los alrededores de la Alameda brillaba el pavimento mojado, sucio y aceitoso. Quedé solo en una banca mientras las gotas se deslizaban por mi frente y orejas. Cuidadosamente, oculté el papel. Ahora recuerdo que no fui. No quise ir y desde entonces me preguntaba cuándo lo iría a entender. Aclararlo, nunca. No se explica lo que no se entiende. Podría intentar un razonamiento, una reflexión y algún gesto, tal y como éramos 23


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pidiendo la palabra en el Consejo Nacional de Huelga. Me contaron que mucha gente estuvo ahí, que muchas cosas se dijeron, risas y mitotes, pero yo no fui. No quise ir. No hay excusa. — Supongo que fue mucho dinero el que se pudrió en el Panteón Civil, en forma de rosas y claveles, azucenas, rayitos de sol y margaritas. Todas las flores ajuareadas con listones vistosos, donde resaltaba el nombre del solidario hipócrita al momento de la muerte de quien ya no molestaría más. — Con la mitad de eso, pensé, se habría comprado un poco de vida para el viejo que se apresuró a morir junto con su periódico. Un día antes fui al hospital y me encontré con una lucha tremenda, desesperada. — Mejor me hubiera despedido ayer, me dije, cuando hablamos por última vez. Ahora no había palabras, sino una mirada de angustia que algo me decía, quizás esperando la expresión adecuada, la que se busca en esos momentos, pero sólo estaba mi silencio permeado del temor. — Siento el papel brincar entre mis dedos, como si tratara de volar, más bien huir, perderse entre los pies de transeúntes sin rumbo pero con destino cierto. No lo dejo, lo aprisiono y lo estrujo, lo consumo, lo bebo. — Hace un rato que he iniciado esto y no sé cómo ha de terminar. Antes hablamos de la tristeza profunda, pero no hicimos mucho caso. Para qué hablar de lo que tan bien conocemos.


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— Ya sabrás que no he podido regresar (o no he querido. Da lo mismo) y esta será la última constancia de mi paso. Es que me siento cansado y lejano. El mundo ya no espera por nosotros y quizás nunca esperó. La lluvia no cesa. Nunca cesa esta lluvia. Es la misma, idéntica, de hace diez, quince años. Dura por horas, interminables, que trato de agotar contando, del uno al mil, al dos mil. Trato de recordar, de revivir, de soñar. Después de todo sólo tengo 29 años y aún guardo promesas, la figuración de futuros luminosos que se atraviesan a la bruma de otoño (a veces escucho su acento cristalino y me arrebujo en sus brazos que, de pronto, se vuelven fríos y rígidos). — Siento de nuevo el agua entre mis cejas. Algo tiene esta lluvia que te hace sentir distante y, al mismo tiempo, grande. Tan grande como un obelisco, enredado en el fondo de un lago del que sólo veo un manto azulado. Lodo aterciopelado en mis costados. Pero mañana tendré que iniciar de nuevo, rodeado de buenas intenciones. — No es verdad que las cosas hayan sido como dicen que fueron. Ni que el heroísmo se haya convertido en una simple expresión, lugar común, retórica. La experiencia, y nada más que eso, ha sido un triunfo (estar vivos, aún) y sólo miro muertos a lo largo del pasillo, a la izquierda del Chihuahua. Y este siglo aún no termina. Sin darme cuenta, la carta está empapada y se cae a pedazos. Ahora los signos parecen pequeñas esferas azules en un firmamento de agua sucia. — Aquella tarde noche no supe por dónde había brincado. Le salen alas a uno.


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Un día volví para tratar de reconstruir la ruta, como en la escena de un crimen. Me regresé. Todavía apestaba a muerto. — Pero mañana será otro día, dicen. Los días son largos, tediosos, de color gris. — Y también dicen que los hombres no se mueren. Que se matan solos. Dicen.


Las brujas

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l viejo Matías me lo contó en el rancho, cuando andaba yo de profesor rural. Que las brujas llegaron de fuera. Primero nadie sabía que lo eran, pues su fachada era normal y dos que tres de muy buen ver. Las mujeres las miraron. Comenzó el rumor. Una de las recién llegadas había acariciado a un niño y la vieja Leonor, siempre en la esquina del abarrote, hizo una mueca. La mujer de Efraín, mozo de estribos de don Epifanio, el mandamás del pueblo, vio con muy malos ojos la mirada que una de las recién llegadas cruzó con su marido. Esa noche era de feria y los botes y botellas de cerveza, a centenas y millares, se enfriaban en unas piletas que, en tiempos de paz, era donde el ganado bebía agua. Las fuereñas recorrían los parajes polvorientos y ofrecían lectura de cartas, de manos, de ojos. Primero con resistencias. Luego, ya avispados, solícitos, los rancheros se prestaban y hacían jolgorio de las predicciones de aquellas risueñas gitanas. Y no era la primera vez que llegaban, aunque así lo quisieron hacer ver las mujeres de los peones. El año antepasado aquí estuvieron, pero no el anterior y este año el abarrotero Melchor, el que vendía aguardiente de contrabando, amigo de la gendarmería y que, según se cuenta, se quedaba en una de las carretas, no estaba. Una de las gitanas lo buscó y no lo encontró. Tenía meses desaparecido. Se fue después de una trifulca en uno de 27


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esos “retenes” que la incapacidad oficial desparrama a las afueras de estos pueblos. De puro milagro la libró pero los rumores decían que lo habían matado. No era cierto, estaba vivo y se fue con otros vivos. Sin aquel apoyo, cuya importancia no consideraban las recién llegadas, quizás porque nunca tuvieron expresión de él, la situación era, para ellas, peligrosa. El cura Damián iba al pueblo cada fin de semana y esta vez se había retrasado. El sacristán del momento (cambiaba cada mes, “para propagar la fe”, decía el cura) pronto tomó partido con la vieja Leonor y la tempestad comenzó a gestarse, aunque el cura, aduciendo prudencia, se retiró. — Es cosa de brujas, sin duda, eso de andarle diciendo a la gente lo que el destino les depara y hasta cuándo se van a morir, decía la mujer de Efraín que, callado, miraba desde una banca empinando el codo. — Castigo de Dios merecen, gritaban, mientras las extrañas, ajenas por completo a la esquizofrenia que empezaba a rodearlas, seguían con su actividad. Empezó con unos jalones. La vieja Leonor trató de quitar a la gitana de la pasada y ésta no se dejó. Cayó al suelo y empezaron las patadas, la arrastraron, y a las demás que se sumaron a la defensa de su compañera. Pronto, casi todo el pueblo estaba sobre ellas. Era un espectáculo grotesco. Primero los borrachos les lanzaban piedras pero pronto fueron insuficientes. Es un suelo llano, alejado del río, hay pocas piedras. Luego sacaron palos de los corrales y las empezaron a golpear con parsimonia, casi como tarea. A los gritos de la vieja Leonor


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creció la emoción y, caídas, fueron sarandeadas y arrastradas por el camino real. A cualquiera que no lo haya visto le puede parecer exagerado, pero les arrancaron las orejas, les sacaron los ojos y les cortaron su lengua. Al punto briago, ese fue el desenlace y si no pregúntenle al sacristán que, en un momento dado, se horrorizó y se refugió en la iglesia. Por la mañana, llegó la autoridad y tomó el parte. — Estuvo feo, dijo el gendarme a cargo. El agente del ministerio público no llegaba y el calor estaba arreciando, con los cuerpos tirados en la plaza. — ¿Qué va a pasar? Preguntaron, asustadas por lo que habían hecho, las promotoras del linchamiento. El temor rebasaba la pena. Esa mañana, muy temprano, se fueron a buscar al cura Damián para que diera misa porque al día siguiente de la fiesta desatada por lo general ni misa había. Las beatas se miraban unas a otras, bajando la mirada. Parecían almas sosegadas y temerosas de la justicia divina. — Fue de más, balbuceaba Leonor. — Pero, usted sabe cómo es la gente. Ya encarrilada, y briaga, nada se puede hacer. — Es cierto, es cierto, reforzaba la mujer de Efraín. — Pues vayan y díganle eso a la autoridad, dijo Damián. — ¿Y la misa? — ¿Para qué? — Vayan ya. Fueron y el comandante escuchaba, sin poder imaginar cómo aquellas creaturas de piadosa filiación habían sido capaces de tamaña monstruosidad.


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Avisó al presidente municipal: −¿Ya se sabe? Inquirió. — Aquí nomás, por ahora. — Pues ya veremos, a ver qué truena, y por lo pronto así déjelo. — Ni modo de encarcelar a todos. — Que se vayan a confesar. — Y ya.


Albatros

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uego del largo viaje, arribado que hubo al punto subantártico donde, meses atrás, había dejado a su pareja, no la encontró. Esperó hasta que los vientos anunciaron las heladas y dejó el islote sin mirar siquiera a otras que llegaban, algunas solas, como él. Esta vez había llegado más allá, más arriba del Capricornio, comiendo basura de los barcos y algunos peces cuando brincaban del océano. Pero ahora no habría huevo que calentar hasta casi tres meses y eso, en realidad, le proporcionó una suerte de calma y, por un instante, un destello de armonía asomó a sus ojos, muy breve. Hacía tiempo que clasificaba aquellos signos, según su duración, que era un poco mayor cada vez que se acercaba a la Antártida, y más cuando avistaba el islote donde, desde hace más de 10 años hasta ahora, le esperaba siempre. No pudo adelantar, de momento, si regresar el año que venía o esperar dos, que era el tiempo, digamos reglamentario, de la procreación, y mientras la ausencia de la compañera no fuera definitiva, mientras no hubiera señal irrebatible de esa ausencia, no buscaría a nadie más. Rondaba ya los treinta años y, aunque fuerte aún, no sabía si alcanzaría la edad de su padre, que voló por última vez a los 65 años. Los albatros están en peligro de extinción. Se sabe que 19 de las 21 especies están a punto de desaparecer y que alrededor de cien mil de estas aves mueren cada año, atrapa31


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das por las redes de profundidad que colocan pescadores en altamar. El casi nunca viajaba en compañía, pero hace unos meses conoció a otro errante cerca de Las Malvinas y volaron juntos unos días, separados como unos cien metros, distancia que los hacía casi hermanos en su caso. No era poco: en cuatro días habían recorrido más de cinco mil kilómetros. El compañero se cansó, pero él continuó. Siguió volando y bajaba a ras del agua a pescar. Le daría la vuelta al mundo, lo que logró 46 días después, cuando divisó, al poniente, su isla, donde otras veces lo había esperado su compañera. Pero sabía que esta vez no estaba. Bajó, de todos modos, para certificar la ausencia definitiva. — Está bien, se dijo, y emprendió el vuelo de nuevo. Esta vez nunca más tocaría tierra.


Contingencia

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uede ser hermosa la vista de la ciudad cansada. La gente hormiga se desplaza de un lado a otro, sin motivo aparente pero con todos los del mundo, entre chirridos de frenos y ladridos. La ciudad vive su momento vulgar y llanamente, sin otra causa que la condición otorgada por la historia. La rigurosa costumbre hecha ley y, más que eso, dogma y rutina inalterable. Por sus calles deambulan las mismas gentes y las mismas almas. Y por ahí va el orgullo momentáneo hecho persona, la tradición enguantada. El hombre se desplaza con la vista en alto, el paso medido de quien se siente extranjero y obra como tal. El ex compañero camina con un rumbo determinado, tiene una cita, un compromiso y, como se sabe, solo las almas escogidas disponen de todo el tiempo del mundo para cumplir con sus citas, en el estereotipo manido de la Bretaña. No hay prisa, en realidad, sin la desesperación que nos asalta a los comunes porque el tiempo corre. Él lo tiene bajo control, es su dueño como lo es de muchas otras cosas y tiene la condición para disponerlo. Hoy conversará con su ex condiscípulo. ¿Estimado? ¿Querido? Recordado, simplemente, ubicado en el espejo del tiempo, nada más. La relación de afecto, entendida en su aspecto más humano, es decir, desprovisto de indicador terrenal alguno, no es consideración que ocupe al noble burgués. 33


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Va solamente en pos de la remembranza compartida que alimenta la satisfacción de cumplir con las reglas. Es todo. Hablarán de los viejos tiempos, de los viejos amigos, de las travesuras. El rostro, los rostros, se iluminarán con los destellos fugaces de la banalidad y tendrán colores ya idos. El omnipresente maestro de la tradicional escuela de paga será exagerado y burlado, necesariamente. La infancia −recuerdo− trampa se vestirá de luces que no tuvo. Cada quien hará uso del capote tratando de ser mejor en la lidia y se sentirán, de nuevo, por instantes, niños, con la certeza de que no debieron crecer nunca, ni para bien ni para mal. De que debieron quedarse en la realidad parcial de una clase de ausente discurso mientras contaban sus canicas.

No lejos le espera el ex compañero, sin prisa y con la certeza de haber ganado la primera ronda. Llegó primero, un minuto, acaso, y eso le permitirá ver el acercamiento del amigo-enemigo. Es una ventaja. — ¿Qué hay de nuevo? Puede ser una primera pregunta, como Livingston sorprendiendo a Stanley. La verdad es que en realidad a ninguno de los dos les importa el mundo, no les incumbe en su fastidiosa terrenalidad. Las vueltas de los tiempos solo son observadas, y medidas así sea en el error, por quienes sienten la necesidad de situarse en alguna parte. Sólo los desesperados quieren interpretar, como los hambrientos comer. Los poetas y los


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locos son, en cierto momento, una misma cosa (aunque no siempre). Las selvas son bellas, tanto como las ciudades en tinieblas, como los campos bajo la tormenta y más cuando estamos dentro. Se tiene que estar dentro pues sólo quien ahí vive, y muere, puede entender su belleza; quien la observa sin peligro alguno no la siente, no la vive y, por lo mismo, morirá de otro modo. El ex sigue caminando, sin compromiso con lo superfluo a su alrededor y por eso no mira al limosnero de la esquina. La miseria, como el horror que describe Conrad, se entiende sólo desde dentro, se tiene que vivir y lo demás es farsa. Todo es cuestión de taxonomía. El rico está en otro universo, aunque puede que no sea Scrooge, pero entiende que por un quinto se puede matar; la voz, por fea que fuera, sería un encanto para el mudo. La miseria se entiende sólo por dentro y quien habla de ella desde afuera es un charlatán, un magnavoz mal enchufado. Los miserables son quienes deben escribir sus historias.

Los recuerdos son borrosos, las cosas buenas casi no perduran y el ronco sonido de la cátedra taladra sus sentidos. Trata de entenderlo, mientras camina abandonando la realidad y, en el fondo, temeroso hasta de su sombra. La ciudad tiene sorpresas y una especie de lotería cotidiana. Todos los días hay muertos y la mecánica selectiva para esas eventualidades no interesa en realidad, aunque


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alguna debe haber. Suceden, ocurren. Nadie está al margen del sorteo. La cadena de eventos, se dice. Si no hubiera pasado por aquí, si me hubiera detenido ante un escaparate… si hubiera dado limosna. De pronto, las sirenas llenan el aire sucio y la justicia aparece con su manto salpicado de sangre. La cartera o la vida, pero es lo mismo. La puñalada. — El amigo percibe el escándalo de cada día y no se inmuta. Acaso una mirada periférica, doliéndose de la vulgaridad del mundo. Pide la cuenta y concluye: “Tenía que ser, no vino”.


Así se siente — Te digo que es un ondón, maestro, la mera ganadora. Pero después, el infierno. — ¿Cómo dijo? ¿La camisa? — Sí, la camisa… creo que era blanca, o azul, no me acuerdo, los colores se me pierden. — Son dos o tres, nada más, es poco… aliviáneme. Neta que ya no aguanto, es bien chiva, la cosa más horrible. Los he visto. Tienen una rara habilidad para vivir en la tragedia constante y no perciben ser objeto del morbo colectivo, el de “las buenas conciencias”. En el centro, intoxicados, imprudentes, arrastran una sonrisa que va de la estupidez a la ternura. Primero unos pesos para la dosis y, en el fondo, la búsqueda de calor humano, el que no han tenido y no encuentran por parte alguna. El rechazo suele ser drástico, pero no reaccionan con violencia, sino con temor y humildad. Pueden pedir de manera casi perruna. — Me cai, profe. Ahora sí, la última y después al jale. Se lo prometo. — ¿Otra vez? — Sí, han sido muchas, pero esta es la neta, la valedora, de veras. Pienso que no importa cuánto tiempo transcurra, cuántos males se arrastren. Siento que, en la paradoja, el heroísmo es su pan de cada día y portan una rara dignidad. Es la historia del “Pin”, del “Plomo”, del “Chanate”, del “Ruso” y de miles más. 37


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— ¿Por qué? ¿Qué chingados te pasa cuando consumes esa mierda? Busca la respuesta, calcula las palabras aunque sabe que de ellas no depende que su solicitud se atienda. Confía. Una sonrisa leve asoma a su rostro y, se percibe, jala momentos de felicidad relativa. — Se siente como si uno se parara y el mundo empezara a girar al revés. — De veras. Es una calma inimaginable, tranquilidad, felicidad… Después que lo dice regresa el rictus de dolor y, a la par, un gesto de esperanza. — Así se siente. Es lo mejor del mundo… El peso en la bolsa, junto con otros ¿alcanzará? Había estado releyendo a Cortázar mientras monitoreaba una pelea de box. Una apuesta estaba en el aire y me preocupaba perder porque había arriesgado imprudentemente fondos necesarios para otro menester, en la típica conducta indolente, rayando lo irresponsable. Cortázar contaba los andares de la Maga y yo regresaba el sonido a la imagen para ver si las preliminares se habían terminado y venía la pelea que esperaba. Y no había, en definitiva, gloria alguna en ese combate. Ambos peleadores eran torpes y se apreciaba en sus movimientos, tanto al ataque como en retirada, su parco entendimiento. A fin de cuentas el combate es un asunto de lógica. Tiempo hubo que fue de fuerza bruta, luego vino la técnica, el estilo y también las mañas. Busco las monedas. Traigo unos billetes de baja denominación pero no se los voy a dar. Compraría toda la chiva


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que pudiera y se la inyectaría esa misma tarde, con peligro de muerte, de la que ya ha estado al borde muchas veces por lo mismo. Serán las monedas y tendrá que buscar más. Trabajo duro e ingrato porque no sabe robar. No puede, ni en momentos de necesidad extrema y esa es otra condena. — Gracias, profe. Esta vez es la última. — De veras, el sábado me voy y no la pruebo más. Compasión y coraje ¿Es que, de veras, no tuvo alternativa? Al paso que van las cosas en este mundo ya nadie va a ser responsable de sus actos. — Y ya deja de pensar, me digo. Se fue, se fueron, ya no están y están en todas partes. En cada esquina de este mundo triste.



Que se me caiga encima

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esde que llegué al pueblo supe de la historia de José, pero no le daba mucho crédito a las versiones que escuchaba. — El que sabe bien es el viejo Severiano, me dijo la patrona de la casa donde como profesor rural me asistía. Conocí a Severiano. Se la pasaba en una silla vieja, en la banqueta del único abarrote del pueblo. De común solo y otras veces acompañado de otros viejos igualmente silenciosos, de mirada huidiza. Comencé a frecuentar el sitio y hasta que me sentí aceptado, le pregunté: — ¿De la historia esa? ¿Qué hay de cierto? — Me preguntas lo que no quiero responder, porque es una historia triste, de esas que uno quisiera que nunca hubieran pasado. — ¿Sucedió como dicen? — Sí, aquel día José dijo: “que se me caiga la casa encima si miento” y la casa se le cayó encima. — No mató a todos. Pero José y su santa madre, que en la gloria se encuentre, murieron. Él no había querido decirle que lo andaban siguiendo y ella no le dijo que en el pueblo le habían dicho que un helicóptero del gobierno lo andaba buscando. El mismo que les cayó encima junto con el techo de la casa.

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— Al terminar la primaria, José tenía un plan aceptable. La verdad no recuerdo en qué consistía, al detalle, pero él hablaba de una vida digna. Yo lo vi una vez repartiendo tarjetas de sordomudo en los camiones foráneos, en la vieja central camionera de la ciudad. Tenía, creo, sólo ocho años. Cuando me vio, salió a volapié. — Años después, cuando ya era un consumado “tirador” lo encontré en el mercadito Buelna. — ¿Por qué saliste corriendo? le dije. Te iba a dar unos pesos. — Me dio vergüenza. Sabía que a usted no lo engañaba. Sí a todos los demás, pero a usted no. Mejor me fui, dijo. — La primera vez que estuvo preso y rindió declaración, sorprendió al ministerio público: “No soy yo, nada más. Todos somos responsables, hasta los que no están. Lo que pasa es que a ustedes no los juzgarán, no irán a la cárcel”. — ¿De dónde sacaría eso? Inquirió, entre sorprendido y asustado, el agente. — Han de ser cosas de los comunistas.

Los planes no resultaron. Una colonia proletaria, donde el barrial llega a las rodillas con las aguas, no anunciaba progreso. Primero vino el impedimento económico, padre de todas, o casi todas, esas desgracias. Una beca parecía resolver lo inmediato, pero era claramente insuficiente. Tenía


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que trabajar y colaborar con el gasto familiar. Hubo que dejar la escuela. A los catorce años se puso la primera borrachera, un parras madero y un “toque”. Antes de los 16 apareció con un carro chueco. Iba y venía. — No lo sé de cierto, pero dicen que de la ciudad, aquí cerca, se fue a la capital, y que allí se encontró a un dirigente de algo, “luchador social”, dijo, y como pagaba el café se acostumbraron a largas discusiones y peroratas. Ahí le dejaron claro que infinidad de intelectuales lo habían “rebasado” y a las primeras discusiones ya fue “reaccionario”. Pero lo sobrellevaban por su clara inteligencia y un cierto don de autoridad que les era ajeno a sus contertulios. Hubo ocasiones en que se vio tentado a subirse de nuevo a los camiones y pedir cooperación, pero la idea en el fondo le enfermaba. No negoció las ideas, pero mendingó amistad y le dieron sonrisas hipócritas. José no pudo encontrar un camino adecuado, como no lo ha encontrado nadie en mucho tiempo y se decidió a hacer algo. La sapiencia de algunas palabras, quedó solo en eso. Aprendió lo elemental, términos concretos, una ideología sencilla, pero fuerte y con el tiempo −poco tiempo− fue cimentando sus conceptos. — De allí se perdió. De él ya no se supo nada. Algunas veces vino al pueblo, que se veía tranquilo el hombre, pero yo no le vi. Vine hasta el día en que murió. Todo el mundo lo vio, vino solo y no se quiso esconder. De todas maneras, él era un tipo que ya no pasaba desapercibido. A decir verdad, José nunca pasó desapercibido.


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Desde chavo la gente lo miró mucho. Pero era un marcado, hereje, traidor y algotras cosas. Nadie pensó nunca en sus ideas. Se le respetaba, sí, pero casi todos pensaban: “está jodido”. Los pocos que parecían entender no se atrevían a expresar sus acuerdos. Ya se sabe, la alianza de la medianía es intimidante. Así que casi nadie razonaba si sus ideas eran buenas o malas. Era, simplemente, un tipo raro, un extraño, y en el fondo todos anunciaban desenlaces fatales. No podía ser de otro modo. — Así acaban esos, explicaba el cura del lugar. Se esperaba su muerte, cualquier día de estos, así como se va tejiendo el manto que, después, exime de la responsabilidad mayor y hace superflua cualquier averiguación de fondo. — Esperaban verlo cosido a tiros, despedazado a caguayanazos o colgado en la plaza, pero la verdad es que nunca imaginaron que terminaría aplastado por el techo de su casa y con unas aspas alrededor del cerebro, con tres oficiales muertos a su lado, rociados de aceite y la voluminosa panza del pajarraco inconsecuente encima. Hubo un tiempo en que su relativa fama, y el hecho de que nadie sabía a ciencia cierta dónde estaba ni qué hacía, lo convirtieron en una suerte de presencia necesaria para las pláticas de la tarde. Pero luego vino aquella tragedia.


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Cuando Manuel cayó, sintió que la sangre subía y bajaba por todos lados y le dio dos o tres vueltas al mundo. Trató de caminar, muerto en vida, pero las extremidades, desobedientes y fatales, hicieron caso omiso de su reto y quedó quieto, encerró su aliento último y sintió que era −por vez primera en su muerte− feliz. Cleofas miró el cadáver, sin atreverse a brincar el cerco alegórico de la emoción y se quedó como escapulario viejo, brincando despacio en el pecho anciano de su conciencia, y mirando el machete cardenal y celeste. Escuchó la voz de José, calmada pero llena de consternación: “No tenía caso, no tenía caso”. — En verdad no quise matarlo, explicaba Cleofas. — O no pensé matarlo, ni siquiera razoné el hecho, de repente me vi en ello, pero verdad pura, no lo imaginé siquiera. Yo iba a convencerlo de que andaba mal, que se uniera a nosotros y devolviera todo lo robado y pensé en echarle alguna brava, pero de eso a matarlo nunca. — No sé qué más agregar, todo fue imprevisto, se nota ¿No? −insistía. — Si de veras hubiera ido a matarlo, trajera yo una ¿cómo le dicen...? — Coartada, sí, eso es, una coartada, pero no, yo no fui a eso. El silencio es el más ruidoso de los ruidos. Se enfrasca en lucha sorda con la mente y casi siempre le gana a la mente y si no te pones listo te vuelve loco, como aquel tal Jeremías Almanza, que se metió en el cuarto de refrigera-


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ción de la cooperativa para ganarle al silencio y salió bien tieso, horizontal y congelado. Alguien subió el switch y Jeremías se veía guapo, con el bigote escarchado y un colorcito medio cabrón, el gesto aquel que puso cuando entró, como diciendo: “Sí puedo”. Pero también por dormir muere la gente, si duermes de más te cansas de dormir y hay que dormir para descansar y si te cansas durmiendo, pues ahí te hayan. — Ya no tiene caso, dijo José. Ahora a ver qué sigue. — Y no será nada bueno.

— “Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, perdónalo señor, cordero de dios que quita los pecados del mundo, ten piedad de nosotros...” — Sí, ten piedad de nosotros. — Este rosario es muy aburrido, siempre los mismos dichos, no cambia, cual discurso partidista. José hubiera querido que lo rezara Macario. Habría sido todo un espectáculo. Imagínalo diciendo: “Te has llevado al rey, cataclismo inmisericorde, fenómeno recalcitrante, mezcla corrompida, cemento reaccionario, varilla pervertida, emplasto de chapopote. Te has llevado al hombre, émulo herodiano, te lo has llevado. No es la sacristía el cielo, como la hostia no es la comida, dejen vivir a la gente y los muertos a la jodida”. — Imagínese nomás...


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Los hijos de José tampoco lloraron, nomás lo vieron y luego le echaron pataditas de tierra sobre la caja ya en el pozo. Mariana, la mujer de José, lloró poco, en forma comedida, no reservada, comedida nomás. — Me quedaré aquí sentada, escuchando los rumores de mi cabeza. Necesito agotar la última esperanza. Vinieron dos o tres gentes de la capital, que luego fueron interrogadas por la policía y salieron bien tranquilos. Traían recados verbales de quien sabe cuántas gentes y se los dieron a la viuda y al mayor de los hijos, que contestó rápido: “No conocemos a ninguno de esos, pero necesitamos lana para el entierro”. El señor de la gorrita puso cara gacha y le extendió un billete de a quinientos. La familia recibió autorización para enterrar al muerto donde le pegara la gana y el parte oficial fue en el sentido de que “por un lamentable accidente perdieron la vida, hoy por la mañana, tres oficiales de la Fuerza Aérea y un piloto civil, al tratar de aterrizar y descender sobre el techo de una casa que, por su estado estructural defectuoso, ocasionó el derrumbe del mismo, cayendo sobre dos personas que se encontraban en el interior, un delincuente conocido y su madre, una anciana de avanzada edad”. — ¿Qué más? Te digo que no me gusta contarlo. Eso fue.



El abuelo

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on las manos hundidas en los bolsillos de los raídos pantalones, la mirada llena de vidrio, gotas saladas resbalando por el viejo rostro, el abuelo va bajando los escalones del hospital. Atrás se va quedando toda una vida llena de esperanza, toda la ilusión que un alma de ochenta años puede albergar. Los pasos vacilantes por la edad y la angustia sin descripción. La impotencia en su grado más alto, que se confunde con el peso de toda una vida de puro batallar. De esta vida triste él tenía un orgullo: su nieto, el hijo de su hijo, que era grande y fuerte, inteligente y noble, capaz de transformar los días más oscuros en auroras radiantes, las noches más frías en cálidas penumbras. Que era capaz de todo y más aún. Pero que ahora se queda ahí dentro y para siempre, sin posibilidad alguna de salvación, impotente la técnica, destruido todo afán, la esperanza ha muerto ya. Todo lo nefasto atribula el alma ayer todavía joven de este abuelo de canas lacias, que se desgrana lentamente sobre la calleja húmeda de miasmas. Su hijo, el padre de su nieto había muerto apenas la vida hizo como que le sonreía. Una tarde de tormenta se metió al mar y ya no volvió. Nunca supo el abuelo si aquello fue una desgracia inesperada o si su hijo tuvo algún motivo. Mucho tiempo lo pensó, hurgando en el pasado, pero no lo encontró. Si hubo motivo, era de él, solamente. 49


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— ¿Es verdad que esos motivos son de ellos, solamente? Evadía la respuesta o se quedaba con un “no lo sé”. — ¿Por qué te atormentas? Le inquiría su amigo, el portero. — Algo debió haber pasado. No lo sé. Sí sabía que había regateado las cosas amables de la vida, pero no por maldad sino porque nunca aprendió el lenguaje del cariño. No hubo tiempo. La cadena de carencias y sufrimientos no dejaba lugar más que para el coraje soterrado por sobrellevar una realidad ingrata. ¿Cuánta era su culpa? — No lo sé. Repetía. Hace unos años, un médico raro, de esos que de vez en cuando leen, y aprenden, le dijo, al abuelo, que padecía del síndrome de Asperger. De ahí sus obsesiones con las rutinas, su incapacidad de actuar “socialmente” y su rechazo al común de los demás. No le dio mayor importancia pero, observando a su nieto, se dio cuenta que procedía casi igual. — También esto, se reclamaba. Muchas veces pensó en cómo cambiar, en cómo hacer para que los demás le aceptaran sin temor ni respeto desmedido y fue hasta cerca de los setenta años de edad que se empezó a sosegar. Entonces pudo mesar la cabeza de su nieto, abrazarlo y, alguna vez, besarle en la mejilla. También aprendió a sonreír. Un poco.

El nieto sería doctor, seguro que sí, y para eso estaba él, que lo tenía todo, sin tener nada. Que estaba dispuesto


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a empeñar la vida en caso de ser necesario. Que bajaría la luna a pedazos y se la daría por queso en las noches más méndigas, que lo haría grande, como sólo él lo sabía, porque eran dos y no uno. Y porque dos brazos siempre pueden más junto con otros dos. Además, porque sí, porque al abuelo se le había subido el orgullo y le daba la gana hacerlo, nomás así. Pero qué se le va a hacer. No se pudo, ni qué tragar había a veces y los libros −ya se sabe− son muy caros. Esas levantadas a la madrugada sin una buena chamarra, sin una suera, sin lo suficiente para que el frío y el aire nos hagan los mandados. Pero el mal no era por eso. La piel se endurece, no hay de otra, y uno se acostumbra a los vendavales.

Las calles ondulan entre los faroles estratégicamente colocados para estorbar el paso de las almas. El asfalto se ríe todos los días de los pequeños monstruos que lo pisotean, que son los mismos a los que debe la existencia, y los de cuatro y más ruedas dan chirridos de bestias asustadas, mientras los fantasmas del pavimento se ríen de lo inocuo que es todo. Porque es una circunstancia, porque es un sueño nomás. Por eso. Tuvo que vender todo. Cuando la ciencia le dijo: “se va a morir”, el abuelo contestó con el aire encontrado: “se muere madre”. Vendió todo y hasta lo que no tenía y luego que, ni hablar, ya no es cosa de él, se va a morir o que ya se murió. De nada sirvió todo y todo siempre fue nada −se dijo− y ya


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solo ni importa nada. Nada siempre, siempre nada, que a veces parecía todo. Pero cuando llegó el chico con el certificado de bachiller todo el barrio lo supo, porque el abuelo ya era bachiller y ya nomás le faltaban cinco años y luego iba a ser doctor. Como los estirados del pedregal o los becados hijos de compadre. Cualquiera de los especiales que la vida hace que respeta. Entonces hubo manera de consumir un buen pulque en honor del muchacho, y del abuelo y de la Universidad tan humana que tantas alegrías ha dado −o hace que da− Aquella vez se cantó y se bailó, porque el aire mismo fue una fiesta y qué orgulloso se sentía el abuelo con su muchachito callado, en la mesa de honor viendo como las chavalas le clavaban el ojo, porque además es guapo el condenado — ¿O era?— Tiene a quién sacar, cómo no y luego con aquel papel que tanto parecía un título ¡faltaba más!

Faltaba más, sí, faltaba más, mucho más. Nunca fue suficiente, nunca. Todos mintieron: el papel, la escuela, los médicos. — ¡Ah, los médicos! — Hubieran dejado que se atendiera solo, bola de inútiles. Cómo les ha faltado de todo y ya ven. El único que sería diferente. Ellos mismos lo dejaron en la estacada, allá adentro, entre tantos muertos, entre tantos, tantos. Con calma metió una mano al fondo del bolsillo y sacó una moneda, se la extendió a la María y luego continuó su camino, llevándose a la boca y a cada paso las pepitas que


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tanto le gustan y tirando sobre el oscuro cemento de la banqueta las cascaritas saladas. Mueve la carcomida boca en movimientos consabidos y exactos, tanto como es necesario para una boca que ya casi no tiene dientes, que come por inercia y con sabiduría, que calcula cada dentellada. Cuántos años tardó en tener su propio taller, cuántos desvelos le costó. Y ayer todavía lo tenía, pero en un segundo enajenó todo el patrimonio, toda la vida, para su muchacho que moría en el hospital. Sabía, en el fondo, que de nada serviría, pero igual arrojó todo por la borda, como arrojar un salvavidas en un mar tempestuoso que no dará oportunidad. Su muchacho era la esperanza de la barriada. El mismo que curaría al zapatero, al aguador, que también trataría de quitarle lo borracho al portero, atendería los partos de todas las casaderas, sería el benefactor de la vecindad y todo eso sin cobrar un centavo a los pobres. ¿Y a los ricos? — A los ricos les íbamos a cobrar el doble, o el triple, o lo que se pudiera y con ellos mismos nos íbamos a ser ricos nosotros. Pero trabajando, trabajando de doctores los dos, los dos doctores del barrio, al cual más de buenos. El abuelo no iba a inyectar, ya se sabe, falla el pulso, la mirada se pierde, hay peligro de equivocarse. Mas recetar, a dar consejos, qué tal, eso sí, como no, el abuelo había mirado todos los libros. Aunque nada más los había mirado ya se cuentan varios catarros y uñeros vencidos a la sapiencia y eso era nomás el principio, después vendría lo bueno.


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Pero el muchacho se murió −o se va a morir− que es lo mismo, y ya nadie va a ayudar al portero, ni al aguador. No va a haber benefactor. — Figúrense que sólo en el primer semestre operó a dos perros y sanó a un tercero que los de enfrente habían enyerbado. Le dio a tragar varios huevos, lo tomó de la cola y le dio una santa atarantada −al abuelo también, nomás de ver al pobre animal− pero lo sanó y en la noche el aguador le dijo: “ese remedio ya lo sabíamos en mi pueblo”. — Yo también, contestó. — Pero ahora la ciencia puso su parte. Y el orgullo encendió sus mejillas.

Un día, el doctorcito se empezó a poner pálido, como la cera, razones y consejos empezaron a llegar: que casi no come, que hay que llevarlo al campo. Para colmo, que hay que llevarlo con un doctor ¡Con un doctor! ¿Y para qué? Sí ahí había dos y de los buenos. Pero preguntó y preguntó. Que tenía una malformación congénita del corazón, le dijeron. Se había complicado y el desenlace fatal era inevitable. Sin dejarse vencer por la evidencia, el abuelo primero vendió el más caro de los instrumentos que tenía y casi a escondidas se fueron una mañana al hospital, que ese sí les cobró. Luego las medicinas y el cuento de nunca acabar. Pero el doctorcito no sanaba, no podía sanar, y de todos modos el abuelo empezó a sacar fundente, remató los platos de aluminio, las pinzas, las ollas de plomo, las pequeñas


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obras de arte que siempre un buen fundidor debe tener. Se empezó a secar el taller y cuando algún restaurantero llegaba a ordenar platos para las carnes asadas, el abuelo ya no tuvo con qué trabajar, ya no tuvo con que pagar las cuentas, mientras su nieto cada vez peor y se moría a pedacitos. Cuando llegaba de la visita se ponía a platicar los triunfos de su nieto y la historia del perro se la sabía todo el vecindario, pero la escuchaban dos veces, tres, cuatro. — ¿Se acuerda cuando mi nieto inyectó a su niño? — Sanó ¿No es verdad? — Es que es muy bueno mi chavalo. — ¿Y cuándo atarantó al perro? — Lo salvó también — ¿No le parece que es una fortuna, tener a alguien así con nosotros? — Y los ojillos de ojeras arrugadas se llenaban de lágrimas, se daba la vuelta y se iba a llorar en silencio con sus verdades a medias y sus tiernas mentiras. Al amanecer, se le veía esperando el camión, con un paliacate anudado, con dos tortas de huevo y frijoles. Apretaba los bilimbiques del pasaje con rabia y desesperación, esperaba igualmente ansioso la bajada y desde tres cuadras antes de llegar atosigaba al conductor: “En el hospital me bajo, no se le vaya a pasar, en el hospital”. Los choferes ya lo conocían y se angustiaban también. Cambiaron de hospital, para el otro ya no había. — Pos mire, aquí se cobran cinco pesos diarios, una parte de las medicinas. “Una parte”, caviló. — No, no todas, pero ya sabe y son re caras, a veces no alcanza para nada, ya sabe...


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No quería que entraran más, la sala estaba retacada. A veces ni respirar se podía. Con ganas de sacarlos a todos, que su nieto se quedara solo en aquel cuartito.

Bien pronto se dio cuenta de que el único amigo seguro es un buen fajo de billetes en la bolsa, una buena posición y, por decirlo así, “buenas amistades”. Que un hombre solo, por más honesto que sea, trabajador y dedicado, no vale un cinco en esta sociedad construida a espaldas de la moral y la justicia. Se dio cuenta de todo eso y de que, así las cosas, poco o nada podía esperar. Se fue haciendo a la idea, a querer o no, y de pronto se dijo para sí: “Mi nieto se va a morir. Pero no se va a morir porque eso sea así nomás, se va a morir porque lo mataron entre todos, como me mataron a mi antes de que él naciera y un muerto no puede ayudar a un vivo y menos a otro muerto”. Al siguiente día ya no fue al hospital, se quedó en la parada del camión y el conductor, sin saber qué ocurría, lo esperó unos segundos. Pero el abuelo no subió, se quedó al lado del poste. Luego aventó el paliacate con las tortas, estrelló con fuerza una botella de jugo en medio de la calle y un automovilista que pasaba le gritó ¡pinche viejo borracho! Sentado en el quicio de una puerta, se quedó a esperar quién sabe qué con una rara sonrisa en la cansada cara, desgranándose a momentos en llantos convulsos y también riendo a carcajadas ¡A carcajadas!


Por el Foro de Trajano

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omenzó a seguirle en la estación de los turibuses, al norte del Coliseo. Giuseppe había llegado temprano y tuvo tiempo de caminar todo el trecho del Palatino y dar vuelta al Circo Máximo, cuya edificación es atribuida a Tarquino Prisco, imaginando las carreras y la muerte de espectadores imprudentes. Ahí, en el circo, hace más de dos mil años, había luchas a muerte que se presenciaban gratis. Los políticos de entonces patrocinaban carreras y asistían hasta doscientas mil personas. — Debe haber sido extraordinario, pensaba Giuseppe. A la hora y lugar previsto llegó el encargo (no preguntó por qué sucedería así pero, pensándolo bien, era algo extraño). Lo identificó sin mucha dificultad con la foto y señas que sus patrones ocasionales le dieron pero, sobre todo, 57


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porque lo presintió. Era sin duda el encargo, que le miró, primero de reojo y luego de frente, a la distancia de unos metros, mientras se atravesaba medio mundo. Sin duda era él. Se le veía cansado, con un gesto de alejamiento y hastío. Si creía en el destino, pensó Giuseppe, “quizás solo está esperando”. Ubicado ya el objetivo, hizo un alto para comprar un refresco de cola, cuatro euros, “el abuso”, pensó, y no tanto por el dinero, sino por ese operar descarnado del mercado dizque libre. Lo siguió a paso lento. — En la guerrilla, el ritmo lo pone el que va más despacio, cavilaba, al punto del aburrimiento, un poco deseando que el camino fuera eterno, soñando en deambular sin rumbo (por el rumbo del otro, incierto) sin preocuparse más que por las vespas que pasaban raudas rozando gente y banquetas. Siguió, siempre detrás del objetivo, a prudente distancia, aunque tuvo la intención de acercarse, saludar y entablar alguna plática con su víctima programada. — Nos haría bien, a los dos, hablar, de lo que sea, se dijo. Seguían la Vía del Foro Imperial en dirección al monumento a Víctor Manuel, “enorme y una tanto exagerado”, en su opinión. Enfrente queda el Foro de Trajano, el emperador que fue designado por Nerva y que se esperó dos años antes de ir a Roma por el cetro, pues andaba de campaña en la Germania. Trajano había nacido en la Iberia y siempre fue más un general que estadista. El foro es el más grande de la vía imperial, estuvo a cargo de Apolodoro de Damasco, y aunque de la obra sólo queda una parte, sigue siendo grande.


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Giuseppe conocía su historia, pero era por la extraña espera, o quizás el desprecio, del honor, que Trajano le resultaba admirable. — Ojalá decida caminar al Panteón, se dijo Giuseppe, que le encantaba visitar el sitio. Y a la fuente de Trevi, llena de turistas, como siempre. Muchas veces había arrojado ¿cuántas? monedas y regresaba. Siempre regresaba. — Pero él no regresará, aunque arroje mil euros. El encargo, como si le hubiera adivinado, enfiló a la fuente y se sentó en el banco de piedra que la rodea.

Giuseppe se detuvo en la esquina de la callejuela que pega con la fuente, desde donde miraba a su objetivo y pidió un expreso en la cafetería. De pronto, el objetivo enfiló a la tienda y sus miradas se cruzaron. Era una mirada casi amistosa, de esas que en el silencio envían mensajes. — De habernos conocido, habríamos sido amigos, pensó. Cuando le dieron el trabajo no reparó en motivos. Nunca lo hacía. Unos meses antes supo que en Torre Annunziata habían sido detenidos ochenta camorristas. Un juez de Nápoles emitió la orden y fueron por los clanes Gallo-Cavalieri y Gionta. Se andaban matando y llevando de paso a otros. Les confiscaron bienes por más de veinte millones de euros y les clausuraron una escuela de sicarios. Giuseppe sabía, como todos, que un resultado así no dependía de los investigadores oficiales. Los carabinieri, como en todas


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partes, no eran los principales responsables. Tenía que haber sido alguien, de adentro, quien les indicó la ruta. Ese alguien podría ser.

En estos tiempos ya no se puede confiar en los consiglieri, los sotto capo y menos en los capodecima. Los Uomini D’onore ya eran pocos. La lógica del negocio era la de la “libre empresa” que podía, como lo había demostrado muchas veces, ser más rapaz, sanguinaria y desprovista de angustias morales. Cuando le hicieron el encargo no puso atención en el nombre de la víctima. — ¿Quiere que se lo repita? Le había preguntado el enviado. — No, dijo Giuseppe, con las señas basta. Salieron casi juntos y, de nuevo, el objetivo fue a sentarse a la orilla de la fuente, sacó una moneda y la arrojó al agua. — “Eso es para volver. No tiene sentido, él no volverá”, pensó, enfadado. Cuando siguió la caminata hasta la Plaza Navona recordó que se le había pasado arrojar su moneda a la fuente. — Después vengo, se dijo. En la plaza un grupo de músicos, “han de ser albaneses”, tocaban con maestría y pintores ofrecían su obra a supuestos interesados que huían al escuchar los precios. Pasó frente a la Librería Spagnola y aparentó ver con atención a través del vidrio algunos títulos.


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— No hay prisa, se dijo. Otra vez estuvo tentado de hablar con el encargo, que parecía inteligente. Recordó que, después, tenía que ir a Termini a comprar un boleto de tren a Florencia y, de ahí, a Pisa que “no tiene más que la Torre”, le había dicho el dependiente el día anterior. Pero iría. La Torre siempre le ha cautivado y cuando la mira le invade el deseo perverso de que se caiga y ser testigo. La última vez subió hasta donde, se dice, Galileo arrojó dos objetos de diferente peso y comprobó que la fuerza de gravedad es directamente proporcional a la masa. — Pero deben haber caído en momentos diferentes, concluyó Giuseppe que había intentado el mismo experimento en otros lugares.

Termini siempre le ha parecido campo abierto y nunca apreció vigilancia suficiente para casos como él mismo era. De cualquier modo, un trabajo en Termini no le habría presentado mayor problema, se ufanó. Las advertencias del frío le hacían recordar que era febrero, pero de pronto hacía calor, se ponía y quitaba el abrigo. La noche anterior, frente a las murallas del Vaticano y por la vía de la Conciliazone, casi helaba. Buscó incluso donde comprar unos guantes pero al doblar rumbo al Tíber, el frío se fue. La vía esa apenas tiene unos cientos de metros y va del castillo de San Ángelo a San Pedro. Durante mucho tiempo


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sobre ella pesaba la sombra de Mussolini, pero ahora es parte central de la conexión entre Italia y el Vaticano. — Es mucho pensar, se recriminó Giuseppe, cuando perdió de vista al objetivo, por ir demasiado ensimismado. Se detuvo en una esquina y simplemente esperó. Otras veces ese hacer alto le había puesto de regreso a la víctima y fue ésta quien le encontró. Y sucedió de nuevo. Iba camino al monumento a Víctor Manuel. — Parece que me anda buscando. — Pues bien, seguiremos andando las calles, pensó mientras enfilaban a la vía del Corso. La vía de los foros siempre le pareció atractiva a pesar de las constantes obras, desviaciones, subidas y bajadas. — ¿Llegará de nuevo al Coliseo? — No importa, hay tiempo de sobra.

Lo habían invitado a una boda, en Bracciano, a la orilla de un lago. Que sería hermoso, le dijo su invitador, un cantante de bodas al que le permitían llevar un socio. Pero no iría. No le gustan las bodas. De ellas recuerda que a la de su madre nadie de su familia fue. Su padre era visto como un apestado, un don nadie que llevaría a su madre seguramente a la miseria. No fue así, pero tampoco hubo el futuro que los familiares de su madre deseaban para ella. Su padre, también de nombre Giuseppe, se lo había contado todo, al pie de la letra, con la crudeza de la embriaguez al punto de la sobriedad y él lo revivía en su cabeza.


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La noche de bodas sus padres la pasaron en un camión de segunda, entre llantos de niños y pestes. A tomar el camión les llevaron en la caja de una vieja camioneta, dando tumbos. Su madre, a pesar de todo, iba feliz, pero su padre comenzaba a guardar un rencor que nunca se iría. Por eso, a las bodas nunca iba y en el fondo las odiaba.

Como su padre, Giuseppe es napolitano, del barrio de Santa Lucía, el de Enrico Caruso, y también canta. De su tenor coetáneo sabía poco, en estricto, pero, como sucede en esos casos, la mitificación popular era suficiente. Por ejemplo, que nació el 25 de febrero de 1873 y murió el 2 de agosto de 1921. Había escuchado una grabación corregida de “Don Giovanni” y en Santa Lucía aún no se había perdido la memoria. Eso era todo. La suya no es una gran voz, pero es armoniosa y se diría que muy educada, aunque nunca estudió canto. Cuando lo hace es a solas o en un grupo reducido, dispuesto a escuchar, y algunas veces lo ha hecho en fiestas a las que acudía a embriagarse, hasta antes de que lo reclutaran de la casi muerte y de que, un día, sin advertirlo, dejó de frecuentar los bares y perdió el gusto por la bebida. Estudió hasta la secundaria y a los quince años ya era temido en el barrio porque nunca dejaba pasar un agravio y era extremadamente drástico en sus enfrentamientos. Sus oponentes casi invariablemente terminaban en el hospital. Fuera de eso, su carácter era apacible y su gesto de tristeza.


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Desde los trece años de edad comenzó a visitar Casal di Príncipe, a donde iban muchos buscando enrolarse en la Camorra y convivía en Secondigliano con jóvenes mayores que él. Se apostaban en las calles bajo los balcones y cerca de los altares. Era un barrio hermoso con los problemas de Nápoles, de Italia y del mundo. Fue una de esas tardes, durante una trifulca entre pandillas, con rencillas entre sí, aunque servían al mismo patrón, que Giuseppe se encontró, sin buscarlo, su futuro. En el curso del pleito, con toda calma, tomó un barrote y lo estrelló en la cara del que parecía capitán del grupo enemigo, que fulminado cayó al suelo. Caminó hacia él y le propinó dos golpes más, estando tendido. Después se fue a sentar donde había estado y su mirada era inexpresiva. — Por lo pronto, precaución. Hay que observarlo, dijo el mensajero de un boss. Después lo llamaron.

Antes de la muerte de su padre, Giuseppe parecía destinado a ingresar a la Universidad de Nápoles Federico II, fundada a principios del siglo XIII. Le atraía la medicina, pero sus maestros de la elemental le veían propensión a la filosofía, quizás por los largos lapsos de tiempo que permanecía en silencio y de pronto daba una respuesta. En realidad, su relativa cultura provenía de las pláticas con su padre, lector de revistas que él recogía y leía a su vez. Poseía un intelecto respetable y, por lo mismo, enrolado ya en la tragedia, sabía que su existencia era ruin y su actividad,


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criminal y abusiva, no soportaba la menor consideración moral. — No hay nada peor que el desprecio propio, le decía uno de los mayores que frecuentaban el bar, hundido en la mediocridad del servilismo a los jefes. — Hagas lo que hagas debes sentir respeto por ti mismo, repetía. — Si concedes a las condenas de los demás, perderás todo aliento para continuar tu vida. Se llamaba Alessio y había ascendido de soldado a jefe de grupo. Para ello, se contaba que había asesinado a su compañero de andanzas, de nombre Adriano, tenido por más capaz y eficiente. Ambos estaban a las órdenes del capo Ruggero que, un tiempo después, desaparecería misteriosamente. Giuseppe intuía que aquellas expresiones no tenían otro propósito para su emisor que procurarse auto justificación. Y no le creía.

Giuseppe se inició como ayudante de un personaje menor de la Camorra porque no había otra opción. — ¿De veras? –Se cuestionaba con frecuencia. — ¿En verdad no tuve alternativa? — Como sea, ya no hay otro camino, se venía diciendo desde hacía 25 años y seguía. Se convirtió en ejecutor por su sangre fría y una efectividad que los jóvenes de su generación no frecuentaban. Una tarde de pizzas y cerveza en el bar donde su grupo se reunía, le dijo a Alessio: “Me quiero ir”.


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El viejo sotto capo le contestó: — ¿A dónde? — Todos tus caminos empiezan y terminan aquí. — Alguna parte, de donde pueda venir con rapidez y marcharme igual. Alessio lo mandó a Roma y desde entonces todas las tareas en la metrópoli eran para Giuseppe, que nunca había fallado. Ahora, a los cuarenta años, esperaba los días con la esperanza de amanecer un día en otro mundo. Sin familia, después de cinco amantes y ningún hijo, viajaba cada vez que podía y siempre después de un encargo. — Mañana, a Termini, a Florencia y a Pisa, se repetía. La noche anterior había discutido con Emilia, su novia desde hacía cuatro años que ya le parecían muchos a la treintañera y todavía bella mujer. No lo decía, pero su reclamo era por la ausencia de un compromiso mayor que derivara en boda. Como se sabe, los reclamos que no se dicen son los peores. Emilia coleccionaba campanas que acomodaba en un mueble ex profeso y eran muchas. Varias habían costado un dinero y, en conjunto, ahí tendría invertidos algunos cientos, quizás dos o tres miles, de euros. Cuando la discusión se tornó insoportable, Giuseppe tomó un viejo garrote y destruyó el mueble, la mayoría de las campanas, los cuadros adyacentes y salió. Ya no supo qué hacer y simplemente tomó distancia. Cuando iba a cruzar la puerta, Emilia le dijo: “Sé lo que haces”. Se detuvo un momento y volvió la cabeza. — ¿Qué dijiste?


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— Que sé lo que haces. — Está bien, contesto Giuseppe, antes de entrar en un estado de alejamiento como cada vez que algo le importunaba en demasía. — Pero habrá que pensar en algo. — Como sea, mañana lo veré, se dijo. Uno días antes, en las jornadas del silencio en que se habían convertido sus tardes, Emilia le dijo: — Tienes que hablar con el Padre Abenzio. — ¿De qué? –Inquirió Giuseppe. — Él te dirá.

Para llegar a Bracciano hay que tomar rumbo al noroeste desde Roma. La ceremonia religiosa fue en Santa Prisca, por el rumbo del Aventino, donde oficiaba el Padre Abenzio, y la fiesta tendría lugar a las orillas del lago. El camino es de difícil acceso para camiones y más apto para bicicletas y motonetas. Pero al término de la fiesta, de riguroso programa y horario, los invitados regresaron a Roma como habían llegado: en camión, alegres y bebiendo vino tinto, blanco y rosado a pico de botella. Un invitado especial, Ruggero, pidió un favor: quería pasar por la vía de los foros, que nunca había visto de noche, y el padre de la novia, su amigo, lo concedió. Ruggero vivía en Florencia y Milán. Era dueño de una imprenta que, se decía, había sido financiada por antiguos socios de la Camorra. Durante la guerra de mafias, a principios de los noventa, en Caserta, fue condenado por un clan


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rival pero, nadie supo cómo, logró escapar y fue a dar a Madrid, donde lo acogieron amigos. El trabajo para ejecutar a Ruggero le fue encomendado a un joven soldado de la Camorra pero nunca tuvo lugar. El ejecutor designado cayó, de manera repentina y para muchos inexplicable, gravemente enfermo, al grado que no se podía poner en pie, y los capos no tuvieron tiempo para dárselo a otro. Ruggero se fue. De Madrid desapareció y a principios del siglo XXI estaba instalado en Milán, con otro nombre, con un negocio legítimo y alejado por completo de su pasado. Pocos, muy pocos, tenían esa suerte. Ruggero era el padre de Emilia, a la que no veía prácticamente desde que nació. Ella no lo conocía ni tenía recuerdo alguno de él, como no fuera una vieja foto que, una vez, su madre le enseñó. Sabía, por su madre, que su progenitor era un bandido simpático y muy hábil para enamorar a las jovencitas de Santa Lucía. Una noche de bar, Emilia madre se fue con el camorrista y quedó embarazada.

En Roma caía la noche y el mar de gentes no cesaba, pero empezaba ese anonimato que acompaña a la oscuridad relativa. — Debo hacerlo ya, se dijo Giuseppe. El objetivo dio vuelta hacia el Foro de Trajano. Giuseppe miró su reloj, sólo por verlo, pero sintió que el momento había llegado. Extrajo la beretta, con el silenciador ajustado, de la bolsa interior de su abrigo. No esperó más. Alcanzó a la víctima y le tocó el hombro izquierdo, él lo miró de reojo.


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— Me llamo Julio, le dijo, y Giuseppe dudó por un segundo. Frente al Foro de Trajano disparó, a quemarropa, dos veces, la primera en el pecho y lo jaló suavemente, subió un poco el arma y volvió a disparar. Hizo un sonido sordo. — Debo ajustar el silenciador, pensó Giuseppe mientras recargaba al encargo a unos pasos de la taberna Ulpia. — Estará borracho, pensaron los transeúntes que lo vieron doblarse poco a poco hasta el piso de piedra. Se dio vuelta y se encaminó a cruzar la calle. Tenía que ir a Termini por su boleto a Florencia, para de ahí seguir a Pisa, pero primero compraría una nieve. Fue entonces cuando el autobús que venía de una boda en Bracciano le embistió de frente. Giuseppe había salido entre los carros y el chofer no lo vio. Salió volando y cayó sobre la rúa. Entre brumas, Giuseppe divisó el Foro de Trajano, lejos y cerca. Estaba cansado, pero lo invadía una rara tranquilidad. — Lástima, pensó. Parece que no podré ir a Pisa. — Debí arrojar mi moneda.



Fermín Galero

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ació un primero de septiembre, cuando el señor presidente hablaba de planificación familiar. La madre fue atendida sólo por la matrona del pueblo y su padre que iba y venía sin hacer nada. Era día de informe. Cuando pequeño, fue presa de calenturas y fiebre que le pegaba a cada rato, por lo que por poco y salía caro si en ese pueblo perdido médico hubiera. Pero a pura yerba. A los ocho entró a la escuela y en el rancho llegó apenas a segundo. No había tercero y para seguirle había que llegarse hasta el Aguaje de los Loza, a legua y media. Hasta allá fue, caminando, y terminó el cuarto año. De ahí no pasó porque hacía falta su ayuda para el trabajo y al papá le pegaban ataques. Que lo había embrujado una vieja querida, decían. Una tarde de sombras tempraneras, al papá de Fermín le cayó una rueda de tractor encima. — De vivir queda inútil, dijo el yerbero. Pero no hubo manera de constatarlo porque a los días se murió. Instalaron de nuevo la rueda del tractor y el patrón les cobró la reparación que, desde luego, no pudieron pagar. Y a seguir trabajando en la parcela.

Aquí la vida del labriego no tiene principio ni tiene fin. Todo es igual, arar, sembrar, levantar para que se la lleve el dueño y vuelta a empezar. 71


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Un día, Fermín se fue y regresó una noche fiestera, siete años después. Algo había aprendido, “no mucho”, decía, pero la ausencia y un poco de misterio le valieron el respeto de la gente. El tendero le dio trabajo y, por el misterio, consiguió novia. Se casó, tuvo hijos. Y más trabajo. Cerca de la veredita del Cayo hay un aguaje. Ahí llevan los arrieros a sus vacas y por la noche bajan los venadillos, uno que otro conejo, gatos de monte y tigrillos, en sana paz. La luna se cuece redonda, redonda, redonda. En el pueblo los ricos, que son muy pocos, duermen con mosquitero. Del Cayo a Buenaventura, de ahí al Soquetal y luego al Bainoral, se hacen tres jornadas. Fermín las caminaba de cuando en cuando. El viejo Simón le platicaba. — Hoy los tiempos no son como antes, cuando te llegabas a la hacienda grande. Había trabajo y de pago algo de dinero y aguardiente, la oportunidad de mercar un costal de cebolla, pepino de la huerta y rábanos. — La cosa, es cierto, estaba mal, pero no estaba tan mal. — Esos tiempos no te tocaron. — No, pero la cosa sigue igual, o peor. La gente vive igual de jodida, el patrón es igual, nomás que ahora hay más lengua, mucho más lengua. — La lengua es la única diferencia. — No se puede salir. La vida está marcada. Nacer, trabajar, trabajar más y morir. Habría sido la misma, o casi, sin una cosa más, si no hubiera pasado lo que pasó.


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El hijo del patrón se encendió, arremetió a patadas con los peones y le mentó la madre a medio mundo. Vio a Fermín, tomó el bieldo por el mango y a mandobles lo carga. Le dio por debajo de la oreja y se llevó un trozo de cabello mojado. Fermín corrió y fue a encontrarse de espaldas al bodegón con el bieldo rozando su nariz, sin gritar de puro miedo. El agresor tomó aviada, dejó ir el arma de ocasión y, de pronto, Fermín tiró un golpe desesperado que fue a impactar el pecho del ofensor que soltó el arma y cayó de espaldas con la mirada perdida. El patrón, Aniceto García, que lo vio todo, le dijo a Fermín: “ahí lo cuidas. Da mucha guerra. No dejes ese garrote”. Así fue como Fermín pasó a ser loquero del heredero. Tenía doble paga y, de hecho, nada qué hacer. Hizo comercio con los peones, ganó dinero y un día se compró un mosquitero. Apenas un año de aquello porque luego lo despidieron. El loco se ahogó de manera sospechosa en el aguaje que no tenía medio metro de hondo y el garrote de Fermín ya no hacía falta. Cuando lo enterraron el patrón lucía descansado. La vieja Micaela, que en su juventud había sido querida del patrón, decía que ella vio cuando el jovencito se metió al arroyo, se hincaba y metía la cabeza en el agua, muchas veces y durando largo rato, hasta que quedó flotando de espaldas, mirando para arriba. — Como quien espera que le caiga algo. Que iba a buscar a su perro, había dicho.


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— Y ya sé dónde encontrarlo. El humo retuerce la imagen del campo. Con las secas que se prolongan hasta los huesos del ganado, de por sí flaco, se levantan unas tolvaneras y el cabello se pega al cogote con un sudor rancio, apestoso, que resbala por la espalda. Hay que darle a la polea una y otra vez para sacar un cubo de agua que viene con sapos que te brincan.

Ese año, en la tienda del pueblo se agotaron los alimentos ralos y se tuvo que ir a la ciudad a buscar lo estricto. Se tenía que andar un camino estrecho que serpentea sin motivo porque la tierra está plana, como plancha y se calienta igual. Se va con la vista clavada en la tierra, hundiendo el talón y resbalando la planta del pie. Las secas aquí son secas, con los ojos entrecerrados caminas burriciego, respirando, jadeando, despacio. Cuando el tranvía pasaba por la Tolvanera, adelante del Cayo, era cosa de quince horas. No se piensa mucho, o nada, si la ida es fea el regreso es peor porque vienes cargado de pinole, panocha, mazorcas, canela, petróleo y, con suerte, mezcal. Fermín odiaba al patrón Aniceto. Nunca olvidaba que le había cobrado la muerte de su padre. Una cosa es el coraje espontáneo, momentáneo, que surge como reacción incontrolada y otra es el sentimiento digerido, que reacciona lenta pero inexorablemente: el odio. Quien odia es capaz de


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soportar la presencia del ser odiado y en el momento que le parece propicio ataca y destruye. Pero no es menester que la venganza se produzca de inmediato. Existen situaciones y formas de batirse en retirada. Fermín supo que, muerto el loco, su permanencia sería difícil y peligrosa. Aniceto lo sabía y había dictado sentencia. En la cantina, con sus compadres, comentaba: — ¿Qué caso tiene esperar que, cualquier tarde, te corten la garganta? — Qué largo es el camino de la sierra, qué largo y qué difícil, pero qué bonito es para nosotros porque es de nosotros, aquí, en le empinada, nadie nos patea…” Hablaba el viejo Simón con el paso cansado. Y en una de esas, la cuadrilla les salió al paso. Jalaron a Fermín y le dieron tres balazos. Fermín Galero murió porque tenía que volver. Aniceto lo había sentenciado nomás porque su hijo no salió igual. Teniéndolo todo, o casi todo, hubo de cargar con ese lamento. — ¿Y qué pasó? –Todavía nada, decía Simón. La calma volvió como vuelve la primavera y las flores, como vuelve el agua y el olor de mil perfumes que tiene la tierra mojada. Pero Fermín dejó una herencia de fuego, revuelta con los vientos encontrados del monte. — Por ahí andan otros como él, rechinando los dientes.



¿A qué vas?

A

penas iba saliendo de su casa, a las ocho en punto de la noche, como hacía siempre desde que se había retirado y dejado el negocio a su hijo. Incluso los domingos en que se iba a dar una vuelta a la manzana y luego regresaba, sólo para no perder la costumbre. No puso mayor atención en los dos tipos recargados en una camioneta que parecían estar esperando a alguien. Abrió la puerta de la cochera y condujo hacia atrás, hizo alto y regresó a cerrar la reja. Cuando quiso subir de nuevo a su auto, el cañón de una escuadra estaba en su cabeza.

Cuando llegó a Culiacán, veinte años atrás, traía unos doscientos pesos en la bolsa, dos cambios de ropa y transitaba en un viejo sedán. Se hospedó por el rumbo del mercadito Buelna, en un hotel que ya apuntaba a ser eslabón de trasiego y aceptó la oferta de Miguel Silva, de vender enciclopedias casa por casa. Le dieron un portafolio, papelería y folletos de muestra, pero pasaron los días y nada vendió. — ¿A qué vas? — Le había dicho su madre, en el rancho. — Aquí estás bien ¿A qué vas? Una tarde de esas en que uno deambula cuasi dormido por el calor, en la cantina de Soria se dio cuenta de que ya no tenía dinero, ni para pagar el hospedaje, y se tomaba la 77


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última cerveza. Miguel le dio cien pesos y se despidió. Ahí mismo vendió el carro, malbaratado, a un concesionario de camiones urbanos, ventajoso y adinerado, que le hizo trampa con el cubilete. Al día siguiente se fue a trabajar de ayudante de taquero. El dueño de la carreta de tacos era tomador empedernido. Se iba y lo dejaba a cargo y una noche no regresó. De momento no supo qué hacer y le dieron las tres de la mañana, esperando. — Ha de andar borracho, pensó, y se llevó la carreta a su casa rentada, la amarró de una pingüica y esperó a que el día creciera. Pero su patrón no llegó. De todos modos, se preparó para la jornada de la noche y siguió con el trabajo, llevando las cuentas y esperando que un día apareciera el dueño de la carreta. Eso no sucedió y nadie se presentó a reclamar propiedad, de modo que de ayudante de taquero pasó a ser propietario de una carreta de tacos. — ¿Cómo le va, Panchito? — Le decía yo al llegar de la escuela nocturna a eso de la medianoche, cuando la academia todavía se tomaba algo en serio. — Aquí, juntando cachibaches para irme a dormir. Le compraba dos tacos y me regalaba el agua que para mañana ya no le serviría. Dejé de verlo por mucho tiempo. Años después supe que prestaba dinero con módicos intereses, menores que los bancos y mucho menos que esas casas de prestamistas delincuentes que se anuncian por todas partes y han de


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tener la venia de la autoridad. Dos o tres veces lo fui a ver en tiempos de emergencia. — Ya no se puede, me decía. — Creo que me voy a regresar al rancho. En eso andaba la noche aquella en que los dos mozalbetes llegaron a su cochera y le exigieron las llaves del carro y el dinero “que tiene guardado”. En realidad no se negó. Se quedó quieto mirando a los jovenzuelos que se veían tan asustados, o más, que él.

Unos días antes lo habían procurado, “de parte de su hijo”, para pedirle prestado y les dijo que volvieran después. — Son unos amigos, los conocí en la carreta. — Van muy seguido, le explicó el vástago. — Pues si te haces cargo, que vengan y les presto. Hay que te paguen a ti, porque yo ya me voy, dijo Panchito. Fueron y se presentaron. Panchito no averiguó mucho y les dio el dinero. Se fijó solamente en que ninguno de los dos lo miró a los ojos y se pasaron revisando la sala y volteando a la calle. — Les ha de dar pena, pensó Panchito. Lo recordó y vio de nuevo las caras. Son los mismos.

— Apúrate, le urgió uno al otro.


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Panchito no entregaba las llaves y tampoco se movía, no entraba a la casa por el dinero y los asaltantes no sabían qué hacer. Se acercaban unas gentes y entonces, sin pensarlo, le dispararon, le quitaron las llaves del auto y salieron raudos. Sin entender lo que había pasado, Panchito quedó sobre el piso de la pequeña cochera. En esos últimos instantes que preceden a la muerte, vio de golpe el rancho, los cerros cercanos, los animales en el corral, a su mujer, la novia que le esperó hasta el éxito relativo. También vio a su madre que, acongojada, le decía: ¿A qué vas? — Allá es la selva ¿A qué vas? — Tanto trabajo para esto, alcanzó a musitar.


Entre libros

E

l hecho se ha vuelto demasiado notorio y debo detenerme un minuto a revisar lo que sucede. Comenzó hace cosa de un mes. Mis músculos de las extremidades, después de estar un tiempo en una misma posición, sufrían un entumecimiento hasta cierto punto lógico, natural. Después de aplicar un esfuerzo y dejar correr pequeños calambres, recuperaba el movimiento. Esa vez sucedió por la mañana y superado el trance me dediqué a mis labores habituales. Entrada la noche fui a la cama. Por la tarde había ido a un museo que bien conocía pero que comprometí visitar con un amigo que venía de fuera. Deben haber sido entre la una y las dos de la madrugada cuando desperté debido a una sed inusual. Intenté incorporarme, pero esta vez el entumecimiento, ahora intenso, me lo impidió. Tomé las cosas con calma y esperé que la rutina operara. En el inter observaba mi habitación, presidida por un librero colmado de volúmenes. Es un librero viejo, construido a la antigua usanza, desde el piso al techo, con entrepaños gruesos, equidistantes los de abajo y de diferente altura los de más arriba, a fin de acomodar libros de diferente tamaño. Adquirí ese librero durante una de mis incursiones a las tiendas de segunda y por una cantidad realmente pequeña, dado su tamaño. Lo tuve que desarmar y llevarlo por piezas que fui acomodando probablemente sin la misma secuencia del original. En el penúltimo entrepaño, de arriba hacia 81


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abajo, he apilado una gran cantidad de periódicos y revistas. En el de más arriba están las enciclopedias, pesadas. Una vez concluido el examen de mi librero, la sed me recordó la razón de mi espera pero aún no podía incorporarme. Era cosa de caminar unos cuantos pasos, cruzar una puerta donde sólo pendía una cortina de tela liviana y llegar al grifo de la cocina. Pero no me era posible y, con temor cada vez mayor, constaté que ni siquiera podía volver la cabeza hacia la puerta. — Quizás esté soñando, pensé. — Despertaré y nada más será un mal momento. Pero no, estaba despierto. Un sudor frío resbaló por mi frente hasta mojar mi sien. Traté de calmarme, mientras permanecía con la vista fija en el viejo librero, en el que rebotaban luces exteriores.

Transcurrieron dos horas o más y, finalmente, a costa de grandes y continuados esfuerzos logré recuperar el movimiento de mis manos. Luego pude incorporarme y sentarme en el filo de la cama. La sed era insoportable y con torpeza pude llegar hasta el grifo de la cocina. Amanecía ya y no regresé a la cama, procedí al aseo matutino, me vestí y salí a la calle. Me sentía terriblemente cansado y deprimido. Emprendí la marcha sin rumbo fijo, como suelo hacer casi a diario, ahora con una preocupación más, motivada por lo que acababa de pasar.


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El día se hizo tarde y la tarde noche. Regresé a la casa y me preparé a pasar la velada, pero la cama me daba temor. Nunca antes me había sucedido. Cansado, el sueño me venció pero casi de inmediato unos golpes rotundos en la puerta de madera que da a un pequeño jardín, atrás de la cocina, hicieron que despertara, sobresaltado. Pero otra vez no me pude incorporar, estaba paralizado, y así seguiría hasta bien entrada la mañana del día siguiente. Un fuerte viento anunciaba el inicio de una tempestad, de esas que llegan raudas y se van igual en estas tierras. La ventana, casi sobre mi cabeza, se había abierto y el agua comenzó a caer. La cama se mojaba y yo estaba completamente empapado. Poco a poco, el piso del cuarto se convertía en un charco. Comencé a sentir frío, agudo y penetrante. Apliqué todas mis fuerzas, tratando de incorporarme, lo que logré después de más de una hora. Aterido y torpe, caminé sobre el piso mojado y me dirigí a la cocina. Desde el quicio de la puerta observé por primera vez una fisura que no había advertido en el extremo de la pared donde había fijado el librero con gruesos clavos. — Tendré que llamar a un albañil, pensé. Esa misma tarde fui al médico que me hizo un examen bastante superficial y no encontró ninguna causa aparente de los hechos que le relaté. Creo que no le dio mayor importancia a mis temores y, al decir del galeno, me encontraba perfectamente sano, aparte de las dolencias propias de mi edad. Me recomendó calma, me recetó unas pastillas para dormir y me despidió. Por mi parte, estaba convencido de que sucedía algo anormal y misterioso.


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Toda esa noche volví a vagar por las calles y, sin dormir, acudí a visitar a un amigo, siquiatra, antiguo compañero de andares académicos. Pensé que si, físicamente, no era posible encontrar una explicación racional a mi problema, entonces sería una cuestión mental. Así que fui con él y procedí a relatarle el caso. Lo podía hacer por la confianza que me inspiraba, pues a la mayoría de los psicólogos que conozco, no les reconozco cualidades para resolver algo. Al principio se mostró escéptico, pero al examinar con detenimiento mi aspecto, reconoció que expresaba un agotamiento impropio. Me recomendó que descansara, volviera a casa y dejara de deambular. Lo hice y, para mi sorpresa, esa noche pude dormir y desperté de buen ánimo. Regresé con mi amigo y me dijo que el problema estaba salvado. Todo había sido producto de una crisis nerviosa pasajera, que no me preocupara más y abandonara cualquier idea que pudiera alterar mis nervios de nuevo. Por la noche, regresando a casa, vi que todo se encontraba en orden y recordé que debía reparar la fisura en el techo de mi cuarto que, ahora, parecía menor.

Despierto a otro día y las cosas parecen normales, pero la fisura en la pared, cerca del techo, que ayer pareció disminuir, ahora se nota más grande. Trato de incorporarme y, otra vez, estoy paralizado. Los mismos síntomas, todo igual. Las experiencias anteriores me permiten dominarme lo suficiente para no perder la poca calma que aún soy capaz de mantener. Hasta entrada la noche consigo levantarme


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del lecho y salgo de nuevo a la calle. No regreso hasta el día siguiente, acompañado de un albañil para que repare la rara fisura, que se comporta de manera notoriamente anormal. Como si pensara. El trabajador prepara su mezcla y la distribuye cuidadosamente sobre la fisura que, dice, no llega hasta afuera del techo. Deberá corregirse. No tiene profundidad y no debiera afectar a la estructura del cuarto. La observo una vez más: es una elipse que parece trazada con cuidado geométrico. No parte del techo, sino de más abajo y termina justo en el ángulo superior izquierdo del librero. Se resana, se iguala la pintura y listo. Cae otra vez la noche.

Las sombras invaden mi pequeño jardín, salgo al aire de la noche que, suavemente, mece las ramas del tabachín que está al centro. Disfruto de una breve calma y trato de no pensar en el problema: todo está en mi cabeza, me digo. — Debe estar en mi cabeza. Me acuesto y hago un recuento de mi experiencia, del tiempo que duro paralizado, si se presenta de nuevo. Y sucede otra vez. Al día siguiente deambulo sin rumbo por las calles adyacentes. Algo me indica que no debo alejarme demasiado, aunque quisiera hacerlo. Al paso de los días, las horas de inmovilidad aumentan y calculo que en unos más podría permanecer atado a la cama para siempre. La idea me aterra.


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Pasan dos semanas. Es tarde. No hay solución. Ayer me he ido de parranda y al llegar a la alcoba me arrojé a la cama de modo que estoy en sentido inverso. Ahora veo la parte alta del librero sin dificultad. No tengo que voltear. También veo que la fisura apareció otra vez. La curva perfecta, como si respondiera a un cuidadoso diseño. No tengo ánimo para hacer nada y sólo espero. Pienso que desde hace tiempo no he abierto un solo libro. En el fondo me cansaron y estoy hastiado. No me interesa leer o releer texto alguno. La gran mayoría ahora me parecen insulsos, repetitivos y obvios. No hay desenlace que no pueda prever, ni derivación que no adivine. La verdad es que he llegado a odiar esos libros. En eso pienso cuando empieza a describirse un ángulo entre el fondo del librero y la pared. Se hace más pronunciado y comienzan a caer libros viejos sobre mi cuerpo, las cajas con revistas se abren y se desparraman por mis pies y casi cubren mi abdomen. Siguen cayendo libros, de todos tamaños, pequeños, medianos, grandes, ligeros y pesados. Se acomodan sobre mi cuerpo como si aletearan y se acercan a mi boca. Finalmente escucho un chirrido seco y estridente, como una carcajada irreverente y toda la estructura del librero viene hacia mí. Me sepulta. Nada qué hacer, no me puedo mover. Se acabó.


César

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e avisó Marco Antonio que César había muerto. Rodó por una escalera mientras trataba de subir al techo de su casa a colgar ropa. Era hombre de casa, dado a los pequeños menesteres hogareños. Jubilado ya, después de más de tres décadas en aulas y espacios concurrentes, su vida se desenvolvía de manera sencilla, como había sido él siempre, aunque amigos de coyuntura le trataran de convencer de lo contrario, ubicando complejidades que no se daban. Cuando la huelga normalista de los sesentas, abanderada por las emociones, y también por las ambiciones de adultos que veían en la condición estudiantil instrumento propicio para librar sus propias batallas, hablábamos con frecuencia y, a las citas de Marx, Althusser y otros, el simplemente decía: — Las causas del pueblo siempre tienen la razón. No hacía mucho, en una posada navideña, nos encontramos y cantamos canciones de Serrat, acompañados por el hijo de Germán Aréchiga, músico entendedor, como su padre. Se sorprendió César de mi familiaridad con algunas piezas tenidas como extrañas por el común de nuestros antiguos condiscípulos. — Yo haré las fáciles. Y tú haces las otras, dijo. César cantaba en los pasillos de la Normal: “Borrachita me voy, hasta la capital, a servirle al patrón que me mandó llamar…” 87


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— La voz tenue, débil pero muy armoniosa y a todos nos gustaba escucharle. En un medio ya contaminado por los ánimos que no se sabía, bien a bien, de dónde salieron, pero que “la brecha generacional” explicaba, decían los presentados como combatientes de los nuevos tiempos, César era admitido por todos, aunque claramente se formaba con los abanderados de la protesta, la que fuera. — Si están contra el estatus, han de tener razón, decía. Pero mientras a los pretensos de cruzados de la dirigencia estudiantil se nos miraba con coraje y agresión, a César, que formaba con nosotros, nunca le dirigieron una ofensa. Un año, o dos, antes de egresar como profesores, César enfermó gravemente y recuerdo que ello afectó a todos, de uno u otro bando. Se le cayó el cabello y enflacó hasta los huesos. Pero sanó y se vio después como si nada le hubiera pasado. Los sábados por la noche, en el trayecto de la vagancia, lo íbamos a buscar a su casa, donde vivía con su madre, a la que cuidaba. Salía a la puerta, pero nunca nos acompañó. Ahí nos quedábamos una hora o dos, hablando y callando, dejando correr la embriaguez que, de esa manera, parecía no tener maldad.

En la funeraria nos miramos unos a otros. De un tiempo acá sólo nos vemos en los entierros y, como siempre, hacemos planes para vernos en otras partes, lo que no sucede. — ¿Te acuerdas? Me decía Agustín.


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— César hizo la poesía que declamaste en el acto de graduación. — Me acuerdo de eso, de la poesía, nada. Ese día, el de la graduación, el acto sería en el teatro del Seguro. Llegué tarde y por poco no llego. Mi participación era de los primeros números, pero yo no estaba. — Cámbienlo de lugar, les dijo César. Llegará. Cuando por fin pude entrar al teatro, detrás del escenario lo encontré. No me disculpé y él nada más dijo: — Apúrate. Ya te toca. Los recuerdos circulan y en todas las miradas hay tristeza. Nos acercamos al féretro y, a relativa distancia, levantamos el brazo. — Adiós, amigo. — Luego nos vemos.



Un plan perfecto

H

ace mucho tiempo que Agustín Ratke presta sus servicios en una de las empresas que forman parte del consorcio internacional al que pertenece el señor William Spencer, quien es el jefe inmediato de Ratke. Éste es un individuo eficaz, excelente empleado, no presenta motivo alguno de queja para sus superiores, y varios años de experiencia lo han convertido en un ejecutivo de nivel medio. Una especie de empleado de confianza, aunque no goza de toda la que desearía, y su presencia, si no indispensable, se considera importante. A Ratke no le simpatiza en absoluto el señor Spencer. Esta antipatía ha surgido en los últimos años y no ha profundizado en los motivos, sólo la ha dejado correr y en los últimos meses ha llegado a tener impulsos que rayan en lo paranoico. Como producto de ello, una antigua idea ha cobrado fuerza en el cerebro de Ratke. La obsesión de asesinar a su jefe inmediato es cada vez más fuerte. Hay un brillo asesino en sus pupilas cuando tiene a Spencer frente a sí. Sin embargo, aquél parece no notarlo y nada más ve la sonrisa de su empleado. Spencer, el hombre que ahora ocupa nuestra atención, no es de ninguna manera una persona común y corriente. En lo físico es de aspecto robusto, el pelo ligeramente corto, a la usanza militar, tiene mirada de lince y un carácter sumamente especial, que si bien en ocasiones da la impresión 91


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de parecer alegre y condescendiente, las más de las veces es hosco con los subalternos y servil con los superiores, que son muy pocos. Dada su posición jerárquica, son mucho mayores las oportunidades de ser hosco con casi todas las personas con las que tiene relación. Sus actos están siempre encaminados, en primer lugar, a la protección de sus intereses económicos que, en su problemática individual, tienen el carácter de una gesta constante y, en segundo, al enaltecimiento −más ficticio que real− de su persona. Expresa un desmedido y poco creíble paternalismo para con sus subalternos, producto de las alucinaciones que su ego ocasiona, y a casi todos los considera parte de su obra, con raras excepciones. Ratke es una de ellas. Por las mañanas, Spencer recorre los escritorios que, en fila, parecen formar una valla hasta la oficina principal, la de él, y saluda a los empleados. — ¿Cómo amaneció? –pregunta a su secretaria y ésta, con cierto temor, le contesta: “Muy bien, gracias”. — Dele mis saludos a su marido, dice de vez en cuando, sin voltear siquiera a mirar a su presunta interlocutora. Lo que sucede es que Spencer trata de matizar el profundo desprecio que les tiene. Los subalternos son conscientes de esta situación y la aceptan con un dejo de burla y en el fondo se ríen, pero le temen. Ante la incapacidad objetiva para la burla evidente, recurren a la burla velada, la que tiene lugar en los mingitorios y en el comedor de la empresa. Hacen bromas de su persona y así pretenden conciliar su estrechez mental y su falta de dignidad con la realidad.


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Una cosa hay que señalar: el hombre conoce la situación –lo sabe a ciencia cierta– pero actúa como si ignorara todo. No toma represalias, no agrede en sentido alguno y solo exige una eficacia absoluta en el trabajo. Fuera de eso, se comporta normalmente. Ese hombre que no aprecia a sus subalternos, menos estima a sus superiores y, en estricto, a nadie considera. Su vida está programada en forma exacta, no abandona nunca sus propias normas establecidas en función de sus intereses solamente.

Pero no siempre fue así. En su juventud temprana, Spencer fue un desobligado, irresponsable en muchos casos. De esa época poco o nada recuperable venía a su cabeza, pero tenía remembranzas que le parecían un tanto extrañas. Por ejemplo, no encontraba la relación, de viejo sonaban en su cabeza piezas musicales que no recordaba dónde ni cuándo las había escuchado. Sabía que debió haber sido hace mucho tiempo. Habían sido populares, sin duda, su melodía era pegajosa y las letras remitían a los tiempos de su infancia, pero nada más. No era tristeza, propiamente, lo que le producían, pero tampoco alegría. Más bien era algo atemporal, contemplativo, lo que le dejaban. Nunca festejó un cumpleaños y cuando el día llegaba lo único que deseaba es que se acabara, que se fuera. Quizás lo que sucedía es que, primero, le remitía a alguna cosa recuperable de aquellos tiempos y, segundo, a un sentido


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de la obligación que no quería (como ha de suceder con cualquiera). Ahora vive solo y si tiene otros familiares no se conoce el caso. Frecuenta a unos cuantos amigos, sus costumbres son sanas −a nivel ejecutivo− y nadie le conoce desviaciones de índole alguna. Sus subalternos, que en cierto modo −ya se dijo− los considera obra suya, solo lo burlan, pero le temen más que le respetan en grado sumo. No aspiran más que a verlo alguna vez caído, pero no se atreven a provocar esa caída y la sola idea les aterra. En cambio, Agustín Ratke pretende matarlo.

Ratke está sentado frente a su sillón de empleado importante y su mirada vaga de un lado a otro. En la carpeta de su escritorio numerosos teléfonos le recuerdan sus altas responsabilidades, que considera ínfimas en relación al poder que conoce y palpa a diario. En realidad se siente un don Nadie. Eso piensa. Podrá engañar a algunos miserables empleados de segunda y tercera categoría, pero a él mismo no. Toda su vida ha sido vaciada lentamente en un embudo de forma telefónica y, a semejanza de las babas del paciente del dentista, ha ido a caer bajo los pies del odiado jefe, quien, como el dentista a las babas, las soporta como parte de su trabajo. Cada vez que hace esa reflexión un relámpago de fría cólera contrae su frente, sus manos se crispan y luego, despacio, en aparente calma, vuelve a sumirse en los pensamientos que antes de la interpretación metafórica de su vida le ocupaban.


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Sin lugar a dudas, las costumbres del señor Spencer son inalterables. Desde hace más de veinte años guardan una continuidad asombrosa, solo interrumpida por los viajes esporádicos a la Europa, siempre con algún importante asunto en la imprescindible agenda y rigurosamente controlados por su departamento de vigilancia personal. En su juventud, Europa le emocionaba y cuando por fin la vio le sobrevino un aburrimiento que le enfadaba. Él no quería que así fuera y se molestaba consigo mismo porque de nada disfrutaba. En las calles de Roma ha caminado muchas veces y una vez, para sorpresa de sus amigos, desde la estación Ostiense hasta el Vaticano, prácticamente sin parar y de regreso a la plaza del Popolo. Por las mañanas despierta a las siete, desayuna a las ocho, a las nueve aborda su automóvil guiado por su chofer, a las nueve y treinta minutos está sentado en su mullido sillón de espaldas a la puerta, bebiendo a pequeños sorbos una humeante taza de café brasileño y revisando despreocupadamente la correspondencia. A las diez llama a Ratke y le comunica los asuntos del día. A las once, Ratke sale de la oficina y es entonces cuando Spencer permanece veinte minutos a solas (sobre este virtual encierro diario los empleados han tejido innumerables hipótesis descabelladas) y solo Ratke sabe que en esos momentos Spencer no hace nada, absolutamente nada. Después, Spencer recibe visitas, comisiones, hace acuerdos de negocios, atiende llamadas telefónicas inter-


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nacionales, rinde el informe diario −por teléfono, a sus superiores− y a las tres de la tarde sale de su oficina, toma el elevador privado y baja a la calle. En la puerta del edificio espera a su chofer, que ha ido por el auto al estacionamiento privado, y saluda a quienes, respetuosamente, se inclinan a su paso mientras una amplia sonrisa de satisfacción desdibuja su correcto rostro anglosajón. Unos minutos más y Spencer está a punto para tomar la comida. El resto del día lo pasa en casa, pero eso puede variar en virtud de los compromisos sociales que tenga. De cualquier forma, todo entra bajo el control de su personal de vigilancia y, por norma general, cuando no se presenta algún caso especial, Spencer está en cama a las once de la noche.

La infancia de Ratke ha quedado grabada en forma efectiva en su personalidad. Tercero de cuatro hijos, hubo de asumir la responsabilidad familiar a temprana edad. Muerto el padre alcohólico, indiferente el mayor de los hermanos, Agustín trabajó desde muy pequeño y procuraba algún ingreso a la familia, que casi siempre se diluía sin causa aparente. En cierto modo, se puede decir que Ratke fue un hijo ejemplar, como después sería un trabajador y ciudadano también ejemplar. Hubo el momento en que su solo trabajo llegó a mantener a todas sus gentes. Definitivamente era un hijo ejemplar de acuerdo con los cánones sociales establecidos. Sin embargo, las consideraciones de que debió


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gozar no llegaron nunca a él y su espíritu se fue forjando al amparo del desprecio, que veía como injusto y desmedido puesto que a su ver no lo merecía. En esas circunstancias, Agustín Ratke se hizo hombre, creció en todo el sentido de la palabra, medianamente talentoso, para algunos brillante y, sobre todo, profundamente dedicado fuera la ocupación que fuese. La dedicación fue durante toda esa parte de su vida la norma esencial de su comportamiento. Recordaba que de niño, en la escuela, era seguro ganador de la medalla “a la asiduidad”, la que se daba a falta de otros méritos. En efecto, él nunca faltaba aunque pasara dormido media clase. Lo único que hacía falta en esa vida tan elementalmente trazada fue la combatividad, la iniciativa, la agresividad. Nulificado por una familia exigente y al mismo tiempo irresponsable, solo aprendió a cumplir con su deber. Ello se convirtió en una especie de molde en el cual fue encajado y, por eso, derivaba después, no logró hacer todo lo que hubiera sido capaz. Ese mismo defecto-cualidad lo convirtió, años más tarde, en el excelente empleado de confianza que ahora es, muy bueno para organizar y dirigir lo que otros han imaginado, pero incapaz para llevar a la práctica ideas propias. Mucho tiempo tardó Ratke en percatarse de esta realidad y logró ver claramente su situación de simple marginado, aprovechado al máximo por otros que tenían lo que a él le faltaba. Este conocimiento lo llevó a rechazar su medio, pero sin valor para identificare efectivamente con su incipiente rebeldía, solo logró hundirse más en la amargura que su vida a esas alturas era ya.


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Fue entonces cuando, de pronto, experimentó una especie de despertar y se sintió capaz de tomar decisiones. A partir de ese momento, toda su capacidad organizativa la ha estado empleando para llevar cabo un plan, difícil, sumamente complicado, pero no imposible para una persona con la capacidad de observación y planificación que él tiene. Todo su conocimiento y habilidad se ha canalizado para lograr un solo objetivo en forma perfecta: asesinar a William Spencer. Lograr ese objetivo representa una meta de lo más loable para Ratke y a ello se ha abocado con toda la dedicación de que es capaz.

Ha comenzado por investigar y organizar lógicamente todo lo que a la vida, hábitos y formas de comportamiento de su jefe concierne. A lo largo de varios años, la investigación ha rendido sus frutos. El subalterno conoce a la perfección todo lo que a su superior atañe. No hay minuto de un día cualquiera en el que Ratke no sepa exactamente lo que su jefe hace. En ocasiones, cree incluso saber lo que piensa y ha sido tan profunda su observación que en determinados momentos adivina realmente los pensamientos del jefe. Así, son varios ya los casos en el que Spencer recibe de manos de Ratke el documento que pensaba mandar pedir. En otras ocasiones se ha presentado en la oficina privada de Spencer, sin motivo aparente, solo para dar la información que éste esperaba. Al mismo tiempo, esa nueva cualidad mantiene asombrado al jefe y le ha procurado nuevos bo-


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nos a su capacidad y eficiencia. Por la misma razón, Ratke goza de mayores consideraciones y confianza de lo que anteriormente tenía a su favor. El esquema completo de Spencer está casi terminado desde hace cuatro años, cuando Ratke decidió llevar cabo su crimen, pero un acontecimiento imprevisto hizo que en esa ocasión desistiera de sus planes. Por causas desconocidas, Spencer escapó a la vigilancia de Ratke un día de ese año. Dada la minuciosidad con que el plan debía llevarse a cabo, por esa sola razón se abstuvo de llevarlo a la práctica. El mismo caso se repitió los dos siguientes años y por la misma causa la fecha del crimen fue postergada. Esa es, pues, la traba, la única traba: tres días en tres años Spencer ha escapado a la vigilancia de Ratke y se puede decir que eso ha salvado la vida del jefe. Pero este año Ratke ha superado el problema −cuando menos eso cree− y piensa poner en práctica el depurado plan en solo tres días más. De acuerdo con esto, los días de Spencer están contados.

Todo ha sido examinado hasta la saciedad y el plan por ningún motivo debe fallar. En las ocasiones anteriores algo debió omitirse, piensa Ratke, y por eso Spencer escapó a la vigilancia. Ahora la obsesión es mayor y un estado casi paranoico impulsa al subalterno a dar punto final a su misión. Ha estado sumamente nervioso en los últimos días, pero ello por nadie ha sido notado. Acostumbrado a disfrazar sus sentimientos, ha logrado que pase, para los demás, desapercibido el sentimiento de


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angustia que lo hace presa. Y el día de la comisión del crimen se acerca inexorablemente. No logra conciliar el sueño y repasa noche a noche los planes en busca de una posible falla pero no la hay, no la encuentra. Esta noche es la escogida y Ratke, en su casa, da los últimos toques a su atuendo y se prepara para ir en busca de su jefe. Todo va de acuerdo. El momento se acerca.

Ratke avisa a la portera que se encuentra sumamente cansado −como su jefe, vive solo en un apartamento céntrico− y le indica que no se le moleste hasta el día siguiente, lo que forma parte del plan. A las once y treinta minutos de la noche solicitará un servicio cualquiera de la portería, una vez consumado el crimen. Por la tarde ha llamado a un amigo. Provocó una invitación para reunirse esa misma noche y unas horas después avisa que no irá, porque se siente enfermo y cansado. A la hora prevista, sigilosamente abandona su departamento, saliendo por la puerta de servicio. Va vestido en forma común y no hay motivo para que llame la atención. Sin embargo, los nervios están a punto de traicionarlo y por un momento cree necesario reconsiderar la decisión que le ha tomado casi cuatro años estar en condiciones de concretar, pero abandona la idea −no sin algún esfuerzo− y sigue adelante. Ratke sabe que ese día no hay personal de servicio en la casa de Spencer. Para verificarlo, unas horas antes ha llamado por teléfono a su jefe por un asunto menor. Esto, en


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apariencia, constituye un error, pero no le parece así. Desde hace meses que Ratke llama por teléfono a su jefe con cierta frecuencia a sabiendas que todos los mensajes son registrados en grabadora. Llega frente a la residencia de Spencer y de una mirada recorre todos los detalles. Sólo unos segundos más y el subalterno se encuentra de pie en el jardín posterior de la casa. Luego se dirige a la puerta de servicio, con sumo cuidado procede a abrirla. Se encuentra sin cerrojo. Eso le sorprende un poco, porque iba preparado con lo necesario para violar la cerradura. Aunque no muy convencido, lo considera un hecho fortuito y con paso firme atraviesa la cocina, llega a la amplia estancia y gira hacia la escalera de acceso a la alcoba privada de Spencer. Sube lentamente −esta precaución en realidad está de más, el sueño de Spencer es sumamente pesado, casi fuera de lo común. Mide sus pasos, llega frente a la puerta de la alcoba, la mano derecha enguantada se introduce en el bolsillo y saca una reluciente llave −esta llave nunca ha sido probada, es una copia sacada a celeridad del original sustraído a Spencer hace años. Los riesgos en este caso son mínimos, pero importantes en grado sumo. Bastaría que Spencer haya cambiado de chapa para echar abajo todos los planes, pero Ratke desecha esta idea. Sabe que a su jefe no le gustan los cambios y que, en su manera de pensar, las cosas deben durar para siempre. Introduce la llave en la cerradura, pausadamente, ejerce una presión firme, y la cerradura comienza a girar.


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Recargado en el muro contiguo a la puerta, Ratke analiza la situación Al fondo y sobre la cama se distingue un bulto oscuro, arropado −si las luces estuvieran encendidas se podría ver claramente el rostro contraído por la emoción, la frente sudorosa y un rictus terrible dibujado en el rostro de Ratke. Introduce su mano derecha en la bolsa del chaquetón y extrae una pistola de calibre pequeño, con pasos cortos, deslizando suavemente la suela por el alfombrado piso, se aproxima aún más. Ahora puede distinguir claramente la silueta de su jefe entre las colchas, lentamente levanta el arma y dispara rápidamente hasta cinco veces, apunta a la cabeza y en la misma dirección. Al apagarse el último ruido, Ratke suspira hondamente y a toda prisa se dirige a la puerta. De pronto, escucha a sus espaldas una voz sumamente familiar para él y, en esos momentos, terrible: “Señor Ratke, vuélvase lentamente. Haga el favor de colocar su arma sobre la cama”. Ratke no alcanza a entender lo que está sucediendo. Con gran trabajo se vuelve y ve a Spencer de pie al lado de la cama, el bulto permanece tendido y una y otra vez recorre el trayecto entre el rostro de Spencer y la cama. Sin pensar, embrutecido por completo, obedece la orden. — Siéntese, ordena la voz, que no es otra que la de William Spencer, vestido con su bata de dormir y sin dar la impresión de haber dormido en absoluto. — Es muy interesante, le dice Spencer −Es en verdad un gran acontecimiento. Usted ha saciado sus instintos des-


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pués de una extraordinaria labor de investigación y vigilancia. — Le confieso que no lo creí capaz de llevar a cabo sus planes, pero íntimamente me siento satisfecho de su labor que, en cierto modo, es mía también. — Si me lo permite voy a explicar a usted porqué falló. Es un simple formulismo, claro, pero es una satisfacción que usted no podrá negarme, si yo le brindé la oportunidad de demostrarse a sí mismo su competencia y capacidad, ahora permítame hacer lo propio. — Comprendí la profundidad de sus traumas hace mucho tiempo, casi cuando le conocí. — Usted sabe que soy un profundo conocedor de la mente humana. Su caso no fue difícil, es preciso decirlo, pero sí paciente y algo complicado, en virtud de la gran cantidad de variantes que reúne. — A lo largo de varios años me dediqué a observarle, llegué a conocerle tanto como usted creyó conocerme a mí, solo que mi conocimiento sí es real y objetivo. Yo me basé en hechos concretos y usted, para su desgracia, solo tomó en cuenta lo superfluo, lo que no reviste importancia. — Si en lugar de examinar mis trayectos, mis usos y costumbres, hubiera estudiado con la misma profundidad mi carácter, probablemente este desenlace sería distinto. — Valga esto como un reconocimiento a su capacidad, pero perdió miserablemente su tiempo. Le dejé llegar al final porque paralelamente a sus planes yo elaboraba otros, un tanto similares, y era necesario llegar a este momento, como lo podrá comprender usted rápidamente.


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— Fue muy prudente de su parte suspender su intento cuando yo me perdí a su vigilancia en tres ocasiones, en igual número de años. Debido a esa circunstancia llegué a temer realmente por mi vida, pero el error fundamental cometido por usted fue el no haber agotado sus recursos hasta saber realmente por qué me había yo sustraído a tan efectiva labor. De haber logrado eso, yo no estaría aquí ya, porque usted me hubiera destruido con mayor facilidad de la que pensaba y sin ningún riesgo. Sin embargo, no lo hizo y fue cuando supe a ciencia cierta cuál sería el desenlace de esta aventura. — Bien, señor Ratke, usted no supo mi paradero en esas ocasiones por una simple razón: yo no lo quise, porque en esas ocasiones cometí tres asesinatos, uno cada vez, escrupulosamente planeados, casi como el suyo, con la gran diferencia de que yo sí tuve éxito, lo que es obvio. — Pero no es todo, le confieso que yo soy un asesino nato. Hace más de veinte años que lo supe y desde entonces, sistemáticamente, he asesinado a un hombre cada año. — Eso proporciona un gran descanso a mi espíritu. Usted no es el único paranoico. Todos en algún momento de nuestras vidas nos sentimos cansados y surge la necesidad de catalizar nuestras frustraciones de alguna manera. Ciertamente una de las más efectivas es la elegida por nosotros… puedo decirlo así ya que usted es también un asesino, al igual que yo, entiéndalo, es lo mejor. — ¿Cómo pude descubrirlo?


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— Le repito, la respuesta está en el carácter. Si examinamos con la debida atención el carácter de los individuos podemos llegar a saber qué piensan, qué pretenden. Su sólo rostro me reveló todo lo que necesitaba saber. — Volvamos al asunto. Este año usted advirtió que yo no escapé a su control y pensó que el error había sido salvado y decidió llevar a cabo su plan –excelente, repito− pero aquí soslayó una vez más otro hecho extremadamente importante: — ¿Por qué había sido ahora tan fácil, llevar a cabo el control? — ¿Por qué, si en tres años la explicación había materialmente escapado a sus habilidades, si toda su capacidad había fracasado estrepitosamente en tres ocasiones y no pudo encontrar ninguna explicación racional, porqué ahora aceptar cándidamente la nueva versión? — Lógico hubiera sido esperar un año más. Eso hubiera hecho yo. Entonces me decepcionó usted por primera vez y fue cuando decidí llevar a cabo mi propio plan.

— Una vez que ya sabe usted todo lo anterior, imaginará una cosa: ¿Acaso he abandonado mi costumbre de asesinar año con año a una persona? — De ninguna manera, señor Ratke, no lo he dejado de hacer. El plan elaborado por mí en esta ocasión es el más perfecto de todos, es uno de los que más satisfacciones me han dado. Ya le señalé que, paralelamente a sus planes, yo elaboraba los propios, pero en función suya.


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— Yo he planeado su asesinato, mientras usted planeaba el mío. — Solo faltaba un detalle, nimio y circunstancial ¿Cuándo vendría usted? — Era todo. Y supe que vendría hoy cuando llamó por teléfono hace unas horas. Ese fue su penúltimo error. En su nerviosismo no se percató de que el asunto sobre el cual me interrogó ya me lo había planteado en la oficina. Sin embargo eso no lo explica todo. Desde hace meses usted ha llamado a mi casa por lo menos tres veces por semana y siempre para certificar detalles sin importancia, cosa inaceptable en un empleado con su capacidad y eficiencia. Además, al mismo tiempo experimentaba cambios visibles en su conducta. Acostumbrado como está a mantener un ritmo de trabajo intenso, al aumentar los asuntos que le ocupaban, se vio en la necesidad de acelerar el ritmo de trabajo en la empresa. Eso incrementó en gran medida su eficiencia, y también me dio la clave de que la fecha se acercaba. — Su eficiencia fue desmedida, sus funciones se multiplicaban y cualquier otro empleado hubiera hecho eso con un fin comprensible: pedir un aumento de sueldo, una promoción, un crédito, cualquier cosa que justificara sus servicios excelentes. Pero usted no hizo nada de eso, porque su meta era otra bien distinta. — Por último, hoy me encuentro solo, pero ¿desde cuándo acostumbro dar descanso los viernes a mis ayudantes? Desde que usted en seis meses continuos no dejó de llamar un solo viernes. Yo soy sumamente metódico, pero usted lo es más. Usted descansa sistemáticamente los sába-


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dos y siguió esa norma hasta para planear mi asesinato. Me vi en la necesidad de cambiar algunas de mis costumbres, pero el fin era justificable. — Le decía, hace unos momentos, que este año usted logró llevar a la perfección sus observaciones. Conoce la razón: porque yo quise que así fuera. Ahora, ya sabe que usted vino aquí a morir, porque es mi víctima. Le confieso que, al percibir su llegada, pensé en perdonarle, pero le había dejado una última señal: el cerrojo de la puerta trasera sin seguro. Es cierto que el muro externo parece suficiente pero, conociéndome, debió usted saber que algo no andaba bien. Le ganó la ansiedad y siguió. Ya no era usted apto para esta lid.

— Spencer guardó silencio, Ratke, petrificado al pie de la cama no acertó a pronunciar palabra alguna. Miraba fijamente a su jefe y ahora su victimario. Se preguntaba cómo era posible que las cosas sucedieran de esa manera. De pronto, una detonación lo volvió a la realidad. Spencer, con un arma en la mano, le acababa de disparar certeramente. Poco a poco el cuerpo de Ratke se dobló hasta pegar su frente en el filo de la puerta. Todos sus pensamientos se desvanecieron y al cabo de unos segundos su cuerpo reposaba en el alfombrado piso de la lujosa alcoba, en profunda y por primera vez inalterable calma.



Los ecos

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aminar las noches por las riberas del Sena ha perdido poesía. Los malos olores, propios y extraños, quizás son cómplices y las caras de los transeúntes, plenas de congoja, ya no proyectan el romance noctámbulo de alguna filmina de época. Caminar por el Sena, divisando barcazas que a veces parecen torpedos y otras torpes lanchas, ya no rememora los destellos que se parecen, poquito, a la felicidad relativa. Quisiera regresar a Chartres, cuya catedral me tiene embrujado y sin poder hablar con Fulcanelli. En octubre me iré a Roma, donde ya trataron de asaltarme dos veces (estamos, como se ve, emparentados en todo) y después a Rimini, nada más por la lluvia fría. No se necesita mucho para eso. De común llevo pasajeros aunque la guardia advierte siempre sobre peligros. Suelo acampar cuando no tengo mucha flojera. Si no, le doy vuelta a una manivela del asiento de mi carro y duermo ahí. Por las mañanas pido café en alguna casa, o lo compro en un mercado, como algo de pan con miel. Sigo de frente. En Roma, donde se puede ver al Papa sin mucha dificultad, lo que más me gusta es caminar el Lungotevere, desde el castillo de San Ángelo hasta las puertas de la Basílica de San Pedro, la que se empezó a construir, por orden de Julio II, el 18 de abril de 1506 y se terminó el 18 de noviembre de 1626. Por ahí maquilaron Bramante, Bernini y Miguel Án109


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gel, y en ocasiones parece que todavía la están haciendo. El Papa me sigue pareciendo demasiado terrenal. Así ando desde hace unos años y seguido me río de los que no se atrevieron a retar al éxito seguro; de la academia que se viste de seda y de los reconocimientos de papel. Aunque también me asalta, de noche, la soledad y me dan ganas de regresar. Si quiero, regreso, pero no duro mucho sin la libertad del aire nocturno y la nieve que baña. En cuanto llego a París me voy al Sena, a caminar al filo del agua, como en Roma el Tíber y en Florencia el Arno. Siempre, cada vez. Pero ya no se puede andar con tranquilidad por aquí y miren que no es tanto por los demás, sino por los fantasmas que suelen caminar a mi lado. Últimamente los veo hasta de día, lo que no está mal pues la mayoría se visten bien y sus rostros son afables. Es un tanto impropio: los fantasmas deben andar de noche. Pero eso no es lo que me angustia: son los ecos de la noche, que están por todas partes. — Y aquí, yo solo, caminando.


Tessier

B

usqué, y encontré, a Eduardo Tessier. Hacía cosa de 45 años que habíamos emprendido un viaje fantasmal a la frontera. Casi al final del trayecto, el pequeño auto con cuatro pasajeros volcó saliendo del tramo de Laguna Salada, en Mexicali, a las puertas de la Rumorosa. Uno de los pasajeros miró el vehículo que, increíblemente, quedó sobre sus cuatro ruedas y dijo: “es el carro de la muerte”. No se subió, porque aún rodaba, y se fue caminando hasta la casa donde lo dejamos, unos cien metros atrás. Pero Tessier y yo lo abordamos. Yo iba manejando y mía fue la culpa de ese momento. Minutos antes había despertado de una especie de letargo, esa intención de dormir sin lograrlo, en el que los cuatro pasajeros caíamos cuando hacíamos alto para descansar. Dos días antes nos habíamos encontrado en un bar mediano, por Olas Altas, cerca del Colegio del Pacífico, y Tessier cantaba acompañado de mariachi. Lo hacía bien. Por esas casualidades que se dan en las cantinas terminé acompañando al trío que Tessier comandaba. Dos, que parecían sus guardaespaldas, me miraban con desconfianza pero luego, en el decurso de la plática y de los gestos, me aceptaron. Se dieron cuenta que no me importaba en absoluto quiénes eran ni qué hacían. En verdad, ni en cuenta lo tenía, me era indiferente por completo. Del bar salimos a la zona de tolerancia y Tessier se movía como el padrote que todo mundo conocía. Y no lo era. 111


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En cambio, sí era capaz de hacer entrar en plática cerrada a cualquiera y, a las damas, las embelesaba solamente con gestos y miradas. — ¿Hasta dónde vas? Me preguntó. — Vengo del Distrito y, si bien me va, voy hasta Tijuana, a ver a mi tío. — Nosotros también, dijo Tessier. — De ahí me paso al otro lado. Mi mujer me va a recoger. Los habían deportado, según entendí, con otros nombres que no eran los de ellos porque así estaba mejor y ahora iban de regreso, con los propios. Abordamos el pequeño vocho y, camino a la Zona, me propuso que viajáramos en grupo hasta la frontera. Ellos pagarían gasolina y comida, yo pondría el vehículo. Me pareció bien. Era una etapa de mi vida en la que cualquier ocurrencia me parecía bien. A eso de las cuatro de la mañana despertamos en una hospedería de la avenida Juárez, que ni a hotel de mala muerte llegaba, en unos catres. Salimos, compramos unos jugos aguados y unas piezas de pan. Y vámonos. — Tengo que parar en Culiacán, para ver a mi madre, les dije. Con cierta desconfianza, aceptaron, y llegando a mi ciudad los dejé en el parque Revolución, donde vendían y venden raspados. — Aquí me esperan. Dejaron sus cosas en el auto y Tessier me miró fijamente: “Te esperamos”.


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Llegué a mi casa del bulevar Madero y mi madre estaba más preocupada que furiosa. Como sea, hacía tiempo que marginaba sus corajes, lo que no tiene remedio no tiene remedio, y me dio la bendición. Tomé unos cambios de ropa, los amarré, pues no tenía maleta, y partí de regreso al parque. Ahí estaban los tres pasajeros, un tanto incómodos, pero ansiosos de retomar el camino a la frontera. — ¿En qué trabajas? Preguntó uno de ellos, de nombre Marcial, creo recordar. — Soy maestro, le dije. Hizo un gesto a su compañero y se echó a dormir.

Cerca de San Luis Río Colorado, después de casi 24 horas de camino, por diversos contratiempos menores, se desinfló una llanta del carro. No llevaba refacción y esperamos por un camión que se detuvo, en pleno desierto, con un calor infernal cerca de la media noche. En el techo del carro se había acomodado una serpiente. La vimos y nos fuimos. En una vulcanizadora que encontramos abierta, Tessier decidió comprar dos llantas, pero de mucho mayor tamaño que las apropiadas para el pequeño vehículo. De la medida correcta no había, aunque entraban perfectamente en los dos rines que habíamos quitado y llevábamos con nosotros. Al salir de Mexicali fue que nos detuvimos a descansar y, al retomar el camino, pasando Laguna Salada, volcamos. El reloj de pulsera que llevaba en la muñeca izquierda, el mismo que había pertenecido a mi padre, se me incrustó


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y tuve que sacar con unas pinzas partes del extensible de mi brazo. En una choza cercana dejamos el carro y tomamos un camión a Tijuana. El dueño de la casa se me quedaba viendo. A cada rato preguntaba: — ¿No te dio miedo? No, contestaba, pero sí me preocupa lo que sigue. Abordamos el autobús y, para mi sorpresa, llegando a Tijuana, Tessier nos llevó al hotel Ceasar’s, entonces uno de los más caros de la ciudad y ahí esperé a mi primo Toño a que me recogiera y llevara a su casa. Al irme, Tessier me entregó una pequeña hoja de papel con dos números telefónicos y un domicilio. — Si se te ofrece, en Los Ángeles. Lo guardé en mi cartera y ahí estuvo mucho tiempo. Pasaron tres años y un día llamé. — ¿Quién lo busca? Preguntó una voz, en inglés. Di mi nombre y alguna referencia del encuentro aquel. — Vuelva a llamar dentro de una hora, me dijo la voz. Llamé y me contestó Tessier — ¿Dónde estás? –Voy a mandar por tí. Dos horas después iba camino a Las Vegas, con el chofer de Tessier, quien estaba muy ocupado y hasta el día siguiente nos alcanzaría.


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Nada qué ver con aquel que encontré en la cantina del malecón mazatleco. Tessier se acercó a la mesa de ruleta donde yo estaba y de inmediato le abrieron lugar. — ¿Cómo has estado? — Más tarde platicamos, porque ahora voy a jugar un poco. Y empezó a colocar fichas de cien dólares en la columna del uno al 18 y luego al color negro. Perdía y repetía la jugada, al ganar la cambiaba. De cuando en cuando empujaba unas fichas a mi lugar para que hiciera otro tanto. Era mucho, miles en unos minutos. Luego de una hora, más o menos, se levantó y nos dirigimos al restaurante. ¿Qué vas a hacer? Preguntó. — No sé, regresar a Los Ángeles y luego a Sinaloa, contesté. — Bien, dijo. Es lo mejor. Yo no te puedo proponer negocio alguno. No sería justo. — De acuerdo, dije, y a la mañana siguiente el chofer de Tessier me dejó a la puerta de la casa de mi primo Ernesto.

Volví a llamar dos años más tarde y me contestó otra voz: — ¿A quién busca? — A Eduardo Tessier, dije, y proporcioné algunas referencias. La voz me dejó hablar, pero luego dijo:


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— Aquí no vive. No lo conozco, ha de estar equivocado. Volví a revisar el número de teléfono y le dije: este es el número. Hace unos años hablé a donde mismo y me contestó él. — Lo siento, está equivocado. — Deje sus datos, si quiere, por si consigo el número al que se haya cambiado y se lo mando. Con cierta desconfianza, le dije: ellos conocen mi domicilio. — Bien, si encuentro algo, les digo. Al día siguiente, una limusina se detuvo frente a la casa de mi primo Ernesto. Bajó un señor entrado en años, delgado y con profundas arrugas en el rostro. — ¿Cómo ha estado? –Preguntó. — Bien ¿y Eduardo? — Está muerto, soy su hermano. Me platicó de Usted ¿Todavía canta? –A veces. — Que parecía su hijo, decía, y ahora que le veo los ojos, sí, se parece. — No lo había pensado. — No importa, así está bien. — Le traigo estas fichas que olvidaron en la mesa de Las Vegas. — Y si no las juega, mejor. — Adiós, cuídese. Y se fue.


Por ahí andan

T

odavía hay mucha sangre regada por estas tierras. Las esperanzas se revuelven en el aire y los campesinos siguen trabajando lo que no es suyo, comiendo a hurtadillas el pan que pueden y ocultando los títulos de propiedad que desde hace cientos de años sus ancestros les dejaron: “para que no se los roben”, dicen, pero igual de nada les sirven. En los años anteriores al Cardenismo, la “revolución” estaba tomando un respiro, mientras las haciendas resurgían como el ave Fénix. Dígase lo que se diga, sólo que ahora hay que guardar las apariencias. Ya no se puede ser el jefe y exhibirse como el jefe, ahora se es el jefe y otros monos se exhiben. Ahora unos firman y otros cobran, están naciendo los señores pequeños propietarios, se está gestando el fraude salvador. La calma retorna, pero de oídas, vil semejanza porfiriana. Allá en la sierra anda corriendo mucha gente todavía con los pergaminos amarrados a la panza y la panza como pergamino, algunos honores se están disfrazando. Es que ahora ya casi todos son “revolucionarios”.

Don Ramón Carranza está sentado en el portal de la hacienda. Como muchos, consiguió que le dejaran “la cuñita, las tierritas de arriba”, pero son las mejorcitas, sí señor, aunque las únicas que se queda ¿Sabe? 117


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— Y no hay que ser, por eso el “revolucionario” repartidor se las dejó. Bastante hizo el pobre hombre con entregar una parte de lo que se había robado. Ahora don Ramón, sentado al borde del terraplén, mira pasar a sus peones, que ya no tienen tienda de raya, pero tampoco tienen raya y con sonrisa bonachona se quita el sombrero a su paso y ya casi tiene cara de mártir. Parece tan bueno. La realidad es bien distinta: don Ramón ha metido pleito a una gran extensión de tierras, “para la familia”, claro. Sólo dos mil hectáreas, pero de las buenas, y tiene a los mejores abogados del estado, los más prestigiosos, y los más sinvergüenzas, ya se sabe. En estas condiciones es fácil prever el desenlace.

Don Ramón es gordo, obeso, de rostro grasiento. Fue heredero de fortunas, el hijo típico del hacendado porfiriano. Con las vueltas de estos tiempos (que ya van de regreso) aunque se cuida bien de expresarlo, odia más a los desarrapados, “porque trataron de destruir un estado de cosas construido con el sudor de las frentes honradas” y −si bien se pliega a las disposiciones de los herederos del supremo gobierno− en el fondo espera la oportunidad para volver a poner las cosas “en su cauce normal”. Carranza tiene un grupo de antiguos peones “sumamente fieles y agradecidos” que no lo dejan ni a sol ni a sombra. A diario recorre con esa compañía sus sembradíos, tal y como lo hacía antes de la “revolución”. Pero no


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siempre escoge la misma ruta y no siempre son los mismos acompañantes los que con él van. Solo uno de sus fieles le acompaña siempre: Filomeno Castro, hijo de otros Filomenos Castro que antes acompañaron siempre a otros Ramones Carranza. Fidelidad “a toda prueba”, valiente y temerario, más temido que respetado por sus compañeros, Filomeno es una garantía de seguridad al lado de don Ramón. Es casi como un perro, no escucha lo que no debe, olvida rápidamente lo que debe y goza de prerrogativas insospechadas para un simple peón. El grueso de la guardia nunca va acompañando a don Ramón. Se encuentra repartida por los recodos de la ruta escogida y los cambios son comunicados sobre la marcha. Filomeno se encarga de todo. Al llegar a determinado punto indica a varios hombres que se dirijan a cierto lugar, rápidamente se desplaza a otro y en unos cuantos minutos llega con el contingente. Los miembros de la guardia nunca saben cuál será la ruta a seguir. Esta precaución no está demás, los “bandoleros” son sumamente hábiles y ya son varios los casos en que otros terratenientes han caído en desafortunadas emboscadas. Solo con un grupo de esos “bandoleros” han entrado en tratos: el que comanda Serafín Castañeda. Se volvió muy fuerte y Don Ramón paga cierta cantidad cada quince días a esa tribu, que le presta un gran servicio. Se encargan de eliminar a la competencia para no tener que repartir el queso y así simplifican la labor de vigilancia que Filomeno comanda. Pero no por eso don Ramón ha dejado de ser extremadamente metódico.


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— No están demás todas las precauciones, dice. Una vez, Filomeno contestó sin pensar, además el miedo no anda en burro. Don Ramón buscó furioso el rostro moreno, pero Filomeno no reparó en el caso y siguió erguido carabina al hombro, como si nada.

Matías Estrada es el jefe de los abogados de Don Ramón y de él se dice que nunca ha perdido un “pleito”. Tiene sesenta y cinco años de edad y es sumamente hábil para defender los “derechos” de los latifundistas que se disputan sus servicios. Periódicamente viaja a otros estados para dar asesoramiento a clientes y en el mundanal ruido del pueblo goza de gran prestigio social. Se dice que tiene influencias en todas las cortes del país y su solo nombre es respetado por jueces y agentes, porque forma parte de esa fauna especial, sapientísima, de quien con frecuencia se dice: “Sí, es un contrarrevolucionario, es derechista, pero es muy capaz, pocos como él dominan su profesión y además, dentro de lo que cabe, es honesto”. Estrada anda inquieto últimamente porque se están dictando disposiciones presidenciales, ordenando la afectación de tierras. Dentro de las posibles afectadas están las de don Ramón y la única forma de salir del embrollo será que nadie solicite las tierras de su jefe. Eso sólo se puede lograr de una forma: que no haya solicitantes.


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Estrada aconsejó repartir alguna tierra, antes de afectaciones, y lo hicieron, pero entre los incondicionales de don Ramón, entre familiares, al mismo abogado, a los líderes corruptos, quienes con la ventaja de no tener que trabajar la tierra y cobrar por prestar su nombre han alcanzado así la seguridad económica que anhelaban. Pero eso no es suficiente, hay todavía muchos alebrestados que quieren tierra, por derecho y a como dé lugar y a estos hay que convencerlos de que no quieren la tierra, de que están muy contentos con servir de peones, de que viven muy bien y que además se lo digan al repartidor presidencial. — La producción, dice Estrada, bajo una dirección hábil, se incrementa y quién mejor que don Ramón para regir los destinos de estas tierras, conocedor del negocio y convencido de las positividades revolucionarias. — Es una garantía para elevar el nivel de vida de la comarca, agrega. Pero resulta que los peones no comparten eso y tercamente reclaman sus tierras. Entonces la solución fue bien clara: — Quieren tierras, bueno, les vamos a dar suficiente para que descansen en ellas.

Un día de tantos, don Ramón se encuentra recorriendo sus tierras y, debido a la tensión que priva en la región, las


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precauciones se han extremado. En un recodo, Filomeno sale a galope tendido al cambio de guardia. Don Ramón no deja ir a la fracción que saldrá a su nuevo punto pero, pasados unos minutos, ordena su salida y con solo cuatro guardias permanecen en sus monturas, esperando a Filomeno, que no debe tardar. De pronto, de entre la espesura irrumpen cinco jinetes disparando a discreción sobre la sorprendida guardia. La balacera es nutrida y está a punto de sucumbir el jefe, cuando, volando literalmente, surge un jinete gritando y blandiendo en la mano izquierda un filoso machete, en la derecha la vieja cuarenta y cinco y en solo un instante derriba a tres oponentes, uno de ellos con la cabeza materialmente separada del tronco por furibundo machetazo. Rápidamente los asustados agresores emprenden la huida. Pero sólo dos de ellos. Los restantes han quedado sobre el improvisado campo de batalla. El jinete salvador los sigue un trecho disparando y luego regresa a toda prisa, da el tiro de gracia a los caídos y vuelve lentamente la vista a su jefe. Este se encuentra petrificado, lo ha asustado la agresión, pero en el fondo le ha asustado más la acometida del fiel Filomeno quien, diligentemente, pasa revista a los caídos. Solo uno de los guardias ha quedado con vida y con sangre fría Filomeno apunta a la cabeza del superviviente y dispara. El estampido inunda los sentidos de don Ramón. — Tiene la pierna derecha deshecha, su atención hubiera sido un gran problema, señala, inflexible, Filomeno. Don Ramón ordena la marcha de regreso.


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Pronto se sabe lo acontecido, pero su magnitud es disminuida por don Ramón quien solo lo llama “un incidente sin consecuencias”. La fama de Filomeno crece y se empieza a convertir casi en una leyenda. A los días de aquello viene la dotación de tierras. Mil quinientas hectáreas le son afectadas a don Ramón Carranza y el plan se pone en operación: nadie que haya firmado como solicitante debe quedar en la región y Ramón se va a la capital del estado, no quiere estar en el escenario cuando la orden se cumpla. Filomeno es el encargado de dirigir la operación y además contratan los servicios de Serafín Castañeda, que cobrará por cabeza. La eliminación comienza y la región recibe una vez más su baño de sangre. Decenas de familias quedan sin jefe, otros muchos emigran y poco a poco la empresa llega a su fin. Filomeno es diligente, hábil. Don Ramón ve con satisfacción que sus cálculos fueron acertados.

Los sucesos llegan a oídos de las autoridades quienes se concretan a enviar una comisión para que investigue e interrogue. Lógicamente, no hay con quien investigar, los solicitantes ya no están y los que quedan niegan los hechos. Aquí no ha pasado nada, los investigadores se van y rinden su informe. Don Ramón tiene ya más de un mes en la capital y es libre de toda culpa. La razón de la matanza se presenta como


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“un conflicto entre campesinos, que degeneró en guerra interna”. Matías Estrada se apunta un nuevo triunfo, sacado de la manga e inconfesable, pero triunfo después de todo. Por ello es generosamente recompensado y las futuras generaciones de Estradas podrán emular a los Carranza: al abogado le dan una gran extensión de tierra. Han ganado. De los que lograron huir, muchos se fueron a la sierra y no bajan para nada. Pasado algún tiempo, pocos se acuerdan de ellos y cuando se le ocurre a alguno bajar, el único que no los ha olvidado se encarga de arreglar el asunto. Filomeno ejecuta con celeridad y eficacia. La calma de la región está asegurada por mucho tiempo. Pero la mayoría de los sobrevivientes sigue allá, arriba.

A unos cuantos pasos de las caballerizas de la finca de don Ramón hay un terreno enmontado y en la parte baja se puede ver un aguaje que por las noches es muy concurrido por animalillos. Uno que otro venadillo bajaba por ahí al agua, pero el aguaje se contaminó, los venadillos ya no bajaron y el paraje quedó olvidado. Como no pertenecía a don Ramón, no fue desmontado y la maleza crece entre flor de baiburín y palo blanco intrincado. En ese lugar, en un declive oculto, hay un viejo pozo. Este pozo está ubicado desde siempre fuera de las tierras de don Ramón y en tiempos de don Porfirio servía para que los peones de la hacienda sacaran agua para su consumo personal.


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En tiempo de secas, el padre de Filomeno vendía agua a los campesinos de los alrededores, pero hace ya muchos años que el pozo se secó y todos se olvidaron de su existencia, la maleza acabó por cubrirlo y nadie lo recuerda. En ese pozo arrojó Filomeno a sus muertitos. Muy profundo, todavía no alcanzaba a llenarse. Sobre cada cadáver se echaban algunas paletadas de tierra. Era el cementerio particular de don Ramón.

A Filomeno empezó a gustarle la señorita Alicia. Muy bonita, de rizos color oro, era una delicia su contemplación y el peón predilecto se comenzó a dar cuenta de que también era el predilecto de la señorita Alicia y cuando, una vez en los corrales, ella se le acercó y le dijo “que valiente eres Filomeno” él hubiera querido tener delante a cualquier rebelde para hacerlo pedacitos a machetazos, para que la niña viera que era aún más valiente de lo que ella pensaba. Otra vez, en la cocina, la niña le ofreció una taza de humeante chocolate y él, profundamente apenado, la rechazó con un pretexto estúpido y salió volando, pero alcanzó a oír que la niña le gritaba: “después, cuando tengas ganas, te tomas el chocolate”. Había un problema, y grande: la niña era la hija de don Ramón. Cuando no andaba cumpliendo encargos de su patrón, Filomeno se dedicaba a espiar a la niña y día con día se le veía trepado en las trancas del corral adyacente a la finca esperando a que saliera de la casona y que agitara su


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manita. Él contestaba con una inclinación y haciendo aire con el sombrero. De pronto, Filomeno comenzó a bañarse todos los días. De aspecto indígena, de gesto hosco, no era preferido de las mujeres pero tenía las que quería, nomás las pedía y se las daban. Hasta una que otra güera de la ciudad había sido de Filomeno, cuando en compañía de don Ramón visitaba los prostíbulos más finos. Carranza le decía: “espérate aquí y ahorita te mando una botella de vino bueno y una güerota para que te entretengas”. Pero la señorita Alicia le parecía bastante mejor. Cuando montaba dejaba ver unas pantorrillas que ya las quisiera la mejor güera de la ciudad y cuando volteaba a ver a Filomeno, y se levantaba la falda de montar, la respiración se le iba por mucho rato. Esta situación todavía pasaba completamente desapercibida, ya que Filomeno se cuidaba mucho de que alguien se enterara. Un día don Ramón le dio una palmadita en el hombro y le dijo: — Ya es tiempo de que te busques una india para que te cases. Tú escoge, la que sea, ya sabes. Filomeno frunció el entrecejo y no contestó. Nomás se fue. Cuando terminó la cacería después del reparto de tierras, Filomeno se pasaba todo el día rondando la casa grande. Cuando veía a la niña Alicia, se escondía, en los pajares, donde fuera. Un día, cuando estaba revisando los herrajes de un caballo, al estirarse violentamente sintió el roce de una piel muy suave, volvió rápidamente la vista y vio a la niña Alicia detrás de él, “ni modo de correr”, pensó y se


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quedó como idiota viendo los azules ojos de la niña que le sonreía abiertamente. — Usté dirá, dijo sin pensar y ella se lo llevó a los pajares solitarios y le enseñó cosas que el indio no había visto nunca a pesar de haberlas visto muchas veces. Pero era algo diferente, algo con lo que ni siquiera había soñado y cuando la niña le abrió las enaguas y las piernas, Filomeno se sintió más poderoso que nunca. Ni aun cuando había matado a más de cinco se había sentido tan hombre.

Esa tarde, Filomeno se fue de parranda al pueblo, se tragó dos botellas de aguardiente, se jaló una música y se fue para la casa grande. Una imprudencia casi suicida le dictaba actos que no podía, ni quería, controlar. Ya lo estaba esperando Don Ramón y lo vio muy alebrestado. Lo quiso mandar a dormir y por primera vez en su vida Filomeno no obedeció a su jefe, que se atrevió a darle de cachetadas, y le dijo con la mirada vidriosa: “Usté es mi jefe, siempre lo ha sido, pero ni aun así yo le aguanto esto a nadie, si no fuera padre de quien es....” y se fue rumbo al arroyo. — Tú tienes todas las viejas que quieres, nomás las ves y ya, pero eres muy bruto y ya te metiste en camisa de once varas. Ahora a ver cómo le haces para salirte. Serafín le habló así a Filomeno, pero él no le hizo caso, no quería salirse. Por el contrario quería meterse más. A los días, Filomeno esperó a la señorita en las trancas, muy de mañana, la invitó al arroyo grande y ella le dijo que sí. Ya


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de tarde regresaron a la casa grande. Don Ramón, con los brazos en jarras, los esperaba en el dintel de la puerta. De dos reveses le rompió la boca a la niña y le dijo a Filomeno: — Te podías haber echado a todas las hembras de la comarca y ahora ya no tienes tiempo de nada. Como te dijo Serafín, eres muy bruto, ese es tu problema, aquí te vas a joder indio de mierda. Cuando el indio quiso sacar la cuarenta y cinco, ya Serafín le había clavado dos balazos en el pecho. Con la mirada llena de arena, alcanzó a ver como las enaguas de la niña revoloteaban para adentro de la casona. Luego se fue cayendo de ladito, sin soltar el arma. No se animaron ni a quitarle la pistola y con todo y todo lo echaron al pozo viejo, junto con los que él mismo había echado. Serafín se convirtió en el nuevo lugarteniente y cuando veía que la niña le sonreía, nomás pegaba un brinco y decía quedito: — Vale más que digan aquí corrió...

Don Ramón era un señor muy cristiano. No había domingo que no fuera a misa. Ya en la capilla de la hacienda −donde la misa más parecía un homenaje a don Ramón− ya en la iglesia de la capital, siempre dejaba una limosna considerable. Eso le valía gran aprecio de los curas, que lo consideraban “un hombre de fe”. Luego de la muerte de Filomeno, don Ramón se fue a la capital, donde también gozaba con las deferencias que la gente le otorgaba. Prefería recorrer a pie el trayecto de su casa colonial a la iglesia,


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repartía saludos y contestaba a las inclinaciones. Se sentía muy bien. El trayecto duraba unos minutos y a la iglesia nunca iba con guardias. Estos lo esperaban cerca del lugar, forjando cigarrillos y matando el tiempo. En esos días se andaba rumorando por la hacienda que la niña Alicia se iba a casar con un estirado de la capital y muchos preparativos de gran fiesta daban fidelidad a los rumores. Durante una semana todo fue ajetreo y ruido. De repente llegó un día Serafín de la capital y nada, que no hay boda, todo fue suspendido y los peones se quedaron con las ganas de ver la farsa. Los enterados supieron que sí iba a haber boda, pero en la capital. Quién sabe quién descubrió que una banda de campesinos tenía preparado un regalo para los contrayentes, y muy especialmente para don Ramón. La cosa se cambió por completo y todos los preparativos se fueron a la capital.

Serafín era un tipo que conocía muy bien a su gente y ésta a él. Por eso, cuando los alzados que quedaban lo mandaron llamar para parlamentar, fue solo, como le dijeron. Confiaba en sacar la mayor partida y “en caso de que estén muy fuertes y ya no se pueda con ellos, me cambio de bando”, pensaba. El sábado, una semana antes de la boda en la capital, Serafín se internó por el recodo del Bainoral y encontró a


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los alzados donde habían quedado, se lo llevaron como una legua para arriba y cuando Serafín preguntó: — ¿Cuáles son sus condiciones? El jefe le contestó: — Pos ninguna Serafín, el que nos va a decir a nosotros si quieres que te pongamos una venda, o así nomás, eres tú. Serafín peló tamaños ojotes y luego, medio repuesto del susto, contestó: — Yo no vine aquí a jugar con ustedes. Estoy confiando en su palabra, así que vamos empezando la plática. — Vamos, le contestaron. Lo amarraron a un huizache, le formaron cuadro y ahí quedó Serafín Castañeda, pegando de gritos como condenado. — Filomeno no hubiera gritado tanto, dijeron. Al día siguiente, domingo por la mañana, don Ramón Carranza se levantó un poco tarde de la cama. Como ya no había tiempo, alcanzó a vestirse rápidamente y salió rumbo al templo acompañado sólo por unos guardias y su mayordomo de la ciudad. A la hora de costumbre entró por el portón del frente. El cura lo estaba esperando, tomó asiento y la misa dio principio. — Ojalá haga chiquito el sermón, pensó, mientras se persignaba antes de arrellanarse en el reclinatorio.

La gente comenzó a salir de la iglesia y, casi al final, don Ramón. Había estado buscando a Serafín luego de las ceremonias de costumbre. Se paró en la esquina de las escaleras −abajo de donde está la estatua de San Miguel, con su espa-


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da vengadora− y se sorprendió al no divisar a sus guardias. Todavía esperó unos minutos y dijo para sí: — Ahora que hicieron corto el sermón. Se echó a caminar, despacio, con el alma tranquila, respirando el fresco aire de la mañana, que aquí tiene todavía algo de campo y de verde. Atravesó la calleja y casi al doblar la esquina de su caserón se le aparejaron dos indios: — Jálele. Don Ramón quiso hacer algo pero ya no pudo, ni gritar siquiera, lo levantaron en peso y como fardo fue a dar al interior de un carretón desapercibido.

Por todos lados lo buscaron. Una gran cantidad de tropas fue movilizada para localizar al rico hacendado, pero en ningún lado lo encontraban. Un día, la parcela que está arriba de la cuñita amaneció desmontada, limpiecita. El viejo pozo se encontraba flamante y el cerco tumbado al lado de los potreros. Cuando un capitancito pidió agua, un indio acomedido le indicó: — Allá, en el pocito, mi jefe, y el capitán fue al pozo que ni polea tenía con un cubo amarrado a un largo mecate. En cuanto asomó la cabeza hasta la gorra se le cayó y se le puso verde la cara. El pozo estaba retacado de muertos amontonados y, casi al rebozar, entre tierra y zacate podrido, estaba el cuerpo del temible Filomeno hecho liacho con la levita de don Ramón Carranza.


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— Pos con razón apestaba tanto, yo creía que era el caballo que se murió hace una semana y que nadie quiso tirar en otro lado, dijo el caporal y fue todo lo que dijo.

La boda se pospuso quien sabe hasta cuándo y ya no me acuerdo cuándo se hizo −si es que se hizo− pero lo cierto es que las tierras siempre se repartieron, porque empezaron a salir solicitantes de todos lados y don Matías Andrade ya no quiso saber nada del caso. Mucho tiempo después ahí había un ejido, cuando dizque ya éramos todos puros socialistas. Luego que siempre no y, más tarde, lo que nos quedaba lo podíamos vender, y lo vendimos para después trabajar de peones donde mismo y sabe Dios. Aquí, sí señor, hay mucha sangre regada, las tolvaneras son muy frecuentes y la tierra está reseca por la falta de agua. Todavía hay parcelas, pero también hay muchos muertos de hambre, el trabajo se desprecia igual y no hay créditos para sembrar, se presta −disque− lo que no alcanza y luego el agente del banco le dice al campesino: — Te presto diez, me das cinco y nadie paga y el indio, ladino que lo hacen a uno. — Sale pues.

En estos tiempos andan diciendo que ya estuvo, que todo se va arreglar, que el crédito al campo va a llegar, en


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fin, que ya nadie se preocupe, que todo va bien. Pero los coyotes siguen comprando todo al precio que les da la gana, el ejército entra cada rato y se llevan hasta la colcha. Seguido hay pueblos quemados. Por ahí anda un tal Filomeno, es muy bravo, tan bravo como el otro que les conté, nomás que juega para otro bando, el de los desharrapados. Es hijo del jefe de la cuadrilla que fusiló a Serafín y que dicen −dicen− se echó a don Ramón −del que ya casi nadie se acuerda. Le pusieron Filomeno por lo mismo, pero es un campesino como cualquier otro. Ahí va dale que dale, sudando y rumiando. Como que se ve cansado. De vez en cuando le da el aire y se ve re grandote el condenado. Es chaparrito, pero se ve grandote con el machete en la mano. Y hay más. Si quieres, los puedes ir a ver al Bainoral, a la Higuera, al Aguaje, a la Cuesta, al Troncón, al Potrero de Cancio, a Bacurato, a San Javier, San José, La Concha, El Castillo, Casimiro Torres, La palangana, la Noria y muchos, pero muchos lugares más y todos igualitos. Ahí andan, encorvados, y cuando se cansan hace un alto para secarse la frente y se ponen de pie. Entonces se ven re grandotes. Vieras que grandotes se ven.



Así hablaba Jeremías

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n mis largas peregrinaciones (que eso eran) por las cantinas de mala muerte he conocido a gente de todo tipo. Uno, que se colocaba en una esquina y desde ahí hablaba a tambor batiente sin que nadie pareciera ponerle atención. Se llamaba, o se llama, Jeremías. De su discurso deshilvanado recogí muchas cosas, que apuntaba en una servilleta. Cuando la cercanía de una copa nos hizo conocidos, le pregunté qué pasaba. Encerrado en sus temores, rehuía hablar con quien fuera pero, solo, hablaba como demonio. Fue difícil lograr que se dirigiera a mí. Pasaron largas horas de silencios antes de que empezara y, cuando lo hizo, a cada momento paraba, como si esperara un motivo, cualquiera, para dar por terminado el encuentro. De su situación, explicaba: — Es como una enfermedad, imposible citar síntomas categóricos. — Se va acendrando poco a poco, o de un golpe. — Un día uno se pregunta qué está pasando y te ves solo, acongojado por la nada, envuelto en un remolino de sentimientos encontrados, sin ver claro y a merced de los nervios que te colocan en una situación insoportable y te asustas de pensar. — Sólo se busca la forma de engañar al cerebro, escapar, sin esperanza alguna de lograrlo. 135


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— Impotente ante las cosas, se apodera el sentimiento angustioso de la incapacidad y, siguiendo un camino inflexible, se ausenta todo análisis y la posibilidad del remedio se aleja inexorablemente. — La sencillez del mundo se torna en el problema elemental que se vuelve insano e insoportable y la mentalidad abierta, la comprensión rápida, el conocimiento exacto de las cosas, atosiga en una forma bárbara. — Una sonrisa franca puede cambiar algo y a veces lo hace, pero en parte. — Lo grave es imposible de solucionar, siempre hay cosas que no se pueden trastocar. — Salir a lo imbécil, dar la cara al mundo, la de infante liviano e intrascendente, se empieza a hacer costumbre insana, tu imagen podrá aparecer como buena y alegre, pero tu espíritu se aleja para siempre de la realidad objetiva del mundo. — Construye tus propias realidades, subjetivas e irrealizables, consuélate y conduélete con ellas. Ríe también, de tí, del mundo, de todas las cosas y sé consecuente con lo humano, aguanta. — Vive, o vegeta, trata, impulsa tu nave, tu Narrenschiff, por el río calmado de la tierra y di para ti: loco soy, mi locura es grandeza y mi persona, o mi máscara, es la respuesta agresiva a un mundo vano que no entiende. — He visto morir al accidentado y al monstruo sobre ruedas huir sin que nadie intente detenerle. — He visto al cantor en la cantina mendigando un trago y al borracho poderoso (algunos hay) comprarle su guitarra patrimonio con ventaja ruin.


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— He visto al honrado provinciano pagar por caminar. Al policía desalmado golpear con desenfado. Todo, en el submundo de la gran ciudad. — He subido al autobús destartalado y he visto caer a la madre con la entraña en los brazos y a los humanos colgarse de sus asientos y volver la vista, simplemente. — He visto al pordiosero entumirse de frío y al enguantado pasar con displicencia a su lado. — He visto al honrado provinciano pagar por caminar. — El vendedor de billetes de lotería no cree en la suerte. — En la gran ciudad se miente siempre. — El gran Monte de Piedad del mundo tiene nuestra vida a su cargo. El alma siempre está empeñada.

—Soy el antecesor de lo que nunca ha pasado. Vivo inmiscuido en el tiempo y la existencia. — El tiempo es confuso y confusa es mi existencia, navego entre las sombras y ellas navegan en mí, mas no me pierdo. — Tengo estricto sentido de mí y así sé que nada soy, que valgo una chingada en este mundo desgraciado, me río de mi realidad, pero me río más de la realidad del mundo, de los poetas y los indecisos −que viene a ser lo mismo− de los políticos y los ladrones, de los artistas y de los que huyen, que son todos (yo junto con ellos). — Estoy cansado, de pie ante mi espejo del mundo y me veo en todos y en el que pasa aquí o allá. Los veo ciegos, con


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los ojos bien abiertos y de todos colores, oscura mezcolanza de tonos y me gustan las pupilas blancas. — No extraño nada, puesto que vivo en todo y en nada. — Navego como fantasma nave en pos del infinito y no lo busco −todos los caminos conducen− y entre todo esto hay algo que me agrada: Fíjate, hay algo que me agrada y es el encabronado ruido del silencio. — Todos tenemos pasado, pero el mío es mi presente y mi futuro es el incierto pretérito inconcluso. Mi realidad es otra, fuera del ámbito del tiempo. Habito como un ente endemoniado y fatalista, intrascendente. — Ese soy yo, puesto en su estricto lugar. No sueño más, voy solo, con el recuerdo al lado y el horizonte luminoso de la muerte, mi futuro inmediato en vida. — No pienso más, que el pensamiento piense por mí. Le doy consejos al sol y dejaré de parpadear con las estrellas. — En la ruindad victoriosa de mi especie encuentro la explicación vana a todo aquello que atormenta mi conciencia y mi traición la veo gloria y a mi inmundicia, rasgos de victoria. — No se explicar tantas cosas, llevar la lógica inhumana, inflexible, hasta las últimas consecuencias, he vivido cual termita laboriosa, labrando la imagen y el reducto, no la morada, de hoy a mañana, sin invierno apresurado, sin frío, ni viento, yo soy nada. — En lo solo, deja correr lo humano, con su cobardía ancestral y su impotencia para identificarse y trastócate, alquimista victorioso de tu alma. — Vuélvete Dios, da la espalda al río y contempla el horizonte con la calma desafiante de la roca. Huele la tempes-


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tad. Mientras te ataca, mírala de pie, cómo jadea y se desgaja tratando de cazarte, dile al mundo, soy, estoy, vivo apenas en mi muerte. — Si es preciso llora, haz realidad las enseñanzas de tu medio y reacciona como elemento químico o fenómeno natura, conciencia mecánica, haz como que la nada te asusta y no la entiendes, compórtate como un idiota ¡Sonríe pues! –Es lo que esperan de tí. — Por la mañana, mira al espejo y deja que te escudriñe y sal a la calle a saludar banquetas y camiones. Así serás grande, tan grande como una piedra grande. José tomó el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, y lo depositó en su propio sepulcro nuevo, que había hecho cavar en la roca. Hizo rodar una piedra grande a la puerta del sepulcro y se retiró (Mateo 27, 59-60).



Conocidos — Hoy he visto a Dios, de veras, me dijo. — Lo vi en una banqueta camino de mi casa, recargado en un poste. Lo reconocí porque en su espalda llevaba un letrero que decía: — Mi hijo vendrá pronto. Arrepiéntanse. No pude más que hacer una leve reverencia con los ojos y la cabeza y conseguí de su parte una mirada abstracta, perdida en el horizonte negro del asfalto y un sonido gutural mezclado con los ruidos ofensivos de los coches. Nadie le hizo caso, entre pitidos y maldiciones, los transeúntes cargaban con su esperanza. La mirada perdida en las espaldas vestidas y yo me dije: — ¿Cómo es posible? Yo hablaré con Dios y le preguntaré mil cosas para recibir mil respuestas. Le ofrecí un cigarrillo, no lo aceptó, pero en cambio me ofreció un trago de una botella maloliente. Los trazos en su espalda eran firmes y elegantes, pero se veía que le pesaban. Medio encorvado, en ocasiones volvía la vista y dándose unos golpecitos constataba que su espalda estaba en su lugar y el letrero también. Pasaron varios minutos y no logré observarlo mejor, porque mi bus se pasaba, de un brinco lo abordé y contesté su brindis con una sonrisa. Mañana lo buscaré, será interesante escuchar sus palabras y si no lo encuentro, me esperaré. Me fue tan fácil verlo hoy que creo no será problema. Pero no se lo contaré 141


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a nadie. No me creerían y, además, ver a Dios en las banquetas, apreciar esa calma en los gestos y esa omnipotencia, no debe ser para todos. La cuestión es que muchos lo han visto en la esquina que frecuenta pero no saben quién es. Ese es el quid: saber quién es. Hoy siento frío, me ataca los pulmones, pero me gusta echar humo sin fumar y andar por la calle, por el ancho medio, corretear el arroyo de estas calles sin drenaje pluvial. Echarle barquitos de papel. Pero ya no recuerdo cómo se hacen y me da pena preguntárselo a los niños. Pensarán que los estoy bromeando y de un tiempo acá yo soy una persona seria, no me gustaría que pensasen eso. Solo los miraré, hace tanto tiempo que no miro. Es hermoso verlos chapalear en el fango y, si no fuera yo un adulto, me echaría a rodar en el lodo. Yo creo que por eso es que puedo ver a Dios en las banquetas.


El barrio de San Miguel

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é que es difícil de creer, pero en la alcantarilla de la avenida Andrade, más bien en la protección de cemento que usábamos como banco y que dividía la rúa, cuando llovía esa parte no se mojaba. Ahí fumábamos, a los trece años, mientras contábamos mentiras que, todas, las creíamos, o aparentábamos creer. Cerca estaban las casas familiares, pero extremadamente lejos para las madres que, ya de madrugada, no sabían dónde estaban sus hijos, que andaban cerca. Así sucede siempre porque las distancias no son de metros o kilómetros sino de ausencias. Se puede estar en el mismo lugar, pero sentir una lejanía inconmensurable de las gentes que pasan. Esa rara cualidad de las presencias y de las ausencias me quedó del todo clara desde muy temprana edad y, más o menos por esos tiempos, adquirí una extraña habilidad para separarme del mundo teniéndolo enfrente. Otras veces, al platicar, mi vista iba hacia el techo del templo del Carmen, a unos metros del lugar, y aunque escuchaba y asentía lo que mi amigo decía en realidad no sabía de qué se trataba. Como fuera, siempre había acuerdo. Nada que pasara por el bulevar Madero, entre Corona y Paliza, se escapaba a nuestro escrutinio. Por allá de las dos o tres de la madrugada veíamos llegar a Rubén a su casa, que estaba justo enfrente de la entrada oriente del templo. A veces se detenía a hablar un poco con nosotros pero siempre parecía estar preocupado por otras cuestiones. 143


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Las tertulias duraron unos dos o tres años, cuando cambiamos la alcantarilla por el café que estaba en la esquina de Serdán y Madero. El negocio cerraba a las doce de la noche, pero afuera quedaban mesas y sillas que nosotros ocupábamos sin que se molestara el dueño, a pesar de que éramos unos clientes bastante inconvenientes, en permanente crisis económica. Pero fue en la Andrade donde conocimos a gente disímbola, extraños que deambulaban por el viejo barrio de San Miguel. Unos ebrios, otros drogados y también buenos y sanos, los más, pero que entre todos no era posible distinguir normales de anormales. De hecho, el estar y andar por ahí a deshoras ya era un signo común que, de alguna manera, nos hermanaba. Creo que si ellos contaran el asunto, nosotros seríamos los descritos. Había, en aquellos tiempos, procesiones de Semana Santa que recorrían al barrio y terminaban enfrente del templo. Los chiquillos seguían las estaciones del viacrucis (que en su versión completa son quince) y la emoción comenzaba en la tercera, cuando Jesús cae por primera vez. En la cuarta, cuando encuentra a María madre, aparecía una señora de la avenida Aldama que, invariablemente, lloraba a todo volumen y, en la séptima, cuando Jesús vuelve a caer, casi siempre se abalanzaba el Chicorima a levantarlo, lo mismo que hacía en la novena estación, en la tercera caída, lo que ya no era muy bien visto por la concurrencia. En la duodécima Jesús muere, es enterrado en la décimo cuarta y en la última resucita.


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Ya no era frecuente, pero había sido monaguillo de manera esporádica. Nunca pude aprenderme las respuestas al sacerdote y los movimientos frente al altar me tenían que ser indicados. Casi siempre estaba distraído pero, curiosamente, sabía al dedillo todo lo que tuviera que ver con procesiones, desde las pastorelas hasta el martirio de Jesús. En la época de Navidad se ponía la verbena enfrente de lo que luego fue el bulevar Leyva Solano, después la Central Camionera y antes un depósito de asfalto donde, contaban los mayores, se habían ahogado varios niños que acostumbraban corretear por la superficie del chapopote endurecido. En tiempo de calor se ablandaba y una tarde infernal, como las de esta tierra, cedió la capa dura y los niños desaparecieron bajo la superficie. Cuando los sacaron, luego de muchos trabajos, tardaron en llevárselos y parecían bloques de ónix. Fue algo extraño que, en ese mismo lugar, se instalaran los juegos de la verbena: las sillas voladoras, la rueda de la fortuna, los caballitos. Quizás la historia no se tomó muy en serio, o todos querían que fuera mentira, pero el caso es que a nadie pareció grotesco que se llenara de risas infantiles. Por la Aldama, entre el Madero y la calle que entonces era Francisco Cañedo y luego Francisco Villa, tenía una vulcanizadora el “Pifas”, un adulto joven sumamente borracho y pendenciero, pero muy buen amigo de sus amigos. Llegó quién sabe de dónde y se instaló en un pequeño baldío colindante con la casa de los Romero, los ricos de la cuadra. Se mató una tarde que reparaba la llanta de un camión. El aro


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metálico se salió con la presión del aire y casi le arrancó la cabeza. Se veía espantoso en medio de sangre y sesos. En la poca cara que le quedó se le dibujaba una sonrisa burlona.

En el lado norte del bulevar, casi en la esquina con la Aldama, estaba la casa familiar. El Madero tenía dos camellones que limitaban caminos empedrados y por el centro corría la vía medio asfaltada. Las reuniones se podían hacer, eran tranquilas. Las familias podían sacar catres en tiempo de calores, que es casi todo el año, y dormir en el empedrado, luego de tertulias y mitotes. Fue hasta principios de los sesentas del siglo pasado que los de más edad comenzaron a frecuentar cantinas. Hubo pleitos y cierto relajo que fue en aumento. Sin embargo, comparado con lo de ahora, aquello era un convento. Por la esquina de Madero y Aldama pasaba un camión urbano de la ruta “circunvalación” que era muy popular entre los chiquillos del barrio. Los domingos nos íbamos a dar la vuelta y otra. A veces hasta tres. Algunos choferes no lo veían bien pero todos, invariablemente, nos dejaban pasar las horas, mirando desde las ventanas del camión. Y en este barrio pasaron muchas cosas, buenas y malas. De las primeras es mejor acordarse, pero también me acuerdo de las otras. Después les cuento.


Frente al mar

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n especie de monolito, enfrente, parece guardacostas viejo y el mar abierto, burros de agua, la espuma sucia, como con petróleo y demasiado ramaje. Atrás, un cantil amarillo, desprendiendo polvo y tan alto y recortado que da la impresión de que te va a caer encima. Solo diez metros de playa, acaso menos, la profundidad rápida, quizá tres metros en los primeros diez, son muy pocos. Es un tramo de medio kilómetro, el cantil sigue de frente con sólo tres o cuatro recovecos y luego se mira la vuelta, muy pronunciada, para continuar cien metros más y de nuevo una vuelta, hasta llegar a La Misión. No varía mucho el panorama, predominan las alturas y en todo momento miras el mar, aunque no de todas partes puedes llegar a él y en auto es todavía más difícil entrar. Se camina por obligación. Fría es el agua, pero una vez dentro te acostumbras, se torna agradable, las olas son grandes pero apacibles, se revuelven lentamente y tú les adivinas la trayectoria, te dejas arrastrar. Acá la cosa es diferente, tú sabes, olas chicas y grandes son muy inquietas, te llevan y te dan en la madre si te descuidas, algo tienen. La gente que miras tampoco varía, pequeño burgués citadino o gringo de reflejos lentos, más de estos últimos, en sus vagonetas, parrillas para asar carne y una serie de enseres domésticos, todos útiles en algún momento. 147


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Acampan en lo alto, en grupos ni grandes ni chicos. Se hablan poco entre ellos mismos, pero ahí están y guardan distancia, te dan la impresión de ser una pequeña nación armada de tenedores y parrillas eléctricas. Los compatriotas son más simpáticos, te miran medio güero y te saludan en inglés, o te cobran de más donde te paras, hasta en el mercado sobre ruedas. — Fory fai mister, que fory fai ni que la chingada, péselo bien. Ese mar es un poco más oscuro, lo comparo con el mío, el color más fuerte y profundo y no hay almejas en la playa, por eso la gente lleva carne para asar. Vieras como tragan carne los paseantes. Y cerveza claro, un detalle muy bueno, y luego te invitan. Pero este mar no me emociona. No tiene la magia de mis playas llenas de basura.


Un trabajo así

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lgo que sea y no sea a destajo, sin horario, ni jefes que obliguen a entrar y salir a determinada hora; sin necesidad de ser solícito, servil, pues; de sonreír estúpidamente a nadie para conservar esa relación indefinida de fidelidad laboral que, en el fondo, no es otra cosa que la satisfacción personal de los monigotes que, por quién sabe qué extraños designios, pueden estar, con su sola jerarquía, por encima de los espíritus libres. Un trabajo cualitativo. Que la cantidad no importe, que sea un reflejo fiel de la humanidad en su concepto más elevado. Una proyección del espíritu; un desahogo de las tragedias universales, casi, la creación estética necesaria de todas las vidas. Sin embargo, ese no sería un trabajo fácil. Tiene que ver con los errores cotidianos, que todos conocemos muy bien, la desesperación original y persistente. Tiene que ver con la angustia nuestra de cada día y el cumplimiento de obligaciones que debieran estar olvidadas, pero que no dejamos. Está relacionado con el sacrificio. Un trabajo así no es impuesto, se escoge y, como Brueghel, se cumple a discreción. La disciplina es sólo un mal necesario, el camino espinoso del calvario, pero no es importante. Las mejores jornadas surgen de la inconstancia y la irreverencia. Los humos del alcohol siempre son mejor inspiración que los gestos estúpidos empapados del 149


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conformismo. Esa tranquilidad del espíritu que surge del sometimiento nada tiene que ver. Este trabajo es tan arduo que yo dudo en emprenderlo alguna vez (aunque sé que tendrá que ser así, algún día) es tan elevado que, quizás, no pueda desarrollarlo cuando llegue mi turno (aunque habré de intentarlo, sin duda) es tan hermoso que, es casi seguro, pienso no poder ni siquiera acercarme a sus expresiones más elementales. En tanto, nada de qué preocuparse mucho: esos trabajos no existen (aunque algunos los inventamos).


La gran batalla

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on Margarito vendía paletas y periódicos. Tenía 64 años de edad cuando fue asesinado por una fuerza policiaca de 200 elementos, un día de enero, en Culiacán. De los peritajes documentados se sabe que recibió dos balazos “a quemarropa”: uno en el muslo derecho y el otro en la caja del tórax, justo bajo la axila derecha. Este último se le alojó en el corazón y provocó su muerte. Los dos impactos, debido a la corta distancia que recorrieron los proyectiles, produjeron círculos equimóticos por lo que, de acuerdo con especialistas, hay elementos fundados para afirmar que Margarito, primero, fue inmovilizado con el balazo en el muslo y posteriormente ejecutado con el “tiro de gracia”. La Procuraduría General de Justicia de Sinaloa ha negado el expediente del caso, lo cual la hace sospechosa de encubrir la participación de los policías en el asesinato. La Comisión de Derechos Humanos recomendó que se iniciara la averiguación previa “en contra de los integrantes del grupo Centauro (policiaco), como probables responsables del delito de abuso de autoridad”. Se encontraron graves irregularidades por parte del ministerio público, “una falta de eficiencia en el desempeño del mismo”, imprecisiones y carencias de información, lo que por sí sólo obligaba a la corrección de anomalías evidentes. 151


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Las autoridades respondieron declarando “incompetente” a la Comisión para conocer del caso. Dijeron que se incurrió en “irregularidades legales”. En Sinaloa no hay antecedente alguno de que quienes han cometido abusos de autoridad hayan ido a parar a la cárcel. Ni uno, siquiera.

El 12 de enero de 2006, Margarito llegó a su casa, en la colonia proletaria Guadalupe Victoria, cansado y triste, como casi todos los días. Nunca imaginó que, horas más tarde, a la medianoche, se enfrentaría, lo que es un decir, a más de doscientos policías y soldados que rafaguearon su humilde vivienda. Margarito tenía una pistola de calibre pequeño, para su defensa, decía, y entrada la noche escuchó movimientos sospechosos en el patio. Salió y, según testigos, efectuó dos disparos al aire para hacer huir a presuntos ladrones. No era la primera vez. Hacía unas semanas le habían robado la venta del día y un televisor. Según el posterior parte oficial, a la medianoche fue reportada una persona armada efectuando disparos y los policías acudieron al lugar. Dicen que le pidieron a Margarito que entregara el arma, pero en cambio éste les disparó, hiriendo a dos agentes municipales. Pero eso no se pudo corroborar. La pistola, calibre 22, se la había cambiado un conocido por el rumbo del mercadito Buelna. — La puedes ocupar, le dijo. — Puede, pero te la pago en abonos.


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Tardó unas semanas en pagarla y compró cartuchos en una tienda de camping. Pasaron los días y nunca la disparó. Hasta esa noche que no quiso arriesgar la venta del día. Los municipales pidieron refuerzos y al poco rato llegaron hasta completar más de doscientos. Se configuró uno de esos cuadros estrambóticos donde se pierde el raciocinio y la mayoría de los gendarmes no sabían bien a bien qué estaban haciendo y contra quién peleaban. Llegaron soldados que igual se sumaron al sinsentido. Comenzaron a disparar y, según parecía, Margarito les respondió. Policías y soldados en pie de guerra contra el sexagenario Margarito, pecho a tierra, detrás de las bardas, atrincherados en las casas vecinas, desde las patrullas, dispararon miles de balas contra la humilde vivienda. Tal despliegue era apropiado para combatir a una fuerza enemiga bien pertrechada. Pero no, en la casita que se desmoronaba a balazos solo estaba Margarito con su pistola 22. — Dicen que ahí adentro está un capo y sus guardaespaldas, comentaban. Los agentes del llamado “grupo Centauro”, un cuerpo de élite del gobierno estatal, y soldados, entraron por fin a la humilde vivienda desde donde ya nadie disparaba.

— Una caja, nomás. No alcanza. — ¿Se va air a venadear? Preguntó el dependiente. — Con esta ¿cómo?


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Margarito recibió tres balazos y quedó tirado frente a la puerta de su casa. Recibió los disparos de cerca, no de los francotiradores que por decenas habían estado abriendo fuego contra su casa. Cuando se acercaron los gendarmes lo vieron con los ojos abiertos, pero sin rictus de dolor. Más bien parecía que buscaba algo. Tres horas duró Margarito haciendo frente al ejército que fue por él. Increíble, pero cierto. Él solo, con una escuadrita 22 contra cientos. Tardó el vecindario en creerlo. Y todos. — Una hora después de que disparó al aire, Margarito escuchó el relajo afuera y enseguida la primera ronda de la gendarmería. Al principio no supo ni quiénes eran. — A lo mejor regresaron los rateros con refuerzos, pensó. Pero el fuego era tupido y mejor ya no quiso entender. Se acurrucó en el quicio de la puerta y cuando cesaba una ráfaga de los de afuera, él disparaba rumbo al patio, contra la pared. Seguía el estruendo de artillería que hacía nada el sordo sonido de la 22 y Margarito esperaba para volver a disparar. Se reía. — Párenle tantito, denme chanza de tronarla yo también. Bien a bien, nunca le hablaron claro para que saliera y se acabara el circo. Aventaron los gases y él abrió la puerta. No alcanzó a salir, dos disparos y el tercero de gracia. Lo velaron en el mismo cuarto donde quedó tendido a la puerta.


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Protestaron los defensores de los derechos humanos, que de común defienden cuando ya no hay lucha, y pidieron que se abriera una “averiguación”, pero no se abrió. La autoridad protegió a los asesinos de Margarito. Tampoco se logró que la autoridad diera una disculpa pública por el asesinato, ni que declararan los participantes en el “operativo”, ni que pagaran alguna indemnización o, de perdida, el arreglo de la tumba de Margarito. Antes de entrar a la casa de Margarito, los policías arrojaron gases lacrimógenos y cuando trató de salir lo mataron de tres balazos, casi enfrente. — Fue ejecutado, dijeron los vecinos. Para la autoridad se trató de una acción legal, de un “operativo” necesario ante “el grave peligro” que, dijeron, corrían policías y soldados. Los vecinos tuvieron su viacrucis. Los oficiales les encontraban tirados en el piso de sus viviendas, llenos de miedo. También les tumbaron puertas y se perdieron muchas cosas. De los baños de sus casas muchos vecinos fueron sacados con violencia, “para investigarlos”, dijo la autoridad. El barrio fue sitiado. Muchos vehículos resultaron dañados por la granizada de balas contra la 22 de Margarito. Nadie se hizo cargo de los daños. — ¿Y quién me va a pagar la reparación de los agujeros? Decía Daniel, un vecino. — Hazte de santos que no te tocó, le contestó un jefe de la tropa.


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Pero se llevaron varios vehículos y después fue otra cruzada recuperarlos. Estas cosas pasan por aquí. Unas se saben y otras no. Cuando el escándalo es grande no se puede ocultar y la verdad sale a flote. Pero no importa, ya hace mucho que la justicia, eso que llaman ley y hasta el sentido común, se fueron huyendo a galope tendido. En esta tierra no se puede. Y este no es un cuento.


Una nadada

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a era de noche cuando se metió al mar. El canal lo había cruzado varias veces ante el estupor de amigos y familiares que no le creían. No era un nadador excelente, pero tenía bastante resistencia. Se retiró de la tertulia, sigilosamente, y se dirigió a la playa. En la orilla se quitó la ropa y quedó solo con una trusa. Ingenuamente, le pidió a un noctámbulo que le cuidara sus pertenencias. El mismo que le robaría. Ebrio, casi hasta la sobriedad, calculó la distancia que ya había recorrido en otras ocasiones y pensó: “Esta vez podré ver las luces del puerto, desde la mitad, cuando la curvatura oculta la playa”. Se echó al agua y empezó a nadar. Cuando llegó a la mitad del canal de navegación no se distinguía más que un reflejo de las luces del puerto. Se desorientó y nadó en paralelo a la costa, sin saberlo. Pasaron los minutos y horas. Se dio cuenta que no llegaba y de cuando en cuando se sumergía para ver si tocaba el fondo, pero nada. — No importa, llegaré, se decía. El cansancio lo empezó a vencer. Finalmente cerró los ojos y se dejó llevar. El agua salada le supo mal, al inicio, pero abrió la boca y llenó sus pulmones con el líquido. Se acordó del Coromuel, llegando a La Paz. En la playa, su familia le buscaba. 157


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— Aquí me esperan, les había dicho, para irnos al norte. Cuando lo vieron caminar a la playa, no le creyeron y su mujer, que sí le creía las locuras, se había metido a dormir. Lo sacaron, o mejor dicho, recaló, a los dos días, en la misma playa donde se metió al agua. — Ya ven, parecía decir el rostro calmado del nadador muerto: — Otra vez, fui y vine.


En tu día

L

uego de las vueltas por el mercado de abastos para mercar las jícamas, cocos, naranjas y mandarinas, el profe Benito enfiló a su escuela. Tiene días cansado y los relámpagos de felicidad relativa hace tiempo que no aparecen. — Duran unos segundos, pero con eso me conformo. Hay problemas por todos lados y la falta de dinero empuja sinsabores. Las ventas de la mujer, baratijas, joyas de fantasía, a veces refrescos, tortas en el tianguis del día, no dan. El consumo está muy limitado. Las cadenas de tiendas, una en cada esquina, a veces dos, ya desbancaron, qué digo, desbarataron, a los abarrotes y a los vendedores de la calle. Hasta en el tianguis se aparecen los inspectores municipales. Que hay que tramitar una licencia, pagar un derecho de piso y más requisitos para los que no hay tiempo, ni ganas. Algunas veces se cambia de lugar cada hora, pero lo descubren y casi siempre termina retirándose, cargado de sus cachivaches, a traspiés. Ya no se puede. — Pinches profes, se la llevan quejando y ni trabajan. Ya hay “puentes” cada mes, pero igual cobran. La voz popular se repite.

Mañana es día del maestro y Benito está apenado porque hay alumnos que se ven obligados a dar un regalo. 159


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Ya son los menos, los tiempos han cambiado mucho. Y la mayoría de esa minoría no tiene con qué, pero la tradición está. Les ha dicho que no le lleven nada, que no es necesario, que no se molesten, pero son las madres, principalmente, las que se consideran obligadas y con algo salen. De común esos regalos se pierden en la inutilidad. Pero qué se le va a hacer. — A ver cómo le hago, piensa, y recuerda que el gasto de la cooperativa escolar se ha ido en préstamos a colegas. La luz, el agua, el teléfono ese que sirve para muchas cosas menos para teléfono cuando de veras se ofrece. Se tardan en pagar. Ni modo, a estirar el escaso presupuesto y ver la manera de que se recupere algo. Hace unos meses aparecieron denuncias de “malos manejos” con los doscientos o trecientos pesos de la cooperativa. Hasta la plaza se puede perder en estos tiempos de “transparencia”. — ¿Otra vez fiado, profe? ºPara la semana que entra, sin falta. — Ha estado mal la venta, mucha competencia, usted sabe. El verdulero busca y le da a Benito la fruta que ya no aguanta para mañana. — Al fin que la van a vender hoy. Se va a la esquina del camión con el costal que cada vez le parece más pesado. El carro se descompuso y, de todos modos, sale más barato el camión. Llega primero a su casa y, con pena, saca unas frutas y las deja sobre la mesa. Luego camina hasta la escuela. El día quince, que desde hace unos años es de asueto, se aparece de todos modos Benito en el aula vacía. Tiene


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que terminar el informe de la cooperativa y entregarlo el viernes, pues la rotación sigue y ya no le toca. Se sienta frente a su escritorio y toma un respiro. Está muy cansado. Ya no tiene ánimos para seguir, pero si se jubila se acaban los “extras”. Hay que seguir. Mira hacia el fondo del aula y atrás, colgado en la pared, está un letrero en cartulinas pegadas y letras medio acomodadas: — ¡Felicidades profe! Y Benito sonríe.



Aquellas luces extrañas

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o podía dormir porque la tienda de campaña se movía violentamente por el viento. A unos metros del mar, con la marea casi encima, decidió salir de la tienda y meterse a la cabina de su camioneta. Sus compañeros dormían en la otra tienda que habían llevado, más grande y mejor fijada al suelo arenoso. Se levantó y camino los pocos metros hasta su vehículo, reclinó el asiento delantero todo lo que pudo y comenzó a otear el cielo. Estrellas, muchas, y la luna de un tono rojizo, encima. A lo lejos se divisaban luces siguiendo la línea de la playa, que describía un semicírculo hasta cerca del próximo pueblo pesquero. Era poca la gente que se había sumado al asueto y los vecinos más cercanos estaban a medio kilómetro, por lo menos, calculó. — El año pasado éramos más, se dijo. Pasó cerca un auto de tracción en las cuatro ruedas, los únicos que podía hacerlo a esas horas y con el terreno en esas condiciones. — Demasiado cerca, observó, mientras el vehículo se perdía en la distancia. Fue entonces cuando miró tres luces alineadas perfectamente, que estaban como flotando sobre la espuma que se alcanzaba a divisar al romper las olas. — Será uno de esos carros que adaptan y les ponen faros por cualquier lugar. 163


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Las luces, de pronto, se empezaron a mover y, justo enfrente de su camioneta, giraron rumbo al mar. Se pararon a unos doscientos metros y se fijó en que no había luces rojas atrás de lo que pudiera ser un auto o un vehículo de motor cualquiera. Sólo luces blancas, grandes y brillantes, en medio del agua. De momento no se angustió. Pero cuando las luces se enfocaron directamente sobre el espacio que ocupaban y surgió un destello deslumbrante, como flash fotográfico, entonces sí se inquietó. El flachazo duró apenas un instante en el que iluminó el área como si fuera de día, al rayo del sol o más aún. Enseguida las luces, en perfecta alineación, giraron a la derecha y fueron a detenerse en el mismo lugar que las vio por primera vez. De ahí se fueron rumbo al continente y de nuevo pararon a unos quinientos metros. Finalmente, avanzaron de nuevo a la playa y se perdieron en el mar.

Estaba tratando de decidir si lo comentaría o no a sus compañeros que, al parecer, no se habían dado cuenta del extraño fenómeno, cuando escuchó que alguien tocaba en la ventana de su camioneta. Volvió el rostro pero nada miró y al abrir la puerta sintió que algo golpeaba y caía en la arena. Creyó distinguir una silueta un tanto etérea que se difuminó de improviso.


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Al día siguiente, casi al amanecer, preguntó a los vecinos más cercanos. Dijeron que nada habían visto, pero a su vez comentaron con otros. Y otros. La bola empezaba a rodar. Uno de sus compañeros, le dijo que él había sentido el flachazo, la luz intensa, pero nada más. Entrada la mañana ya eran muchos más los paseantes que aseguraban haber visto a los que, a esas alturas, eran los extra terrestres. Al otro día salió en la prensa, acudieron reporteros y de algún modo se supo que él fue el primero en ver el fenómeno. No quería hablar y no lo hizo pero de todas maneras le tomaron una foto, sin avisarle, y la nota apareció a toda plana. De regreso al trabajo, todos le preguntaban y él se lamentaba de haber ido a preguntar a los vecinos de la playa. Poco a poco, de la condescendencia se fue pasando a la burla soterrada, el gesto a espaldas, la descalificación. Recordaron que tenía fama de borracho y había armado dos o tres escándalos en cantinas. Era cierto, pero los contextos de cada caso no eran tomados en cuenta en absoluto. Pronto, mientras la especie se difundía, lo tildaron abiertamente de loco, ebrio contumaz y dado a las figuraciones. Pero hacía años que no bebía.

Se hizo insostenible, los nervios que nunca lo dejaban hacían crisis. Empezó a preguntarse si de veras había visto aquello. Los vecinos, que al principio dijeron no haberlo visto, después mintieron y más cuando llegó la prensa. Era seguro que no lo habían visto. Entonces ¿él sí lo había visto?


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Comenzó a cuestionarse y la salud mental y física a resentir los efectos de nuevas angustias. ¿Cuál era la verdad? ¿Por qué vio lo que vio? y ¿De veras lo vio? No supo por qué, pero le dio por regresar al lugar, cada semana, hasta que prácticamente se fue a vivir ahí. Invitaba a sus compañeros que, una o dos veces, al principio, le acompañaron pero después le rehuyeron claramente. Pasaron dos años y, una noche de luna llena, en el mismo lugar, se encontró de nuevo con las luces. Esta vez había bebido un poco, vicio que retomó, aunque no en la misma magnitud que antes, cuando se separó del trabajo. Esperó y sin tomar en cuenta los movimientos de las extrañas luces (intuyó que se repetirían exactamente igual que la primera vez) caminó rumbo al punto donde creyó haber visto aquella figura. Se miraron fijamente, nada hablaban, pero se entendían, o así lo creía. A pesar de eso, seguía sin estar seguro de si lo que veía era real. ¿No habría estado mintiendo? Nada parecía seguro, pero seguía embelesado en el cruce de miradas con aquél extraño ser que ningún temor le producía. De pronto, sintió que el visitante le tomaba de la mano y empezaron a caminar rumbo al mar, que estaba a unas decenas de metros. Las olas rompían con el estruendo comedido de estos rumbos y la blanca espuma refulgía con los rayos de luna.


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Con el agua a medio cuerpo volteó para buscar las luces, pero ya no estaban. Su compañero le animó y siguió mar adentro. — Esto sí es verdad, se dijo. Y se fue, hasta perderse en la mar.


La consulta — Tengo la sensación de no pertenecer a ninguna época. Tuve una niñez desfasada y la juventud igual. No encuentro congruencia alguna entre el momento de vida y la vida misma. — ¿Amigos? ¿No tuvo? Preguntó el psiquiatra. — No lo sé, quizás, respondió Oswaldo. Miraba a su alrededor el consultorio, recostado en el diván, a la usanza de esos psicologismos a los que, por cierto, siempre les ha tenido desconfianza. Piensa que, a fin de cuentas, casi todos, por no decir todos, son charlatanes. Pero esta vez se vio compelido a buscar al psiquiatra, que era su amigo.

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— Pensándolo bien, no tuve amigos. Cuando mucho conocidos con los que trataba siempre con una sana lejanía. — ¿Nunca buscó a alguien para hablar, de lo que fuera, de sus problemas, qué se yo? — Nunca. Lo que pasa es que la vida es más difícil de lo que parece. Puede llegar a ser terriblemente angustiante. Pero sólo si te la tomas en serio. Si la ignoras, pasa, nada más. Cada vez que Oswaldo comprometía algo de su tiempo, sucedía que al llegar los momentos se arrepentía indefectiblemente. Pensaba entonces: — No lo haré nunca más. No programaré nada que me obligue a cumplir algún protocolo social.


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Eso había sucedido con la consulta. Encontró a su conocido, el psiquiatra, en una cantina y, en la euforia relativa, quedaron de verse en el consultorio. Momentos de debilidad que le llevaban al rechazo de sus prácticas. Siempre lo decía, pero con frecuencia caía. ¿A dónde llevará esto? Pensaba, angustiado, mientras el psiquiatra seguía con su perorata. — Si en este momento pudiera usted escoger su mayor deseo, que le sería cumplido. ¿Qué haría? — Irme, contestó.


Otra vez, la lluvia

N

o sé cuándo surgió en mí esta fascinación por los días encapotados y lluviosos. Y sólo en la conjunción, pues si nada más nublados oscurecen mi espíritu. Tiene que llover, además. La contemplación de la lluvia, sobre todo la constante y pesada, la que se cuenta a sí misma, es compartición de algo. Exige una suerte de abstracción, un separarse del mundo. Cuando ves llover no puedes pensar o hacer otra cosa, tu mente se funde en la contemplación. De esa manera se distinguen los espíritus profundos de los livianos y superficiales: quien ve en la lluvia tan solo un enfado de la naturaleza, una incomodidad, un fastidio, nunca podrá imaginar lo suficiente. Cuando llovía había fiesta en el corazón de los niños de mi barrio, una celebración que no podían entender los adultos. Entonces hay que ser niños, quedarse en la infancia… Y cuando dejaba de llover, los niños más pequeños lloraban. La lluvia y el llanto se parecen, por simple que parezca. Y esa puede ser la razón.

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El corredor

F

abiano nunca ganó una carrera, pero en todas fue líder hasta la penúltima, o la última, vuelta. Sacando gran ventaja a sus rivales, no desaceleraba ante la angustia de sus compañeros de equipo que le gritaban, desaforados. — ¡Bájale! ¡Te vas a caer! — Lo que invariablemente sucedía. A Fabiano de pequeño lo habían agredido y nunca supo huir. De su padre se escondía siempre bajo la cama de la entrada de la casa y tampoco pudo, no lo intentaba siquiera, huir. Lo mismo le pasó en las escuelas. Tenía gran temor del contacto físico, pero ninguno ante adversidades grandes y, de hecho, sabía guardar la calma en las peores situaciones. Pero su estado de angustia era casi permanente. — ¿Qué te pasa? Le pregunté un día, en el hospital. — No sé, me dijo. — Te juro que pienso en ganar, pero cuando trato de frenar un poco. En lugar de eso acelero. — En ese momento ya no veo la pista siquiera. Hay que seguir de frente, rápido, cada vez más rápido. Cada carrera representaba días de hospital, o de inactividad forzada, al menos. Había daños, golpes y con frecuencia huesos rotos. Alguna vez estuvo al punto de la muerte. 173


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— No sé para qué corres, si cada vez dejarás la carrera sin terminar, le decía Jesús, su mecánico. Fabiano sonreía y se colocaba a prudente distancia del presídium donde se entregaban los trofeos. Ninguno para él. Y volvía a la pista a cuyo alrededor la gente se arremolinaba al saber que correría. — Algo va a pasar. Y pasaba. De hecho, habría ganado siempre. Si se hubiera detenido a tiempo, si hubiera bajado la velocidad, si no hubiera buscado el accidente. Los demás competidores le temían y quizás por eso rara vez le disputaban el liderato de la carrera. — Además no tiene caso, se va a caer. No sabían si era a propósito — ¿Qué sentido tendría? Se preguntaban. Una de esas tardes, en la pista del country, que le decían, Luis Luna lo convenció de que esa vez saliera a ganar. — Te voy a vigilar y me haces caso. — De acuerdo, contestó Fabiano. Las carreras en aquel tiempo eran los domingos, en una improvisada pista de moto cross en un terreno que había sido campo de golf, sumando a la ruta tres o cuatro pendientes muy pronunciadas y hoyancos donde cualquiera podía caer estrepitosamente de sus motos. Antes habían sido incluso en el estadio de béisbol, cuyo campo quedaba semidestruido después de cada carrera y protestaban los jugadores de las varias ligas que operaban. Unos meses antes de lo que cuento, la madre de Fabiano le confiscó la máquina. Se había quebrado tobillo y espinilla, faltando a escuela y trabajo por un mes. No se podía. La


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moto se puso en venta y, curiosamente, Luis Luna la fue a comprar, en abonos, muy barata. — No me importa, dijo la señora. Lo que quiero es que se la lleven. A las semanas, recuperado del anterior accidente, Fabiano volvió a correr. En la misma moto. Antes de ir a la competencia, Fabiano buscó a su novia, para invitarla, pero ésta no quiso ir. Siempre lo había visto salir volando entre los cercos de alambre o rebotando entre otras motos. Esta vez sería lo mismo, dijo. — Luis me dijo que esta vez ganara, comentó Fabiano. — ¿Lo harás? Preguntó ella. Y Fabiano guardó silencio. Empezó la carrera y desde la primera vuelta tomó la delantera y ya no la perdió. Cuando faltaban dos, se molestó con el rezagado que iba en último lugar. Lo rebasó y enfiló hacia el final. La última vez había salido volando por en medio de la cerca que circundaba la pista de manera totalmente impropia. En la cara le quedó una marca. Pasó raudo frente al campamento donde Luis y Jesús estaban, al filo de la pista. Le gritaron de nuevo, lo mismo: — ¡Bájale, ya ganaste! Fabiano siguió y si los escuchó igual no se vio que modificara su actuación de siempre. En lugar de bajar la velocidad aceleró aún más y en la última curva salió de nuevo volando. Luis se retiró en silencio y no esperó ni a la ambulancia que iba por Fabiano. — ¿No vas a ir a ver? — Le preguntó Jesús, contrariado y triste. — ¿Para qué? — Esto no tiene lucha.



Una de gestos

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as explicaciones del maestro Bonifacio no eran, ciertamente, las de los lugares comunes. — No son las razas, sino las caras, sus rasgos, y los gestos, lo que establece diferencias entre los humanos, decía a su clase. — Son tipos de carácter, de personalidad y mucho más uniformes que los rasgos raciales y todos los días, en todas partes, vemos ese parentesco de las caras y los gestos. Bonifacio era negroide, en una comunidad donde la mayoría era mestiza, tirando a morena clara. — Con los gestos se envían señales, no siempre con la certeza de que el destinatario las recibirá, pues también son para sí, es decir, el sujeto hace gestos que nadie verá. Por una necesidad ante una motivación, agregaba. — Casi siempre hay una intención, en efecto, y otras veces no. La explicación del maestro era acompañada, curiosamente, de gestos varios, comedidos y respetuosos, como aquellos con los que se busca condescendencia. Por momentos, parecían de temor. — Cuando su propósito es captar la atención directa de alguien, a quien va dirigido el gesto, pueden ser elaborados, trabajados, por así decirlo. — Otras veces son meramente accidentales, reacciones ante el estímulo externo, bueno o malo en la perspectiva del sujeto. 177


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— Los rasgos faciales, continuaba la explicación, que en nuestra opinión constituyen patrones para ubicar el carácter del sujeto, se distinguen en los ojos, la boca, la frente, las cejas, nariz, quijadas, orejas, en general, en la conformación del rostro y la constitución ósea de la cabeza. — Pero también hay rasgos físicos aparte de los faciales, pero éstos son más relevantes para la tipología que encontramos. Era interesante y los alumnos se miraban entre sí buscando las afinidades que su maestro explicaba. Y las encontraban. — Hay distintos tipos de personalidad que, en mi opinión, decía Bonifacio, se expresan en los rasgos faciales, principalmente. — El sujeto puede ser pasivo o activo; solidario o egoísta; lascivo o casto; romántico o realista; leal o traidor; emotivo o insensible; agresivo o manso y todas esas formas de ser se pueden distinguir a partir de los rasgos faciales. Cuando Bonifacio llegó a la escuela nadie pareció congeniar con él de primera intención. Con el tiempo pasó a formar parte del grupo, amorfo y deshilvanado, que son los profesores en donde su práctica ha sido reducida a la presencia, necesaria y un tanto simbólica, a juzgar por sus resultados evaluables. — La primera impresión no deja lugar a dudas, a menos que tratemos, a sabiendas, de ocultarla, agregaba el profesor. — Y ahora caigo en la cuenta que de una mirada primera podemos sacar casi todas las conclusiones sobre la persona que tenemos enfrente.


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— Esa misma mirada inicial nos indica, de inmediato, si podremos congeniar o no. Las amistades, incluso afinidades menores, se fincan a o desaparecen en ese instante. En eso estaba cuando sonó la chicharra y todos los alumnos brincaron de sus pupitres y salieron corriendo del aula. Uno de ellos se detuvo y le dijo: “le faltó decir que, por lo que se dice y cómo se dice, se distingue a las buenas personas. Usted es una de ellas”. Y se fue.



Tránsfugas

A

cá también los hay y quizás los hubo mucho antes que allá llegaran los que, armaduras y fe en ristre, llegaron. Hoy brincan entre las butacas del parlamento, se enredan en zipizapes estentóreos entre los pasillos de la oficialidad, aparecen en la tevé y hablan y hablan. Fouché y el príncipe de Salina, siquiera, eran inteligentes porque así se requería. Ahora no. Antes, mucho antes, los mismos de hoy y los de ayer, daban lecciones de civilidad y moral revolucionaria. Pero luego vendían sus grandilocuencias al mejor postor y, junto con ellas, las esperanzas de los incautos. Si repartían un volante tomaban nota de que todos los demás tomaran nota; eran utilitarios con el poder circunstancial y procaces con quien fuera lejos del círculo. Y así fueron creciendo. Un día, como si nada, emergieron de alianzas insospechadas y tomaron el control. En público sus gestos se visten de terciopelo, o de almidones, o de pelucas afrancesadas que añoran Versalles. Se frotan los ojos hipócritas y dan palmadas a los niños descuidados. Son los políticos que, otrora, decíanse abanderados de los sans culottes, porque eran iguales, mentían, y ahora se escudan en los calzones de los demás. Saltan en el éxito de la circunstancia y escalan los peldaños del oportunismo; figuran en la condescendencia de los que no los ven en lo que son, pero que bien los ven en lo 181


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que, por alguna razón, les conviene ver. O que si los ven no es asunto de ellos, dicen. Acá puede jugar un poco más la vergüenza proletaria, pero igual se salen con la suya los descamisados de principios; ocultan lo ocultable y tratan de engañar a cuanto ser humano les pasa por enfrente.

Si infierno hay, allá irán pero, mientras, sería conveniente molerlos a palos de terrena realidad. Conozco a dos o tres de lengua voraz, panzones y sucios, glotones y gorrones, golosos y maneados, como los cerdos de Kentucky, que van a misa los domingos y hacen días de guardar. Cuando les preguntan la contradicción de su verborrea dicen algo así como “la estrategia, la necesidad y los tiempos”. Si más suben, peores son, porque es la suya una mente subalterna. Siempre esperan órdenes porque así llegaron y aunque estuvieran en la cúspide última, voltearían hacia arriba esperando una orden o un salivazo. Son, las suyas de ellos, almas corruptas, incapaces de volar. Verás que los desprecio, pero tengo razones hartas para ello. Pienso en las mujeres y en los niños, en los trabajadores y los ancianos, en los explotados, los desvalidos y los pobres de todo. Pienso en cómo fueron engañados por esos tránsfugas que dijeron ser decentes, que enarbolaron el hambre de los demás para hartarse ellos mismos de manjares prohibidos.


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Recuerdo los engaños viles, los gritos de mítines falsos y las sonrisas mefistofélicas, y la mirada ansiosa de los sujetos de las promesas. Miro eso en el recuerdo y desprecio a los tránsfugas que, todavía, los más cínicos, pretenden que se les crea que son lo que nunca han sido. Ve, pues, cómo se amarga la vida por haber creído.

Releo la parte de Víctor Hugo cuando Bossuet, espíritu libre, protege a Marius Pontmercy de la expulsión y se va quitado de la pena. En realidad, Bossuet se protege a sí mismo, supera las ataduras y se evade de los controles mundanos, despreciando la promesa del éxito terrenal. Bossuet es el diametral opuesto de los tránsfugas que tú y yo conocemos. Y da gusto reencontrarlo. Ya me voy. Hace un frío impertinente aquí; cala los huesos la lluvia, menuda pero pertinaz. La nieve ya viene, otra vez, para enredarse en mi cabeza cada vez más triste. Otra vez.



¿Para ir al cielo?

M

ark Twain, en el extremo de la irreverencia para los católicos más ortodoxos, decía que “el cielo se gana por favores. Si fuera por méritos, usted se quedaría afuera y su perro entraría”. Si hay gloria o cielo, según se vea, lo correcto sería que ahí fueran los buenos, literalmente. Eso es lo que se colige del espíritu cristiano. Pero ser bueno con el objetivo preciso de ir al cielo plantea un conflicto ético. Sin el interés de parte, ser bueno sería independiente de alcanzar la gloria. Es más, ser bueno y no importar ir al infierno, sería lo moral y consecuente con la esencia de la bondad, que debe ser desinteresada por completo. Si para alcanzar la gloria se es bueno, es por conveniencia, dicho de manera terrenal. Aparte está el problema de que ser bueno, a secas, presenta muchas dificultades. Es casi imposible. De ahí que las religiones hayan creado la figura de la expiación de los pecados. Y el caso es que la penitencia y la expiación se emparentan con el pago de algo de alguna manera, con el borrón y cuenta nueva. Lutero protestó por la venta de las indulgencias, la etiquetación de las faltas y su respectivo precio para no tenerlas en la cuenta a la hora del juicio. Quemó la bula papal y se inició el movimiento que transformó a la Europa de su tiempo y, por extensión, al mundo. 185


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Claro que la Reforma luterana iba más allá. Pero sin duda, los excesos de un Papado que había derivado a la corrupción alimentaron la inconformidad en muchas vertientes. Pero volvamos al punto: ser bueno, como requisito para acceder a la gloria o cielo ¿de qué manera se puede establecer? –En lo terrenal, porque en lo divino suponemos que no es posible engañar a Dios y no habrá trampa que valga. Cuando uno se hace viejo empieza a preocuparse por estas cosas. No vaya a ser. Como sea, viene esto a colación porque acaba de cumplirse un aniversario más del día de mi natalicio y ya son muchos, más de lo que esperaba. La norma es no festejar, ni recordar si se puede, pero me temo que por esta vez la he violentado. No festejé, mas recuerdo. Y mucho. Voy a usar a Blas Pascal para justificarme: “Las palabras frías enfrían a la gente. Las ardientes las queman, las amargas, la amargan; las airadas, la irritan. Las palabras amables también producen al alma de los humanos su propia sensación, y esa sensación es hermosa: calman, aquietan y consuelan a quien las oye”. Será, pero son palabras, al fin y al cabo.


Una de buscar…

¿P

or qué, si como dicen los biógrafos, Balzac era autodestructivo, logró proyectar en su obra el sentido de la vida? ¿Y si Fedor Dostoievski era un escribano regular, de acuerdo a los cánones literarios de la época, cómo pudo plasmar con tan rigurosa contundencia la tragedia a donde lleva la debilidad humana? ¿Qué sentimientos embargaban a Conrad cuando escribió en el corazón de las tinieblas? ¿Qué buscaba Malcolm Lowry, el cónsul Firmin de Cuernavaca, al describir la ebriedad hasta la sobriedad? ¿Por qué el destino cruel de Naná, cuando su belleza debió asegurarle la gloria? ¿O es que la tragedia está al acecho de lo bello y lo bueno al grado de no dejar serlos? ¿Qué quiso decir Zolá, más allá de lo evidente? ¿Quién sufría más con las burlas soterradas de Esquilo? ¿Era Mozart el festivo mozalbete de la corte o el muerto que componía su propio réquiem? ¿Y Chaplin, Charlot, en el dilema del sistema que fustigó? ¿Qué buscan, realmente, los sujetos pequeños, medianos o grandes? ¿Será la alquimia del pensamiento? ¿Buscar por buscar sin saber lo que se puede encontrar y sin ver lo que se encuentra? 187


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¿No importa llegar sino buscar, simplemente, por la maldición heurística que cancela los sueños de certeza? Cuando el hombre sepa ya no lo será, es cierto, pues entrará a la divinidad y su búsqueda habrá terminado. Y si termina la búsqueda termina el hombre. ¿Qué es, entonces, lo que buscamos?


Miedos

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a vida de un hombre es la historia de sus miedos, escribió A. S. Neil en “Summerhill”, aquel librito que se convirtió, por allá en los sesentas del siglo pasado, en lectura obligada de los aspirantes a intelectuales en casi todo el mundo. En México, lo recuerdo en las rondas estudiantiles y ahora la frase revive, con miedo. Hubo un tiempo en que pasaba tratando de saber qué era lo grande, contagiado de ese espíritu de búsqueda que se confunde a sí mismo y que nos lleva a buscar lo que no se puede encontrar. Entrando a la vejez, apenas si lo miro, vi que lo grande no va más allá de la simple percepción. “El mar es grande”, decía la genial descripción de los narradores rusos, pero Heyerdhal y otros locos sueltos han ido y venido llevados por el viento. El cielo, entonces. Pero el que vemos es más chico cada día, diría Hawkings, en el universo que no se agota y ya no se sabe si se agranda o disminuye. Cien mil millones de sistemas solares en cada una de las cien mil millones de galaxias. Eso es grande. Pero quizás de lo que se trata es que lo pequeño es lo grande. Lo pienso ante la imposibilidad de ir más allá en la explicación que no explica. No tan de paso, os diré que imagino que en cada grano de arena hay universos. Lo que cambia es la proporción. 189


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Esta idea es muy inquietante porque implica que en cada paso que damos destruimos mundos que no vemos ni entenderíamos. Sus escalas son distintas por completo, pero creo que ahí están. Como sea, he aprendido, en la falsa modestia que da la experiencia y el saber callar, que seguir haciendo lo indispensable de la vida, lo aparentemente insignificante, puede ser lo más importante. Pero era otra cosa: ¿Qué es grande? Ya vimos lo relativo de las grandezas ortodoxas. Un personaje de Maupassant, en uno de sus relatos, define al miedo como “...algo espantoso, una sensación atroz, como una descomposición del alma, un espasmo horroroso del pensamiento y del corazón, cuyo mero recuerdo provoca estremecimientos de angustia”. Entonces caigo en la cuenta: el miedo, el miedo es grande. Y aquí lo traigo, colgado del brazo. No se va ir nunca.


Relojes

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or la tontería que rodea este mundo, que se hace propia y se extiende, tengo más cosas de las que necesito: demasiadas camisas, pares de calcetines y zapatos, pantalones, pañuelos, lapiceros, plumas y relojes. Tales posesiones no reflejan riqueza, que no la hay. No hay signos de gran bonanza, pues con lo que valen todas cualquier pelafustán con suerte apenas compraría un dorado emblema de estupidez. Las tengo en exceso relativo porque no puedo rebasar el signo de los tiempos. Entre todas esas propiedades, siento particular predilección por algunas cuando las veo en detalle (que es casi nunca). Mis relojes, todos ya, para funcionar requieren pilas de cuarzo, titanio y otras cuya naturaleza desconozco. Procuro que siempre las tengan cargadas pero, indefectiblemente, pasado un tiempo los relojes se paran, dejan de funcionar, no dan la hora y sus manecillas quedan como brazos abiertos, como de muerto. Las cambio de nuevo, los pongo a la hora y al día; ajusto las correas y metales, pero nada impide que, unos meses después, mis relojes se mueran. Conozco a un relojero que, a regañadientes, hace el trabajo con un reclamo en los ojos. Siempre le llevó cuatro o cinco relojes fallecidos que él resucita luego de despanzurrados y colocarles la pieza mágica. 191


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Anteayer, un día primerizo de este otoño, fui a verlo con el consabido encargo y le pregunté por qué, a pesar de los grandes avances en las condenadas pilas, cuyo costo acumulado me permitiría comprar más relojes, se mueren como si tuvieran contrato o destino prefijado. Escudriñó mi rostro de común hastiado y ajeno. —Es que no los quieres −dijo. — Ellos necesitan tu calor, ir contigo a ninguna parte y sentir que te sirven de algo. — Que los mires de cuando en cuando, que pases tu mano sobre las carátulas y sonrías cuando ves que te dan la hora, sin pedir nada a cambio. — Como no lo haces, por eso se mueren. Y habló más el viejo relojero. Tú no valoras tus relojes, sólo los quieres ahí, en la posesión mundana, en un cajón, por la seguridad de que no se irán sin tí. — Y es una tragedia, porque pienso que no se trata sólo de los relojes. Lo que me faltaba. Una lección de moral filosófica con el símil de la propiedad inanimada. De regreso en casa, miré los aparatos y, por lo que fuera, comencé a colocarlos uno a uno en mis muñecas. Son muchos, concluí, y no podré evitar su muerte cíclica. Algo deberé hacer; quizás llevarlos a otra parte, entregarlos a quien no los tenga, venderlos, algo. En lo demás del mensaje siniestro, inicié el recuento que siempre interrumpo y acomodé memorias y realidades. Asomaba a la ventana un ave.


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Me desharé de los relojes y también de otras cosas para quedarme con lo que pueda cuidar y dar calor; tendré, me dije, lo que pueda llevar en compañía sin más carga que la necesaria. Frente al ventanal cuyos marcos se caen oteaba el horizonte gris y, de pronto, llegó otra inquietud de esas que paralizan y te hacen quedar colgado de un suspiro. ¿Y con la vida? Me parece que también he tenido de sobra ¿Qué haré con la vida?



La importancia de ser nadie

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ousseau entendió muy bien las claves de la importancia que se configura al amparo de inmerecidas pertenencias: terrenales, pecuniarias y hasta anímicas. Es importante, o más bien cree serlo, para aquel iluso que descansa en sus bienes, o en sus males que son las posesiones de todo tipo. La perversión del valor fue de la mano de semejante transgresión esencial: tanto tienes, tanto vales, dijo una vox populi de dudosa sabiduría, acaso fincada en la experiencia y con el peso de obviedades ingratas, pero contaminada de la regresión ética. No es cierto. No vale tanto el que tanto tiene, ni al contrario. Tiene, simplemente, y los abalorios se cuentan, ciertamente, pero no hacen valioso a persona alguna. Sí hacen, las terrenas propiedades, a nadies en todas partes. Y esos nadies se piensan alguien. Se crean imágenes, representaciones de la importancia relativa, figuras tránsfugas de lo etéreo. Se mide lo inmensurable, se compara lo inconmensurable y se adivinan imaginaciones. Pero el que sabe, sabe que al final nada es. La tierra a la tierra. Así ha de ser y el recuento de cualquier ámbito lo demuestra sin trabajos. Nada queda de la altanería como no sean los resabios que también se van, aunque cosechando innecesarias tempestades. 195


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Pero ser nadie puede ser importante. Si nadie somos, no habrá mal nuestro que perdure ni bien que procuremos en el limbo: ser nadie es la fórmula de la existencia. Lamentablemente, no podemos ser nadie. Es decir, alguien somos porque algunos suponen que algo somos y nos atosigan con nuestra inexistente importancia, sólo presente en la limitada percepción de intelectos menores. Nos tratan, entonces, como si algo fuéramos, aunque no queramos serlo, porque además no lo somos. Se nos quiere negar, así, la fugacidad de nuestros impulsos y la insignificancia de nuestros afanes. ¿Qué será, dentro de mil millones de años, de la humana existencia? ¿Qué vestigios quedarán de nuestro paso? Nada, lo que se llama nada. Pero más cerca, medios y enteros siglos, lo mismo y la nada. (De niño, pintaba cruces de madera abandonadas en panteones descoloridos. Nadie iba a verlas y, de todos modos, las pintaba).


Diez de mayo

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agaba, casi desnuda. El cuerpo deforme se le salía entre pliegues sucios de lo que había sido alguna ropa, indefinible, ahora, que no le cubrían. Su sexo y sus pechos, tristes y cansados, al aire. Instalada en la banqueta del malecón veía pasar al mundo. Di otra vuelta con la indecisión de parar y hablar. ¿Qué diría? Ya la había visto otras veces, en el mismo lugar. Por fin me detuve, atosigado por un sentimiento de profunda impotencia, y de rabia ante una realidad que me taladraba los sentidos. — ¿Qué hace? Pregunté, estúpidamente. Me miró. Sus ojos eran grandes, café claro, y su rostro, detrás de las costras de mugre, proyectaba una cierta tranquilidad. — ¿Quiere que le traiga algo de comer? Era claro que no me entendía. Sonreía, solamente. Estiró su brazo y tocó el mío, deslizando su mano por la tela de mi camisa, con temor. Le devolví el gesto y toqué su hombro. Me miraba y sus ojos se fueron llenando de lágrimas, sin aspavientos. — ¿En qué le puedo ayudar? Otra vez, con la insistencia idiota. — ¿En qué le puedo ayudar? Sólo me mira y mueve la cabeza y aparece lo que nadie puede imaginar hasta que lo ve: la risa del llanto. 197


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Me doy cuenta de que, haga lo que haga, la respuesta es en nada. Nada, nada. Recordé, al punto de la desesperación, que era diez de mayo, día de las madres que el comercio ha tomado por asalto ¿Será ella, también, madre? — Espéreme, le dije, no se vaya. Saqué una sudadera del auto y se la di para que se cubriera. Regresé al vehículo y tan rápido como pude llegué al primer puesto que vi. Compré pan, un poco de queso, un refresco y una flor. Di la vuelta a gran velocidad y desde lejos trataba de encontrar su figura, pero ya no estaba. Iba y venía, desesperado. Pero ya no estaba. Bajé a la ribera del río y caminé arriba y abajo. Ya no estaba. Me senté en el mismo lugar donde la encontré y la había visto muchas veces, entre el sudor y el llanto. Ahí permanecí, mientras sonaban ecos festivos de la gente que pasaba. Las risas y el jolgorio en la emoción de la circunstancia rondan la calle. No sé qué más. ¿Alguien sabe? Líbrame, te ruego, de la mano de mi hermano, de la mano de Esaú, porque yo le tengo miedo, no sea que venga y me hiera a mí y a las madres con los hijos (Génesis, 32:11).


No hay lugar

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diferencia de Remarque, si de la guerra regresara no encontraría aquel lugar que, presente en el recuerdo, me reconciliara aunque poco fuera con el pesar de lo vivido en la barbarie. De hecho, regresé de Tlatelolco, peor que de la guerra. En mi casa, o en la casa materna, no tuve un lugar así, que se sintiera propio, rodeado de objetos o libros, de estantes desvaídos o paredes aguijonadas para colgar recuerdos. Tiempo después sí tuve esos espacios, pero ya no tenían magia por la sencilla razón de que los podía tener sin la mediación del deseo. Lo mismo me ha pasado después con casi todos los bienes materiales. En aquella casa dormía con frecuencia en el pasillo de la entrada, donde también transitaba mi padre, dando un poco de tumbos, hacia la recámara interior. Otras veces, en medio de lo que parecía una sala y otras más en un espacio sin puerta, un cubo donde cabía un catre (en tiempos de lluvia el agua entraba llevada por el viento y me empapaba) ubicado en las fronteras del patio trasero. Pero teniendo esos lugares sitios precisos en mi memoria, en realidad no tuve un referente que ubicar para un eventual regreso que me permitiera apoltronarme en algún imaginado sillón y, desde ahí, ver la calle. Regresé, sí, en varias ocasiones de casi la guerra, o de la guerra que era mi transitar en el límite de la aventura, pero no hubo ocasión para rememorar aquello que describe 199


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Erich María. El paso era lo mismo de la banqueta al comedor de ocasión (cambiaba sin darnos cuenta) o al baño justo en medio de la casa longitudinal, alargada, estrecha por ingrato resultado de un conflicto familiar que distanció sin remedio a mi madre de su hermana, a nosotros del abuelo y a todos de todos en ese barrio donde se podía jugar pelota al mediodía. Sí me pasaba, con guerra o sin ella, que hablar no quería, con nadie, y escuchaba a los demás con el rencor soterrado. Me pesaba enormemente la estulticia del mundanal ruido y gustoso me largaba, cuando podía, de cuanta tertulia obligada se me imponía. En realidad odiaba, y odio, toda fiesta, y más las obligadas, con excepción de la Navidad. No era extraño por lo vivido fuera, sino por lo de adentro. Así que el regreso, aún vivo, no era la razón, ni desaparecía la angustia por obra del lugar añorado. El lugar no tenía magia y nunca pudo ayudar a que la felicidad, un destello siquiera, llegara rauda a la vista de la puerta y el ventanal casero, cargando una maleta. Pero, es verdad, cada vez que paso por ahí me dan ganas de llorar. Y con frecuencia lloro. La cuestión es que no es mi ciudad, o no es para mí, no representa para mí, la Creta de Kazantzakis y no espero tener que pagarle deudas con el regreso emocionado, ni sentir que es el deber el que mandata mi retorno; no será obligación alguna, si regreso. Será porque sí, simplemente, como la lluvia que de charcos y arroyos corre hacia el río. Cuando el ímpetu juvenil, obligado, ese sí, dibujaba gestas impolutas y los arrebatos se vestían de sentido, mi ciudad fue campo de batallas. Se podía, entonces, ubicar


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trincheras y minaretes, posicionar la catapulta y, con el grito más alto, algún cañón. Al tiempo, que todo lo cubre, vi que en realidad nunca hubo cruzadas y falsos cruzados se arrebataban, orondos, un botín cierto. Un día comencé a destruir los vestigios de mis adhesiones y entendí el por qué de las presencias livianas, intrascendentes. Lo único que permanecía. Si regreso, pues, será porque si, en la inercia de los recuerdos. Pero no sería, en estricto, a ese punto de llegada al que se arriba con la emoción de encontrar algo que brilla a lo lejos. Y quedó claro: Sin un lugar así, entonces, no queda más que volver a la guerra.



Los libros que se van…

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engo semanas y hasta meses que no escribo más que líneas como estas, rápidas, leves, vulnerables al fondo crítico y reacias a volar más allá del árbol siguiente. No es que no lo intente, pero el hecho es que de la página en blanco paso casi de inmediato a la nota fugaz, pues me cansa el pensamiento y me atemorizan los desenlaces que no quiero imaginar. Releía a Dostoievski y me pareció ver a Raskolnikov transformado, sin regresar al lugar del crimen y cayendo en la modernidad de Fausto. “Esas cosas no se hacen”, me dije. Que cada quien termine el tejido que empezó, aunque después lo desteja. Te arriesgas, entonces, o mejor haces como estoy haciendo: estas líneas, para agarrar, quizás, algún hilo que luego se pueda desenredar y volver a tejer. Tejer palabras, frases, parágrafos, páginas… Y olvídate de los consejos esos de tener un cuaderno en el buró para que cuando despiertes a media noche, con una brillante idea, la puedas anotar y después desenvolver en la gran obra. Eso, simplemente, no funciona. ¿Ya escribí demasiado y, por eso, la pereza intelectual me asalta? No lo creo, nadie, nunca, escribe demasiado, aunque no por mucho escribir se contribuya más a la claridad del mundo. Algunos conozco que, a fuerza de escribir, aprendieron, o así lo parece. Otros debieron haber escrito más, por obli203


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J.G. CANO

gación, decreto, orden o norma draconiana. Porque hace falta. No sería mi caso, por supuesto, yo nada más escribo porque no me queda de otra. Y porque me da la gana. Escribo lo que se me ocurre y casi siempre lo dejo como lo empecé. El problema es que, cuando lo veo al día siguiente, lo vuelvo a empezar. Sucede también que, casi siempre, pasado un tiempo, ya no me gusta lo que escribí y lo destruyo, le prendo fuego o con las hojas hago embarcaciones de papel para que se las lleve la lluvia. No puedo hacer eso ahora porque no tengo casi nada que arrojar a la calle, al viento o al arroyo. A fin de cuentas, lo cierto es que los libros que imaginé, uno a uno, se me están yendo. Ya no los reconozco, se me están olvidando. — Me tengo que apurar.


por el foro de trajano Relatos y digresiones

de Jorge Guillermo Cano Tisnado Se terminó de imprimir en el mes de junio de 2014 en los talleres gráficos de Once Ríos Editores, calle Río Usumacinta 821 Col. Industrial Bravo. Tel. 01(667)712-2950. Culiacán, Sin. Esta obra consta de 2 000 ejemplares.



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